CAPÍTULO V
MAREK pegó un respingo. Su primera intención fue dirigirse al aparato de radar, pero renunció al intento. ¿Para qué, si ya la bomba que anunciaba Fidel estaba en camino?
Saltó del asiento para ir hacia la escotilla, pisó una de las piezas cilíndricas de su propia armadura y cayó sobre una rodilla lanzando una maldición. Se incorporó, alcanzó la escotilla y sacó medio cuerpo fuera gritando:
—¡Ferrer, ven corriendo! ¡Corre, nos están bombardeando!
Torció el cuello cuanto pudo para mirar al cielo, pero el brillante sol del hiperplaneta, siempre inmóvil en el cénit, le cegó impidiéndole ver nada.
Todavía deslumbrado miró hacia la proa. La sección semicónica de la proa le impedía ver el lugar donde probablemente estaba Ferrer. El gran portón acababa de caer como un puente levadizo. Llamó de nuevo y el eco repitió su grito de angustia. Entonces alcanzó a ver al ingeniero que daba un rodeo para evitar el extendido portón.
—¡Corre! ¡Corre!
Se escuchó un penetrante silbido. Instintivamente Marek se retiró hacia el interior de la cabina. Fue entonces cuando vio a Beg Hon a cincuenta metros de la cápsula, corriendo cuan aprisa le permitía la rígida armadura de “diamantina”. Y de pronto todo se borró ante su vista, absorbido por un estallido de vivísima luz blanca. La cápsula saltó dando locas vueltas, con Marek girando en su interior revuelto con las piezas de las armaduras, las armas, los tambores de cinta perforada, los asientos arrancados de su enclavamiento, latas de conserva y fragmentos de cristal de las pantallas de radar y televisión. Todo aquello terminó con un rudo golpe contra el suelo y un ruido ensordecedor entre chasquidos y tintineo de cristales.
Aturdido y magullado Marek quedó respirando entrecortadamente, medio sepultado por todos los objetos sueltos de la cabina. La luz eléctrica no faltó en ningún momento, y al mirar a su alrededor se dio cuenta de que la cápsula estaba acostada sobre el costado de estribor. Por encima de él, la sólida escotilla de tres diámetros diferentes aparecía herméticamente cerrada. Seguramente se cerró desde el primer momento, lo que indudablemente fue una suerte. Al menos impidió que Marek saliera despedido y le aisló del ruido, la radiación y el calor de la deflagración nuclear.
“Una bomba atómica” —se dijo. E inmediatamente pensó en Ferrer y en Beg Hon—. “No pueden haberse salvado”.
Todo había quedado en silencio, un silencio profundo, terrible como si toda la vida se hubiese detenido. Sintió ganas de echarse a llorar, pero fue sólo un acceso de histerismo que superó con energía. De pronto escuchó una voz familiar que brotaba de la radio:
—¡Dios mío, deben haber muerto todos! —era el profesor Valera.
—Estoy seguro de que Beg Hon al menos respondió —era la voz de Adler Ban Aldrik—. Desgraciadamente no habla nuestro idioma, por lo tanto no pudo entender lo que le decía.
La alterada voz de Nuria Ross brotó del amplificador:
—Ustedes, los tapos, tienen la facultad de transmitirse mensajes telepáticos a distancia. ¿Por qué no utilizó de esas facultades para avisar a Marek?
—Señorita Ross, un mensaje telepático no se improvisa en segundos. Todo ocurrió demasiado aprisa. Prácticamente descubrimos la aeronave y vimos cómo lanzaba la bomba. De todos modos lo intenté, pero Marek debía estar distraído y no me recibió.
En algún lugar de la quebrada, el grupo científico hablaba entre sí a través de sus radios. Las radios individuales y la cápsula “KT” utilizaban la misma longitud de onda. Si Marek hubiese respondido cuando escuchó el aviso, ahora sus compañeros sabrían que su advertencia fue escuchada.
Cuidadosamente Marek se puso a apartar los objetos que estaban sobre él. Tenía cortes sangrantes en las manos, en la cara y en el cuello, seguramente producidos por el estallido de las pantallas de radar y televisión. Mientras se ponía en pie y trataba de alcanzar la radio podía escuchar a sus amigos hablando entre sí a través de sus radios individuales. Al parecer estaban en vuelo hacia el lugar donde había quedado la cápsula “KT”, haciendo cábalas acerca del estado probable en que habría quedado la máquina.
Finalmente Marek alcanzó la radio, tomó el micrófono y habló:
—Aquí Marek Aznar.
Pese a la rudeza de los golpes recibidos, la radio seguía funcionando. Los valeranos construían sus máquinas muy robustas.
—¡Chist, cállense! —se oyó la voz excitada de Nuria Ross—. ¡Es Marek, está hablando!
—Soy Marek, me encuentro en la cabina de la cápsula. Escuché el aviso y llamé a Ferrer… pero él no pudo llegar. Temo que esté muerto… y el tuma también —dijo entrecortadamente.
Se hizo un silencio elocuente, en el que sólo se escuchaba el sordo zumbido de la corriente eléctrica. Luego Adler Ban Aldrik habló:
—¡Loado sea Dios! ¿Te encuentras bien? ¡Marek!
—Sí, sí… creo que estoy bien, sólo tengo magulladuras y algunos cortes. La bomba debió estallar aquí cerca, pero gracias al metro de “dedona” de espesor del casco sobreviví al intenso calor y a las radiaciones de la explosión. Respecto a la cápsula…
—No te preocupes ahora de la cápsula, Marek. Lo importante es que hayas salvado la vida ¡Ojalá Ferrer y Beg Hon se hubiesen salvado también! Vamos hacia ahí, inspeccionaremos el terreno y veremos de rescatarte. Temo que la cápsula haya quedado seriamente tocada. Teníamos el portón abierto cuando sobrevino la explosión.
—Tranquilo, Marek. No te preocupes ahora por eso. Mantente a la escucha, no tardaremos en llegar.
Marek soltó el micrófono, aunque manteniendo abierta la radio.
Trataba de imaginar cómo habría quedado el entorno después de la deflagración nuclear, e hizo planes para abandonar la cápsula. A este fin rebuscó entre el revuelto interior de la cabina buscando las dispersas piezas de su armadura de “diamantina”. Mientras revolvía los objetos vino a sus manos una bolsa caqui que aparecía marcada con una cruz roja. Era un botiquín de urgencia. Lo utilizó para limpiarse los arañazos con alcohol y colocó algunas tiras de esparadrapo sobre las heridas más aparatosas.
El grupo de Adler Ban Aldrik debía haber ido bastante lejos en busca del poblado troglodita. Marek aprovechó el tiempo para equiparse con la armadura y el dorsal de levitación. Todavía transcurrió un buen rato hasta que se escuchó la voz de Adler Ban Aldrik por la radio.
—Hola, Marek. Estamos sobre el borde izquierdo de la quebrada, aunque es imposible ver nada en el fondo. La vegetación está ardiendo todavía y todo está lleno de humo. Nuestros contadores registran una intensa radioactividad. ¿Crees que podrás salir sin ayuda?
Marek tomó el micrófono para contestar:
—Felizmente tenía mi armadura en la cabina. Por cierto, también Beg Hon llevaba puesta su armadura la última vez que le vi. ¿Puede haberse salvado?
—Aun suponiendo que sobreviviera a la explosión debe haber recibido una fuerte dosis de radioactividad… No lo sé, depende de la distancia a la que se encontrara de la explosión.
—Le buscaré. Fidel, dime. ¿Crees que debemos destruir la cápsula?
Hubo un momento de silencio. Luego Adler Ban Aldrik dijo:
—Dime tú cual es la situación.
—Aquí dentro todo parece en orden. Ahora bien, el portón de la cámara de restitución estaba abierto al explosionar la bomba.
—Si la parte interior del portón ha sido dañada, la cámara no puede utilizarse. En tal caso la cápsula debe ser destruida.
—Fidel, ¿te das cuenta que al destruir la cápsula cerramos la única puerta de escape de este maldito planeta? —dijo Marek.
De nuevo Adler Ban Aldrik demoró su respuesta:
—¿Qué se le va a hacer? No pienses ahora en eso. La aeronave está todavía sobre nosotros y parece que empieza a perder altura. Lógicamente bajarán a inspeccionar. No pierdas más tiempo, hijo. Sal de ahí, pero no olvides poner la máquina en régimen para que se autodestruya después que hayas abandonado la quebrada. ¿Algo más?
—Nada más, cambio y corto —dijo Marek abandonando el micrófono.
Se dirigió a la Karendón y la puso en circuito. Algunas luces rojas intermitentes confirmaron sus temores, la máquina tenía desperfectos en la cámara de restitución. Apagó la Karendón y conectó el dispositivo del reactor nuclear ajustándolo para una hora. En sesenta minutos el reactor se aceleraría progresivamente, y la pila alcanzaría tal grado de calor que acabaría estallando como una bomba.
Al prepararse para abandonar la cápsula sólo conservó consigo un fusil automático y una bolsa de cuero repleta de cargadores que se cruzó en bandolera. Ya con la escafandra puesta comprobó que el oxígeno llegaba sin dificultad hasta sus pulmones desde el depósito entre las dobles paredes del peto de la armadura. Empujó la pesada escotilla. El humo penetró en la cabina apenas abierta la puerta.
La forma más rápida de salir consistía en abrir el reóstato de su “back” y hacer que éste le elevara en el aire. La cápsula, tumbada sobre un costado, orientaba la escotilla directamente al cielo.
El detector de radiactividad que formaba parte del equipo de vacío estaba rechinando ruidosamente. También se escuchaba el crujido de las ramas y aquella especie de rugido que lanzaban las llamas en los grandes incendios.
En efecto, la deflagración nuclear había provocado el incendio de la vegetación en toda la quebrada. La visión a través del cristal de la escafandra quedaba dificultada no sólo por la cantidad de humo, sino también por la escasa luz ambiental. Una enorme nube radiactiva se formaba encima de la quebrada oscureciendo el sol.
Por lo poco que pudo ver a su alrededor, la quebrada había cambiado de aspecto. Las paredes cortadas verticalmente se habían derrumbado en buena parte, y sus escombros cubrían parcialmente el fondo del “cañón”. La cápsula “KT” ya no estaba junto al arroyo, sino que descansaba sobre un enorme montón de rocas y tierra.
Marek salió volando de la cabina, sólo que en lugar de remontarse directamente hasta el borde de la quebrada se detuvo para realizar una inspección en lo que las circunstancias le permitían. Se detuvo en el aire sobre la cápsula y se dio un ligero impulso en dirección a la proa para descender de nuevo. El pesado portón había sido completamente arrancado de sus goznes, lo que equivalía a decir que la Karendón era totalmente inutilizable. Buscó durante un rato por si encontraba restos de Ferrer o del tuma, pero todo estaba lleno de pedruscos y de humo. Le llamaron por la radio interior.
—¡Marek! ¿Dónde te encuentras? ¿Por qué no sales ya?
Era de nuevo Adler Ban Aldrik. Marek contestó por su radio:
—Estoy fuera, buscando a Ferrer y al tuma. Pero observo que hubo un derrumbamiento general de las paredes de la quebrada cuando la explosión. ¿Estará Beg Hon vivo debajo de esas rocas?
—Ni siquiera una armadura de “diamantina” puede ayudar a sobrevivir a uno bajo el impacto directo de una bomba atómica, Marek.
—Voy a seguir buscando un poco más. ¿Qué fue de la aeronave?
—No se la ve ahora, tenemos sobre nuestras cabezas una gran nube radiactiva. Está empezando a llover.
En efecto, también la lluvia estaba cayendo sobre la escafandra de Marek Aznar. El aguacero se convirtió en diluvio y apagó el fuego, pero aumentó el humo. Desalentado, Marek abandonó la infructuosa búsqueda. Le dolía abandonar el lugar, como si al hacerlo faltara a un deber para con sus amigos desaparecidos. Triste y desalentado se elevó en el aire y se dirigió en busca del resto del grupo.
Le vieron y le llamaron por la radio dirigiéndole entre el todavía espeso humo que salía de la quebrada y la cortina de la lluvia. Adler Ban Aldrik se le acercó y le echó los brazos cubiertos de vidrio sobre los hombros. Sin embargo el bundo no era una persona muy efusiva normalmente.
—¡Gracias a Dios que estás vivo, hijo! Después de no tener respuesta por la radio temí que hubieses muerto también.
—Ferrer me hizo entrar en la cabina para que abriera el portón. Si en vez de ordenármelo a mí lo hubiese hecho él mismo, yo estaría ahora en su lugar —dijo Marek con amargura.
—Bien, vayámonos de aquí —dijo Adler Ban Aldrik—. Aprovechemos esta lluvia para alejarnos, ahora que seguramente no pueden vernos desde la aeronave.
Marek se acercó al borde del farallón para echar una última mirada a la profunda quebrada. Alguien llegó junto a él y le tomó una mano. Era Nuria Ross. Se miraron a través del cristal azul de sus escafandras.
—¿Vamos? —dijo la muchacha tirando suavemente de él.
Unos segundos después estaban todos en el aire. Adler Ban Aldrik había tomado espontáneamente la dirección del grupo y les guiaba en la dirección de la quebrada hacia la gran llanura que divisaran cuando todavía se encontraban a bordo de la cápsula “KT”.
Los expedicionarios, y especialmente Valera y Castillo, seguían utilizando la radio para cambiar impresiones. Marek puso fin a esta charla con una llamada a la prudencia:
—Por favor, cierren sus radios y no los utilicen excepto en caso de verdadera necesidad. Las aeronaves pueden localizarnos con sus goniómetros.
Volaban a quinientos kilómetros por hora siguiendo siempre el curso del arroyo en dirección a la llanura. La quebrada, antes angosta y profunda, se hacía progresivamente ancha al mismo tiempo que disminuía la altura de sus bordes. El arroyo de montaña iba creciendo transformándose en un río. Ante los valeranos se abría un verde valle de laderas cubiertas de bosque. Seguía lloviendo, lo cual favorecía la fuga lejos de la vista de la aeronave.
Mientras que Nuria Ross, Gerardo Castillo y Mario Valera guardaban forzoso silencio, no ocurría lo mismo entre Marek y Fidel Aznar, o entre éstos y el sargento Eced. Los tres tenían la facultad telepática, que les excusaba de la necesidad de utilizar la radio individual para comunicarse entre sí.
Acaso para alejar sus sombríos pensamientos, más que por verdadera curiosidad, Marek preguntó a Adler Ban Aldrik por el resultado de su visita al poblado troglodita.
—Realmente se trataba de un poblado troglodita, aunque no en el sentido más puro —comunicó el bartpurano telepáticamente. Luego aclaró este concepto.
Los habitantes de las cuevas pertenecían a la misma especie que ya anteriormente estudiaran en el País de los Monos. Los tumas llamaban “mono” a cierta raza de homínidas prognatos, de estatura media y abundante vello, espalda arqueada y largos brazos, de inteligencia muy primitiva, a medio camino entre el “homo sapiens” y el simio.
—Nos sorprendió gratamente comprobar que estos homínidas mostraban una inteligencia superior a la de sus semejantes del País de los Monos. Excepto por su apariencia, puede decirse de ellos que son auténticos seres humanos. La mayoría de los habitantes del poblado son fugitivos de las granjas y los campos de trabajo de los katumes. Katum es el territorio en el cual nos encontramos. Los katumes son saurios como los tumas y silaitas, de menor estatura que aquéllos, y al parecer de piel verdosa. Durante siglos los katumes, induros, silvos y otros, han estado utilizando a los “monos” como esclavos, especialmente en la agricultura, la minería, la construcción y todas aquellas actividades donde hizo falta mano de obra sin cualificar. A la larga este contacto con sus explotadores vino a favorecer a los “monos”. Los “monos” poseen un gran sentido de la imitación. De sus amos aprendieron algunos oficios útiles, adoptaron costumbres, gustos e idioma. Los “monos” no tuvieron jamás un idioma propio. Al estar muy extendido el katume sirvió para facilitar la comunicación entre las tribus de muy diverso origen.
En el poblado troglodita los “monos” acogieron a los extranjeros arrojándoles venablos y piedras. Considerando la tosca inteligencia de estas pobres criaturas debió ser un trauma para ellas la visión de aquellos extraños seres que caían del cielo vestidos de cristal. El sargento Eced atrapó a uno de los fugitivos y Adler Ban Aldrik hizo la experiencia de despojarse de la armadura.
—Cuando le hablé y me comprendió empezó a tranquilizarse. Poco a poco fueron acudiendo los demás y entablamos diálogo. Con un gran sentido de la intuición comprendieron que, aunque no del todo iguales, estábamos más cerca de ellos que de los katumes. Si tuviera la oportunidad, antes de abandonar el hiperplaneta, me gustaría inseminar a una de sus hembras con nuestros espermatozoides. Estoy seguro que del cruce saldría un ser humano casi perfecto.
Marek hizo a este respecto una confesión:
—Probablemente vas a tener mucho tiempo para realizar tus experimentos. Temo que nunca escaparemos del hiperplaneta.
—La muerte de Ferrer y la pérdida de la Karendón te han deprimido. Ya verás cómo, si tardamos más de dos semanas en regresar, el Almirante envía una nueva aeronave a buscarnos.
—Dios te oiga —transmitió Marek telepáticamente.
Como colofón a esta plegaria se iluminó el espacio con una luz vivísima que llegaba por sus espaldas. Era el reactor nuclear de la cápsula “KT” haciendo explosión.
El vuelo continuó bajo la lluvia. Marek quiso entonces contactar con alguno de sus compañeros, simplemente para hacerse una idea de lo que éstos pensaban. Escogió como personaje más significativo a Nuria Ross, y he aquí lo que vio en el pensamiento de la muchacha:
—“Mucho deseé venir, pero quiera Dios que no tenga que arrepentirme. Por supuesto, el Almirante Aznar enviará alguna aeronave a buscarnos si ve que nos demoramos en regresar… Estos Aznar están muy unidos entre sí. La aeronave vendrá, seguro, pero mientras tanto las cosas se nos pueden complicar. Ha sido una desgracia que perdiéramos la cápsula… ¿Cómo pudo dejarse sorprender el tapo? ¡Vaya una forma más tonta de perder algo tan valioso como una Karendón! A Tuanko no le habría ocurrido… Bueno, Tuanko ni siquiera habría aceptado venir. ¡Cómo debió ponerse al descubrir que yo había suplantado a su padre! Claro que tenemos con nosotros a Fidel, ¡ese sí que vale su peso en oro! Magnífico individuo, ya lo creo. Pero Marek… no sé. Parece un muchacho noble y decidido, aunque quizás sea mucha responsabilidad para su juventud. Me recuerda mucho al hijo de Fidel, su parecido es extraordinario por lo que recuerdo… ¡Que ya ha llovido desde entonces! ¡Nuria, eres una ancianita!”
Marek Aznar se sonrió dentro de la hermética escafandra de cristal. En efecto, Nuria Ross pertenecía a la generación del Almirante Aznar y Adler Ban Aldrik, lo que retrotraía la fecha de su nacimiento alrededor de ciento treinta años atrás. Esa era realmente la “edad mental” de Nuria Ross, pero mientras tanto había efectuado ya tres veces el “salto atrás”, encontrándose actualmente en su quinta encarnación.
Las dos deflagraciones nucleares, una a continuación de otra, habían provocado un cambio meteorológico precipitando la llegada de la borrasca que venía de la llanura en dirección a las montañas. Ni la lluvia ni el frío afectaban a los valeranos, bien protegidos por sus herméticas armaduras de “diamantina”, pero hacía prácticamente nula la visibilidad. Sin embargo, lo que era malo para una cosa era bueno para otra. La lluvia iba a permitirles llegar hasta la ciudad sin ser vistos.
Volaban en la semipenumbra húmeda y gris, suspendidos entre la tierra y las nubes, sin advertir ninguna sensación de velocidad salvo la violencia de la lluvia al estrellarse contra las mirillas de cristal de sus escafandras. Formaban en un triángulo como una pequeña bandada de aves migratorias, con Adler Ban Aldrik en cabeza, seguido de Marek y Nuria Ross en el ala derecha, y Castillo y Valera en el ala izquierda, con el sargento Eced cerrando la marcha en el centro de la retaguardia, para cuidar de que nadie quedara rezagado. Sin embargo, Marek pensaba que no debería ser éste el orden correcto de marcha. Adler Ban Aldrik se excedía al tomar el puesto de guía, cosa que hacía sin propósito deliberado de erigirse en jefe, sino impulsado por su afán de llegar cuanto antes a la ciudad.
Correspondía a Marek, como responsable de la seguridad del grupo, poner en su lugar a Fidel y frenar sus impaciencias. Ni siquiera se había elaborado un plan sobre la mejor forma de acercarse a la ciudad.
Estaba pensando Marek en llamar a capítulo a aquella pandilla de insensatos, cuando al mirar abajo vio las cuadrículas de distintas tonalidades de verde correspondientes a una explotación agrícola. Poco después divisaba entre la cortina gris de la lluvia unos cuantos edificios rodeados de una cerca.
—¡Atención, habla el comandante! —anunció por la radio—. Cierren los reguladores y paren.
Una tropa bien adiestrada habría obedecido inmediatamente, deteniéndose todos a un tiempo, pero aquí algunos se tomaron excesivo tiempo en cerrar sus reguladores, lo que trajo consigo la dispersión del grupo.
—Marek, demonio, ¿por qué te paras ahora? —se oyó protestar a Castillo a través de la radio—. Todavía estamos a medio camino de la ciudad.
—Vuelvan acá —ordenó Marek. Su voz sonó con el adecuado acento de energía, suficiente para que los rebeldes se detuvieran.
Marek y el sargento Eced esperaron pacientemente en el aire hasta que fueron a reunírseles los demás.
—Abajo se ve una casa —observó Nuria Ross.
—Lo sé, vamos a aterrizar cerca de ella.
—¿Qué te propones, Marek? —preguntó Adler Ban Aldrik.
—No podemos ir alegremente a la ciudad y presentarnos allí sin conocer nada de sus habitantes. Necesitamos información y vamos a obtenerla de las gentes de esa granja.
—¿Quieres tomar la casa por asalto? —preguntó Castillo—. No somos soldados, no confíes demasiado en nosotros.
—Ustedes limítense a obedecer mis instrucciones y todo saldrá bien. Vengan, síganme.
El fuerte viento les empujaba mientras permanecían suspendidos de sus “backs” entre el cielo y la tierra. Marek hizo una seña y cerró parcialmente el reóstato de su levitador. Estaban entonces sobre la casa, pero el viento les arrastró a cierta distancia de ésta, hasta la parte posterior de seis o siete galpones de paredes de adobe, junto a un granero o establo. La lluvia debía haber obligado a la gente de la granja a buscar refugio bajo techado. No se veía a nadie, aunque se advertían algunos testimonios de una actividad interrumpida; aperos y máquinas agrícolas, herramientas abandonadas y un par de cubos junto al brocal de un pozo donde también había un abrevadero.
—Esto parece abandonado —se oyó murmurar a Castillo a través de su aparato de radio—. Ni siquiera se ve luz en las ventanas.
—Olvidas que en el hiperplaneta es siempre de día —respondió el profesor Valera—. Y si aquí es siempre de día, lo más probable es que las casas carezcan de luz eléctrica, ¿no es eso?
—Claro, no lo había pensado. Mira, eso parece un establo, vamos a mirar dentro.
Un relámpago brilló en el cielo y un poderoso trueno hizo temblar el suelo bajo los pies de los terrícolas. Marek cruzó el cercado patio seguido de Eced mientras Castillo y Valera se dirigían al establo. Nuria Ross y Adler Ban Aldrik esperaban indecisos, inmóviles bajo la lluvia que resbalaba sobre sus escafandras y armaduras de “diamantina”.
En la parte posterior de uno de los galpones Marek y Eced se detuvieron junto a la carreta de altas y robustas ruedas enllantadas de acero. El galpón tenía dos ventanas y una puerta posterior que daban sobre un estrecho pórtico. Se escuchaba ruido de voces y cierto sonido parecido a risas. Marek iba a pisar el pórtico cuando sonó en su auricular la voz excitada de Valera:
—¡Hay un homínida aquí, en el establo!
—Está muy asustado —dijo Castillo—. ¡Eh, que va a huir!
—¡Ciérrenle el paso, no le dejen salir! —ordenó Marek. Y dando media vuelta echó a correr a través del encharcado patio en dirección al establo.
—¡Se ha escapado! —dijo Castillo.
Marek estaba junto al brocal del pozo cuando vio al homínida que salía corriendo del establo. Venía derecho hacia el galpón profiriendo aullidos como de un perro apaleado.
—¡Fidel… Nuria… moveos, vamos a acorralarle! —gritó Marek.
Nuria Ross se movió en dirección al homínida, el cual al eludirla se fue derecho hacia el lugar donde estaba Marek. El tapo saltó y le agarró un brazo. El homínida le golpeó con la mano libre en la escafandra, profiriendo al mismo tiempo salvajes aullidos como de un perro apaleado. El sargento Eced acudió rápidamente en ayuda de Marek, cayendo los tres en montón en el barro. Le pusieron de cara al suelo, pero el homínida no dejaba de gritar.
—Va a poner en vilo toda la granja. ¿Dónde tienen uno de esos sprays adormecedores? —dijo Marek.
Nuria Ross llevaba uno colgando del cuello. Acudió rápidamente roció el rostro del salvaje con el líquido pulverizado. El homínida estornudó y dejó de gritar. Sus músculos se relajaron.
—Llevémosle al establo —indicó Marek.
Cosa extraña, nadie acudió a los gritos del homínida. Un profundo silencio pareció caer sobre los cercanos galpones. Arrastraron al homínida hasta el establo y entraron todos.
—Ve a vigilar a la puerta —ordenó Marek al sargento.
—Bueno, ya tenemos un prisionero —dijo Nuria arrodillándose junto al homínida y levantándole un párpado—. ¿Servirá para darnos la información que deseamos?
—Usted y Fidel son psicólogos —respondió Marek—. Traten de reanimarle.
Se dirigió a la puerta del establo, junto a Eced, y atisbó fuera. A través de su auricular escuchó la voz animada de Valera:
—¡Hola! ¿Qué son esos animales? Parecen elefantes, los nativos deben utilizarlos como bestias de tiro. ¿Qué dices tú, Gerardo?
—Pues sí, parecen elefantes. Más bien dinoterios —respondió Gerardo Castillo.
—¿Y qué diferencia hay?
—Observa que estos paquidermos tienen los colmillos vueltos hacia abajo. Tal vez no sean exactamente dinoterios, bueno… es igual. Lo que parece estar fuera de toda duda es que las eras geológicas siguieron en el hiperplaneta un desarrollo semejante al de la Tierra. Los dinoterios corresponden a la Era Terciaria de la Tierra, posteriores, por lo tanto, a la de los saurios gigantes. Probablemente no existen en el hiperplaneta reptiles gigantescos, la humanidad local, los tumas y también los katumes, parecen proceder de la Era Secundaria. Son saurios pequeños evolucionados desde otra especie mayor. Por el contrario, los homínidas, prácticamente acaban de aparecer en el hiperplaneta…
—Por favor, guarden silencio —interrumpió Marek a través de su propia radio—. Si quieren discutir háganlo utilizando el amplificador exterior.
Los científicos guardaron silencio. Cuando hablaron más tarde lo hicieron a través del altavoz exterior de sus respectivas escafandras.
Junto a la puerta del establo, del lado interior, el sargento Eced extendió su brazo cubierto de “diamantina”. Telepáticamente transmitió a Marek:
—Atención, alguien viene por el callejón.
En efecto, una sombra se movía en el espacio entre los barracones más próximos. El patio se hallaba sumido en una luz crepuscular, dando la impresión de que iba a caer la noche. Pero en el hiperplaneta el sol permanecía siempre fijo en el cenit, alumbrando toda la parte interior de la esfera en un día eterno.
La luz de un relámpago alumbró momentáneamente el patio sacando reflejos metálicos del impermeable del desconocido. Éste se detuvo en el mismo lugar donde Marek estuviera junto al brocal del pozo. El hombre se inclinó para examinar algo que llamaba su atención. En la mano empuñaba un arma grande, probablemente una escopeta.
—Ha descubierto nuestras pisadas en el barro —transmitió Marek telepáticamente a Eced.
El fulgor del relámpago se extinguió, como apagado por el sonoro estampido del trueno que vino después, y la oscuridad les pareció a los dos tapos más profunda hasta que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz.
—Se acerca —transmitió Eced telepáticamente.
Marek guardó silencio mordiéndose los labios. Un nuevo relámpago iluminó el patio. El hombre había avanzado unos pasos y se encontraba inmóvil a media distancia entre el pozo y el establo. Era un saurio envuelto en un largo impermeable negro con capuchón en forma de poncho. Repentinamente dio media vuelta y empezó a alejarse.
—Sabe que estamos aquí —dijo Marek, ahora de viva voz—. Nuestras pisadas están muy claras en el barro. Pero teme seguir adelante solo y retrocede en busca de ayuda. Eced, vamos por él.
El sargento no se hizo repetir la orden. Traspuso el dintel y echó a correr ágilmente en persecución del saurio. Marek le siguió apretando con su mano enguantada la garganta del fusil. Pero el saurio debió oír algo o acaso intuyó la presencia de alguien a sus espaldas. Repentinamente se volvió y disparó su arma contra el tapo. El impacto del proyectil contra el peto de “diamantina” o el movimiento instintivo de retroceso hizo que Eced resbalara en el barro y cayera sentado en un charco. Marek venía lanzado y por el solo impulso que llevaba llegó hasta el saurio y chocó violentamente con éste.
En la oscuridad, bajo la espesa lluvia, los dos rodaron por el barro. Marek quedó encima del saurio, lo que le permitió incorporarse a medias y lanzar un golpe con la culata del fusil. De pura suerte la culata alcanzó al saurio en el mentón y le dejó momentáneamente aturdido. Los saurios tenían el mentón muy frágil, cosa que Marek ya sabía por Beg Hon, el tuma.
El sargento Eced acudió a ayudar. Entre los dos arrastraron al saurio por los brazos hasta el interior del establo.
—Busca una cuerda, algo para maniatarle —dijo Marek a Eced.
El saurio, cuyo capuchón había dejado al descubierto un rostro de horrible fealdad, con un hocico pronunciado y dos cavernosos agujeros en la nariz, empezaba a ofrecer resistencia. Marek le puso el cañón del fusil entre los ojos al mismo tiempo que le enviaba un mensaje telepático:
—“Quédate quieto si no quieres que te vuele los sesos de un balazo.”
El saurio cesó en toda resistencia. Tendido en el suelo del establo, un poco ladeado mientras Eced le amarraba las manos a la espalda, miraba como fascinado a la fantasmal figura que se levantaba ante él. Marek también era muy alto, casi dos metros de estatura, y su abultada escafandra y la armadura oscura todavía le hacían parecer más grande. ¿Qué pensó el saurio ante tan extraordinaria aparición?
“¡Por todos los dioses! ¿Quiénes son esta gente? No pueden tener esa forma de cabeza… ¡No, son escafandras de buzo!”