Junto al muro del Atlántico: las casamatas se aferran al cemento.

Con eso yo sólo había querido ayudar a Schmuh, el dueño del Bodegón de las Cebollas. Pero él no me perdonó nunca aquél solo de tambor, que había convertido a sus parroquianos de buena paga en niños balbucientes, sin complejos, que inclusive mojaban sus pantalones y, por ello, lloraban: lloraban sin cebollas.

Óscar se esfuerza por comprenderlo. ¿No era un legítimo temor a mi competencia, ya que a cada rato los clientes daban de lado las cebollas tradicionales y solicitaban a voces a Óscar y a su tambor, me solicitaban a mí, que podía evocar con mi instrumento la infancia de todos y cada uno de ellos, por muy de edad avanzada que fueran?

Schmuh, que hasta entonces se había limitado a despedir sin previo aviso a las mujeres de los lavabos, nos despidió a nosotros, sus músicos, y contrató a un violinista que tocara entre los clientes, al que, con buena voluntad, podía tomarse por gitano.

Mas comoquiera que después de nuestro despido algunos de los parroquianos, y de los mejores, amenazaron con no volver, Schmuh hubo de avenirse, apenas transcurridas unas cuantas semanas, a un compromiso: tres veces por semana tocaba el violinista, y tres veces tocábamos nosotros, para lo que de todos modos pedimos y obtuvimos unos honorarios más elevados: veinte marcos por noche, y las propinas afluían cada vez con mayor abundancia. Óscar abrió una libreta de ahorros y disfrutaba con los intereses.

Esta libreta de ahorros no había de tardar en serme de valiosa ayuda al ponerse la situación difícil, porque de pronto se apareció la muerte y se nos llevó a Ferdinand Schmuh, privándonos de nuestro trabajo y de nuestra fuente de ingresos.

Ya dije anteriormente que Schmuh cazaba gorriones. A veces, cuando iba a cazarlos, nos subía con él en su Mercedes y nos llevaba de espectadores. Pese a ocasionales disputas a propósito de mi tambor, a las que no eran ajenos Klepp y Scholle, mis fieles compañeros, las relaciones entre Schmuh y sus músicos seguían siendo de amistad, hasta que, según se acaba de indicar, vino la muerte.

Subimos. La esposa de Schmuh, como siempre, al volante. Klepp a su lado, y Schmuh entre Óscar y Scholle. La escopeta de caza se la ponía sobre las rodillas y, de vez en cuando, la acariciaba. Fuimos hasta poco antes de Kaiserswerth. Bastidores de árboles a ambas orillas del Rin. La esposa de Schmuh se quedó en el auto y desplegó un periódico. Klepp se había comprado poco antes unas pasas y se las iba comiendo regularmente. Scholle, que antes de nacerse guitarrista había estudiado algo, sabía recitar de memoria poesías sobre el Rin. Éste nos mostraba su aspecto poético. Pese a la época estival, llevaba, además de las acostumbradas barcazas, unas hojas otoñales que se metían en dirección a Duisburgo. Y a no ser por la escopeta de Schmuh, que de vez en cuando se hacía audible, aquella tarde junto a Kaiserswerth hubiera podido designarse como apacible.

Cuando Klepp hubo terminado con sus pasas y se secó los dedos con la hierba, terminó también Schmuh. A los once cuerpecitos emplumados y fríos sobre el papel de periódico juntó al duodécimo que, según él, se estremecía en convulsiones todavía. Ya el cazador estaba liando su botín —ya que, por razones impenetrables, Schmuh se llevaba siempre lo que cazaba a casa—, cuando cerca de nosotros, sobre unas raíces traídas allí por la corriente, se posó un gorrión, y lo hizo en forma tan ostensible, era tan gris y un ejemplar tan bello de gorrión, que Schmuh no pudo resistirlo, y él, que nunca cazaba más de doce gorriones en una misma tarde, le tiró, tiró al gorrión que hacía trece. No hubiera debido hacerlo.

Cuando Schmuh hubo juntado el gorrión que hacía trece a los otros doce, emprendimos el regreso y hallamos a la esposa de Schmuh dormida en el Mercedes negro. Primero subió Schmuh delante. Luego subieron Scholle y Klepp detrás. Tocábame mi turno, pero yo no subí, sino que dije que quería pasear un poco todavía, que cogería luego el tranvía y que no se molestaran por mí. Y así se fueron sin Óscar, que había obrado prudentemente al no subirse, en dirección de Düsseldorf.

Yo los fui siguiendo desde lejos. No necesité andar mucho. Un poco más adelante había una desviación, a causa de unas reparaciones en la carretera; la desviación pasaba junto a una cantera de grava. Y en ésta, unos siete metros por debajo del nivel de la carretera, hallábase el Mercedes negro con las ruedas para arriba.

Unos trabajadores de la cantera habían extraído del coche a los tres heridos y el cadáver de Schmuh. La ambulancia estaba ya en camino. Bajé por el talud a la cantera. Los zapatos no tardaron en llenárseme de gravilla. Me ocupé un poco de los heridos, que pese a sus dolores me preguntaban, pero no les dije que Schmuh estuviera muerto. Con los ojos inmóviles y sorprendidos miraba éste hacia el cielo, encapotado en sus tres cuartas partes. El periódico con su botín de la tarde había sido lanzado fuera del coche. Conté doce gorriones, pero no logré hallar al que hacía trece, y seguía buscándolo todavía cuando ya la ambulancia bajaba con dificultad hacia la cantera.

La esposa de Schmuh, Klepp y Scholle habían sufrido heridas de poca importancia: contusiones y algunas costillas rotas. Cuando más adelante fui a ver a Klepp al hospital y le pregunté por la causa del accidente, me contó una historia extraordinaria: cuando pasaban lentamente junto a la cantera, debido a que la grava estaba muy suelta, un centenar de gorriones, si es que no fueron varios centenares, levantáronse de los setos, las matas y los árboles frutales, se arremolinaron ante el Mercedes, chocaron contra el parabrisas, asustaron a la esposa de Schmuh y, con su sola fuerza de gorriones, causaron el accidente y la muerte del fondista Schmuh.

Tómese el relato de Klepp como se quiera; Óscar se mantiene escéptico, tanto más cuanto que, al ser enterrado Schmuh en el cementerio del Sur, no había allí más gorriones que los que hubiera unos años antes, cuando él trabajaba todavía de marmolista y grabador de inscripciones. En cambio, mientras caminaba entre el cortejo fúnebre con un sombrero de copa prestado, detrás del ataúd, vi en la sección nueve al marmolista Korneff que, con un ayudante al que yo no conocía, estaba colocando allí una lápida de diabasa para una sepultura de dos plazas. Al pasar el ataúd con el fondista Schmuh junto al marmolista para ser llevado a la sección diez, de nueva instalación, quitóse aquél la gorra, conforme al reglamento del cementerio, pero, posiblemente a causa del sombrero de copa, no me reconoció, sino que se limitó a frotarse la nuca, lo que constituía un indicio de furúnculos maduros o a punto de reventar.

¡Entierros! He llevado ya a ustedes a muchos cementerios y he dicho también, en algún otro lugar, que los entierros recuerdan siempre otros entierros; por ello no quiero hablar ahora del entierro de Schmuh ni de los pensamientos retrospectivos de Óscar durante el mismo. Schmuh volvió a la tierra en forma normal, sin que se produjera nada extraordinario. No quiero sin embargo ocultarles que, después del entierro —nos dispersamos libremente, puesto que la viuda estaba en el hospital—, se me acercó un señor que dijo llamarse doctor Dösch.

El doctor Dösch era director de una agencia de conciertos, la cual, sin embargo, no le pertenecía; pero, por otra parte, el doctor Dösch resultó ser un antiguo cliente del Bodegón de las Cebollas. A mí nunca me había llamado la atención. Parece ser, con todo, que él estaba presente en aquella ocasión en que yo había convertido a los huéspedes de Schmuh en niños balbucientes y felices. Es más, según él mismo me lo confesó confidencialmente, el propio Dösch había vuelto a su más tierna infancia bajo la evocación de mi tambor, y se proponía ahora lanzarnos, a mí y a mi «gran truco» —así lo llamaba— en gran escala. Estaba autorizado, me dijo, para someterme un contrato, un contrato fantástico; lo único que tenía que hacer yo era firmarlo. Y frente al crematorio, en donde Leo Schugger, que en Düsseldorf se llamaba Guillermo Babas, esperaba con sus guantes blancos al cortejo fúnebre, sacó un papel que, a cambio de cantidades fabulosas de dinero, había de obligarme en cuanto «Óscar, el Tambor» a dar en grandes salas conciertos de solista ante dos o tres mil personas. Al no firmárselo en el acto, Dösch se mostró inconsolable. Yo me excusé con la muerte de Schmuh y dije que, comoquiera que, en vida, él y yo habíamos estado muy unidos, no me parecía apropiado buscarme, allí mismo en el cementerio, un nuevo patrón. De todos modos, prometí pensarlo; tal vez emprendería de momento un pequeño viaje, pero luego iría a visitarle yo a él, al doctor Dösch, y posiblemente me decidiría a firmar lo que él llamaba un contrato de trabajo.

Y aunque en el cementerio no firmara yo contrato alguno, Óscar viose obligado, a causa de su situación financiera insegura, a aceptar y embolsar un anticipo que aquel doctor Dösch me ofreció fuera del cementerio, a la entrada del mismo, donde le aguardaba su coche, y que me entregó discretamente dentro de un sobre, juntamente con su tarjeta.

Y efectué el viaje, encontrando inclusive un compañero para el mismo. En realidad, hubiera preferido hacerlo con Klepp. Pero éste se hallaba en el hospital y no podía reír, porque se había roto cuatro costillas. También me hubiera gustado ir con María. Por otra parte, como las vacaciones de verano no habían terminado todavía, también hubiera podido llevarme al pequeño Kurt. Pero ella seguía con su jefe, aquel Stenzel, que se dejaba llamar «papá Stenzel» por mi hijo.

Así pues, partí con el pintor Lankes. Ustedes ya conocen a Lankes como cabo Lankes y también como prometido temporal de la musa Ulla. Cuando con el anticipio y mi libreta de ahorros en el bolsillo me fui a ver al pintor Lankes en la Sittardstrasse, donde él tenía su taller, esperaba encontrarme allí a mi antigua colega Ulla, porque yo quería hacer el viaje con ella.

Y allí estaba Ulla. Hace ya quince días, me reveló en el umbral mismo de la puerta que nos hemos prometido. Con Hánschen Krages la cosa no marchaba, y ella había tenido que descompro meterse; me preguntó si conocía yo a Hánschen Krages.

Óscar no conocía al último prometido de Ulla, lo que sentía mucho, y formuló a continuación su generoso ofrecimiento de viaje, pero hubo de sufrir que, antes de que Ulla pudiera aceptar, el pintor Lankes, juntándoseles en aquel momento, se nombrara a sí mismo compañero de viaje de Óscar y tratara a la musa, a la musa de las piernas largas, a bofetones, porque ella no quería quedarse en casa, lo que la hizo llorar.

¿Por qué, pues, Óscar no se defendió? ¿Por qué, si quería viajar con la musa, no tomó el partido de la musa? Por muy bonito que me representara yo el viaje al lado de la Ulla esbelta y de vello delicado, no dejaba de experimentar cierto temor a una convivencia demasiado íntima con una musa. Con las musas, decíame, hay que conservar cierta distancia, pues en otro caso el beso de la musa se convierte en costumbre doméstica y cotidiana. Prefiero, por consiguiente, hacer el viaje con el pintor Lankes, que le pega a la musa cuando ésta quiere besarlo.

En cuanto al objetivo de nuestro viaje, no hubo discusión alguna. No podía ser otro que Normandía. Queríamos visitar las casamatas entre Caen y Cabourg, ya que allí nos habíamos conocido durante la guerra. La única dificultad consistía en procurarse los visados, pero a éstos no cree Óscar que valga la pena dedicarles una sola palabra.

Lankes es un avaro. Cuanto más derrocha sobre sus telas mal preparadas colores, baratos por demás o inclusive prestados, tanto más se muestra tacaño en materia de dinero, ya sea en papel o amonedado. Jamás compra cigarrillos, lo que no le impide fumar constantemente. Para comprender mejor el carácter sistemático de su avaricia, sépase que, cuando alguien le ofrece un cigarrillo, él se saca del bolsillo izquierdo del pantalón una moneda de diez pfennigs, la expone unos instantes al aire y se la pasa luego al bolsillo derecho, donde, según la hora del día, se junta a una menor cantidad de monedas idénticas. Y como fuma horrores, en un momento de buen humor me reveló que, día con día, llegaba a veces a ahorrarse hasta dos marcos de tabaco.

Ese terreno en ruinas que Lankes se compró hace un año en Wersten lo adquirió o, mejor dicho, empezó por fumárselo con los cigarrillos de sus conocidos, próximos o lejanos.

Así que con ese Lankes me fui a Normandía. Tomamos un tren directo. Lankes hubiera preferido el auto-stop, pero como el que pagaba e invitaba era yo, tuvo que resignarse. De Caen a Cabourg tomamos el autobús. Pasamos entre álamos tras los cuales se extendían prados limitados por setos. Las vacas blancas con manchas pardas daban al paisaje el aspecto de un cartel de propaganda de alguna marca de chocolate con leche. A condición, es claro, de eliminar del papel brillante los destrozos de la guerra, visibles todavía, que marcaban y afeaban todas las aldeas, comprendida la de Bavent, en la que perdiera yo a mi Rosvita.

De Cabourg seguimos a pie por la playa, hacia la desembocadura del Orne. No llovía. Antes de llegar a Le Home, dijo Lankes: —¡Ya llegamos, muchacho! Dame un cigarrillo —y mientras se pasaba la moneda de un bolsillo a otro, su perfil de lobo, proyectado siempre hacia adelante, señalaba una de las casamatas indemnes entre las dunas. Puso en acción sus largos brazos, cogió el morral, el caballete de campo y la docena de bastidores con el izquierdo, cogióme a mí con el derecho y me llevó hacia el cemento. Una maletita y el tambor eran todo el equipo de Óscar.

El tercer día de nuestra estancia en la costa del Atlántico —habíamos vaciado entretanto el interior de la casamata Dora siete de la arena allí acumulada por el viento, eliminando las odiosas huellas de las parejas amorosas en busca de refugio y hecho el local habitable mediante una caja y nuestros sacos de dormir—, Lankes trajo de la playa un soberbio bacalao. Se lo habían dado unos pescadores. Él les había pintado un cuadro de su barca, y ellos le habían endosado el bacalao.

Comoquiera que seguíamos llamando a la casamata Dora siete, nada tiene de particular que, mientras limpiaba el pez, Óscar dedicara sus pensamientos a la señorita Dorotea. El hígado y el bazo del pescado se le escurrieron entre las manos. Le quité las escamas cara al sol, lo que proporcionó a Lankes ocasión para una acuarela improvisada. Estábamos sentados, protegidos del viento, por la casamata. El sol de agosto caía a plomo sobre la cúpula de cemento. Empecé a condimentar el pescado con unos dientes de ajo. El hueco dejado por el bazo, el hígado y los intestinos lo rellené con cebollas, queso y tomillo, pero sin desechar por ello el bazo y el hígado, sino que coloqué antes bien estas dos golosinas en la boca del animal, que abrí sirviéndome de un limón. Lankes husmeaba la región. Con aire de propietario desapareció en Dora cuatro, Dora tres y en otras casamatas más alejadas. Volvió cargado de tablas y con la madera alimentó el fuego.

Durante todo el día mantuvimos el fuego sin mayores trabajos, porque toda la playa estaba erizada de maderos de deriva, ligeros como una pluma y secos, que proyectaban sombras diversas. Puse un fragmento de barandilla, que Lankes había arrancado de una casa abandonada de la playa, sobre las brasas que ya estaban en plena madurez. Froté el pescado con aceite de oliva y lo coloqué sobre la parrilla caliente, previamente aceitada asimismo. Coloqué unos limones sobre el crujiente bacalao y esperé —porque no hay que forzar el pescado— a que llegara lentamente a su punto.

Armamos la mesa con unos baldes vacíos, sobre los que pusimos, en forma que sobresalieran los lados, un cartón alquitranado plegado varias veces. Llevábamos con nosotros tenedores y platos de metal. Para distraer a Lankes —pues cual una gaviota hambrienta daba vueltas alrededor del pescado que se iba cociendo poco a poco— saqué de la casamata mi tambor. Lo asenté en la arena y, de cara al viento y superando el ruido del oleaje y de la pleamar, le fui arrancando con los palillos todo un tema con variaciones: El teatro de Campaña de Bebra visita el frente. Nostalgia cachuba en Normandía. Félix y Kitty, los dos acróbatas, se anudaban y desanudaban sobre la casamata y recitaban cara al viento —igual que estaba tocando Óscar— una poesía cuyo estribillo anunciaba en plena guerra la proximidad de una época feliz y burguesa: «… los viernes el pescado suculento: nos acercamos al Refinamiento», declamaba Kitty con su acento sajón; y Bebra, mi prudente Bebra, el capitán de la Compañía de Propaganda, asentía con la cabeza; y Rosvita, mi Raguna mediterránea, levantaba la cesta de las provisiones y tendía el mantel sobre el cemento de Dora siete; también el cabo. Lankes comía pan blanco, bebía chocolate y se fumaba los cigarrillos del capitán Bebra…

—¡Caramba, Óscar! —gritóme el pintor Lankes, volviéndome a la realidad—, ojalá pudiera yo pintar como tú tocas el tambor; ¡dame un cigarrillo! —dejé el tambor, suministré un cigarrillo a mi compañero de viaje, examiné el pescado y vi que estaba bien: los ojos se le salían, tiernos, blancos y delicados. Lentamente, sin olvidar lugar alguno, exprimí un último limón sobre la piel en parte dorada y en parte agrietada del bacalao.

—¡Tengo hambre! —dijo Lankes. Mostró sus largos dientes, amarillos y puntiagudos, y se golpeó el pecho con ambos puños, lo mismo que un mono, bajo su camisa de cuadros.

—¿Cabeza o cola? —dile a reflexionar, mientras pasaba el pescado a un papel de pergamino que recubría, haciendo las veces de mantel, el cartón alquitranado.

—¿Qué me aconsejas? —preguntó Lankes apagando el cigarrillo y guardándose la colilla.

—En plan de amigo, te diría: toma la cola; pero como cocinero sólo puedo aconsejarte la cabeza. Mi mamá, que fue una comedora de pescado, diría seguramente: Tome usted la cola, señor Lankes, pues con ella sabe usted por lo menos lo que tiene. A mi padre, en cambio, aconsejábale el médico…

—Del médico no quiero saber nada —pronuncióse Lankes, desconfiado.

—El doctor Hollatz solía aconsejar a mi padre que del bacalao, o de la merluza, como la llamamos en casa, sólo comiera la cabeza.

—En ese caso, me quedo con la cola. Tú tratas de engañarme. ¡No faltaba más! —exclamó Lankes, que seguía desconfiando.

—Mejor para mí. A Óscar le gusta la cabeza.

—Entonces, mejor me quedo con la cabeza, si tú la aprecias a tal punto.

—Te complicas la cosa, Lankes —y para poner fin al diálogo—: Toma tú la cabeza y yo me quedo con la cola.

—¡Correcto, muchachito! Te gané, ¿eh?

Óscar admitió que Lankes le había ganado. Sabía de sobra que el pescado sólo podía gustarle si, junto con él, tenía al propio tiempo entre los dientes la seguridad de haberme ganado. Le dije que se las sabía todas, que era un hombre de suerte y un tipo formidable, y la emprendimos con el bacalao.

Él se sirvió la cabeza y yo exprimí el resto del limón sobre la carne blanca y que se deshacía de la cola, de la que se iban desprendiendo los pedacitos de ajo, tiernos como mantequilla.

Lankes, con espinas entre los dientes, no nos quitaba el ojo, ni a mí ni al pedazo de la cola: —A ver, déjame probar un poquito de tu cola —consentí, la probó, y siguió sin saber a qué atenerse, hasta que Óscar probó a su vez la cabeza y le aseguró una vez más que, como siempre, se había llevado lo mejor.

Con el pescado bebimos un Burdeos tinto, lo que lamenté, porque más me hubiera gustado tener un vino blanco en nuestras tazas de café. Pero Lankes me quitó el pesar, contándome que en sus tiempos de cabo, en Dora siete, siempre estaba bebiendo vino tinto, hasta que empezó la invasión: —¡Mi madre! ¡Cómo estábamos, cuando empezó la cosa! Kowalski, Scherbach y el pequeño Leuthold, que ahora yacen atrás de Cabourg en el mismo cementerio, ni siquiera se dieron cuenta que empezaba. Allí, por Arromanches, los ingleses, y aquí en nuestro sector montones y montones de canadienses. No acabábamos de ponernos los tirantes y ya estaban aquí, diciendo: How are you?

Y luego, agitando el tenedor en el aire y escupiendo las espinas: —Figúrate que hoy he visto en Cabourg nada menos que a Herzog, aquel loco que tú ya conoces de vuestra visita de inspección. Entonces era primer teniente.

Por supuesto que Óscar se acordaba perfectamente del teniente Herzog. Por encima del pescado, Lankes me contó que Herzog volvía cada año a Cabourg, llevando una serie de mapas e instrumentos de medición, porque las casamatas no le dejaban conciliar el sueño. Iba a pasar también por allí, por Dora siete, para tomar medidas.

Mientras estábamos todavía en el pescado —que iba mostrando poco a poco sus gruesas espinas— vino el primer teniente Herzog. Llevaba unos zapatos de tenis y un pantalón corto color caqui, que dejaba ver sus robustas pantorrillas; de la camisa de lino desabrochada le salía un vello entre gris y castaño. Naturalmente, permanecimos sentados. Lankes me presentó como su amigo y compañero Óscar, y decía Herzog: teniente en reserva.

El teniente en reserva empezó en seguida a inspeccionar a Dora siete, pero empezó por la parte de fuera del cemento, lo que Lankes le permitió. Llenaba unos cuadros y llevaba también colgando unos prismáticos, con los que importunaba el paisaje y la pleamar. Acarició las aspilleras de Dora seis, junto a nosotros, con tanta ternura como si quisiera dar gusto a una mujer. Cuando se disponía ya a entrar en Dora siete, nuestra casita de vacaciones, Lankes se lo prohibió: —¡Hombre, Herzog, no entiendo qué es lo que anda usted buscando aquí en el cemento! ¡Lo que entonces fue actual hace ya tiempo que es passé!

Passé es una de las palabras favoritas de Lankes. Para él, el mundo se divide en actual y passé. Pero el teniente en reserva consideraba que nada es passé, que la cuenta no estaba saldada todavía, que más adelante y siempre hay que volver a responsabilizarse ante la Historia, y que ahora él quería examinar a Dora siete por dentro: —¿Enterados, Lankes?

Ya proyectaba Herzog su sombra sobre nuestra mesa y nuestro pescado. Pretendía pasarnos por alto e introducirse en aquella casamata en cuyo dintel unos adornos de cemento seguían revelando la mano creadora del cabo Lankes.

Herzog no llegó hasta la mesa. Desde abajo, con el tenedor en el puño pero sin servirse de él, Lankes agarró al teniente en reserva Herzog y lo tumbó en la arena de la playa. Sacudiendo la cabeza y lamentando la interrupción de nuestro banquete de pescado, Lankes se levantó, agarró con la izquierda la camisa de lino del teniente a la altura del pecho, lo arrastró a un lado, dejando en la arena una huella regular, y lo arrojó de la duna, de modo que ya no podíamos verlo, aunque lo oyéramos. Herzog recogió sus instrumentos de medición, que Lankes le había echado encima, y se alejó jurando y conjurando a todos aquellos espíritus de la Historia que Lankes acababa de designar como passé.

—Después de todo, tampoco anda tan desencaminado ese Herzog, aunque la falte un tornillo; porque si en aquella ocasión no hubiéramos estado tan borrachos, cuando empezó la cosa, quién sabe lo que habría sido de aquellos canadienses.

Ni hice sino asentir con la cabeza, porque no más lejos que el día anterior había encontrado entre las conchas, al bajar la marea, el botón de un uniforme canadiense. Óscar se guardó dicho botón en la cartera, y estaba tan contento con él como si hubiera hallado alguna rara moneda etrusca.

La visita del teniente Herzog, por breve que hubiese sido, avivó los recuerdos: —¿Te acuerdas todavía, Lankes, cuando con el Teatro de Campaña vinimos a inspeccionar vuestro cemento? Estábamos almorzando sobre la casamata y corría un vientecillo como el de hoy y, de repente, salieron seis o siete monjas buscando cangrejos entre los espárragos rommelones, y tú, por orden de Herzog, tuviste que despejar la playa, echando mano de una mortífera ametralladora.

Lankes se acordaba, chupaba las espinas y se sabía hasta los nombres; mencionó a sor Escolástica y a sor Agneta y me describió a la novicia: una carita sonrosada, con mucho negro alrededor. Tan a lo vivo la pintó, que su imagen, si bien no llegó a eliminar por completo aquélla de mi Dorotea terrenal que tengo siempre presente en el espíritu, alcanzó a recubrirla en parte. Y este sentimiento se reforzó más todavía cuando unos minutos después de la descripción vimos flotar sobre las dunas viniendo de Cabourg a una monjita inconfundiblemente sonrosada, con mucho negro alrededor. El hecho ya no me sorprendió tanto como para atribuirlo a un milagro.

Llevaba abierto un paraguas negro, como los que usan los señores de cierta edad para protegerse del sol. Sobre sus ojos se combaba una visera de celuloide de un verde intenso, parecida a la protección ocular utilizada por la gente del cine en Hollywood. Desde las dunas la llamaban. Parecía haber otras monjas en el paraje. —¡Agneta, sor Agneta! —llamaban—. ¿Dónde estás?

Y sor Agneta, por encima de nuestras espinas de bacalao cada vez más visibles, respondía: —¡Aquí, madre Escolástica! ¡Aquí, al abrigo del viento!

Lankes sonreía irónicamente y movía complacido su cráneo de lobo, como si aquella movilización católica la hubiera encargado él de antemano, como si nada hubiera que pudiese sorprenderlo.

La monjita nos percibió y se detuvo del lado izquierdo de la casamata. Su carita sonrosada, en la que había dos orificios nasales perfectamente circulares, dijo entre unos dientes algo saltones, pero por lo demás impecables: —¡Oh!

Lankes volvió el cuello y la cabeza, pero sin mover el torso: —Conque, ¿de paseo, hermana?

La respuesta no se hizo esperar: —Todos los años venimos una vez al mar. Pero ésta es la primera vez que lo veo. ¡Qué grande es!

Esto no había manera de negarlo. Y hasta la fecha esa descripción del mar sigue pareciéndome la única descripción adecuada.

Lankes se sintió hospitalario, picó algo de mi porción y se lo ofreció: —¿Quiere probar un bocadito de pescado, hermana? Está caliente todavía.

La soltura de su francés me sorprendió, y Óscar se aventuró asimismo a servirse del idioma extranjero: —No se preocupe, hermana. Hoy es viernes.

Pero ni esta alusión a la severa regla monástica logró decidir a la muchacha, que se disimulaba hábilmente bajo el hábito, a participar de nuestra comida.

—¿Viven ustedes siempre aquí? —le hizo preguntar su curiosidad. Encontró nuestra casamata bonita y un tanto extravagante. Pero en esto introdujéronse por desgracia en el cuadro, arriba de las dunas, la madre superiora y otras cinco monjas con paraguas y viseras verdes de reporteros. Agneta se fue corriendo y, por lo que pude comprobar de la verborrea rizada por el viento del Este, la reprendieron severamente y la colocaron en la fila.

Lankes soñaba. Estaba mordiendo el tenedor por el mango, miraba fijamente el grupo que flotaba sobre la duna y decía: —Eso no son monjas: son veleros.

—Los veleros son blancos —sugerí.

—Éstos son negros —¡con Lankes no se podía discutir!—. La de la extrema izquierda es el barco almirante. Y Agneta, la corbeta ligera. Viento favorable: formación en columna, del foque al codaste, el palo de mesana, el mayor, el foque, las velas a todo trapo, proa al horizonte, hacia Inglaterra. Imagínate: de madrugada despiertan los tommies, miran por la ventana y, ¿qué ven?: veinticinco mil monjas empavesadas hasta los juanetes, y ¡zas! la primera andanada…

—¡Una nueva guerra de religión! —completé—. El barco almirante debería llamarse María Estuardo, o De Valera o, mejor aún, Donjuán. Una nueva Armada, más móvil, se venga de Trafalgar. «¡Mueran los puritanos!», gritaríamos, y esta vez los ingleses no tendrían a un Nelson en reserva. La invasión podía empezar: ¡Inglaterra ha dejado de ser una isla!

A Lankes la conversación se le hizo demasiado política. —Ahora avanzan a todo vapor las monjas —anunció.

—A toda vela —rectifiqué.

Fuese a todo vapor o a toda vela, es el caso que se alejaban en dirección de Cabourg. Protegíanse del sol con sus paraguas. Una sola se mantenía rezagada, agachábase a cada paso, levantaba algo y a continuación lo dejaba caer. En cuanto al resto de la flota —para no salimos de la imagen—, iba dando bandazos hacia las ruinas incendiadas del Hotel de la Playa.

—Ésa no ha logrado levar el ancla, o tiene averiado el timón —dijo Lankes, insistiendo en los términos náuticos—. ¿No será la corbeta ligera, sor Agneta?

Fuese corbeta o fragata, es el caso que era efectivamente la novicia Agneta la que se nos acercaba recogiendo conchas o desechándolas.

—¿Qué anda usted recogiendo ahí, hermana? —preguntó Lankes, por más que podía verlo perfectamente.

—¡Conchas! —dijo la otra, con mucho retintín, y volvió a agacharse.

—¿Cómo la dejan? Son bienes terrenales.

Acudí en apoyo de la novicia Agneta: —Estás equivocado, Lankes. Las conchas no son nunca bienes terrenales.

—Entonces serán bienes mostrencos, pero bienes, de todos modos, y las monjas no pueden tener nada. Pobreza, pobreza y más pobreza. ¿Verdad, hermana?

Sor Agneta sonrió mostrando sus dientes saltones: —Sólo recojo unas cuantas. Son para nuestro jardín de infancia. ¡A los niños les gusta tanto jugar con ellas! Los pobres todavía no conocen el mar.

Agneta se encontraba frente a la entrada de la casamata y lanzó al interior una mirada de monja.

—¿Qué le parece la casita? —pregunté yo, para que se fuera familiarizando con nosotros. Lankes fue más directo: —Entre usted a verla. ¡Mirar no cuesta nada, hermana!

La interpelada escarbaba con sus zapatos puntiagudos bajo la espesa tela. Levantaba inclusive algo de arena, con la que el viento salpicaba nuestro pescado. Algo más insegura, y ya con ojos visiblemente morenos, nos examinó a los dos y nuestra mesa. —Seguramente no es correcto —dijo, como para provocar nuestra réplica.

—¡Eso faltaba, hermana! —Lankes barrió con todos los obstáculos y se levantó—. La casamata tiene una vista magnífica. A través de las aspilleras se ve la playa en toda su extensión.

La otra seguía vacilando y tenía ya posiblemente los zapatos llenos de arena. Lankes tendió la mano en dirección de la entrada de la casamata. Sus adornos de cemento proyectaban fuertes sombras ornamentales. —Además, está muy limpio.

Tal vez fuera el gesto de invitación del pintor el que llevó a la monja al interior de la casamata. —Pero un minuto nada más —dijo, tajante. Y se metió en seguida, precediendo a Lankes. Éste se frotó las manos en los pantalones —típico movimiento de pintor— y, antes de desaparecer, me conminó: —¡Cuidado con comerte mi pescado!

Pero Óscar estaba ya harto de pescado. Me aparté de la mesa y me quedé expuesto al viento removedor de arena y a los ruidos exagerados de la marea incesante. Con el pie atraje hacia mí el tambor y me puse a tocarlo, buscando liberarme de todo aquel paisaje de cemento, de aquel mundo de casamatas y de aquella verdura rommelona.

Primero, y con poco éxito, probé con el amor. También yo había amado a una hermana de la caridad. No tanto monja como enfermera. Vivía en el piso de los Zeidler tras una puerta de cristal esmerilado. Era bellísima, aunque no logré verla. Una alfombra de coco se interponía entre nosotros. El corredor de los Zeidler estaba demasiado oscuro. Así pues, sentía más las fibras de coco que el cuerpo de mi Dorotea.

Al desembocar este tema tan bruscamente en la alfombra de coco, traté de resolver rítmicamente mi antiguo amor por María y de plantarlo cual una enredadera contra la pared de cemento. Pero la señorita Dorotea interponíase de nuevo en mi camino hacia María: del mar llegaba un olor a ácido fénico, las gaviotas me hacían señas en uniformes de enfermeras, el sol brillaba como un broche de la Cruz Roja.

En realidad, Óscar se alegró de que interrumpieran su tamboreo. Sor Escolástica, la madre superiora, se presentó de nuevo con sus cinco monjas. El cansancio se reflejaba en sus rostros; la desesperación, en sus paraguas. —¿No ha visto usted a una monjita joven, a una novicia? ¡Tan niña todavía! Es la primera vez que viene al mar. Ha de haberse perdido. ¡Agneta, sor Agneta!

No tuve más remedio que enviar a toda la flotilla ahora con el viento en popa, en dirección de la desembocadura del Orne, hacia Arromanches y Port Winston, donde alguna vez los ingleses habían ganado al mar su puerto artificial. Todas juntas no hubieran cabido en la casamata. Claro que, por espacio de unos instantes, me sentí tentado a obsequiar al pintor Lankes con la sorpresa de aquella visita. Pero en el acto la amistad, el mismo hastío y la malicia me obligaron a un tiempo a tender el pulgar en dirección de la desembocadura del Orne. Las monjas siguieron la indicación de mi pulgar y se fueron convirtiendo sobre la cresta de las dunas en seis agujeros negros y cada vez más diminutos. También el plañidero «¡Agneta, sor Agneta!» íbase convirtiendo cada vez más en soplo, hasta que finalmente se perdió en la arena.

Lankes fue el primero en salir de la casamata. Movimiento típico del pintor: se frotó las manos en las piernas de los pantalones, se repantigó al sol, me pidió un cigarrillo, se lo metió en el bolsillo de la camisa y se precipitó sobre el pescado frío. —Esto da apetito —explicó en forma alusiva, y saqueó la cola que me había correspondido.

—A estas horas debe sentirse desgraciada —le eché en cara a Lankes, recalcando con fruición la palabra desgraciada.

—¿Por qué? No tiene por qué sentirse desgraciada.

Lankes no podía imaginar que su peculiar manera de comportarse pudiera hacer desgraciado a nadie.

—¿Y qué está haciendo ahora? —pregunté, cuando en realidad hubiese querido preguntar otra cosa.

—Está cosiendo —explicó Lankes, accionando con el tenedor—. Se le ha estropeado un poco el hábito y le está dando unas puntadas.

La costurera salió de la casamata. Volvió a abrir inmediatamente el paraguas y musitó apenas, denotando, según me pareció observar, cierto cansancio: —La vista desde dentro es realmente preciosa. Se ve toda la playa, y el mar.

Se quedó mirando los restos de nuestro pescado.

—¿Puedo?

Asentimiento general.

—El aire del mar abre el apetito —añadí, estimulándola, y ella asintió a su vez y, con manos enrojecidas, agrietadas, que hacían sentir las arduas tareas del convento, cogió nuestro pescado, se llevó un pedazo a la boca y comió con aire grave, esforzado y pensativo, como si con el pescado estuviera mascando otra cosa que hubiera saboreado previamente.

La miré bajo la cofia. Había olvidado en la casamata la visera verde de reportero. Unas perlitas de sudor, todas iguales, se le alineaban en la frente lisa que, en su marco blanco almidonado, tenía algo de madona. Lankes me pidió otro cigarrillo, pese a que no se había fumado todavía el anterior. Le lancé la cajetilla entera. Y mientras se metía tres pitillos en el bolsillo de la camisa y se ponía otro entre los labios, sor Agneta giró sobre sí misma, lanzó el paraguas a lo lejos y echó a correr —sólo entonces me di cuenta de que andaba descalza—, remontó la duna y desapareció hacia el oleaje.

—Déjala —pronunció Lankes como un oráculo—. Si vuelve, bien, y si no, también.

Sólo pude aguantarme unos instantes contemplando el cigarrillo del pintor. Trepé a la casamata y examiné la playa que la marea nos había ido acortando.

—¿Qué ves? —me preguntó Lankes.

—Se está desnudando —no consiguió sacarme más detalles—. Probablemente se va a dar un baño para refrescarse.

La cosa se me antojaba peligrosa, a causa de la marea y también porque hacía tan poco que había comido. Estaba ya metida hasta las rodillas, se iba hundiendo cada vez más y enseñaba su espalda redonda. El agua, que a fines de agosto no debía de estar seguramente demasiado caliente, no parecía asustarla: nadaba, nadaba diestramente, ensayaba diversos estilos de natación y cortaba las olas sumergiéndose en ellas.

—¡Déjala que nade y bájate de ahí! —me volví y vi a Lankes tendido, echando humo. La blanca espina del bacalao brillaba al sol y se enseñoreaba de la mesa.

Cuando me descolgué de la casamata, Lankes abrió sus ojos de pintor y dijo: —De aquí va a salir un cuadro fantástico: Marea de monjas, o monjas en pleamar.

—¡Monstruo! —grité—. ¿Y si se ahoga?

Lankes cerró los ojos y dijo: —Entonces el cuadro se llamará: Monjas ahogadas.

—¿Y si vuelve y se te arroja a los pies?

El pintor pronunció su sentencia con los ojos abiertos: —Entonces habrá que llamarla, a ella y al cuadro: Monja caída.

Para él no existían los términos medios: cabeza o cola, ahogada o caída. A mí me quitaba los cigarrillos, al teniente lo había echado de la duna, comía de mi pescado y había enseñado el interior de nuestra casamata a una niña que en realidad estaba consagrada al cielo y, mientras ella seguía nadando en el mar abierto, él, con su pie grosero y abultado, dibujaba imágenes en el aire indicando hasta los formatos y los títulos: Marea de monjas. Monjas en pleamar. Monjas ahogadas. Monja caída. Veinticinco mil monjas. Apaisado: Monjas a la altura de Trafalgar. De pie: Triunfo de las monjas sobre Nelson. Monjas viento en popa. Monjas a toda vela. Monjas al pairo. Negro, mucho negro, blanco exánime y azul sobre hielo: La Invasión, o bien: Místico, Bárbaro, Aburrido —su antiguo título para el cemento de los tiempos de guerra. Y todos estos cuadros, de pie o apaisados, los pintó Lankes al regreso; ejecutó series completas de monjas, halló un marchante entusiasta de los cuadros de monjas, expuso cuarenta y tres de ellos, vendió diecisiete a coleccionistas, industriales y museos, inclusive uno a un americano, y dio lugar a que la crítica lo comparara a él, Lankes, con Picasso. Su éxito me decidió también a mí a buscar la tarjeta de aquel empresario doctor Dösch, porque no era sólo su arte el que clamaba por el pan, sino también el mío. Había llegado el momento de capitalizar las experiencias adquiridas por Óscar, plantado en sus tres años y en su tambor durante la preguerra y la guerra misma, y de cambiar la hojalata por el oro puro y sonante de la posguerra.