Crecimiento en el vagón de mercancías
Todavía me duele. Todavía hace que me eche de cabeza contra la almohada, como ahora. Todavía hace que se me acusen las articulaciones de los pies y las rodillas y me tiene en un puro rechinar, lo que quiere decir que Óscar ha de rechinar los dientes para no oírse rechinar los huesos en las cótilas. Contemplo los diez dedos de mis manos y debo confesarme que están hinchados. Una última prueba sobre el tambor me lo confirma: los dedos de Óscar no sólo están ligeramente hinchados, sino que no sirven de momento para el oficio; los palillos del tambor se le caen de las manos.
Tampoco la pluma quiere sometérseme. Tendré que pedirle a Bruno unas compresas frías. Y luego, con las manos, los pies y las rodillas envueltos de frío y con un trapo en la frente, tendré que equipar a mi enfermero Bruno con papel y un lápiz, porque la pluma no me gusta prestársela. ¿Podrá Bruno escuchar bien? ¿Querrá hacerlo? ¿Corresponderá su narración exactamente a aquel viaje en el vagón de mercancías que empezó el 12 de junio del cuarenta y cinco? Bruno está sentado ante la mesita, debajo del cuadro de las anémonas. Ahora vuelve la cabeza, me muestra eso que llamamos cara y, con los ojos de un animal fabuloso, mira sin verme a mi derecha y a mi izquierda. Y por la manera de atravesarse el lápiz sobre la boca delgada y ácida, pretende simular que está esperando. Pero, aun admitiendo que espere efectivamente mi palabra, la señal para dar comienzo a su narración, sus pensamientos andan volando en torno a sus monigotes de nudos. Él seguirá anudando cordeles, en tanto que la tarea de Óscar consiste en desenredar los intrincados vericuetos de mi prehistoria. A ver, Bruno:
Yo, Bruno Münsterberg, oriundo de Altena en el Sauerland, soltero y sin hijos, soy enfermero de la sección privada de este sanatorio. El señor Matzerath, internado aquí desde hace más de un año, es mi paciente. Tengo todavía otros pacientes, de los que aquí no tengo por qué hablar. El señor Matzerath es mi paciente más inofensivo. Nunca se exalta al punto que yo me vea precisado a llamar a otros enfermeros. Escribe con exceso y toca demasiado el tambor. Con objeto de conceder algún reposo a sus dedos fatigados, me ha rogado hoy que escriba por él y no haga monigotes de nudos. Sin embargo, me he metido algunos cordeles en el bolsillo y, mientras él me dicta, voy a empezar los miembros inferiores de una figura a la que, siguiendo el relato del señor Matzerath, llamaré «El refugiado del este». No será ésta la primera figura que yo saque de las historias de mi paciente. Hasta el presente he anudado a su abuela, a la que llamo «Manzana en cuatro faldas»; a su abuelo el balsero, al que me he atrevido a llamar «Columbus»; a su pobre mamá convertida por obra de mis cordeles en «La bella devoradora de pescado»; a sus dos padres Matzerath y Jan Bronski, de quienes tengo una figura que llamo «Los dos jugadores de skat», y he puesto asimismo en cordeles la espalda rica en cicatrices de su amigo Heriberto Truczinski, llamando al relieve «Trayecto irregular». He formado también, nudo tras nudo, algunos edificios, tales como el Correo polaco, la Torre de la Ciudad, el Teatro Municipal, el pasaje del Arsenal, el Museo de la Marina, la verdulería de Gref f, la Escuela Pestalozzi, el balneario de Brösen, la iglesia del Sagrado Corazón, el Café de las Cuatro Estaciones, la fábrica de chocolate Baltic, unas cuantas casamatas del Muro del Atlántico, la Torre Eiffel de París, la Estación de Stettin en Berlín, la catedral de Reims y, por descontado, el inmueble de pisos en el que el señor Matzerath vio la luz de este mundo. Las verjas y las lápidas de los cementerios de Saspe y Brenntau han ofrecido sus ornamentos a mis cordeles; he dejado correr, lazo tras lazo, el Vístula y el Sena y romperse contra costas de cordeles las olas del Báltico y el fragor del Atlántico; he transformado cordeles en campos de patatas cachubas y en prados de Normandía, y he poblado los paisajes así formados, a los que llamo simplemente «Europa», con grupos de figuras por el estilo de: Los defensores del Correo, Los negociantes en ultramarinos, Hombres sobre la tribuna, Hombres ante la tribuna, Escolares con cucuruchos, Conserjes de museo moribundo, Adolescentes criminales en preparativos navideños, Caballería polaca con arreboles a la espalda, Las hormigas hacen historia, El Teatro de Campaña actúa para suboficiales y tropa, Hombres de pie desinfectando a hombres tendidos en el campamento de Treblinka. Y ahora empiezo con la figura del Refugiado del este, que hoy probablemente se convertirá en un Grupo de refugiados del este.
El señor Matzerath salió de Danzig, que entonces se llamaba ya Gdansk, el doce de junio del cuarenta y cinco, aproximadamente a las once de la mañana. Le acompañaban la viuda María Matzerath, a la que mi paciente designa como su otrora amante, y Kurt Matzerath, hijo presunto de mi paciente. Además parecen haberse hallado en el vagón otras treinta y dos personas, entre ellas cuatro monjas franciscanas con sus hábitos y una muchacha con un pañuelo en la cabeza, en la que el señor Óscar Matzerath pretende haber reconocido a una tal Lucía Rennwand. En respuesta a algunas preguntas más, sin embargo, mi paciente admite que aquella muchacha se llamaba Regina Raeck, pese a lo cual él sigue hablando de una cara triangular innominada de raposa, que luego vuelve a llamar por su nombre, gritando Lucía; lo que, con todo no me impide que yo inscriba aquí a dicha muchacha como señorita Regina. Regina Raeck viajaba con sus padres, sus abuelos y un tío enfermo, el cual, además de su familia, llevaba consigo hacia el oeste un cáncer maligno de estómago, hablaba con profusión y se presentó, inmediatamente después de la salida, como antiguo socialdemócrata.
Por lo que mi paciente recuerda, hasta Gdynia, que por espacio de cuatro años y medio se había llamado Gotenhafen, el viaje transcurrió sin incidentes. Parece ser que dos mujeres de Oliva, algunos niños y un señor de cierta edad procedente de Langfuhr lloraron hasta poco después de Zoppot, en tanto que las monjas se entregaban a sus rezos.
En Gdynia tenía el tren cinco horas de parada. Se agregaron al vagón dos mujeres con seis niños. El socialdemócrata se puso a protestar, porque estaba enfermo y porque, como socialdemócrata de antes de la guerra, exigía un trato preferente. Pero el oficial polaco que dirigía el convoy lo abofeteó, porque se resistía a hacer sitio, y le dio a entender en perfecto alemán que no sabía lo que significaba eso de socialdemócrata. Durante la guerra, dijo, había tenido que servir en distintos lugares de Alemania, sin que nunca hubiera llegado a sus oídos esa palabreja de socialdemócrata. El socialdemócrata enfermo no tuvo ocasión de explicar al oficial polaco el sentido, la esencia y la historia del Partido Socialdemócrata, porque el oficial polaco dejó el vagón, corrió las puertas y las cerró por fuera.
Olvidé decir que toda la gente estaba sentada o tirada sobre la paja. Al partir el tren, al anochecer, algunas mujeres gritaron: —Volvemos a Danzig— pero esto era un error. Lo que pasó es que el tren maniobró y salió luego hacia el oeste en dirección de Stolp. Parece ser que el viaje hasta Stolp duró cuatro días, porque el tren era detenido constantemente en pleno campo por antiguos guerrilleros y por bandas de adolescentes. Los jóvenes abrían las puertas corredizas, dejaban entrar algo de aire y fresco y, con el aire viciado, se llevaban de los vagones una parte del equipaje. Cada vez que los adolescentes abrían las puertas del vagón del señor Matzerath, las cuatro monjas se ponían de pie y levantaban en alto los crucifijos que les colgaban de los hábitos. Estos crucifijos causaban gran impresión a los muchachos. Antes de echar al andén las mochilas y las maletas de los pasajeros, se santiguaban.
Cuando el socialdemócrata tendió a los muchachos un papel en el que en Danzig o Gdansk las autoridades polacas atestiguaban que había sido cotizante del Partido Socialdemócrata desde el treinta y uno hasta el treinta y siete, los muchachos no se santiguaron, sino que le arrancaron el papel de los dedos y le quitaron sus dos maletas y la mochila de su mujer; lo mismo aquel elegante abrigo de cuadros grandes, sobre el que el socialdemócrata se acostaba, y que dejó el tren en busca del aire fresco de Pomerania.
Y sin embargo, el señor Matzerath afirma que los muchachos les causaron una impresión favorable de disciplina. Esto lo atribuye él a la influencia de su jefe, el cual, pese a su juventud —apenas dieciséis abriles—, acentuaba ya su personalidad y le recordó en seguida, en forma dolorosa y placentera a la vez, al jefe de la banda de los Curtidores, el mentado Störtebeker.
Cuando aquel joven tan parecido a Störtebeker quiso arrebatarle de las manos a la señora María Matzerath la mochila y acabó efectivamente arrebatándosela, el señor Matzerath logró sustraer en el último momento el álbum de fotos de la familia que afortunadamente quedaba arriba de todo. Al principio el jefe de la banda iba a montar en cólera, pero cuando mi paciente abrió el álbum y le mostró una foto de su abuela Koljaiczek, el otro, pensando probablemente en su propia abuela, dejó caer la mochila de la señora María, se llevó dos dedos a su gorra cuadrada, saludó a la familia Matzerath con un «¡Do widzenia!», y, tomando en lugar de la mochila de los Matzerath las maletas de otros viajeros, dejó con su gente el vagón.
En la mochila que gracias al álbum de fotos permaneció en posesión de la familia Matzerath había, aparte de algunas piezas de ropa interior, los libros comerciales y los comprobantes del impuesto de ventas del negocio de ultramarinos, las libretas de ahorro y un collar de rubíes que había pertenecido en su tiempo a la mamá del señor Matzerath y que mi paciente había escondido en uno de los paquetes de desinfectantes. También aquel texto de enseñanza, formado por mitades de extractos de Rasputín y de escritos de Goethe, iba camino del oeste.
Mi paciente asegura que durante todo el viaje tuvo la mayor parte del tiempo sobre las rodillas el álbum de fotos y, de vez en cuando, el texto; que los iba hojeando, y que los dos libros le proporcionaron, no obstante sus violentos dolores en los miembros, muchas horas de placer y de meditación.
Igualmente declara mi paciente que el continuo traqueteo y las continuas sacudidas, el paso de agujas y cruces de vías y el estar metido sobre el eje delantero del vagón de mercancías en vibración constante había fomentado su crecimiento. Que ahora éste ya no se producía en el sentido de lo ancho, como antes, sino en el de lo largo. Las articulaciones hinchadas, pero no inflamadas, se fueron deshinchando. Inclusive sus orejas, su nariz y sus órganos genitales, según lo entiendo, hubieron de crecer bajo el efecto de las sacudidas del vagón de mercancías. Mientras el tren corría, el señor Matzerath no sufría dolores. Y sólo cuando tenía que parar para recibir nuevas visitas de guerrilleros y bandas de adolescentes, dice mi paciente haber experimentado dolores punzantes o lacerantes que contrarrestaba, como ya se dijo, con el lenitivo del álbum de fotos.
Parece ser que, además del Störtebeker polaco, se interesaron también por el álbum otros varios bandidos adolescentes, y hasta un guerrillero de cierta edad. Éste último acabó inclusive por sentarse, encendió un cigarrillo y hojeó pensativamente el álbum sin saltarse un solo rectángulo. Empezó con el retrato del abuelo Koljaiczek y fue siguiendo el ascenso profusamente ilustrado de la familia, hasta aquellas instantáneas que muestran a la señora Matzerath con su hijito Kurt de uno, dos, tres y cuatro años. Al contemplar algunos de los idilios familiares, mi paciente le vio inclusive sonreírse. Sólo le molestaron algunas insignias del Partido, fáciles de identificar en los trajes del difunto señor Matzerath y en las solapas del señor Ehlers, que había sido jefe local de campesinos en Ramkau y había tomado por esposa a la viuda del defensor del edificio del Correo Jan Bronski. Mi paciente pretende haber raspado de las fotos con la punta de su cuchillo, a la vista de aquel individuo crítico y para su satisfacción, las insignias del Partido.
Este guerrillero —como acaba de enseñármelo el señor Matzerath— hubo de ser un verdadero guerrillero, en contraste con muchos otros que no lo fueron. Porque, según se ve, los guerrilleros no son guerrilleros ocasionales, sino guerrilleros constantes y permanentes, que ayudan a subir a gobiernos derrocados y derrocan a gobiernos que han subido precisamente con la ayuda de los guerrilleros. Los guerrilleros incorregibles, los que toman las armas contra sí mismos son, entre todos los fanáticos dedicados a la política, según la tesis del señor Matzerath —y aquí es donde trataba justamente de ilustrarme—, los más dotados artísticamente, porque abandonan inmediatamente lo que acaban de crear.
Algo parecido podría yo decir de mí mismo, porque, ¿no me ocurre acaso con frecuencia destruir de un puñetazo mis figuras de nudos apenas fijadas por el yeso? Pienso ahora especialmente en el encargo que me hizo hace algunos meses mi paciente de que anudara con simples cordeles al curandero Rasputín y al príncipe de los poetas Goethe en una sola persona que, a petición de mi paciente, había de tener un extraordinario parecido con él mismo. Ya he perdido la cuenta de los kilómetros de cordel que habré anudado para acoplar en un solo nudo estas dos figuras extremas. Pero, al igual que aquel guerrillero de quien el señor Matzerath me hace el elogio, permanezco indeciso a insatisfecho: lo que anudo con la derecha lo desanudo con la izquierda, lo que crea mi izquierda lo destruye de un puñetazo mi derecha.
Pero tampoco el señor Matzerath logra llevar en línea recta su relato. Porque, prescindiendo de las cuatro monjas, a las que lo mismo designa como franciscanas que como vicentinas, está eso de la muchacha con dos nombres y una presunta cara triangular de raposa, que viene siempre a desquiciar la cosa, y en realidad tendría que obligarme, como narrador, a dar dos o más versiones de aquel viaje hacia el oeste. Mas como esto no entra en mis atribuciones, habré de atenerme al socialdemócrata, que en todo el trayecto no cambió de cara y que hasta poco antes de llegar a Stolp no se cansó de repetir una y otra vez a todos sus compañeros de viaje, según asevera mi paciente, que él mismo había sido hasta el año treinta y siete una especie de guerrillero y, fijando pasquines, había puesto en juego su salud y sacrificado su tiempo libre, porque pretendía haber sido uno de los raros socialdemócratas que fijaron pasquines aun en tiempo de lluvia.
Eso fue por lo visto lo que dijo cuando, poco antes de llegar a Stolp, el transporte fue detenido por enésima vez, porque una de Jas bandas de adolescentes anunciaba su visita. Como apenas quedaba ya equipaje, los muchachos empezaron a quitarles la ropa a los viajeros. Afortunadamente tuvieron el buen sentido de limitarse a las prendas exteriores de los caballeros. Pero el socialdemócrata no acertaba a comprender la razón de tal proceder y era de opinión que un sastre hábil podría confeccionar con los vastos hábitos de las monjas varios excelentes vestidos. El socialdemócrata era ateo, y lo proclamaba con profunda convicción. Por el contrario, los jóvenes bandidos creían, sin proclamarlo con la misma convicción, en la iglesia fuera de la cual no hay salvación posible, y no querían los abundantes tejidos de lana de las monjas sino el traje recto y ligero del ateo. Y viendo que éste no quería quitarse la chaqueta, el chaleco ni los pantalones, sino que empezó a relatar una vez más su breve pero brillante carrera de fijador de pasquines socialdemócrata, y comoquiera, además, que no paraba de hablar y oponía resistencia a que lo desvistieran, una de las botas de la antigua Wehrmacht le dio una patada en el estómago.
El socialdemócrata se puso a vomitar en forma violenta y prolongada, acabando por echar sangre. En esta ocupación descuidó totalmente su traje, de modo que los muchachos perdieron el interés por aquella tela sucia, sin duda, pero que un buen lavado químico podía aún regenerar. Renunciaron pues a la ropa exterior de los hombres, pero despojaron en cambio a la señora María Matzerath de una blusa de seda azul celeste, y a aquella muchacha que no se llamaba Lucía Rennwand, sino Regina Raeck, le quitaron asimismo la chaqueta de punto a la Berchtesgaden. Luego corrieron la puerta del vagón, pero no por compleeto, y el tren partió, mientras el socialdemócrata empezaba a morirse.
Unos dos o tres kilómetros antes de llegar a Stolp, el transporte fue pasado a una desviación en la que permaneció toda la noche. La noche era estrellada y clara, pero, según parece, fresca para el mes de junio.
Aquella noche —según cuenta el señor Matzerath—, blasfemando en voz alta y en forma indecente, exhortando a la clase trabajadora a la lucha, dando vivas a la libertad como los que se oyen en las películas y presa finalmente de un ataque de vómito que horrorizó al vagón, murió aquel socialdemócrata tan pagado de su traje recto.
No hubo ningún grito, dice mi paciente. En el vagón se hizo un silencio persistente. Sólo a la señora María Matzerath le castañeteaban los dientes, porque tenía frío sin la blusa y había cubierto, con la poca ropa blanca que les quedaba, a su hijo Kurt y al señor Óscar. Hacia la madrugada, dos monjas animosas aprovecharon la circunstancia de estar abierta la puerta del vagón para limpiarlo y echar afuera la paja mojada y los excrementos de los niños y los adultos, así como el vómito del socialdemócrata.
En Stolp el vagón fue inspeccionado por unos oficiales polacos. Al propio tiempo se distribuyó una sopa caliente y una bebida parecida al café de malta. El cadáver del vagón del señor Matzerath fue confiscado para evitar el peligro de epidemia, y unos enfermeros se lo llevaron sobre una tabla de andamio. A petición de las monjas, un oficial superior permitió que los familiares le dedicaran una breve oración. Permitieron también que se le quitaran al muerto los zapatos, los calcetines y la ropa. Durante el acto del desvestimiento —luego el cadáver fue cubierto sobre la tabla con sacos de cemento vacíos—, mi paciente observó a la sobrina del desvestido. Nuevamente, con una mezcla de repulsión violenta y de fascinación, le recordó la muchacha, aunque se llamara Raeck, a aquella Lucía Rennwand que yo modelé con cordeles anudados y a la que, en esa figura, llamo Comedora de emparedados de salchicha. Cierto que la muchacha del vagón no se puso, a la vista del tío despojado, a devorar ningún emparedado de salchicha con pellejo y todo, sino que más bien participó en el pillaje; heredó el chaleco de su tío, en sustitución de la chaqueta de punto que le habían quitado, y sacó un espejito para contemplarse en su nuevo atavío, que no le quedaba tan mal. En esto se funda justamente el pánico que hasta la fecha siente mi paciente, porque parece ser que con el espejo le captó a él y a su yacija, los reflejó y lo observó lisa y fríamente a él con aquellos ojos que eran como una raya en un triángulo.
El viaje de Stolp a Stettin duró dos días. Claro que hubo todavía bastantes paradas involuntarias y las visitas que ya se iban haciendo habituales de aquellos adolescentes equipados con cuchillos de paracaidistas y pistolas ametralladoras, pero las visitas se fueron haciendo cada vez más breves, porque ya apenas quedaba nada que sacar a los viajeros.
Mi paciente asevera que durante el viaje de Danzig-Gdansk a Stettin, o sea en el curso de una semana, creció nueve centímetros, si es que no fueron diez. Parece que se le alargaron sobre todo los muslos y las piernas, mientras que el tórax y la cabeza se mantuvieron casi iguales. En cambio, a pesar de que durante el viaje el paciente estuviera tendido sobre la espalda, no fue posible evitar el crecimiento de una joroba desplazada ligeramente hacia la izquierda. Admite asimismo el señor Matzerath que, después de Stettin —estando ya el transporte a cargo de personal de los ferrocarriles alemanes—, los dolores le aumentaron y que ya no le era posible calmarlos con la simple vista del álbum familiar. Tuvo que chillar varias veces en forma persistente, pero sus chillidos no ocasionaron daño alguno en los cristales de ninguna estación [Matzerath: mi voz había perdido todo poder vitricida], deparándole sólo en cambio la solicitud de las cuatro monjas que no cesaban de rezar.
Una buena mitad de los compañeros de viaje, entre ellos los familiares del difunto socialdemócrata, con la señorita Regina, dejaron el transporte en Schwerin. El señor Matzerath lo sintió mucho, porque la vista de aquella muchacha se le había hecho tan familiar y necesaria que, después que se hubo ido, le sobrevinieron unos violentos ataques convulsivos acompañados de mucha fiebre. Conforme a las manifestaciones de la señora María Matzerath, parece ser que mi paciente llamaba con desesperación a Lucía, se designaba a sí mismo cual animal fabuloso y unicornio y manifestaba miedo y deseos a la vez de saltar desde un trampolín de diez metros.
En Lüneburg internaron al señor Óscar Matzerath en un hospital. Allí conoció durante la fiebre a algunas enfermeras, pero fue trasladado poco después a la Clínica Universitaria de Hannover. Allí lograron reducir su fiebre. A la señora María Matzerath y a su hijito Kurt el señor Matzerath sólo los veía poco, y no volvió a verlos diariamente hasta que ella encontró un puesto de auxiliar en el hospital. Pero como no había alojamiento en la clínica o en las cercanías de ésta para la señora María y el pequeño Kurt, y como también la vida en el campo de refugiados se hacía cada vez más insoportable —la señora María tenía que echarse diariamente tres horas de viaje en trenes repletos, a veces incluso en el estribo: a tal punto distaban una de otro la clínica y el campo—, consintieron los médicos, a pesar de todos sus reparos, en el traslado del paciente a los hospitales municipales de Düsseldorf, habida cuenta sobre todo de que la señora María podía exhibir un permiso de inmigración. Su hermana Gusta, que durante la guerra se había casado con un camarero que tenía allí su residencia, puso a disposición de la señora Matzerath uno de los cuartos de su piso de dos y medio, ya que el camarero no necesitaba lugar alguno, pues había sido hecho prisionero en Rusia.
El alojamiento quedaba bien situado. Desde él podían alcanzarse cómodamente y sin necesidad de hacer transbordos, con todos los tranvías aue iban desde la estación de Bilk en dirección de Wersten y Benrath, los hospitales municipales.
El señor Matzerath estuvo hospitalizado allí desde agosto del cuarenta y cinco hasta mayo del cuarenta y seis. Lleva ya más de una hora hablándome de varias enfermeras a la vez. Son ellas las señoritas Mónica, Helmtrud, Walburga, Use y Gertrudis. Recuerda una enormidad de chismes del hospital y atribuye a los detalles de las vidas de las enfermeras y a los uniformes de las mismas una importancia desmesurada. No dice ni una palabra de la alimentación, que según yo recuerdo era miserable en aquella época, ni de la mala calefacción de las habitaciones. Para él no hay más que enfermeras, historias de enfermeras, ambiente, de un aburrimiento mortal, de enfermeras. Que si se susurraba y se decía confidencialmente, que si la señorita Use le había dicho a la enfermera jefe, que si la enfermera jefe se había atrevido a registrar poco después del descanso de mediodía los alojamientos de las alumnas enfermeras, que si había desaparecido algo y se sospechaba injustamente de una enfermera de Dortmund —creo haberle oído decir que una señorita Gertrudis. Cuenta también, con todo lujo de detalles, historias de jóvenes médicos que sólo querían obtener de las enfermeras cupones de cigarrillos. Encuentra digna de mención la investigación hecha en torno a un aborto que una practicante de laboratorio, no una enfermera, había practicado consigo misma o con la ayuda de un médico asistente. No me explico cómo mi paciente puede derrochar su ingenio en semejantes necedades.
El señor Matzerath me ruega ahora que lo describa. Me pliego de buena gana a este deseo y omito una porción de esas historias que, por tratarse de enfermeras, él describe profusamente y adorna con palabras pomposas.
Mi paciente mide un metro y veintiún centímetros. Lleva su cabeza, excesivamente gruesa para personas de talla normal, entre sus hombros sobre un cuello francamente raquítico. El tórax y la espalda, que hay que designar como joroba, sobresalen. Tiene unos ojos azules brillantes, inteligentes y móviles que a veces se le dilatan con entusiasmo. Su pelo castaño oscuro, ligeramente ondulado, es espeso. Le agrada mostrar sus brazos, robustos en relación con el resto del cuerpo, y las que él mismo llama sus bellas roanos. En particular cuando toca el tambor —lo que la dirección del establecimiento le permite de tres a cuatro horas diarias—, sus dedos dan la impresión de ser independientes y de pertenecer a otro cuerpo. El señor Matzerath se ha enriquecido mucho con discos y sigue ganando dinero todavía con ellos. Los días de visita vienen a verlo personas interesantes. Aun antes de que se instruyera su proceso y antes de que lo internaran con nosotros conocía yo ya su nombre, porque el señor Óscar Matzerath es un artista prominente. Yo personalmente creo en su inocencia y no estoy por consiguiente seguro de si se quedará con nosotros o si lo dejarán salir algún día, de modo que pueda volver a actuar con éxito como antes. Ahora voy a medirlo, aunque ya lo hice hace dos días…
Sin verificar el relato de mi enfermero Bruno, vuelvo a tomar la pluma yo mismo, Óscar.
Bruno acaba de medirme con su metro plegable. Ha dejado el metro sobre mí y, proclamando en voz alta el resultado, ha abandonado mi cuarto. Inclusive ha dejado tirada su labor de nudos, en la que ha trabajado ocultamente mientras yo hacía mi relato. Supongo que va a llamar a la señorita doctora Hornstetter.
Pero antes de que venga la doctora y me confirme lo que Bruno acaba de medir, Óscar dice a ustedes: En el curso de los tres días en que he estado contando a mi enfermero la historia de mi crecimiento he ganado —si a esto se puede llamar ganancia— dos buenos centímetros.
Así pues, Óscar mide de hoy en adelante un metro veintitrés centímetros. Va a contar ahora lo que le pasó después de la guerra, cuando le dieron de alta de los hospitales municipales de Düsseldorf como a un joven que sabía hablar, escribía lentamente, leía con fluidez y, aunque deforme, era en conjunto un hombre sano, a fin de que —como suele siempre suponerse en las altas de los hospitales— pudiera empezar una vida nueva y ya de adulto.