La espalda de Heriberto Truczinski

Nada puede reemplazar a una madre, dicen. Bien pronto después de su entierro había yo de empezar a echar de menos a mi pobre mamá. Las visitas de los jueves a la tienda de Segismundo Markus quedaron suprimidas; nadie me llevaba ya a ver el blanco uniforme de enfermera de la señorita Inge. Pero eran sobre todo los sábados los que me hacían dolorosamente presente la muerte de mamá: mamá ya no iba a confesar.

El barrio viejo, el consultorio del doctor Hollatz y la iglesia del Sagrado Corazón se habían ya cerrado para mí. Había perdido el gusto por las manifestaciones. ¿Y cómo podía seguir tentando a los transeúntes ante los escaparates, si hasta el oficio del tentador se le había hecho a Óscar insípido y sin atractivo? Ya no había allí una mamá que me llevara al Teatro Municipal para las funciones navideñas, o a los circos Krene o Busch. Puntualmente, pero solo y sin ganas de nada, proseguía mis estudios; íbame solitario por las calles rectilíneas y aburridas hasta el Kleinhammerweg y visitaba a Greta Scheffler que me contaba sus viajes con la organización de La Fuerza por la Alegría al país del sol de medianoche, en tanto que yo seguía comparando sin cesar a Goethe con Rasputín, no le hallaba salida a dicha comparación y me sustraía por lo regular a este siniestro círculo deslumbrante dedicándome a los estudios históricos. Una Lucha por la posesión de Roma, la Historia de la ciudad de Danzig, de Keyser, y el Calendario de la Flota de Köhler, mis antiguas obras modelo, me proporcionaron un mediano saber enciclopédico. Y así, por ejemplo, a la fecha aún estoy en condiciones de informar a ustedes exactamente acerca del blindaje, del número de cañones, de la botadura, terminación y tripulación de todos los navíos que participaron en la batalla naval de Skagerrak y de los que fueron hundidos o sufrieron daños en ella.

Iba ya para los catorce años, gustaba de la soledad y salía mucho de paseo. Me acompañaba mi tambor, pero lo usaba con moderación, porque con el deceso de mamá mi reaprovisionamiento regular de tambores se había hecho problemático y siguió siéndolo.

¿Fue ello en el otoño del treinta y siete o en la primavera del treinta y ocho? En todo caso iba yo piano pianito Avenida Hindenburg arriba, en dirección de la ciudad, y me hallaba aproximadamente a la altura del Café de las Cuatro Estaciones; caían las hojas o se abrían las yemas: en todo caso algo ocurría en la naturaleza; en esto me encontré con mi amigo y mentor Bebra, que descendía en línea directa del príncipe Eugenio y, por consiguiente, de Luis XIV.

Hacía tres años que no nos veíamos, y sin embargo, nos reconocimos a veinte pasos de distancia. No iba solo, sino que llevaba del brazo a una belleza, elegante y de aire meridional, unos dos centímetros más baja que Bebra y tres dedos más alta que yo, a la que me presentó como Rosvita Raguna, la sonámbula más célebre de Italia.

Bebra me invitó a una taza de café en el Café de las Cuatro Estaciones. Nos sentamos en el Acuario, y las señoras del café cuchichearon: —Fíjate en los liliputienses, Lisbeth, ¿los has visto? Deben ser del Krone; habrá que ir a verlos trabajar.

Bebra me dirigió una sonrisa que puso de manifiesto mil arruguitas, apenas perceptibles.

El camarero que nos sirvió el café era muy alto. Al pedirle la señora Rosvita un pastel, su mirada hubo de subir a lo largo del frac como si se tratara de una torre.

Bebra comentó: —No parece que las cosas le vayan muy bien a nuestro vitricida. ¿Qué os pasa, amigo mío? ¿Es el vidrio el que ya no quiere, u os falla la voz?

Joven e impetuoso como era, Óscar trató de suministrar una prueba inmediata de su arte en pleno florecimiento. Miré a mi alrededor, buscando, y me estaba concentrando ya en la gran superficie de vidrio del acuario, delante de los peces de adorno y de las plantas acuáticas, cuando, antes de que lanzara mi grito, Bebra me dijo: —¡No, amigo mío! Nos basta vuestra palabra. Nada de destrucciones, por favor, nada de inundaciones ni de matar peces.

Avergonzado, presenté ante todo mis excusas a la Signora Rosvita, que había sacado un abanico miniatura y se daba aire agitadamente.

—Mi mamá murió —traté de explicar—. No hubiera debido hacerlo. Le estoy resentido por ello. La gente anda siempre diciendo: Una madre lo ve todo, lo siente todo, lo perdona todo. ¡Eso no es más que blablablá para el día de las madres! Ella veía en mí a un gnomo y, si hubiera podido, habría eliminado al gnomo. Pero no pudo eliminarme, porque los hijos, aunque sean gnomos, están registrados en los papeles y no es posible suprimirlos así sin más ni más. Y además, porque yo era su gnomo, y si me hubiera suprimido, se habría suprimido y fastidiado a sí misma. Yo o el gnomo, debió decirse, y se decidió por ella, y ya no comió más que pescado, que ni siquiera era fresco, y despidió a sus amantes, y ahora que yace en Brenntau, dicen todos, los amantes y los parroquianos de la tienda: —Es el gnomo quien la ha enterrado a tamborazos. No quería seguir viviendo a causa de Oscarcito; ¡él es quien la mató!

Exageraba manifiestamente, pues quería impresionar lo más posible a la Signora Rosvita. Porque, después de todo, la mayoría de la gente atribuía la culpa de la muerte de mamá a Matzerath y, sobre todo, a Jan Bronski. Pero Bebra adivinó mis pensamientos.

—Exageráis, mi estimado. Ese rencor hacia vuestra difunta mamá son puros celos. Porque no habiendo ella ido a la tumba por causa vuestra, sino por la de sus amantes que la fatigaban, os sentís postergado. Sois malo y vanidoso, cual corresponde a un genio.

Y luego, después de un suspiro y de una mirada de soslayo a la Signora Rosvita: —No resulta fácil mantenerse ecuánime con nuestra talla. Conservarse humano sin crecimiento exterior, ¡qué empresa, qué oficio!

Rosvita Raguna, la sonámbula napolitana que tenía la piel tan lisa como arrugada, a la que daba yo dieciocho primaveras para admirarla acto seguido cual anciana de ochenta y tal vez noventa años, la Signora Rosvita acarició el traje elegante, de corte inglés a la medida, del señor Bebra, volvió luego hacia mí sus ojos mediterráneos, negros como cerezas, y, con una voz oscura y llena de promesas frutales que me conmovió y me dejó petrificado, dijo: —Carissimo Oscarnello; ¡cómo comprendo su dolor! Andiamo, véngase con nosotros, ¡Milano, Parigi, Toledo, Guatemala!

Sentí una especie de vértigo. La mano fresca y viejísima a la vez de la Raguna cogió la mía. Sentí batir en mi costa el mar Mediterráneo; unos olivos me susurraban al oído: —Rosvita será como tu mamá, Rosvita comprenderá. Ella, la gran sonámbula que lo penetra y lo conoce todo, todo menos a sí misma, ¡mammamia!, menos a sí misma, ¡Dio!

En forma extraña, Raguna retiró de repente y como horrorizada su mano, cuando apenas había empezado a penetrarme y a radiografiarme con su mirada de sonámbula. ¿Acaso mi hambriento corazón de catorce años la había asustado? ¿Habíase tal vez percatado de que para mí Rosvita, doncella o anciana, significaba Rosvita? Susurraba en napolitano, temblaba, se persignaba con frecuencia, como si los horrores que leía en mí no tuvieran fin, para acabar desapareciendo sin decir palabra detrás de su abanico.

Confuso, pedí una aclaración, rogué al señor Bebra que dijera algo. Pero él también, a pesar de su descendencia directa del príncipe Eugenio, estaba desconcertado, balbuceaba, hasta que finalmente se dio a comprender: —Vuestro genio, mi joven amigo, lo divino pero también lo demoníaco de ese genio vuestro, ha turbado un poco a mi buena Rosvita, y yo mismo he de confesar que esa desmesura peculiar que os arrebata de repente, me es extraña, aunque no totalmente incomprensible. Pero de todos modos, lo mismo da —Bebra iba recobrando su dominio—, sea cual sea vuestro carácter, venid con nosotros, trabajad con nosotros en el Espectáculo de los Milagros, de Bebra. Con un poco de disciplina y de moderación, podríais tal vez, aun en las condiciones políticas actuales, encontrar un público.

Comprendí inmediatamente. Bebra, que me había aconsejado estar siempre en las tribunas y nunca delante de ellas, había pasado a formar parte él mismo de los peatones, aunque siguiera presentándose ante el público en el circo. De modo que, al declinar yo cortésmente y sintiéndolo mucho su proposición, tampoco se decepcionó. Y la Signora Rosvita respiró ostensiblemente aliviada detrás de su abanico y volvió a mostrarme sus ojos mediterráneos.

Seguimos charlando como cosa de una hora, pedí al camarero un vaso vacío, canté en el vidrio un recorte en forma de corazón, canté alrededor, en grabado caligráfico, una inscripción: «Óscar a Rosvita», le regalé el vaso, la hice feliz con ello y, después que Bebra hubo pagado dando una buena propina, partimos.

Los dos me acompañaron hasta el Salón de los Deportes. Mostré con el palillo del tambor la tribuna desierta al otro extremo del Campo de Mayo y —ahora lo recuerdo: fue en la primavera del treinta y ocho— le conté a Bebra mis proezas de tambor debajo de las tribunas.

Bebra sonrió, no sin embarazo, y la Raguna puso cara seria. Pero al alejarse la Signora algunos pasos, me susurró Bebra al oído, al tiempo que se despedía: —He fracasado, mi buen amigo, ¿cómo podría, pues, seguir siendo vuestro maestro? ¡Ah! ¡Qué asco de política!

Luego me besó en la frente, como lo hiciera unos años antes al encontrarme entre las carretas del circo, la dama me tendió una mano como de porcelana, y yo me incliné con donaire, en forma tal vez demasiado experta para mis catorce años, sobre los dedos de la sonámbula.

—¡Volveremos a vernos, hijo mío! —dijo Bebra moviendo su mano en señal de despedida—. Cualesquiera que sean los tiempos, gentes como nosotros no se pierden.

—¡Perdonad a vuestros papás! —aconsejó la Signora—. ¡Acostumbraos a vuestra propia existencia, para que el corazón encuentre la paz y Satanás disgusto!

Sentí como si la Signora me hubiera vuelto a bautizar, aunque también inútilmente. Vade retro, Satanás —pero Satanás no se retiró. Los seguí con mirada triste y el corazón vacío y les dije adiós con la mano cuando ya subían a un taxi en el que desaparecieron por completo, pues se trataba de un Ford hecho para adultos, de modo que, al arrancar con mis amigos, parecía vacío y como si buscara clientes.

Bien traté de convencer a Matzerath de que me llevara al circo Krone, pero a Matzerath no había quien lo convenciera, entregado como se hallaba por completo al duelo por la pérdida de mamá, a la que, sin embargo, nunca había poseído por completo. Pero ¿quién era el que la había poseído por completo? Tampoco Jan Bronski; de haber alguno, habría sido yo en todo caso, que era el que más sufría de su ausencia y al que dicha ausencia alteraba toda la vida cotidiana, poniéndola inclusive en peligro. Mamá me había jugado una mala partida, y de mis dos papas no podía yo esperar nada. El maestro Bebra había encontrado a su maestro en Goebbels, el ministro de la Propaganda. Greta Scheffler absorbíase por completo en la obra del Socorro de Invierno: nadie ha de pasar hambre, nadie ha de pasar frío, decían. Yo me atuve a mi tambor y me fui aislando totalmente en la hojalata, que antaño fuera blanca y ahora iba adelgazando con el uso. Por las noches, Matzerath y yo nos sentábamos frente a frente. Él hojeaba sus libros de cocina y yo me lamentaba con mi tambor. Algunas veces Matzerath lloraba y escondía su cabeza en los libros. Las visitas de Jan Bronski se fueron haciendo cada vez más raras. En el terreno de la política, los dos hombres opinaban que había que ser prudentes, ya que no se sabía a dónde iría aquello a parar. Así, pues, las partidas de skat con algún tercero ocasional fueron espaciándose cada vez más y si acaso tenían lugar ya bien entrada la tarde, evitando toda alusión política, en nuestro salón, bajo la lámpara colgante. Mi abuela parecía haberse olvidado del camino de Bissau hasta el Labesweg. Guardaba rencor a Matzerath y tal vez también a mí, pues le había oído decir: —Mi pobre Agnés murió porque ya no podía aguantar más tanto tambor.

Y aunque tal vez tuviera yo la culpa de la muerte de mi pobre mamá, no por ello me aferraba con menos ahínco al tambor difamado, porque éste no moría, como muere una madre, y podía comprarse uno nuevo o hacer reparar el viejo por el anciano Heilandt o por el relojero Laubschad; porque me comprendía, me daba siempre la respuesta correcta y me era fiel, lo mismo que yo a él. Cuando en aquella época el piso se me hacía estrecho y las calles se me antojaban demasiado cortas o demasiado largas para mis catorce años, cuando durante el día no se presentaba ocasión para jugar al tentador frente a los escaparates y por la noche la tentación no era lo suficientemente intensa como para llevarme a tentar por los zaguanes oscuros, subía yo marcando el paso y el compás los cuatro tramos de la escalera, contando los ciento dieciséis peldaños, y deteniéndome en cada descansillo para tomar nota de los olores que se escapaban por cada una de las cinco puertas, porque los olores, lo mismo que yo, huían de la excesiva estrechez de los departamentos de dos habitaciones.

Al principio tuve todavía suerte de vez en cuando con el trompeta Meyn. Borracho y tendido entre las sábanas, podía tocar su trompeta en forma extraordinariamente musical y dar gusto a mi tambor. Pero, en mayo del treinta y ocho, abandonó la ginebra y anunció a la faz del mundo: «¡Ahora empieza una nueva vida!». Se hizo músico del cuerpo montado de la SA. Con sus botas y sus asentaderas de cuero, absolutamente sobrio, veíale en adelante subir la escalera saltando los peldaños de cinco en cinco. Sus cuatro gatos, uno de los cuales se llamaba Bismarck, los guardó, porque era lícito suponer que de vez en cuando la ginebra vencía de todos modos y lo ponía musical.

Era raro que yo llamara a la puerta del relojero Laubschad, hombre viejo y silencioso entre un barullo de doscientos relojes. Semejante despilfarro de tiempo podía a lo sumo permitírmelo una vez al mes.

El viejo Heilandt seguía teniendo su cobertizo en el patio del edificio. No había dejado de enderezar clavos torcidos. También seguía habiendo allí conejos y conejos de conejos como en los viejos tiempos. Pero los rapaces del patio eran otros. Ahora llevaban uniformes y corbatines negros y ya no cocían sopas de ladrillos. Apenas conocía los nombres de lo que allá crecía y me iba ganando en talla. Tratábase de otra generación; la mía había dejado ya la escuela. Hallábase ahora en el aprendizaje: Nuchi Eyke se hizo peluquero, Axel Mischke quería ser soldador en Schichau, Susi Kater se entrenaba para vendedora en los grandes almacenes Sternfeld y tenía ya un amigo titular. ¡A qué punto pueden cambiar en tres o cuatro años las cosas! Cierto que subsistía la barra para las alfombras y que en el reglamento interior seguía prescribiéndose: Sacudida de las alfombras, martes y viernes; pero en dichos dos días eso ya sólo se oía en sordina y como con timidez. Desde la toma del poder por Hitler había cada vez más aspiradoras en los pisos, y las barras de sacudir se iban quedando solas y no eran útiles más que a los gorriones.

Así, pues, sólo me quedaba la caja de la escalera y el desván. Bajo las tejas dedicábame a mi consabida lectura, y cuando añoraba a mis semejantes, bajaba por la escalera y llamaba a la primera puerta a la izquierda, en el segundo piso. Mamá Truczinski me abría siempre. Desde que en el cementerio de Brenntau me tomara de la mano y me llevara hasta la tumba de mi pobre mamá, abría siempre que Óscar se presentaba con sus palillos en el entrepaño de la puerta.

—Pero no toques demasiado fuerte, Oscarcito, porque Heriberto sigue todavía durmiendo: ha vuelto a tener una noche muy pesada y tuvieron que traerlo en auto. —Me pasaba luego al salón, me servía malta con leche y me daba también un trozo pardo de azúcar cande al extremo de un hilo, para que lo pudiera sumergir y lamer. Y yo bebía, chupaba el azúcar, y dejaba el tambor en paz.

Mamá Truczinski tenía una cabeza pequeña y redonda, cubierta por un pelo color gris ceniza muy fino en forma tan precaria que se le transparentaba el color rosado de la piel de la cabeza. Los escasos pelos tendían todos hacia el punto más sobresaliente de la parte posterior de la cabeza y formaban allí un moño que, a pesar de su reducido volumen —era más pequeño que una bola de billar—, se veía desde todos los lados, cualquiera que fuera la posición que ella adoptara. Unas agujas de hacer punto aseguraban su cohesión. Todas las mañanas, mamá Truczinski frotaba sus mejillas redondas, que cuando reía parecían postizas, con el papel de los paquetes de achicoria, que era rojo y desteñía. Tenía la mirada de un ratón. Sus cuatro hijos se llamaban: Heriberto, Gusta, Fritz y María.

María tenía mi edad, acababa de terminar la escuela pública y vivía con una familia de funcionarios en Schidlitz, donde hacía su aprendizaje de administración doméstica. A Fritz, que trabajaba en la fábrica de vagones, se le veía raramente. Tenía en rotación dos o tres muchachas que le preparaban la cama y con las que iba a bailar a Ohra, en el «Hipódromo». Criaba en el patio del edificio unos conejos, vieneses azules, pero se los tenía que cuidar mamá Truczinski, porque Fritz estaba siempre sumamente ocupado con sus amiguitas. Gusta, temperamento reposado de unos treinta años, servía en el Hotel Edén, junto a la Estación Central. Soltera todavía, vivía, como todo el personal, en el piso superior del rascacielos de aquel hotel de primera clase. Y finalmente Heriberto, el mayor, que, descontando las noches eventuales del mecánico Fritz, era el único que habitaba con su madre, trabajaba de camarero en el suburbio portuario de Neuf ahrwasser. De él es de quien ahora me propongo hablar. Porque, después de la muerte de mi pobre mamá, Heriberto constituyó durante una breve época feliz la meta de todos mis esfuerzos, y aún hoy sigo llamándole mi amigo.

Heriberto servía con Starbusch. Éste era el nombre del patrón de la taberna «Al Sueco», situada frente a la iglesia protestante de los marineros, cuyos clientes eran en su mayoría, como puede deducirse fácilmente de la inscripción «Al Sueco», escandinavos. Pero la frecuentaban también rusos, polacos del Puerto Libre, estibadores del Holm y marinos de los navíos de guerra del Reich alemán que venían de visita. Sólo las experiencias acumuladas en el «Hipódromo» de Ohra —pues antes de pasar a Fahrwasser Heriberto había servido en aquel local de baile de tercer orden— permitíanle dominar con su bajo alemán de suburbio entremezclado de modismos ingleses y polacos la confusión lingüística que imperaba en el Sueco. Pese a lo cual, la ambulancia lo llevaba una o dos veces al mes, contra su voluntad pero, eso sí, gratis, a la casa.

En estas ocasiones Heriberto tenía que permanecer tendido boca abajo respirando difícilmente, porque pesaba casi dos quintales, y guardar cama por unos días. Mamá Truczinski no cesaba en tales días de renegar, mientras atendía infatigablemente a su cuidado, y cada vez, después de renovarle el vendaje, se sacaba del moño una de las agujas de hacer punto y apuntaba con ella a un retrato encristalado que colgaba frente a la cama y representaba a un hombre bigotudo, de mirada sería y fija, fotografiado y retocado, muy parecido a la colección de bigotes que figuran en las primeras páginas de mi álbum de fotos.

Aquel señor que la aguja de hacer punto de mamá Truczinski señalaba no era sin embargo un miembro de mi familia, sino el papá de Heriberto, de Gusta, de Fritz y de María.

—Acabarás igual que tu padre —zaheríale en el oído al doliente Heriberto, que respiraba con dificultad. Pero nunca decía en forma clara cómo y dónde aquel hombre del marco negro había encontrado o tal vez buscado su fin.

—¿Quiénes fueron esta vez? —inquiría el ratón de pelo gris con los brazos cruzados.

—Suecos y noruegos, como siempre —contestaba Heriberto revolviéndose en la cama y haciéndola crujir.

—¡Como siempre, como siempre! ¡No me vengas con que siempre fueron los mismos! La última vez fueron los del buque escuela, cómo se llamaba, a ver, ayúdame, ah sí, del Schlageter ¿cómo decía? a sí, ¡y luego me vienes con que si suecos y noruegos!

La oreja de Heriberto —yo no podía ver su cara— se ponía colorada hasta el mismo borde: —¡Estos malditos, siempre fanfarroneando y haciéndose los valientes!

—Pues déjalos en paz. ¿A ti qué te importan? En la ciudad, cuando andan de permiso, siempre se comportan correctamente. Sin duda les has vuelto a calentar los cascos con tus ideas y con tu Lenin, o te has metido otra vez en lo de la guerra de España.

Heriberto ya no contestaba y mamá Truczinski se iba arrastrando los pies a la cocina, hacia su taza de malta.

Una vez curada la espalda de Heriberto, podía yo contemplarla. Se sentaba en la silla de la cocina, dejaba caer los tirantes sobre sus muslos metidos en la tela azul y se iba quitando lentamente la camisa de lana, como si graves pensamientos se lo dificultaran.

Era una espalda redonda, móvil. Los músculos se movían incesantemente. Un paisaje rosado sembrado de pecas. Abajo de los omóplatos crecía en abundancia un vello rubio fuerte, a ambos lados de la columna vertebral recubierta de grasa. Hacia abajo se iba rizando, hasta desaparecer en los calzoncillos que Heriberto llevaba aun en verano. Hacía arriba, del borde de los calzoncillos hasta los músculos del cuello, cubrían la espalda unas cicatrices abultadas que interrumpían el crecimiento del vello, eliminaban las pecas, formaban arrugas, escocían al cambiar el tiempo y ostentaban diversos colores que iban desde el azul oscuro hasta el blanco verdoso. Esas cicatrices me estaba permitido tocarlas.

Ahora que estoy tendido en mi cama viendo por la ventana los pabellones anexos de mi sanatorio con el bosque de Oberrath detrás, que contemplo desde hace meses y sin embargo no acabo de ver jamás, me pregunto: ¿qué más me ha sido dado tocar que fuera igualmente duro, igualmente sensible e igualmente turbador que las cicatrices de la espalda de Heriberto Truczinski? Las partes de algunas muchachas y mujeres, mi propio miembro, la regaderita de yeso del Niño Jesús y aquel dedo anular que, hace apenas dos años, el perro me trajo del campo de centeno y podía yo conservar, hace un año todavía, en un tarro de mermelada, sin tocarlo, sin duda, pero de todos modos tan claro y completo que aún hoy en día, si recurro a mis palillos, puedo sentir y contar todas sus articulaciones. Siempre que me proponía recordar las cicatrices de la espalda de Heriberto Truczinski, sentábame a tocar el tambor, para ayudar a la memoria, ante el tarro que contenía el dedo. Siempre que quería imaginarme el cuerpo de una mujer, lo que sólo ocurría raramente, reinventábame, falto de suficiente convicción respecto a las partes de la mujer que parecen cicatrices, las cicatrices de Heriberto Truczinski. Pero lo mismo podría decir que los primeros contactos con aquellas hinchazones sobre la vasta espalda de mi amigo prometíanme ya entonces que habría de conocer y poseer temporalmente esos endurecimientos que las mujeres presentan pasajeramente cuando se disponen al amor. Y las cicatrices de la espalda de Heriberto me prometían asimismo, ya en época tan temprana, el dedo, y aun antes de que las cicatrices me prometieran nada, fueron los palillos del tambor los que, a partir de mi tercer aniversario, me prometieron cicatrices, órganos genitales y, finalmente, el dedo. Pero he de remontarme todavía más atrás: ya en embrión, cuando Óscar no se llamaba Óscar todavía, prometíame el juego con mi cordón umbilical, sucesivamente, los palillos, las cicatrices de Heriberto, los cráteres ocasionalmente abiertos de mujeres más o menos jóvenes y, finalmente, el dedo anular, lo mismo que, a partir de la regaderita del Niño Jesús, mi propio sexo que, cual monumento permanente de mi impotencia y de mis posibilidades limitadas, llevo siempre conmigo.

Y heme aquí de vuelta a los palillos del tambor. De las cicatrices, de las partes blandas y de mi propio equipo, que ya sólo se endurece de vez en cuando, sólo me acuerdo, en todo caso, a través del rodeo que me dicta el tambor. He de cumplir los treinta para poder volver a celebrar mi tercer aniversario. Ustedes ya lo habrán adivinado: el objetivo de Óscar consiste en el retorno al cordón umbilical; a eso obedece el lujo de comentarios y el tiempo dedicado a las cicatrices de Heriberto Truczinski.

Antes de seguir adelante en la descripción y la interpretación de la espalda de mi amigo, quiero anticipar que, con excepción de una mordida en la tibia izquierda, herencia de una prostituta de Ohra, la parte anterior de su cuerpo poderoso, que presentaba un blanco amplio y por consiguiente difícil de proteger, no ostentaba cicatrices de ninguna clase. No podían con él sino por la espalda: los cuchillos finlandeses y polacos, las navajas de los estibadores del muelle de depósito y los espadines de los cadetes de los buques escuela sólo lograban marcar su espalda.

Cuando Heriberto terminaba su comida —tres veces por semana había croquetas de patata que nadie sabía hacer tan sutiles, tan faltas de grasa y, con todo, tan doradas como mamá Truczinski—, o sea cuando apartaba a un lado el plato, alargábale yo las Últimas Noticias. Y él dejaba caer sus tirantes, se bajaba la camisa a la manera como se monda un fruto y, mientras leía, me dejaba consultar su espalda. También mamá Truczinski permanecía durante estas consultas sentada por lo regular a la mesa reovillando la lana de los calcetines usados, formulando comentarios favorables o adversos y —como es de suponer— sin dejar de aludir de vez en cuando a la muerte terrible de aquel hombre que, fotografiado y retocado, colgaba de la pared, tras el vidrio, frente a la cama de Heriberto.

El interrogatorio empezaba tocando yo con el dedo una de las cicatrices. Algunas veces la tocaba también con uno de mis palillos.

—Vuelve a apretar muchacho. No sé cuál es. Ésa parece hoy estar dormida.

Y yo volvía a apretar con mayor fuerza.

—¡Ah, ésa! Fue un ucraniano. Se enzarzó con uno de Gdingen. Primero estaban sentados juntos a la mesa como si fueran hermanos. Luego el de Gdingen le dijo al otro: ruski, lo que sentó como un tiro al ucraniano, dispuesto a pasar por todo menos por ruski. Había descendido con madera Vístula abajo y, antes todavía, otro par de ríos más, de modo que traía en la bota su buena cantidad de dinero del que, pagando rondas, había soltado ya la mitad con Starbusch, cuando el de Gdingen le dijo ruski y yo, acto seguido, hube de separarlos, buenamente, por supuesto, como suelo hacerlo. Y Heriberto hallábase todavía con ambas manos ocupadas, cuando de pronto el ucraniano me dice a mí polaco de agua dulce, y el polaco, que trabajaba de día en la draga sacando barro, me dice una palabrita que sonaba como nazi. Bueno, Oscarcito, tú ya conoces a Heriberto; en un abrir y cerrar de ojos el de la draga, un tipo pálido de maquinista, yacía algo maltrecho delante del guardarropa. Y ya me disponía justamente a explicarle al ucraniano cuál era la diferencia entre un polaco de agua dulce y un muchacho de Danzig, cuando va y me pincha por detrás: y ésa es la cicatriz.

Cada vez que Heriberto decía «y ésa es la cicatriz», daba siempre la vuelta a las hojas del periódico, como para reforzar sus palabras, y bebía uno o dos sorbos de malta, antes de que me fuera permitido apretar la siguiente cicatriz.

—¡Ah, ésa! Ésa es muy pequeñita. Éso fue hace dos años, cuando hizo escala aquí la flotilla de torpederos de Pillau y los marinos hacían de las suyas, se las daban de señoritos y traían a todas las muchachas de cabeza. Lo que no me explico todavía es cómo aquel borracho llegó a la marina. Imagínate, Oscarcito, que venía de Dresde, ¡de Dresde! Claro que tú no puedes comprender lo que significa que un marino venga de Dresde.

Para apartar de Dresde los pensamientos de Heriberto, que se complacían más de la cuenta en la bella ciudad del Elba, y hacerlo volver a Neufahrwasser, tocaba yo una vez más la cicatriz que según él era pequeñita.

—Ah, sí, ¿qué decía? Era segundo timonel de un torpedero. Gritaba mucho y quería meterse con un pacífico escocés que tenía su barquito en el dique flotante. Fue a causa de Chamberlain, del paraguas y de todo lo demás. Yo le aconsejé buenamente, como suelo hacerlo, que se dejara de cuentos, máxime que el escocés no entendía palabra y no hacía más que dibujar sobre la mesa con su dedo bañado en aguardiente. Y cuando yo le digo: déjalo estar, muchacho, que no estás aquí en tu casa sino en la Sociedad de Naciones, el del torpedero me dice a mí «alemán estúpido», en sajón, por supuesto, con lo que le di un par que bastó para calmarlo. Pero como a la media hora, cuando yo me inclinaba para buscar un florín que se había ido rodando bajo la mesa y no podía verlo, porque bajo la mesa estaba oscuro, el sajón sacó su navajita y ¡zas!

Riéndose pasaba Heriberto a otra página de las Últimas Noticias, y añadía todavía: «Y ésa es la cicatriz». Dejaba luego el periódico a mamá Truczinski, que estaba refunfuñando, y se disponía a levantarse. Aprisa, antes de que Heriberto se fuera al retrete —yo le veía en la cara a dónde quería ir— y cuando se apoyaba ya sobre el borde de la mesa para incorporarse, le tocaba rápidamente una cicatriz negra violácea, suturada y del ancho que tiene de largo un naipe de skat.

—Heriberto ha de ir al retrete, muchacho. Luego te digo —pero yo volvía a apretar y pataleaba como si tuviera tres años, lo que siempre daba resultado.

—Bueno, para que no des guerra. Pero sólo muy rápido —Heriberto volvía a sentarse—. Ésa fue en Navidad del año treinta. El puerto estaba muerto. Los estibadores holgazaneaban por las calles y escupían a ver quién más. Después de la misa del gallo —acabábamos de preparar el ponche— vinieron, bien peinados y de azul y charol, los suecos y los finlandeses de la iglesia de enfrente. A mí la cosa ya no me gustó; me planto en el umbral de la puerta, veo sus caras como estampas de devoción y me digo; ¿qué quieren ésos con sus botones de ancla? Y de pronto, se arma: los cuchillos son largos y la noche breve. Bueno, los suecos y los finlandeses nunca se han querido mucho que digamos. Pero lo que Heriberto Truczinski tuviera que ver con ellos, sólo el diablo lo sabe. Lo que pasa es que ése es mi sino y, cuando hay pelea, Heriberto no puede permanecer inactivo. No hago más que salir a la puerta, y el viejo Starbusch me grita todavía: —¡Ten cuidado, Heriberto!— Pero Heriberto tiene una misión, se propone salvar al pastor protestante, que es un jovencito inexperto, acabado de llegar de Malmö y del seminario, que nunca ha celebrado todavía una Navidad con suecos y finlandeses en una misma iglesia; se propone salvarlo, agarrándolo de los brazos, para que llegue a su casa sano y salvo; pero apenas le toco la ropa al santo varón, y ya la hoja brillante me entra por detrás, y yo pienso todavía «¡Feliz Año Nuevo!», y eso que sólo estábamos en Nochebuena. Y al volver en mí, heme ahí tendido sobre el mostrador de la taberna, y mi joven sangre llenando gratis los vasos de cerveza, y el viejo Starbusch acercándose con su cajita de parches de la Cruz Roja y queriendo hacerme el llamado vendaje de emergencia.

—Pero ¿por qué tenías tú que meterte? —regañaba mamá Truczinski, sacándose una aguja de hacer punto del moño—. Y eso que tú nunca vas a misa. Al contrario.

Heriberto hizo un gesto de rechazo y, arrastrando su camisa y con los tirantes colgando, se dirigió al retrete. Iba de malhumor y dijo también, malhumorado: «¡Y ésa es la cicatriz!». Y echó a andar como si de una vez por todas quisiera distanciarse de la iglesia y de las cuchilladas que lleva aparejadas, como si el retrete fuera el lugar donde uno se hace o puede seguir siendo librepensador.

Pocas semanas después, encontré a Heriberto callado y hostil a toda consulta. Lo veía acongojado y, sin embargo, no llevaba el vendaje acostumbrado, antes bien, me lo encontré tendido en forma completamente normal, sobre la espalda, en el sofá del salón. No estaba pues guardando cama en calidad de herido, y sin embargo parecía harto maltrecho. No hacía más que suspirar, invocar a Dios, Marx y Engels y maldecirlos a un tiempo. De vez en cuando agitaba el puño en el aire, para luego dejarlo caer sobre su pecho y, ayudándose con el otro, golpeárselo, como un católico que exclama mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.

Heriberto había matado a un capitán letón. Cierto que el tribunal lo absolvió —había obrado, como ocurre con frecuencia en su profesión, en defensa propia. Sin embargo, a pesar de la sentencia absolutoria, el letón seguía siendo un letón muerto, y pesaba terriblemente sobre la conciencia del camarero, por más que se dijera del capitán que era un hombrecillo delicado y, por añadidura, enfermo del estómago.

Heriberto no volvió al trabajo. Había renunciado al puesto. El tabernero Starbusch venía a verlo a menudo; se sentaba junto a Heriberto al lado del sofá, o con mamá Truczinski a la mesa de la cocina, sacaba de su portafolio una botella de ginebra Stobbes cero-cero para Heriberto o media libra de café sin tostar procedente del Puerto Libre para mamá Truczinski. Trataba alternativamente de convencer a Heriberto y a mamá Truczinski para que ésta convenciera a su vez a aquél. Pero Heriberto se mantuvo duro, o blando —como se quiera llamarlo—, y no quería seguir siendo camarero, y menos aún en Neufahrwasser frente a la iglesia de los marinos. No quería ni volver a oír hablar de ser camarero, porque al camarero lo pinchan, y el pinchado acaba matando un buen día a un pequeño capitán letón, aunque sólo sea para quitárselo de encima, y porque no está dispuesto a que un cuchillo letón añada en la espalda de Heriberto Truczinski una cicatriz más a las muchas cicatrices finlandesas, suecas, polacas, hanseáticas y alemanas que ya se la tienen marcada en todos los sentidos.

—Antes me iría a trabajar a la aduana que volver a servir de camarero en Fahrwasser —decía Heriberto. Pero tampoco había de ingresar en la aduana.