Escaparates
Por espacio de algún tiempo o, más exactamente, hasta noviembre del treinta y ocho, con ayuda de mi tambor, acurrucado bajo las tribunas y con mayor o menor éxito, disolví manifestaciones, hice atascarse a más de un orador y convertí marchas militares y orfeones en valses y en foxtrots.
Hoy, que todo esto pertenece ya a la Historia —aunque se siga machacando activamente, sin duda, pero en frío—, poseo, en mi calidad de paciente particular de un sanatorio, la perspectiva adecuada para apreciar debidamente mi tamboreo debajo de las tribunas. Nada más lejos de mis pensamientos que el presentarme ahora, por seis o siete manifestaciones dispersadas y tres o cuatro marchas o desfiles dislocados con mi tambor, cual un luchador de la resistencia. Esta palabra se ha puesto muy de moda. Se habla del espíritu de la resistencia, y de los grupos de la resistencia. Y aun parece que la resistencia puede también interiorizarse, lo que trae a cuento la emigración interior. Sin hablar de tantos respetables e íntegros señores que durante la guerra, por haber descuidado en alguna ocasión el oscurecimiento de las ventanas de sus dormitorios, se vieron condenados a pagar una multa, con la correspondiente reprimenda de la defensa antiaérea, en gracia a lo cual se designan hoy a sí mismos como luchadores de la resistencia, hombres de la resistencia.
Echemos una vez más una ojeada debajo de las tribunas de Óscar. ¿Dio Óscar una verdadera exhibición de tamboreo a los que allá se reunían? ¿Tomó la acción en sus manos, siguiendo los consejos de su maestro Bebra, y consiguió hacer bailar al pueblo delante de las tribunas? ¿Logró desconcertar alguna vez al jefe de adiestramiento del distrito Löbsack, a aquel Löbsack de réplica tan vivaz y que en su vida había hecho ya de todo? ¿Disolvió por vez primera, un domingo de plato único del mes de agosto del treinta y cinco, y luego algunas veces más, manifestaciones pardas gracias a su tambor, que por no ser rojo y blanco era precisamente polaco?
Todo eso hice, y ustedes habrán de convenirlo conmigo. Ahora bien, ¿puede deducirse de ello que yo, huésped de un sanatorio, haya sido un luchador de la resistencia? Por mi parte he de contestar la pregunta negativamente, y he de rogar también a ustedes, que no son huéspedes de sanatorio alguno, que no vean en mí más que a un individuo algo solitario que, por razones personales y evidentemente estéticas, y tomando a pecho las lecciones de su maestro Bebra, rechazaba el color y el corte de los uniformes y el ritmo y el volumen de la música usual en las tribunas, y que por ello trataba de exteriorizar su protesta sirviéndose de un simple tambor de juguete.
En aquel tiempo era todavía posible establecer contacto, mediante un miserable tambor de hojalata, con la gente que estaba en las tribunas y la que estaba delante de ellas, y he de confesar que, lo mismo que mi canto vitricida a distancia, llevé mi truco escenográfico hasta la perfección. Y no me limité en modo alguno a tocar el tambor contra las manifestaciones pardas. Óscar se coló asimismo bajo las tribunas de los rojos y los negros, de los exploradores y de las camisas verde espinaca de los PX, de los Testigos de Jehová y de la Liga Nacionalista, de los vegetarianos y de los Jóvenes Polacos del Movimiento de la Zona Oriental. Por más que cantaran, soplaran, oraran o predicaran, mi tambor sabía algo mejor.
Mi obra era, pues, de destrucción. Y lo que no lograba destruir con mi tambor, lo deshacía con mi voz. Así vine a iniciar, al lado de mis empresas de día contra la simetría de las tribunas, mi actividad nocturna: durante el invierno del treinta y seis al treinta y siete jugué al tentador. Las primeras enseñanzas en el arte de tentar a mis semejantes me vinieron de mi abuela Koljaiczek, la cual, en aquel rudo invierno, abrió un puesto en el mercado semanal de Langfuhr o, en otros términos, acurrucada en sus cuatro faldas detrás de un banco del mercado, ofrecía con voz plañidera «¡huevos frescos, mantequilla dorada y oquitas, ni muy gordas ni muy flaquitas!», para los días de fiesta. El mercado se celebraba todos los martes. Venía ella de Viereck en el corto, quitábase, poco antes de llegar a Langfuhr, las zapatillas de fieltro previstas para el viaje en el tren, bajaba de éste en unos zuecos deformes, colgábase de los brazos las asas de los dos canastos y se dirigía a su puesto de la calle de la Estación, en el que una placa rezaba: Ana Koljaiczek, Bissau. ¡Qué baratos eran los huevos en aquel tiempo! Los quince valían un florín, y la mantequilla cachuba costaba menos que la margarina. Mi abuela se acurrucaba entre dos pescaderas que gritaban «¡platija y bacalao! ¿a quién le servimos?». El frío ponía la mantequilla como piedra, mantenía los huevos frescos, afilaba las escamas del pescado como hojas de afeitar extrafinas y proporcionaba ocupación y salario a un buen hombre que se llamaba Schwerdtfeger y era tuerto, el cual calentaba ladrillos en un brasero de carbón de leña y los alquilaba, envueltos en papel de periódico, a las vendedoras del mercado.
A punto de cada hora, mi abuela dejaba que Schwerdtfeger le deslizara bajo las cuatro faldas un ladrillo caliente. Esto lo hacía el tal Schwerdtfeger sirviéndose de una pala de hierro. Deslizaba bajo la tela apenas levantada un paquete humeante; un movimiento de descarga, otro de carga, y la pala de hierro de Schwerdtfeger salía con un ladrillo casi frío de debajo de las faldas de mi abuela.
¡Cuánto envidiaba yo a aquellos ladrillos que, envueltos en papel de periódico, conservaban el calor y lo difundían! Aun hoy en día me gustaría poder resguardarme como uno de aquellos ladrillos, cambiándome continuamente conmigo mismo, bajo las faldas de mi abuela. Dirán ustedes: ¿Qué es lo que busca Óscar bajo las faldas? ¿Imitar acaso a su abuelo Koljaiczek, abusando de la anciana? ¿O tal vez el olvido, una patria, el nirvana final?
Óscar contesta: Bajo las faldas buscaba yo al África y, eventualmente, a Nápoles que, como es notorio, hay que haber visto. Allí, en efecto, concurrían los ríos y se dividían las aguas; allí soplaban vientos especiales, pero podía también reinar la más perfecta calma; allí se oía la lluvia, pero se estaba al abrigo; allí los barcos hacían escala o levaban el ancla; allí estaba sentado al lado de Óscar el buen Dios, al que siempre le ha gustado estar calentito; allí el diablo limpiaba su catalejo y los angelitos jugaban a la gallina ciega. Bajo las faldas de mi abuela siempre era verano, aunque las velas ardieran en el árbol de Navidad, aunque estuvieran por salir los huevos de Pascua o se celebrara la fiesta de Todos los Santos. En ningún otro sitio podía yo vivir mejor conforme al calendario que bajo las faldas de mi abuela.
Pero ella, en el mercado, no me dejaba buscar albergue bajo sus faldas y, fuera de él, sólo raramente. Me estaba acurrucado a su lado sobre la cajita, disfrutando en sus brazos de un sustituto de calor, contemplaba cómo los ladrillos iban y venían, y dejábame entretanto aleccionar por mi abuela en el truco de la tentación. Atado a un cordel, lanzaba el viejo portamonedas de Vicente Bronski sobre la nieve apisonada de la acera, que los esparcidores de arena habían ensuciado hasta el punto que sólo yo y mi abuela podíamos ver el hilo.
Las amas de casa iban y venían y no compraban nada, pese a que todo era barato; probablemente lo querían de regalo, con algo de propina además, porque ya una dama se inclinaba hacia el portamonedas allí tirado de Vicente, ya sus dedos tocaban el cuero, cuando de repente mi abuela tiraba hacia sí del anzuelo junto con la distinguida señora, que se mostraba algo confusa, atraía hacia su caja a aquel pez bien vestido y se mostraba muy amable: —¿En qué puedo servirle, señorita? ¿algo de esta mantequilla dorada, o unos huevitos, a florín los quince?
En esta forma vendía Ana Koljaiczek sus productos naturales. Pero yo me iba percatando con ello de la magia de la tentación; no de la tentación que atraía a los muchachos de catorce años, con Susi Kater, a los sótanos para allí jugar al médico y al enfermo. Eso a mí no me tentaba; antes bien, después que los rapaces de nuestra casa, Axel Mischke y Nuchi Eyke en calidad de donadores de suero, y Susi Kater de médico, me hubieron convertido en paciente que había de tragar medicinas no tan arenosas sin duda como la sopa de ladrillo pero de todos modos con un regusto de pescado descompuesto, lo rehuía. Mi tentación, por el contrario, se presentaba en forma casi incorpórea y mantenía a distancia a las víctimas de mi juego.
Bastante después del anochecer, una o dos horas después del cierre de las tiendas, escapábame de mi mamá y de Matzerath. Salía a la noche invernal. En calles silenciosas y casi desiertas, contemplaba desde el nicho abrigado de algún zaguán los escaparates de enfrente: tiendas de comestibles finos, mercerías y, en una palabra, todas aquellas que exhibían zapatos, relojes, joyas, cosas deseables y fáciles de llevar. No todos los escaparates estaban iluminados. Y yo inclusive prefería aquellas tiendas que, lejos de los faroles callejeros, mantenían su oferta en la semioscuridad; porque la luz atrae a todos, aun al más vulgar, en tanto que la semioscuridad sólo hace detenerse a los elegidos.
No me interesaban las gentes que, callejeando, echaban de paso un vistazo a los escaparates deslumbrantes, más a las etiquetas con los precios que a los objetos mismos, o que se aseguraban, en el reflejo de los cristales, de que llevaban el sombrero bien puesto. Los clientes a los que yo esperaba en medio del frío seco y sin viento, detrás de una tormenta de nieve de grandes copos, dentro de una espesa nevada silenciosa o bajo una luna que aumentaba con la helada, eran los que se detenían ante los escaparates como obedeciendo a una llamada y no buscaban mucho tiempo en los anaqueles, sino que, al poco rato o en seguida, posaban su mirada en uno solo de los objetos allí expuestos.
Mi propósito era el del cazador. Requería paciencia, sangre fría y una vista libre y segura. Sólo cuando se daban todas estas condiciones correspondíale a mi voz matar la caza en forma incruenta y analgésica: correspondíale tentar. Pero ¿tentar a qué?
Al robo. Porque, con un grito absolutamente inaudible, cortaba yo en el cristal del escaparate, exactamente a la altura del plano inferior y, de ser posible, delante mismo del objeto deseado, unos agujeros perfectamente circulares y, con una última elevación de la voz, empujaba el recorte del cristal hacia el interior del escaparate, donde se producía un tintineo prontamente sofocado, pero que no era el tintineo del vidrio al romperse, aunque yo no pudiera oírlo, porque Óscar estaba demasiado lejos. Pero aquella joven señora de la piel de conejo en el cuello del abrigo pardo, vuelto ya seguramente una vez al revés, ella sí oía el tintineo y se estremecía hasta su piel de conejo; quería irse a través de la nieve, pero no obstante se quedaba, tal vez precisamente porque estaba nevando, o bien porque cuando está nevando, siempre que la nieve sea suficientemente espesa, todo está permitido. ¿Y que sin embargo mirara a su alrededor, como sospechando de los copos de nieve, como si detrás de los copos no hubiera siempre más copos; que siguiera mirando a su alrededor cuando ya su mano derecha salía del manguito, recubierto asimismo de piel de conejo? Y luego, sin preocuparse más de su alrededor, metía la mano por el recorte circular, empujaba primero a un lado el redondel de vidrio, que se había volcado precisamente sobre el objeto ansiado, y sacaba primero uno de los zapatitos de ante negro, y luego el izquierdo, sin estropear los tacones y sin lastimarse la mano en los cantos vivos del agujero. A derecha e izquierda desaparecían los zapatos, en los correspondientes bolsillos del abrigo. Por espacio de un instante, por espacio de cinco copos, Óscar veía un lindo perfil, por lo demás insulso; y cuando empezaba ya a pensar que se trataba tal vez de uno de los maniquíes de los almacenes Sternfeld salido milagrosamente de paseo, he aquí que se disolvía entre la nieve que caía, volvía a hacerse ver bajo la luz amarillenta del siguiente farol y, abandonando el cono luminoso, la joven recién casada o el maniquí emancipado desaparecía.
Una vez realizado mi trabajo —y todo aquel esperar, espiar, no poder tocar el tambor y, finalmente, encantar y derretir el vidrio helado era, en verdad, una labor ardua—, no me quedaba otra cosa que hacer que irme para casa igual que la ladrona, pero sin botín; con el corazón ardiente y frío a la vez.
No siempre conseguía, por supuesto, llevar mi arte tentador hasta un éxito tan categórico como en el caso típico que acabo de describir. Así, por ejemplo, mi ambición era hacer de una parejita de enamorados una pareja de ladrones. Pero, o bien no querían ni el uno ni la otra, o bien él ya metía la mano pero ella se la retiraba, o era ella la que se atrevía y él, suplicante, la hacía desistir y, en adelante, despreciarlo. En una ocasión, durante una nevada copiosa, seduje delante de una tienda de perfumería a una parejita de aspecto particularmente joven. Él se hizo el valiente y robó un agua de Colonia. Ella rompió a llorar, afirmando que prefería renunciar a todos los perfumes. Pero él quería darle la loción, y logró imponer su voluntad hasta el farol siguiente. Aquí, sin embargo, en forma ostensible y como si se hubiera propuesto vejarme, la niña lo besó, poniéndose para ello de puntillas, hasta que él volvió sobre sus pasos y devolvió el agua de Colonia al escaparate.
Lo mismo me ocurrió en varias ocasiones con señores de cierta edad, de los que esperaba lo que su paso decidido en la noche invernal parecía prometer. Se detenían frente al escaparate de una tabaquería, miraban adentro con devoción, dejaban sin duda vagar sus pensamientos por la Habana, el Brasil o las islas Brisago, pero cuando mi voz practicaba su agujero a medida y dejaba finalmente caer el vidrio del recorte sobre una caja de «Prudencia negra», los señores se me cerraban como navajas de resorte. Daban media vuelta, atravesaban la calle como si remaran con el bastón, pasaban a toda prisa y sin verme junto a mí y mi zaguán, y daban lugar a que Óscar, viendo sus caras de viejitos descompuestas y agitadas como por el diablo, se sonriera; con una sonrisa, sin embargo, en la que se mezclaba algo de preocupación, porque les entraban a aquellos señores —todos ellos, por lo regular, fumadores de puro de avanzada edad— unos sudores alternativamente fríos y calientes, que los dejaban expuestos, sobre todo si cambiaba el tiempo, a pillar un resfriado.
En aquel invierno, las compañías de seguros hubieron de pagar a las tiendas de nuestro barrio, aseguradas en su mayoría contra robo, cantidades considerables. Aunque yo nunca tolerara robos al por mayor y cortara deliberadamente los vidrios de tal manera que sólo pudieran sacarse uno o dos objetos, los casos designados como de efracción se acumularon a tal punto que la policía criminal no se daba punto de reposo, lo que no era obstáculo para que la prensa la calificara despectivamente de incapaz. Desde noviembre del treinta y seis hasta marzo del treinta y siete, momento en que el coronel Koc formó en Varsovia un gobierno de frente nacional, contáronse sesenta y cuatro tentativas de efracción y veintiocho efracciones efectivas del mismo tipo. Cierto es que los funcionarios de la policía criminal pudieron recuperar parte del botín de algunas de aquellas señoras de cierta edad, de aquellos jóvenes inexpertos, de las muchachas de servicio o de algunos maestros retirados, que no eran en modo alguno ladrones apasionados; o bien ocurríaseles a aquellos rateros aficionados presentarse a la policía, después de una noche de insomnio, y decir: —Disculpen ustedes, no lo volveré a repetir, pero es el caso que de repente vi que había un agujero en el vidrio, y cuando logré reponerme a medias del susto, y lejos ya del escaparate, pude observar que albergaba en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, en forma ilegal, un par de soberbios guantes para caballero, de piel fina, sin duda alguna muy caros o inclusive prohibitivos.
Pero como la policía no cree en milagros, lo mismo los que fueron descubiertos con los objetos robados que los que se presentaron espontáneamente hubieron de cumplir penas de prisión que iban de cuatro semanas a dos meses.
Yo mismo quedé más de una vez bajo arresto domiciliario, porque mamá sospechaba, naturalmente, aunque fuera suficientemente inteligente como para no confesárselo a sí misma y menos a la policía, que mi voz vitricida andaba metida en aquel juego delictivo.
Frente a Matzerath, en cambio, que presumía afectadamente de honradez y procedió a un interrogatorio en toda forma, me negué a hacer la menor declaración y me refugié, con habilidad cada vez mayor, detrás de mi tambor y de mi talla permanente de niño atrasado de tres años. Después de esta clase de interrogatorios, mamá, volvía siempre a repetir: —La culpa de todo la tiene aquel liliputiense que besó a Oscarcito en la frente. En el acto me di cuenta de que aquello tenía algún significado, porque Óscar era antes muy distinto.
Admito que el señor Bebra influyó sobre mí en forma ligera y duradera, pues ni los arrestos domiciliarios lograron impedir que, en un rato de suerte y sin pedir permiso, naturalmente, consiguiera eclipsarme por una hora, lo bastante para practicar con mi canto, en el vidrio del escaparate de alguna mercería, el sospechoso agujero circular y convertir a un joven admirador de la mercería en feliz poseedor de una corbata de seda pura color rojo vino.
Si ustedes me preguntan: ¿Era el Mal lo que impelía a Óscar a aumentar la tentación, ya grande de por sí, que ejerce un vidrio brillante de escaparate, mediante un acceso practicado a la medida de la mano? Tengo que responder: Era el Mal, en efecto. Y era el Mal, entre otras razones, por el simple hecho de que me ocultara en zaguanes oscuros. Porque el zaguán, como debería saberse, es la guarida favorita del Mal. Por otra parte, y sin tratar por ello de desvirtuar lo malo de mis tentaciones, he de decirme a mí mismo y he de decirle a mi enfermero Bruno, hoy que no tengo ya ocasión para la tentación ni siento por ella inclinación alguna: Óscar, tú no sólo has satisfecho los pequeños y grandes deseos de todos aquellos paseantes invernales silenciosos enamorados de algún objeto de sus sueños, sino que has ayudado además a las gentes que se detienen ante los escaparates a conocerse a sí mismas. Más de una de aquellas damas elegantes, más de algún excelente tío, más de una de aquellas señoritas de edad ya avanzada pero frescas todavía en materia de religión jamás habrían sospechado que su naturaleza fuera propensa al robo si tu voz no los hubiera inducido a él, transformando así por añadidura a más de uno de aquellos ciudadanos que anteriormente veían en cualquier pobre ratero inexperto a un bribón peligroso y condenable.
Después de haberlo estado acechando noche tras noche antes de que, a la cuarta vez, se decidiera a picar y a convertirse en ladrón al que la policía nunca había de descubrir, el doctor Erwin Scholtis, temido fiscal y acusador de la Corte Penal, se transformó en un jurista benigno, indulgente y casi humano porque, ofreciéndome un sacrificio, a mí, el semidiós de los ladrones, se robó una brocha de afeitar de auténtico pelo de tejón.
En enero del treinta y siete estuve apostado por mucho tiempo, tiritando de frío, frente a una joyería, la cual, a pesar de su situación tranquila en una avenida del suburbio plantada de arces, gozaba de buen nombre y reputación. Presentóse ante el escaparate adornado con joyas y relojes toda clase de caza que, de haberse tratado de otras exhibiciones, de medias para dama, de sombreros de terciopelo o de botellas de licor, yo habría abatido inmediatamente y sin el menor reparo.
Lo que tienen las joyas: con ellas uno se vuelve caprichoso, circunspecto, se adapta uno al curso de cadenas interminables, mide el tiempo no ya por minutos sino por años de perlas, parte del punto de vista de que la perla sobrevivirá al cuello, de que es la muñeca y no el brazalete lo que enflaquece, de que se han encontrado en las tumbas anillos a los que el dedo no resistió; en una palabra, se considera a un admirador del escaparate demasiado jactancioso para adornarlo con joyas; a otro, demasiado mezquino.
El escaparate del joyero Bansemer no estaba demasiado recargado. Algunos relojes selectos, manufactura suiza de calidad, un surtido de anillos de compromiso sobre terciopelo azul celeste y, en el centro, seis, o mejor dicho, siete piezas de lo más escogido: una serpiente que se enroscaba tres veces sobre sí misma, forjada en oro de colores diversos, cuya cabeza de talla fina adornaban, dándole realce, un topacio y dos diamantes, en tanto que los ojos eran dos zafiros. Por lo regular no soy aficionado al terciopelo negro, pero debo admitir que a la serpiente del joyero Bansemer ese fondo le quedaba muy bien, lo mismo que el terciopelo gris que, bajo aquellas piezas de plata de formas tan encantadoramente sencillas y de regularidad tan poco común, difundía un reposo cosquilleante. Un aro engastado con una gema tan bella que se veía que estaba llamado a ir desgastando las manos de mujeres igualmente bellas, al paso que él se iría haciendo cada vez más bello hasta alcanzar ese grado de inmortalidad que probablemente sólo está reservado a las joyas. Cadenitas que nadie podría ponerse sin hacerse merecedor de un castigo, cadenas lánguidas; y, finalmente, sobre un cojín de terciopelo blanco amarillento que imitaba con sencillez la forma de un escote, un collar de lo más elegante: la distribución fina, el engarce un sueño, la trama un bordado. ¿Qué araña podía haber segregado su oro en forma que quedaran presos en su red seis rubíes pequeños y uno mayor? ¿Dónde se escondía? ¿Qué acechaba? No estaba, sin duda, al acecho de más rubíes, sino más bien de alguien a quien los rubíes aprisionados en la red le parecieran brillar cual gotas de sangre moldeada, cautivando su mirada. En otras palabras: ¿A quién debía regalarle yo a mi antojo, o al antojo de la araña tejedora de oro, aquel collar?
El dieciocho de enero del treinta y siete, sobre una nieve apisonada que crujía bajo el paso, una noche que olía a más nieve, a tanta nieve, a tanta nieve como pueda desear uno que todo quisiera confiarlo a la nieve, vi a Jan Bronski atravesar la calle, a la derecha de mi escondite, y pasar frente a la joyería sin levantar la vista, para luego vacilar o, más bien, pararse como obedeciendo a un mandato: dio media vuelta, o se la dieron, y he ahí a Jan delante del escaparate, entre arces silenciosos cargados de nieve.
El refinado Jan Bronski, algo enfermizo siempre, humilde en su profesión pero ambicioso en amor, tan tonto como enamorado de la belleza; Jan, el que vivía de la carne de mamá; el que, según lo creo y lo dudo hoy todavía, me engendró en nombre de Matzerath, estaba allí parado, con su elegante abrigo de invierno que parecía cortado por un sastre de Varsovia, convertido en estatua de sí mismo, tan petrificado que casi se me antojaba verlo ante el cristal cual un símbolo, con la mirada fija entre los rubíes del collar de oro, a la manera de Parsifal, que estaba también de pie en la nieve y veía sangre en ella.
Hubiera podido llamarlo, hubiera podido advertirle con el tambor, que llevaba conmigo. Lo sentía bajo mi abrigo. Bastábame abrir un botón y por sí mismo habría emergido al aire glacial. Con llevarme las manos a los bolsillos del abrigo habría tenido en ellas los palillos. Huberto, el cazador, no disparó cuando ya tenía a tiro al ciervo singular. Saulo, se convirtió en Pablo. Atila, al levantar el papa León el dedo con el anillo, dio media vuelta. Pero yo sí disparé, y ni me convertí ni di media vuelta, sino que me mantuve cazador, me mantuve Óscar, tratando de ir hasta el final: no me desabroché, no dejé que mi tambor saliera al aire glacial, no crucé mis palillos sobre la blanca lámina invernal, ni permití que la noche de enero se convirtiera en noche de tamboreo, sino que grité en silencio, grité como gritan tal vez las estrellas, o los peces en lo más profundo; grité primero a la estructura del hielo, para que dejara caer nieve fresca, y luego al vidrio: al vidrio espeso, al vidrio caro, al vidrio barato, al vidrio transparente, al vidrio que dividía en dos los mundos, al vidrio místico y virginal; practiqué con mi grito en el vidrio del escaparate, entre Jan Bronski y el collar, un agujero a la medida de la mano de Jan, que ya conocía, y dejé que el recorte circular del vidrio resbalara como si fuera una trampa: como si fuera la puerta del cielo y del infierno. Y Jan no se estremeció, sino que dejó que su mano finamente enguantada emergiera del bolsillo del abrigo y penetrara en el cielo, y el guante abandonó el infierno y tomó del cielo o del infierno un collar cuyos rubíes estaban hechos a la medida de todos los ángeles, inclusive de los caídos, y dejó que la mano llena de rubíes y de oro volviera al bolsillo; y seguía allí, ante el escaparate abierto, aunque eso fuera peligroso y no sangraran allí ya más rubíes que impusieran a su mirada o la de Parsif al una dirección inmutable.
¡Oh, Padre, Hijo y Espíritu Santo! Era preciso recurrir al espíritu, para que a Jan, el padre, no le sucediera nada. Óscar, el hijo, se desabrochó el abrigo, cogió rápidamente los palillos y, sobre la lámina, gritó: ¡papá, papá!, hasta que Jan Bronski se volvió lentamente, atravesó lenta, lentamente la calle, y encontró a Óscar en el zaguán.
¡Qué bien que en el momento en que Jan seguía contemplándome sin expresión, pero a punto ya del deshielo, empezara a nevar! Alargóme una mano, pero no el guante que había tocado los rubíes, y me condujo en silencio pero sin sobresalto a casa, en donde ya mamá estaba inquieta por mí y Matzerath, en su estilo, amenazaba con severidad afectada pero muy poco en serio con dar parte a la policía. Jan no dio ninguna explicación, ni quiso tampoco jugar al skat al que Matzerath, poniendo botellas de cerveza sobre la mesa, lo invitaba. Al despedirse, acarició a Óscar, y éste no supo si lo que deseaba era un silencio encubridor o su amistad.
Al poco tiempo, Jan Bronski regaló el collar a mamá. Ésta, enterada sin duda de la procedencia de aquella joya, sólo se lo ponía a ratos, cuando Matzerath no estaba, ya fuera para sí misma, para Jan Bronski o, acaso, también para mí.
Poco después de la guerra lo cambié en el mercado negro de Düsseldorf por doce cartones de cigarrillos americanos Lucky Strike y una cartera de piel.