XIII

Miraba absorto mi reflejo en el cristal de la ventana de mi despacho situado en la planta 25 de un alto edificio de mi ciudad de adopción, Barcelona. Pero, contrariamente a tres meses atrás, esta vez no pensaba en las vacaciones, sino en mi retorno, en el hecho de que me sentía enjaulado en esa inmensa torre de cristal y en que mi vida nunca más sería la misma después del verano que había vivido y en el que casi había muerto.

Oí un carraspeo detrás mío. A través de la ventana vi la silueta de Marga sentada en la silla de delante de mi mesa, mirándome. Me giré despacio y sonreí.

—¿Estás bien? —preguntó preocupada.

—Perfectamente —mentí.

—No tendrías que haber vuelto tan pronto a trabajar, unos días más de reposo después de dejar el hospital te habrían ido de maravilla.

—Gracias por pensar en mí, Marga, pero necesitaba volver a mi vida habitual, a la rutina, después de todo lo que pasó…

—Lo entiendo.

Me senté con decisión delante de las tres pantallas del ordenador donde tenía el diseño en el que estaba trabajando. Di una palmada y junté las manos haciendo crujir los dedos.

—Ha sido un breve momento de nostalgia. ¿Querías algo en particular?

—No… Bueno, sí. Martín te buscaba pero le he dicho que estabas reunido.

—¿Qué quería?

—Nada, tocar las narices, como siempre.

—Marga, que es nuestro jefe. Y se portó muy bien con lo de mi «accidente». Además, se tragó la mentira de que no pude ir a Canadá por la huelga de controladores y que por eso fui al apartamento de Santa Cana.

—Cierto. Lo tenías bien preocupado. En fin, que yo ya me voy para casa.

—¿Ya es la hora? Bien, pues hasta mañana, Marga.

En lugar de irse se quedó de pie a mi lado, en silencio. Al final se decidió a hablar.

—¿Quieres que vayamos a tomar algo al puerto?

—Gracias, pero prefiero ir para casa. Estoy cansado —me señalé el estómago que, a veces, aún me dolía—. Otro día, ¿ok?

—De acuerdo, otro día.

Salió de mi despacho y me quedé mirando las pantallas del ordenador sin ver, en realidad lo que allí había. Mi mente había viajado en el espacio y en el tiempo y me vi de nuevo en la fría y blanca habitación del hospital de Santa Cana, en las cuatro semanas que me pasé allí.

Cuando fui consciente de mi situación física y que había tenido la gran suerte de que la bala no había tocado ningún órgano vital, empecé a recuperarme rápidamente después de las semanas pasadas en coma. También gracias a la ayuda y buen humor de Bob y de Lola, que estaban a todas horas en el hospital, distrayéndome. Y a Eduardo, que vino a verme cada vez que Mantis le dejaba un rato libre.

Me contaron que lo sucedido había causado una gran conmoción en el pueblo y que había salido incluso en los periódicos de ámbito nacional con las más diversas y absurdas teorías, desde ajuste de cuentas, hasta crimen pasional, tal y cómo había previsto. El único periódico que hizo un trabajo de investigación excelente explicando la realidad y dejando de lado el morbo de un suceso con dos heridos y un muerto, y el que siempre provoca en la sociedad el tema de la homosexualidad (y más cuando está relacionada con un crimen), fue el periódico local de Alicante que, por suerte, era el más leído de Santa Cana. La verdad triunfó sobre el amarillismo de cierta prensa.

La fiesta mayor no fue suspendida. Se hizo una mención en el Ayuntamiento a lo sucedido y durante el pregón se guardó un minuto de silencio por David, a pesar de todo. En cambio la comisión de fiestas me dedicó un concierto como agradecimiento a mi labor en ella durante varios años.

Poco después de terminarse la fiesta, vino Matías a visitarme. Me sorprendió mucho cuando se abrió la puerta de la habitación y asomó su cara con timidez, incluso con miedo, y me pidió permiso para entrar. Se lo di más por curiosidad que por ganas de verle y entró. Se quedó a un metro de los pies de la cama y desde allí, con la cabeza gacha, se disculpó por su comportamiento y, aunque confesó no entender la homosexualidad, dijo que empezaba a respetarla o, como mínimo, a respetar a las personas que tenían otra orientación sexual a la tradicionalmente establecida. Lola no había sido ajena a esta transformación y amplitud de miras de Matías.

El día antes de salir del hospital vino el comisario de policía para notificarme que la familia de David había retirado la denuncia que había interpuesto contra nosotros y que se habían marchado del pueblo después de vender su piso. Me hubiera gustado que las cosas hubieran sido distintas, incluso poder hablar con ellos antes de marcharse, pero su vergüenza al descubrir el trastorno de su hijo pudo más que ellos y se fueron una noche sin que nadie los viera. En Santa Cana quedó la tumba de su hijo.

No sé qué me llevó, al día siguiente de mi salida del hospital, a ir al cementerio y ver la sencilla lápida negra con una única inscripción en letras blancas del nombre, David, y la fecha de nacimiento y muerte. Tenía sólo veintiún años. Tan joven… Sentí una opresión en el pecho y me puse a llorar. Estuve llorando sin poder parar casi media hora, pero no creo que llorara por David, sino por mí mismo, por todo lo vivido. Fue como liberar la tensión acumulada de las últimas semanas y, sobretodo, porque la tarde anterior Kazan se había marchado a su pueblo. Me encontraba terriblemente solo, abandonado.

Al regresar del cementerio, hice la maleta y dejé el apartamento arreglado para pasar otro invierno cerrado, y a la mañana siguiente, a pesar de las protestas de Bob, Lola y Eduardo, me subí al coche y regresé a Barcelona. Como le había dicho a Marga, necesitaba volver a la rutina, a mi vida habitual, lo más rápidamente posible y dejar atrás la pesadilla del final del verano.

Incapaz de concentrarme en el trabajo, cerré las pantallas del ordenador, cogí la chaqueta y cerré el despacho. Tenía ganas de llegar a casa y relajarme con un buen baño en una bañera llena de espuma.

Barcelona hacía tiempo que había dejado atrás la pesadez del verano y una brisa suave proveniente del mar barría la ciudad refrescando el ambiente. Todo había vuelto a la normalidad, al menos aparentemente. Infinidad de coches abarrotaban las calles y los peatones iban rápidamente a sus destinos sin darse cuenta de a quién tenían a su alrededor.

Llegué media hora después de salir de la oficina. Dejé la chaqueta sobre el sofá, pasé por la cocina a beber un par de vasos de agua fresca y luego fui al baño a llenar la bañera con agua templada. Mientras tanto me quité los zapatos y los calcetines y los tiré en un rincón de la habitación. Me desabroché los pantalones, los dejé sobre la silla y volví a entrar al lavabo a cerrar el grifo, la bañera ya casi estaba llena. Eché sales y gel de baño y empecé a desabrocharme la camisa delante del espejo. Me miré. Aunque no quería recordar el accidente, ver mi cuerpo desnudo, evitaba que lo olvidara. Las cuatro semanas en cama me había hecho perder peso y masa muscular y aún no podía ir al gimnasio a hacer mis rutinas para ponerme en forma. Además, ahí estaba también la cicatriz grabada, como a fuego, en mi piel. Ya estaba totalmente curada y su aspecto era muy bueno, casi podía pasar inadvertida a cualquiera, excepto a mí. Pasé los dedos por encima notando la piel rugosa y sensible. Suspiré apesadumbrado.

Me quité el bóxer y me sumergí en la bañera, cabeza y todo. En el silencio de debajo del agua, encontré un poco de la paz que buscaba. Necesitaba relajarme, dejar todo atrás, no pensar nada y empezar de nuevo, como un libro en blanco que aún ha de empezar a escribirse. Liberé un poco de aire de mis pulmones y juguetonas burbujas se escaparon hasta la superficie. Aguantaría hasta que me quedara totalmente sin aire y saldría renacido.

De pronto noté una mano que me sujetaba por los hombros y, asustado, sintiendo que me faltaba el aire, luche por salir a la superficie. Fue sólo un instante de pánico porque, seguidamente la mano bajó por mi pecho, acariciándome. Calmado, cerré los ojos y me dejé llevar por la sensación de esa mano cálida sobre mi piel mojada. Me incorporé un poco y la mano continuó su descenso por mi estómago, por mi cintura, se enredó con mi vello púbico, jugó con mi polla y continuó por la cara interna de mis muslos. Suspiré negándome a abrir los ojos.

Alguien entró en la bañera y se acercó besándome suavemente en los labios. Le rodeé con mis brazos y correspondí a su beso buscando su lengua, jugando con ella, sintiendo el sabor de su saliva mezclarse con la mía. La excitación me fue subiendo desde el bajo vientre y noté una fuerte erección. Él también la notó, me cogió por las piernas y tiró de ellas para que me quedara más tendido en la bañera. Ahora sólo mi cabeza salía fuera del agua. No veía lo que hacía, no quería verlo, solo quería sentir su presencia cerca de mí, como en un sueño. Tenía miedo de que si abría los ojos la magia se esfumaría y me vería solo en el baño. Me dejé llevar.

La presión que sentí a continuación me hizo jadear: se había sentado sobre mi introduciéndose mi pene en el ano. Mientras me abrazaba y besaba, se movía arriba y abajo. Sentía el calor de su cuerpo, el palpitar de su interior, su fuerza, su ternura. Sus jadeos ahogados por mis besos me excitaban aún más. Lo abracé y lo atraje hacia mí, necesitaba sentirlo muy cerca, lo más cerca posible. Aunque ya estuviera dentro de él, necesitaba tenerlo aún más cerca, sentir su piel, su olor, su sabor. Noté que ya no podía aguantarme más, que mi interior estaba a punto de ebullición y me dejé ir con espasmos de placer inundando su interior con mi ser. Abrí los ojos y por lo que vi que había en el agua, él también se había corrido. Me miraba fijamente con la respiración agitada y una sonrisa en los labios. Sonreí y le besé suavemente. Notaba el pulso acelerado y una sensación extraña, como una opresión, en el bajo vientre que en seguida identifiqué como un sentimiento muy intenso hacia él. Le abracé tan fuerte como pude para que no se escapara nunca más de mi vida. Allí en ese mismo cuarto de baño le había visto reflejado en el espejo por primera vez hacía ya una eternidad. En ese momento, había sido un sueño, una fantasía, una ilusión, un simple reflejo de mi mente proveniente de los oscuros rincones de mi memoria. Pero ahora era real, estaba allí, a mi lado, abrazándome, y acababa de hacer el amor con él porque con él el sexo había dejado de ser sexo, de ser algo únicamente carnal para convertirse en una experiencia más espiritual, más etérea, más dulce, más relajada y al mismo tiempo pasional e intensa.

Mi vida había cambiado para siempre. Nunca más volvería a sentirme perdido, a sentirme solo, porque lo tenía a mi lado recorriendo el camino de la vida, los dos juntos.

—¿Qué te pasa? Me vas a partir en dos si me abrazas tan fuerte —dijo divertido.

—Nada. Es simplemente que… que soy muy feliz de que estés aquí, compartiendo mi vida… Te quiero, Kazan.

—Yo también te quiero mucho, Aran, no lo olvides nunca.

—No lo haré.