Inspección del cemento, o místico, bárbaro, aburrido
Por espacio de tres largas semanas estuvimos actuando en los venerables cuarteles de la antigua guarnición y ciudad romana de Metz. El mismo programa lo exhibimos durante dos semanas en Nancy. Châlons-sur-Marne nos acogió hospitalariamente por una semana más. En Reims podían admirarse todavía los estragos de la primera guerra mundial. Aquella pétrea casa de fieras que es la catedral de fama universal escupía agua sin cesar, hastiada de la humanidad, sobre los adoquines del empedrado, lo que significa que en Reims llovió día tras día, y aun de noche. En París, en cambio, tuvimos en compensación un septiembre radiante. Del brazo de Rosvita pude pasearme a lo largo de los muelles y cumplir mi décimo aniversario. Aunque yo conociera ya la metrópoli por las tarjetas postales del suboficial Fritz Truczinski, París no me decepcionó en lo más mínimo. Cuando por primera vez Rosvita y yo miramos desde el pie a lo alto de la Torre Eiffel —yo con mis noventa y cuatro centímetros, y ella con sus noventa y nueve—, pudimos darnos cuenta, uno del brazo del otro, de nuestra singularidad y de nuestra grandeza. Nos besamos en plena calle, lo que en París, sin embargo, nada significaba.
¡Oh, señera frecuentación del Arte y la Historia! Cuando visité los Inválidos, llevando siempre del brazo a Rosvita, y recordé al gran emperador, aunque no grande por la talla y por consiguiente tan afín a nosotros, hablé con palabras de Napoleón, y lo mismo que él dijera ante la tumba del segundo Federico, que tampoco era un gigante: «Si éste viviera no estaríamos aquí», así le susurré yo al oído a Rosvita: —Si el Corso viviera todavía, no estaríamos nosotros aquí, ni nos besaríamos bajo los puentes, en los muelles o sur les trottoirs de París.
En el marco de un programa gigante, actuamos en la Sala Pleyel y en el Teatro Sarán Bernhardt. Óscar se acostumbró rápidamente a las características de los escenarios de las grandes ciudades, afinó su repertorio y se adaptó al gusto exigente de las tropas parisienses de ocupación: ya no rompía yo ahora con mi voz simples botellas de cerveza, vulgarmente alemanas, sino floreros y platones selectos, magníficamente torneados y delicados como un soplo, sacados de los castillos franceses. La historia del arte daba un criterio a mi programa. Empezaba con cristalería de la época de Luis XIV y pulverizaba a continuación productos vitreos de la de Luis XV. Con vehemencia, recordando los tiempos de la Revolución, escogía a continuación copas del malhadado Luis XVI y de su acéfala María Antonieta, algo de Luis Felipe y, finalmente, la emprendía contra los productos vitreos de fantasía del estilo francés moderno.
Aun cuando la masa gris campaña del patio de butacas y de los palcos no estuviera en condiciones de seguir el curso histórico de mis ejecuciones y sólo aplaudiera los destrozos como tales destrozos, no faltaba de vez en cuando algún oficial de estado mayor o algún periodista del Reich que, además del destrozo, aplaudiera también mi sentido de lo histórico. En una ocasión, después de una sesión de gala en la Comandancia, fuimos presentados a un tipo uniformado que resultó ser un erudito y me dijo cosas muy halagüeñas a propósito de mi arte. Particular agradecimiento guarda Óscar al corresponsal de uno de los grandes cotidianos del Reich que residía en la ciudad del Sena y se reveló como especialista en cuestiones francesas, el cual me llamó discretamente la atención sobre algunas fallas, por no llamarlas incoherencias estilísticas, de mi programa.
Permanecimos en París todo aquel invierno. Nos alojaban en hoteles de primera clase, y no quiero pasar por alto que, a mi lado y a todo lo largo del invierno, Rosvita tuvo en todo momento ocasión de comprobar y confirmar las excelencias de las camas francesas. ¿Era Óscar feliz en París? ¿Había olvidado a sus seres queridos, a María, a Matzerath, a Greta y Alejandro Scheffler? ¿Había olvidado Óscar a su hijo Kurt y a su abuela Koljaiczek?
Aun cuando no los hubiera olvidado, la verdad es que no echaba de menos a ninguno de mis familiares. Así que tampoco envié a casa ninguna tarjeta postal ni les di señales de vida; pensé que era mejor brindarles la oportunidad de vivir sin mí por espacio de un año, ya que el retorno lo tenía decidido desde el momento mismo de mi partida. Además me interesaba ver en qué forma se las habían arreglado durante mi ausencia. En la calle y aun en el curso de las representaciones buscaba rasgos conocidos en las caras de los soldados. Tal vez hayan trasladado a Fritz Truczinski o a Axel Mischke del frente del este a París, especulaba Óscar, e inclusive en una o dos ocasiones creyó haber reconocido entre una horda de infantes al apuesto hermano de María; pero no era él: ¡el gris campaña engaña!
Lo único que me daba nostalgia era la Torre Eiffel. No ya que, escalándola, la vista de la lejanía despertara en mí un impulso hacia el país natal. Óscar había subido en las tarjetas postales y de pensamiento tantas veces a la Torre Eiffel, que una ascensión real sólo podía provocar en él un descenso decepcionado. Pero es el caso que, plantado o acurrucado al pie de la Torre Eiffel, y sin Rosvita, solo y bajo el osado arranque de la construcción metálica, aquella bóveda cerrada aunque calada se convertía para mí en la cofia tápalotodo de mi abuela Ana: acurrucado bajo la Torre Eiffel, me acurrucaba bajo sus cuatro faldas, el Campo de Marte se me convertía en campo de patatas cachuba; la llovizna parisiense de octubre caía oblicua e infatigable entre Bissau y Ramkau; todo París, inclusive el metro, olía para mí en tales días a mantequilla ligeramente rancia, y me ponía taciturno y pensativo. Rosvita me trataba con delicadeza y respetaba mi dolor, porque era muy sensible.
En abril del cuarenta y cuatro —en todos los frentes se anunciaban brillantes repliegues—, tuvimos que liar nuestro equipaje de artistas, abandonar París y llevar la alegría al Muro del Atlántico con el Teatro de Campaña de Bebra. Empezamos la gira en el Havre. Bebra se me antojaba taciturno y distraído. Aunque durante las representaciones nunca fallara y siguiera como siempre teniendo de su lado a los que reían, así que caía el telón petrificábase su cara antiquísima de Narses. Al principio creí que sería por celos o, peor aún, por sentirse impotente ante la fuerza de mi juventud. Pero Rosvita me lo aclaró discretamente. Ella tampoco sabía exactamente de qué se trataba, pero hablaba de oficiales que, después de las representaciones, conferenciaban con Bebra a puerta cerrada. Parecía como si el maestro hubiese abandonado su emigración interna, como si planeara alguna acción directa, como si despertara en él la sangre de su antepasado, el Príncipe Eugenio. Sus planes nos lo habían distanciado tanto, lo habían colocado en relaciones tan vastas, que las de Óscar con su Rosvita de antaño lograban a lo sumo poner una sonrisa fatigada en su cara llena de arrugas. Cuando en Trouville —nos alojábamos en el Hotel Kursaal— nos sorprendió abrazados sobre la alfombra de nuestro camerino común, al ver que nos disponíamos a descalzarnos, nos atajó con un ademán y dijo, mirándose en el fondo del espejo——¡Amaos, niños, besaos; mañana inspeccionaremos el cemento, y ya pasado mañana lo sentiréis en vuestros labios y os quitará el placer de los besos!
Esto ocurría en junio del cuarenta y cuatro. Entretanto habíamos recorrido el Muro del Atlántico desde el golfo de Vizcaya hasta Holanda, pero manteniéndonos por lo regular en la retaguardia, así que no habíamos visto nada de las legendarias casamatas, y sólo en Trouville actuamos por primera vez en la misma costa. Nos ofrecieron una visita al Muro del Atlántico. Bebra aceptó. Última representación en Trouville. Por la noche nos trasladaron a la aldea de Bavent, poco antes de Caen, cuatro kilómetros atrás de las dunas de la playa. Nos alojaron en casas de campesinos. Mucho césped, setos vivos y manzanos. Allí es donde se destila el aguardiente de fruta Calvados. Nos echamos unos tragos y dormimos bien. Por la ventana entraba un aire vivo; un charco de ranas croó hasta la madrugada. Hay ranas que saben tocar el tambor. Oíalas en mi sueño y reprendíame de esta suerte: ¡Ya es tiempo de que vuelvas, Óscar, pues pronto cumplirá tu hijo Kurt los tres años y tienes que entregarle el tambor que le prometiste! Cada vez que, así reprendido, despertaba Óscar de hora en hora cual padre atormentado, palpaba a su lado, asegurábase de su Rosvita y aspiraba su perfume: la Raguna olía ligeramente a canela, a clavo molido y a nuez moscada; olía a especias prenavideñas y conservaba dicho aroma inclusive durante el verano.
Al amanecer se presentó ante la granja un camión blindado. En el portón todos tiritábamos más o menos. Era temprano, el tiempo estaba fresco y el viento del mar nos venía de cara. Subimos: Bebra, la Raguna, Félix y Kitty, Óscar y aquel joven teniente Herzog que nos condujo a su batería al oeste de Cabourg.
Cuando digo que Normandía es verde, paso por alto aquel ganado manchado en blanco y pardo dedicado, a derecha e izquierda de la carretera rectilínea, en prados húmedos de rocío y ligeramente brumosos, a su ocupación de rumiante, que opuso a nuestro vehículo blindado una indiferencia tal que el blindaje se hubiera puesto rojo de vergüenza si previamente no lo hubieran provisto de una capa de camuflaje. Álamos, setos vivos, matorral a ras de tierra, y luego los primeros enormes hoteles de playa, vacíos, con los postigos golpeando; tomamos por la avenida, bajamos y seguimos al teniente, que mostraba hacia nuestro capitán Bebra un respeto algo arrogante pero, con todo, estricto, a través de las dunas y contra un viento cargado de arena y de ruido de oleaje.
No era el Báltico, con su color verde botella y sus sollozos virginales, el que aquí me esperaba. Aquí, en efecto, el Atlántico ensayaba su antiquísima maniobra: asaltaba con la marea y se retiraba al reflujo.
Y allí estaba el cemento. Podíamos admirarlo y acariciarlo; no se movía. —¡Atención! —gritó alguien en el cemento, y, alto como una torre, surgió de aquella casamata que tenía la forma de una tortuga, achatada entre dos dunas y, con el nombre de «Dora siete», apuntaba con sus troneras, sus mirillas y sus piezas metálicas de pequeño calibre a la marea y al reflujo. Era el cabo Lankes, que se cuadró ante el teniente Herzog y ante nuestro capitán Bebra.
LANKES (saludando): Dora siete, un cabo, cuatro hombres. ¡Sin novedad!
HERZOG: ¡Gracias! Está bien, cabo Lankes. Ya lo oye usted, mi capitán, sin novedad. Así desde hace años.
BEBRA: ¡Sólo la pleamar y el reflujo! ¡Los eternos números de la naturaleza!
HERZOG: Eso es precisamente lo que les da trabajo a nuestros hombres. Por ello construimos una casamata junto a otra. Nuestros campos de tiro ya se cruzan. Pronto tendremos que volar un par de casamatas, para poder echar más cemento.
BEBRA (tocando con los nudillos el cemento; sus compañeros de teatro lo imitan): ¿Y usted, teniente, cree en el cemento?
HERZOG: No precisamente. Aquí ya no creemos prácticamente en nada. ¿Verdad, Lankes?
LANKES: ¡Sí, mi teniente, en nada!
BEBRA: A pesar de lo cual, siguen ustedes mezclando y machacando.
HERZOG: Confidencialmente. Se adquiere experiencia. Como que antes yo no tenía la menor idea de la construcción; había empezado a estudiar y, de repente, zas. Confío poder aprovechar después de la guerra mis conocimientos en esto del cemento. Llegando, habrá que reconstruirlo todo. Mire usted el cemento, acerqúese (Bebra y su gente acercan las narices a ras del cemento). ¿Qué ve usted? ¡Conchas! Las tenemos bien a la mano. Basta cogerlas y mezclar. Piedras, conchas, arena, cemento… ¡Qué quiere usted que le diga, mi capitán! Usted, en calidad de artista y actor, ya se hará cargo. ¡Lankes! Cuéntale al capitán lo que vertemos en las casamatas.
LANKES: ¡A la orden, mi teniente! Contar a mi capitán lo que vertemos en las casamatas. Vertemos perritos. En cada base de casamata hay un perrito enterrado.
LOS DE BEBRA: ¡Un perrito!
LANKES: Pronto ya no quedará en todo el sector, de Caen al Havre, un solo perrito.
LOS DE BEBRA: ¡Ya no habrá perritos!
LANKES: Trabajamos bien.
LOS DE BEBRA: ¡Y tan bien!
LANKES: Pronto tendremos que recurrir a los gatitos.
LOS DE BEBRA: ¡Miau!
LANKES: Pero los gatos no valen lo que los perros. Por eso esperamos que aquí la cosa empiece pronto.
LOS DE BEBRA: ¡Función de gala! (Aplauden.)
LANKES: LO que es ensayar, ya hemos ensayado bastante. Y cuando los perritos nos vengan a faltar…
LOS DE BEBRA: ¡Oh!
LANKES: …no podremos construir más casamatas, porque los gatos son de mal agüero.
LOS DE BEBRA: ¡Miau, miau!
LANKES: Pero si mi capitán desea saber por qué los perritos…
LOS DE BEBRA: ¡Los perritos!
LANKES: Sólo puedo decirle: lo que es yo, no creo en eso.
LOS DE BEBRA: ¡Fuiií!
LANKES: Lo que pasa es que los compañeros de aquí vienen en su mayor parte del campo. Y allí se sigue todavía esa práctica, que cuando se construyen una casa o un granero o una iglesia hay que poner debajo algo viviente y…
HERZOG: Está bien, Lankes. Descansen. Como mi capitán acaba de oírlo, aquí en el Muro del Atlántico cultivamos en cierto modo la superstición. Exactamente como ustedes en el teatro, en el que no se debe silbar antes del estreno y en el que los actores, antes de empezar la función, escupen por encima del hombro.
LOS DE BEBRA: ¡Lagarto, lagarto! (Se escupen mutuamente por encima del hombro.)
HERZOG: Bueno, bromas aparte, hay que dejar que los hombres se diviertan. Así se tolera también, por orden del alto mando, que los hombres, como han empezado a hacerlo, decoren las entradas de las casamatas con mosaicos de conchas y adornos de cemento. La gente quiere estar ocupada. Y así le repito yo constantemente a nuestro jefe, al que los arabescos de cemento le molestan: Más valen arabescos en el cemento, mi Comandante, que rosquillas en el cerebro. Nosotros, los alemanes, somos aficionados a los trabajos manuales. ¡Qué le vamos a hacer!
BEBRA: También nosotros contribuimos a distraer al ejército que espera al pie del Muro del Atlántico.
LOS DE BEBRA: ¡El Teatro de Campaña de Bebra canta para vosotros, da representaciones para vosotros y os ayuda a obtener la victoria final!
HERZOG: Muy justo, lo que usted y su gente dicen. Pero el teatro sólo no basta. La mayor parte del tiempo, en efecto, sólo podemos contar con nosotros mismos, y entonces cada uno hace lo que puede. ¿Verdad, Lankes?
LANKES: ¡Sí, mi teniente, lo que puede!
HERZOG: ¿Lo ven ustedes? Y si mi capitán me lo permite, tengo que ir ahora a Dora cuatro y a Dora cinco. Vean ustedes mientras tanto con toda tranquilidad el cemento, vale la pena. Lankes les mostrará a ustedes todo…
LANKES: ¡Mostrarlo todo, mi teniente!
(Herzog y Bebra se hacen el saludo militar. Herzog sale por la derecha. La Raguna, Óscar, Félix y Kitty, que hasta ahora se mantenían detrás de Bebra, pasan de un brinco a primer término. Óscar lleva su tambor, la Raguna un cesto de provisiones, en tanto que Félix y Kitty se encaraman al techo de cemento de la casamata y empiezan a ejecutar allí ejercicios acrobáticos. Óscar y Rosvita juegan en la areena, al lado de la casamata, con un cubito y una pauta; se dan muestras de amor, lanzan grititos y echan pullas a Félix y Kitty.)
BEBRA (flemático, después de haber inspeccionado la casamata por todos lados): Diga usted, cabo Lankes, ¿cuál es en realidad su oficio?
LANKES: Pintor, mi capitán, pero hace ya mucho.
BEBRA: ¿De brocha gorda?
LANKES: También, mi capitán, pero por lo demás más bien artista.
BEBRA: ¡Ajá! ¿Eso quiere decir que es usted un émulo del gran Rembrandt, de Velázquez, quizá?
LANKES: Algo entre los dos.
BEBRA: ¡Hombre de Dios! Siendo así, ¿qué necesidad tiene usted de mezclar cemento, de machacar cemento y de guardar cemento? Debería estar en la Compañía de Propaganda. ¡Pintores de guerra, eso es lo que necesitamos!
LANKES: Eso no es para mí, mi capitán. En relación con las ideas actuales, yo pinto demasiado oblicuo. Pero ¿no tendría mi capitán un cigarrillo para el cabo? (Bebra le alarga un cigarrillo.)
BEBRA: ¿Acaso oblicuo quiere decir moderno?
LANKES: ¿Moderno? Antes de que vinieran los del cemento, lo oblicuo fue moderno por algún tiempo.
BEBRA: ¡Hombre! ¡No me diga!
LANKES: SÍ, señor.
BEBRA: ¿Pinta usted al pastel, acaso también con la espátula?
LANKES: También. Y también con el pulgar, automáticamente, y de vez en cuando pongo clavos y botones. Antes del treinta y tres tuve una época en la que ponía alambre de púas sobre cinabrio. Tenía buena prensa. Ahora los tiene un coleccionista privado de Suiza, un fabricante de jabón.
BEBRA: ¡Esta guerra, esta maldita guerra! ¡Y ahora cuela usted cemento! ¡Presta usted su genio a trabajos de fortificación! Sin duda, lo mismo hicieron también en su época Leonardo y Miguel Ángel. Proyectaban máquinas de sables y, cuando no tenían el encargo de alguna Madona, construían baluartes.
LANKES: ¡Ve usted! Siempre falla algo. Pero el que es artista de verdad, tiene que expresarse. Aquí, por ejemplo, si mi capitán quiere tomarse la molestia de echar una mirada a los adornos en el dintel de la entrada de la casamata, éstos son míos.
BEBRA (después de un examen atento): ¡Sorprendente! ¡Qué riqueza de formas! ¡Qué fuerza de expresión!
LANKES: El estilo podría llamarse de formaciones estructurales.
BEBRA: ¿Y tiene su obra, el relieve o cuadro, un título?
LANKES: Ya lo dije: Formaciones y, si se quiere, formaciones oblicuas. Es un nuevo estilo. Nadie lo ha hecho todavía.
BEBRA: Razón de más, ya que es usted un creador, para darle a la obra un título inconfundible…
LANKES: ¿Título? ¿Para qué sirven los títulos? Títulos sólo los hay porque hay catálogos para las exposiciones.
BEBRA: ES usted demasiado modesto, Lankes. Vea en mí al aficionado al arte y no el capitán. ¿Un cigarrillo? (Lankes lo coge.) ¿Decía usted?
LANKES: Bueno, si se pone usted así… Pues bien, Lankes se ha dicho: cuando la cosa ésta se acabe —y tiene que acabarse un día u otro—, las casamatas quedarán, porque las casamatas quedan siempre, inclusive si todo lo demás se hunde. ¡Y luego viene el tiempo! Vienen los siglos, quiero decir. (Tira el último cigarrillo.) ¿No tiene mi capitán otro cigarrillo? ¡Muchísimas gracias! Y los siglos vienen y pasan como si nada. Pero las casamatas permanecen, lo mismo que han subsistido las Pirámides. Entonces viene un buen día uno de esos llamados arqueólogos y se dice: ¡Qué época tan falta de sentido artístico fue aquélla, entra la primera y la séptima guerra mundiales! Mero cemento inexpresivo, gris; de vez en cuando, en el dintel de las casamatas, unas rosquillas de aficionado, de tipo popular; y luego da con Dora cuatro, Dora cinco y seis, Dora siete, ve mis formaciones estructurales oblicuas y se dice: ¡Caramba! ¡He aquí algo interesante! Casi diría mágico, amenazador y, sin embargo, de una espiritualidad penetrante. Aquí se ha expresado un genio, tal vez el único genio del siglo veinte, de cara a la eternidad. ¿Si tendrá la obra un título? ¿Acaso revele la firma al artista? Y si mi capitán se toma la molestia de fijarse bien, manteniendo la cabeza inclinada, entonces verá aquí entre las rudas formaciones oblicuas…
BEBRA: Mis anteojos. Ayúdeme, Lankes.
LANKES: Pues aquí dice: Herbert Lankes, anno mil novecientos cuarenta y cuatro. Título: «Místico, bárbaro, aburrido».
BEBRA: Tal vez con esto haya usted calificado a nuestro siglo.
LANKES: ¡Ve usted!
BEBRA: Tal vez en los trabajos de restauración, dentro de quinientos o inclusive mil años, encuentren en el cemento huesecitos de perro.
LANKES: LO que no hará más que subrayar mi título.
BEBRA (emocionado): ¡Qué es el tiempo y qué somos nosotros, mi buen amigo, sino nuestras obras!… Pero, vea usted: Félix y Kitty, mis acróbatas, están practicando sobre el cemento.
KITTY (Hace ya rato que entre Rosvita y Óscar, entre Félix y Kitty se van pasando de mano en mano un papel en el que escriben algo Kitty, con su pronunciación ligeramente sajona): Vea usted, señor Bebra, lo que puede hacerse sobre el cemento. (Se pone cabeza abajo y anda sobre sus manos.)
FÉLIX: Y el salto mortal tampoco se ha practicado nunca sobre el cemento. (Da una voltereta.)
KITTY: Éste es el escenario que deberíamos tener en realidad.
FÉLIX: Sólo que corre algo de viento aquí arriba.
KITTY: En cambio, no hace tanto calor ni huele tan mal como en las viejas salas de cine. (Se anuda.)
FÉLIX: E inclusive se nos ha ocurrido aquí arriba un poema.
KITTY: ¿A nosotros? No, es a Oscarnello y a la Signora Rosvita a los que se les ha ocurrido.
FÉLIX: Bueno, pero cuando no quería rimar, les hemos ayudado.
KITTY: Sólo falta una palabra, y ya está listo.
FÉLIX: Oscarnello necesita saber cómo se llaman esos tallos de la playa.
KITTY: Porque han de entrar en el poema.
FÉLIX: Pues en otro caso faltaría algo esencial.
KITTY: Díganos pues, señor soldado, ¿cómo se llaman esos tallos?
FÉLIX: Tal vez no pueda, por aquello de que el enemigo nos escucha.
KITTY: Prometemos no contárselo a nadie.
FÉLIX: Aunque no sea más que porque la obra de arte no quede inconclusa.
KITTY: Y se ha esforzado tanto, el pobre Oscarnello.
FÉLIX: Y lo ha escrito tan bellamente, en letras Sütterlin.
KITTY: Me gustaría saber dónde las ha aprendido.
FÉLIX: Lo único que le falta saber es cómo se llaman esos tallos.
LANKES: Si mi capitán me lo permite…
BEBRA: Siempre que no se trate de un secreto de guerra importante.
FÉLIX: ¡Pero si Oscarnello necesita saberlo!
KITTY: ¡Porque en otro caso el poema no funciona!
ROSVITA: ¡Y habiendo tanta curiosidad!
BEBRA: ¿Y si se lo ordeno en calidad de superior jerárquico?
LANKES: Pues bien, esto lo hemos construido contra tanques y lanchas de desembarco que pueden presentarse, y lo llamamos, porque tal parecen, espárragos rommelones.
FÉLIX: ¿Rommel…
KITTY: …ones? ¿Te sirve, Oscarnello?
ÓSCAR: ¡Perfecto! (Escribe la palabra en el papel y se lo tiende a Kitty arriba de la casamata. Kitty se anuda aún más y recita, como si se tratara de una poesía escolar, el siguiente poema.)
KITTY: JUNTO AL MURO DEL ATLÁNTICO
Por más que entre cañones y troneras
Plantemos los espárragos de Rommel,
Pensamos ¡ay! en épocas más gratas,
Los domingos el guiso de patatas,
Los viernes el pescado suculento:
Nos acercamos al Refinamiento.
Aún seguimos durmiendo en alambradas,
Y atascando de minas las letrinas,
Pero lo que soñamos son jardines,
Compañeros de bolos, querubines;
El frigorífico ¡qué monumento!
Nos acercamos al Refinamiento.
Más de uno acabará tragando arena,
Más de una madre llorará su pena,
La muerte viene de paracaidista,
Se adorna con volantes de batista
Y plumas que le dan más movimiento:
Nos acercamos al Refinamiento.
(Todos aplauden, inclusive Lankes.)
LANKES: Ya está bajando la marea.
ROSVITA: ¡Entonces, a comer! (Agita el cesto de las provisiones, adornado con cintas y flores artificiales.)
KITTY: ¡Sí, sí! ¡Comamos al aire libre!
FÉLIX: La naturaleza nos abre el apetito.
ROSVITA: ¡Oh acto santo de comer, que unes durante el almuerzo a los pueblos!
BEBRA: Comamos sobre el cemento. Tendremos en él una base firme. (Todos, excepto Lankes, se encaraman sobre la casamata. Rosvita extiende un mantel alegre, floreado. Extrae del cesto inagotable unos pequeños cojincitos con borlas y flecos. Aparece una sombrilla, rosa y verde claro, y se arma un minúsculo gramófono con altavoz. Se distribuyen platitos, cucharitas, cuchillitos, hueveras y servilletitas.)
FÉLIX: Quisiera una de esas empanadas de hígado.
KITTY: ¿Queda todavía algo del caviar que salvamos de Stalingrado?
ÓSCAR: ¡No deberías ponerte tanta mantequilla danesa, Rosvita!
BEBRA: Haces muy bien, hijo mío, en preocuparte por su línea.
ROSVITA: ¡Pero si me gusta y no me hace daño! ¡Ay, cuando pienso en el pastel de nata que nos sirvieron en la Luftwaffe de Copenhague!
BEBRA: El chocolate holandés se ha conservado caliente en el termo.
KITTY: ¡Me encantan estas pastas americanas!
ROSVITA: Sí, pero sólo si se les pone algo de mermelada suraf ricana de jengibre.
ÓSCAR: ¡Modérate, Rosvita, por favor!
ROSVITA: ¡Pero si tú también tomas unas rebanadas gruesas como el dedo de ese detestable comed beef inglés!
BEBRA: Y qué, señor soldado, ¿una rebanadita de panqué con mermelada de ciruelas?
LANKES: Si no estuviera de servicio, mi capitán…
ROSVITA: ¡Ordénaselo, pues, en calidad de superior jerárquico!
KITTY: ¡Sí, de jerárquico!
BEBRA: Cabo Lankes; le ordeno tomar un panqué con mermelada francesa de ciruelas, un huevo frito danés, caviar ruso y una tacita de chocolate holandés auténtico.
LANKES: ¡A la orden, mi capitán! Comer. (Se sienta también sobre la escalinata.)
BEBRA: ¿NO queda ningún cojín para el señor soldado?
ÓSCAR: Le cedo el mío. Yo me siento sobre mi tambor.
ROSVITA: ¡Pero procura no resfriarte, mi vida! El cemento es traidor, y tú no estás acostumbrado.
KITTY: También yo le cedo mi cojín. Yo sólo necesito anudarme un poco, con lo que esta torta de miel me pasará mejor.
FÉLIX: Pero no vayas a salirte del mantel y a manchar el cemento con la miel. Eso equivaldría a atentar contra la moral de las fuerzas armadas. (Todos ríen.)
BEBRA: ¡Ah, qué bueno es el aire del mar!
ROSVITA: Muy bueno.
BEBRA: El pecho se dilata.
ROSVITA: En efecto.
BEBRA: El corazón muda la piel.
ROSVITA: Sí, la muda.
BEBRA: El alma deja la crisálida.
ROSVITA: ¡Cómo nos embellece, mirar el mar!
BEBRA: La mirada se hace libre y levanta el vuelo…
ROSVITA: Aletea…
BEBRA: Se aleja volando, sobre el mar, el mar infinito… Dígame, cabo Lankes, veo cinco cosas negras allá en la playa.
KITTY: Yo también. ¡Con cinco paraguas!
FÉLIX: No, seis.
KITTY: ¡No, cinco! Uno, dos, tres, cuatro, cinco.
LANKES: Son las monjitas de Lisieux. Las evacuaron hacia acá con su jardín de niños.
KITTY: ¡Pero Kitty no ve ningún niño! ¡Sólo cinco paraguas!
LANKES: A los rapaces los dejan siempre en el pueblo, en Bavent, y a veces, vienen a la bajamar y recogen las conchas y cangrejos que se quedan pegados a los espárragos rommelones.
KITTY: ¡Pobrecitas!
ROSVITA: ¿No deberíamos ofrecerles algo de corned beef y unas pastas americanas?
ÓSCAR: Óscar propone panqué con mermelada de ciruelas, porque hoy es viernes y el corned beef les está prohibido a las monjas.
KITTY: ¡Ahora corren! ¡Parecen barcos de vela, con sus paraguas!
LANKES: ES lo que hacen siempre, cuando ya han recogido bastante. Entonces empiezan a jugar. La de delante es la novicia, Agneta, una muchachita que ni sabe todavía qué hay delante y qué detrás —pero, si mi capitán tuviera todavía un cigarrillo para el cabo… ¡Muchísimas gracias! Y la de atrás, la gorda, es la madre superiora, sor Escolástica. No quiere que jueguen en la playa, porque va contra las reglas de la Orden.
(En el trasfondo corren unas monjas con paraguas. Rosvita pone el gramófono: suena la Troika de San Petersburgo. Las monjitas se ponen a bailar y a lanzar gitos de júbilo.)
AGNETA: ¡Uhú! ¡Madre Escolástica!
ESCOLÁSTICA: ¡Agneta, sor Agrieta!
AGNETA: ¡Ahá, madre Escolástica!
ESCOLÁSTICA: ¡Vuelve, hija mía! ¡Sor Agneta!
AGNETA: ¡NO puedo! ¡Se me van los pies!
ESCOLÁSTICA: ¡Entonces reza, hermana, por una conversión!
AGNETA: ¿Por una dolorosa?
ESCOLÁSTICA: Llena de gracia.
AGNETA: ¿Por una alegre?
ESCOLÁSTICA: ¡Reza, sor Agneta!
AGNETA: Ya rezo, sin cesar, ¡pero se me siguen yendo!
ESCOLÁSTICA (bajito): ¡Agneta, sor Agneta!
AGNETA: ¡Uhú, madre Escolástica!
(Desaparecen las monjas. Sólo de vez en cuando surgen en el trasfondo sus paraguas. El disco se acaba. Junto a la entrada de la casamata suena el teléfono de campaña. Lankes salta del techo de la casamata y descuelga. Los demás siguen comiendo.)
ROSVITA: ¡Que hasta aquí, en pleno campo, deba haber un teléfono!
LANKES: Aquí Dora siete. Cabo Lankes.
HERZOG (viene lentamente por la derecha, llevando un teléfono y el cable, se para a menudo y habla por el aparato): ¿Está usted durmiendo, cabo Lankes? Algo se mueve frente a Dora siete. ¡No cabe la menor duda!
LANKES: Son las monjitas, mi teniente.
HERZOG: ¿Qué significa eso, monjas aquí? ¿Y si no lo son?
LANKES: Pero lo son. Se distinguen perfectamente.
HERZOG: ¿Y nunca ha oído hablar de camuflaje, eh? ¿Quinta columna, eh? Hace varios siglos que los ingleses practican ese truco. Se presentan con la Biblia y, de repente, ¡bum!
LANKES: Pero ellas están recogiendo cangrejos, mi teniente.
HERZOG: ¡Despéjeme inmediatamente la playa! ¿Entendido?
LANKES: A la orden, mi teniente. Pero no hacen más que recoger cangrejos.
HERZOG: ¡Usted se me planta inmediatamente detrás de su ametralladora, cabo Lankes!
LANKES: Pero si sólo buscan cangrejos, porque es la bajamar y los necesitan para su jardín de niños…
HERZOG: ¡Ordenes superiores!
LANKES: ¡A sus órdenes, mi teniente! (Lankes desaparece dentro de la casamata, Herzog sale con el teléfono por la derecha.)
ÓSCAR: Rosvita, tápate ambos oídos, porque van a tirar, como en las actualidades.
KITTY: ¡Oh, qué terrible! Me anudaré más todavía.
BEBRA: Yo también sospecho que vamos a oír algo.
FÉLIX: Habría que volver a poner el gramófono. ¡Eso atenúa muchas cosas! (Echa a andar el gramófono. «Los Platters» cantan The Great Pretender. Adaptándose al ritmo lento de la música que languidece trágicamente, la ametralladora tabletea. Rosvita se tapa los oídos. Félix hace el pino. En el trasfondo, cinco monjas vuelan con sus paraguas hacia el cielo. El disco separa, se repite; luego, silencio. Félix pone los pies en el suelo. Kitty se desanuda. Rosvita recoge rápidamente el mantel con los restos de la comida y guarda todo en el cesto de provisiones. Óscar y Bebra la ayudan en ello. Bajan todos del techo de la casamata. Aparece Lankes a la entrada.)
LANKES: ¿No tendría mi capitán otro cigarrillo para el cabo?
BEBRA (Su gente, asustada, se agrupa tras él): El señor soldado fuma demasiado.
LOS DE BEBRA: ¡Fuma demasiado!
LANKES: La culpa es del cemento, mi capitán.
BEBRA: ¿Y si algún día ya no hay más cemento?
LOS DE BEBRA: NO hay más cemento.
LANKES: El cemento es inmortal, mi capitán. Sólo nosotros y los cigarrillos…
BEBRA: Ya sé, ya sé, nos desvanecemos como el humo.
LOS DE BEBRA (desapareciendo lentamente): ¡Con el humo!
BEBRA: En tanto que el cemento lo contemplarán todavía dentro de mil años.
LOS DE BEBRA: ¡Mil años!
BEBRA: Y encontrarán huesos de perro.
LOS DE BEBRA: Huesecitos de perro.
BEBRA: Y SUS formaciones oblicuas en el cemento.
LOS DE BEBRA: ¡MÍSTICO, BÁRBARO, ABURRIDO! (Sólo queda Lankes, fumando.)
Aunque durante el desayuno sobre el cemento Óscar apenas pronunciara palabra, no pudo menos que retener esta conversación junto al Muro del Atlántico, ya que semejantes propósitos eran corrientes en vísperas de la invasión; por lo demás, volveremos todavía a encontrar al citado cabo y pintor de cemento Lankes, cuando, en otra hoja, rindamos tributo a la posguerra y a nuestro actual refinamiento burgués en pleno auge.
En el paseo de la playa nos esperaba todavía el camión blindado. A grandes zancadas se reunió el teniente Herzog con sus protegidos. Jadeante, disculpóse con Bebra a propósito del pequeño incidente: —Zona prohibida es zona prohibida —dijo, ayudó luego a las damas a subir al vehículo, dio algunas instrucciones al chófer, y emprendimos el viaje de retorno a Bavent. Hubimos de darnos prisa y apenas tuvimos tiempo de comer, porque para las dos de la tarde teníamos anunciada una representación en la sala de caballeros de aquel gracioso pequeño castillo normando, situado detrás de los álamos a la salida del pueblo.
Nos quedaba exactamente media hora para los ensayos de iluminación y, acto seguido, Óscar hubo de subir el telón tocando el tambor. Actuábamos para suboficiales y la tropa. Las risas eran rudas y frecuentes. Forzamos la nota. Y rompí con mi canto un orinal de vidrio, en el que había un par de salchichas vienesas en mostaza. Con la cara embadurnada, Bebra lloraba con lágrimas de payaso sobre el orinal roto, sacaba las salchichas de entre los vidrios rotos, poníales algo de mostaza y se las comía, lo que proporcionó a los de gris campaña un estruendoso regocijo. Kitty y Félix se presentaban desde hacía ya algún tiempo en pantalón corto de cuero y con sombreritos tiroleses, lo que confería a sus ejecuciones acrobáticas una nota especial. Rosvita llevaba, con su vestido ajustado de lentejuelas de plata, unos guantes de mosquetero verde claro, y calzaba sus diminutos pies con sandalias trenzadas en oro; mantenía bajos los párpados, ligeramente azulados, y, con su voz mediterránea de sonámbula, exhibía aquel poder sobrenatural que le era propio. ¿Dije ya que Óscar no necesitaba de ningún disfraz? Llevaba yo mi vieja buena gorra de marinerito, con la inscripción «S.M.S. Seydlitz» bordada, la blusa azul de marinero y, encima, la chaqueta con los botones dorados de ancla, debajo de la cual se me alcanzaba a ver el pantalón corto y, además, unos calcetines enrollados arriba de mis zapatos de lazos profusamente gastados. Y, por descontado, mi tambor de hojalata esmaltado en blanco y rojo, del que tenía otros cinco ejemplares en mi equipaje de artista.
Por la noche repetimos la representación para los oficiales y las muchachas auxiliares de un puesto de transmisiones de Cabourg. Rosvita estaba algo nerviosa y cometió algunas faltas; pero, en medio de su número, se puso unos anteojos de sol, de armazón azul, cambió de tono y se hizo más directa en sus profecías. Entre otras cosas, a una muchacha auxiliar que su timidez hacía desdeñosa le dijo que tenía amores con su superior jerárquico. La revelación me resultó penosa, pero provocó gran hilaridad en la sala, porque el superior jerárquico estaba sentado junto a la muchacha.
Después de la representación, los oficiales de estado mayor del regimiento, que tenían su alojamiento en el castillo, dieron todavía una recepción. En tanto que Bebra, Félix y Kitty se quedaron, la Raguna y Óscar se despidieron discretamente, se fueron a la cama y no tardaron en dormirse después de aquel día agitado. No fueron despertados hasta las cinco de la madrugada por la invasión que ya se había iniciado.
¿Qué más puedo decirles? En nuestro sector, cerca de la desembocadura del Orne, desembarcaron los canadienses. Había que evacuar Bavent. Habíamos cargado ya nuestro equipaje. Debíamos replegarnos con el estado mayor del regimiento. En el patio del castillo había una cocina de campaña humeante. Rosvita me rogó que le trajera una taza de café, pues no había desayunado todavía. Un poco nervioso y temiendo que podríamos perder la salida del camión, me negué y hasta me puse algo grosero. Así que ella misma saltó del camión, corrió con su cazo sobre sus tacones altos hacia la cocina, y llegó junto al café caliente al mismo tiempo que un obús disparado por uno de los barcos atacantes.
¡Oh, Rosvita, no sé qué edad tenías: sólo sé que medías noventa y nueve centímetros, que por tu boca hablaba el Mediterráneo, que olías a canela y a nuez moscada y que sabías penetrar en el corazón de todos los hombres; sólo en tu propio corazón no penetraste, porque de otro modo te hubieras quedado conmigo y no habrías corrido a buscar aquel café tan caliente!
En Lisieux, Bebra logró conseguirnos una orden de traslado a Berlín. Cuando nos encontramos frente a la Comandancia, nos dirigió por vez primera la palabra desde el deceso de Rosvita: —¡Nosotros, los enanos y bufones, no deberíamos danzar sobre un cemento vertido y endurecido para gigantes! ¡Ojalá Dios no nos hubiera movido de debajo de las tribunas, donde nadie sospechaba nuestra presencia!
En Berlín me separé de Bebra. —¿Qué vas a hacer en todos esos refugios subterráneos sin tu Rosvita? —me dijo, con una sonrisa tenue como una telaraña, y, besándome en la frente, me dio de escolta hasta la estación principal de Danzig a Kitty y a Félix provistos de salvoconductos oficiales, y me regaló los cinco tambores restantes de nuestro equipo. Así dotado y llevando siempre conmigo mi libro, el once de junio del cuarenta y cuatro, un día antes del tercer aniversario de mi hijo, llegué a mi ciudad natal, la cual, indemne y medieval todavía, seguía haciendo resonar de hora en hora sus campanas de diversos tamaños desde sus campanarios diversamente altos.