CAPÍTULO III
EL crucero sideral “Coimbra” había escapado de Tumma acelerando uniformemente a seis kilómetros por segundo. Como un saltador de pértiga, tenía que tomar una carrera de 7.500 millones de kilómetros para rebasar la velocidad de la luz, momento en el cual se encontraría a unos 2.500 millones de kilómetros de la pared del hiperplaneta, la cual atravesaría ya convertido en una invisible nube de partículas de alta energía.
Cualquier modificación en la velocidad, para dar más tiempo a prepararse a los que iban a desembarcar, obligaría al contraalmirante de desistir de este primer intento, desacelerar, regresar al punto de partida y tomar otra carrera. El “Coimbra” tenía que salir por donde había entrado. Podría hacerlo también por el lado contrario, pero en tal caso volaría en dirección opuesta a donde se encontraba Valera, viéndose obligado, ya en el espacio exterior, a dar un rodeo enorme para reunirse con el autoplaneta.
Tuanko no quería retrasar su regreso en otras veinticuatro horas, siendo ésta la razón por la que tuvo que hacerse todo con prisas.
La idea de desembarcar, prolongando su estancia en el circumplaneta en unos días más, había surgido un poco tarde. A las tres horas y media del despegue el crucero volaba a 75.600 kilómetros por segundo. En los relojes de los astronautas sólo habían transcurrido tres horas.
Debido al conocido fenómeno de la contracción del tiempo en función de la velocidad, los relojes de a bordo iban sufriendo un retraso en relación con el tiempo real fuera de la aeronave. Este retardo no podían advertirlo los tripulantes del “Coimbra”, cuya actividad física y mental se desarrollaban de acuerdo con el tiempo de sus relojes. Pero el hecho verdadero era que si hubiesen podido contemplarse a sí mismos desde un aparato de televisión situado en tierra, se habrían visto moviéndose con una lentitud que era cada vez mayor cuanto mayor era la velocidad de la aeronave.
Solamente la computadora de a bordo, aplicando las correcciones adecuadas mediante un cálculo continuo en razón de la velocidad, llevaba una cuenta fiable del tiempo transcurrido fuera del móvil. Según estos cálculos, el “Coimbra” alcanzaría la velocidad de la luz a las 13 horas, 52 minutos y 48 segundos después del despegue. Pero hecha la debida corrección, para los astronautas y según sus relojes, esto ocurriría a las 6 horas, 56 minutos y 24 segundos. Es decir, a las cuatro horas del despegue, momento en que se decidió el desembarco del equipo científico, éste sólo disponía de dos horas y cincuenta y seis minutos para abandonar la aeronave.
—Soltaremos la cápsula a las seis horas y diez minutos —dijo Tuanko Aznar—. A esa hora estaremos a sólo cuarenta y seis minutos de atravesar la barrera de la luz, que es el tiempo mínimo que necesitamos los de a bordo para dejar las cosas en orden, dirigirnos a la Karendón y desmaterializarnos. Naturalmente, la cápsula no podrá ser dirigida a tierra por control remoto desde el buque.
En efecto, el camino que todavía le faltaba por recorrer a la cápsula después de abandonar la aeronave, era muy superior al tiempo que ésta tardaría en desvanecerse en el aire, en la misma barrera de la velocidad de la luz. La cápsula, tripulada por los mismos expedicionarios, tendría que ser dirigida manualmente hasta el punto escogido para el aterrizaje.
Las cápsulas portadoras “KT” estaban concebidas para ser tripuladas en caso necesario, disponiendo para tal efecto de una pequeña cabina de tres asientos. Podría ir algún pasajero más, pero dadas sus dimensiones no era suficiente para todo el grupo. En consecuencia, la forma más cómoda para llevar a los científicos a tierra consistía en desmaterializarlos en grupo en la misma cápsula, para ser restituidos una vez en tierra firme.
Marek tenía conocimientos y práctica suficiente para pilotar la cápsula con plena garantía, pero Tuanko insistió en que llevara a alguien más para ayudarle. Se pidieron voluntarios y se ofrecieron tres hombres, de los cuales Marek escogió al sargento Eced. La razón de esta preferencia estaba en que Eced era “tapo”.
El tercer ocupante de la cabina sería Adler Ban Aldrik, cuya misión consistiría en señalar el lugar de aterrizaje.
Marek y el sargento Eced fueron a comprobar personalmente el funcionamiento de la cápsula, mientras Adler Ban Aldrik iba a restituir a Beg Hon en la Karendón, decisión que más tarde contrariaría a Marek.
Decir que Marek tuviera algo personal contra Beg Hon habría sido exagerado. ¿Pero por qué llevar al tuma? A Marek no le gustaban los tumas, por muy humanos que los proclamaran Adler Ban Aldrik y el profesor Castillo.
Los tumas eran el máximo exponente de la inteligencia en el hiperplaneta. Su desarrollo técnico y cultural se encontraban más o menos a la altura de la civilización terrícola hacia la mitad del siglo veinte, lo cual era lo mismo que decir que pasaban por una época tormentosa de desequilibrio económico y profundos cambios en lo social.
El profesor Gerardo Castillo había colocado sin vacilaciones a los tumas en la especie de los saurios. Se trataba de unos seres gigantescos por comparación a los terrícolas (Beg Hon medía alrededor de tres metros de estatura), con un gran corpachón que se sostenía sobre dos gruesas piernas, especialmente de rodillas arriba. Este desarrollo de los miembros inferiores contrastaba con la delgadez de sus cortos brazos, donde las manos estaban formadas por cuatro dedos divididos en dos paquetes. El rostro, de horrible fealdad, correspondía a una cabeza más bien pequeña sostenida por un cuello corto y robusto. El cráneo, desprovisto de pelo, mostraba una especie de cresta cartilaginosa que se prolongaba por la nuca hasta la parte superior de la espalda. Esta espalda, a su vez, estaba protegida por dos placas óseas de gran tamaño correspondientes a los omoplatos, cubiertas de duro y rugoso cuero color verdoso. En el vientre, por el contrario, la piel era delgada, suave y blanquecina, cosa que ocurría también con las palmas de las manos y los pies. Carecían de pabellón auditivo, los oídos eran dos simples agujeros a cada lado del cráneo. Sus ojos, protegidos por un prominente arco superciliar, estaban profundamente enclavados en las órbitas y eran de gran tamaño, haciendo recordar por su expresión y forma los ojos de los caballos. La nariz era achatada y con grandes fosas.
Los tumas eran ovíparos, de sangre fría.
Después de realizar un chequeo totalmente satisfactorio en la cápsula “KT”, Marek y el sargento Eced regresaron a la primera cubierta para equiparse con sus armaduras de “diamantina” e ir en busca de sus respectivos “backs”. En este momento Tuanko Aznar acababa de tener una discusión violenta con su padre.
Contrario desde el primer momento al desembarco de los científicos, el joven contralmirante intentaba disuadir de su propósito a su padre. No lo consiguió, Alejandro Aznar se mantuvo firme en su idea de seguir a la expedición y Tuanko se enfadó de veras. Tanto fue así que a no ser porque ya había comprometido su palabra, de seguro Tuanko habría cancelado la operación incluso recurriendo a la fuerza.
Demasiado atareado en los preparativos, Marek no estuvo en la discusión de sus parientes ni quiso tomar partido. ¡Allá se las compusieran padre e hijo! A Marek, particularmente, le daba igual que Alejandro se quedara a bordo o desembarcara con los demás. Bien era cierto que Alejandro no tenía una preparación física adecuada para soportar un largo esfuerzo, pero todos los demás estaban en el mismo caso. Marek sólo deseaba que no tuvieran que verse en la necesidad de tener que andar muchos kilómetros. No había por qué, ya que iban a ir equipados con dorsales de levitación —el utilísimo “back”— y siempre tendría el recurso de desmaterializarse en la Karendón y esperar a que les recuperaran en Valera en el peor de los casos.
Faltando media hora para el lanzamiento ya estaba de nuevo Marek en la cápsula. Los muchachos de la tripulación trajeron el equipo suplementario para que la máquina lo desmaterializara: tiendas de campaña completas con camas, mesas y sillas, incluso mosquiteras. “Backs” y escafandras de repuesto, botellas de oxígeno, emisora de radio, garrafones de agua potable y varias cajas de cartón llenas de toda clase de alimentos. Y también media docena de fusiles especiales de “luz sólida”. La Karendón lo desmaterializó todo y elaboró un “vetatom” que quedó en el tambor para ser utilizado cuando hiciera falta.
Desde la cámara de derrota, la voz enojada de Tuanko Aznar anunció a través de los altavoces:
—Faltan diez minutos para el lanzamiento. ¡Vamos, los que van a desembarcar, diríjanse a la cápsula, no se entretengan más!
Los primeros en llegar fueron Adler Ban Aldrik y Beg Hon, ambos enfundados en sus armaduras totales de vacío. Los dos eran altos, pero especialmente el aspecto del tuma imponía, debido a que con la armadura y la escafandra parecía todavía más grande. Para el tuma hubo que confeccionarle una armadura exprofeso en la Karendón “sastre”. Estas armaduras eran de “diamantina”, un cristal sintético de la dureza del diamante, altamente resistente a los golpes y a elevadas temperaturas, impenetrable a las balas de fusil. Su color azul oscuro casi las hacía parecer negras, a excepción del cristal del frente, que era polarizado y se tornaba más oscuro a mayor intensidad de luz.
La altura de la cámara de desmaterialización era de sólo dos metros y cincuenta centímetros, lo que obligó al tuma a entrar agachado y permanecer sentado en el suelo a la espera de que llegaran los demás.
En breve intervalo llegaron José Ferrer y Mario Valera. El profesor Castillo llegó sólo a continuación, abrumado bajo el peso del dorsal de levitación, el fusil automático, la bolsa de comida, prismáticos, cámara fotográfica y tubos para la toma de muestras. Todas las armaduras tenían en el pectoral y en la parte posterior de la escafandra el nombre de su dueño, a excepción de Beg Hon. Pero Beg Hon era inconfundible.
Adler Ban Aldrik y el sargento Eced ya estaban en la cabina poniendo en marcha el reactor nuclear. Al pie de la escotilla Marek pasó revista a los hombres y vio que faltaba uno.
—Falta Alejandro Aznar. ¿Dónde se ha metido ese hombre?
—Ahí llega —señaló José Ferrer.
En efecto, Alejandro Aznar salía en este momento del ascensor, tan apurado como antes Castillo con todo el equipo. Traía la escafandra puesta y saludó con un leve movimiento de mano dirigiéndose rápidamente hacia la puerta de la cámara.
La cápsula “KT” se encontraba en la bodega del “Coimbra”, colgada del techo como una enorme bomba dispuesta a ser lanzada al espacio cuando bajo ella se abrieran las compuertas del casco. Una cámara de televisión enviaba continuamente imágenes del hangar hasta la cámara de derrota. Los cuatro hombres y el tuma estaban ya en el interior de la cápsula. A través del altavoz Tuanko Aznar apremió a los tripulantes de la “KT”.
—Vamos ya, ¿a qué esperáis? Daos prisa.
Desde la cabina cerraron la compuerta de proa que daba acceso a la cámara de desmaterialización; una plataforma que se movía como un puente levadizo, y luego dos secciones más formando la punta cónica de la “KT”. Marek fue a comprobar el ajuste correcto de estas secciones móviles y luego se dirigió rápidamente a la escotilla circular de acceso a la cabina de mando.
Mientras Marek cerraba la escotilla, se ajustaba la escafandra y tomaba asiento ante los mandos, los cinco hombres que estaban en la cámara fueron desmaterializados. Entre la cabina y la cámara de derrota se cruzaron las informaciones de rigor, terminadas con un lacónico: “Buena suerte”.
El fondo del casco de la aeronave se abrió bajo la cápsula y ésta fue lanzada al espacio como una bomba de gran tamaño. Apenas la “KT” había abandonado el hangar, comoquiera que el “Coimbra” seguía acelerando seis kilómetros por segundo, empezó a alejarse rápidamente. En treinta segundos se había alejado 180 kilómetros y se perdía de vista.
Al separarse del “Coimbra”, la cápsula “KT” llevaba la misma velocidad que el crucero, la cual conservaría por tiempo indefinido mientras nada la detuviera. En este momento la cápsula había recorrido un tercio de la longitud del diámetro ideal que cruzaba el hiperplaneta de un extremo a otro pasando junto al Sol. El propósito de Marek era mantener esta velocidad durante seis horas más (tiempo corregido) y a continuación desacelerar durante 3 horas y 45 minutos para llegar a tierra a velocidad cero.
Respecto al punto donde deseaban llegar sólo tenían una idea general, la cual no podrían concretar hasta encontrarse sobre la región.
A los cuarenta y cinco minutos de abandonar la aeronave, la cápsula cruzaba por delante del Sol, cuyas abrasadoras radiaciones hicieron elevar considerablemente la temperatura del casco de “dedona” de la navecilla. Pero a la velocidad que volaban, doce millones de kilómetros por minuto, pronto quedó atrás esta amenaza.
La cápsula portadora era un cilindro metálico de 7 metros de diámetro y 20 metros de longitud, con una proa cónica y una popa casi totalmente plana, sin ninguna ventana al exterior. El casco era de un metro de espesor, totalmente de “dedona”, metal de densidad 40.000, altamente resistente al calor y a la penetración por impacto, pero cuya propiedad más notable era la de emitir radiaciones antigravitacionales bajo inducción eléctrica.
Para seguir visualmente el vuelo del artefacto, los tripulantes tenían ante sí una amplia pantalla panorámica de televisión en color y relieve, conectada en circuito cerrado a una serie de cámaras distribuidas alrededor y en la parte delantera del casco.
Mientras la cápsula volaba en dirección al sol los tripulantes habían estado admirando las gigantescas llamas solares a través de los filtros, pero al dejar el sol a sus espaldas un nuevo espectáculo se ofreció a sus maravillados ojos. El hiperplaneta era una esfera hueca totalmente cerrada, con el Sol situado en el centro, donde se equilibraban las fuerzas de gravedad. Contemplada desde cuatro mil millones de kilómetros, la esfera brillaba con resplandor opalino, confundidos los océanos y los continentes en una masa. La sensación era la de encontrarse en el interior de una inmensa perla.
—¿Es bonito, verdad? —apuntó Marek Aznar—. En este enorme espacio podrían habitar millones de humanidades como la terrícola o la atolonita. Si las actuales generaciones de valeranos estuvieran imbuidas del mismo espíritu colonizador de nuestros antepasados, a fe que no desaprovecharían la oportunidad de conquistar este mundo para el futuro.
—Los valeranos ya renunciaron a colonizar nuevos mundos —respondió Adler Ban Aldrik—. Pero el pueblo tapo sí podría establecerse en el hiperplaneta fundando aquí una nueva civilización. ¿Te gustaría?
—¿A mí? Bueno, no lo he pensado. Pero ya que hablamos de ello, creo que me gustaría participar en la primera etapa. Debe ser hermoso ver crecer una nueva nación, levantar ciudades, establecer las leyes… Temo, sin embargo, que no podría resistir mucho tiempo. Una vez estuviera todo hecho volvería a sentir el deseo de encontrarme viajando en Valera, volando en ese inmenso Universo, descubriendo y explorando nuevos mundos y nuevas formas de vida. Espero que me comprendas. Tú mismo has dado muestras de no gustarte demasiado permanecer mucho tiempo en un mismo sitio.
Después de esta breve conversación los astronautas siguieron admirando el bello espectáculo, hasta que sin darse cuenta Marek se quedó dormido.
Al despertar de la siesta sentía hambre y propuso comer algo. Cuando terminaron de comer ya era tiempo de empezar a aplicar el freno para desembarazarse de la velocidad adquirida durante la etapa de aceleración del “Coimbra”. Se encontraban a dos mil millones de kilómetros de tierra e iban a recorrer esta distancia en 3 horas y 42 minutos (tiempo corregido). A partir de este punto Adler Ban Aldrik empezó a utilizar los mayores aumentos del teleobjetivo de la cámara principal de televisión para explorar el terreno.
La cápsula no estaba equipada con detector de neutrinos, lo que hubiera sido muy conveniente para localizar alguno de los reactores nucleares que funcionaban en aquella región, y que les hubiera llevado hasta algún lugar civilizado.
—Bueno, no tenemos prisa —dijo Marek expresando en voz alta su pensamiento.
Reduciendo su velocidad en diez kilómetros por segundo, la cápsula volaba cada vez más despacio. Caían sobre un inmenso océano y Marek hizo una corrección para llevar la máquina en dirección al más próximo continente. Treinta minutos después hacía elevar la proa del aparato y encendía el motor fotónico de popa. La cápsula siguió descendiendo al mismo tiempo que se desplazaba horizontalmente. En la amplia pantalla panorámica de televisión el suelo parecía subir al encuentro de los observadores, pero la tierra era todavía una masa confusa, como un plato de natillas.
—Encendamos la radio. Eced, ocúpate del radar —dijo Marek.
Al llegar al interior del hiperplaneta, la primera noticia que tuvieron de la existencia de seres inteligentes fue a través de la radio. Esta vez ocurrió lo mismo. Después de algunas tentativas en distintas longitudes de onda, la radio trajo una voz que hablaba en un idioma desconocido.
—No es tuma —hizo notar Marek.
—¿Esperabas que fuese tuma? —respondió Adler Ban Aldrik con ironía—. Los tumas están a diez mil millones de kilómetros de aquí. Jamás llegaron hasta esta región, y probablemente tenga que pasar mucho tiempo hasta que puedan hacerlo.
Marek apagó la radio.
—¿Por qué la apagas? —preguntó Adler Ban Aldrik.
—¿Para qué vamos a escuchar una charla que no entendemos?
—Podría servirnos para dirigirnos hacia esa emisora.
—La cápsula no tiene antena direccional. Toda la superficie del cilindro hace de receptora, por lo tanto no puede encaminarnos a ninguna parte —dijo Marek secamente.
Permanecieron en silencio largo rato. Eced habló y dijo:
—Hay muchos ecos en la pantalla.
La cápsula seguía descendiendo. Muy poco a poco iban surgiendo algunos detalles del terreno; ríos, macizos montañosos, cumbres cubiertas de nieves perpetuas, zonas desérticas, dilatadas selvas…
Marek estabilizó la cápsula a cincuenta kilómetros de altura, manteniendo una velocidad de 15.000 kilómetros por hora. A cincuenta mil metros de altura la atmósfera debía ser bastante tenue, pero ya ofrecía un freno considerable al avance de la máquina, lo cual era perceptible sobre todo por un aumento de la temperatura del casco.
—¡Atención, contacto de radar a seis mil kilómetros! —anunció el sargento Eced.
—¿Está en el aire? —preguntó Marek.
—Está en el aire. Delante, en la una y media.
Los astronautas, y en especial los pilotos de combate, solían fijar la posición de las naves enemigas según la esfera del reloj. El sistema no era muy ortodoxo, pero resultaba mucho más rápido que calcular en grados de círculo, sobre todo cuando no se exigía una precisión milimétrica.
—¿Una aeronave? —murmuró Marek como hablando consigo mismo. E instintivamente movía el timón rectificando el rumbo en posición a la una y media.
En quince minutos la cápsula había acortado la distancia en mil kilómetros.
—Va muy aprisa, a once mil kilómetros por hora —dijo Eced.
—Le alcanzaremos —dijo Marek abriendo el regulador.
Aplicando una aceleración de dos kilómetros por segundo, la cápsula hizo 2.500 kilómetros en cincuenta segundos, y la misma distancia en igual tiempo desacelerando. En un minuto y cuarenta segundos daba alcance a la aeronave, pero Marek tuvo que elevarse a casi cien kilómetros de altura para situarse sobre el aparato a la zaga de éste.
—Bien, ahí le tenemos —dijo Marek señalando a la pantalla.
Lo que vieron era una aeronave de forma compacta, casi como un ladrillo al que se hubieran limado las aristas, dejando éstas redondeadas. A cada uno de los dos lados era claramente distinguible una especie de asa cilíndrica que se prolongaba hacia atrás, y por cuyo extremo posterior salían cortas llamas. Estas curiosas asas sólo estaban sujetas al fuselaje de la aeronave por la parte de delante, donde dibujaban una curva. Sobre el dorso mostraba una cresta, especie de aleta de tiburón que iba aumentando progresivamente en altura y remataba en un timón. La parte posterior del “ladrillo” era notablemente más afilada que la parte delantera. Aquí detrás sobresalían dos pequeñas torrecillas giratorias de las que sobresalían los cañones de sendos cañones dobles.
La curiosa aeronave estaba pintada de azul metálico, con dos franjas amarillas longitudinales desde la chata proa a cada una de las torrecillas.
—¡Vaya, miren eso! —exclamó Marek—. Parece un ladrillo con dos asas. Los que la diseñaron no hicieron muchas concesiones a la aerodinámica, ¿verdad?
—Seguramente es suficientemente aerodinámica —observó Adler Ban Aldrik—. No parece ideado para volar en la atmósfera, sino por encima de ella, donde prácticamente no hay aire.
—Se tiene bien, en efecto —admitió Marek—. ¿Cómo conseguirá la sustentación? Parece bastante pesada. ¿Dedona?
—No necesariamente. Podría estar hecha de titanio o algún otro metal consistente y liviano, y sustentarse sobre campos de fuerza antigravitacionales.
—¿De modo que han resuelto el problema de los campos de fuerza magnéticos? —murmuró Marek preocupado.
Siguieron observando el seguro vuelo de la máquina en silencio.
—Propulsada por motores cohete —dijo Adler Ban Aldrik, como reflexionando en voz alta—. Sin embargo debe llevar un reactor nuclear para producir la cantidad de energía eléctrica necesaria para hacer que se sostenga en el aire. Digamos que han resuelto sólo la mitad del problema; tienen un buen elemento de sustentación, pero les faltan motores para que su aparato vuele a larga distancia. A esta altura, volando por inercia, alcanzarán bastante lejos, pero no lo suficiente.
—¿Suficiente para ir dónde?
—Para llegar al otro lado del planeta, por ejemplo.
En este momento algo ocurría en la cápsula. La máquina se estremeció ligeramente, como si una mano poderosa la sacudiera por la popa. Unas líneas paralelas de humo pasaron por delante de la proa alejándose. ¡Proyectiles cohete!