VIII

Me despertó el sonido de la recepción de un mensaje en el móvil al mismo tiempo que sonaba el timbre de la puerta. Abrí los ojos sin saber muy bien dónde me encontraba. El despertador marcaba la una y veinte del mediodía. Cogí el teléfono. El icono con el sobre parpadeaba en la pantalla. Pulsé las teclas para leerlo.

«T arepntiras x todo lo k no me as echo»

En los detalles del mensaje salía la identidad oculta y que había sido enviado a las 5 de la mañana. Intenté pensar con claridad pero las ideas se me agolpaban en la cabeza y no conseguía discernir nada. Lo único que pensé fue en qué manía tenía la gente de comerse las haches en los SMS, tantas patadas al diccionario no eran buenas. No le di más importancia y lo borré.

El timbre de la puerta volvió a sonar insistentemente. Me había olvidado de que también habían llamado. A duras penas conseguí ponerme en pie y acercarme a la puerta. Miré por la mirilla. Al otro lado un Bob con semblante grave se impacientaba esperando. Abrí y sin decirle nada me dirigí hacia al baño.

—¡No te vayas, no! —me gritó sujetándome por el brazo.

—Bob, ahora no. Estoy muerto y me estoy meando…

—¡Déjate de tonterías! ¡Pero mi niño! ¿Se puede saber en qué puñetas estabas pensando?

Me solté de malas maneras y entré en el lavabo. Me siguió. Levanté la tapa y descargué la vejiga sin importarme que Bob estuviera mirándome.

—¿Se puede saber qué haces? —Insistió.

—Mear. ¿No lo ves? —Gruñí.

—¡Me refiero a lo que has hecho esta noche!

—¿Esta noche?

Qué lejos me quedaba la noche, parecía otra vida, otro mundo. Me sacudí la polla y me subí el pantalón corto.

—¿A qué te refieres? No te entiendo. ¡Habla claro que no tengo la mente para adivinanzas!

—No me extraña. Es que estoy convencido que ibas borracho, si no no me lo explico…

—¿Puedes decir de una puta vez qué pasa o irte a tomar por culo a tu casa?

Nunca me ha gustado que me despierten y menos que intenten darme conversación o me vengan con tonterías cuando aún no tengo la mente totalmente despejada.

—Te vieron anoche en el Beach… Follando con un montón de tíos…

Me despejé de golpe y miré a Bob fijamente a los ojos aún sin entender qué tenía eso de grave si no fuera porque no le había dicho a nadie que iba a ese local y aún menos a él.

—No fueron un montón, sólo cinco, creo. A ver, espera. Primero el alemán del pedo, luego el pequeñajo moreno…

—¡Por favor! —me interrumpió—. ¡No me lo cuentes, no quiero saberlo!

—Entonces por qué preguntas. No entiendo nada, Bob.

—Vamos a ver —levantó las manos en actitud de calma y suspiró hondo—. Sé que hace muy poco que has descubierto que lo que te va son los tíos y que quieres recuperar el tiempo perdido, pero de eso a irte al Beach y ponerte a follar con cualquiera como una puta…

—Bueno, ¿qué tiene de malo? Tomé precauciones. No hice daño a nadie. Es que no te entiendo.

—Deja que te lo explique. Esto, aunque es una población costera y en verano está llena de turistas, no deja de ser un pueblo y a los pueblos les gustan los chismes y cotilleos. ¿No quieres saber cómo me he enterado de que fuiste al Beach?

—Me lo dirás de todas formas. Voy a hacerme un café mientras tanto.

Fui a la cocina seguido de Bob y enchufé la Nespresso.

—Sí, claro que sí. ¡Me lo ha dicho la quiosquera!

—¿Doña Elvira?

—La misma.

—Y cómo coño lo sabe ella, ¿estuvo allí también? —dije en tono de guasa dando un sorbo al café.

—Joder, Aran. Esto es serio, si quieres que te respeten. ¿Qué chico crees que se acercará a ti ahora? Todos creerán que eres un promiscuo que sólo buscas sexo guarro. De usar y tirar. Ni en la playa se te acercarán.

—Exageras. Además, quizá es eso lo que busco realmente. ¿No te has parado a pensarlo?

—No te creo, Aran. Ni tú sabes lo que quieres. Tú no eres así, te conozco mejor de lo que crees, incluso mejor que tú mismo. Lo que realmente buscas es a alguien que te quiera y con actitudes como la de anoche no lo encontrarás en Santa Cana y menos este año.

Ya está, ya lo había soltado. Así que era eso. Interiormente me reí. Me importaba bien poco si encontraba el hombre de mi vida en Santa Cana ese mismo verano. No buscaba el amor o eso creía. De momento lo único que me importaba era el sexo, aprovechar el tiempo perdido y ver una gran variedad de hombres desnudos. Probar todo lo que me apeteciera, cuando me apeteciera y con quien me apeteciera. Aunque Kazanjian… Él era diferente, despertaba alguna cosa en mi, alguna cosa que nunca hubiera creído poder sentir.

—Bob, no tengo ninguna intención de enamorarme en Santa Cana.

—No puedo contigo. En fin, ya te he dicho lo que tenía que decirte. Ahora tú mismo, haz lo que quieras. Vuelve al Beach si es eso lo que quieres, lo que te hace feliz.

Dejó caer las manos rindiéndose y se giró para marcharse.

—¿Me dirás cómo lo sabía doña Elvira? —pregunté cuando estaba a punto de salir. Regresó a la cocina.

—Vaya, ¿quieres saberlo?

Asentí con la cabeza poniendo cara de responsabilidad y seriedad.

—Pues se lo ha dicho el dueño del Iris cuando ha ido a buscar los periódicos.

—¿El Mantis? ¿Y él cómo lo sabe?

Había conseguido interesarme, el cotilleo parecía haberse extendido más de lo que pensaba.

—Por su hijo.

—¿Matías?

—El mismo.

—¿Y cómo lo sabe Matías?

—Anoche fue al Beach.

—¿Matías es gay? ¡Me dejas muerto! ¿Pero no tiene mujer y cuatro hijos y va cada domingo a misa?

—Es lampista.

—¿Lampista? ¿Y qué tiene eso que ver?

—Que ayer le llamaron para una urgencia en el Beach para arreglar no sé qué y tuvo que entrar dentro a arreglar el algo de los diferenciales. Fue entonces cuando te vio.

Recordé la bombilla que explotó en la barra del bar y que cuando me marché ya funcionaba de nuevo.

—¡Joder! —Exclamé sentándome en la mesa de la cocina.

—¿Qué? ¿Ves ahora cómo funciona Santa Cana? Y ya sabes la oposición que hubo el año pasado por parte de la liga por la decencia de la parroquia cuando inauguraron el bar. El pueblo entero chismorreará sobre esto. Hace muchos años que vienes aquí y eres muy conocido porque siempre has participado en la organización de la fiesta mayor…

—¿Crees que me pondrán problemas este año? —pregunté abatido.

—Posiblemente. Matías forma parte de la comisión.

—Bueno, no es ningún drama. Sobreviviré. Aunque me jode que me puedan discriminar por eso.

—Bienvenido a la cara amarga del mundo gay. No todo es de color de rosa, fiesta y sexo. Hay rechazo, discriminación, agresiones, homofobia…

—¿Qué crees que puedo hacer?

—Nada. Durará unos días, te señalaran por la calle, murmurarán a tus espaldas y algunas personas te retiraran el saludo. Luego saldrá un tema nuevo, otro escándalo, y se olvidarán de ti.

Me quedé pensativo un buen rato. Bob se había preparado un café y se había sentado a mi lado dejando caer su mano sobre mi rodilla.

—En fin —exclamé—, lo hecho, hecho está y no puede cambiarse. Ayer me lo pasé genial y no me arrepiento de nada en absoluto, así que si quieren cuchichear y dejar de hablarme es su problema. En septiembre volveré a Barcelona, a mi vida, a la que realmente me importa.

—¿Cómo es?

—¿El qué, Barcelona, mi vida?

—¡No, imbécil, el Beach!

—¡Ah! Lo más cutre y sórdido que puedas imaginarte… ¡Me encantó!

Bob explotó en una carcajada y me sumé a él. Nos reímos hasta que nos dolió el estómago y la mandíbula.

—Tienes que contármelo todo —me pidió Bob.

—Luego, ahora vayamos a la playa.

—¡Ah, no! Para que me dejes tirado mientras tú te vas al bosquecillo a follar como un loco, no.

—Joder, Bob. No me voy a pasar la vida follando. Sólo quiero tomar el sol, estar un rato tranquilo y descansar. Además, ya tuve bastante anoche y según tú no voy a ligar nunca más allí.

Esa mañana cumplí lo que le había dicho y, aunque fuimos a la cala d’en Fumeta y había algunos ejemplares de machos muy apetecibles, no me levanté de mi toalla más que para ir a nadar o al chiringuito a comprar bebida. También aproveché para contarle a Bob lo que había hecho la noche anterior, con toda clase de pelos y señales, sobretodo pelos. Pero, además, también le expliqué lo que me había pasado desde que tuve la pelea con Susana y empecé a pensar en lo que me había dicho, o más bien en sus acusaciones, y la confirmación a las sospechas que tenía de mí mismo desde hacía tantos años, pero que nunca me había atrevido a aceptar porque, simplemente, aún no había llegado mi momento, el momento en que estuviera preparado para asumir mi condición sexual.

Le hablé también de Esteban, de Eduardo, de David y, sobretodo, de Kazanjian, de cómo imaginaba que era el mismo chico que había visto en mi fantasía en mi cuarto de baño sin siquiera conocerlo aún, en cómo me había asaltado por la calle y en cómo se había apoderado de mi pensamiento, de mi ser, de mi corazón.

—Quizá es tu destino —dijo Bob.

—¿Mi destino? —No entendía—. ¿El caos en el que se ha convertido mi vida esta última semana es mi destino?

—Hablo de Kazan. A veces pasan estas cosas: en tu mente ves la cara de alguien a quien no conoces, simplemente porque es un aviso del destino que te está advirtiendo que pronto conocerás a alguien especial, a ese ser que transformará tu vida…

—No creo en esas cosas —le interrumpí.

—No quiero decir que en tu fantasía le vieras a él exactamente, si no a alguien que se le parecía y que cuando conociste a Kazanjian vino a tu mente la visión y juntaste las dos cosas.

—O sea que vi a mi modelo de hombre perfecto y cuando me crucé con Kazan, vi que era la representación de ese modelo y quedé prendado de él…

—Más o menos. Eso es lo que intentaba decirte.

—Pero entonces, ¿cómo explicas que él me conociera y se acercara a mí? Te recuerdo que fue él. Yo no di ningún paso, simplemente me lo encontré.

—No lo sé, Aran. Tú eres un tipo que se hace mirar. Quizá te viera antes, el verano pasado, y con un poco de astucia, preguntando aquí y allí, es fácil saber tu identidad.

—¡Ni que fuera un famoso de la tele!

—De la tele no, pero en el pueblo eres bastante conocido. Una pequeña celebridad local.

—¡Anda ya!

—Eres el pintor de Barcelona y sales en Google. Te conocen. Aunque tú a ellos no.

Me quedé pensativo. Aún me sorprende que, por mi afición, sea un poco conocido y tenga cierto éxito. Me gusta pintar desde que era bien pequeño y lo hago bien, por eso mis padres me matricularon en la escuela de Bellas Artes de Ajax. Aunque yo quería hacer empresariales y alterné esta carrera con la de Bellas Artes. Nunca pensé en dedicarme a la pintura profesionalmente aunque se me daba bien, hacía algunas exposiciones y vendía unos cuantos cuadros. Si lo convierto en un trabajo, dejará de ser algo agradable para transformarse en rutina y con la pintura no quiero que me pase eso. Para mí era, y es, solamente un hobby, un pasatiempo que me llena, que me relaja y que me hace feliz cuando veo que gusta a la gente, que les transmite alguna sensación, aunque no sea exactamente la que yo quería transmitir. Y naturalmente también me gusta cuando recibo alguna buena crítica en los periódicos. Pero no puedo evitar sorprenderme de ser un poco conocido, aunque sea únicamente en los círculos artísticos.

—Puede que tengas razón, Bob. Ahora estaba pensando que, en cuanto creí ver a Kazan en mi fantasía, debería haberlo dibujado para confirmar si es él o no. Pero no lo hice, no le di más importancia, era sólo una fantasía.

—Hubiera estado bien poder comparar. En fin, tienes que presentármelo.

—No sé si volveré a verlo. ¿Y si era el chico del Beach y no quiere saber nada más de mí?

—¡Ah, Aran! Estás paranoico. ¿Cómo iba a ser él? Lo hubieras reconocido. Además, si estaba en el Beach, iba para lo mismo que tu: follar como un loco. Así que, cuando te vea, que no te venga con remilgos y se escandalice. Si lo hace, es un hipócrita y no vale la pena que pierdas el tiempo con él para nada. Venga, vamos a bañarnos.

Bob tenía razón. Sin darme cuenta me sentí muy cerca de mi vecino y descubrí que, quizá, era el único y verdadero amigo que tenía y no me había comportado nada bien con él. Era un tío genial que se merecía lo mejor del mundo. Estaba enamorado o encaprichado de mí y aún así me daba consejos y ánimos sobre mis amores. Se merecía encontrar a alguien que le quisiera de verdad y que le hiciera totalmente feliz.

Regresamos de la playa a media tarde y como ninguno de los dos habíamos almorzado, nos preparamos una suculenta merienda-cena en casa que se alargó hasta que empezó a caer la tarde y se encendieron todas las luces de Santa Cana. Fue una tarde tan agradable como lo había sido la mañana, charlando, descansando, un poco de siesta y un mucho de tumbados en las hamacas mirando al tendido sin necesidad de hacer nada mientras en la mesa se aburrían los platos y los cubiertos con las sobras de la comida.

—Son casi las diez de la noche —dije mirando el reloj—. Tengo que hacer una cosa si quiero vivir tranquilo en este pueblo lo que queda de verano.

—¿El qué?

—Enfrentarme a la comisión de fiestas y ver cuál es su actitud respecto a mí.

—¿Hoy? ¿Ahora?

—Sí. Se reúnen a las diez en el local social de la parroquia y ya tendría que haber ido hace días a saludarlos. Hoy con más razón aún. Tengo que agarrar el toro por los cuernos.

—Te acompaño.

—No, Bob. Es algo que debo hacer solo.

—De acuerdo, pero si cuando regreses a casa quieres hablar, llámame. Sea la hora que sea.

—Lo haré.

Salí a la calle en dirección a la iglesia con un malestar general en todo el cuerpo. Me notaba los nervios haciendo una juerga bestial en el estómago. No quería estar nervioso, pero no podía evitarlo, aunque intentaría por todos los medios que no se me notara. Entraría, como hacía cada año, saludando a todo el mundo muy cordialmente, besos y encajadas de mano y después ya vería la actitud de la gente. Estaba convencido de que yo sería el primer tema de conversación de la noche, por eso si llegaba un poco tarde no pasaba nada. No fui directamente al local, di un pequeño rodeo para tomarme un café en el Iris.

Allí estaba Eduardo, como siempre detrás de la barra. Al verme me saludó con una sonrisa y me dio la mano.

—¡Olé tus huevos! —me soltó.

—¿Por qué dices eso? —pregunté como si no supiera de qué iba—. ¿Me pones un café?

—Niño, no sabía esto tuyo pero los tienes bien puestos. Nadie del pueblo se hubiera atrevido a ir allí y dejarse ver.

Dejó la taza de café en la barra delante mío.

—Eduardo, dos cosas. Primera, es mi vida y con ella hago lo que me sale de los cojones. Segunda, no fui allí para exhibirme y si quien me vio lo ha hecho público tiene muy mala leche porque cosas así se las queda uno para sí mismo.

—Di que sí, tío. No te enfades, estoy contigo. Pero creo que te has buscado una serie de problemas innecesarios con toda esta peña…

—¡Que les den por culo! —le interrumpí—. Estoy seguro de que muchos de ellos, tan casados y tan de misa, van al puticlub de la carretera nacional. Pero claro, follarse a una puta hace macho, ¿no? Y follar un culo o dejarse comer la polla es de maricones, ¿no? ¡Vamos, no me jodan con tanta hipocresía! Mira, Eduardo, desde esta mañana aún no he visto a nadie del pueblo, pero al primero que me diga algo fuera de tono me lo como. No saben con quién han dado y estoy de muy mala leche.

—Aran, yo no soy gay ni entiendo mucho de esas cosas. Soy de pueblo y bastante clásico, conservador o como quieras llamarlo, pero respeto a todas las personas por lo que son y por cómo son, no por con quien se acuestan. Puedes estar seguro de que tienes todo mi apoyo.

—Gracias, Eduardo. Te lo agradezco mucho, porque ahora voy a la comisión de la fiesta mayor y no sé qué voy a encontrarme.

—¡Joder! Si ya te digo que los tienes muy bien puestos. ¿No es mejor que vayas la semana que viene? Nadie se acordará ya de este episodio.

—No. Cuanto antes lo ataje, mejor.

Me despedí de Eduardo y salí del Iris con el sabor amargo del café en la boca y deseando encontrarme a Kazanjian para que me llevara lejos de allí. Pero, por otro lado, también me daba miedo encontrarle y tener que enfrentarme a su mirada, a sus ojos claros por temor a que pudiera leer en ellos un reproche.

La puerta de la sacristía estaba entornada, como siempre que había reunión. Dentro, las luces encendidas y el rumor de voces delataban que la comisión estaba en pleno auge. Respiré hondo, alejé los temores y los nervios de mí, esbocé una falsa sonrisa con la que entrar y recorrí el par de metros de pasillo con las manos en los bolsillos en actitud de seguridad en mí mismo. Me quedé de pie en el dintel de la puerta.

—Buenas noches —saludé.

La sala donde se reunía periódicamente la comisión no era muy grande. El capellán de Santa Cana la cedía gratuitamente y tenía algunos armarios donde poder guardar la documentación sin tener que llevarla arriba y abajo continuamente. En el centro había una gran mesa de reuniones con una docena de sillas a su alrededor. Esa noche más de la mitad de ellas estaban ocupadas. Matías daba voces intentando imponer su criterio. A su lado, Margarita, su mujer, callaba dándole la razón. Las otras personas que había las conocía a todas excepto a un chiquillo joven. Lola, una encantadora psicóloga un poco hippy, con quien sintonizaba muy bien; Lucas, asistente social y un poco pagado de sí mismo; José, el más conservador y respetuoso con todas las tradiciones folclóricas pueblerinas sancaneras; Jorge, dueño de los supermercados más importantes y quien ponía gran parte del dinero para sufragar los gastos de las fiestas; y Juan, arquitecto atolondrado que vivía un poco en su mundo de fantasía.

Cuando saludé se cortaron en seco las conversaciones y todas las miradas se clavaron en mí. Había causado el efecto esperado. No desdibujé la sonrisa de mi rostro y me adelanté hasta la mesa para dar un par de besos a Lola, la única que sabía que no me defraudaría.

—¡Mi niño! Había oído que llegaste. ¿Pero por qué no has venido a saludarme antes? Eres un poco malo.

—He estado muy liado, guapa. ¿Todo bien?

—Muy bien. Tu también, ¿no, pillín?

Di la vuelta a la mesa, sonriendo por el comentario de Lola, para encajar la mano con Juan que me saludó tan normal, seguro que no se había enterado de nada. Jorge me miró un poco raro pero alargó la mano educadamente. Lucas hizo lo mismo. El chico joven no tenía ni idea de quién era yo y se limitó a saludar con la cabeza. Luego besé a Margarita que me puso la mejilla sin hacer el gesto de devolverme el beso y, finalmente, me enfrenté a Matías. La verdad es que me daba mucho apuro estar delante suyo después de que la noche anterior me había visto desnudo, con el rabo tieso enculando a un tío, pero no quise pensar en ello y le alargué la mano. No respondió a mi saludo y me quedé con la mano tendida, esperando. Finalmente me encogí de hombros y me senté en una silla libre.

—¿Cómo tienes la desfachatez de venir aquí? —me soltó Matías.

Su voz denotaba odio y asco a la vez. Pero no me dejaría intimidar. No por él.

—¡Ay! ¿Por qué lo dices? ¿No vengo cada verano a la comisión? ¿Por qué iba a ser diferente este año? —sonreí mirando a Lola buscando una aliada.

—¡Ya sabes por qué lo digo! ¿Cómo te atreves a venir después de lo de anoche?

—¿Qué pasó anoche, Matías? Cuéntamelo porque yo no lo sé —dije con cierto sarcasmo.

—¡Claro que lo sabes! —Gritó desencajado por mi frialdad.

—No, no lo sé y quiero oírlo aquí, delante de todos.

—¿Quieres que te lo diga aquí, en la casa del Señor?

—Si has sido bueno para ir con el chisme por todo el pueblo, serás bueno para decírmelo a la cara, ¿no?

Los otros nos miraban expectantes. Lola intentó decir algo, pero le dirigí una dura mirada que significaba que ahora no era el momento de entrar en la lidia. El chiquillo no entendía nada de lo que sucedía y nos miraba sorprendido.

—Venga, quiero oír por qué no debería haber venido.

—Porqué es una vergüenza que alguien como tú esté en la comisión de las fiestas donde hay niños.

—¿Alguien como yo? ¿Qué pasa, te da miedo llamar las cosas por su nombre? Te da miedo llamarme maricón, ¿eh? Porque es eso de lo que se trata. ¿Es eso, no? ¿No? —insistía forzándolo a decir lo que pensaba en realidad.

—¡Sí, es eso! Los maricones deberíais quedaros en vuestra casa lejos de la gente decente… —escupió rabioso.

—¡Vale! ¡Ya lo ha dicho el señor! —exclamé levantándome de la silla—. ¡Ése es el problema! Pero es tu problema. ¿Y sabes qué te digo? Que te metas tu comisión de fiestas y tu hipocresía por el culo porque tú y yo sabemos quién es el hipócrita y el degenerado, ¿eh? ¿O quieres que me ponga a contar públicamente tus miserias?

Margarita, la mujer de Matías, reaccionó a mi comentario, porque tanto ella como yo sabíamos que su marido era un habitual del prostíbulo de las afueras de Santa Cana, pero no me iba a rebajar a su nivel. Era un farol como amenaza pero sólo pensar que yo podía saber algo y podía hacerlo público, hizo que Matías se hundiera en su silla y se callara mirándome con los ojos llenos de rabia y odio.

—¿De qué está hablando, Matías? —preguntó Margarita en un intento de recuperar la compostura y salvaguardar su reputación.

—¡De nada! —gritó Matías.

—Discúlpame, Margarita, era una forma de hablar, no estoy insinuando nada —ya tenía bastante con lo suyo, no quería echar más leña al fuego y me sabía mal por ella—. En fin, señores, Lola, como veo que aquí no soy bien recibido, me voy y no tengo ninguna intención de volver. Y sí, es cierto el rumor que ha ido haciendo público Matías, ayer me vieron follando con un par de hombres. Soy así, maricón, y estoy muy orgulloso de serlo y a quien no le guste es su problema, no el mío. Además, me lo pasé muy bien.

Hice una pausa teatral para mirarles a todos a los ojos. Los hombres desviaron la mirada, incómodos. Matías había palidecido y le temblaba el labio inferior del miedo que había pasado y que estuviera a punto de decir en voz alta delante de todo el mundo que era un putero, pero como no lo había hecho, le había descolocado totalmente.

—Bien. Eso es todo. Si queréis saber algo más, preguntadme directamente, no hace falta que vaya nadie cuchicheando a mis espaldas, porque no pienso encerrarme en casa ni en ningún sitio como le gustaría a Matías y a un montón de gente como él. Por ahí no pienso pasar. Estamos en un país libre y todos somos iguales ante la ley. Te guste o no, Matías. En fin, os dejo para que podáis continuar con la reunión, que la fiesta está al caer y tenéis mucho trabajo para hacer. Buenas noches.

Lola me lanzó un beso, me guiñó un ojo y se levantó de su asiento.

—Aran, espera. Si tú te vas, esta comisión ya no tiene interés para mí. Me voy contigo. Aquí os quedáis, atajo de carcamales.

Salimos a la calle a respirar aire limpio y puro. Una vez en la plaza, me temblaban las piernas. Todo yo temblaba como un flan.

—Gracias por tu apoyo, Lola. Ahora necesito tomar algo fuerte, se me ha esfumado la fachada de seguridad y aplomo que he mostrado allí dentro.

Lola se rió y me cogió con fuerza del brazo.

—Vamos al Iris a tomarnos unos whiskys —me propuso—. No sé a quién habrá salido Matías, porque el carcamal de su padre es completamente diferente.

—Sí, cierto, pero tiempo le ha faltado al Mantis para ir con el cotilleo a Elvira y vete tú a saber a quién más. ¿Tú lo sabías?

—Matías se ha encargado de contarlo antes de empezar la reunión, pero la verdad es que me había enterado en la carnicería de Asunción.

—¡Joder, es una plaga!

—No. Es un puto pueblo de mente cerrada a pesar de los miles de turistas que pasan cada año por aquí.

—Vayamos a otro sitio. ¡Qué le den al Mantis y a su puto bar!

—Bien. Entonces vamos a La Flaca. Mi otro hogar.

—¿La Flaca? ¿Ese no es un bar de…? ¡Coño, no me jodas! ¡Eres lesbiana!

—Mi niño, maricón mío, tú no eres el único pervertido de este pueblo.

Me reí con ganas y me abracé a ella mientras caminábamos calle arriba formando una extraña pareja.