Setenta y cinco kilos
Viasma y Briansk; luego vino el período del barro. También Óscar empezó a mediados de octubre del cuarenta y uno a revolver activamente el barro. Que se me perdone si confronto los éxitos en el fango del grupo de ejércitos del centro con mis éxitos en el terreno escabroso e igualmente fangoso de la señora Lina Greff. Lo mismo que se atascaron allí, poco antes en Moscú, los tanques y camiones, así también me atasqué yo; allí, sin duda, las ruedas seguían rodando y revolviendo el barro; yo, sin duda, tampoco cedí —llegué literalmente a arrancarle espuma al barro de la Greff—, pero ni frente a Moscú ni en el dormitorio de la habitación de los Greff podía hablarse propiamente de avances.
Y no quiero abandonar todavía la comparación: así como los estrategas futuros sacarían entonces la enseñanza de las operaciones atascadas en el barro, del mismo modo saqué yo también mis conclusiones de la lucha contra el fenómeno natural greffiano. No deben subestimarse los esfuerzos llevados a cabo durante la guerra en el frente interior. Óscar contaba entonces diecisiete años y adquirió su madurez viril, a pesar de su juventud, en el intrincado y pérfido terreno de maniobras de Lina Greff. Abandonando ahora los símiles bélicos, mido los progresos de Óscar en términos de arte para decir: Si María, con su fragancia ingenua y excitante de vainilla, me enseñó el tono menor y me familiarizo con lirismos como el del polvo efervescente o la recolección de champiñones, el ambiente odorífero fuertemente agrio y compuesto de efluvios múltiples de la Greff había de depararme en cambio aquella vasta inspiración épica que me permite hoy enunciar conjuntamente, en una misma frase, los éxitos del frente y los de la alcoba. ¡Música, pues! De la armónica infantilmente sentimental y, con todo, tan dulce de María, pasé directamente al estrado del director de orquesta; porque es el caso que Lina Greff me brindaba una orquesta tan rica y variada como sólo podría encontrársela a lo sumo en Bayreuth o en Salzburgo. Allí me familiaricé yo con el viento, la percusión y el metal, el pizzicato y el stringendo; allí aprendí a distinguir si se trataba del bajo continuo o del contrapunto, del sistema dodecafónico o del de nueve tonos, el ataque del scherzo, el tiempo del andante: mi estilo era a la vez de una estricta precisión y de una suave fluidez; Óscar extraía de la Greff hasta lo último, y permanecía de todos modos descontento, si no insatisfecho, cual corresponde a un verdadero artista.
De nuestra tienda de ultramarinos a la verdulería de los Greff no había más que unos veinte de mis pasitos. El comercio de ellos quedaba casi enfrente del nuestro, o sea que quedaba mejor, mucho mejor que la vivienda del panadero Alejandro Scheffler en el Kleinhammerwerg. Posiblemente se deba a esta situación de las respectivas tiendas el que yo realizara más progresos en el estudio de la anatomía femenina que en el de mis maestros Goethe y Rasputín. Pero también es posible que esta desigualdad de mi nivel cultural, patente hoy todavía, se deje explicar y aun justificar en su caso por la diversidad entre mis dos maestras. Pues en tanto que Lina Greff no se proponía en modo alguno instruirme, sino que ponía sencilla y pasivamente su caudal a mi disposición cual material de contemplación y experimentación, Greta Scheffler, en cambio, tomaba su vocación de institutriz mucho más en serio de lo debido. Quería registrar éxitos positivos, y oírme leer en voz alta, y observar mis dedos de tambor aplicados a la caligrafía, y congraciarme con la dulce gramática, sacando al propio tiempo algunos beneficios para ella de toda esa amistad. Pero, al rehusarle Óscar todo signo visible de progreso, Greta Scheffler perdió la paciencia y, poco después de la muerte de mi pobre mamá, transcurridos de todos modos siete años de enseñanza, volvió a sus labores y, comoquiera que el matrimonio panadero siguiera sin tener hijos, ya sólo me regalaba de vez en cuando, sobre todo en ocasión de las grandes festividades, jerseys, medias y manoplas de su propia confección. Todo aquello de Goethe y Rasputín acabó entre nosotros, y sólo a los extractos de los dos maestros que guardaba ora en un lugar ora en otro, las más de las veces, sin embargo, en el tendedero del desván de nuestro inmueble, debe Óscar el que esta parte de sus estudios no se desecara por completo: cultivéme, pues, yo mismo y alcancé a formarme así un criterio propio.
La enfermiza Lina Greff, en cambio, estaba atada a la cama, de modo que no podía escapárseme o abandonarme, porque su enfermedad era sin duda prolongada, pero de todos modos no lo suficientemente seria como para que la muerte hubiera podido arrebatármela prematuramente. Mas como en este planeta nada hay eterno, fue Óscar el que abandonó a la valetudinaria en el momento en que pudo considerar sus estudios como terminados.
Ustedes dirán, sin duda: ¡en cuán limitado universo hubo de formarse este joven! Tuvo que reunir el equipo y para su vida ulterior, para su vida adulta, entre una tienda de ultramarinos, una panadería y una tienda de verduras. Aun cuando deba yo admitir que Óscar reunió efectivamente sus primeras impresiones, tan importantes, en un ambiente pequeñoburgués así de enmohecido, hubo de todos modos un tercer maestro. A él estaba reservado abrir a Óscar el mundo y hacer de él lo que es hoy, una persona que, a falta de mejor título, designo con el nombre insuficiente de cosmopolita.
Me refiero, como los más perspicaces entre ustedes lo habrán ya adivinado, a mi maestro y mentor Bebra, al descendiente directo del príncipe Eugenio, al vástago de la estirpe de Luis Catorce, al liliputiense y payaso musical Bebra. Cuando digo Bebra, pienso también, por supuesto, en la dama que lo acompañaba, en la gran sonámbula Rosvita Raguna, la bella intemporal en la que durante aquellos años sombríos en los que Matzerath me quitó a María hube de pensar a menudo. ¿Qué edad podrá tener la signora?, preguntábame yo. ¿Es una muchachita en flor de veinte años, si no de diecinueve? ¿ó será esa grácil anciana nonagenaria llamada a encarnar todavía incorruptiblemente por otros cien años la juventud eterna en miniatura?
Si lo recuerdo bien, mi encuentro con estos dos seres que me son tan afines fue poco después de la muerte de mi pobre mamá. En el Café de las Cuatro Estaciones bebimos juntos nuestro moka, y luego nuestros caminos se separaron. Había entre nosotros ligeras divergencias políticas que no dejaban de tener importancia: Bebra era allegado del Ministerio de Propaganda del Reich según pude deducirlo de sus insinuaciones, tenía acceso a las habitaciones privadas de los señores Goebbels y Goering, lo que trató de explicarme y de justificar de las maneras más diversas. Me habló de la posición influyente de los bufones en las cortes de la Edad Media; mostróme reproducciones de cuadros de pintores españoles, que exhibían a un Felipe o a un Carlos cualquiera rodeados de sus cortesanos y, en medio de estas sociedades ceremoniosas, veíanse algunos bufones rizados, vestidos con encajes y pantalones bombachos, de proporciones más o menos como las de Bebra y acaso también las mías. Y es precisamente porque estas imágenes me gustaban —todavía puedo confesarme cual un ferviente admirador del genial pintor Diego Velázquez— por lo que no se lo quise poner a Bebra demasiado fácil. Dejó, pues, de comparar la institución de los bufones en la corte del cuarto Felipe español con su posición cerca del advenedizo renano Joseph Goebbels, y empezó a hablar de los tiempos difíciles, de los débiles que temporalmente han de ceder el paso, de la resistencia que florece en la clandestinidad; total, que salió a relucir la expresionceja ésa de «emigración interior», y por ello los caminos de Óscar y de Bebra se separaron.
No es que yo le guardara rencor al maestro. Antes bien, en todas las carteleras busqué en el curso de los años siguientes los anuncios de las variedades y de los circos, esperando encontrar en ellos el nombre de Bebra y, efectivamente, lo encontré un par de veces, juntamente con el de la signora Raguna, pese a lo cual nada emprendí que pudiera conducir a un encuentro con estos dos amigos.
Dejaba yo la cosa al azar, pero el azar falló, porque, si los caminos de Bebra y el mío se hubieran cruzado ya en otoño del cuarenta y dos y no hasta el año siguiente, Óscar nunca habría sido el alumno de Lina Greff, sino el discípulo de Bebra. Así, en cambio, atravesaba yo día tras día el Labesweg, a menudo desde muy temprano, penetraba en la verdulería, deteníame primero por razones de cortesía como una media horita junto al verdulero que se iba convirtiendo cada vez más en un tipo raro de aficionado a los trabajos manuales, contemplábale construir sus máquinas extravagantes, repiqueteantes, ululantes y chirriantes y, cuando entraba algún cliente, se lo advertía dándole con el codo, ya que, en aquella época, Greff apenas se daba cuenta de lo que ocurría a su alrededor. ¿Qué había sucedido? ¿Qué es lo que había hecho tan taciturno al jardinero y amigo de la juventud, antes tan espontáneo y jocoso? ¿Qué es lo que lo llevaba a aislarse en esa forma y a convertirse en un hombre ya de edad que descuidaba su aspecto externo?
La juventud ya no venía a verlo. Lo que estaba creciendo no sabía quién era. La guerra había diseminado por todos los frentes su cohorte de los buenos tiempos. Llegaban cartas de los diversos sectores militares, luego ya sólo fueron tarjetas postales, y un día recibió Greff indirectamente la noticia de que su preferido Horst Donath, primero explorador y luego jefe de escuadrón en las juventudes del Partido, había caído como teniente en el Donetz.
A partir de aquel día, Greff empezó a envejecer, descuidó su aspecto externo y se entregó por completo a sus trabajos manuales, a tal punto que se veían en la verdulería más máquinas repiqueteantes y mecanismos ululantes que patatas y repollos. Claro está que también la situación general del aprovisionamiento contribuía a ello; las entradas de mercancías se hacían raras e irregulares, y Greff no estaba en condiciones, como Matzerath, de convertirse en hábil comprador de mayoreo valiéndose de sus relaciones.
La tienda tenía un aspecto triste, y en el fondo hubiera habido motivo para alegrarse de que los inútiles aparatos sonoros de Greff decoraran y llenaran el espacio en forma no por cómica menos decorativa. A mí me gustaban los productos surgidos del cerebro cada vez más rizado del maniático de los trabajos manuales Greff. Cuando hoy contemplo los engendros de cordeles anudados de mi enfermero Bruno, me acuerdo de la exposición de Greff. Y al igual que Bruno saborea mi interés, mitad sonriente y mitad serio, en sus pasatiempos artísticos, así gozaba también Greff, a su manera distraída, cuando observaba que una u otra de sus máquinas musicales me gustaba. Él, que por espacio de años no se había ocupado de mí, sentíase ahora decepcionado cuando, después de media horita, abandonaba yo su tienda convertida en taller, para visitar a su esposa Lina Greff.
¿Qué puedo contarles de aquellas visitas a la mujer permanentemente encamada que la mayoría de las veces se prolongaban durante dos o dos horas y media? Entraba Óscar y hacíale ella señal desde la cama: —Ah, eres tú, Oscarcito. Ven métete aquí bajo las plumas, que en el cuarto hace frío, y ese Greff apenas ha encendido la estufa —así, pues, deslizábame yo bajo el edredón, dejaba mi tambor y aquellos palillos que acababa de emplear junto a la cama, y sólo permitía a un tercer palillo, algo usado y fibroso, visitar conmigo a Lina.
No quiere decir esto que me desvistiera para meterme en la cama con Lina. En lana, en terciopelo y con mis zapatos de piel, subía yo y, después de cierto tiempo y a pesar de una labor esforzada y caldeante, volvía a salir de entre las revueltas plumas con mis ropas apenas en desorden.
Cuando acababa de salir de la cama de Lina y cargado todavía de las emanaciones de su esposa hube visitado varias veces al verdulero, se estableció una costumbre a la que por mi parte me adapté de buena gana. En efecto, mientras yo permanecía todavía en la cama de la Greff y practicaba aún mis últimos ejercicios, entraba el verdulero en el dormitorio con una palangana llena de agua caliente, depositábala sobre un escabel, dejaba una toalla y jabón a su lado, y abandonaba el cuarto, sin dedicar a la cama una sola mirada.
Por lo regular, Óscar arrancábase entonces rápidamente al calor del nido que se le había brindado, dirigíase a la palangana y sometíase a sí mismo y al palillo que acababa de mostrar su eficacia en el lecho a una limpieza a fondo; bien comprendía yo que a Greff le resultaba insoportable el olor de su mujer, aun cuando fuera de segunda mano.
Así, en cambio, recién lavado, era bien acogido por el verdulero. Me hacía la demostración de todas sus máquinas y de sus respectivos ruidos, y aún me extraña a la fecha que, a pesar de esta familiaridad tardía, no se estableciera entre Óscar y Greff amistad alguna y que Greff siguiera siéndome ajeno y sólo lograra despertar acaso mi interés, pero jamás mi simpatía.
En septiembre del cuarenta y dos —acababa yo de dejar atrás sin mayor gloria mi décimo octavo aniversario, en tanto que en la radio el sexto ejército conquistaba Stalingrado—, construyó Greff su máquina-tambor. En un armazón de madera suspendió en equilibrio dos platillos cargados con patatas y quitó a continuación, del platillo izquierdo, una patata: la balanza se inclinó, liberando un trinquete que disparó el mecanismo de tamboreo instalado sobre la armazón; y aquello fue un redoblar y hacer ¡pum! y traquetear y rechinar, un percutir de platillos y un retumbar del parche para desembocar a la postre, todo junto, en un berrido final trágicamente discordante.
A mí la máquina me gustó. Una y otra vez le rogaba a Greff que la hiciera funcionar. Como que Óscar se imaginaba que el verdulero aficionado la había inventado y construido a causa de él y para él: error, sin embargo, que no había de tardar en hacerse vivamente patente. Es posible que Greff pensara en mí al hacerla, pero la máquina era para él, y el final de la máquina fue también el suyo.
Fue una mañana muy temprano, una de esas mañanas lúcidas de octubre, como sólo el viento nordeste sirve gratis a domicilio. Había yo dejado a primera hora la habitación de mamá Truczinski y salía a la calle en el preciso momento en que Matzerath subía la cortina metálica de nuestra tienda. Llegué a su lado cuando hacía subir con un traqueteo los listones pintados de verde, acogí primero la nube de olores de ultramarinos que se había acumulado durante la noche en el interior de la tienda y recibí, a continuación, el beso matutino de Matzerath. Antes de que María hiciera su aparición atravesé el Labesweg, proyectando hacia el oeste una larga sombra sobre el empedrado, porque a la derecha, al este y sobre la Plaza Max Halbe, el sol subía por sus propios medios, sirviéndose probablemente del mismo truco que hubo de emplear el barón de Münchhausen cuando se sacó a sí mismo del charco tirando de su propia coleta.
Cualquiera que conociese como yo al verdulero Greff habríase igualmente sorprendido al ver que a aquella hora el escaparate y la puerta de su tienda permanecían con las cortinas echadas y cerrados. Cierto que los últimos años habían ido convirtiendo a Greff cada vez más en un Greff raro, pero hasta entonces nunca había dejado de observar puntualmente las horas de apertura y cierre.
Tal vez esté enfermo, pensó Óscar, para rechazar en el acto la idea. Porque, ¿cómo podía enfermarse de un día para otro, a pesar de algunas manifestaciones recientes de envejecimiento, aquel hombre elemental, aquel Greff que, el último invierno todavía, aunque no con la misma frecuencia de antes, había practicado agujeros en el hielo del Báltico para bañarse en ellos? Allí el privilegio de guardar cama ejercíalo con asiduidad suficiente la señora Greff, y además yo sabía que Greff despreciaba las camas blandas y dormía con preferencia en camas de campaña o en duros catres. No, no había enfermedad alguna capaz de retener al verdulero en la cama.
Situéme, pues, delante de la verdulería cerrada, volví la vista hacia nuestra tienda y observé que Matzerath se hallaba ocupado en el interior; y sólo entonces procedí al discreto redoble de unos compases sobre mi tambor, con la esperanza de que alcanzaran el oído sensible de la Greff. No hubo necesidad de mucho ruido; en seguida se abrió la segunda ventana de la derecha, junto a la puerta de la tienda. La Greff, en camisón y con la cabeza llena de rizadores y una almohada apretada contra el pecho, mostróse por encima del cajón de los geranios: —¿Ah, eres tú, Oscarcito? Métete ya, no esperes ahí afuera con el frío que hace.
A manera de explicación, di con uno de los palillos unos golpecitos en la cortina metálica del escaparate.
—¡Alberto! —gritó—. ¡Alberto! ¿Dónde estás? ¿Qué haces? —sin dejar de llamar a su marido, abandonó la ventana. Hubo un batir de puertas, la oí moverse por la tienda y, de pronto, se puso a chillar. Chillaba en la bodega, pero yo no podía ver por qué gritaba, porque el tragaluz de la bodega, a través del cual solían verterse las patatas los días de entrega —cada vez más raros durante los años de guerra—, estaba también atrancada. Al pegar yo un ojo a las maderas alquitranadas que tapaban el tragaluz, pude ver que en la bodega estaba encendida la luz eléctrica. Alcanzaba asimismo a distinguir la parte superior de la escalera de la bodega, en la que había tirado algo blanco, que probablemente era la almohada de la Greff.
Seguramente la había perdido en la escalera, porque ya no estaba ella en la bodega, sino que volvía ahora a chillar en la tienda y, acto seguido, en el dormitorio. Descolgó el teléfono, chillaba y marcó un número y, luego gritaba en el teléfono; pero Óscar no podía entender de qué se trataba, sino sólo la palabra accidente y la dirección, Labesweg 24, que repitió varias veces chillando, y luego colgó; y luego, chillando, en camisón y sin almohada, pero con los rizadores, llenó la ventana, volcándose con su exuberancia pectoral, que yo conocía bien, sobre el cajón de los geranios, al tiempo que con ambas manos se golpeaba las carnosas turgencias sonrosadas y chillaba a tal punto, por encima de ellas, que la calle se hacía estrecha y Óscar creía ya que, ahora, la Greff iba también a empezar a romper los vidrios con sus gritos; pero no se rompió ningún vidrio. Abriéronse precipitadamente las ventanas, aparecieron los vecinos, las mujeres preguntábanse unas a otras a gritos, los hombres vinieron corriendo, el relojero Laubschad —al principio con sólo la mitad de sus brazos en las mangas de su chaqueta—, el viejo Heilandt, el señor Reissberg, el sastre Libischewski, el señor Esch, de los portales más inmediatos; vino inclusive Probst —no el peluquero, sino el de la carbonería— con su hijo. Matzerath llegó corriendo con su guardapolvo de tendero en tanto que María, con el pequeño Kurt en brazos, permanecía de pie en el umbral de la tienda de ultramarinos.
Resultóme empresa fácil desaparecer en el concurso de los adultos y eludir a Matzerath, que me buscaba. Él y el relojero Laubschad fueron los primeros que se dispusieron a actuar. Trataron de penetrar en la habitación por la ventana, pero la Greff no dejaba subir a nadie, y menos entrar. Entre arañazos, golpes y mordiscos se las arreglaba para chillar cada vez más alto y, en parte, inclusive en forma inteligible. Primero, gritaba, había que esperar la llegada de la ambulancia; hacía ya rato que ella la había llamado por teléfono, y no era necesario, pues, que nadie más llamara, ya que ella sabía muy bien qué era lo que había que hacer en estos casos. Que se ocuparan ellos de sus propias tiendas, que ella tenía ya más que suficiente con lo suyo. Curiosear, eso es lo que querían, curiosear y nada más; eso eran los amigos cuando a uno le sobreviene una desgracia. Y en medio de sus lamentaciones hubo de descubrirme a mí entre la concurrencia reunida frente a su tienda, porque me llamó, y comoquiera que entretanto se había desembarazado de los hombres, me alargó los brazos, y alguien —Óscar cree hoy todavía que fue el relojero Laubschad— me levantó en vilo y, contra la voluntad de Matzerath, quiso pasarme al interior, y casi a la altura del cajón de geranios me estaba alcanzando Matzerath cuando ya Lina Greff me había agarrado, me apretaba contra su tibio camisón y ya no gritaba, sino que sólo lloraba y gemía en voz alta y, gimiendo en voz alta, absorbía el aire a bocanadas.
En la misma medida que los chillidos de la señora Greff habían excitado a los vecinos convirtiéndolos en una banda gesticulante y desvergonzada, así logró su débil pero audible gemido hacer del concurso que se había reunido frente al cajón de geranios una masa silenciosa, que no sabía qué hacer con los pies y apenas se atrevía a mirar a la llorona a la cara, poniendo toda su esperanza, su curiosidad y su simpatía en la ambulancia que estaba por llegar.
Tampoco a Óscar le resultaba agradable el gemir de la Greff. Traté, pues, de deslizarme algo más abajo, para no quedar tan cerca de sus quejidos, y logré efectivamente dejar el soporte de su cuello y sentarme a medias sobre el cajón de las flores. Pero aun allí sentíase Óscar demasiado observado, porque María, con el nene en brazos, permanecía ante la puerta de la tienda. Así que abandoné también dicho asiento, sintiendo lo penoso de mi situación y pensando sólo en María —los vecinos me tenían enteramente sin cuidado—, logré desprenderme del litoral de la Greff, que temblaba demasiado y me recordaba la cama.
Lina Greff se dio cuenta de mi huida, o ya no contaba con fuerzas suficientes para retener aquel cuerpecito que, por espacio de tanto tiempo, le había brindado asiduamente un sustituto. Tal vez Lina intuyera también que Óscar se le escapaba para siempre, que con sus chillidos había engendrado un ruido que, mientras por una parte se convertía en muro y bastidor sonoro entre la doliente y el tambor, por otra parte derrocaba un muro que se alzaba entre María y yo.
Hallábame en el dormitorio de los Greff. El tambor me colgaba inseguro y en bandolera. Óscar conocía bien el cuarto y habría podido recitar de memoria, a lo ancho y a lo largo, la alfombra de color verde jugoso. Aún estaba sobre el escabel la palangana con el agua sucia y jabonosa del día anterior. Cada cosa ocupaba su lugar y, sin embargo, los muebles, usados, hundidos o rayados, antojábanseme nuevos o por lo menos renovados, como si todo lo que allí en torno se mantenía sobre cuatro pies o cuatro patas hubiera necesitado del chillido y luego del gemido agudo de Lina Greff para cobrar un nuevo brillo terriblemente frío.
La puerta de la tienda estaba abierta. Óscar no quería; pero luego dejóse de todos modos atraer hacia aquel local que olía a tierra seca y cebollas y al que la luz del sol, que penetraba por las rendijas de las cortinas del escaparate, dividía entre haces en los que se veía flotar el polvo. La mayor parte de las máquinas de ruidos o de música de Greff permanecían bañadas en una semioscuridad, y sólo en algunos detalles, en una campanilla, en los travesaños de madera contrachapeada, en la parte inferior de la máquina-tambor, se manifestaba la luz y me mostraba las patatas mantenidas en equilibrio.
La trampa que, lo mismo que en nuestra tienda, tapaba detrás del mostrador la entrada de la bodega, estaba abierta. Nada sujetaba la plancha de tablas que la Greff seguramente había levantado en su chillona precipitación, olvidando, sin embargo, fijar el gancho al soporte del mostrador. Con un ligero empujón Óscar habría podido tumbarla, cerrando la bodega.
Manteníame inmóvil algo detrás de las tablas que exhalaban un olor de polvo y moho, con la mirada fija en aquel cuadrilátero violentamente iluminando que enmarcaba una parte de la escalera y del piso de cemento de la bodega. Arriba y a la derecha del cuadrado se veía parte de una tarima con gradas, que debía de ser una nueva invención de Greff, ya que en mis visitas ocasionales anteriores a la bodega nunca había visto aquel armatoste. Pero no era la tarima la que retenía por tanto tiempo y con tanta fascinación la mirada de Óscar clavada en el interior de la bodega, sino la vista que, en raro escorzo, ofrecían en el rincón superior derecho del cuadro dos medias de lana metidas en sendas botas de lazos. Aunque yo no alcanzara a ver las suelas de las botas, pude reconocerlas en el acto como las botas de marcha de Greff. Eso no ha de ser Greff, me dije, que esté ahí parado y a punto de echarse a andar, porque las botas no se apoyan, sino que flotan más bien por encima de la tarina, a menos que, por estar inclinadas hacia abajo, alcancen a tocar las tablas, aunque sea de puntas. Y por espacio de un segundo se imaginó a un Greff manteniéndose sobre las puntas de sus botas, ya que a un gimnasta y naturalista como él bien podía suponérsele capaz de un ejercicio tan cómico, aunque no por ello menos violento.
Para cerciorarme de la exactitud de mi suposición, así como para poder reírme luego a expensas del verdulero, bajé con precaución los empinados peldaños de la escalera, tocando al propio tiempo en mi tambor, si no recuerdo mal, aquella cosa que mete miedo y lo disipa: «¿Está la Bruja Negra ahí? ¡Sí, sí, sí!».
Sólo al sentirse firme sobre el piso de cemento dejó Óscar deslizarse su mirada en torno sobre paquetes amontonados de sacos de cebollas vacíos y sobre cajas de fruta apiladas y vacías igualmente, hasta acercarse, entre todo aquel maderamen nunca visto anteriormente, al lugar en que las botas de marcha de Greff colgaban o bien estaban tocando las tablas con las puntas.
Supe, por descontado, que Greff colgaba. Las botas colgaban, y con ellas colgaban también las gruesas medias verdinegras. Rodillas desnudas de hombre por encima de la vuelta de las medias; muslos peludos hasta el borde del pantalón: ahí me entró un escozor cosquilleante que, partiéndome de los órganos sexuales y siguiendo el trasero y la espalda insensible, se me subía a lo largo de la espina dorsal, se me fijaba en el cogote, me bañaba de sudor frío, se me bajaba otra vez hasta metérseme entre las piernas, encogíame la bolsita ya de por sí pequeña, volvía a fijárseme en el cogote, saltando la espalda que ya se me encorvaba, y ahí se estrechaba —hoy todavía siente Óscar el escozor y el piquete cuando alguien habla en su presencia de colgar, aunque no sea más que la ropa: no sólo colgaban las botas de marcha, las medias de lana, las rodillas y el pantalón corto, sino que era Greff entero el que allí colgaba del pescuezo y ponía, por encima de la cuerda, una cara esforzada no exenta de afectación teatral.
El escozor y el piquete cedieron en forma sorprendentemente rápida. La vista de Greff me fue pareciendo normal, porque, después de todo, la actitud de un ahorcado resulta tan normal y natural como la vista, por ejemplo, de un hombre que anda sobre las manos, que se sostiene en equilibrio sobre la cabeza o que pone realmente una triste figura al montar sobre un penco de cuatro patas para cabalgarlo.
Y luego, el decorado. Sólo entonces pudo Óscar apreciar el lujo de preparativos con que Greff se había rodeado a sí mismo. El marco y el ambiente en los que Greff colgaba eran de lo más rebuscado y extravagante. El verdulero había escogido una forma de muerte digna de él y había hallado una muerte exacta. Él, que en vida había tenido dificultades y un cambio penoso de correspondencia con los funcionarios de Pesas y Medidas; él, que se había visto confiscar varias veces la balanza y las pesas; él, que por el peso incorrecto de frutas y legumbres había debido pagar multas, pesóse a sí mismo al gramo con pesas de patatas.
La soga, de un brillo mate y probablemente enjabonada, corría, guiada por poleas, sobre dos vigas que él había fijado expresamente para su último día a una tarima que no tenía otro objeto que el de ser su última tarima. El derroche de madera de construcción de la mejor clase me hacía deducir que el verdulero no había reparado en gastos. Su trabajo le hubo de costar, en aquellos tiempos de guerra en que todo escaseaba, procurarse las vigas y las tablas. Probablemente había tenido que recurrir al trueque: él daría fruta y recibiría madera en pago. De ahí que tampoco le faltara al tablado tornapuntas y ornamentos superfluos simplemente decorativos. La tarima en tres partes —uno de cuyos ángulos había percibido Óscar desde la tienda— levantaba el conjunto de la armazón a una altura casi sublime.
Lo mismo que en la máquina-tambor, de la que el verdulero aficionado se habría servido probablemente como modelo, Greff y su contrapeso quedaban suspendidos en el interior de la armazón En vivo contraste con los cuatro montantes angulares encalados una elegante escalenta verde quedaba entre él y lo productos agrícolas, igualmente suspendidos. Los cestos de patatas los habían sujetado a la cuerda principal por medio de un nudo laborioso, como los que saben hacer los exploradores. Comoquiera que el interior de la armazón estaba iluminado por cuatro bombillas pintadas de blanco pero de fuerte voltaje, Óscar pudo leer, sin necesidad de subir a la tarima y profanarla, un letrerito sujeto con un alambre al nudo explorador encima de los cestos de patatas, que decía: Setenta y cinco kilos (menos cien gramos).
Greff colgaba en uniforme de jefe de exploradores. Había sacado para su último día el uniforme de los años anteriores a la guerra. Le venía estrecho. No había podido abrocharse los dos botones superiores ni el cinturón, lo que confería a su atavío, tan correcto siempre, una nota lamentable. Tenía cruzados dos dedos de la mano izquierda, conforme a la usanza de los exploradores. Antes de ahorcarse, el colgado se había sujetado a la muñeca derecha el sombrero de explorador. Había tenido que renunciar al pañuelo del cuello y, comoquiera que, lo mismo que el pantalón corto, tampoco había podido abrocharse los dos botones superiores del cuello de la camisa, desbordábasele por ésta el crespo vello del pecho.
Esparcidos sobre las gradas de la tarima se veían unos pocos ásteres y, sin venir a cuento, unos tallos de perejil. Es posible que, al esparcirlas, las flores se le hubieran acabado, ya que había empleado la mayoría de los ásteres e inclusive alguna rosa para coronar los cuatro cuadritos que colgaban de las cuatro vigas principales de la armazón. A la izquierda y en primer término, con su cristal, sir Baden-Powell, el fundador de los exploradores. Detrás, y sin marco, san Jorge. A la derecha, detrás, la cabeza del David de Miguel Ángel, sin cristal. Y con marco y cristal, sonreía finalmente en el montante anterior de la derecha la foto de un hermoso muchacho lleno de expresión, de unos dieciséis años de edad. Una antigua foto de su preferido Horst Dontah, que cayó de teniente en el frente del Donetz.
Tal vez deba mencionar todavía los cuatro pedazos de papel que yacían sobre las gradas de la tarima, entre los ásteres y el perejil Estaban de tal manera que se dejaban juntar sin dificultad. Es Jo que hizo Óscar, y pudo leer un citatorio judicial en el que se había impreso varias veces el sello de la Policía de la Moral Pública.
Sólo me queda por referir que fue la sirena estridente de la ambulancia la que vino a arrancarme a mis meditaciones sobre la muerte de un verdulero. Acto seguido bajaron a trompicones la escalera, subieron a la tarima y echaron mano al bamboleante Greff. Pero apenas lo hubieron levantado, los cestos de patatas que hacían de contrapeso cayeron y se volcaron: lo mismo que con la máquina-tambor, empezó a moverse un mecanismo disparado que Greff había disimulado hábilmente con madera terciada arriba de la armazón. Y mientras abajo las patatas caían rodando ruidosamente sobre la tarima y de ésta sobre el piso de cemento, arriba entraba en acción un batería de metal, bronce, madera y vidrio, y una orquesta desencadenada martilleaba el grandioso final de Alberto Greff.
Sigue siendo hasta ahora una de las tareas más difíciles de Óscar el evocar en su tambor los ruidos de aquella avalancha de patatas —beneficiosa por lo demás para algunos camilleros— y el estrépito organizado de la máquina-tambor de Greff. Tal vez porque mi tambor hubo de influir de modo decisivo sobre la forma del aparato que rodeó la muerte de Greff, consigo a veces reproducir en el mismo un redoble perfectamente acabado que la traduce y al que designo, cuando mis amigos y el enfermero me lo preguntan, con el título de Setenta y Cinco Kilos.