IV
El sol ya estaba alto en el horizonte y la luz inundaba mi habitación cuando abrí un ojo, luego el otro, con pereza. Había dormido fantásticamente bien. Me incorporé un poco desorientado. Siempre me pasa cuando cambio de casa. Pero al verme desnudo encima de la cama, con todo el cuerpo dolorido, cansado, pegajoso y sucio, volví a la realidad, a lo que había pasado la noche anterior con Bob. Puse los pies en el suelo, sacudí la cabeza para despejarme y miré por la ventana abierta. El mar estaba en el mismo sitio que siempre y la playa ya estaba abarrotada de gente. ¡Vacaciones! Tenía que ducharme y bajar a la playa a echarme como un lagarto y tomar el sol. Me pasé la mano por el pecho, tenía algunos pelos pegados como si me hubiera caído un tubo de pegamento encima. Los separé y cayeron escamas blancas.
—¡Mierda! ¡Esto es leche seca! —me dije a mí mismo.
Algunos restos más se adivinaban por el estómago y en el vello púbico y pensé que me hubiera tenido que duchar después del sexo pero me había quedado completamente dormido justo después de correrme.
—¿Bob? —grité al piso por si mi vecino se había quedado a pasar la noche. No contestó nadie.
Me levanté para comprobar si estaba solo. Cogí el bóxer que tenía tirado en el suelo y me lo puse escondiendo en él una polla fea, pequeña y arrugada. El apartamento estaba vacío.
Me senté en la mesa de la cocina y me tomé un vaso de zumo. Aún tenía sueño. No acababa de reaccionar, de despertarme. Mis movimientos eran lentos y torpes. Empecé a pensar en los acontecimientos del día anterior. En veinticuatro horas había roto definitivamente la relación con Susana, había aceptado, por fin, mi homosexualidad, me había masturbado, había follado con un autoestopista desconocido que había confirmado mi sexualidad, y había terminado echando un polvo con mi amigo Bob. Demasiado sexo para mí en un solo día.
Pensé que me sentiría mal, perdido, desorientado o deprimido por todo lo pasado, por la confirmación de que soy gay, pero al contrario, me sentía muy bien, estupendamente bien, incluso diría que feliz. Sabía que mi vida cambiaría totalmente, era normal, nunca más podría ser como dos días antes de aquella mañana de verano. Ahora sería más libre, más yo y dejaría atrás máscaras, falsas actitudes y comportamientos inútiles. Por fin era yo mismo viviendo mi verdadera identidad y no una mentira.
Dejé el vaso en el lavaplatos con el espíritu renovado y fui al baño. Aún sentía las piernas cansadas de conducir pero no era nada que una buena sesión de ejercicio, una ducha y un buen desayuno no arreglara. Mientras orinaba me miré al espejo y me asusté de verme demacrado. Necesitaría también una buena dosis de crema antiojeras. El reloj del baño marcaba las once de la mañana, así que ya no era hora para salir a correr bajo el fuerte sol de verano. Eso solo lo hacían los irresponsables, yo o iba a correr a las siete de la mañana o, si no podía, a la puesta del sol. Me fastidió no poder ir, era mi primer día de vacaciones y no podría salir a hacer una de las cosas que más me gustaba hacer allí: correr por la playa. Tuve que conformarme con unas cuantas series de abdominales y estiramientos en el banco de gimnasia y algunos ejercicios de brazos con mancuernas. Como en Santa Cana no iba a ningún gimnasio, me había montado una habitación con algunos aparatos de gimnasia, pesas, mancuernas y un balón. Cuando terminé me pasé diez minutos bajo el agua fría y al salir me sentí como nuevo, renovado totalmente.
Volví a la cocina para prepararme el desayuno, aunque a la hora que era ya se parecía más al aperitivo o, prácticamente, al almuerzo. Al ir a poner la cafetera, descubrí que la cafetera estaba preparada y había un par de rebanadas de pan en la tostadora. Seguramente lo había dejado preparado Bob antes de irse. Debía apuntarme mentalmente darle las gracias aunque no sabía si sería muy oportuno después de lo que había pasado entre nosotros. De momento no me apetecía para nada verlo, me daba miedo que sintiera que nos habíamos convertido en algo más que amigos por el solo hecho de haber follado y yo no estaba preparado para una relación con ningún hombre y menos con Robert. Pensar eso me hizo sentir un poco miserable, como si hubiera abusado de su amistad, del hecho que yo le gustaba, para volver a follar con un hombre y acabar de ratificar y confirmar mi sexualidad.
Me tomé solamente el café. De repente no tenía nada de apetito. Cogí la bolsa de la playa y no demoré por más tiempo el primer baño de sol del año.
Pasé el resto de la mañana y parte de la tarde echado en la arena como si quisiera absorberlo todo el primer día. Ya sé que no es muy bueno hacer eso pero ya estaba un poco bronceado con rayos UVA y me embadurnaba a menudo con protector solar factor 30. Tampoco quería envejecer mi piel antes de tiempo o tener algún problema de salud.
Como siempre, había ido a mi playa preferida, que no era precisamente la de delante de casa, mucho más llena de gente al encontrarse cerca del centro urbano y a la que iba si solo quería pasar poco rato. Era la pequeña cala d’en Fumeta, que se encontraba al sur, a unos cinco kilómetros de la salida del pueblo y a la que no se podía llegar más que andando o un en vehículo ligero que era como lo hacía yo con mi vieja bicicleta. La ataba a un árbol y bajaba unas escaleras practicadas en la roca de un acantilado para llegar a un pequeño triángulo de arena y grandes rocas lisas por la erosión del agua, que se adentraban en el mar. Me gustaba ese apartado rincón. Podías tomar el sol como te apeteciera, desnudo o con bañador. Y era difícil encontrar a la gente del pueblo, más conservadores. Básicamente éramos los veraneantes habituales de las capitales los que íbamos asiduamente allí. Algunos ya nos conocíamos, otros eran turistas esporádicos. El público generalmente era joven, grupos de amigos, alguna pareja y también algunas pocas familias con niños. Ese día, sin embargo, descubrí a una pareja de chicos con las toallas muy juntas que tomaban el sol tumbados boca arriba y que, disimuladamente, se cogían de la mano. En el otro extremo de la cala, en un rincón cerca del acantilado, había algunos chicos solos. Me quedé observándolos. Desde el día anterior todo me parecía sospechoso de homosexualidad y no sabía si me estaba volviendo paranoico. Pero no. Ahora, para mí, era evidente que esos chicos estaban allí para pescar y no peces precisamente, sobretodo porque vi salir de detrás de una roca a un chico con la polla medio erecta que corría hacia el agua y al poco tiempo salía otro chico, también con el rabo morcillón, que iba a tumbarse a su toalla. Estaba muy claro lo que había pasado y que se habían encontrado allí porque no habían ido juntos a la playa, cada uno estaba solo en su sitio.
Recordé algo que me había pasado el verano anterior, un día que me puse cerca de esa roca. Un alemán requemado por el sol me pidió un cigarrillo y cuando le dije que no fumaba empezó a enrollarse con los beneficios de no fumar, en un español bastante difícil de entender. Me pareció muy pesado y me fui al agua. Al volver a mi sitio le vi hablando con otro chico que de repente le daba la espalda, ignorándolo. Me pareció raro pero no le di más importancia hasta que el alemán volvió a mí para que le ayudara a ponerse crema solar por la espalda y, estúpido de mí, lo hice. Entonces se sentó a mi lado y empezó a explicarme no sé qué. En un momento puso su mano en mi rodilla y la dejó allí. Yo lo miré extrañado y le saqué la mano al ver que no tenía ninguna intención de hacerlo. El alemán debió ver que no tenía nada que hacer y se fue. Al poco le vi pasar con otro chico hacia detrás de las rocas. No le di más importancia pero me sentí aliviado de que me dejara en paz.
En otra ocasión, pocos días después del incidente con el alemán, un muchacho de apenas dieciocho años me empezó a dar conversación preguntándome dónde vivía, qué hacía para mantener mi cuerpo en tan buena forma, y quiso tocar mis bíceps y mis abdominales para comprobar su dureza. En ese momento creí que ese chiquillo me había visto como un modelo a imitar porque tenía algún quilo de más y tampoco le di demasiada importancia aunque me hizo sentir bastante incómodo y, naturalmente, no me dejé tocar.
O cuando un italiano, con quien había intercambiado unas pocas palabras en la playa, me estuvo persiguiendo dos días por el pueblo.
Nunca había sospechado nada. Sin embargo ahora lo veía todo claro porque también estaba más atento a todo lo que pasaba a mi alrededor. Un mundo nuevo lleno de posibilidades y placeres se abría delante de mí y sentí un cosquilleo en el bajo vientre. Tenía ganas de saltar detrás de las rocas pero al mismo tiempo me daba una mezcla de vergüenza y de miedo. Nunca antes había hecho cruising y seguramente ese no era el mejor día ni el mejor sitio para empezar a hacerlo porque ese verano pensaba ir cada día a esa playa, pero aún así tenía curiosidad.
Los dos chicos que había visto salir de detrás de las rocas se habían marchado, lo que confirmó mi teoría de que se lo habían montado allí mismo.
De repente me sentí envalentonado e hice una cosa que nunca antes se me había ocurrido hacer: pasearme desnudo por la cala. Normalmente tomaba el sol en pelotas y si quería meterme en el agua o dar una vuelta, me ponía el bañador. Me disgustaba andar totalmente en bolas sin ninguna necesidad, como veía hacer a otra gente. Pero ahora quería hacer una comprobación. Necesitaba saber si mis sospechas eran reales y lo que había observado era la verdad o solamente fruto de mi calenturienta mente. Ese día aún no me había quitado el bañador porqué pensé que no sería muy aconsejable estar tantas horas el primer día en pelotas, no tenía ganas de quemarme la polla. Así que me lo quité, me puse protector solar en la polla y en el culo y, un poco turbado, me fui hasta la orilla. Fui, como quien no quiere la cosa, hasta el otro extremo de la cala, justo enfrente del rincón sospechoso y me quedé de pie mirando el mar sintiendo algunos ojos clavados en mi espalda. Me giré y caminé distraídamente, mirándome los pies. En todo momento pude comprobar lo mismo, algunas miradas directas, otras disimuladas que empezaban en el pecho y recorrían mi cuerpo para terminar en mi sexo. Nadie hizo ningún gesto ni insinuación, supongo que esperaban alguna reacción por mi parte que delatara mis ganas de buscar a un compañero sexual, pero no hice nada más que andar y jugar con la arena con los pies. Solamente un chico de aspecto árabe, con el cuerpo fibrado y sin vello, se levantó y se acercó hasta situarse casi a mi lado mirándome de reojo. Me fui un poco más lejos, hacia las rocas del acantilado y me siguió a cierta distancia. Me encaramé a una roca y salté al otro lado, fuera de la vista de la gente de la playa y me senté con los pies en el agua. Cinco segundos después lo hacía el chico árabe y se acercó quedándose a escasos centímetros de mí.
—Hola —me dijo poniendo su mano en mi hombro.
—¡Ah, hola! —hice como si me hubiera sorprendido su presencia allí.
—Estás muy bueno, amigo.
—Gracias.
—¿Te gusto?
Lo observé de la cabeza a los pies descaradamente.
—Un poco joven para mí, pero no estás nada mal tampoco.
Sonrió y deslizó la mano hasta mi pecho pellizcándome el pezón.
—¿Te apetece que juguemos un poco?
Me puse un poco nervioso y le quité suavemente la mano.
—No gracias. Hoy no, quizá otro día.
—Entonces no te gusto…
—Mira, mejor me voy —dije levantándome.
El chico alargó la mano y me cogió la polla.
—No te vayas. Deja que te la coma un poco.
—¡He dicho que no!
Le aparté la mano bruscamente pero con el gesto me dio un pequeño tirón que me dolió un poco más por la sorpresa que por el daño en sí.
—¡Joder! —exclamé.
—¡Perdona, perdona, amigo!
Me fui rápidamente hacia mi sitio. Ya había comprobado lo que quería, ya estaba totalmente seguro que no habían sido imaginaciones mías, pero la experiencia no había sido nada satisfactoria, en parte supongo que por mi culpa. Era normal que el chico al ver que me fijaba en él y me iba a un sitio apartado pensara que quería rollo. Aún así no tenía ganas de quedarme ni un minuto más en la playa a pesar de que todavía no eran ni las cinco de la tarde. Recogí mis cosas, me vestí y subí a buscar la bicicleta. Vi al chico volver a su sitio y deseé que al día siguiente no me lo encontrara porque si lo veía allí me iría a otra playa.
Cuando llegué a Santa Cana y pasé por el paseo marítimo, me llegó el horrible olor de la carne sintética y las patatas fritas artificiales del McDonald y mi estómago rugió. Entonces caí en la cuenta de que no había comido nada en todo el día. Así que, en contra de mis principios alimenticios y nutricionales, entré en el fast-food y me pedí una de pollo, la que me pareció más sana.
Me senté en la terraza llena de adolescentes chillones vestidos con bañador y la goma del calzoncillo saliéndoles por la cintura. Al principio intenté ignorarlos concentrándome en la comida pero era imposible estar mínimamente tranquilo y decidí darme prisa en comer para marcharme de allí enseguida.
En mi afán por escabullirme de esa terraza, no me di cuenta del chico que estaba sentado solo en una mesa del rincón hasta que se levantó y pasó por mi lado dejando un rastro de aroma dulzón, mezcla de maderas y frutas, un olor embriagador. Sólo pude ver su espalda, hombros anchos y cintura estrecha. Sin embargo me había quedado profundamente turbado y tuve una sensación muy extraña que recorrió todo mi cuerpo. Observé, hipnotizado, como se paró en el mostrador del local, esperando que se girara para ver su rostro cuando de repente sentí un mareo. Dejé la comida y bebí un poco de refresco con la esperanza de recuperarme, pero me entró un sudor frío y las manos empezaron a temblarme. Por un momento creí que iba a desmayarme delante de todos esos chiquillos locos y que lo único que harían sería reírse en lugar de ayudarme. Respiré hondo y me pasé un poco del hielo de la bebida por la frente y la nuca mientras cerraba los ojos intentando controlar mi respiración y mi ritmo cardíaco.
Cuando abrí los ojos, ya un poco recuperado, vi a ese chico observarme fijamente, con cara de preocupación. Le devolví la mirada e intenté esbozar una sonrisa que no fue más que una mueca extraña. Me hizo un guiño, me dedicó una discreta y dulce sonrisa y desapareció en un segundo. Miré por dentro del local y en la calle, pero no había rastro suyo. Quizá todo había sido producto de mi imaginación porque, por un momento, me había parecido que era el mismo chico misterioso de mi fantasía de hacía un par de noches. Intenté recordar sus facciones para compararlas con las de este chico, pero sólo veía su piel pálida, los ojos de un azul intenso y el cabello negro como la noche. Sin embargo era incapaz de darle una forma, un rostro concreto.
Sentí un cosquilleo por las puntas de los dedos de las manos y me convencí de que si me mareaba de nuevo, nada impediría que esta vez me desmayara en mitad de la hamburguesería. Respiré hondo y salí deprisa dejando la comida sin terminar. Nunca más comería allí. El mareo había sido mi castigo por caer en la tentación del pecado alimenticio.
Fui directamente a casa andando y arrastrando la bicicleta, no me veía con las suficientes fuerzas como para ir montado en ella. La dejé en el aparcamiento y subí rápidamente al apartamento. Por suerte no me encontré con Bob, no tenía ganas de verlo, quería echarme un rato en la cama y descansar aunque solamente fueran las siete de la tarde.
Me dormí enseguida pero no fue un sueño reparador, estaba inquieto, y no paraba de dar vueltas por la cama. Me desperté cerca de las nueve de la noche, todo sudado y con las sábanas hechas un nudo en el suelo. Tenía el estómago revuelto. No había digerido bien las salsas de la hamburguesa y aún menos el pepinillo. Tuve el tiempo justo para ir al lavabo a vomitar.
Decidí que la cena en el «7 Mesas», uno de los mejores restaurantes del pueblo, con el que pensaba celebrar yo solo el inicio de las vacaciones, debería esperar a otro día, no tenía el cuerpo para nada. Lo único que me apetecía realmente era volver a echarme y dormir. Pero me negaba a admitir que el primer día de vacaciones había sido un fracaso y que la primera noche me quedaría en casa, así que me tomé un vaso de sal de frutas, me duché, me arreglé un poco y salí sin rumbo fijo. Quizá sólo iría a dar un paseo o, como mucho, acercarme hasta el Iris, el centro de reunión de los nativos de Santa Cana, donde encontraría algún conocido con quien charlar un rato agradablemente delante de un Vichy Catalán que acabaría de asentarme el estómago.
Las tiendas aún no habían cerrado y la gente paseaba, haciendo tiempo para la cena que en verano siempre se demoraba hasta bien entrada la noche. Me dejé llevar por el vaivén de los paseantes, mirando escaparates y cartas de restaurantes para otra ocasión. Giré por una calle lateral para dirigirme al paseo marítimo a ver los tenderetes de los hippies, cuando me pareció reconocer un perfume dulce, familiar. Lo busqué entre la gente que llenaba la calle. No lo veía pero sabía que estaba cerca. Me abrí paso casi a codazos avanzando unos pocos metros y divisé su espalda de hombros anchos al final de la calle, a punto de perderlo de vista. El corazón me dio un vuelco y eché a correr desesperadamente en su dirección.
Estaba a punto de alcanzarle cuando noté que se hacía el silencio a mi alrededor y la gente se quedaba paralizada excepto él. De repente oí su voz directamente dentro de mi cabeza.
—Tranquilo, te veo luego.
Paré en seco, mirando su nuca con el pelo bien recortado, mientras la gente volvía a andar y la calle se llenaba del ruido de tráfico y voces. En segundos se perdió entre la multitud. No sé cuánto rato pasé allí quieto mirando el lugar vacío que había ocupado tan solo unos instantes antes. No me atrevía a moverme, necesitaba sentir la gente dándome golpes al pasar a mi lado para saber que realmente estaba vivo y que no había acabado de vivir un sueño pero todo me parecía tan irreal que empecé a sospechar que habían sido imaginaciones mías y que ese chico no había existido nunca, que era un producto de mi mente. Era imposible que fuera el mismo chico que había visto en mi baño de Barcelona. Me estaba volviendo loco o la hamburguesa del almuerzo tenía alguna cosa más que lechuga, queso y pepinillos. Quizás, pensé, algún adolescente del burguer había metido algo alucinógeno en mi comida pensando que era la suya. Sí, debía de ser eso.
Finalmente conseguí despegar los pies del suelo y fui directamente hasta el Iris.
El local, con decoración modernista de principios del siglo XX, estaba casi vacío a esas horas. Pasé entre las mesas de mármol y me senté en un taburete de la barra. No había ningún conocido, ni siquiera el camarero, a quien el dueño del local, un pintoresco anciano viudo de su tercera esposa, cambiaba cada verano. Y es que igual que sus esposas, las tres ya fallecidas, sus camareros tampoco le duraban más de una temporada. Los habituales del lugar le conocíamos como El Mantis Religioso y alguno se atrevía a decir que si abrían la cámara frigorífica del sótano, encontrarían los camareros temporeros todos ordenados y clasificados por años y conservados en el congelador, al lado de sus esposas. Naturalmente eso no era cierto, pero nos hacía pasar ratos divertidos. Pregunté por él al nuevo camarero y me dijo que había salido a cenar con una amiga.
—¿Así que el viejo Mantis vuelve a atacar? —le dije con ironía.
El camarero sonrió y asintió mientras servía la bebida que le había pedido.
—Ya me han contado las historias que circulan sobre él —respondió—. Pero te aseguro que en el sótano, por no haber, no hay ni ratas.
—Con el hambre que pasan han de buscarse la vida en otro sitio. Soy Aran —le tendí la mano y la encajamos.
—Eduardo. Encantado. ¿Conoces mucho al viejo? No te había visto nunca por aquí.
—Llegué ayer. Aún no he tenido tiempo de visitar a los viejos amigos. Y veo que ninguno se ha dejado caer por aquí todavía.
—¡Ah! ¿Eres de Santa Cana?
—No, de un poco más lejos, de Canadá. ¿Por qué lo preguntas?
—¿De Canadá? Oh, vaya. No lo pareces. Hablas muy bien el castellano. Lo decía porque por aquí sólo entra la gente del pueblo, los turistas parece que huyen de este local.
Era cierto, en el Iris no entraban turistas, quizás alguno despistado, pero su aspecto viejo, a pesar de la rica decoración modernista, no les atraía y preferían ir a los nuevos locales con neones y productos destinados a su consumo, como las enormes copas de helados y fresas.
—¿Llevas mucho tiempo trabajando aquí? —le pregunté.
—Casi dos meses, la temporada completa. Después volveré al sur, a mi casa.
—Yo también trabajaba en verano para pagarme los estudios.
—¿Quieres tomar algo más? Te invito —me dijo al ver mi vaso vacío.
—No, gracias, tengo el estómago un poco revuelto.
—Eso te lo arreglo yo con una mezcla de hierbas invención de mi madre. Son mano de santo, ya verás.
Eduardo cogió algunos tarros con infusiones y mezcló varias cucharadas en una tetera. Después sacó un pequeño bote de un cajón, del que extrajo una cucharadita de hierba molida muy fina que echó también en la tetera. Puso agua hirviendo y la dejó enfrente de mí.
—Ahora déjala reposar cinco minutos antes de tomártela.
—¿Qué es? Huele muy bien.
—Básicamente lleva manzanilla, un poco de poleo-menta y el ingrediente secreto de mi madre, unas hierbas silvestres que recoge ella en el bosque de mi pueblo.
—¿De dónde eres?
Bebí un sorbo, estaba un punto salada pero con un sabor delicioso.
—De Villanueva del Rocío.
—Eso queda muy lejos. ¿Que te ha traído hasta aquí?
—El paro y ganas de vivir nuevas experiencias.
—¿Y tu novia qué dice al respecto? —me aventuré para saber de qué pie calzaba.
—Bueno… Ese es otro motivo por el que me vine… Cortó conmigo después de Navidad.
—Lo siento.
Acababa de confirmarlo, no era gay, aunque que hubiera tenido novia no quería decir nada.
—Es un tema que aún duele aquí —dijo cerrando el puño sobre el corazón.
—Lo comprendo, es duro. Aunque el tiempo pone las cosas en su sitio y el verano aún más. Ya verás como en Santa Cana ligas un montón.
—¡De momento ni una rosca! —exclamó riendo.
—Todo se andará.
Me terminé de un trago la infusión, que me había sentado de maravilla.
—¿Qué te debo?
—Nada, hoy invita la casa. Bueno te invito yo, que si el viejo se entera… ¿Pero ya te marchas?
—Creo que sí. Es mejor que me acueste temprano y deje reposar el estómago. Mañana ya estaré mejor.
Cuando me levanté del taburete se abrió la puerta y apareció el chico del McDonald. Me miró directamente a los ojos con una amplia sonrisa y me quedé clavado en mi sitio sin poder moverme. Estaba a escasos metros de mí y pude comprobar que, efectivamente, era el mismo chico de mi fantasía. Quizá lo conocía anteriormente o lo había visto por Barcelona y mi mente, en una mala jugada del destino, lo había recuperado en un momento de lujuria. Sin embargo, su aspecto etéreo, irreal, su rostro suave y pálido, y sobre todo sus ojos de un azul tan claro, se me habrían quedado grabados a fuego en mi memoria si lo hubiera visto anteriormente. O quizá todo era producto de mi imaginación y en El Iris no había nadie más que el camarero y yo.
De nuevo sentí el mareo y el sudor frío y tuve que apoyarme en la barra.
—¿Te encuentras bien? De repente te has quedado pálido. Toma un poco de agua —me dijo Eduardo con cara de preocupación mientras me alargaba un vaso que acababa de llenar con agua del grifo, daba la vuelta a la barra y me sujetaba por el brazo.
—Muchas gracias, ya va pasando. Es el estómago. Me ha dado una patada.
—Será mejor que vayas al médico…
—No, no es nada. El niño que quiere salir —bromeé tocándome la barriga sonriendo.
—Si no pierdes el humor, ya es bueno. Perdona un momento, voy a atender a ese cliente y vuelvo.
Eduardo fue hasta la mesa donde se había sentado el chico. Miré la escena a través del espejo situado detrás de la barra con el convencimiento de que si el camarero lo veía y hablaba con él, no eran imaginaciones mías, que existía en realidad. Hizo un gesto señalando en mi dirección, Eduardo puso cara de sorpresa y asintió regresando detrás de la barra.
—¿Le conoces? —me preguntó y empezó a preparar una infusión.
—No —dije mirando disimuladamente hacia la mesa.
—Pues él a ti, sí. Pero lo más curioso es que me ha pedido una manzanilla mezclada con poleo-menta, hierbaluisa, albahaca y azúcar de laurel —su voz era casi un susurro.
—¿Y?
—Es lo mismo que te he dado a ti. Me ha pedido la infusión especificando uno a uno todos los ingredientes… Son la receta secreta de mi madre… ¿Cómo puede conocerla y cómo sabía que tú te estás tomando una? No lo entiendo —siguió en el mismo tono confidencial.
—¿Pero qué te ha dicho exactamente?
—Sus palabras exactas han sido: «quiero lo mismo que Aran, una infusión de manzanilla mezclada con poleo-menta, hierbaluisa, albahaca y azúcar de laurel».
—¿Y no es posible que se lo hayas dicho tú?
—Solo he tenido tiempo de darle las buenas noches…
—¿Le habías visto antes?
—Creo que una vez, pero no estoy seguro. Voy a llevársela e intentaré averiguar algo.
Salió de detrás de la barra con la taza y la tetera con la infusión. Se acercó al chico, dejó el pedido e intercambiaron unas pocas palabras. El chico se sirvió la infusión, se puso azúcar y empezó a remover distraídamente mientras contestaba al camarero. En un momento levantó la cabeza, me miró directamente y sonrió mostrándome una hilera de perfectos y blancos dientes. Eduardo también me miró y volvió una vez más detrás de la barra sonriendo también.
—Evidentemente no hay nada extraño. Es de Villaociosa, que está a unos treinta y pico kilómetros de mi pueblo, en Almería, con lo cual puede conocer perfectamente la receta. Además, dice que tiene el estómago revuelto desde este mediodía. Creo que con esto queda resuelta la curiosidad.
—Sí, creo que sí —respondí—. ¿Pero cómo sabía que yo también lo tomaba? Y lo que es más importante, ¿cómo sabe mi nombre?
—No lo sé. Un chico como tú debe tener muchas admiradoras y también algunos admiradores… En fin, debo ir a atender a los clientes.
—Bien. Yo ya me voy. Y gracias por todo. Ya nos veremos.
—De acuerdo, cuídate.
Salió a tomar nota de un grupo de personas que había entrado en el bar y me levanté del taburete empujándolo hacia la barra y dándome la vuelta para ver bien al chico de ojos tristes. Levantó la cabeza y nuestras miradas coincidieron. Turbado, desvié los ojos y me dirigí a la salida. Iba a abrir la puerta cuando una mano se adelantó, cogió del tirador y la empujó hacia fuera. Sobresaltado miré atentamente esa mano de dedos finos y largos, de pianista. Subí la mirada por una muñeca ancha y por un fuerte antebrazo cubierto de un suave vello oscuro. Antes de levantar la vista ya sabía a quién pertenecía ese brazo, el aroma dulce le había delatado.
—¿No confías en mi? Te dije que nos veríamos luego. ¿Te importa que te acompañe?
Su voz era masculina, aterciopelada y cálida, hipnotizadora.
Sentí, ahora sí, cómo se nublaba mi mente y una luz blanca invadía mis ojos. Estaba a punto de desmayarme. Necesitaba salir, que me diera el aire. No llegué a tiempo. Mis piernas fallaron y se doblaron como si fueran de papel y no aguantaran mi peso, pero antes de caer una fuerza poderosa me cogió al vuelo y me sacó fuera. Parecía no tener peso bajo el brazo del chico que me llevaba como si fuera un muñeco de trapo. Entre brumas vi la calle con unos cuantos turistas que iban en busca de algún bar de copas donde pasar el rato antes de ir a la discoteca, un perro levantando la pata en un contenedor de basura de una tienda, una gaviota volar en el cielo oscuro, un letrero de luces de neón anunciando una cerveza australiana… Lo veía todo muy claro, como en un cuadro con cada detalle pintado con el máximo rigor, y al mismo tiempo demasiado irreal.
El chico me llevó hacia el paseo marítimo y una pareja de personas mayores que pasó por nuestro lado me dedicó una mirada de desaprobación pensando que estaba afectado por una fuerte borrachera. La brisa del mar me hizo levantar la cabeza cerrando los ojos y no me di cuenta de cuándo me echaba en la arena.
Noté algo frío en la cabeza y poco a poco mis fuerzas fueron regresando.
Cuando abrí los ojos, el chico pálido estaba sentado a mi lado con sus manos heladas apoyadas en mi frente. Tenía los ojos cerrados y su cara mostraba una gran concentración. Le miré en silencio un buen rato hasta que descubrió que le miraba atentamente y me sonrió.
—Lo, lo siento. No sé qué me ha ocurrido —balbuceé.
—¡Shhh! No hables. Descansa.
—Ya estoy… Ya estoy bien. Gracias.
Intenté incorporarme, pero me obligó a echarme de nuevo y se tendió a mi lado mirando las estrellas.
—Relájate. Mira el cielo. Está precioso hoy.
Hice lo que me había dicho. Desde la playa, lejos de la luz del pueblo, el cielo parecía una tela negra salpicada por millones de diminutas gotas de luz blanca dispuestas de forma caprichosa por algún pintor juguetón. Respiré hondo y me dejé invadir por una paz acogedora. Una mano se acercó a la mía, buscó mis dedos y los cruzó con los suyos. Le dejé hacer. Me reconfortaba tener a ese chico desconocido a mi lado cogiéndome la mano. Mi corazón latía tranquilo y sentía que, por primera vez en mi vida, podría enamorarme.
No sé el tiempo que pasamos allí en silencio. Pero no era un silencio incómodo, al contrario, era como estar con alguien muy conocido, con el que a veces no es necesario hablar para estar a gusto. Estaba tan bien que no quería romper el embrujo de ese momento mágico.
Ya me encontraba lo bastante fuerte para caminar e ir hacia casa pero no quería dejar todavía a ese chico, no sin saber quién era, de dónde había salido y, sobretodo, si volvería a verlo, lo necesitaba. Me incorporé y le miré.
—Muchas gracias por ayudarme. Sin ti me hubiera desmayado y me habría caído al suelo.
—¿Estás mejor? —preguntó girando la cabeza para mirarme de frente.
—Sí, mucho mejor.
—Bien. Te quedaste muy pálido cuando te abrí la puerta. A veces el estómago da esas malas pasadas.
—¿Cómo sabes que me dolía el estómago?
—Lo vi en tus ojos.
—¿En mis ojos?
—Sí. Tienes unos ojos que son como un libro abierto, reflejan todo tu ser, todo tu interior para quien sepa leerlo.
—¿Y tú sabes?
—Sí.
—Eres un poco raro… —le dije, y me sonrió.
—Cada uno tenemos nuestras cosas. No me considero raro, quizás un poco diferente de la mayoría de la gente.
—¿Me acompañas hasta casa? —le pregunté levantándome con esfuerzo.
—Por supuesto.
—Es aquí cerca.
—Bien.
Fuimos andando por el paseo marítimo en silencio. Una multitud de turistas y veraneantes paseaban mirando los tenderetes de artesanía, de los pintores callejeros y los músicos, o simplemente dejaban pasar el tiempo antes de retirarse. Cuando llegamos a mi edificio no estaba muy seguro de qué debía hacer. Me apetecía mucho invitarle a subir pero al mismo tiempo me daba miedo que una actitud demasiado terrenal rompiera el embrujo que se había establecido entre los dos. Me apoyé en el portal y nuestras miradas se cruzaron, la mía de un azul intenso, la suya de un azul claro, casi blanco.
—Aún no sé cómo te llamas… —le dije con el corazón acelerado.
—Kazanjian.
—Qué nombre tan extraño.
—Mi abuelo era de Azerbaiyán, de un pueblo muy pequeño en el Cáucaso y me lo puso en honor a sus antepasados… Puedes llamarme Kazan, es más fácil. ¿Y Aran de dónde viene?
—¿Cómo sabes mi nombre?
—Cuando algo o alguien me interesa, procuro saberlo todo.
—Entonces ya sabrás de dónde viene mi nombre.
Kazan asintió con la cabeza.
—En realidad tu nombre es Jeff pero tu madre siempre te llama Aran porque es el nombre de un valle de Catalunya, el lugar donde ella nació —dijo.
Sentí como se helaba mi sangre en las venas.
—Nadie, excepto mis padres saben eso… —conseguí balbucear.
—Ahora ya somos cuatro.
—¿Cómo has…?
—¿Te incomodo? —me cortó antes de poder acabar la pregunta.
Tardé un rato en responder. La verdad es que, aunque me asustaba un poco e incluso me inquietaba, Kazanjian, no me transmitía ninguna clase de peligro.
—No es eso exactamente. ¿Puedo serte sincero?
—Por supuesto.
—Es que has aparecido en mi vida de una forma muy extraña. Esta tarde cuando te he visto en el McDonald, he tenido la sensación de que ya te había visto antes, y no sé qué me ha pasado que me he puesto nervioso y me he mareado también. Creo que la comida me ha sentado mal. Luego, por la tarde apareces por la calle y sin mirarme me dices que nos veremos luego. Y más tarde te presentas en el bar donde yo he ido toda mi vida y pides lo mismo que yo. No sé, no entiendo qué pasa contigo… Solo hace una hora que estamos hablando y parece como si te conociera de siempre, aunque no sé nada de ti. Absolutamente nada. ¿Me lo puedes explicar? —sin pretenderlo, me había ido excitando mientras hablaba y me fui enfadando poco a poco.
—No sé si debo hacerlo aún.
—¡Oh, vamos! No me vengas con esas ahora.
—No. En serio. Aún no estoy preparado para hacerlo.
—¡Joder! ¡Qué te den con tanto misterio!
Me giré y me adentré indignado en la escalera dejándolo en el portal, a oscuras, pero cuando estaba a mitad de camino, volví a la entrada sabiendo que aún le encontraría allí.
—¿Quién eres? —pregunté a bocajarro—. ¿Y de qué puñetas me conoces?
—Ya he hablado demasiado, Aran. Piensa que sólo soy alguien que quiere tu felicidad, tu bien. Debo irme.
—¡No! ¡Espera! Tengo un montón de preguntas aún —grité. Pero Kazan ya se había dado la vuelta y se perdía por la esquina. Por un momento quise salir corriendo detrás suyo, evitar que desapareciera. Ni siquiera sabía cómo podía verlo otra vez, pero alguna cosa me impedía moverme de allí. Estuve unos minutos mirando por donde había desaparecido hasta que finalmente pude girarme y adentrarme en mi apartamento.
Me eché en la tumbona de la terraza. Había sido tan extraño todo que me costaba asimilar que estaba despierto, que no me había desmayado en mitad de la calle y que todo había sido un sueño. Pero había sido muy real. Había conocido a alguien con el extraño nombre de Kazanjian que parecía más un ángel que un humano y que había revuelto todos los cimientos de mi interior. Deseaba volver a verle, hablar con él, sentir la fuerza de sus manos, de sus abrazos, el olor de su piel y obtener las respuestas a tantas incógnitas. Pensando en él me quedé profundamente dormido.