CAPÍTULO VII
LA INEXPLICABLE CONDUCTA DEL PROFESOR DE WORMS
—¡Sentarse! —gritó Domingo con una voz que pocas veces dejaba oír, una voz que hacía caer de las manos las espadas.
Los tres que se habían levantado soltaron a Gogol, y el equívoco personaje reasumió su asiento.
—Bien, señor mío —dijo con presteza el Presidente, como si se dirigiera a un desconocido—. ¿Quiere usted hacerme el favor de enseñarme lo que lleva en el bolsillo del chaleco?
El pretendido polaco estaba algo pálido, bajo la maraña negra de sus cabellos; pero afectando tranquilidad, metió dos dedos en el bolsillo indicado, y sacó una tarjetita azul. Al verla sobre la mesa, Syme recobró el sentido del mundo exterior. Porque, aunque la tarjeta estaba en el otro extremo de la mesa y no podía leer su inscripción, era idéntica a la que él mismo llevaba, a la que le habían dado cuando ingresó en la cuadrilla antianarquista.
—Patético eslavo —dijo el Presidente—, trágico hijo de Polonia ¿se atrevería usted, ante esta tarjeta, a negar que está usted, por decirlo así, de sobra en nuestra tertulia?
—No señor —dijo el antes Gogol. Y todos se sorprendieron de oír salir, por entre aquel bosque de extranjero pelamen, una voz clara, comercial y hasta «cockney», de bajo pueblo londinense. Era tan absurdo como oír a un chino hablar de pronto en inglés con el acento de Escocia.
—Comprendo que usted se da cuenta de su situación —dijo el Domingo.
—Usted lo ha dicho —replicó el falso polaco—; ya veo que es un poco desairada. Y sólo mantengo que ningún polaco es capaz de imitar mi acento como yo he imitado el suyo.
—Concedido —dijo el Domingo—. Creo en efecto que el acento de usted es inimitable, y aun confieso que en vano he tratado de remedarlo a la hora de mi baño. ¿Tendría usted inconveniente en dejarme sus barbas con su tarjeta?
—Ninguno —contestó Gogol; y con un dedo se arrancó toda su envoltura peluda, descubriendo unos ralos cabellos rubios en una cara pálida y descocada—. Esto es sofocante —añadió.
—Le hago a usted la justicia de confesar —observó Domingo con cierta brutal admiración— que usted, sin embargo, ha sabido conservar su sangre fría debajo de esa envoltura. Y ahora, óigame usted: me gusta usted. Esto quiere decir que si supiera yo que ha muerto usted en el tormento, me sentiría molesto por espacio de dos minutos y medio. Pues bien: si usted descubre algún día a la policía o a cualquiera persona la menor cosa que nos incumba, tendré esos dos minutos y medio de molestia. Y de la molestia que usted tendrá no hay para qué hablar. Pase usted muy buenos días. Y cuidado con la escalera.
El blondo detective que se escondía bajo la máscara de Gogol, se levantó y salió del cuarto con un aire de completa indiferencia. Sin embargo, el asombrado Syme comprendió que esta indiferencia era afectada, porque un tropezón al salvar la puerta dio clara señal de que el detective no pensaba en la escalera.
—¡Cómo pasa el tiempo! —dijo alegremente Domingo echando un vistazo a su reloj, que como todas sus cosas parecía de tamaño más que natural—. Tengo que irme; tengo que presidir una reunión humanitaria.
El secretario se volvió hacia él con ceño adusto:
—¿Y no sería mejor —dijo con cierta sequedad— discutir los detalles de nuestro proyecto, ahora que estamos sin el espía?
—Creo que no —dijo el Presidente con un bostezo que parecía un terremoto. Dejémoslo en tal estado. Que lo arregle el Sábado. Yo tengo que irme. Almorzaremos aquí el domingo próximo.
Pero la dramática escena había fustigado los nervios casi desnudos del secretario. Era uno de esos hombres concienzudos hasta en el crimen.
—Me veo obligado a protestar, Presidente, esto es una irregularidad —dijo—. Es una regla fundamental de la Sociedad el discutir todos los planes en pleno consejo. Cuando estaba aquí el traidor, comprendo que usted dijera…
—Secretario —interrumpió el Presidente con gravedad—. Si usted hubiera hecho hervir su cabeza en casa como un nabo, puede que sirviera para algo. No estoy seguro, pero pudiera ser…
El secretario retrocedió con furor equino.
—Verdaderamente —empezó a decir muy ofendido— no comprendo…
—Eso es, eso es —le interrumpió el Presidente moviendo la cabeza—; usted no comprende, usted no comprende nunca. Diga usted, asno entre los asnos —gritó poniéndose de pie—, usted no quiere que le oigan los espías ¿no es verdad? ¿Y quién le asegura a usted que ahora mismo no le están oyendo?
Y con esta palabras, se encogió de hombros desdeñosamente y salió del cuarto.
Los otros cuatro se quedaron viéndolo boquiabiertos, sin entenderle. Sólo Syme sabía a qué atenerse, y un frío le corrió por los huesos. Si algo quería dar a entender el Presidente, es que había sospechado de Syme, que no podía denunciarlo como a Gogol, pero que tampoco se fiaba de él.
Los otros se levantaron gruñendo, para tomar el lunch en cualquier parte, porque ya empezaba a hacerse tarde. El Profesor se levantó muy despacio y con mucho trabajo. Syme se quedó un rato solo, meditando en su extraña situación; se había escapado del rayo, pero aún no se disipaba la nube. Al fin se decidió a salir a la plaza de Leicester.
El día luminoso se había ido enfriando más cada vez, y cuando Syme salió a la calle le sorprendieron los copos de nieve. Llevaba consigo el bastón de alma de acero, y el resto del equipaje de Gregory; pero quién sabe dónde se había dejado la capa, tal vez en el barco o en el balcón. Esperando que pasara la racha, se refugió un momento en la puerta de una modesta peluquería, en cuyo escaparate no se veía más que una enfermiza muñeca de cera con traje descotado.
La nieve arreciaba. Syme, a quien el aspecto de la muñeca causaba una impresión deprimente, dirigió la mirada hacia la calle blanca y desierta. Con gran asombro, vio que un hombre contemplaba atentamente el escaparate. Su chistera estaba blanca de nieve como la de San Nicolás, y la nieve se había amontonado sobre sus botas hasta los tobillos; pero él no hacía caso, absorto en la contemplación de la descolorida y triste muñeca. Semejante contemplación, y con un tiempo como aquél, justificaba el asombro de Syme; pero el vago asombro se transformó en sorpresa personal, al descubrir que aquel hombre era nada menos que el anciano y paralítico Profesor de Worms. ¡Parecía imposible, a sus años y con sus achaques!…
A Syme no le extrañaba, en aquella cofradía inhumana, encontrar las peores perversiones; con todo, se resistía a admitir que el Profesor se hubiera enamorado de aquella muñeca de cera. Más bien empezó a figurarse que su enfermedad —fuese la que fuese— le causaba raptos momentáneos de éxtasis o de rigidez, a pesar de lo cual no pudo sentir compasión. Al contrario, se felicitó de que la catalepsia y el andar dificultoso del Profesor le permitieran escapar de él y dejarlo varias millas atrás. Porque Syme tenía una verdadera sed de librarse ya de aquella atmósfera ponzoñosa, aunque sólo fuera una hora. Lo necesitaba para reflexionar, trazarse su política, y decidir finalmente si había de mantener o no la palabra empeñada a Gregory.
Arrojóse, pues, entre los danzarines copos de nieve, dobló la esquina dos o tres veces para allá y otras tantas para acá, y entró en una fondita de Soho con ánimo de tomar el lunch. Siempre reflexionando, comió unos cuatro platos ligeros, apuró media botella de tinto, y acabó con el café y el cigarro, sin dejar su aire meditabundo. Se encontraba en la sala alta de la fonda, llena del tintineo de los cubiertos y el rumor de la charla en lengua extranjera. Recordó que en otro tiempo, se le figuraba que todos esos extranjeros, amables e inofensivos, eran anarquistas. Y se estremeció recordando a los anarquistas verdaderos. Pero en aquel estremecimiento había la placentera emoción de la escapatoria. El vino, el alimento común y corriente, el sitio familiar, los rostros de hombres naturales y «conversables», todo le hacía pensar en el consejo de los Siete Días como en un sueño fugitivo. Harto sabía que aquello era una realidad; pero, al menos, estaba lejos. Altísimas casas y populosas calles lo dividían del último de aquellos seres abominables: sentíase libre en la libre Londres, bebiendo su vino entre los libres. Con desparpajo requirió el sombrero y bastón, y bajó por la escalerilla a la sala inferior.
Al entrar en esta sala, sintió que los pies se le pegaban al suelo. Allí, en una mesita arrinconada justo a la opaca ventana que daba sobre la calle cubierta de nieve, estaba instalado el viejo Profesor anarquista, frente a un vaso de leche, con su cara lívida y sus párpados entrecerrados. Syme se quedó tan tieso como su bastón. Y después, fingiendo mucha prisa, pasó rozando al Profesor, empujó la puerta y la cerró con estrépito, y se metió en la nieve.
—¿Será posible que me ande siguiendo este cadáver? —se dijo mordiéndose con rabia el bigote—. Sin duda me he entretenido aquí tanto tiempo que hasta este cojirrengo logró darme alcance. Por fortuna con sólo apresurarme un poco puedo ponerme tan lejos de él como de aquí a Tombuctú. ¿Estaré viendo visiones? A lo mejor el pobre hombre no viene siguiéndome, El Domingo no había de ser tan torpe que me hiciera seguir por un lisiado.
Morigeró su marcha, jugó el bastón entre los dedos, y tomó rumbo al Covent Garden. Al atravesar el inmenso mercado, nevaba furiosamente, y el día se había oscurecido como si empezara a anochecer. Los copos de nieve lo atormentaban como un enjambre de abejas de plata. Se le metían por la barba, le pinchaban los ojos, añadiendo su incomodidad a la sobreexcitación de sus nervios. Cuando, con paso vacilante, alcanzó la entrada de Fleet Street, ya había perdido la paciencia: encontró abierto un restaurante de té dominical, y se refugió allí. Pidió, para justificar su presencia, una taza de café solo. Pero apenas acababa de pedirlo, cuando el Profesor de Worms entró cojeando penosamente, se sentó con mucho trabajo y pidió un vaso de leche.
A Syme se le cayó el bastón, produciendo un ruido metálico que acusaba la presencia del verduguillo. Pero el Profesor no levantó la vista. Syme, que de ordinario era hombre tranquilo, se le quedó mirando con el asombro con que el rústico ve una suerte de magia. Estaba seguro de que no le había seguido ningún coche; ningún ruido de ruedas se había oído a la puerta del restaurante; según toda apariencia, aquel hombre había venido a pie. ¡Pero si aquel hombre no andaba más que un caracol, y Syme había volado más que el viento! Se levantó a recoger su bastón enloquecido por aquella contradicción aritmética, y salió empujando las puertas de resorte sin probar el café. En este instante pasaba un ómnibus hacia el Banco a toda rapidez; tuvo que correr para alcanzarlo, pero logró saltar al estribo. Allí se detuvo un instante para tomar resuello, después trepó a la imperial. Haría medio minuto que estaba sentado, cuando le pareció oír detrás una respiración pesada y asmática.
Volvióse rápidamente, y vio aparecer, poco a poco, por la escalerilla del ómnibus, un sombrero lleno de nieve y, a la sombra del ala, la cara miope y los hombros vacilantes del Profesor Worms. Ocupó un asiento con gran cuidado, y se arrebujó en su capa hasta la barba.
Todos los movimientos de aquel cuerpo tambaleante y aquellas manos temblorosas, los ademanes inciertos y las pausas pánicas, hacían indudable que aquel hombre estaba perdido, sumido en la mayor imbecilidad física. Se movía por pulgadas, se tumbaba en el asiento con infinitas precauciones. Y sin embargo, a no ser un mito las entidades filosóficas llamadas tiempo y espacio, era indudable que aquel hombre había corrido para alcanzar el ómnibus.
Syme se levantó, y tras de echar una mirada implorante al cielo de invierno, que se oscurecía por momentos, bajó la escalerilla. Trabajo le costó gobernar su cuerpo que quería arrojarse desde lo alto del coche.
Sin darse cuenta de lo que hacía, sin volver la vista, lanzóse por una de las callejuelas que desembocan en Fleet Street como liebre en la madriguera. Pensaba vagamente que si este incomprensible y valetudinario Juan de las Viñas se había propuesto perseguirlo, pronto le perdería de vista en aquel laberinto de callecitas, y estuvo entrando y saliendo por aquel enredijo que más que de vías públicas parecía de hendiduras y rendijas; y cuando había completado veinte ángulos alternantes y dibujado un inconcebible polígono, se detuvo a escuchar. Nadie le seguía, no se oía ruido alguno. Verdad es que el espesor de la nieve apagaba el ruido de las pisadas. Al pasar por Red Lion Court, advirtió un sitio donde algún enérgico transeúnte había aplastado la nieve, dejando al descubierto las piedras húmedas y lucientes por un espacio de veinte metros. No le llamó la atención y se metió por otra calleja del laberinto. Pero habiéndose detenido a escuchar de nuevo unos cien pasos más allá, sintió que también su corazón se paraba, porque del sitio donde habían quedado las piedras desnudadas le llegó claramente el ruido de la muleta metálica y los pies del cojo infernal. El cielo obscurecido de nubes sumergía a Londres en una oscuridad y una opresión excesivas para la hora que era. A uno y otro lado de Syme, corrían unos muros lisos, sin fisonomía; no había ventanas ni agujeros; sintió un nuevo impulso de escapar de aquella colmena de casas y salir otra vez a las avenidas iluminadas. Pero, antes de ganar la arteria principal, todavía anduvo un rato de aquí para allá. El resultado es que salió a la calle abierta mucho más lejos de lo que se figuraba, por la desierta anchura de Ludgate Circus, de donde se veía la catedral de San Pablo como asentada en los cielos.
Admiróse de encontrar el sitio tan desierto, como si la peste hubiera barrido la población. Pronto cayó en la cuenta de que aquella soledad era explicable, primero porque la nevada era todavía intensísima, y además porque era domingo. Cuando la palabra «domingo» cruzó su mente, se mordió los labios. Ya para él aquella palabra era un retruécano infernal.
Bajo la nebulosidad de la nieve que se perdía en los cielos, la ciudad parecía sumergida en un reflejo verdoso y como submarino. El crepúsculo escondido y hosco se adivinaba tras la cúpula de San Pablo, entre colores ahumados y siniestros: verde enfermizo, rojo moribundo, bronce desfalleciente, lo bastante vivo sin embargo para acentuar la blancura inmensa de la nieve. Y sobre esos temerosos colores, se destacaba el bulto sombrío de la catedral, en cuyo vértice brillaba una mancha de nieve, colgando como de un pico alpestre. Al escurrir, la nieve había revestido el domo de arriba abajo, argentando completamente el globo y la cruz. Al ver esto, Syme sintió que recobraba el valor, e hizo, involuntariamente, un saludo militar con el bastón.
Sabía que el maldito viejo, convertido en sombra, lo seguía cojeando más o menos de prisa, pero ya no hizo caso. Mientras se oscurecían los cielos, aquel punto eminente de la tierra parecía dar luz —verdadero símbolo de fe. Si los demonios se habían apoderado del cielo, aún no capturaban la cruz. Y Syme sintió impulsos de arrancar su secreto a aquel perseguidor paralítico, danzarín y saltón a un tiempo. A la entrada de la plaza, donde ésta se abre sobre el Circo, se detuvo, bastón en mano, dispuesto a afrontar al enemigo.
El Profesor de Worms dobló lentamente la esquina de la calle irregular que había venido siguiendo, y su estampa grotesca, revelada a la luz de un solitario farolillo de gas, hizo recordar involuntariamente aquellos versos que cantan a los nenes:
The crooked man who went a crooked mile[3]
Y en verdad, parecía que estaba torcido por efecto de las tortuosas calles que recorría. Acercábase con lentitud, y la luz se reflejaba en sus espejuelos e iluminaba su cara paciente. Syme lo esperaba como San Jorge al Dragón, como quien aguarda una explicación final o la muerte. Y el viejo Profesor vino hacia él, y junto a él pasó como si no lo reconociera, sin un pestañeo.
Esta silenciosa y afectada inocencia exasperó a Syme. La cara descolorida, el aire de aquel hombre, eran para convencer de que aquella persecución había sido una coincidencia desgraciada. Syme se quedó como galvanizado por una fuerza mezcla de rabia y burla pueril. Hizo el ademán de tumbarle el sombrero al viejo, y gritando algo como «alcánzame si puedes», echó a correr a través del Circo blanco y espacioso. Ya no era posible ocultarse. Volvió la vista, y vio la silueta negra del viejo, que le perseguía con largas zancadas como si tratara de jugar carreras. No obstante esto, la cara se mantenía pálida, grave, profesional, como una cara de conferenciante injerta en un cuerpo de Arlequín.
Esta ridícula cacería duró a través del Circo de Ludgate, y continuó por la Colina de Ludgate, en torno a la Catedral de San Pablo, a lo largo de Cheapside; y Syme, entretanto, creía recordar todas las pesadillas que había tenido en su vida.
Al fin salió hacia el muelle, y se detuvo junto a los Docks. Cerca veíanse los cristales amarillos de un café iluminado; Syme entró y pidió un vaso de cerveza. El sitio resultó ser una confusa taberna, atestada de marineros extranjeros, donde bien podía haber fumadero de opio y ocasión de desnudar las navajas.
Un instante después, el Profesor de Worms entraba también, se sentaba cuidadosamente y pedía un vasito de leche.