Inspección del cemento, o místico, bárbaro, aburrido

Por espacio de tres largas semanas estuvimos actuando en los venerables cuarteles de la antigua guarnición y ciudad romana de Metz. El mismo programa lo exhibimos durante dos semanas en Nancy. Châlons-sur-Marne nos acogió hospitalariamente por una semana más. En Reims podían admirarse todavía los estragos de la primera guerra mundial. Aquella pétrea casa de fieras que es la catedral de fama universal escupía agua sin cesar, hastiada de la humanidad, sobre los adoquines del empedrado, lo que significa que en Reims llovió día tras día, y aun de noche. En París, en cambio, tuvimos en compensación un septiembre radiante. Del brazo de Rosvita pude pasearme a lo largo de los muelles y cumplir mi décimo aniversario. Aunque yo conociera ya la metrópoli por las tarjetas postales del suboficial Fritz Truczinski, París no me decepcionó en lo más mínimo. Cuando por primera vez Rosvita y yo miramos desde el pie a lo alto de la Torre Eiffel —yo con mis noventa y cuatro centímetros, y ella con sus noventa y nueve—, pudimos darnos cuenta, uno del brazo del otro, de nuestra singularidad y de nuestra grandeza. Nos besamos en plena calle, lo que en París, sin embargo, nada significaba.

¡Oh, señera frecuentación del Arte y la Historia! Cuando visité los Inválidos, llevando siempre del brazo a Rosvita, y recordé al gran emperador, aunque no grande por la talla y por consiguiente tan afín a nosotros, hablé con palabras de Napoleón, y lo mismo que él dijera ante la tumba del segundo Federico, que tampoco era un gigante: «Si éste viviera no estaríamos aquí», así le susurré yo al oído a Rosvita: —Si el Corso viviera todavía, no estaríamos nosotros aquí, ni nos besaríamos bajo los puentes, en los muelles o sur les trottoirs de París.

En el marco de un programa gigante, actuamos en la Sala Pleyel y en el Teatro Sarán Bernhardt. Óscar se acostumbró rápidamente a las características de los escenarios de las grandes ciudades, afinó su repertorio y se adaptó al gusto exigente de las tropas parisienses de ocupación: ya no rompía yo ahora con mi voz simples botellas de cerveza, vulgarmente alemanas, sino floreros y platones selectos, magníficamente torneados y delicados como un soplo, sacados de los castillos franceses. La historia del arte daba un criterio a mi programa. Empezaba con cristalería de la época de Luis XIV y pulverizaba a continuación productos vitreos de la de Luis XV. Con vehemencia, recordando los tiempos de la Revolución, escogía a continuación copas del malhadado Luis XVI y de su acéfala María Antonieta, algo de Luis Felipe y, finalmente, la emprendía contra los productos vitreos de fantasía del estilo francés moderno.

Aun cuando la masa gris campaña del patio de butacas y de los palcos no estuviera en condiciones de seguir el curso histórico de mis ejecuciones y sólo aplaudiera los destrozos como tales destrozos, no faltaba de vez en cuando algún oficial de estado mayor o algún periodista del Reich que, además del destrozo, aplaudiera también mi sentido de lo histórico. En una ocasión, después de una sesión de gala en la Comandancia, fuimos presentados a un tipo uniformado que resultó ser un erudito y me dijo cosas muy halagüeñas a propósito de mi arte. Particular agradecimiento guarda Óscar al corresponsal de uno de los grandes cotidianos del Reich que residía en la ciudad del Sena y se reveló como especialista en cuestiones francesas, el cual me llamó discretamente la atención sobre algunas fallas, por no llamarlas incoherencias estilísticas, de mi programa.

Permanecimos en París todo aquel invierno. Nos alojaban en hoteles de primera clase, y no quiero pasar por alto que, a mi lado y a todo lo largo del invierno, Rosvita tuvo en todo momento ocasión de comprobar y confirmar las excelencias de las camas francesas. ¿Era Óscar feliz en París? ¿Había olvidado a sus seres queridos, a María, a Matzerath, a Greta y Alejandro Scheffler? ¿Había olvidado Óscar a su hijo Kurt y a su abuela Koljaiczek?

Aun cuando no los hubiera olvidado, la verdad es que no echaba de menos a ninguno de mis familiares. Así que tampoco envié a casa ninguna tarjeta postal ni les di señales de vida; pensé que era mejor brindarles la oportunidad de vivir sin mí por espacio de un año, ya que el retorno lo tenía decidido desde el momento mismo de mi partida. Además me interesaba ver en qué forma se las habían arreglado durante mi ausencia. En la calle y aun en el curso de las representaciones buscaba rasgos conocidos en las caras de los soldados. Tal vez hayan trasladado a Fritz Truczinski o a Axel Mischke del frente del este a París, especulaba Óscar, e inclusive en una o dos ocasiones creyó haber reconocido entre una horda de infantes al apuesto hermano de María; pero no era él: ¡el gris campaña engaña!

Lo único que me daba nostalgia era la Torre Eiffel. No ya que, escalándola, la vista de la lejanía despertara en mí un impulso hacia el país natal. Óscar había subido en las tarjetas postales y de pensamiento tantas veces a la Torre Eiffel, que una ascensión real sólo podía provocar en él un descenso decepcionado. Pero es el caso que, plantado o acurrucado al pie de la Torre Eiffel, y sin Rosvita, solo y bajo el osado arranque de la construcción metálica, aquella bóveda cerrada aunque calada se convertía para mí en la cofia tápalotodo de mi abuela Ana: acurrucado bajo la Torre Eiffel, me acurrucaba bajo sus cuatro faldas, el Campo de Marte se me convertía en campo de patatas cachuba; la llovizna parisiense de octubre caía oblicua e infatigable entre Bissau y Ramkau; todo París, inclusive el metro, olía para mí en tales días a mantequilla ligeramente rancia, y me ponía taciturno y pensativo. Rosvita me trataba con delicadeza y respetaba mi dolor, porque era muy sensible.

En abril del cuarenta y cuatro —en todos los frentes se anunciaban brillantes repliegues—, tuvimos que liar nuestro equipaje de artistas, abandonar París y llevar la alegría al Muro del Atlántico con el Teatro de Campaña de Bebra. Empezamos la gira en el Havre. Bebra se me antojaba taciturno y distraído. Aunque durante las representaciones nunca fallara y siguiera como siempre teniendo de su lado a los que reían, así que caía el telón petrificábase su cara antiquísima de Narses. Al principio creí que sería por celos o, peor aún, por sentirse impotente ante la fuerza de mi juventud. Pero Rosvita me lo aclaró discretamente. Ella tampoco sabía exactamente de qué se trataba, pero hablaba de oficiales que, después de las representaciones, conferenciaban con Bebra a puerta cerrada. Parecía como si el maestro hubiese abandonado su emigración interna, como si planeara alguna acción directa, como si despertara en él la sangre de su antepasado, el Príncipe Eugenio. Sus planes nos lo habían distanciado tanto, lo habían colocado en relaciones tan vastas, que las de Óscar con su Rosvita de antaño lograban a lo sumo poner una sonrisa fatigada en su cara llena de arrugas. Cuando en Trouville —nos alojábamos en el Hotel Kursaal— nos sorprendió abrazados sobre la alfombra de nuestro camerino común, al ver que nos disponíamos a descalzarnos, nos atajó con un ademán y dijo, mirándose en el fondo del espejo——¡Amaos, niños, besaos; mañana inspeccionaremos el cemento, y ya pasado mañana lo sentiréis en vuestros labios y os quitará el placer de los besos!

Esto ocurría en junio del cuarenta y cuatro. Entretanto habíamos recorrido el Muro del Atlántico desde el golfo de Vizcaya hasta Holanda, pero manteniéndonos por lo regular en la retaguardia, así que no habíamos visto nada de las legendarias casamatas, y sólo en Trouville actuamos por primera vez en la misma costa. Nos ofrecieron una visita al Muro del Atlántico. Bebra aceptó. Última representación en Trouville. Por la noche nos trasladaron a la aldea de Bavent, poco antes de Caen, cuatro kilómetros atrás de las dunas de la playa. Nos alojaron en casas de campesinos. Mucho césped, setos vivos y manzanos. Allí es donde se destila el aguardiente de fruta Calvados. Nos echamos unos tragos y dormimos bien. Por la ventana entraba un aire vivo; un charco de ranas croó hasta la madrugada. Hay ranas que saben tocar el tambor. Oíalas en mi sueño y reprendíame de esta suerte: ¡Ya es tiempo de que vuelvas, Óscar, pues pronto cumplirá tu hijo Kurt los tres años y tienes que entregarle el tambor que le prometiste! Cada vez que, así reprendido, despertaba Óscar de hora en hora cual padre atormentado, palpaba a su lado, asegurábase de su Rosvita y aspiraba su perfume: la Raguna olía ligeramente a canela, a clavo molido y a nuez moscada; olía a especias prenavideñas y conservaba dicho aroma inclusive durante el verano.

Al amanecer se presentó ante la granja un camión blindado. En el portón todos tiritábamos más o menos. Era temprano, el tiempo estaba fresco y el viento del mar nos venía de cara. Subimos: Bebra, la Raguna, Félix y Kitty, Óscar y aquel joven teniente Herzog que nos condujo a su batería al oeste de Cabourg.

Cuando digo que Normandía es verde, paso por alto aquel ganado manchado en blanco y pardo dedicado, a derecha e izquierda de la carretera rectilínea, en prados húmedos de rocío y ligeramente brumosos, a su ocupación de rumiante, que opuso a nuestro vehículo blindado una indiferencia tal que el blindaje se hubiera puesto rojo de vergüenza si previamente no lo hubieran provisto de una capa de camuflaje. Álamos, setos vivos, matorral a ras de tierra, y luego los primeros enormes hoteles de playa, vacíos, con los postigos golpeando; tomamos por la avenida, bajamos y seguimos al teniente, que mostraba hacia nuestro capitán Bebra un respeto algo arrogante pero, con todo, estricto, a través de las dunas y contra un viento cargado de arena y de ruido de oleaje.

No era el Báltico, con su color verde botella y sus sollozos virginales, el que aquí me esperaba. Aquí, en efecto, el Atlántico ensayaba su antiquísima maniobra: asaltaba con la marea y se retiraba al reflujo.

Y allí estaba el cemento. Podíamos admirarlo y acariciarlo; no se movía. —¡Atención! —gritó alguien en el cemento, y, alto como una torre, surgió de aquella casamata que tenía la forma de una tortuga, achatada entre dos dunas y, con el nombre de «Dora siete», apuntaba con sus troneras, sus mirillas y sus piezas metálicas de pequeño calibre a la marea y al reflujo. Era el cabo Lankes, que se cuadró ante el teniente Herzog y ante nuestro capitán Bebra.

Por más que entre cañones y troneras

Plantemos los espárragos de Rommel,

Pensamos ¡ay! en épocas más gratas,

Los domingos el guiso de patatas,

Los viernes el pescado suculento:

Nos acercamos al Refinamiento.

Aún seguimos durmiendo en alambradas,

Y atascando de minas las letrinas,

Pero lo que soñamos son jardines,

Compañeros de bolos, querubines;

El frigorífico ¡qué monumento!

Nos acercamos al Refinamiento.

Más de uno acabará tragando arena,

Más de una madre llorará su pena,

La muerte viene de paracaidista,

Se adorna con volantes de batista

Y plumas que le dan más movimiento:

Nos acercamos al Refinamiento.

Aunque durante el desayuno sobre el cemento Óscar apenas pronunciara palabra, no pudo menos que retener esta conversación junto al Muro del Atlántico, ya que semejantes propósitos eran corrientes en vísperas de la invasión; por lo demás, volveremos todavía a encontrar al citado cabo y pintor de cemento Lankes, cuando, en otra hoja, rindamos tributo a la posguerra y a nuestro actual refinamiento burgués en pleno auge.

En el paseo de la playa nos esperaba todavía el camión blindado. A grandes zancadas se reunió el teniente Herzog con sus protegidos. Jadeante, disculpóse con Bebra a propósito del pequeño incidente: —Zona prohibida es zona prohibida —dijo, ayudó luego a las damas a subir al vehículo, dio algunas instrucciones al chófer, y emprendimos el viaje de retorno a Bavent. Hubimos de darnos prisa y apenas tuvimos tiempo de comer, porque para las dos de la tarde teníamos anunciada una representación en la sala de caballeros de aquel gracioso pequeño castillo normando, situado detrás de los álamos a la salida del pueblo.

Nos quedaba exactamente media hora para los ensayos de iluminación y, acto seguido, Óscar hubo de subir el telón tocando el tambor. Actuábamos para suboficiales y la tropa. Las risas eran rudas y frecuentes. Forzamos la nota. Y rompí con mi canto un orinal de vidrio, en el que había un par de salchichas vienesas en mostaza. Con la cara embadurnada, Bebra lloraba con lágrimas de payaso sobre el orinal roto, sacaba las salchichas de entre los vidrios rotos, poníales algo de mostaza y se las comía, lo que proporcionó a los de gris campaña un estruendoso regocijo. Kitty y Félix se presentaban desde hacía ya algún tiempo en pantalón corto de cuero y con sombreritos tiroleses, lo que confería a sus ejecuciones acrobáticas una nota especial. Rosvita llevaba, con su vestido ajustado de lentejuelas de plata, unos guantes de mosquetero verde claro, y calzaba sus diminutos pies con sandalias trenzadas en oro; mantenía bajos los párpados, ligeramente azulados, y, con su voz mediterránea de sonámbula, exhibía aquel poder sobrenatural que le era propio. ¿Dije ya que Óscar no necesitaba de ningún disfraz? Llevaba yo mi vieja buena gorra de marinerito, con la inscripción «S.M.S. Seydlitz» bordada, la blusa azul de marinero y, encima, la chaqueta con los botones dorados de ancla, debajo de la cual se me alcanzaba a ver el pantalón corto y, además, unos calcetines enrollados arriba de mis zapatos de lazos profusamente gastados. Y, por descontado, mi tambor de hojalata esmaltado en blanco y rojo, del que tenía otros cinco ejemplares en mi equipaje de artista.

Por la noche repetimos la representación para los oficiales y las muchachas auxiliares de un puesto de transmisiones de Cabourg. Rosvita estaba algo nerviosa y cometió algunas faltas; pero, en medio de su número, se puso unos anteojos de sol, de armazón azul, cambió de tono y se hizo más directa en sus profecías. Entre otras cosas, a una muchacha auxiliar que su timidez hacía desdeñosa le dijo que tenía amores con su superior jerárquico. La revelación me resultó penosa, pero provocó gran hilaridad en la sala, porque el superior jerárquico estaba sentado junto a la muchacha.

Después de la representación, los oficiales de estado mayor del regimiento, que tenían su alojamiento en el castillo, dieron todavía una recepción. En tanto que Bebra, Félix y Kitty se quedaron, la Raguna y Óscar se despidieron discretamente, se fueron a la cama y no tardaron en dormirse después de aquel día agitado. No fueron despertados hasta las cinco de la madrugada por la invasión que ya se había iniciado.

¿Qué más puedo decirles? En nuestro sector, cerca de la desembocadura del Orne, desembarcaron los canadienses. Había que evacuar Bavent. Habíamos cargado ya nuestro equipaje. Debíamos replegarnos con el estado mayor del regimiento. En el patio del castillo había una cocina de campaña humeante. Rosvita me rogó que le trajera una taza de café, pues no había desayunado todavía. Un poco nervioso y temiendo que podríamos perder la salida del camión, me negué y hasta me puse algo grosero. Así que ella misma saltó del camión, corrió con su cazo sobre sus tacones altos hacia la cocina, y llegó junto al café caliente al mismo tiempo que un obús disparado por uno de los barcos atacantes.

¡Oh, Rosvita, no sé qué edad tenías: sólo sé que medías noventa y nueve centímetros, que por tu boca hablaba el Mediterráneo, que olías a canela y a nuez moscada y que sabías penetrar en el corazón de todos los hombres; sólo en tu propio corazón no penetraste, porque de otro modo te hubieras quedado conmigo y no habrías corrido a buscar aquel café tan caliente!

En Lisieux, Bebra logró conseguirnos una orden de traslado a Berlín. Cuando nos encontramos frente a la Comandancia, nos dirigió por vez primera la palabra desde el deceso de Rosvita: —¡Nosotros, los enanos y bufones, no deberíamos danzar sobre un cemento vertido y endurecido para gigantes! ¡Ojalá Dios no nos hubiera movido de debajo de las tribunas, donde nadie sospechaba nuestra presencia!

En Berlín me separé de Bebra. —¿Qué vas a hacer en todos esos refugios subterráneos sin tu Rosvita? —me dijo, con una sonrisa tenue como una telaraña, y, besándome en la frente, me dio de escolta hasta la estación principal de Danzig a Kitty y a Félix provistos de salvoconductos oficiales, y me regaló los cinco tambores restantes de nuestro equipo. Así dotado y llevando siempre conmigo mi libro, el once de junio del cuarenta y cuatro, un día antes del tercer aniversario de mi hijo, llegué a mi ciudad natal, la cual, indemne y medieval todavía, seguía haciendo resonar de hora en hora sus campanas de diversos tamaños desde sus campanarios diversamente altos.