VII

El Beach quedaba justo al final del paseo marítimo, enfrente de una de las zonas marcadas en el plano de Santa Cana como de cruising, en un callejón donde no había ningún otro bar. Un lugar muy discreto. Buen emplazamiento, pensé, para los tímidos e inexpertos como yo.

Pasé por delante disimuladamente, como si mi atención no estuviera centrada en el bar. Antes de entrar quería asegurarme de que sería un local donde me podría sentir a gusto y que me inspirara suficiente confianza. Nunca había estado en un sex-bar y me daba un poco de apuro, pero al mismo tiempo, me provocaba mucha curiosidad y morbo.

La puerta, de madera oscura, tenía una ventana de cristal esmerilado que no dejaba ver el interior. A los lados unos carteles anunciaban fiestas y conciertos. Parecía medio cerrado o abandonado y, aunque una pequeña luz iluminaba débilmente la entrada, no se oía ningún ruido en el interior.

Fui hasta la esquina de la siguiente calle y entré en un portal abierto desde donde podía observar los posibles movimientos de la puerta del Beach. No tenía ganas de descubrir una vez dentro, horrorizado, que yo era el único cliente. Quería asegurarme de que había más gente y que no eran de una estética determinada que, quizá, a mí no me iba.

Durante diez minutos no ocurrió absolutamente nada en el bar. Luego vi acercarse a alguien por la calle y me sumergí en las sombras del portal esperando que no fuera algún vecino del inmueble y me encontrara allí. Cuando pasó por delante, vi que era un chico de mi edad, vestido con camiseta muy ajustada y bermudas. Saqué la cabeza y le vi ir decidido al Beach. Al llegar a la puerta llamó a un timbre situado al lado y cuando se oyó el ruido de un portero automático, tiró de ella y entró.

—¿Así que hay que llamar? —pensé—. Pues menos mal que he dejado que entrara alguien antes que yo, si no hubiera hecho el ridículo tirando inútilmente de la puerta.

A los dos minutos de entrar el chico, salió una pareja del bar y, riendo, se encaminaron hacía un coche aparcado allí cerca.

Era el momento, decidí. No perdía nada por entrar, si no me gustaba lo que veía, nadie me obligaba a quedarme, podía marcharme inmediatamente. Me acerqué a la puerta con el corazón acelerado y las manos sudorosas, sería mi primer local de ambiente. Un papel en un tablón de anuncios explicaba el Dress Code de cada día de la semana: los lunes Underwear or naked; los martes Strict naked; los miércoles Underwear or naked; los jueves Naked Mask Party; los viernes Underwear or naked; los sábados Strict naked y los domingos cerrado por descanso del personal. Por suerte, pensé, era miércoles y el código de ropa era con calzoncillos o desnudo, no me imaginaba de buenas a primeras despelotándome para entrar en un bar. Si hubiera sido martes o jueves, no hubiera entrado, lo tenía claro.

Llamé al timbre y un zumbido en la cerradura me invitó a tirar de la puerta para abrirla. Una vez dentro, había en un pequeño vestíbulo con cortinas y cuadros de chicos ligeros de ropa, a un lado había una pequeña ventana a la altura de la cintura. Ese vestíbulo era lo que impedía ver u oír nada desde la calle. Un hombre cercano a la cincuentena, con la cabeza rapada y el torso desnudo, se asomó por la ventana, agachándose. Pensé que la cosa ya empezaba mal si el público rondaba la misma edad o la misma estética del portero. Me saludó con una gran sonrisa y en un perfecto inglés al que respondí con mi, también perfecto, inglés.

—Son diez euros la entrada —me dijo.

—¿Diez? Nunca antes había pagado por entrar en un bar.

—Sí. Es un filtro para evitar curiosos o indeseables —me aclaró al ver mi cara de sorpresa.

Era una buena garantía. Pagué.

—¿Conoces el funcionamiento del local?

—No. Es la primera vez que vengo.

—Bien. Te explico. Hay un código de ropa para acceder. Cada día uno diferente. Hoy es el día de los calzoncillos, aunque si te apetece ir en pelotas, tú mismo, muchos van desnudos. La ropa te la guardamos en el guardarropía. Está segura allí, no te hace falta llevar dinero ni nada. Con la entrada tienes una consumición incluida y si tomas algo más lo apuntamos en tu número de guardarropía y pagas a la salida. Entras y te lo pasas bien. Puedes hacer lo que quieras donde quieras pero siempre desde el respeto. Lo único que no permitimos, excepto en el baño, son los deportes acuáticos…

—¿Acuáticos? —le corté.

—Sí, ya sabes, pissing y todo eso. Si quieres hacerlo que sea en el baño, hay un plato de ducha destinado a ello. Y por último, si alguien te molesta o se pasa, nos lo dices. ¿Ok?

—Muy bien.

—Perfecto, entonces. ¡Ah! Si necesitas condones o lubricante los encontrarás junto a la barra o nos lo pides. Son gratuitos.

Sí que era complicada la cosa, un poco más y necesitaría un manual de instrucciones. Por un momento estuve tentado de decirle que me devolviera los diez euros y marcharme de allí, pero la curiosidad, como dicen, mató al gato y pudo más que yo.

—Adelante, sé bienvenido y disfruta mucho.

Desapareció detrás de la ventanilla y enseguida apareció delante de mí apartando una cortina negra que tapaba la entrada al bar. Pasé al otro lado y me encontré en una sala bastante pequeña donde había una minúscula barra de bar y dos mesas altas con taburetes. En una de las mesas había un grupo de chicos, más o menos de mi edad, totalmente desnudos que charlaban y bebían tranquilamente. En la otra, una pareja de cuarentones, también desnudos y con cuerpos trabajados en el gimnasio, me miraron con curiosidad pero sin demostrar el más mínimo interés. En la barra, sentado en un taburete, otro chico charlaba animadamente con un camarero más joven que el que me había abierto la puerta y que se había instalado también tras la barra.

Si todo el bar era como esa zona, debía de ser pequeñísimo, viejo y bastante cutre, sin embargo estaba mucho más animado de lo que había previsto al entrar.

El camarero me llamó desde un rincón de la barra y me dio una percha.

—Toma. Quítate la ropa, la cuelgas y cuando estés me la das.

Me quedé con la percha en la mano sin saber muy bien qué hacer. Busqué con la mirada algún vestuario donde quitarme la ropa pero no vi nada parecido y entonces me di cuenta de lo absurdo que era tener un vestuario si quien entraba allí era para desnudarse y, acto seguido, pasearse en pelotas por todo el local, exhibiéndose. Entendí también por qué estaban aquellos tíos en la mesa de la entrada: esperaban que entrara alguien para ver como se desnudaba delante de ellos. Quizá era eso lo que les daba más morbo.

Me quité la camiseta y los pantalones, los colgué en la percha y me quedé con el bóxer y las sandalias puestas. No tenía ninguna intención de desnudarme enseguida, me hacía sentir indefenso. Y tampoco tenía ninguna intención de ir descalzo y pisar vete a saber qué. Entregué la ropa al camarero y me dio una pulsera con un número y un tique de papel para la consumición que pedí enseguida. Necesitaba entonarme un poco antes de entrar en el auténtico Nacked Bar. Me apoyé en la barra como si no fuera la primera vez que iba y me giré mientras tomaba un sorbo del ron con lima que había pedido. Quería observar bien el funcionamiento del local antes de hacer nada, meter la pata y quedar como un palurdo. El grupo de chicos continuaba su cháchara como si estuvieran en una cafetería de la calle Mayor. La pareja de maduritos no me quitaba el ojo de encima. Uno de ellos ya estaba bien empalmado y se la estaba tocando mientras me miraba fijamente, tenía una buena herramienta. Esbocé una ligera sonrisa que no me comprometiera a nada y me giré hacia el camarero.

—¿Eres nuevo en Santa Cana? No te había visto nunca —me preguntó.

—No. De hecho hace muchos años que veraneo aquí, pero no ha sido hasta este año que me he movido por el ambiente.

—¡Ya! Se nota. Se te ve un poco cohibido.

—¿Tú crees? —exclamé.

—Sí. Piensa que tengo muchas tablas y he visto de todo. Se te ve novato en esto. Es más, y aunque vaya en contra de mi negocio tengo que decírtelo, no pareces un chico para un lugar como este.

—¿Y cómo es este sitio?

—Un lugar donde únicamente se viene a follar sin importar con quién. Y tú pareces alguien que busca algo más serio.

Me sorprendió la franqueza con que me había hablado y me hizo sentir más cómodo porque tenía razón. A pesar de intentar aparentar seguridad y aplomo, estaba cohibido. Cohibido de ir vestido únicamente con un pequeño bóxer de lycra que me marcaba todo, de estar en una sala con siete u ocho tíos en pelotas, uno de los cuales se la estaba cascando mirándome mientras se bebía una cerveza y charlaba tranquilamente con otro. Tampoco entendía muy bien el código de vestimenta. ¿Por qué era el día del underwear si todos iban desnudos? No pensaba quitarme el bóxer en toda la noche.

—Puede que tengas razón —le dije—, pero necesito experimentar cosas nuevas para saber si me gustan o no, ¿no crees?

El camarero levantó los brazos en actitud conciliadora.

—Ningún problema, chico, yo encantado de que estés aquí y es una lástima que tenga que trabajar porque si no te buscaba allí dentro.

Le sonreí.

Una luz situada encima de la barra bajó de intensidad y se apagó. El camarero le dio un golpecito y la bombilla chisporroteó, finalmente explotó dentro de la lámpara dejando una parte de la barra medio a oscuras.

—Vaya, voy a tener que arreglar esta lámpara antes de que tengamos algún problema más serio y nos quedemos totalmente a oscuras. Ha estado toda la semana haciendo el tonto, creo que hace un mal contacto. En fin, tú ve a divertirte tranquilamente.

Señaló un dintel tapado con otra cortina negra invitándome a cruzarlo. Lo miré sin decidirme a dar el paso, no me encontraba totalmente cómodo medio desnudo pero había ido a investigar y experimentar nuevas sensaciones, así que salté del taburete con la bebida en la mano. Al hacerlo vi que uno de los chicos del grupo de la mesa estaba mamando una polla que salía de un agujero practicado en la pared mientras sus amigos reían y le animaban a continuar. Me sentí un poco molesto pero aparté la cortina y me adentré hacia lo desconocido.

La siguiente sala era más grande que el bar e iluminada con bombillas de baja intensidad que le daban un aspecto fúnebre. A lo largo de la pared había un pequeño mostrador donde poder dejar los vasos y unos taburetes dispuestos a su alrededor. Algunos hombres estaban sentados mirando cómo dos chicos follaban en una especie de cama que había en medio de la habitación de la que colgaban unas cadenas que debían servir para atar a quien le gustara practicar el bondage. Otros no se limitaban sólo a mirar y se acercaban a tocar el culo o la polla de los folladores con la esperanza de ocupar su lugar.

A la izquierda un chico jadeaba apoyado de cara a la pared. No entendí qué hacía hasta que vi luz en la pared de madera y comprendí que era el que había sacado la polla por el agujero que el tío del bar se estaba comiendo.

Al fondo se abría un pasillo y fui hacia allí. Quería ver todo el local antes de situarme en un rincón. El pasillo era bastante estrecho, de tal manera que algunos tíos se quedaban allí para poder rozarse con todo el que pasara. Cuando entré, una mano fue directa a mi paquete. La aparté suavemente y continué mi camino. Un hombre estaba parado en mitad del pasillo ocupándolo casi enteramente. Me puse de espaldas a él y le pasé. Mi culo se restregó necesariamente por toda su polla y aprovechó para acariciarme la espalda mientras pasaba.

—Menos mal que voy con el bóxer puesto, si no ya tendría la polla y el culo bien sobado —pensé.

A la derecha del pasillo se abrían dos pequeñas habitaciones ocupadas por un banco cada una. Una de ellas estaba vacía y en la otra un chico le comía la polla a otro delante de un par de espectadores que se la cascaban contemplando la escena.

A la izquierda estaban los lavabos. Ahí también había hombres apoyados en la pared esperando y no precisamente para utilizarlos. Pensé que si me entraban ganas de mear me sería imposible hacerlo bajo la atenta mirada de aquellos tíos.

Al final del pasillo había otra sala, más pequeña que la anterior pero mucho más concurrida. El espectáculo que se me descubrió me dejó anonadado, pensaba que esas cosas solamente ocurrían en las películas porno. A un lado, un banco de madera estaba totalmente ocupado por una hilera de tíos cascándosela unos a otros. Enfrente, en una gran jaula, una hilera de hombres esperaban su turno para meter la polla en el culo de un tío que había dentro y que estaba agachado dejándose follar sin mirar siquiera quién se lo hacía. Cuando le tocaba el turno a uno, se acercaba, lo cogía por las nalgas y, sin previo aviso, le penetraba follándoselo hasta que se cansaba y se marchaba en busca de otra experiencia. Alguno llegaba al final. Follaba al tío, la sacaba y se ponía a un lado para correrse. El suelo de la jaula estaba tan húmedo como si acabaran de fregar. Me dio mucho asco porque aquello no era agua, era la suma de una cantidad indefinida de líquidos corporales de vete a saber cuántos tíos. Pero eso no era todo, en mitad de la sala, los más impacientes se follaban entre sí mientras hacían cola.

No podía entender cómo alguien se dejaba follar de esa manera tan impersonal, fría y animal, un tío detrás de otro, sin descansar, sin mirarle a la cara, sin saber nada de él o de ellos. Era una vorágine de cuerpos, pollas, culos, leche y sexo por todas partes. Estaba alucinando.

Me fui de ahí. Aún no estaba preparado para eso. Aunque, la verdad, el espectáculo me había excitado por lo morboso, por lo prohibido, por lo salvaje, por lo desinhibido.

Volví a la primera sala porque me parecía la más tranquila y la menos concurrida, aunque aquellos dos estaban follando en la cama. Iban a lo suyo, sin dejar que nadie les interfiriera. No me acerqué a nadie, no me hizo falta, muchos lo hicieron por mí. Venían, me susurraban algo al oído o, sin decir nada, me acariciaban el pecho, las piernas, y los más atrevidos, la polla por encima del bóxer. Quizás porque era nuevo y olían carne fresca o porque era el único que iba con el código correcto de vestimenta de la noche, la ropa interior. Todo el mundo en el bar iba en pelotas. Era absurdo poner esas exigencias cuando lo que querían los que iban allí era desnudarse y follar.

Pedí un segundo ron con lima y me senté en un taburete libre dejando el vaso en el mostrador y girándome de cara a la cama. Los dos que había en ella ya eran mayorcitos pero conservaban un buen cuerpo. El más joven era el pasivo. Me di cuenta que debían de ser pareja porque, aunque se dejaban tocar por todos, no intercambiaban sus papeles con nadie ni tocaban a nadie más que no fuera su compañero. Lo vi claro cuando un tío puso su polla en la boca del más joven y éste se apartó y negó con la cabeza.

Realmente el camarero tenía razón, ese no era un bar para mí, pero el ambiente que se respiraba, el sexo, la testosterona reinante, y el alcohol que había ingerido, me desinhibieron bastante. No lo suficiente para quitarme el bóxer e ir en pelotas, pero sí para dejar que mi vecino de taburete me sobara mientras yo me concentraba en la bebida y en ver cómo se lo montaba la pareja de la cama, estudiando sus movimientos, sus juegos… De repente sentí que me bajaba el calzoncillo, me sacaba la polla, que la tenía un poco morcillona, y empezaba a chupármela. Le dejé hacer. Era realmente excitante ver follar a una pareja mientras me la comían. Lo estuvo haciendo durante unos minutos hasta que me la puso a tono. Luego me la tapó de nuevo, me dio un cachete en la nalga y me sonrió como diciendo «ya tienes bastante» y se marchó en busca de otro tío, o mejor dicho, de una nueva polla. Me quedé desconcertado. De eso se trataba, de ir de flor en flor, o lo que era lo mismo, de polla en polla, de culo en culo. Acababa de aprender el juego del bar y, aunque no sabía si me gustaría participar en él, me daba mucho morbo.

Me levanté del taburete y volví al pasillo. Ya tenía controlado todo el local y más o menos los tíos que había. De vez en cuando llegaba alguien nuevo o se marchaba algún otro pero casi todas las caras ya me sonaban. Era hora de pasar a la acción o de marcharme. Yo decidía, y decidí quedarme.

En la entrada del pasillo había un tío muy alto, robusto y con piercings en los pezones, que se había colocado en un lugar estratégico para tocar y ser tocado. Cuando entré en el pasillo, me rozó el paquete. Esta vez no pasé de largo, me detuve y dejé que me tocara lo que quisiera. Lo adivinó enseguida y me metió la mano dentro del bóxer agarrándome la polla. Le pellizqué los pezones perforados por aros. Sonrió y me apretó las nalgas con la otra mano. Le devolví la sonrisa y me alejé. No dijo nada. Ya había visto que lo normal era tocar y dejarse sobar y luego ir a por otro, cuantos más cuerpos, mejor. Acababa de entrar en el juego.

Ahora las dos habitaciones estaban ocupadas, una con la puerta abierta, la otra cerrada. Me asomé en la abierta a ver qué hacían y me acariciaron de arriba a abajo. Salí y un chico con aspecto alemán que estaba en la puerta de los lavabos me hizo una seña con la cabeza. Me acerqué, me tocó el paquete y se metió en un servicio. En realidad no era un lavabo porque no había taza, en su lugar había un taburete, un rollo de papel higiénico en su porta rollos y una cesta con condones. Entré detrás de él y cerró la puerta. Me bajó el bóxer y se agachó mostrándome su dilatado culo. Cogí un condón y me lo puse. Gimió como si le hubiera hecho la cosa más placentera cuando ni siquiera lo había penetrado aún, así que se la metí hasta el fondo sin miramientos. Entró con mucha facilidad y el tío volvió a gemir aún más fuerte. Empecé a cabalgarlo. De repente, sin esperarlo, se tiró un sonoro pedo. Me quedé helado.

Sorry, sorry, sorry —se había quedado más azorado que yo.

Se apartó y salió del cuarto limpiándose el culo con papel. Me dio muchísimo asco. Me saqué el condón sucio, lo tiré a la basura y me lavé la polla y las manos en el lavabo. Cuando salí no había ni rastro del alemán en todo el bar.

Por dos veces me había quedado a medias. Tenía los huevos bien duros y empezaban a dolerme de la excitación. Ya no podía dar marcha atrás, tenía que descargar o me dolerían los cojones toda la noche y parte del día siguiente.

Fui a la sala del fondo, donde estaba la jaula. Al entrar se giraron varias cabezas en mi dirección. El tío que se dejaba follar ya no estaba, la jaula estaba vacía, pero enseguida entró un hombre mayor y se formó una hilera de un par de tíos. Un chico bajito moreno se me acercó, me cogió la mano y la llevó hasta su culo pasándola por su raja. Toqué su agujero muy dilatado. En ese momento, otro tío con un gran tatuaje en el pecho que estaba sentado en el banco, se levantó, cogió por la cintura al chico que yo estaba tocando y le penetró sin darme tiempo a apartar mi mano de su culo que tocó su polla dura y la deje allí, entre los dos, acariciándolos y notando cómo le golpeaba. Cuando se cansó me sonrió y me señaló el culo que acababa de follar invitándome a continuar yo. Me puse detrás del chico moreno, me bajé el bóxer y le penetré sin pensar que estaba en medio de una sala rodeado de tíos desnudos, cascándosela mientras me miraban follar. No sentí vergüenza ni apuro ni pudor, de hecho me encantó sentirme observado, tocado, acariciado y deseado por muchos hombres a la vez. Me daba mucho morbo y me excité como nunca antes lo había hecho. El chico del tatuaje se puso detrás de mí y me abrazó siguiendo mis movimientos, tocando mi polla y mis huevos. Si seguía de aquella manera no tardaría en correrme pero de repente fui consciente que estaba follando sin condón y saqué inmediatamente mi polla de ese culo tragón. El chico se giró y protestó. Pero yo me deshice de él y del abrazo del tatuado y me fui de la sala. Excitado sí, inconsciente no, ya me había arriesgado demasiado.

Fui a lavarme de nuevo y al salir del lavabo me quedé en el pasillo. Al poco vino el chico moreno.

—¿Por qué te has ido? Fóllame. Quiero que me folles tú.

—No, gracias. Ahora no. Quizá luego —mentí y me alejé.

No tenía ninguna intención de volver a meter mi polla en el culo de alguien que no tenía reparo en dejarse follar sin protección por un montón de tíos en una sola noche. Ya me había quedado bastante preocupado. No insistió más.

Al final del pasillo aún estaba el macizorro peludo de los piercings y me paré a su lado, mirándolo fijamente. Él alargó la mano y me pellizcó un pezón. Yo alargué la mano y le agarré una nalga. Se le puso dura al instante, tenía una polla fantástica. Me quité el bóxer y lo dejé a un lado. Con una mano me apretaba el pezón y con la otra me cogía los huevos. Le metí un dedo en la raja del culo y le busqué el agujero. Me guiñó un ojo y con su gran mano agarró mi polla y mis huevos y tiró de mí en dirección a una de las habitaciones que estaba libre. Entramos pero no cerró la puerta, yo tampoco quería que lo hiciera, quería que todo el mundo me viera follar. Me puso un condón con una facilidad asombrosa y se agachó ofreciéndome su espectacular culo peludo. Le abrí las nalgas con la mano, le lamí el agujero, que se abrió y cerró con un espasmo, mientras le oía jadear de placer. Luego le metí un dedo y otro más, hasta un tercero, ya estaba muy dilatado. Lo cogí por la cintura y le metí la polla hasta el fondo de un golpe. Soltó un pequeño grito de dolor y se giró para mirarme sonriendo.

—Sigue así, animal —me susurró.

Tiré de los aros de sus pezones y empecé a cabalgarlo. Me gustaba ese pedazo de tío enorme y de aspecto salvaje que me había sorprendido con ese pasivazo y precioso culo tan tragón. Ese sería mi último tío de la noche, un hombre como ese no podía dejarlo escapar hasta reventarle el culo y correrme dentro de él.

Algunos tíos entraban y salían de la habitación, unos para ver qué hacíamos y excitarse con nuestra follada, otros tocaban tímidamente, y unos pocos querían apuntarse a la fiesta. Les dejé hacer a todos. No me importaba. Estaba disfrutando como un cabrón y el tío gemía a cada embestida mía. Sentía manos en mi espalda, manos en mis nalgas, manos en mi pecho, manos que bajaban por mi estómago para tocar la base de mi polla antes de que la hundiera de nuevo en el interior del culo. Otras manos iban hacia mi compañero sexual y le tocaban la polla, las nalgas o el pecho, incluso alguno se agachó para comerle el rabo pero él los apartó, concentrado en mi follada.

De repente noté que alguien me separaba nalgas y pasaba un dedo de arriba a abajo y de abajo a arriba. Al ver que yo no decía nada y que me abría un poco de piernas para facilitar que me tocaran, el nuevo participante se puso en cuclillas y empezó la lamerme el agujero. Me sorprendió y me giré para descubrir que era el mismo tío del tatuaje en el pecho que me había cedido su puesto en el culo del chico moreno. Me miró y me guiñó un ojo sonriendo. Sonreí también y me puse mejor para que pudiera continuar su trabajo.

Estuvo un rato comiéndome el culo mientras yo continuaba follando al de los piercings. Después noté que metía la punta de un dedo en mi ensalivado agujero y lo hundía poco a poco. Gemí de dolor pero de placer al mismo tiempo y paré mis embestidas al macizorro que se giró para ver qué pasaba. Cuando descubrió que tenía al otro metiéndome un dedo, sonrió y se incorporó. Echó fuera de la habitación a otro tío que había entrado a ver qué sacaba y empezó a acariciar al del tatoo que ya tenía dos dedos en mi interior. Estaba que no podía más de gozo, dos tíos buenorros para mí solo. El del tatoo, al ver que ya no follaba al otro, me hizo doblar por la cintura y mi culo quedó totalmente expuesto a su voluntad. Nunca me habían penetrado pero en ese momento me moría de ganas de que lo hiciera, la comida que había hecho de mi culo me había excitado muchísimo y me habría podido correr aunque no me tocaran la polla.

Se puso detrás mío, se enfundó la polla en un condón y apoyó la punta en mi agujero empujando solo un poco, sin penetrarme aún.

—No me digas que tu culo es virgen —me susurró al oído en inglés.

—Sí.

—¡Qué delicia! Tranquilo, iré con cuidado.

Sonrieron los dos y empujó un poco más, la punta de su polla entró un poco. Tenía el culo lubricado con su saliva y un poco dilatado a causa de los dos dedos que me había metido antes y no le fue difícil meterme el capullo. Sentí un pinchazo en el culo y respiré hondo. Se quedó quieto esperando que mi agujero se adaptara al tamaño de su polla. Al poco ya no me dolía y empujó un poco más. De nuevo el pinchazo. Gemí. El tío de los piercings me acarició el pecho y me besó para distraer mi atención que estaba totalmente concentrada en mi trasero. Entró un poco más. Nuevo pinchazo y quemazón en mi interior, sin embargo era un dolor que empezaba a confundir con placer. Gemí de nuevo y entró un poco más. Se quedó quieto y se inclinó sobre mi espalda.

—Ya estoy totalmente dentro de ti. ¿Te gusta?

Asentí con la cabeza porque no podía hablar.

—Perfecto. Pues allá vamos.

Noté que sacaba un poco su polla y acto seguido la volvía a meter. Primero despacio, luego a más velocidad. El dolor desapareció transformándose en una especie de placer.

—¿Y yo qué? Me has abandonado, cabrón —me dijo el macizo de los piercings.

—Lo… lo… lo siento —jadeé.

—No importa. Tienes una polla deliciosa y podemos hacer más cosas con ella que únicamente ser follado, ¿no crees?

En ese momento no había nada más en el mundo que la potente polla que se abría paso en mi interior chocando contra las paredes de mis intestinos y contra mi próstata y le miré sin entender. Se agachó poniéndose debajo de mí y me sorbió la polla que había perdido parte de su excitación. Mientras me la comía, se masturbaba y se dejaba acariciar por el tatuado.

Tenía un tío follándome y a otro comiéndome la polla, ¿qué más podía pedir? ¿Un cuarto participante que me diera su polla a comer? Mi mente desvariaba. Mi placer era infinito. El de los piercings era un experto succionando mi polla y el de los tatoos sabía moverse como nadie. Ahora era yo quien tenía el culo a punto de reventar de dolor y de placer. No podía más.

Había un par de tíos mirándonos y pajeándose desde la puerta. Los vi de reojo cuando un chico se abrió paso entre ellos y entró en la habitación. No pude verlo bien por la poca iluminación y porque casi era incapaz de abrir los ojos a causa del gran placer que sentía. No le vi la cara pero me pareció joven, moreno, de piel pálida y con un poco de barriguita. Tenía la polla dura y se estaba tocando. Se acercó a mí y el resto de su cuerpo desapareció, sólo veía su polla, cada vez más cerca de mi boca. La apoyó en mis labios y la paseó de un lado a otro intentando que se la comiera. Pero no me apetecía meterme una polla en la boca sin ver la cara de su dueño y menos aún si pensaba que era de cualquier tío del local y que podía haber entrado en cualquier culo antes que en mi boca, así que me aparté. Él insistió y giré la cabeza. Oí que protestaba pero no le entendí.

—Si no quiere, no le follas la boca. ¿De acuerdo? —El tono del chico de los tatoos era tajante—. No, tú no te muevas —me dijo cuando intenté incorporarme.

El otro volvió a protestar.

—¡Lárgate! —gritó el tatoos.

Se marchó de la habitación insultándonos. Quise girarme para ver quién era el chico que se marchaba pero el tatoos cerró la puerta rápidamente y volvió a embestirme. No me esperaba esta nueva penetración y grité más por la sorpresa que por el dolor. Se agachó y me besó detrás de la oreja.

—No te preocupes. Todo está bien. Vamos a terminar, ¿te parece?

Asentí con la cabeza, no podría aguantar mucho más. Si hasta entonces había estado experimentando como un novato con el sexo homosexual, a partir de esa noche me iba a convertir en todo un experto en cualquier postura y actitud. Dos tíos para mí: uno follándome el culo, otro comiéndome la polla.

—¿Cómo estás, piercings? —preguntó.

—A punto de caramelo. ¿Y vosotros?

—Este culo de ensueño me tiene a mil. Estoy a punto de explotar.

—A mí me tenéis en el cielo. Cuando queráis lo dejo salir todo —dije.

—¡Venga, vamos pues! Es hora de correrse.

El primero en hacerlo fue el macizo de los piercings en los pezones. Lanzó un grito y su leche salió disparada por todas partes manchando el banco y el suelo. Después se corrió el del tatuaje en el pecho. Sacó la polla de mi culo, se quitó el condón y se corrió en toda mi espalda. Y finalmente yo. Jadeé y mi leche salió con fuerza y cayó en la cara y en el pecho del piercings. Fue una corrida espectacular, intensa y cuantiosa. Nos incorporamos riendo, satisfechos y exhaustos, y nos quedamos un rato sentados en la sala, charlando.

—Joder con el tío aquel, un poco más y le rompo la cara.

—¿Quién era? —pregunté.

—Ni idea, un niñato. No lo había visto en toda la noche —contestó el piercings.

—Parecía que la tenía tomada contigo, te quería follar la boca como fuera —me dijo el tatoos.

Al rato salí de la habitación despidiéndome de los dos tiarrones y pensando en quién podía haber sido ese chico que había echado ¿Y si era Kazan? ¿Podía ser él? Me maldije por no haberme fijado en su cara. Aún no había visto a Kazan en bañador o desnudo para identificar si la incipiente barriguita o la piel pálida de ese chico eran las suyas. Sin embargo sí recordaba que me había parecido que era más joven que Kazan, pero en medio de la batalla sexual, podía haber confundido perfectamente la realidad y ver las cosas de forma diferente.

Entré en la primera sala pero ya no estaba allí. Corrí hasta el bar y tampoco. Era como si se hubiera esfumado. Pensé que quizá estaría en el baño y miré dentro, un tío meaba encima de otro pero no era él. Miré en la sala de la jaula, en el pasillo, en el bar de la entrada, en todos los rincones. Nada. Todo eran caras desconocidas mirándome con curiosidad y ni rastro de Kazan o de alguien que se le pareciera o de alguien que pareciera el chico que había querido follarme la boca.

Me di cuenta que todos me miraban cuando se me acercó el piercings y me susurró al oído:

—Vale más que te laves, tienes leche por toda la espalda.

Instintivamente me llevé la mano a los hombros y la retiré pegajosa. Me acompañó al baño y me ayudó a limpiarme pasándome un poco de papel. Se lo agradecí y fui a recuperar mi bóxer pero no lo encontré en donde lo había dejado. Miré alrededor, pero había desaparecido.

—¿Qué buscas? —me preguntó el piercings.

—Mi bóxer.

—Ya puedes darlo por perdido —respondió el tatoos apareciendo detrás mío—. En fin, tío, ha sido un enorme placer estar contigo.

—Lo mismo digo. Me ha encantado que me desvirgaras el culo —le dije guiñándole un ojo—. Ahora tengo que irme. Hasta otra.

—Te acompaño —dijo el piercings.

—Ok. Me jode haber perdido el bóxer y tener que salir al bar en bolas.

El piercings sonrió y me cogió por los hombros.

—No te preocupes. A nadie le va a sorprender.

En el bar recuperamos nuestra ropa y pagué la consumición de más que me había tomado. Vi que ya habían arreglado la lámpara estropeada y cambiado la bombilla.

—¿Te vas? —preguntó el camarero.

—Sí, creo que sí, no puedo más —sonreí.

—Eso quiere decir que te ha ido bien.

—Muy bien.

—Me alegro. Además veo que te vas muy bien acompañado. Que tengáis una buena noche con más sexo.

—Gracias, bye.

Cuando ya nos habíamos vestido y estábamos a punto de marcha, nos abrió la puerta con el mando a distancia. Salimos juntos y nos quedamos un momento delante de la puerta sin saber muy bien qué hacer, qué decir o dónde ir. Fue el piercings quien rompió el silencio.

—Me ha encantado follar contigo, primero a solas y luego con ese otro del tatoo… Aunque otro día me gustaría más disfrutarte con calma y sobretodo enteramente para mí solo.

—A mí también.

—Toma mi número de teléfono —me alargó una tarjeta—. Me llamas un día de estos, ¿quieres?

—Sí —cogí la tarjeta leyendo el nombre que había escrito y me la guardé en el bolsillo—. Lo haré, Jorge.

—Aunque sea solamente para ir a tomar un café. Me encantará volver a verte.

—Ahora es mejor que me vaya a casa, estoy rendido. Necesito dormir.

—La verdad es que yo también.

Nos besamos en los labios y nos separamos. Me alejé, pensativo, hacia el paseo.

—Por cierto, ¿cómo te llamas? —me gritó desde la esquina.

—Aran.

—Un placer, Aran. ¡Nos vemos!

Abrió un coche con el mando a distancia, entró y se alejó a toda velocidad.

Un gran tipo, pensé. Me había gustado mucho, era un buen follador y tenía un cuerpo de ensueño, todo en su justa medida, pero no sabía si le llamaría nunca. No podía quitarme de la cabeza la idea absurda de que el chico que había rechazado era Kazanjian… ¿Pero por qué esa brusquedad, esta violencia? Kazan podría conseguir lo que quisiera de mí con solo pedírmelo.

Llegué a casa rendido, con las fuerzas escasas para ducharme y acostarme. Estaba muerto de sueño, pero me costó una eternidad dormirme.