[Croisset] Medianoche del lunes [20 de junio de 1853].
[…] Creo que los sufrimientos del artista moderno son, a los del artista de otros tiempos, lo que la industria es a la mecánica manual. Ahora se complican con vapores condensados, hierro, engranajes.
Paciencia: cuando el socialismo esté instaurado, llegaremos en ese género a lo sublime. En el reinado de la igualdad, que se acerca, se despellejará vivo a todo lo que no esté cubierto de verrugas. ¿Qué le importan a la masa el Arte, la poesía y el estilo? No necesita todo eso. Hazle vodeviles, tratados sobre el trabajo en las cárceles, sobre las ciudades obreras y los intereses materiales del momento, y más. Hay una conjura permanente contra lo original, eso es lo que hay que meterse en la cabeza. Cuanto más color y relieve tengas, más chocarás. ¿De dónde procede el éxito prodigioso de las novelas de Dumas? De que para leerlas no hace falta iniciación alguna, y la acción es divertida. Uno se distrae, pues, mientras las lee. Luego, una vez cerrado el libro, como no queda impresión alguna y todo ha pasado como agua clara, uno vuelve a sus asuntos. ¡Encantador! La misma crítica es aplicable a la ópera cómica (género francés) y a la pintura de género, como la entiende el señor Biard, y a las deliciosas Revistas de la semana del caballero Eugène Guinot. Ahí está un pájaro que tiene seis mil francos de sueldo al año por hablar al final de la semana de todo lo que hemos leído durante la semana. De vez en cuando me concedo ese capricho. Esta semana le he descubierto hablando de Suiza, frases textuales, poco más o menos, comparadas con las de mi caballero y mi dama hablando de Suiza (en Bovary). Oh, estupidez humana, ¿será que te conozco? En efecto, ¡hace tanto tiempo que te contemplo! Y advierte que la misma gente que dice «poesía de los lagos», etc., odia muchísimo toda esta poesía, toda clase de naturaleza, toda especie de lago, de no ser su orinal, que toman por un océano.
Me han interrumpido bastante estos días: el martes, la construcción de una pared, sobre la que tuve que dar mi opinión; el jueves, el vino, que tuve que ir a comprar; el viernes, una visita que recibí y una comida a la que asistí, y hoy, por último, el re-vino, que ha sido preciso clasificar. Bouilhet me acompañó el jueves a esas compras vinícolas. Estuve espléndido, y tenía buena pinta en el almacén de vinos, en su oficina, detrás de las verjas, degustando los caldos en la tacita de plata, haciendo rodar las mejillas y entornando los ojos. El viernes cené en Ruán en casa de Baudry con el tío Sénard, su suegro. Este Sénard es el que ha traducido un fragmento hindú para el último número de la Revue de Paris. Me dijo que todos los artículos se pagaban a razón de cien francos la página. Además, hay un precio superior para los grandes hombres. Hicieron cuentas, y le dieron a Baudry cuarenta francos. Azorado de guardárselos (o de guardarse tan poco), hizo una suscripción, y ya está. Pero como Bouilhet es amigo, no le pagan, y Melanis le ha costado doscientos cincuenta francos. Es justo, Melanis es bueno. Siempre hay que tomar, en las cosas de este mundo, la verdad y la moralidad a contrapelo. Verás cómo Énault y Du Camp van a terminar por liarse. Me reí mucho, en su día, de la conjura d'Holbáchica de la que tanto se queja Jean-Jacques [Rousseau] en sus Confesiones. Su error era ver en ello una idea preconcebida. No, la multitud, o la sociedad, jamás tienen ideas preconcebidas. Obran como un organismo, en virtud de leyes naturales. ¡Y qué bien debía chocar Rousseau a todo ese siglo XVIII de hermosos caballeros, de hermosas inteligencias, de hermosas damas y de hermosos modales! ¡Qué oso, soltado en pleno salón! Cada movimiento suyo le hacía caer un mueble en toda la cabeza; molestaba. Y todo lo que molesta es dañado por las esquinas de las cosas que desplaza. Y no cuento las patadas en el culo al pobre oso, ni las cadenas, ni los bastonazos, las pitadas, la risa de los niños. «Oh osos, hermanos míos, he comprendido vuestro dolor, etc.» ¡Qué hermoso movimiento, para proseguir con él durante diez páginas!
Estoy leyendo ahora los cuentos infantiles de Madame d'Aulnoy, en una vieja edición cuyas imágenes coloreé a la edad de seis o siete años. Los dragones son rosas y los árboles azules; hay una imagen en la que todo está pintado de rojo, incluso el mar. Me divierten mucho esos cuentos. Sabes que uno de mis viejos sueños es escribir una novela de caballería. Creo que es factible incluso después de Ariosto, introduciendo un elemento de terror y de poesía amplia que a él le falta. Pero ¿qué es lo que no tengo ganas de escribir? ¿Hay alguna lujuria de la pluma que no me excite? Adiós, ánimo; a fines de julio iré a verte; seis semanas más; de aquí a entonces trabaja bien, mil besos en todas partes, y sobre todo en el alma.
[Croisset] Sábado, una de la madrugada [25-26 de junio de 1853].
Por fin acabo de terminar mi primera parte (de la segunda). Estoy en el punto que me había fijado para nuestra última cita en Mantes. ¡Ves qué retrasos! Me pasaré toda la semana releyéndolo entero y copiándolo, y de mañana en ocho se lo vomitaré todo a maese Bouilhet. Si funciona, será una gran preocupación menos, y algo bueno, respondo de ello, pues el fondo era muy tenue. Sin embargo, pienso que este libro tendrá un gran defecto, a saber: la falta de proporción material. Tengo ya doscientas sesenta páginas que no contienen sino preparaciones a la acción, exposiciones más o menos disfrazadas de caracteres (cierto es que están graduadas), de paisajes, de lugares. Mi conclusión, que será el relato de la muerte de mi mujercita, su entierro y las tristezas de su marido que siguen, tendrá sesenta páginas al menos. Quedan, pues, para el cuerpo de la acción en sí, de ciento veinte a ciento sesenta páginas como mucho. ¿No es un gran defecto? Lo que me tranquiliza (pero medianamente) es que este libro es una biografía, más que una peripecia desarrollada. El drama tiene poca parte en él, y si este elemento dramático está bien ahogado en el tono general del libro, quizá no se notará esa falta de armonía entre las diferentes fases, en cuanto a su desarrollo. Además, me parece que la vida en sí misma es un poco así. Un polvo dura un minuto, y lo has deseado durante meses. Nuestras pasiones son como los volcanes: rugen siempre, pero la erupción es sólo intermitente.
¡Desgraciadamente, la mentalidad francesa tiene tal furia de diversión. ¡Necesita tanto las cosas llamativas! Disfruta muy poco con lo que es para mí la poesía misma, a saber, la exposición, hágase de modo pintoresco, mediante un cuadro, o moralmente mediante el análisis psicológico; bien podría ser que yo esté engañado, o que tenga pinta de estarlo. ¡No es cosa de hoy, el que yo sufra por escribir y pensar en esta lengua! ¡En el fondo soy alemán! A fuerza de estudio es como me he limpiado de todas mis brumas septentrionales. Me gustaría hacer libros en los que no hubiese más que escribir frases (si puede decirse así), igual que para vivir basta con respirar aire. Lo que me fastidia son las malicias del plan, las combinaciones de efectos, todos los cálculos de debajo y que, sin embargo, son Arte, pues el efecto del estilo depende de ellos, y exclusivamente. Y tú, buena Musa, querida colega en todo (colega viene de colligere, ligar juntos), ¿has trabajado bien esta semana? Tengo curiosidad por ver ese segundo relato. Sólo tengo dos recomendaciones que hacerte: primero, respeta el seguir las metáforas, y segundo, nada de detalles fuera del tema, línea recta. Demonios, ya haremos arabescos cuando queramos, y mejor que nadie. Hay que mostrar a los clásicos que se es más clásico que ellos, y hacer palidecer de rabia a los románticos, sobrepasando sus intenciones. Creo la cosa factible, pues es lo mismo. Cuando un verso es bueno, pierde su escuela. Un buen verso de Boileau es un buen verso de Hugo. La perfección tiene en todas partes el mismo carácter, que es la precisión, la exactitud.
Si el libro que estoy escribiendo con tanta dificultad llega a buen término, habré establecido, con el mero hecho de su ejecución, estas dos verdades, que para mí son axiomas, a saber: primero, que la poesía es puramente subjetiva, que no hay en literatura hermosos asuntos artísticos, y que Yvetot, por ende, vale tanto como Constantinopla; que, en consecuencia, puede escribirse cualquier cosa, es decir, lo que sea. El artista debe elevarlo todo; es como una bomba, tiene un gran tubo que desciende a las entrañas de las cosas, a las capas profundas. Aspira y hace brotar al sol, en surtidores gigantescos, lo que estaba plano, bajo tierra, y no se veía. […]
Me preguntas mi impresión sobre todas las historias de Edma y de Énault. ¿Qué quieres que te diga? Todo eso me parece profundamente ordinario y estúpido. Pero ¿no es la Sociedad el tejido infinito de todas esas pequeñeces, de esas triquiñuelas, de esas hipocresías, de esas miserias? La humanidad pulula así sobre el globo, como un sucio puñado de ladillas sobre un amplio pubis. Bonita comparación. Se la dedico a los señores de la Academia Francesa. Comuniqúese a los señores Guizot, Cousin, Montalembert, Villemain, Sainte-Beuve, etc.
A propósito de gente respetable, oficial, como dices, en este momento ocurre aquí una buena historieta. Se juzga en lo criminal a un buen hombre acusado de haber matado a su mujer, de haberla cosido después dentro de un saco, y de haberla arrojado al agua. Esta pobre mujer tenía varios amantes, y en su casa se descubrió (era una obrera de baja estofa) el retrato y las cartas de un tal señor Delaborde-Duthil, caballero de la Legión de Honor, legitimista militante, miembro del consejo general, del consejo de fábrica, del consejo, etc., de todos los consejos, bien visto en las sacristías, miembro de la congregación de San Vicente de Paúl, de la congregación de Saint-Régis, de la sociedad belenística; miembro de todas las pijadas posibles, situado muy alto en la consideración de la buena sociedad del lugar, una cabeza, un busto, una de esas personas que honran una región, y de las que se dice: «Somos felices de poseer al señor tal». ¡Y mira que, de repente, se descubre que este truhán mantenía relaciones (¡es la palabra !) con una pájara de la más vil especie, sí, señora! ¡Ah, Dios mío! Me alegro como un canalla cuando veo hundirse a toda esa buena gente. Las humillaciones que reciben estos buenos señores que por todas partes buscan honores (¡y qué honores!) me parecen ser el justo castigo a su defecto de orgullo. Querer brillar siempre es envilecerse; subirse a pedestales es rebajarse. ¡Vuelve a la mierda, canalla! Estarás a tu nivel. En mi actitud no hay envidia democrática. Sin embargo, me gusta todo lo que no es común, e incluso lo innoble, cuando es sincero. Pero lo que miente, lo que presume, lo que es a la vez condena de la Pasión y mueca de la Virtud, me repugna por todos los lados. Ahora siento hacia mis semejantes un odio sereno, o una piedad tan inactiva que es lo mismo. Desde hace dos años he hecho grandes progresos. El estado político de las cosas ha confirmado mis viejas teorías a priori sobre el bípedo sin plumas, que considero es a la vez un pavo y un buitre.
Adiós, querida paloma. Mil picoteos en la boca.
Tuyo. Tu
[Croisset] Martes, una de la madrugada [28-29 de junio de 1853].
[…] Encuentro que la observación de Musset sobre Hamlet es la de un profundo burgués, y he aquí por qué. Él reprocha la inconsecuencia de que Hamlet, escéptico, haya visto con sus ojos el alma de su padre. En primer lugar, no es el alma lo que ha visto. Ha visto un fantasma, una sombra, una cosa, una cosa material viva, y que no tiene relación alguna en las ideas populares y poéticas —trasladémonos a la época— con la idea abstracta del alma. Somos nosotros, metafísicos y modernos, quienes hablamos este lenguaje. Además, Hamlet no duda en absoluto, en el sentido filosófico; sueña. Creo que esta observación de Musset no es de él, sino de Mallefille, en el prefacio a su Don Juan. A mi juicio es superficial. Un campesino de nuestros días aún puede ver perfectamente un fantasma, y a plena luz, al día siguiente, puede reflexionar en frío sobre la vida y la muerte, pero no sobre la carne y el alma. Hamlet no reflexiona sobre sutilezas de escuela, sino sobre pensamientos humanos. Al contrario, ese perpetuo estado de fluctuación de Hamlet, esa vaguedad en la que se mantiene, esa falta de decisión en la voluntad y de solución en el pensamiento es la que le da todo su carácter sublime. Pero las personas inteligentes quieren personajes de una pieza y consecuentes (como sólo los hay en los libros). Al contrario, no hay ni un pedazo del alma humana que no aparezca en esta concepción. Ulises es quizá el tipo más fuerte de toda la literatura antigua, y Hamlet de toda la moderna.
Si no estuviera tan cansado, te expresaría mi opinión con más detenimiento. Es tan fácil charlar sobre la Belleza… Pero para decir en estilo adecuado «cierre la puerta» o «él tenía sueño» hace falta más genio que para escribir todos los tratados de literatura del mundo.
La crítica está en el último escalón de la literatura, casi siempre como forma, e indiscutiblemente como valor moral. Pasa detrás del poema de rimas fijas y del acróstico, que exigen al menos un trabajo de invención cualquiera. […]
[Croisset, 7-8 de julio de 1853] Jueves, una de la madrugada.
[…] Me fastidia que la Salpétrière no esté más fuerte de color. Los filántropos lo joroban todo. ¡Qué canallas! Presidios, cárceles y hospitales son ahora algo tan estúpido como un seminario. La primera vez que vi locos fue aquí, en el hospicio general, con el pobre tío Parain. En las celdas, sentadas y atadas por la mitad del cuerpo, desnudas hasta la cintura y muy desgreñadas, una docena de mujeres aullaban y se laceraban el rostro con las uñas. Yo tenía quizá seis o siete años en aquella época. Son buenas impresiones para tenerlas de joven; virilizan. ¡Qué extraños recuerdos tengo de ese tipo! El aula del Hôtel-Dieu daba a nuestro jardín. ¡Cuántas veces no habremos trepado, mi hermana y yo, al emparrado, y, colgados entre la viña, habremos mirado con curiosidad los cadáveres amontonados! Les daba el sol; las mismas moscas que revoloteaban sobre nosotros y sobre las flores iban a posarse allá, volvían, zumbaban. ¡Cómo pensé en eso mientras la velaba durante dos noches, a mi pobre, querida, hermosa hermana! Aún veo a mi padre alzando la cabeza de su disección y diciéndonos que nos marcháramos. Él es otro cadáver.
No apruebo a De Lisie por no haber querido entrar, y no me sorprende. El hombre que nunca ha estado en un burdel debe de tener miedo del hospital. Son poesías del mismo género. A ese bueno de De Lisie le falta el elemento romántico. Debe de apreciar medianamente a Shakespeare. No ve la densidad moral que hay en ciertas fealdades. Por eso le falla la vida e incluso, aunque tenga colorido, el relieve. El relieve procede de una visión profunda, de una penetración del objetivo; pues es preciso que la realidad exterior entre en nosotros, hasta hacernos casi gritar, para que la reproduzcamos bien. Cuando se tiene el modelo claro, ante la vista, se escribe siempre bien; ¿y dónde es más claramente visible lo verdadero que en estas hermosas exposiciones de la miseria humana? Tiene algo tan crudo, que da a la mente apetitos de caníbal. Se precipita sobre ellas para devorarlas y asimilárselas. ¡Con qué ensueños he permanecido a menudo en una cama de [laguna en el original], mirando las rasgaduras de su lecho! ¡Qué dramas feroces he imaginado en la Morgue, donde antaño tenía la manía de ir, etc.! Creo, por lo demás, que a este respecto tengo una facultad de percepción particular; en lo tocante á lo malsano soy un experto. Ya sabes qué influencia ejerzo sobre los locos, y las aventuras singulares que me han ocurrido. Tendría curiosidad por ver si he conservado mi poder.
¡Tú no te volverás loca! ¡El tenía razón! Tienes la cabeza bien sentada, y creo que él, ese pobre chico, tiene más disposiciones que nosotros. La locura y la lujuria son dos cosas que he sondeado tanto, en las que he navegado tan bien por mi propia voluntad, que jamás seré (así lo espero) ni un alienado, ni un marqués de Sade. Pero me pesa, desde luego. Mi enfermedad nerviosa fue la espuma de esas pequeñas gracias intelectuales. Cada ataque era como una especie de hemorragia del sistema nervioso. Eran pérdidas seminales de la facultad pintoresca del cerebro, cien mil imágenes saltando a la vez como fuegos artificiales. Había un desgarramiento atroz del alma y del cuerpo (tengo la convicción de haber muerto varias veces). Pero lo que constituye la personalidad, el ser de razón, iba hasta el final; sin ello el sufrimiento habría sido nulo, pues yo habría estado puramente pasivo y siempre tenía consciencia, incluso cuando no podía hablar. Entonces el alma estaba replegada entera sobre ella misma, como un erizo que se hiciera daño con sus propias púas.
Nadie ha estudiado todo esto, y los médicos son imbéciles de una especie, como los filósofos lo son de otra. Los materialistas y los espiritualistas impiden por igual conocer la materia y el espíritu, porque escinden a una del otro. Unos hacen del hombre un ángel y los otros un puerco. Pero antes de llegar a esas ciencias (que serán ciencias), antes de estudiar bien al hombre, ¿no hay que estudiar sus productos, conocer los efectos para remontar a la causa? ¿Quién, hasta ahora, ha estudiado la historia como un naturalista? ¿Se han clasificado los instintos de la humanidad, y se ha visto cómo, bajo tal latitud, se han desarrollado y deben desarrollarse? ¿Quién ha establecido científicamente cómo para tal necesidad de la mente debe aparecer tal forma, quién ha seguido esa forma por doquier, en los diversos reinos humanos? ¿Quién ha generalizado las religiones? Geoffroy Saint-Hilaire dijo: el cráneo es una vértebra achatada. ¿Quién ha probado, por ejemplo, que la religión es una filosofía convertida en arte, y que el cerebro que late en ella, a saber, la superstición, el sentimiento religioso en sí, es idéntica materia en todas partes, a pesar de sus diferencias externas, corresponde a las mismas necesidades, responde a las mismas fibras, muere por los mismos accidentes, etc.? De modo que un Cuvier del pensamiento no tendría más que reencontrar más tarde un verso o un par de botas para reconstituir toda una sociedad, y que, dadas las leyes, podría pronosticarse a día fijo, a hora fija, como se hace para los planetas, el retorno de las mismas apariciones. Y se diría: tendremos dentro de cien años un Shakespeare, dentro de veinticinco años tal arquitectura. ¿Por qué los pueblos sin sol tienen literaturas mal hechas? ¿Por qué hay, y ha habido siempre, harenes en Oriente, etc.?
Se ha divagado mucho sobre todo esto, se ha sido más o menos ingenioso, pero siempre ha faltado la base. Falta por encontrar la primera piedra. La crítica de las obras del pensamiento se ha hecho siempre desde un punto de vista estrecho, retórico, y la crítica de la historia se ha hecho desde un punto de vista político, moral, religioso, cuando habría que situarse por encima de todo eso, desde el primer paso. Pero se han tenido simpatías, odios; luego se han inmiscuido la imaginación, la frase, el amor por las descripciones y finalmente la furia de querer demostrar, el orgullo de querer medir lo infinito y de darle una solución. Si las ciencias morales tuviesen, como las matemáticas, dos o tres leyes primordiales a su disposición, podrían avanzar. Pero tantean en las tinieblas, chocan con contingencias y quieren erigirlas en principios. ¡Esa palabra, alma, ha hecho decir casi tantas tonterías como almas hay! Qué descubrimiento sería, por ejemplo, un axioma como éste: dado tal pueblo, la virtud en él es a la fuerza como tres es a cuatro; así pues, mientras estéis en ese punto, no iréis allá. Otra ley matemática por descubrir: ¿cuántos imbéciles hay que conocer en el mundo para daros ganas de romperos la crisma? Etc. […]
[Croisset] Martes, una de la madrugada [12 de julio de 1853].
[…] Habrás sabido por los diarios, sin duda, el respetable granizo que cayó sobre Ruán y cercanías el sábado pasado. Desastre general, cosechas perdidas, todas las ventanas de los burgueses rotas; aquí tenemos [destrozos] por valor de un centenar de francos al menos, y los cristaleros de Ruán han aprovechado de inmediato la ocasión (pues se los rifan) para subir su mercancía un treinta por ciento. ¡Oh, humanidad! Era muy curioso, cómo caía, y los lamentos y berridos que hubo eran curiosos también. ¡Fue una sinfonía de jeremiadas, durante dos días, como para dejar seco cual piedra el corazón más sensible! En Ruán creyeron que era el fin del mundo (textual). Hubo escenas de un grotesco desmesurado, ¡y con las autoridades en el ajo! El señor gobernador, etc.
Soy poco sensible a esos infortunios colectivos. Nadie se apiada de mis miserias, ¡que se apañen las de los demás! Devuelvo a la humanidad lo que me da, indiferencia. Vete a tomar por saco, rebaño; ¡no soy de la majada! Por otra parte, que cada uno se contente con ser honesto, quiero decir con cumplir su deber y no fastidiar al prójimo, y entonces todas las utopías virtuosas se verán rápidamente rebasadas. La sociedad ideal sería, en efecto, aquella en que todo individuo funcionase en su medida. Y yo funciono en la mía; estoy en paz. En cuanto a todas esas bromas de entrega, sacrificio, abnegación, fraternidad y otras, abstracciones estériles de las que la generalidad de los hombres no puede sacar partido alguno, se las dejo a los charlatanes, a los frasistas, a los chistosos, a la gente de ideas como el señorito Pelletan.
He contemplado no sin cierto placer mis espalderas destruidas, todas mis flores rotas en pedazos, el huerto patas arriba. Viendo todos estos arreglos artificiales del hombre, que cinco minutos de la naturaleza han bastado para trastornar, admiraba el orden auténtico restableciéndose por encima del orden falso. Estas cosas que nosotros atormentamos, árboles podados, flores que crecen donde no quieren, verduras de otros países, han tenido en este bufido atmosférico una especie de revancha. Ahí hay un carácter de gran farsa que nos hunde. ¿Hay algo más estúpido que las campanas para melones? ¡Pues esas pobres campanas de vidrio las han pasado canutas! ¡A qué fantasías tan poco utilitarias se abandona, cuando le viene la tentación, esa naturaleza sobre cuya espalda nos montamos, y que explotamos tan despiadadamente, que afeamos con tanto aplomo, que despreciamos con tan bonitos discursos! Eso es bueno. Se cree, de modo demasiado general, que el sol no tiene otra finalidad aquí abajo más que la de hacer crecer las coles. De vez en cuando hay que volver a colocar a Dios en su pedestal. Por eso se encarga de recordárnoslo, enviándonos por aquí y por allá alguna peste, cólera, conmoción inesperada y otras manifestaciones de la Regla, a saber el Mal-contingente que quizá no sea el Bien-necesario, pero que a fin de cuentas es el Ser: cosa que los hombres consagrados a la Nada comprenden poco.
Toda mi semana pasada fue mala (ya voy mejor). Me retorcí en un hastío y un asco de mí mismo considerable; me ocurre regularmente cuando he terminado algo y hay que continuar. La vulgaridad de mi asunto me da a veces náuseas, y la dificultad de escribir bien tantas cosas tan comunes, en perspectiva aún, me espanta. Ahora he chocado con una escena de las más sencillas: una sangría y un desvanecimiento. Es muy difícil; y lo que es desolador es pensar que, incluso logrado a la perfección, no puede ser sino pasable, y nunca será hermoso, a causa del propio fondo. Hago una obra de payaso; pero ¿qué demuestra una proeza, después de todo? No importa: «Ayúdate, y el cielo te ayudará». Sin embargo, el carro, a veces, es muy pesado para desenfangarlo. […]
[Croisset] Viernes, una de la madrugada [15 de julio de 1853].
Mientras yo te reprochaba tu carta, querida Musa, tú te la reprochabas a ti misma. No puedes creer cuánto me ha conmovido eso, no por el hecho en sí (estaba seguro de que, al considerar la cosa en frío, no tardarías en mirarla con los mismos ojos que yo), sino a causa de la simultaneidad de impresión. Pensamos al unísono. ¿Te has dado cuenta? Si nuestros cuerpos están lejos, nuestras almas se tocan. La mía está a menudo con la tuya, mira. Esta penetración sólo ocurre en los viejos afectos. Así, se entra uno en el otro, a fuerza de apretarse. ¿Has observado que el propio físico lo acusa? Los viejos esposos acaban por parecerse. ¿No tienen el mismo aire todas las personas de idéntica profesión? A Bouilhet y a mí a menudo nos toman por hermanos. Estoy seguro de que hace diez años esto habría sido imposible. La mente es como una arcilla interior. Desde dentro, empuja a la forma y la moldea a su imagen. Si alguna vez te has levantado mientras escribías, en los buenos momentos de elocuencia, cuando te llenaba la idea, y te has mirado entonces en el espejo, ¿no te has quedado de pronto asombrada de tu belleza? Había como una aureola en torno a tu cabeza, y tus ojos agrandados despedían llamas. Era el alma que salía. La electricidad es lo que más se parece al pensamiento. Como él, sigue siendo hasta hoy una fuerza bastante fantástica. Esas chispas que brotan del cabello cuando hace mucho frío de noche quizá tengan una relación más estrecha que la de un puro símbolo con la antigua fábula de los nimbos, de las aureolas, de las transfiguraciones. ¿Por dónde iba yo? Por la influencia de un hábito intelectual. Traslademos eso al oficio. ¡Qué artista sería uno si jamás hubiera leído más que cosas bellas, visto más que belleza y amado solamente lo bello; si algún ángel de la guarda de la pureza de nuestra pluma hubiera alejado de nosotros, desde el comienzo, todos los malos conocimientos; si jamás hubiera uno tratado con imbéciles, ni leído periódicos! Los griegos tenían todo esto. En cuanto a plástica, estaban en unas condiciones que no volverán a producirse. Pero querer calzarse sus botas es demencia. En el norte no son clámides lo que se precisa, sino pellizas de piel. La forma antigua es insuficiente para nuestras necesidades, y nuestra voz no está hecha para cantar esos aires sencillos. Seamos tan artistas como ellos, si podemos, pero de otro modo. La conciencia del género humano se ha ensanchado desde Homero. El vientre de Sancho Panza hace crujir el cinturón de Venus. En lugar de emperrarnos en reproducir viejas elegancias, hay que esforzarse por inventar otras nuevas. Creo que De Lisie está un poco en estas ideas. No tiene el instinto de la vida moderna, le falta corazón; no quiero decir con eso la sensibilidad individual o incluso humanitaria, no, sino el corazón, en el sentido casi médico del término. Su tinta es pálida. Es una musa que no ha tomado bastante el aire. Los caballos y los estilos de raza tienen las venas llenas de sangre, y se la ve latir bajo la piel y las palabras, desde la oreja hasta los cascos. ¡La vida, la vida! ¡Todo está ahí! Por eso me gusta tanto el lirismo. Me parece la forma más natural de la poesía. Ahí está desnuda del todo, y en libertad. Toda la fuerza de una obra reside en este misterio, y es esa cualidad primordial, ese motus animi continuas (vibración, movimiento continuo del espíritu, definición de la elocuencia por Cicerón), quien da la concisión, el relieve, los giros, los impulsos, el ritmo, la diversidad. ¡No hace falta gran malicia para hacer crítica! Se puede juzgar la bondad de un libro por el vigor de los puñetazos que te ha dado y por el tiempo que tardas luego en recuperarte. Por eso, ¡qué excesivos son los grandes maestros! Van hasta el último límite de la idea. Se trata en Pourceaugnac de hacer que un hombre tome una lavativa. ¡No es una lavativa lo que se trae, no, sino que toda la sala se verá invadida de jeringas! Los tipos de Miguel Ángel tienen cables, más que músculos. En las bacanales de Rubens mean en el suelo. Véase todo Shakespeare, etc., etc., y el último de los miembros de la familia, el viejo tío Hugo. ¡Qué hermosura es Notre Dame! Últimamente he releído tres capítulos, entre otros el saqueo de los truhanes. ¡Eso sí que es fuerte! Creo que el rasgo mayor del genio es, ante todo, la fuerza. Así que lo que más detesto en las artes, lo que me crispa, es lo ingenioso, lo ocurrente. Qué diferencia con el mal gusto, que es, por su parte, una buena cualidad descarriada. Pues para tener lo que se llama mal gusto hay que tener poesía en el cerebro. Pero el ingenio, al contrario, es incompatible con la auténtica poesía. ¿Quién ha tenido más ingenio que Voltaire, y quién ha sido menos poeta? Y en este país encantador, Francia, el público no admite la poesía más que disfrazada. Si se la dan cruda, refunfuña. Hay que tratarlo, pues, como a los caballos de Abbas-pacha, a los que sirven, para hacerlos vigorosos, bolitas de carne envueltas en harina. ¡Eso es Arte! ¡Saber hacer la envoltura! Y no obstante, no temáis, ofreced esta harina a los leones, a los bocazas; se arrojarán sobre ella desde veinte pasos de distancia, al reconocer el olor.
[…] He estado muy en forma esta semana. He escrito ocho páginas que, creo, están todas más o menos terminadas. Esta noche acabo de esbozar toda mi gran escena de los Comicios agrícolas. Será enorme; tendrá fácil cuarenta páginas. En el relato de esta fiesta rústico-municipal, y entre sus detalles (donde aparecen todos los personajes secundarios del libro, hablan y actúan), tengo que proseguir, y en primer plano, el diálogo continuo de un señor calentando a una dama. Además tengo, en medio, el discurso solemne de un diputado provincial, y al final (completamente terminado), un artículo de periódico escrito por mi farmacéutico, que da cuenta de la fiesta en buen estilo filosófico, poético y progresista. Ya ves que no es tarea pequeña. Estoy seguro del color y de muchos efectos; pero para que todo esto no resulte demasiado largo, ¡es endiablado! Y sin embargo, son de esas cosas que han de ser abundantes y llenas. Una vez dado este paso, llegaré rápidamente a mi jodienda en los bosques, en época de otoño (con sus caballos al lado, mordisqueando hojas), y entonces creo que veré claro, y que habré pasado al menos Caribdis, aunque me quede Escila. Cuando haya regresado de París iré a Trouville. Mi madre quiere ir, y yo la sigo. En el fondo no me molesta: ver un poco de agua salada me sentará bien. Hace ya dos años que no he tomado el aire y visto el campo (de no ser contigo, cuando nuestro paseo en Vétheuil). Me tumbaré a gusto en la arena, como antes. Hace siete años que no he estado en esa parte. Tengo de ella recuerdos profundos: ¡qué melancolías, qué ensueños y qué vasos de ron! No me llevaré a la Bovary, pero pensaré en ella; rumiaré esos dos largos fragmentos de los que te hablo, sin escribir. No perderé el tiempo. Montaré a caballo en la playa; ¡tantas veces tengo ganas de hacerlo! Tengo un montón de pequeños caprichos, como ése, de los que me privo; pero hay que privarse de todo cuando uno quiere hacer algo. ¡Ay, qué vicios tendría si no escribiese! La pipa y la pluma son las dos salvaguardias de mi moralidad, virtud que se disuelve en humo por los dos tubos. Venga, adiós, otra carta más a mitad de la semana próxima, al final una no tita, ¡¡¡y luego…!!!
[Croisset] 22 de julio de 1853, una de la madrugada del viernes.
Sí, llegaré el lunes próximo a tu casa, hacia las seis. Como he de ir dos días a Nogent, prefiero marchar ya al día siguiente, martes, y volver el miércoles por la noche. Me quedaré contigo hasta el martes de la otra semana. Mi madre habrá marchado sola a Trouville; me reuniré con ella allí. […]
Hoy he tenido un gran éxito. Sabes que ayer tuvimos el honor de recibir al señor Saint-Arnaud. Pues bien, esta mañana he encontrado en el Journal de Rouen una frase del alcalde dirigiéndole una alocución, frase que yo había escrito la víspera textualmente en la Bovary (en el discurso de un gobernador, durante unos comicios agrícolas). No solamente era la misma idea, las mismas palabras, sino las mismas asonancias de estilo. No oculto que son cosas que me dan gusto. Cuando la literatura llega a la precisión de resultados de una ciencia exacta, es cosa seria. Ya te llevaré, por lo demás, ese discurso gubernamental, y verás si no soy hábil en fabricar estilo administrativo y cocodrilesco. […]
Trouville, martes, nueve de la noche [9 de agosto de 1853].
Llegué aquí ayer por la tarde a las siete y media, muy cansado de las diligencias y carricoches que me habían traído. Para tomar el vapor habría tenido que salir de Ruán por la noche, a las tres.
¡Qué libro podría escribir esta noche, si la expresión fuese tan rápida como el pensamiento! Llevo treinta y seis horas navegando por los más viejos recuerdos de mi vida, y siento un cansancio casi físico. Cuando llegué ayer, el sol se ponía sobre el mar, y era como un gran disco de dulce de grosellas. Hace seis años, por la misma temporada, llegué a las dos de la mañana, a pie, con Maxime, con la mochila a la espalda, de regreso de Bretaña. ¡Cuántas cosas desde entonces! Pero la entrada que domina a todas las demás es la que hice en 1843. Era el final de mi primer año de Derecho. Venía de París, solo. Había dejado la diligencia en Pont-l'Évéque, a tres leguas de aquí, y llegaba a pie, bajo un hermoso claro de luna, a las tres de la madrugada. Aún recuerdo la chaqueta de tela y el bastón que llevaba, y qué dilatación sentí al aspirar desde lejos el olor salado del mar. Sólo he reencontrado eso, el olor; todo lo demás ha cambiado. París ha invadido esta pobre región, llena ahora de chalés al estilo de los de Enghien. Todo está lleno de calzones de gamuza, libreas, guapos señores y hermosas damas. Esta playa, por la que me paseaba antaño sin pantalones, está adornada ahora con guardias urbanos; hay líneas de demarcación para los dos sexos.
Naturaleza de faz serena, ¡cómo olvidas,
Y como rompes en tus metamorfosis
Los hilos misteriosos que atan nuestros corazones!
La vida del hombre ha de ser muy larga, ya que las casas, las piedras, la tierra, todo tiene tiempo de cambiar entre dos estados de ánimo. He visto en nuestra antigua casa, la que ocupamos durante cuatro años seguidos, rocas falsas. La risa me impidió llorar. Se ha convertido en la propiedad de un agente de bolsa de París, y todo el mundo coincide en encontrar eso bellísimo.
Creo que me estoy robusteciendo en filosofía, pues este espectáculo me habría afligido hace algún tiempo. A lo mejor es porque aún no me he encontrado lo bastante solo. ¿O será porque tu impresión es aún demasiado fuerte? Estoy lleno de ti. Mi ropa blanca despide tu olor. El recuerdo de tu persona semidesnuda, con un candelabro en la mano y abrazándome en el pasillo, me persiguió ayer durante todo el día a través de mis otros recuerdos, que echaban a volar desde todas las matas del camino, al balanceo de la diligencia. En el tren me encontré a Bouilhet. Almorzamos y cenamos juntos en Croisset. Nos acostamos temprano; yo me caía de sueño. Nos despedimos ayer a las once de la mañana. ¿Qué hiciste todo el día, mientras yo miraba el trigo que segaban, y el polvo, y los árboles verdes? ¿Cómo pasaste el domingo? Querría escribirte una carta buena y larga, pero tengo mucho sueño, aunque no son las diez. He traído aquí algunos libros que leeré poco, y mis guiones de la Bovary, en los que trabajaré mediocremente. Voy a comer, a fumar, a bostezar al sol, y sobre todo a dormir. A veces tengo grandes necesidades de sueño durante varios días, y prefiero un barbecho completo que media labranza. […]
[Trouville] Domingo 14, a las cuatro [14 de agosto de 1853].
Cae la lluvia, las velas de las barcas bajo mis ventanas son negras, pasan aldeanas con paraguas, gritan los marinos, ¡y me aburro! Me parece que hace diez años que te dejé. Mi existencia, como un pantano dormido, es tan tranquila, que el menor acontecimiento que cae en él provoca círculos incontables, y la superficie, como el fondo, tarda mucho en recobrar su serenidad. Los recuerdos que encuentro aquí a cada paso son como piedras que ruedan sobre una pendiente suave hacia una gran sima de amargura que llevo en mí. El fango se remueve; melancolías de todas clases, como sapos interrumpidos en su sueño, sacan la cabeza del agua y forman una extraña música; escucho. ¡Ah, qué viejo soy, qué viejo soy, pobre y querida Louise!
Encuentro aquí a la buena gente que conocí hace diez años. Llevan las mismas ropas, las mismas caras; sólo que las mujeres han engordado, y los hombres han encanecido un poco. ¡Me dejaba estupefacto la inmovilidad de todos estos seres! Por otra parte, han construido casas, han ensanchado el muelle, han trazado calles, etc. Acabo de volver a casa, azotando la lluvia y con cielo gris, al son de la campana que tocaba vísperas. Habíamos estado en Deauville (una granja de mi madre). ¡Cómo me fastidian los campesinos, y qué poco hecho estoy para ser propietario! Al cabo de tres minutos la compañía de estos salvajes me harta. Siento un hastío idiota invadirme como una marea. La capa de plomo que Dante promete a los hipócritas no es nada si se compara con la pesadez que me aplasta el cráneo. ¡Mi hermano, su mujer y su hija han venido a pasar el domingo con nosotros! Ahora están recogiendo conchas, envueltos en impermeables, y se divierten mucho. Yo también me divierto mucho a la hora de las comidas, pues como una enormidad de caldereta. Duermo unas doce horas con bastante regularidad todas las noches, y de día fumo pasablemente. El escaso trabajo que hago es preparar el programa de la clase de historia que le daré a mi sobrina, una vez de regreso en Croisset. En cuanto a la Bovary, imposible siquiera el pensar en ella. He de estar en mi casa para escribir. Mi libertad de espíritu depende de mil circunstancias accesorias, muy miserables, pero muy importantes. Estoy muy contento de saber que ya estás en marcha con La sirvienta. ¡Qué ganas tengo de ver eso!
Ayer pasé una hora larga mirando a las señoras bañarse. ¡Qué cuadro! ¡Qué cuadro repulsivo! Antes aquí la gente se bañaba sin distinción de sexos. Pero ahora hay separaciones, postes, redes para impedir, un inspector de librea (¡qué cosa tan atroz y lúgubre es lo grotesco!). Así que ayer, desde la plaza donde me hallaba, de pie, con las gafas en la nariz, a pleno sol, estuve mirando a las bañistas largo tiempo. El género humano ha tenido que volverse completamente imbécil para perder hasta ese punto toda noción de elegancia. ¡Nada es más lamentable que esos sacos en que las mujeres embuten sus cueros, que esos gorros de hule! ¡Qué caras! ¡Qué andares! ¡Y los pies! Rojos, flacos, con juanetes, durezas, deformados por los botines, largos como lanzaderas o anchos como paletas. Y en medio de todo ello, mocosos con humores fríos, llorando, gritando. Más lejos, abuelitas haciendo punto y señooores con gafas de oro, leyendo el diario y, de vez en cuando, entre dos líneas, saboreando la inmensidad con aire de aprobación. Me dieron ganas, durante toda la tarde, de escaparme de Europa e irme a vivir a las islas Sandwich o a las selvas de Brasil. Allá, al menos, las playas no están manchadas por pies tan mal hechos, por individualidades tan fétidas.
Anteayer, en el bosque de Touques, en un lugar encantador cerca de una fuente, encontré colillas de puro apagadas y migas de empanada. ¡Habían ido allí de excursión! ¡Hace once años que escribí eso en Noviembre! Entonces era puramente imaginado, y el otro día se comprobó. Todo lo que inventamos es verdadero, puedes estar segura. La poesía es algo tan preciso como la geometría. La inducción vale tanto como la deducción, y además, llegado a cierto punto, uno ya no se equivoca en todo lo tocante al alma. Mi pobre Bovary, sin duda, sufre y llora en veinte aldeas de Francia a la vez, a esta misma hora.
Vi una cosa que me emocionó, el otro día, y en la que yo no pintaba nada. Habíamos ido a una legua de aquí, a las ruinas del castillo de Lassay (este castillo se construyó en seis semanas para Madame Du Barry, que había tenido la idea de venir a tomar baños de mar a esta región). Ya no queda de él más que una escalinata, una gran escalinata Luis XV, unas ventanas sin cristales, un muro, y viento, ¡viento! Está sobre una meseta a la vista del mar. Al lado hay una casucha de campesinos. Entramos para que bebiera leche Liline, que tenía sed. El jardincillo tenía bonitas malvarrosas que subían hasta el tejado, judías, un caldero lleno de agua sucia. En los alrededores gruñía un puerco (como en tu Jeanneton), y más lejos, más allá del cercado, potros en libertad pastaban y relinchaban con sus grandes crines flotantes que se movían al viento del mar. En las paredes interiores de la choza, ¡una imagen del Emperador y otra de Badinguet! Yo iba a hacer, sin duda, alguna broma, cuando vi en un rincón cerca de la chimenea, medio paralítico, a un anciano sentado, flaco, con barba de quince días. ¡Por encima de su sillón, sujetas a la pared, había dos charreteras de oro! El pobre viejo estaba tan inválido que tenía dificultad para agarrarse. Nadie le prestaba atención. Allá estaba rumiando, gimiendo, comiendo directamente de un cuenco lleno de habas. El sol daba en los anillos de hierro que rodean los baldes y le hacía guiñar los ojos. El gato, a lengüetadas, bebía leche de un barreño en el suelo. Y eso era todo. A lo lejos, el ruido impreciso del mar. Pensé que, en ese medio-sueño perpetuo de la vejez (que precede al otro, y que es como la transición de la vida a la nada), el hombrecillo sin duda volvía a ver las nieves de Rusia o las arenas de Egipto. ¿Qué visiones flotaban ante aquellos ojos alelados? ¡Y qué ropa! ¡Qué chaqueta remendada y limpia! La mujer que nos servía (su hija, creo) era una comadre de cincuenta años, de falda corta, con pantorrillas como los balaustres de la plaza Luis XV, y tocada con un gorro de algodón. Iba y venía con sus medias azules y sus voluminosas enaguas, y Badinguet, espléndido en medio de todo aquello, erguido sobre un caballo amarillo, tricornio en mano, saludaba a una cohorte de inválidos cuyas patas de palo estaban todas bien alineadas. La última vez que había venido yo al castillo de Lassay era con Alfred [Le Poittevin]. Aún me acordaba de la conversación que habíamos tenido y de los versos que recitábamos, de los proyectos que hacíamos…
¡Cómo se descojona de nosotros la naturaleza! ¡Y qué jeta impasible tienen los árboles, la hierba y las aguas! La campana del paquebote de El Havre suena tan encarnizadamente que me interrumpo. ¡Qué jaleo provoca la industria en el mundo! ¡Qué cosa escandalosa es la máquina! A propósito de industria, ¿has pensado alguna vez en la cantidad de profesiones idiotas que engendra y en la masa de estupidez que, a la larga, ha de provenir de ella? ¡Sería una estadística espantosa de hacer! ¿Qué puede esperarse de un pueblo como el de Manchester, que se pasa la vida haciendo alfileres? ¡Y la confección de un alfiler exige cinco o seis especialidades diferentes! Al subdividirse el trabajo, nacen, pues, junto a las máquinas, cantidades de hombres-máquina. ¡Qué función la de revisor en el ferrocarril o la de ajustador en una imprenta!, etc., etc. Sí, la humanidad vira a lo estúpido. Leconte tiene razón: nos lo ha formulado de un modo que jamás olvidaré. Los soñadores de la Edad Media eran hombres distintos a los activos de los tiempos modernos.
La humanidad nos odia, no la servimos y la odiamos, pues nos hiere. ¡Amémonos, pues, en el Arte, como los místicos se aman en Dios, y que todo palidezca ante este amor! ¡Que las demás candelas de la vida (apestan todas) desaparezcan ante ese gran sol! En las épocas en que todo lazo está roto, y en que la Sociedad no es más que un vasto bandidaje (palabra gubernamental) más o menos bien organizado, cuando los intereses de la carne y del espíritu, como lobos, se apartan unos de otros y aullan por separado, hay que prepararse, pues, como todo el mundo, un egoísmo (sólo que más hermoso) y vivir en la propia guarida. Yo, de día en día, siento operarse en mi corazón un alejamiento de mis semejantes que va ensanchándose, y estoy contento de ello, pues mi facultad de aprehensión hacia lo que me es simpático va en aumento, debido a ese mismo alejamiento. Me he precipitado sobre el bueno de Leconte con sed. Al cabo de tres palabras que le he oído decir, lo quería con un afecto del todo fraternal. Los amantes de lo Bello somos todos unos proscritos. ¡Y qué alegría cuando se encuentra uno a un compatriota en esta tierra de exilio! Esta es una frase que huele un poco a Lamartine, querida señora. Pero ya sabe que lo que mejor siento es lo que peor digo (¡qué de ques!) Dígale, pues, al amigo Leconte que lo aprecio mucho, que ya he pensado en él mil veces. Aguardo con impaciencia su gran poema céltico. La simpatía de hombres como él es buena de recordar en los días de desánimo. Si la mía le ha causado la misma satisfacción, estoy contento. Le escribiría a gusto, pero no tengo nada en absoluto que decirle. Una vez de regreso en Croisset, excavaré en la Bovary ciegamente. Déle pues, de mi parte, el mejor apretón de manos posible.
Aún no he escrito a Bouilhet desde hace ya ocho días que llevo aquí, y no he tenido noticias suyas. Temo, pobre Louise mía, herirte (aunque es bueno nuestro sistema de no ocultarnos nada); pues bien, no me mandes tu fotografía. Odio las fotografías en la proporción en que me gustan los originales. Nunca me parecen auténticas. ¿Es la fotografía tomada de tu grabado? Tengo el grabado que está en mi dormitorio. Es una cosa bien hecha, bien dibujada, bien grabada, y que me basta. Este procedimiento mecánico, sobre todo aplicado a ti, me irritaría más que producirme placer. ¿Comprendes? Esta delicadeza la llevo bastante lejos, pues jamás consentiría que hiciesen mi retrato en fotografía. Max lo hizo, pero yo llevaba un traje nubio, de cuerpo entero, y visto de muy lejos en un jardín.
Las lecturas que hago por la noche, detalles de costumbres sobre los diversos pueblos de la tierra (en uno de los libros que he comprado en París), me producen deseos singulares. Tengo ganas de ver a los lapones, la India, Australia. ¡Qué hermosa es la tierra! ¡Y morirse sin haber visto ni la mitad, sin haber sido arrastrado por renos, llevado por elefantes, balanceado en un palanquín! Lo pondré todo en mi cuento oriental. Ahí colocaré mis amores, como pondré mis odios en el prefacio del Diccionario.
¿Sabes que nunca he hecho una estancia tan larga en París, y que nunca lo he pasado tan bien? Hoy hace quince días, a esta hora, volvía de Chaville y llegaba a tu casa. ¡Qué lejos está ya eso! Hay algo detrás de nosotros que arrastra hacia la lejanía los objetos desaparecidos, con la rapidez de un torrente que pasa. La dificultad que tengo ahora para concentrarme procede sin duda de esas dos interrupciones sucesivas. El movimiento está detenido. Lejos de mi mesa [de trabajo] estoy hecho un estúpido. La tinta es mi elemento natural. ¡Qué hermoso líquido, además, ese elixir sombrío! ¡Y qué peligroso! ¡Cómo se ahoga uno en él! ¡Cómo atrae! […]
[Trouville] Domingo a las once, y lunes, 21 y 22 de agosto de 1853.
[…] Te has equivocado extrañamente sobre lo que yo decía con relación a Leconte. ¿Por qué quieres que no sea yo sincero en todas estas cuestiones? No puedo (y sobre todo contigo, a riesgo de las deducciones forzadas y lejanas alusiones que sacas) disfrazar mi pensamiento. En estas cosas expreso lo que a mí me parece la regla. ¿Por qué quieres siempre entrar en ella? Cuando hablo de mujeres, te pones en fila. Haces mal; me incomoda. Había dicho que Leconte me parecía necesitar el elemento alegre en su vida. No había insinuado que necesitaba una modistilla. ¿Me tomas por un partidario de los amores ligeros, como J.-P. de Béranger? Como a ti, la castidad absoluta me parece preferible (moralmente) al desenfreno. Sin embargo, el desenfreno (si no fuera mentira) sería algo hermoso, y es bueno, si no practicarlo, al menos soñarlo. ¿Que se cansa uno pronto de él? De acuerdo. Y los condicionales que me planteas a este respecto ni siquiera pueden aplicarse, pues esas pobres criaturas, de las que siempre hablas con un desprecio un poco burgués, exhalan para mí tal perfume de aburrimiento que ahora, por mucho que me esforzase, mis sentidos se niegan. Pero todo el mundo no ha pasado por ti. (No te preocupes del porvenir, anda; siempre seguirás siendo la legítima.) Y persisto en sostener que si pudieras ofrecer a Leconte algo hermoso y violento, carnalmente hablando, le haría bien. Un viento cálido tendría que disipar las brumas de su corazón. ¿No ves que ese pobre poeta está cansado de pasiones, de sueños, de miserias? Ha tenido un gran exceso de corazón; un amor pequeño le inspiraría lástima; los excesivos son peligrosos, un poco de farsa no le perjudicaría. Le deseo una querida sencilla de corazón y escasa de cabeza, muy buena chica, muy lasciva, muy hermosa, que le quiera poco y a la que él quiera poco. Necesita tomar la vida por el término medio, con el fin de que su ideal permanezca alto. Cuando Goethe se casó con su criada, acababa de pasar por Werther, y era un hombre de una pieza, que lo razonaba todo.
Sí, sostengo (y esto, para mí, ha de ser un dogma práctico en la vida de artista) que hay que dividir la propia vida en dos partes: vivir como un burgués y pensar como un semidiós. Las satisfacciones del cuerpo y de la cabeza no tienen nada en común. Si se encuentran mezcladas, cogedlas y guardadlas. Pero no las busquéis reunidas, pues sería falso. Y esa idea de felicidad, además, es la causa casi exclusiva de todos los infortunios humanos. Reservemos la médula de nuestro corazón para dosificarla en rebanadas, y el jugo íntimo de las pasiones para embotellarlo. ¡Hagamos de todo nuestro yo un residuo sublime para alimentar a la posteridad! ¿Se sabe cuánto se pierde cada día por los derrames del sentimiento?
Se asombra uno ante los místicos, pero ahí está el secreto. Su amor, a la manera de los torrentes, no tenía más que un solo lecho, angosto, profundo, inclinado, y por eso lo arrastraba todo.
Si queréis buscar a la vez la Felicidad y la Belleza no alcanzaréis ni una ni otra, pues la segunda no llega más que mediante el sacrificio. El Arte, como el Dios de los judíos, se nutre de holocaustos. ¡Vamos, lacérate, flagélate, revuélcate en ceniza, envilece la materia, escupe sobre tu cuerpo, arráncate el corazón! Estarás solo, te sangrarán los pies, un asco infernal acompañará todo tu viaje, nada de lo que causa la alegría de los demás causará la tuya, lo que es pinchazo para ellos será rasgadura para ti, y rodarás, perdido en el huracán, con ese pequeño fulgor en el horizonte. Pero crecerá, crecerá como un sol, sus rayos de oro te cubrirán el rostro, penetrarán en ti, te verás iluminada por dentro, te sentirás ligera, toda espíritu, y después de cada sangría pesará menos la carne. No busquemos, pues, más que la tranquilidad; no le pidamos a la vida más que un sillón, y no tronos, más que satisfacción, y no embriaguez. La Pasión congenia mal con esa larga paciencia que exige el oficio. El Arte es lo bastante vasto para ocupar a un hombre entero. Distraer algo de él es casi un crimen, es un robo que se hace a la idea, una infracción al deber. Pero somos débiles, la carne es blanda y el corazón, como una ramita cargada de lluvia, tiembla con las sacudidas del suelo. Necesita uno aire, como un prisionero, te asaltan flaquezas infinitas, se siente uno morir. La prudencia consiste en arrojar por la borda la parte más pequeña del cargamento, para que el navio flote cómodamente.
A ti te quiero como nunca he querido, y como no querré. Eres y seguirás siendo la única, y sin comparación con ninguna otra. Es algo complejo y profundo, algo que me tiene cogido por todas partes, que halaga todos mis apetitos y acaricia todas mis vanidades. Tu realidad casi desaparece. ¿Por qué, cuando pienso en ti, te veo a menudo con otras ropas que las tuyas? La idea de que eres mi amante me viene rara vez, o al menos no te formulas ante mí por eso. Contemplo (como si lo viera) tu rostro todo iluminado por la alegría cuando leo tus versos admirándote, cuando adoptas una expresión radiante de ideal, de orgullo y de enternecimiento. Si pienso en ti, en la cama, es tendida, con un brazo flexionado, completamente desnuda, un bucle más alto que otro y mirando al techo. Me parece que puedes envejecer, volverte fea incluso, y que nada te cambiará. Hay un pacto entre nosotros dos, independiente de nosotros. ¿No he hecho todo para dejarte? ¿No lo has hecho todo para amar a otros? Hemos vuelto uno con otro porque estábamos hechos uno para el otro. Te amo con todo el corazón que me queda, con los jirones que he conservado. Sólo querría amarte más con el fin de hacerte más feliz, ya que te hago sufrir, yo que querría ver cumplirse todos tus deseos.
Has acusado estos días a los fantasmas de Trouville; pero te he escrito mucho desde que llegué a Trouville, y el retraso más largo del que soy culpable ha sido de seis días (ordinariamente, no te escribo más que todas las semanas). ¿Es que no te has dado cuenta de que aquí, precisamente, recurría a ti, en medio de la soledad íntima que me rodea? Todos mis recuerdos de juventud gimen bajo mis pasos, como las conchas de la playa. Cada ola del mar que veo derrumbarse despierta en mí resonancias lejanas. Oigo gruñir los días pasados y apretujarse como olas toda la serie interminable de pasiones desaparecidas. Recuerdo los espasmos que tenía, tristezas, codicias que silbaban a ráfagas, como el viento en los cordajes, y anchos deseos vagos que giraban en torbellino en la oscuridad, como una bandada de gaviotas salvajes en un nubarrón de tormenta. ¿Y en quién quieres que descanse, si no es en ti? Mi pensamiento, fatigado de todo este polvo, se recuesta así sobre tu recuerdo, más blandamente que sobre un retazo de césped. El otro día, a pleno sol, completamente solo, hice seis leguas a pie por la orilla del mar. Me llevó toda la tarde. Volví ebrio, de tantos olores que había aspirado, y tanto aire libre. Arranqué varec, recogí conchas y me tendí de espaldas sobre la arena y la hierba. Crucé las manos sobre mis ojos y miré las nubes. Me aburrí, miré las amapolas, me dormí cinco minutos en la duna. Me despertó una lluvia fina. A veces oía el canto de un ave que cortaba intermitentemente el ruido del mar. A veces un arroyuelo, filtrándose a través del acantilado, mezclaba su suave chapoteo con el gran golpear de las aguas. Volví cuando el sol poniente doraba las ventanas del pueblo. Había marea baja. El martillo de los carpinteros resonaba sobre la carcasa de las embarcaciones en seco. Olía a alquitrán y a ostras.
Observación de moral y de estética. Un buen hombre de aquí, que fue alcalde durante cuarenta años, me decía que a lo largo de ese espacio de tiempo no había visto más que dos condenas por robo, en una población que es de tres mil habitantes. Me parece algo luminoso. Los marinos, ¿son de otra pasta que los obreros? ¿Cuál es la razón de eso? Creo que hay que atribuirlo al contacto de lo grande. Un hombre que tiene siempre ante la vista tanta extensión como puede recorrer el ojo humano debe obtener de esa frecuentación una serenidad desdeñosa (véase el despilfarro de los marinos de cualquier grado, su despreocupación por la vida y por el dinero). Creo que en ese sentido es donde hay que buscar la moralidad del Arte. Será, pues, como la naturaleza, moralizador por su elevación virtual, y útil por lo sublime. La visión de un trigal es algo que alegra más al filántropo que la del Océano, pues está convenido que la Agricultura empuja a las buenas costumbres. Pero ¡qué mequetrefe es un carretero junto a un marino! El ideal es como el sol. Él, completamente solo, se traga todas las porquerías de la tierra.
No somos algo más que en virtud del elemento que respiramos, únicamente. Tú me agradeces los consejos que te doy desde hace dos años, porque en dos años has hecho grandes progresos. Pero mis consejos no valen cuatro perras. Solamente has adquirido la Religión y, como gravitas ahí adentro, has subido. Creo que si se mirase siempre a los cielos terminaría uno por tener alas.
He vuelto a tener trato (me lo he encontrado en el muelle) con el señor Cordier, caballero de estos pagos, ex-sub-gobernador de Pont-l'Évéque bajo Luis Felipe, ex-diputado reaccionario, ex-miembro de la parlôte de Orsay, ex-auditor en el Consejo de Estado, un joven correctísimo, doctor en Derecho, hermosa fortuna (hijo de un extratante de bueyes), que frecuenta en París la alta sociedad, amigo del señor Guizot, y que toca, dicen, muy bonitamente el violín. Lo conocí hace tiempo aquí, y en París en casa de Toirac (puedes calibrar qué ingenio).
Lunes.
Se ha mandado construir un chalet encantador que da que hablar en la región. El exterior es verdaderamente digno de un hombre de buen gusto; pero es tan señorial por dentro, que resulta atroz. Se le ha ocurrido decorar su salón con marinas pintadas al fresco (¡marinas frente al mar!). Todo está pintarrajeado, dorado, candelabrado. Es pomposo y tosco. La pataza del boyero hace crujir el guante blanco del señorón. Allá vive, rabiando por no ser gobernador, aburriéndose mucho, fingiendo divertirse, y aspirando a la heredera como la nariz del tío Aubry a la tumba. Palabras: «He renunciado a las vanidades, desprecio el mundo, ya no me ocupo más que de arte». ¡Ocuparse de arte es tener vidrieras de colores en la escalera, con muebles de roble de estilo Luis XIII! En su dormitorio he visto tomos de Fourier: «Es bueno (decía él) leer de todo. ¡Hay que admitirlo todo, aunque no sea más que para refutar a esos muchachos! ¡Y ya ha podido usted ver en el Parlamento cómo las gastaba yo con ellos!». En el Parlamento se ha ocupado mucho de la cuestión de la carne, y ha hecho incluso, a sus propias expensas y acompañado de otros muy sesudos (o muy bocazas), un viaje a Alemania con el fin de estudiar el buey. Cuando se hubo vestido (cenaba fuera), salimos juntos. Al pedir yo fuego para encender un puro, me hizo entrar en la cocina. «Tengo sed, ve a buscarme un vaso de sidra», ordenó a una especie de vaquerito que allí estaba. El niño subió al hermoso comedor y volvió con dos vasos y una garrafa de cristal. «Demonios coronados, jodido imbécil, te he dicho en un vaso de cocina». ¡Estaba exasperado!, y mostrándome él mismo los dos vasos (que bien valían tres o cuatro francos la pieza), dijo: «Sería un fastidio romperlos; vea el filete. He encargado unos vasos artísticos. Tengo empeño en que, en mi casa, todo tenga un sello particular». Después de su cena tenía que ir a hacer visitas, a bailar en el salón de los Baños, a jugar al whist en casa de la señora Pasquier, ¡y durante diez minutos no había dejado de hablarme de la soledad!
Esta es la raza común de la gente que está a la cabeza de la Sociedad. ¡En qué lodazal chapoteamos! ¡Qué nivel! ¡Qué anarquía! La mediocridad se cubre de inteligencia. Hay recetas para todo, mobiliarios deliberados y que dicen: «Mi dueño ama las artes. Aquí tenemos un alma sensible. ¡Está usted en casa de un hombre serio!». ¡Qué discursos! ¡Qué lenguaje! ¡Qué vulgaridad! ¿Dónde ir a vivir, misericordia divina? San Policarpo acostumbraba a repetir, tapándose los oídos y escapando del lugar en que se hallaba: «¡En qué siglo me has hecho nacer, Dios mío!». Me estoy volviendo como San Policarpo.
La estupidez de cuanto me rodea se añade a la tristeza de mi sueño. Poca alegría, en suma. Necesito estar de regreso en casa, y reanudar la Bovary con furia. No puedo pensar en ella; aquí, todo trabajo me es imposible.
Releo mucho a Rabelais; fumo considerablemente. ¡Qué hombre ese Rabelais! Cada día descubrimos en él cosas nuevas. Adquiere ya, pobre Musa, el hábito de leer todos los días un clásico. Si te predico eso incesantemente, querida amiga, es porque creo saludable esa higiene.
En este momento estoy muy impedido por un reuma en el cuello que ayer tenía un poco, pero que ha vuelto hoy con más fuerza. Son las lluvias de Grecia que vuelven a subirme. ¡Tuve tantas, durante tres semanas! No obstante, acabo de clavar tu cajita. La enviaré mañana, y cerraré esta carta al mismo tiempo. Pienso que recibirás la caja el jueves, a más tardar; ¿no es el día de tu santo? No lo sé, pues no tengo calendario.
Nos vamos de aquí del miércoles próximo (pasado mañana) en ocho. Iremos un día a Pont-l’Évéque, otro a El Havre, y estaremos de regreso en Croisset el sábado, que será día tres. […]
[Trouville] Viernes, once de la noche [26 de agosto de 1853].
Ésta es probablemente mi última carta de Trouville. Estaremos dentro de ocho días en El Havre, y el sábado en Croisset. A mediados de la semana próxima te mandaré una notita. El sábado por la noche, en Croisset, te escribiré si Bouilhet no está. Trata de que yo tenga una carta tuya el sábado, o mejor el domingo por la mañana. Así será un buen retorno. ¡Que tunda de trabajo voy a darme, una vez de regreso! Estas vacaciones no han sido inútiles; me han refrescado. Hacía dos años que apenas había tomado el aire; lo necesitaba. Además, me he vuelto a sumergir un poco en la contemplación de las aguas, de la hierba y del follaje. Escritores que somos, inclinados siempre sobre el Arte, apenas tenemos con la naturaleza más que comunicaciones imaginativas. A veces hay que mirar a la luna o al sol de frente. La savia de los árboles nos entra en el corazón a través de las largas miradas estúpidas que les dirigimos. Así como las ovejas que comen tomillo en los prados tienen después la carne más sabrosa, algo de los sabores de la naturaleza ha de penetrar en nuestro espíritu, si se ha revolcado bien sobre ella. Sólo hace ocho días, como mucho, que empiezo a estar tranquilo y a saborear con sencillez los espectáculos que veo. Al principio estaba atontado; después estuve triste, me aburría. Apenas me acostumbro, hay que marcharse. Camino mucho, me reviento con deleite. Yo que no puedo aguantar la lluvia, estuve esta tarde empapado hasta los huesos, casi sin darme cuenta. Y cuando me vaya de aquí me entristeceré. ¡Siempre es la misma historia! Sí, empiezo a librarme de mí mismo y de mis recuerdos. Los juncos que azotan mis zapatos al pasar por la duna, al atardecer, me divierten más que mis ensueños (estoy tan lejos de la Bovary como si en mi vida hubiese escrito una línea de ella).
Aquí me he resumido mucho, y ésta es la conclusión de esas cuatro semanas de holganza: adiós, es decir, adiós y para siempre a lo personal, a lo íntimo, a lo relativo. Mi viejo proyecto de escribir más adelante mis Memorias me ha abandonado. Nada de lo tocante a mi persona me tienta. Los afectos de la juventud (por hermosos que pueda volverlos la perspectiva del recuerdo, e incluso entrevistos de antemano bajo los fuegos de Bengala del estilo) ya no me parecen bellos. ¡Quede muerto todo eso, y que nada resucite! ¿Para qué? Un hombre no vale más que una pulga. Nuestras alegrías, como nuestros dolores, han de absorberse en nuestra obra. En las nubes no se reconocen las gotas de agua del rocío que el sol eleva hasta allí. Evaporaos, lluvia terrestre, lágrimas de los días de antaño, y formad en los cielos gigantescas volutas, todas penetradas de sol.
Ahora estoy devorado por una necesidad de metamorfosis. Querría escribir todo lo que veo no tal como es, sino transfigurado. La narración exacta del hecho real más magnífico me resultaría imposible. Aún tendría que bordarlo.
Las cosas que mejor he sentido se ofrecen a mí traspuestas a otros países y experimentadas por otras personas. Así, cambio las casas, los trajes, el cielo, etc. ¡Ah, qué prisa tengo por librarme de la Bovary, de Anubis y de mis tres prefacios (es decir, de las tres únicas veces, que formarán una sola, en que habré escrito crítica)! ¡Cómo me urge haber acabado con todo esto para lanzarme a cuerpo descubierto a un asunto vasto y limpio! Tengo comezones de epopeya. Querría grandes historias a pico, y pintadas de arriba abajo. Mi cuento oriental me vuelve a vaharadas; me llegan de él olores vagos, que me dilatan el alma.
No escribir nada y soñar con obras hermosas (como hago ahora) es algo encantador. Pero ¡qué caras se pagan más tarde esas voluptuosas ambiciones! ¡Qué hundimientos! Yo debería ser prudente (pero no habrá nada que me corrija). La Bovary, que habrá sido para mí un ejercicio excelente, quizá me sea funesta después como reacción, pues me habrá inspirado (esto es débil e imbécil) un asco extremado por los asuntos de ambiente vulgar. Por eso me cuesta tanto escribir ese libro. Necesito grandes esfuerzos para imaginarme a mis personajes, y luego para hacerles hablar, ya que me repugnan profundamente. Pero cuando escribo algo de mis entrañas, va aprisa. No obstante, ahí está el peligro. Cuando se escribe algo de uno mismo, la frase puede ser buena a ráfagas (y las mentalidades líricas consiguen fácilmente el efecto, siguiendo su inclinación natural), pero falta el conjunto, abundan las repeticiones, las redundancias, los lugares comunes, las locuciones banales. Cuando se escribe, al contrario, una cosa imaginada, como entonces todo debe dimanar de la concepción, y como la más pequeña coma depende del plan general, la atención se bifurca. A la vez, es preciso no perder de vista el horizonte, y mirar a los pies de uno. El detalle es atroz, sobre todo cuando uno ama el detalle, como yo. Las perlas componen el collar, pero es el hilo el que lo hace. Ensartar las perlas sin perder ni una y sujetar siempre el hilo con la otra mano, ahí está la malicia. Nos extasiamos ante la Correspondencia de Voltaire. ¡Pero jamás fue capaz más que de eso, el gran hombre!, es decir, de exponer su opinión personal; y en él eso fue todo. De ahí que resultara lamentable en el teatro y en la poesía pura. Novelas hizo una, que es el resumen de todas sus obras, y el mejor capítulo de Candide es la visita a casa del señor Pococurante, donde Voltaire expresa de nuevo su opinión personal sobre casi todo. Esas cuatro páginas son una de las maravillas de la prosa. Eran la condensación de sesenta tomos escritos y de medio siglo de esfuerzos. Pero yo habría desafiado con gusto a Voltaire a que hiciese solamente la descripción de uno de esos cuadros de Rafael de los que se burla. Lo que a mí me parece lo más elevado del Arte (y lo más difícil) no es hacer reír, ni llorar, ni poner cachondo o enfurecer, sino obrar al modo de la naturaleza, es decir, hacer soñar. Por eso las obras muy hermosas poseen ese carácter. Son serenas de aspecto e incomprensibles. En cuanto al procedimiento, son inmóviles como acantilados, encrespadas como el Océano, llenas de frondosidad, de verde y de murmullos como los bosques, tristes como el desierto, azules como el cielo. Homero, Rabelais, Miguel Ángel, Shakespeare, Goethe, me parecen despiadados. Lo suyo es sin fondo, infinito, múltiple. A través de pequeñas aberturas se divisan precipicios; abajo hay negrura, vértigo. ¡Y sin embargo, algo singularmente suave flota sobre el conjunto! Es el resplandor de la luz, la sonrisa del sol, y es algo tranquilo, tranquilo, y fuerte, y lleva banderolas como el buey de Leconte.
¡Qué pobre creación, por ejemplo, la de Fígaro, al lado de Sancho! Cómo nos lo imaginamos sobre su burro, comiendo cebollas crudas y espoleando al rucio, mientras charla con su amo. Cómo vemos esas rutas de España, que no están escritas en parte alguna. Pero ¿dónde está Fígaro? En la Comédie-Francaise. Literatura de sociedad.
Pues creo que hay que odiarla. Yo, ahora, la odio. Me gustan las obras que huelen a sudor, aquellas en que se ven los músculos a través de la ropa, y que caminan descalzas, lo que es más difícil que llevar botas, botas que son moldes para uso de gotosos: en ellas oculta uno sus uñas torcidas, con toda clase de deformidades. Entre los pies del Capitán o los de Villemain y los pies de los pescadores de Nápoles está toda la diferencia de las dos literaturas. Una ya no tiene sangre en las venas. Los juanetes parecen reemplazar a los huesos. Es el resultado de la edad, del agotamiento, del bastardeo. Se esconde bajo cierta horma embetunada y convenida, remendada y que cala el agua. Esta horma está llena de bramantes y de engrudo. Es algo monótono, incómodo, fastidioso. Con ella no se puede subir a las alturas, ni bajar a las profundidades, ni salvar las dificultades (¿no se deja, en efecto, a la entrada de la ciencia, donde hay que ponerse zuecos?). Solamente sirve para andar por la acera, por caminos trillados y sobre el parqué de los salones, donde ejecuta crujiditos coquetones que irritan a la gente nerviosa. Por mucho que le den charol los gotosos, nunca será más que piel de becerro curtida. ¡Pero la otra! La otra, la del buen Dios, está ennegrecida de agua de mar y tiene las uñas blancas como el marfil. Es dura a fuerza de caminar sobre las rocas. Es hermosa a fuerza de caminar sobre la arena. En efecto, por la costumbre de hundirse blandamente en ella, el perfil del pie se ha desarrollado poco a poco según su tipo; ha vivido según su forma, y ha crecido en su ambiente más propicio. Así que, ¡cómo se apoya sobre la tierra, cómo separa los dedos, cómo corre, qué cosa tan hermosa es!
¡Lástima que no sea yo profesor en el «Collège de France»! Daría un curso completo sobre esa gran cuestión de las botas comparadas con las literaturas. «Sí, la bota es un mundo», diría yo, etc. ¡Qué bonitas comparaciones podrían hacerse con el coturno, la sandalia, etc.!
¡Qué bonita palabra, sandalia! Y qué impresionante, ¿verdad? Las que tienen punteras remangadas hacia arriba, como crecientes de luna, y están cubiertas de lentejuelas destelleantes, aplastadas por adornos magníficos, se parecen a poemas indios. Vienen del Ganges. Con ellas se camina por las pagodas, por suelos de áloe ennegrecidos por el humo de las cazoletas, y, como huelen a almizcle, se arrastran en los harenes sobre tapices de arabescos desordenados. Hacen pensar en himnos interminables, en amores ahitos… A la marcoub del fellah, redonda como un pie de camello, amarilla como el oro, de gruesas costuras y que oprime los tobillos, calzado de patriarca y de pastor, le va bien el polvo. ¿Acaso no está toda China en un zapato de mujer adornado con damasco rosa y que lleva gatos bordados en el empeine?
En el entrelazado de las cintas en los pies del Apolo del Belvedere, el genio plástico de los griegos exhibió todas sus gracias. ¡Qué combinaciones del adorno y del desnudo! ¡Qué armonía del fondo y de la forma! ¡Qué bien está hecho el pie para el calzado, o el calzado para el pie!
¿No hay una relación evidente entre los duros poemas de la Edad Media (a menudo monorrimos) y los zapatos de hierro de una sola pieza que llevaban entonces las gentes de armas, espuelas de seis pulgadas de longitud con formidables rodajas, frases fastidiosas y erizadas?
Los zapatos de Gargantúa estaban hechos con «cuatrocientas seis varas de terciopelo carmesí, lindamente recortadas en líneas paralelas, unidas en cilindros uniformes». Ahí veo la arquitectura del Renacimiento. Las botas Luis XIII, anchas de boca y llenas de cintas y borlas como un tiesto lleno de flores, me recuerdan el palacio de Rambouillet, Scudéry, Marini. Pero al lado está una larga espada española de empuñadura romana: Corneille.
En tiempos de Luis XIV, la literatura tenía las medias bien tensadas; eran de color pardo. Se veía la pantorrilla. Los zapatos eran de punta cuadrada (La Bruyère, Boileau), y había también algunas botas fuertes a la amazona, calzado robusto de corte grandioso (Bossuet, Molière). Luego se arregla el extremo del pie en punta, literatura de la Regencia (Gil Blas). Se economiza el cuero, y la forma o la horma (¡qué chiste!) se lleva a tal exageración de antinaturalismo, que casi se llega a China (salvo la fantasía, por lo menos). Es empalagoso, ligero, afectado. El tacón es tan alto que falta el equilibrio; ya no hay base. Y por otra parte, se rellena la pantorrilla, llenado filosófico flaccido (Raynal, Marmontel, etc.). Lo académico expulsa a lo poético; reinado de las hebillas (pontificado de Monseñor de La Harpe). Y ahora estamos entregados a la anarquía de los zapateros remendones. Hemos tenido las canilleras, los mocasines y los zapatos de punta retorcida. Oigo en las pesadas frases de los señores Pitre-Chevalier y Émile Souvestre, bretones, el ruido abrumador de los zuecos célticos. Béranger ha desgastado hasta el cordón la botina de la modistilla y Eugène Sue muestra exageradamente las innobles bocas de tacones comidos del asesino. Uno huele a grasa quemada y el otro a cloaca. Hay manchas de sebo en las frases del uno, y regueros de mierda a lo largo del estilo del otro. Han ido a buscar novedades al extranjero, pero esas novedades son viejas (trabajamos con lo viejo). Fracaso de las requetebotas a la rusa y de las literaturas laponas, valacas y noruegas (Ampère, Marmier y otras curiosidades de la Revue des Deux Mondes). Sainte-Beuve recoge los trapos más nulos, remienda estos harapos, desdeña lo conocido y, añadiendo hilo y cola, sigue con su pequeño comercio (renacer de los tacones rojos, estilo Pompadour y Arsène Houssaye, etc.). Así que hay que tirar al agua toda esta basura, volver a las botas fuertes o a los pies descalzos y sobre todo cortar aquí mi digresión de zapatero. ¿De dónde diablos procede? De un horrible vaso de ron que he tomado esta tarde, sin duda. Buenas noches.
[Croisset] Viernes 2 de septiembre, nueve de la noche.
Hemos regresado un día antes. Como no había vapor de El Havre a Ruán el día tres, hemos dormido esta noche en Honfleur. Para las seis ha habido que levantarse, y a las doce y media estábamos en casa.
Vuelvo a encontrarme en mi mesa, no sin cierto placer, aunque estuve muy triste en Trouville, la víspera de mi partida. Me parecía (y con razón, creo) que había estado mediocre, que no había olido, mirado, aspirado bastante. La mar, ese día, estaba más hermosa aún, toda azul, y el cielo también. ¡En fin!
He ordenado mis cosas con esa actividad de salvaje que me distingue. Todo, durante mi ausencia, había sido cepillado, encerado, barnizado (hasta mis pies de momia, que mi criado ha creído conveniente enlucir con goma). Y confieso que he reencontrado mi alfombra, mi gran sillón y mi diván con deleite. Mi lámpara arde, ahí están mis plumas. Así empieza de nuevo otra serie de días semejantes a los demás días. Así van a empezar de nuevo las mismas melancolías y los mismos entusiasmos aislados. […]
La última vez que vine de Honfleur a Ruán por barco fue en el 47, al volver de Bretaña con Maxime. Habíamos dormido también en Honfleur. Hacía un tiempo parecido, lluvia y frío. En el vapor había dos músicas que cantaban a Loysa Puget. Hoy un guitarrista flaco maullaba una canción en la que había … bastardo moro … orillas del Bosforo.
¿No es curioso? Y viendo desfilar los collados, al son de las cuerdas que chirriaban, de la voz que temblaba y de las ruedas que golpeaban el agua, yo remontaba, en mi pensamiento, todo lo que ha fluido y fluido.
Ayer salimos de Pont-l'Évéque a las ocho y media de la tarde, con un cielo tan oscuro que no se veían ni las orejas del caballo. La última vez que había pasado yo por allí fue con mi hermano, en enero del 44, cuando caí, como herido de apoplejía, al fondo del cabriolé que yo guiaba, y él me creyó muerto durante diez minutos. Era una noche más o menos igual. Reconocí la casa en que me sangró, los árboles de enfrente y (maravillosa armonía de las cosas y de las ideas) en ese mismo momento pasó también un carretero por mi derecha, como cuando, hará pronto diez años, a las nueve de la noche, me sentí arrastrado de repente por un torrente de llamas…
Nada demuestra mejor el carácter limitado de nuestra vida humana que el desplazamiento. Cuanto más se sacude, más suena a hueco. Ya que, después de haberse agitado, hay que descansar; ya que nuestra actividad no es más que una repetición continua, por muy diversificada que parezca, nunca nos vemos más convencidos de la estrechez de nuestra alma que cuando nuestro cuerpo se esparce. Se dice uno:
«Hace diez años estaba aquí», y está uno ahí, y piensa las mismas cosas, y todo el intervalo está olvidado. Luego, ese intervalo se os aparece como un inmenso precipicio en que da vueltas la nada. Algo indefinido os separa de vuestra propia persona, y os clava al no-ser. Lo que demuestra quizá que envejecemos es que el tiempo, a medida que lo tenemos detrás, nos parece menos largo. Antaño un viaje de seis horas en barco de vapor (en piróscafo, como diría el farmacéutico) me parecía desmesurado; tenía abundantes dificultades. Hoy, en un abrir y cerrar de ojos ya ha pasado. Tengo recuerdos de melancolía y de sol que me quemaban todo, apoyado en esas bordas de cobre y contemplando el agua. El que domina sobre todos los demás es un viaje de Ruán a Andelys con Alfred [Le Poittevin] (tenía yo dieciséis años). Teníamos ganas de reventar, literalmente. Entonces, al no saber qué hacer, y por esa necesidad de bobadas que te asalta en los estados de desmoralización radical, bebimos aguardiente, ron, kirsch y caldo (era un arroz con grasa). En aquel barco había toda clase de elegantes señores y hermosas damas de París. Aún veo un velo verde que el viento arrancó de un sombrero de paja y que vino a enredarse en mis piernas. Un señor de pantalón blanco lo recogió… La mujer de Alfred estaba en Trouville con su nuevo marido. No la he visto.
A partir del lunes me lanzo a una Bovary furibunda. Tiene que funcionar; pues bien, ¡así será! Y tú, querida Musa, ¿cómo va La sirvienta? Tienes mucha razón en dedicarle mucho tiempo. Háblame de tu salud. ¿Tus vómitos han vuelto? Permíteme, a este respecto, un consejillo que te suplico sigas. Creo que tu costumbre de no beber más que agua es detestable. Mi hermano me aseguró, hace algún tiempo, que en nuestro país era a menudo causa de cánceres de estómago. Puede que sea exagerado. Pero todo lo que sé es que mi padre, que en su oficio era un hombre de primera, preconizaba mucho el puré otoñal, como decía el viejo Rabelais. Puedes estar segura de que en un clima en que se absorbe tanta humedad, metérsela siempre en el estómago sin nada que la corrija es mala cosa. Trata durante un mes de beber agua enrojecida, o si te parece demasiado mala esa mezcla, bebe al final de tus comidas un vaso de vino puro.
Anteayer leí en la cama casi un tomo entero de la Historia de la Restauración de Lamartine (la batalla de Waterloo). ¡Qué hombre tan mediocre, ese Lamartine! No ha entendido la belleza del Napoleón decadente, esa rabia de gigante contra los mequetrefes que lo aplastan. Ninguna emoción, nada elevado, nada pintoresco. Incluso Alejandro Dumas habría estado sublime a su lado. Chateaubriand, más injusto, o más bien más injurioso, está muy por encima. A este respecto, ¡qué lenguaje miserable!
¿Por qué me ronda la cabeza esta frase de Rabelais, como los barmakíes: «África siempre aporta algo nuevo»? La encuentro llena de avestruces, de jirafas, de hipopótamos, de negros y de oro en polvo. […]
[Croisset] Miércoles, doce de la noche [7 de septiembre de 1853].
Esperaba aún una carta tuya, amor mío, para saber dónde enviarte ésta. Si no la recibo mañana, te la mandaré en todo caso a la calle de Sèvres. ¡Cómo te compadezco por tus dolores de muelas, y cómo admiro tu valor por haberme escrito tranquilamente en la consulta de Toirac, mientras esperabas la operación! Por lo demás, como es una muela del fondo, sólo es un disgusto a medias.
Opino que en todas las decadencias físicas las menores son las disimuladas. Por eso, la pérdida de mi cabello me fastidió realmente. Ahora ya no me importa, a Dios gracias, y hago bien, pues de aquí a dos años no sé si me quedará ni para tener un cráneo. Pero hablemos de cosas más serias, a saber, de tu régimen. Te aseguro que no tienes razón. Las carnes sustanciales no reemplazan al vino. Mejor bebe cerveza; pero el agua continuamente es mala cosa. Los dolores de estómago que tienes a veces vienen de ahí.
Soy muy escéptico en medicina pero muy creyente en higiene. Y esto es una verdad; en los climas en que el agua es buena, no hay más que eso. Por todas partes donde crece la vid, el lúpulo o la manzana, hay que alimentarse de ellos; y no me digas que no puedes cuidarte, pues eso, te lo aseguro, pobre Louise, me parecen palabras crueles. ¡Yo que querría dártelo todo, si tuviera algo (cuando pienso en tus necesidades, amor mío, y me digo que no puedo remediarlas, enrojezco en secreto como si fuese culpa mía)! ¿Es que no puedes infligirte un gasto de tres o cuatro francos por semana para tu salud? Inténtalo por algún tiempo, durante el invierno, en la época de esos fríos que te afligen, y verás.
He reanudado la Bovary. Desde el lunes van cinco páginas más o menos hechas; más o menos es la expresión, pues hay que volver a trabajarlas. ¡Qué difícil! Temo mucho que mis comicios sean demasiado largos. Es un punto duro. Ahí tengo a todos los personajes de mi libro en acción y en diálogo, mezclados unos con otros, y por encima un gran paisaje que los envuelve. Pero si lo logro será muy sinfónico.
Bouilhet ha terminado la parte descriptiva de sus Fósiles. Su mastodonte rumiando al claro de luna, en una pradera, es enormemente poético. De todos sus poemas será quizá el que más efecto cause a la generalidad del público. Ya no le queda más que la parte filosófica, la última. A mediados del mes que viene irá a París a escoger alojamiento para instalarse a principios de noviembre. ¡Ojalá estuviera yo en su lugar! […]
Ahora releo a Boileau, es decir, todo Boileau, y con muchas marcas de lápiz en los márgenes. Me parece verdaderamente fuerte. No se cansa uno de lo que está bien escrito. ¡El estilo es la vida! Es la sangre misma del pensamiento. Boileau es un río pequeño, poco profundo, pero admirablemente limpio y bien encauzado. Por eso esa agua no se acaba. De lo que él quiere decir, nada se pierde. ¡Pero cuánto Arte ha sido preciso para hacer eso, y con tan poco! Así, de aquí a dos o tres años, voy a releer atentamente todos los clásicos franceses y a anotarlos, trabajo que me servirá para mis Prefacios (mi obra de crítica literaria, ya sabes). Quiero demostrar en ellos la insuficiencia de las escuelas, sean cuales sean, y declarar efectivamente que nosotros no tenemos la pretensión de crear una, y que no hay que crearlas. Al contrario, estamos en la tradición. A mí me parece estrictamente exacto. Me tranquiliza y me anima. Lo que admiro en Boileau es lo que admiro en Hugo, y allá donde ha sido bueno el uno, el otro es excelente. No hay más que una Belleza. Es la misma por todas partes, pero tiene aspectos diferentes; está más o menos coloreada por los reflejos dominantes. Voltaire y Chateaubriand, por ejemplo, fueron mediocres por las mismas causas, etc. Trataré de mostrar por qué la crítica estética ha permanecido tan atrasada con relación a la crítica histórica y científica: le faltaba base. El conocimiento que les falta a todos es la anatomía del estilo, saber cómo se articula una frase y por dónde se sujeta. Se estudia sobre maniquíes, sobre traducciones, según profesores, imbéciles incapaces de sujetar el instrumento de la ciencia que enseñan, quiero decir una pluma, y falta la vida, ¡el amor!, el amor, lo que no se da, el secreto divino, el alma, sin la cual nada se entiende.
Cuando haya terminado eso —será un trabajo de un año largo, no más (pero al menos me habré vengado literariamente, como en el Diccionario de ideas recibidas me vengaré moralmente)—, cuando haya terminado eso (después de la Bovary y de Anubis, en todo caso) estaré sin duda en una fase nueva, y me urge estar en ella. A mí, que escribo tan despacio, me carcomen los proyectos. Quiero hacer dos o tres largos libracos épicos, novelas en un ambiente grandioso donde la acción sea forzosamente fecunda y los detalles ricos por sí mismos, lujosos y trágicos a la vez, libros con grandes murallas pintadas de arriba abajo.
Había en la Revue de Paris (fragmento de Michelet sobre Danton) un juicio sobre Robespierre que me ha gustado. Señala que es, en su persona, un gobierno; y por eso lo amaron todos los gobiernómanos republicanos. La mediocridad adora la regla; yo la odio. Contra ella, y contra toda restricción, corporación, casta, jerarquía, nivel, rebaño, siento en mí una execración que me llena el alma, y quizá es por ese lado por donde comprendo el martirio.
Adiós, hermosa ex-demócrata. Mil besos. Tuyo. Tu […]
Lunes, doce y media de la noche [Croisset, 12 de septiembre de 1853].
¡Me da vueltas la cabeza de aburrimiento, de desánimo, de cansancio! He pasado cuatro horas sin poder hacer ni una frase. Hoy no he escrito ni una línea, o más bien, habré garabateado cien. ¡Qué trabajo atroz! ¡Qué fastidio! ¡Oh, el Arte, el Arte! ¿Qué es, pues, esta quimera rabiosa que nos muerde el corazón, y por qué? ¡Es una locura el tomarse tanto trabajo! ¡Ah, ya me acordaré de la Bovary!
Ahora siento como si tuviera hojas de cuchillo bajo las uñas, y tengo ganas de rechinar los dientes. ¡Qué estupidez! Conque a eso nos lleva este dulce pasatiempo de la literatura, esta nata batida. Choco con situaciones comunes y con un diálogo trivial. Escribir bien lo mediocre y hacer que conserve al mismo tiempo su aspecto, su corte, sus propias palabras, es verdaderamente diabólico, y veo desfilar ahora ante mí esas lindezas en perspectiva durante treinta páginas al menos. ¡Se paga caro el estilo! Recomienzo lo que hice la semana pasada. Dos o tres efectos. Bouilhet los consideró ayer fallidos, y con razón. Tengo que derribar casi todas mis frases.
No has pensado, querida Musa, en la distancia y en el tiempo. En cuanto al viaje de Gisors, nos pasaríamos el día en tren y en diligencia. Cuando se deja el tren, hace falta una hora de Gaillon a Andelys, y desde luego al menos dos desde Andelys a Gisors, lo que suma: tres, más dos de tren, cinco. Otro tanto para volver: diez. Y eso para vernos dos horas. ¡No, no! Dentro de seis semanas, en Mantes, estaremos solos y por más tiempo (por tan poco, además, no quiero a los amigos), y no merece la pena verse para no tener más que la tristeza de despedirse.
Sé lo que me cuestan las interrupciones; ahora mi impotencia me viene de Trouville. Quince días antes de ausentarme, me perturba. A toda costa tengo que calentarme, y esto ha de marchar… o reventaré. Estoy humillado, Dios, y humillado ante mí mismo por lo reacio de mi pluma. Hay que gobernarla como a los malos caballos que rehusan. Se les aprieta con todas las fuerzas, hasta casi asfixiarlos, y ceden.
Recibimos el viernes la noticia de que había muerto el tío Parain. Mi madre tenía que salir hacia Nogent, pero ha vuelto a congestionársele un poco el pecho. Hoy se ha puesto sanguijuelas. Sigo teniendo un fondo de inquietud por ese lado. Esta muerte la esperaba. Me causará más dolor después, me conozco. Las cosas tienen que incrustarse en mí. Sólo ha añadido algo a la prodigiosa irritabilidad que tengo ahora, y que haría bien en calmar, por lo demás, pues a veces me desborda. Pero la culpa es de ese jamelgo de Bovary. Este asunto burgués me asquea.
¡Otro más que se ha marchado! A ese pobre tío Parain lo veo ahora en su sudario como si tuviera el ataúd en que se pudre sobre mi mesa, ante mis ojos. La idea de los gusanos que le comen las mejillas no me abandona. Por lo demás, la última vez que lo dejé me despedí para la eternidad. Cuando llegué de Nogent a tu casa había estado solo todo el tiempo en el vagón, con un sol estupendo. Volvía a ver, de pasada, las aldeas que cruzábamos antaño en silla de posta, en vacaciones, todos en familia con los demás, muertos también. Las vides eran las mismas, y las casas blancas, la larga carretera polvorienta, con los olmos podados a los lados… […]
Leí anteayer todo un tomo del tío Michelet, el sexto de su Revolución, que acaba de salir. Hay brotes exquisitos, grandes palabras, cosas exactas; casi todas son nuevas. Pero no hay plan, no hay arte. No está claro, menos aún tranquilo, y la calma es la característica de la belleza, como la serenidad lo es de la inocencia, de la virtud. El reposo es una actitud de Dios. ¡Qué curiosa época! ¡Qué curiosa época! ¡Cómo se funden lo grotesco y lo terrible! Lo repito, aquí es donde el Shakespeare del futuro podrá sacar a baldes llenos. ¿Hay algo más enorme que lo del ciudadano Roland? Antes de matarse había escrito esta nota que le encontraron encima: «¡Respetad el cuerpo de un hombre virtuoso!». […]
[Croisset] Medianoche del viernes [16 de septiembre de 1853].
[…] ¡Por fin, ya estoy de nuevo en marcha! Esto funciona; la máquina se recompone. No censures mi rigidez, querida Musa, sé por experiencia que sirve. Nada se obtiene sino con esfuerzo; todo tiene su sacrificio. La perla es una enfermedad de la ostra, y el estilo, quizá, la supuración de un dolor más profundo. ¿No ocurre lo mismo con la vida del artista, o más bien con una obra de Arte por realizar, que con una gran montaña por escalar? ¡Duro viaje, y que exige una voluntad encarnizada! Primero se divisa desde abajo una alta cima. En los cielos, es rutilante de pureza, amedrentadora por su altura, y te solicita, no obstante, precisamente a causa de eso. Partimos. Pero a cada rellano de la ruta crece la cima, el horizonte retrocede, y vienen los precipicios, los vértigos y los desánimos. Hace frío, y el eterno huracán de las altas regiones te quita al pasar hasta el último jirón de tu ropa. La tierra está perdida para siempre, y la meta sin duda no se alcanzará. Es la hora en que se cuentan las fatigas, en que se miran con espanto las grietas de la piel. No se tiene más que unas ganas indomables de subir más alto, de terminar, de morir. A veces, sin embargo, llega un soplo del viento del cielo, y desvela para deslumbrarte perspectivas incontables, infinitas, maravillosas. A veinte mil pies por debajo de uno se distinguen los hombres, una brisa olímpica llena tus pulmones gigantes, y se considera uno un coloso que tiene el mundo entero como pedestal. Luego cae la niebla y se sigue a tientas, a tientas, quebrándose las uñas en las rocas y llorando en la soledad. ¡No importa! ¡Muramos en la nieve, perezcamos en el blanco dolor de nuestro deseo, al murmullo de los torrentes del Espíritu, con el rostro vuelto hacia el Sol!
Esta tarde he trabajado con emoción, han regresado mis buenos sudores, y he vuelto a vociferar como en el pasado.
¡Es muy hermoso, Candice! ¡Muy hermoso! ¡Qué precisión! ¿Hay manera de ser más amplio, permaneciendo a la vez tan claro? Quizá no. El maravilloso efecto de este libro depende sin duda de la naturaleza de las ideas que expresa. Como hay que escribir es así de bien, pero no así.
¿Por qué pierdes tu tiempo en releer Graziella, cuando hay tantas cosas que releer? ¡Esa sí que es una distracción sin disculpa, desde luego! No hay nada que sacar de semejantes obras. Hay que atenerse a las fuentes, y Lamartine es un grifo. Lo que hay de fuerte en Manon Lescaut es el hálito sentimental, la ingenuidad de la pasión que hace a los dos héroes tan auténticos, tan simpáticos, tan honrados, aunque sean unos bribones. Este libro es un grito del corazón; su compasión es muy hábil. ¡Qué tono de excelente sociedad! Pero yo prefiero las cosas más picantes, más destacadas, y veo que todos los libros de primer orden lo son a ultranza. Son chillones de verdad, archidesarrollados y más abundantes en detalles intrínsecos al asunto. Manon Lescaut es quizá el primero de los libros secundarios. Creo, contrariamente a tu opinión de esta mañana, que se puede interesar con cualquier asunto. En cuanto a crear Belleza con ellos, también lo pienso, teóricamente al menos, pero estoy menos seguro. La muerte de Virginia es muy hermosa, pero ¡cuántas otras muertes hay tan conmovedoras (porque la de Virginia es excepcional)! Lo que es admirable es su carta a Pablo, escrita desde París. Siempre me ha arrancado el corazón cuando la he leído. Estoy seguro de antemano de que se llorará menos a la muerte de mi señora Bovary que a la de Virginia. Pero se llorará más al marido de una que al amante de la otra, y de lo que no tengo dudas es del cadáver. Tendrá que perseguiros. La primera cualidad del Arte y su meta es la ilusión. La emoción, que se obtiene con frecuencia mediante ciertos sacrificios de detalles prácticos, es cosa muy distinta y de orden inferior. He llorado en melodramas que no valían cuatro perras, y Goethe jamás me ha empañado el ojo, de no ser por la admiración. […]
[Croisset] Medianoche del viernes [30 de septiembre de 1853].
¿Aún tienes tu muela? Hazte arrancar eso en seguida, contra lo que opine Toirac. Es una manía moderna de esos tipos. Hace diez años me ocurrió lo mismo. Preparaba mi segundo examen (otra muela), cuando me dio tal dolor, que monté en un fiacre y pedí al cochero que se detuviera en el primer rótulo de dentista. Luego, una vez sacada la muela, conté el asunto a Toirac, que me dio la razón. ¡Y llevaba quince días entreteniéndome así, y fastidiándome con un ''montón de drogas! Nada peor hay en el mundo que el dolor físico, y a propósito de él, mucho más que de la muerte, soy hombre capaz «de meterme bajo la piel de un ternero para evitarlo», como dice Montaigne. El dolor tiene de malo que nos hace sentir demasiado la vida. Nos da a nosotros mismos como la prueba de una maldición que pesa sobre nosotros. Humilla, y eso es triste para gente que sólo se sostiene gracias al orgullo.
Ciertas naturalezas no sufren: la gente sin nervios. ¡Felices ellos! Pero ¡de cuántas cosas se ven también privados! Cosa extraña: a medida que nos elevamos en la escala de los seres, aumenta la facultad nerviosa, es decir, la facultad de sufrir. ¿Será lo mismo, sufrir y pensar? El genio, después de todo, no es quizá más que un refinamiento del dolor, es decir, una penetración más completa e intensa del objetivo a través de nuestra alma. La tristeza de Molière, sin duda, procedía de toda la estupidez de la humanidad que sentía comprendida en él. Sufría por los Diafoirus y los Tartufos que le entraban por los ojos hasta el cerebro. ¿Acaso el alma de un Veronés, supongo, no se empapaba de colores continuamente, como un trozo de tela incesantemente sumergido en la tina hirviente de un tintorero? Todo le aparecía con aumentos de tono que debían sacarle el ojo de la cabeza. Miguel Ángel decía que los mármoles vibraban al acercarse él. Lo que es seguro es que él vibraba al acercarse a los mármoles. Las montañas, para aquel hombre, tenían, pues, un alma; eran la naturaleza correspondiente; era como la simpatía de dos elementos análogos. Pero esto debía establecer de una a otra, no sé dónde ni cómo, especies de regueros volcánicos de un orden inconcebible, como para hacer explotar la pobre tienda humana.
Ya estoy más o menos en la mitad de mis comicios (he hecho quince páginas este mes, pero no están acabadas). ¿Es bueno o malo?
No lo sé. ¡Qué difícil es el diálogo, sobre todo cuando uno quiere que el diálogo tenga carácter! Describir mediante el diálogo, y que por ello no sea menos vivo, preciso y siempre distinguido, permaneciendo incluso vulgar, es algo monstruoso, y no sé de nadie que lo haya hecho en un libro. Hay que escribir los diálogos en el estilo de la comedia, y las narraciones con estilo de epopeya.
Esta tarde he vuelto a empezar con un plan nuevo mi maldita página de los farolillos, que he escrito ya cuatro veces. ¡Es como para romperse la cabeza contra el muro! Se trata (en una página) de describir las gradaciones del entusiasmo de una multitud, a propósito de un individuo que coloca sucesivamente varios farolillos en la fachada de un ayuntamiento. Hay que ver a la muchedumbre gritar de asombro y de alegría; y eso sin cargas ni comentarios del autor. A veces te asombras de mis cartas, me dices. Te parece que están bien escritas. ¡Qué malicia! Aquí escribo lo que pienso. Pero pensar por otros como habrían pensado, y hacerles hablar, ¡qué diferencia! En este momento, por ejemplo, acabo de mostrar, en un diálogo que trata de la lluvia y el buen tiempo, a un individuo que debe ser a la vez buen chico, corriente, un poco vulgar y pretencioso. Y a través de todo esto es preciso que se vea que él ataca. Por lo demás, todas las dificultades que se experimentan al escribir proceden de la falta de orden. Ahora es una convicción que tengo. Si te empeñas en un giro o una expresión que no llega, es que no tienes la idea. La imagen, o el sentimiento bien claro en la cabeza, trae la palabra sobre el papel. Lo uno dimana de lo otro. «Lo que bien se concibe, etc.» Ahora releo al viejo tío Boileau, o más bien lo he releído entero (voy por sus obras en prosa). Era un hombre de primera, y sobre todo un gran escritor, mucho más que un poeta. Pero ¡cómo lo han vuelto estúpido! ¡Qué pésimos explicadores y valedores ha tenido! La raza de los profesores de colegio, pedantes de tinta pálida, ha vivido sobre él y lo ha adelgazado, hecho trizas, como una horda de abejorros a un árbol. ¡Y no era muy frondoso! No importa, era de raíz sólida, y bien plantado, recto, gallardo.
La crítica literaria me parece cosa muy nueva de hacer (y converjo en ella, cosa que me asusta). Los que hasta ahora se han ocupado de ella no eran del oficio. Podían quizá conocer la anatomía de una frase, pero ciertamente no entendían ni palabra de la fisiología del estilo. ¡Ay, la literatura! ¡Qué comezón permanente! Es como una llaga que tengo en el corazón. Me duele sin cesar, y me la rasco con deleite.
¿Y La sirvienta? ¿Por qué temo que sea demasiado larga? Es una tontería, depende sin duda de que el tiempo de la composición me engaña sobre la dimensión de la obra. Por lo demás, vale más resultar demasiado largo que demasiado corto. Pero el defecto general de los poetas es la extensión, como el defecto de los prosistas es la vulgaridad, lo que hace a los primeros aburridos y a los segundos repugnantes: Lamartine, Eugéne Sue. ¡A cuántos poemas del tío Hugo les sobra la mitad! Además es que el verso, por sí mismo, es muy cómodo para disfrazar la ausencia de ideas. Analiza un hermoso fragmento de verso y otro de prosa, verás cuál está más lleno. La prosa, arte más inmaterial (que se dirige menos a los sentidos, a la que le falta todo lo que agrada), necesita que la rellenen de cosas y sin que se vean. Pero en verso lo mínimo destaca. Así, la comparación más desapercibida en una frase de prosa puede proporcionar todo un soneto. Hay muchos terceros y cuartos planos en prosa. ¿Deben existir en poesía?
En este momento tengo una fuerte furia hacia Juvenal. ¡Qué estilo! ¡Qué estilo! ¡Y qué lenguaje, el latín! Empiezo también a entender un poco a Sófocles, lo que me halaga. En cuanto a Juvenal, funciona bastante decentemente, salvo un contrasentido aquí y allá, del que me doy cuenta en seguida. […]
[Croisset] Medianoche del miércoles [12 de octubre de 1853].
Tengo la cabeza ardiendo, como recuerdo haberla tenido después de largos días pasados a caballo. Y es que hoy he cabalgado mi pluma de lo lindo. Escribo desde las doce y media sin descansar (salvo, de vez en cuando, cinco minutos para fumar una pipa, y una hora hace poco para cenar). Mis comicios me fastidiaban tanto, que he dejado de lado, hasta que los termine, el griego y el latín. Y desde hoy ya no hago más que eso. ¡Dura demasiado! Es como para reventar, y además quiero ir a verte.
Bouilhet pretende que será la escena más hermosa del libro. De lo que estoy seguro es de que será nueva, y que la intención es buena. Si alguna vez los efectos de una sinfonía han sido llevados a un libro, será a éste. Tiene que aullar el conjunto, tienen que oírse a la vez los mugidos de los toros, suspiros de amor y frases de administradores. Sobre todo ello brilla el sol, y hay ráfagas de viento que mueven los sombrerazos. Pero los párrafos más difíciles de San Antonio eran juegos de niños, en comparación. Alcanzo lo dramático nada más que con el entrelazado del diálogo y las oposiciones de carácter. Ahora estoy en plena faena. Antes de ocho días habré rebasado el nudo del que todo depende. Mi cerebro me parece pequeño para abrazar de un solo vistazo esta situación compleja. Escribo diez páginas a la vez, saltando de una frase a otra. […]
Estoy casi seguro de que Gautier no te vio en la calle, cuando no te saludó. Es muy miope, como yo, y cosas semejantes nos ocurren normalmente. Habría sido una insolencia gratuita, que por lo demás no está en sus maneras; es un tío gordo, muy pacífico y muy puta. En cuanto a adherirse a las animosidades del amigo, lo dudo mucho, por la manera en que me habló de ellas el primero. La dedicatoria, a pesar de tu opinión, no prueba nada de nada: pose y requetepose. El pobre chico se agarra a todo, pega su nombre a todo. ¡Qué bajada, la de ese Nilo! Si algo pudiese reafirmarme en mis teorías literarias, sería él. Cuanto más se aleja el tiempo en que Du Camp seguía mis consejos, más se hunde, pues de Tagabor al Nilo hay una decadencia espantosa, y pasando por El Libro póstumo, que es su punto intermedio, ahí está ahora en lo más bajo, y a la altura del joven Delessert; no vale más. La propuesta de Jacottet me ha indignado de extraña manera, y has tenido mucha razón. ¡Tú, ir a rendir pleitesía a semejante rapaz! ¡Ah, no, no, no!
¡Qué extraña criatura eres, querida Louise, para volver a enviarme diatribas, como diría mi farmacéutico! ¡Me pides algo, te digo que sí, te lo vuelvo a prometer, y aún gruñes! Pues bien, ya que no me ocultas nada (cosa que apruebo), yo no te oculto que en ti esta idea me parece un tic. Quieres establecer entre afectos de naturaleza distinta un enlace cuyo sentido no veo, y cuya utilidad aún veo menos. No entiendo en absoluto cómo las cortesías que me haces en París comprometen a mi madre para nada. Así he ido tres años a casa de Schlésinger, donde ella jamás ha puesto los pies. Del mismo modo, hace ya ocho años que Bouilhet viene a dormir, a cenar y a comer todos los domingos aquí, sin que hayamos tenido ni una vez revelación de su madre, que viene a Ruán más o menos todos los meses. Y te aseguro que la mía no está ofendida en absoluto. Bueno, que se haga según tus deseos. Te prometo, te juro, que le expondré tus razones y le rogaré que procure que os veáis. En cuanto a lo demás, con la mejor voluntad del mundo, no puedo hacer nada. A lo mejor os convendréis mucho, a lo mejor os disgustaréis enormemente. La buena mujer es poco sociable y ha dejado de ver no solamente a sus viejos conocidos, sino incluso a sus amigas. Sólo le conozco una, y ésta no vive en la región.
Acabo de terminar la Correspondencia de Boileau. Era menos estrecho en la intimidad que en Apolo. He visto ahí muchas confidencias que corrigen sus juicios. Telémaco recibe un juicio bastante duro, etc., y confiesa que Malherbe no había nacido poeta. ¿No has observado qué poco vuelo tienen las Correspondencias de los tipos de aquella época? Eran prosaicas, en suma. El lirismo, en Francia, es una facultad muy nueva. Creo que la educación de los jesuítas ha causado un daño inconcebible a las letras. Quitaron al Arte la naturaleza. Desde finales del siglo XVI hasta Hugo, todos los libros, por hermosos que sean, huelen a polvo del colegio. Así que voy a releer todo mi francés y a preparar con mucha antelación mi Historia del sentimiento poético en Francia. Hay que hacer crítica como se hace historia natural, con ausencia de idea moral. No se trata de declamar sobre tal o cual forma, sino de exponer en qué consiste, cómo se relaciona con otra y por qué vive (la estética aguarda a su Geoffroy Saint-Hilaire, aquel gran hombre que demostró la legitimidad de los monstruos). Cuando durante algún tiempo se haya tratado el alma humana con la imparcialidad que se pone en las ciencias físicas para estudiar la materia, se habrá dado un paso inmenso. Es, para la humanidad, el único medio de colocarse un poco por encima de sí misma. Entonces se mirará francamente, puramente, en el espejo de sus obras. Será como Dios, juzgará desde arriba. Pues bien, creo que esto es factible. A lo mejor es, como en matemáticas, nada más que un método por hallar. Ante todo, será aplicable al Arte y a la Religión, estas dos grandes manifestaciones de la idea. Supongo que se empezará así: dada la primera idea de Dios (la más débil posible), y el primer sentimiento poético naciente (el más tenue posible), hallar primero su manifestación, y se encontrará en el niño, el salvaje, etc. Ése es, pues, un primer punto. Ahí ya estableceréis relaciones. Luego hay que seguir, y teniendo en cuenta todas las contingencias relativas, clima, lengua, etc. Así pues, de grado en grado, puede uno elevarse hasta el Arte del futuro, y hasta la hipótesis de lo Bello, hasta el concepto claro de su realidad, hasta ese tipo ideal, en fin, al que debe tender todo nuestro esfuerzo. Pero no seré yo quien se encargue de la tarea; tengo otras plumas que cortar. Adiós. Te beso en los ojos. Tuyo. Tu
[Croisset] Medianoche del martes [25 de octubre de 1853].
Bouilhet no me habló más que de ti durante todo el domingo, o al menos durante casi todo el día. ¡No estaba muy alegre, el pobre chico! Pues bien, olvidaba sus penas, para no pensar sino en las tuyas. ¿Pero en qué diablos de estado os habéis puesto? ¡Vaya unas bonitas disposiciones, como para veros a menudo! Quiérele, a ese pobre Bouilhet, pues te ama de un modo conmovedor, que me ha impresionado y afligido; más bien lo que me ha dicho de ti es lo que me ha afligido. He pasado un domingo duro, y ayer también. Tengo que estar muy ligado a ese canalla como para no guardarle rencor (en el fondo del corazón) de todo lo que me ha predicado. Al contrario, me ha dejado maravillado. Me ha abierto en él horizontes de sentimiento que sin duda yo no le conocía, y que hace un año no tenía. ¿Es él quien cambia, o yo? Creo que es él. Su concubinato con Leónie lo ha enternecido. Yo he vuelto a conocerme en mi soledad. Mi madre dice que me estoy volviendo seco, huraño y malévolo. ¡Puede ser! Sin embargo, me parece que aún tengo jugo en el corazón. El análisis que continuamente hago de mí mismo quizá me vuelva injusto con respecto a mí.
Además, no se perdona lo suficiente a mis nervios. Me destrozaron la sensibilidad para el resto de mis días. Se embota con cualquier pretexto, se desgasta con las menores tonterías, y para no reventar la enrollo sobre ella misma y me contraigo en una bola, como el erizo que muestra todas sus púas. Te hago sufrir, pobre, querida Louise. Pero ¿piensas que sea por idea preconcebida, por gusto, y que no sufro yo al saber que te hago sufrir? Al pensar esto, no me vienen lágrimas, sino más gritos de rabia, de rabia contra mí mismo, contra mi trabajo, contra mi lentitud, contra el destino que quiere que esto sea así. Destino es una gran palabra; no, contra la disposición de las cosas. Y si las altero ahora, siento que todo se desmorona. Si yo supiera que la tristeza te anegaba (y desde hace algún tiempo tienes mucha, lo adivino por el tono forzado de tus cartas; la tinta lleva olor, para quien tiene olfato; ¡hay tanto pensamiento entre una línea y otra!; y lo que mejor se siente permanece flotando sobre la blancura del papel), si yo me enterase, por último, o tú me dijeses, que no aguantas más de tristeza, lo dejaría todo e iría a instalarme a París, como si la Bovary estuviese acabada, y sin pensar en la Bovary más que si no existiera. La reanudaría más tarde. Pues el hacer mudanza de mi pensamiento, junto con mi persona, es tarea que rebasa mis fuerzas. Nunca está conmigo, y en absoluto a mi disposición; no hago en absoluto lo que quiero, sino lo que él quiere; un pliegue de cortina atravesado, una mosca volando, el ruido de un carro, ¡buenas noches, allá se marcha! Tengo en muy poca medida la facultad de Napoleón I. No podría trabajar al sonido del cañón. El chisporroteo de la leña basta para darme, a veces, sobresaltos de espanto. Sé muy bien que esto es lo propio de un niño mimado, y de un pobre hombre, en resumidas cuentas. Pero bueno, cuando las peras están pasadas, no hay quien las vuelva verdes. ¡Oh, juventud, juventud! ¡Cuánto te añoro! Pero ¿te he conocido alguna vez? Me eduqué solo, un poco gracias al método Baucher, mediante el sistema de equitación en la cuadra y la práctica del piafar. A lo mejor esto me desriñonó muy pronto. No soy yo quien dice todo esto, son los demás.
Vosotros, los poetas, sois felices, tenéis un vertedero en vuestros versos. Cuando algo os estorba, escupís un soneto, y eso os alivia el corazón. Pero a nosotros, pobres diablos de prosistas, a quienes (a mí, sobre todo) les está prohibida toda personalidad, ¡piensa en todas las amarguras que nos caen sobre el alma, en todas las flemas morales que se nos agarran a la garganta!
Hay algo falso en mi persona y en mi vocación. Nací lírico, y no escribo versos. Querría colmar a los que amo, y les hago llorar. ¡Ése sí es un hombre, Bouilhet! ¡Qué naturaleza tan completa! Si yo fuera capaz de sentir celos de alguien, los tendría de él. Con la vida embrutecedora que ha vivido y los caldos que ha tragado, yo ahora sería con seguridad un imbécil, o bien estaría en presidio, o me habría ahorcado con mis propias manos. Los sufrimientos de afuera lo han vuelto mejor. Es lo que ocurre con los troncos altísimos: crecen al viento, y crecen a través del sílex y del granito, mientras que las espalderas, con todo su estiércol y sus esteras, revientan alineadas en un muro y a pleno sol. En fin, quiérele mucho, eso es todo lo que puedo decirte, y jamás dudes de él.
¿Sabes de qué charlé ayer con mi madre durante toda la velada? De ti. Le dije muchas cosas que ella no sabía, o que al menos medio adivinaba. Te aprecia, y estoy seguro de que este invierno te verá con agrado. Esta cuestión queda, pues, liquidada.
La Bovary vuelve a funcionar. Bouilhet se mostró contento el domingo. Pero estaba en semejante estado de espíritu, y tan dispuesto a lo tierno (pero no con respecto a mí), que a lo mejor la juzgó demasiado bien. Aguardo una segunda lectura para estar convencido de que me hallo en el buen camino. No obstante, no debo de estar lejos. Estos comicios ya me exigirán otras seis buenas semanas (un mes largo después de mi regreso de París). Pero apenas tengo ya más que dificultades de ejecución. Luego habrá que reescribirlo todo, pues es un estilo un poco descuidado. Varios párrafos tendrán que rehacerse, y otros borrarse. ¡Así, me habrá costado desde el mes de julio hasta fines de noviembre escribir una escena! ¡Y aún, si me divirtiese! Pero este libro, por bien logrado que pueda quedar, no me gustará nunca. Ahora que lo entiendo bien en todo su conjunto, me asquea. Qué le vamos a hacer, habrá sido una buena escuela. Habré aprendido a hacer diálogos y retratos. ¡Escribiré otros! El placer de la crítica tiene también su encanto, y si un defecto que se descubre en la obra os hace concebir una belleza superior, ¿no es en sí misma, esta única concepción, un deleite, casi una sorpresa? […]
[Croisset] Viernes, doce y media de la noche [28-29 de octubre de 1853].
He pasado una triste semana, no por el trabajo, sino con relación a ti, a causa de ti, de tu idea. Te diré más adelante las reflexiones personales que han salido de ello. Crees que no te quiero, pobre, querida Louise, y piensas que eres en mi vida un afecto secundario. Sin embargo, no tengo afecto humano que sobrepase al tuyo, y en cuanto a afectos de mujer, te juro que eres el primero, el último, y afirmo más: no he tenido otro igual, ni tan prolongado, tan dulce, ni sobre todo tan profundo. En cuanto a esa cuestión de mi instalación inmediata en París, hay que aplazarla, o mejor, resolverla en seguida. Me es imposible ahora (sin contar el dinero que no tengo, y que habría que tener). Me conozco (muy bien), sería un invierno perdido y quizá todo el libro. Bouilhet habla de esto a la ligera, él que felizmente tiene la costumbre de escribir en todas partes, que lleva doce años trabajando entre continuas interrupciones. Pero para mí sería una vida totalmente nueva que iniciar. Soy como los cuencos de leche: para que se forme la nata hay que dejarlos inmóviles. Sin embargo, te lo repito: si quieres que vaya, ahora, de inmediato, durante un mes, dos o cuatro, cueste lo que cueste, iré, ¡qué más da! Si no, éstos son mis planes y lo que he hecho. De aquí al final de la Bovary iré a verte más a menudo, ocho días cada dos meses, sin fallar una semana, salvo esta vez en que no me volverás a ver hasta el final de enero. Así, nos veremos después en abril, en junio, en septiembre, y dentro de un año estaré muy cerca del fin. He charlado de todo esto con mi madre. No la acuses (ni siquiera en tu corazón), pues es más bien de tu cuerda. He establecido con ella mis arreglos de dinero, y este año tomará sus disposiciones para mis muebles, mi ropa, etc. He apalabrado ya un criado que me llevaré a París. Ya ves, pues, que es una decisión inquebrantable, y, a menos que palme de aquí a unas trescientas páginas, me verás instalado en la capital. No trasladaré nada de mi despacho, pues siempre será aquí donde escribiré mejor, y en definitiva donde pasaré más tiempo, a causa de mi madre, que envejece. Pero tranquilízate, estaré arraigado y bien allá. ¿Sabes a dónde me ha conducido la melancolía de todo esto, y qué ganas me ha inspirado? Las de mandar al carajo para siempre la literatura, no hacer ya nada en absoluto, e irme a vivir contigo, en ti, y descansar mi cabeza entre tus pechos en vez de masturbármela sin cesar para que eyacule frases. Me decía: ¿Merece la pena el Arte tantas preocupaciones, tanto fastidio para mí y tantas lágrimas para ella? ¿De qué sirve tanta inhibición dolorosa, para ir a parar, en definitiva, a lo mediocre? Pues te confesaré que no estoy contento. Tengo, a ratos, tristes dudas sobre el hombre y sobre la obra, sobre ésta como sobre las demás. El miércoles, por curiosidad, releí Noviembre. Hace once años era, efectivamente, el mismo individuo de hoy (al menos con poca diferencia; primero hay que exceptuar una gran admiración por las putas, que ya no es hoy más que teórica, y que entonces era práctica). La había olvidado tanto, que me pareció una cosa nueva del todo; pero no es buena, hay monstruosidades de mal gusto y, en suma, el conjunto no es satisfactorio. No veo modo alguno de reescribirla, habría que rehacerlo todo. Aquí y allá hay una frase buena, una hermosa comparación, pero no hay tejido de estilo. Conclusión: Noviembre seguirá el camino de La educación sentimental , y se quedará junto a ella en mi carpeta, definitivamente. ¡Ah, qué fino olfato tuve en mi juventud, al no publicarla! ¡Qué sonrojos me provocaría ahora! […]
Estoy releyendo a Montaigne. ¡Es singular hasta qué punto estoy lleno de ese individuo! ¿Será una coincidencia, o será porque a los dieciocho, durante todo un año, me atiborré de él, no le leía más que a él? ¡Con frecuencia me deja atónito hallar [en Montaigne] el análisis muy sutil de mis propios sentimientos! Tenemos los mismos gustos, las mismas opiniones, la misma manera de vivir, las mismas manías. Hay gente a la que admiro más que a él, pero no la hay a quien evocaría más a gusto, y con quien charlaría mejor.
El amor de la señorita Chéron me conmueve mediocremente. ¡Es demasiado fea, esa querida jovencita! Cuando se tiene una nariz como la suya, no debería pensarse más que en tener catarros, y no amantes. Además, esa madre que la induce a amar me parece estúpida. Resulta encantador, pero ¿y qué? ¿Acaso puede Leconte casarse con ella? Y si por fin, harto de ella, tiene la debilidad de follarla, ¿crees que no la dejará plantada, perfectamente? ¡Qué existencia atroz se prepararía el desgraciado! Pero le estimo demasiado para no prejuzgarle insensible a los encantos de esa desdichada.
En cuanto al tío Babinet (ya ves que es la primera necesidad de la humanidad, etc., me escribes), en su caso es sencillamente lujuria.
Cuando dice: necesito una mujer, se refiere a una mujer hermosa, y si un buen chico le hiciera el favor de pagarle una visita a las Pulgas o a casa de la tía Guérin, esta alma en pena se quitaría de inmediato los pantalones. Ya está. No confundamos los géneros. Los hombres de su edad y de su época no son delicados, y si buscan otra cosa que las putas es porque las putas son poco complacientes con los viejos. Métete eso bien en la cabeza. Los sentimentalismos de los viejos (Villemain, etc.) no tienen otra causa que la expresión enfurruñada de la puta ante su aspecto. ¿Crees que buscan el amor? ¡Ni hablar! Evitan solamente una humillación, y tratan de ahuyentar lejos de ellos la prueba evidente de su vejez o de su fealdad. Leconte ha dado a Bouilhet una idea que me gusta (la de publicar todos los poemas en un volumen único). Me agrada por su franqueza y su arrogancia. ¡Es grande, ese muchacho (Leconte), y le creo tan incapaz de una bajeza como de una vulgaridad! […]
[Croisset] Viernes, una de la madrugada [25 de noviembre de 1853].
Sí, tienes razón, no hemos estado lo bastante solos en este viaje. Quizá de ahí procedan nuestros malentendidos, pues si nuestros cuerpos se han tocado, nuestros corazones apenas han tenido tiempo de abrazarse. Y si algo pudiera hacerme desear más aún el final de estas eternas molestias, de estos perpetuos saludos y despedidas, sería eso mismo, quiero decir, el dolor siempre renovado de nuestras separaciones. Ay, pobre Musa, pobre Musa, me juzgas mal. Pero no quiero hacer recriminaciones que te parecerían odiosas, y que acaso lo serían. No lo sé. Siempre temo herirte, y te hiero sin cesar. Eso me humilla en mis pretensiones más delicadas. Te fijas en palabras en el aire, en gestos insignificantes, en manías indiferentes. ¡Cómo te ofendió mi frase sobre el estar alojado en la misma calle que Du Camp, y de qué mediocre importancia es eso, no obstante! Vamos, no pensemos más en ello, abracémonos con más ternura incluso que el martes a las dos de la mañana. Seca tus pobres ojos y guárdalos no para llorar, sino para ver. Pues todo está ahí, en ver. Todo está ahí para comprender, y de lo que se trata, sobre todo, es de comprender. Si vieras mejor, sufrirías menos y trabajarías más.
¿He de hablarte de arte? ¿No me acusarás para tus adentros de pasar aprisa por encima de los asuntos del corazón? Pero es que todo está ligado, y lo que atormenta tu vida atormenta también a tu estilo. Pues entre tus concepciones y tus pasiones haces una aleación perpetua que debilita a unas y te impide disfrutar de las otras.
¡Oh, si pudiera yo hacer de ti lo que sueño, qué mujer, qué ser serías! ¡Y en primer lugar, qué ser feliz!
La lectura de La sirvienta ha sido para mí todo un curso de moral y de estética. Voy a parecerte pedante, sin duda. Pero abreviaré, y te ruego, te suplico que te examines bien, a ti y a tus obras, y que veas cuánto te ha trastornado el elemento exterior. Resumamos:
Primero, una comedia en la que estoy, y porque estoy en ella, porque es un hecho real, carece de acción y es rechazada. Dos inconvenientes, uno artístico y el otro comercial. Sin duda hay buenos versos en ella, e incluso casi todos son excelentes. Pero había que hacer lirismo puro, y nada intrínseco en sí se desprende directamente del drama.
Segundo, acuérdate de la comedia de Herbin de Nollis, el mismo inconveniente, la misma falta, has satisfecho odios. Has pintado retratos del natural. En resumen, no es buena.
Tercero, ¿no crees que tu drama político habría ganado, de haber sido escrito desde un punto de vista menos pasional, menos republicano?
Cuarto, La sirvienta. Musset te ha ocultado a todos los burgueses, y su criada a todas las sirvientas. Al simpatizar con una, has perdido de vista a la totalidad, y a fuerza de caridad, eso casi se convierte en injusticia. Detalles: la «vieja impúdica» parte del mismo procedimiento. No había que escuchar a tu mujer de la limpieza, sino inventar un episodio.
Relee, en tu libro de Charpentier, todos tus poemas personales A mi madre, A mi hija, etc. Son los más mediocres. Y si el mejor de tu última colección es El duelo, es porque ahí el objetivo estaba lejos. Eres un poeta trabado por una mujer, como Hugo es un poeta trabado por un orador.
Y no creo (lo he experimentado) que dando salida en el arte a lo que te oprime en la vida te desembaraces de ello. No. Las espinas del corazón no se desparraman sobre el papel. Sobre él sólo se vierte tinta, y, apenas ha salido de nuestra boca, la tristeza gritada nos vuelve al alma por las orejas, y más retumbante, más profunda. Nada se gana con ello. Mira en qué bonito estado te hallabas después de La campesina y durante, y compara. Sólo se está bien en lo absoluto. Mantengámonos en él, trepemos a él.
Duerme, pues, en paz. Primero, en lo que a mí respecta. Convéncete de que eres y serás el mejor y más completo afecto femenino que he tenido. Pero estoy desgastado por treinta y seis lados, y hay que compadecer un poco a mis manías, mi educación y mis nervios. El año que viene, aunque no estuviera terminada la Bovary, iré. Buscaré alojamiento. Me quedaré al menos cuatro meses seguidos cada año. Y de vez en cuando, el resto del año, iré a París con más frecuencia de la que he solido siempre. De aquí a entonces, iré como te he prometido, cada dos meses. En cuanto a tu trabajo, harías cosas bellas, muy bellas, y triunfarás materialmente si estás dispuesta a ceñirte a tus temas, a hacer un plan. Si ofreces al público las cosas que pueda aceptar. No te digo que te pongas a remolque suyo. Pero en nuestra querida Francia uno debe disfrazar su fuerza. Y la tuya es fanfarrona. Tu Sirvienta hará que te persigan, te encarcelen, y quizá que las actrices te maten.
Aunque esta carta no sea larga, te pido, por tu amor hacia ti misma, que medites cada línea. Está preñada de verdades. No te irrites. Las dulzuras que habría podido decirte habrían contenido menos ternura.
Esta tarde he tenido un acontecimiento ridículo. El fuego ha estado a punto de quemar la casa. He ayudado a acarrear baldes de agua para una chimenea que ardía. ¡Qué cuadro! […]
[Croisset] Noche del martes [29 de noviembre de 1853].
¿Sabes que me deslumbras con tu facilidad? En diez días habrás escrito seis cuentos. No comprendo nada (buenos o malos, los admiro). Yo soy como los acueductos viejos: hay tantos detritus en las orillas de mi pensamiento, que circula lentamente y no cae sino gota a gota del extremo de mi pluma. Cuando te libres de esa tarea, vuelve rápidamente a tu Sirvienta. Cuida el final. La locura de Mariette ha de resultar repulsiva. La repulsión en los temas burgueses debe sustituir a lo trágico, que es incompatible con ellos. En cuanto a las correcciones, antes de hacer una sola vuelve a meditar el conjunto y trata sobre todo de mejorar, no mediante cortes, sino con una nueva creación. Toda corrección ha de hacerse en este sentido. Hay que rumiar bien el objetivo antes de pensar en la forma, pues no resulta buena más que si nos obsesiona la ilusión del asunto. Abrevia todo lo referente a Mariette, y no temas desarrollar (en acción, por supuesto) todo lo que se refiere a La sirvienta. Si tu generalización es poderosa, arrastrará, o por lo menos paliará mucho la particularidad de la anécdota. Piensa lo más posible en todas las sirvientas.
Y ahora charlemos de nosotros. Estás triste, y yo también. Desde el martes por la mañana hasta el jueves por la noche, era como para reventar. He sentido (como aquel día en la bahía de Nápoles, en que iba a ahogarme, y mi miedo, al asustarme, cesó de inmediato) que mi sentimiento me sumergía. Tenía un furor sin causa. Pero abrí encima los grifos de agua helada, y ya estoy de nuevo en pie. La ausencia de Bouilhet me pesa. Suma a eso las ideas que me hago sobre tu soledad, tu pena, el monólogo que sostengo junto a mi lumbre, y en el que me digo: «¡Me acusa, llora!»; y las frases por escribir, la palabra que se busca… ¡Qué porquería es la vida! ¡Qué caldo magro cubierto de pelos!
No nos quejemos; ¡somos privilegiados! ¡Tenemos luz de gas en el cerebro! ¡Y hay tanta gente que tirita en una buhardilla sin velas! ¡Lloras cuando estás sola, pobre amiga mía! No, no llores, evoca la compañía de las obras por hacer; llama a figuras eternas. Por encima de la vida, por encima de la felicidad, hay algo azul e incandescente, un gran cielo inmutable y sutil cuyas radiaciones, que llegan hasta nosotros, bastan para animar mundos. El resplandor del genio no es más que el pálido reflejo de este Verbo oculto. Pero si esas manifestaciones nos resultan imposibles a nosotros, por la debilidad de nuestras naturalezas, el amor, la aspiración nos manda hacia ellas; nos empuja hacia él, nos confunde, nos mezcla con él. Se puede vivir en él; hay pueblos enteros que no han salido de allá, y hay siglos enteros que han pasado así por la humanidad como cometas por el espacio, despeinados y sublimes. Te quejas de que no estamos en las condiciones ordinarias. Pero ahí está el mal, en querer tenderse sobre la vida, como hacía Elíseo sobre el cadáver del niño pequeño. Por mucho que se encoge uno, resulta demasiado grande, y la putrefacción no palpita debajo. El inmenso deseo no levanta ni la pata de una mosca, y nuestras mejores voluptuosidades nos hacen llorar igual que nuestros peores lutos. Si yo fuera ese egoísta que dicen, te hablaría en otros términos. Al contrario, ¡con qué cuidado, en interés de mi vanidad o de mis placeres, no declamaría sobre los dulces tesoros de este bajo mundo! Los hombres, en efecto, quieren siempre que se les ame, incluso cuando no aman, y si a veces yo he deseado que me amases menos, era en los momentos en que más te quería, cuando te veía sufrir por mi culpa. En esos momentos habría querido reventar. No tienes más que preguntarle a Bouilhet si el lunes por la tarde, cuando me considerabas tan irritado contra ti, pregúntale, digo, si no era más bien contra mí mismo contra quien se dirigía toda esa irritación.
¿Cómo es posible que lleve ocho días trabajando bien, cuando me parece que no pienso en absoluto en mi trabajo? He escrito cinco páginas. Habré terminado definitivamente los comicios a fines de la semana próxima. Si todo siguiera marchando así, habría acabado este verano. Pero sin duda me equivoco. Sin embargo, me parece que está bien. A lo mejor es la gana que tengo de haber terminado, y de que estemos al fin reunidos de un modo más continuo, lo que me calienta por debajo, sin que me dé cuenta. A propósito de calefacción, ¿esa pobre tía Roger está definitivamente ensartada?
¡Bouilhet se olvida en Capua! ¡Y la señora Blanchecotte también! Ay, Dios mío. ¿Has pensado alguna vez en toda la importancia que tiene el pito en la vida parisina? ¡Qué comercio de notitas, de citas, de fiacres estacionados en las esquinas con las cortinas bajadas! El falo es la piedra imán que dirige todas las navegaciones. Es como para volverse casto por contraste. No odio a Venus, pero ¡qué abuso! En este mundo amo dos cosas: primero la cosa en sí misma, la carne; luego la pasión, violenta, alta, rara, la gran cuerda para los días grandes. Por eso me gusta el cinismo, igual que el ascetismo. Pero execro la galantería. ¡Se puede muy bien vivir sin eso, diablos! Esa perpetua confusión de la bragueta y del corazón me da náuseas. Cuando se encuentran afectos complejos y que se entrelazan por todos los lados del ser, como el nuestro, eso se sale del amor y entra en una fisiología superior, en la que, contra la que, para la que nada puede hacerse. Está regulada como el latido de nuestra sangre, y es coeterna con nosotros, como la consciencia.
Al final esa Edma me asquea, incluso de lejos. Disculpas a Bouilhet y compadeces a Léonie: al primero, porque está lejos de su amante, y a la otra porque se ha equivocado (es la palabra consagrada). Por mi parte, la disculpo también perfectamente (e incluso la apruebo, si le divierte). Pero mi razón es del todo opuesta a la tuya. Cuando se sale de los brazos de alguien, se tiene un regusto en el alma que impide apreciar los sabores nuevos. ¡Después de eso, los contrastes! También es una ley culinaria. Yo vivo al baño María.
Adiós, te abrazo en todo mi jugo. Mil besos. Tuyo.
Tu
Mi primo y su larga esposa han llegado esta tarde. Desembarcan de París. Están «cansados de la cocina de restaurante». Han estado en los Francais, en la Ópera y en la Ópera Cómica, los tres teatros apreciados, los únicos teatros decentes. En la Ópera Cómica han visto El chalet: «Encantador, aunque sea antiguo».
¡Oh, burgueses! Con la piel del último de los burgueses, querría yo, etc.; véase Des Barreaux.
[Croisset] Miércoles, una de la madrugada [14 de diciembre de 1853].
Llevo siete días viviendo de una manera muy curiosa y encantadora. Es de una regularidad tan continua que me es imposible recordar nada, de no ser la impresión. Me acuesto muy tarde y me levanto lo mismo. Oscurece temprano, y vivo al fulgor de las antorchas, o más bien de mi lámpara. No oigo ni un paso, ni una voz humana, no sé lo que hacen los criados, me sirven como sombras. Ceno con mi perro; fumo mucho, me caliento de firme y trabajo duro: ¡es soberbio! Aunque mi madre apenas me molesta habitualmente, siento no obstante una diferencia y puedo, de la mañana a la noche y sin que ningún incidente me estorbe, por ligero que sea, seguir la misma idea y dar vueltas a la misma frase. ¿Por qué siento este alivio en la soledad? ¿Por qué me encontraba tan alegre y tan bien (físicamente) en cuanto entraba en el desierto? ¿Por qué de muy niño me encerraba a solas en un piso durante horas? La civilización no ha desgastado en mí el instinto del salvaje, y a pesar de la sangre de mis antepasados (a quienes ignoro totalmente, y que eran, sin duda, gente muy honrada), creo que hay en mí algo de tártaro y de escita, de beduino, de piel roja. Lo que es seguro es que hay algo de monje. Siempre he admirado mucho a esos buenos tipos que vivían solitariamente, bien en la borrachería o bien en el misticismo. Era una buena bofetada que propinaban a la raza humana, a la vida social, a lo útil, al bienestar común. ¡Pero ahora! El individualismo es un crimen. El siglo XVIII negó el alma, y tarea del XIX será quizá matar al hombre. Mejor reventar antes del final, pues creo que lo lograrán. ¡Cuando pienso que casi toda la gente que conozco se asombra del modo en que vivo, que a mí me parece ser el más natural y el más normal! Esto me induce a reflexiones tristes sobre la corrupción de mi especie, pues es una corrupción el no bastarse a sí mismo. El alma debe ser completa en sí. No hay necesidad de escalar las montañas o de bajar al río para buscar agua. En un espacio del tamaño de la mano, clavad la sonda y golpeadla: brotarán manantiales. El pozo artesiano es un símbolo, y los chinos, que lo han conocido siempre, son un gran pueblo.
Si te atuvieras a estos principios, querida Musa, llorarías menos y no estarías ahora corrigiendo otra vez La sirvienta. Pero no, te aferras a la vida; quieres hacer resonar ese estúpido tambor que en todo momento te revienta en la mano, y cuya música sólo es bella en sordina, cuando se aflojan las cuerdas en vez de tensarlas. A ti te gusta la vida; eres pagana y meridional; respetas las pasiones y aspiras a la felicidad. ¡Ah!, eso estaba bien cuando se llevaba púrpura a la espalda, cuando se vivía bajo un cielo azul y cuando, en una atmósfera serena, las ideas, recién nacidas, cantaban bajo formas nuevas, como gorriones alegres bajo un follaje de abril. Pero yo odio la vida. Soy católico; tengo en el corazón algo del rezumar verde de las catedrales normandas. Mis ternuras de espíritu van a los inactivos, a los ascetas, a los soñadores. Me fastidia vestirme, desvestirme, comer, etc. Si no temiese al haschich, me atiborraría de él en vez de pan, y si me quedasen aún treinta años de vida, los pasaría así, tumbado de espaldas, inerte y en estado de leño. Había creído que me harías compañía en mi alma, y que en torno a nosotros dos habría un gran círculo que nos separaría de los demás. Pero no. Tú necesitas las cosas normales y apreciadas. Yo no soy «como debe ser un amante». En efecto, poca gente me encuentra «como debe ser un joven». Necesitas pruebas, hechos. Me quieres enormemente, mucho más de lo que me han querido nunca, y de lo que me querrán. Pero me amas como me amaría otra, con la misma preocupación por los planos secundarios, y las mismas miserias incesantes.
Te irritas por un alojamiento, por una partida, por un conocido a quien voy a ver. ¿Y crees que eso me enfada? No, no. Pero me entristece y me llena de desolación por ti. ¡Entiéndelo ya! Me resultas como una criatura que coge los cuchillos de su muñeca para cortarse los dedos, y luego se queja de los cuchillos. La criatura tiene razón, pues le sangran sus pobres dedos. Pero ¿es culpa de los cuchillos? ¿Tiene que desaparecer el hierro del mundo? Entonces, que coja soldaditos de plomo. Son más fáciles de doblar.
¡Ay, Louise, Louise, querida y vieja amiga, pues pronto hará ocho años que nos conocemos, me acusas! Pero ¿te he mentido alguna vez? ¿Dónde están las promesas que he roto, y las frases que haya dicho y no siga diciendo? ¿Qué es lo que ha cambiado en mí, de no ser tú? ¿No sabes que ya no soy un adolescente, y que siempre lo he lamentado, por ti y por mí? ¿Cómo quieres que un hombre embrutecido por el Arte como yo lo estoy, continuamente hambriento de un ideal que jamás alcanza, cuya sensibilidad es más afilada que una hoja de afeitar, y que se pasa la vida golpeando el eslabón encima para que salten chispas, etc., etc. (ejercicio que provoca brechas en la citada hoja), cómo quieres que éste ame con un corazón de veinte años, y que tenga esa ingeniosidad de las pasiones que es su flor? Me hablas de tus últimos días hermosos. Hace tiempo que los míos se fueron, y no los añoro. Todo eso se había acabado a los dieciocho años. Pero personas como nosotros deberían emplear otro lenguaje para hablar de ellas mismas. No debemos tener días hermosos ni feos. Heráclito se vació los ojos para ver mejor ese sol del que estoy hablando. Adiós, entonces. Haz caso de Bouilhet. Es un hombre excelente, que no sólo sabe componer versos, sino que tiene juicio, como dicen los burgueses, cosa que en general les falta a los burgueses y también a los poetas. […]
[Croisset] Domingo, una de la madrugada [18 de diciembre de 1853].
Tengo mil disculpas que presentarte, pobre y querida Musa (empecemos por besarnos). Cuando digo disculpas, son más bien explicaciones.
No desprecio en absoluto La sirvienta. ¿Quién te ha metido eso en la cabeza? ¡Al contrario! ¡Al contrario! Si la hubiera considerado mala, te lo habría dicho, como hice con tu Princesa y con tu comedia de La institutriz. ¡Que no! Nunca comprendes las medias tintas. Como tú, pienso que quizá no has escrito jamás versos más hermosos y en mayor cantidad en la misma obra. Pero, y aquí empiezan las reticencias, primeramente no te estoy nada agradecido por componer versos hermosos: tú los pones como una gallina los huevos, sin tener consciencia de ello (está en tu naturaleza, Dios te ha hecho así). Recuerda una vez más que las perlas no forman el collar, sino que es el hilo, y como en La campesina admiré un hilo trascendente, me ha chocado el no distinguirlo ya tan claro en La sirvienta. En La campesina habías estado shakespeariana, impersonal. Aquí te has resentido un poco del hombre al que querías retratar. El lirismo, la fantasía, la individualidad, la idea preconcebida, las pasiones del autor se embrollan demasiado en torno a tu asunto. Resulta más juvenil, y aunque hay una superioridad de forma indiscutible, fragmentos soberbios, el conjunto jamás igualará al otro, porque La campesina fue imaginada, es un asunto tuyo, y al imaginar se reproduce la generalidad, mientras que al aferrarse a un hecho verdadero no sale de tu obra más que algo contingente, relativo, restringido. Objetas que no quisiste hacer didáctica. ¿Quién te habla de didáctica? ¡Había que hacer La sirvienta! Ahora es demasiado tarde, y además, poco importa. Una vez descartado el título, será una obra muy bella y conmovedora. Pero has de podar todo lo que no es necesario para la idea misma de tu asunto. Así, ¿por qué tu gran artista, al final, que viene a hablar con Mariette? ¿Qué pinta ese personaje completamente inútil en el drama, y muy incoloro por él mismo? Cuida los diálogos, y sobre todo evita decir vulgarmente las cosas vulgares. Todos los versos tienen que ser versos.
La continuidad constituye el estilo, como la constancia hace a la virtud. Para remontar la corriente, para ser buen nadador, el cuerpo ha de estar tendido sobre la misma línea, desde el occipucio hasta el talón. Se recoge uno como un sapo, y se despliega sobre toda la superficie rítmicamente, con todos los miembros, con la cabeza gacha, apretando los dientes. La idea debe hacer lo mismo a través de las palabras, y no chapotear golpeando a derecha e izquierda, lo que no conduce a nada, y cansa. Pero ¿cómo podías juzgarme tan limitado como para ignorar el valor de tu Sirvienta? […]
En cuanto a publicar, no soy de tu opinión. Sirve. ¿Qué sabemos si no hay, a estas horas, en algún rincón de los Pirineos o de Bretaña, un pobre ser que nos comprenda? Publicamos para amigos desconocidos. La imprenta sólo tiene eso de hermoso. Es un vertedero más amplio, un instrumento de simpatía que va a golpear a distancia. En cuanto a publicar ahora, no lo sé. Lanzar a la vez La sirvienta y La religiosa sería quizá más imponente, como masa y como contraste. No, no tengo un despego sepulcral hacia todo, pues sólo el enterarme de tus pequeños éxitos de librería me ha hecho ilusión. ¡Vamos, pobre Musa, estoy muy poco despegado de ti! ¡Yo que querría verte rica, feliz, famosa, festejada, envidiada! Pero quiero, por encima de todo, verte grande. Lo que hace que te engañes es que tengo ojeriza a esto: la aspiración a la felicidad por los hechos, por la acción. Odio esta búsqueda de beatitud terrenal. Me parece una manía mediocre y peligrosa. ¡Viva el amor, el dinero, el vino, la familia, la alegría y el sentimiento! Tomemos de todo esto lo más que podamos, pero no creamos en ello. Hemos de persuadirnos de que la felicidad es un mito inventado por el diablo para desesperarnos. Son los pueblos convencidos de un paraíso los que tienen imaginaciones tristes. En la Antigüedad, cuando no se esperaba (¡y aún!) más que unos campos Elíseos muy chatos, la vida era amable. Sólo te censuro por eso, pobre querida Musa, por pedir peras al olmo. Peral u olmo, tiendo mis ramas hacia ti, y me recuesto sobre todo tu ser. […]
[Croisset] Viernes, dos de la madrugada [23 de diciembre de 1853].
Hace falta quererte para escribirte esta noche, pues estoy agotado. Tengo un casco de hierro en el cráneo. Desde las dos de la tarde (salvo unos veinticinco minutos para cenar) escribo Bovary, estoy en su polvo, de lleno, en la mitad; sudan y tienen un nudo en la garganta. Éste es uno de los raros días de mi vida que he pasado en la ilusión, completamente, de cabo a rabo. Esta tarde, a las seis, en el momento en que escribía «ataque de nervios», estaba tan excitado, gritaba tan fuerte y sentía tan hondamente lo que experimentaba mi mujercita, que he temido sufrir uno yo mismo. Me he levantado de la mesa y he abierto la ventana para calmarme. La cabeza me daba vueltas. Ahora tengo grandes dolores en la espalda, en las rodillas y en la cabeza. Estoy como un hombre que ha jodido demasiado (perdón por la expresión), es decir, en una especie de agotamiento lleno de embriaguez. Y ya que estoy en el amor, es justo que no me duerma sin enviarte una caricia, un beso y todos los pensamientos que me quedan. ¿Saldrá bien? No lo sé (me estoy dando algo de prisa, para mostrar a Bouilhet un conjunto, cuando venga). Lo que es seguro es que desde hace ocho días esto avanza rápido. Que siga así, pues estoy cansado de mis lentitudes. ¡Pero temo el despertar, las desilusiones de las páginas copiadas de nuevo! No importa; bien o mal, es algo delicioso el escribir, el no ser ya uno mismo, sino el circular en medio de toda la creación de la que uno habla. Hoy por ejemplo, hombre y mujer simultáneamente, amante y querida a la vez, me he paseado a caballo por un bosque en una tarde de otoño, bajo hojas amarillas, y yo era los caballos, las hojas, el viento, las palabras que se decían y el sol rojo que hacía entrecerrarse sus párpados anegados de amor. ¿Es orgullo o piedad, es el necio desbordamiento de una satisfacción exagerada de sí mismo, o bien un instinto religioso vago y noble? Pero cuando rumio estos goces, después de haberlos experimentado, me sentiría tentado de elevar una plegaria de agradecimiento a Dios, si supiera que puede oírme. ¡Bendito sea por no haberme hecho nacer vendedor de algodón, autor de vodeviles, hombre ingenioso, etc.! Cantemos a Apolo como en los primeros días, aspiremos a pleno pulmón el aire frío del Parnaso, golpeemos nuestras guitarras y nuestros címbalos y giremos como derviches en la eterna algazara de las Formas y de las Ideas:
Qué le importa a mi orgullo que un pueblo vano me ensalce…
Debe de ser un verso del señor de Voltaire, no sé de dónde; pero eso es lo que hay que pensar. Aguardo La sirvienta con impaciencia. Sí, claro, pobre Musa, tienes mucha razón: «Si fuera rica, toda esa gente me besaría los zapatos». Ni siquiera tus zapatos, sino su huella, su sombra. Así van las cosas. Para hacer literatura siendo mujer, hay que haber pasado por las aguas de la Estigia.
En cuanto a los ofrecimientos de Du Camp con relación a la señora Biard, hay entre los hombres una especie de pacto fraterno y tácito que los obliga a ser Celestinos unos de otros. Por mi parte, jamás he dejado de hacerlo. En eso se reconoce la buena educación, el caballero. Por lo demás, los artículos de la tía Biard no son peores que otros. Todo vale igual, por debajo como por encima de cierto nivel. En cuanto a ti, si les enviases algo, estoy seguro de que lo aceptarían, a menos que sea una idea preconcebida de apartarte completamente, lo que es posible. Para eso habría que reconciliarse con el Du Camp, y creo que es un hombre para no verlo. Esta locución que empleo abre la puerta a todas las hipótesis. Este desgraciado muchacho es uno de esos temas en los que no quiero pensar. En el fondo, aún le aprecio; pero me ha irritado, rechazado y negado tanto, me ha hecho porquerías tan odiosas, que para mí es «como si ya estuviese muerto», como le dice el duque Alfonso a la señora Lucrezia.
No sé ningún detalle lúbrico referente a la Sílfide, que al parecer se ha visto fuertemente conmovida (¿sacudida, quizá?). Bouilhet sólo me ha escrito cartas muy cortas en estos últimos tiempos. Siempre la había considerado una zorra caliente, y veo que no me he equivocado. Pero parece que lleva la cosa con mucha decisión e insolencia. ¡Mejor! Esa mujer es taimada, conoce el mundo; podrá abrirle a Bouilhet horizontes nuevos… ¡tristes horizontes, cierto es! Pero, en fin, hay que conocer todos los pisos del corazón y del cuerpo social, desde la bodega hasta el desván, e incluso no olvidar las letrinas, ¡y sobre todo no olvidar las letrinas! Allí se elabora una química maravillosa, se hacen descomposiciones fecundadoras. ¿Quién sabe a qué jugos de excrementos debemos el perfume de las rosas y el sabor de los melones? ¿Ha contado alguien cuántas bajezas contempladas hacen falta para constituir una grandeza de alma? ¿Cuántas miasmas repugnantes hay que haber tragado, cuántas penas sufrido, cuántos suplicios soportado, para escribir una buena página? Eso somos nosotros, poceros y jardineros. Sacamos de las putrefacciones de la humanidad deleites para ella misma, hacemos crecer canastillas de flores sobre miserias amontonadas. El Hecho se destila en la Forma y sube a lo alto, como un puro incienso del Espíritu, hacia lo Eterno, lo Inmutable, lo Absoluto, lo Ideal.
He visto pasar por la calle al tío Roger, con su levita y su perro. ¡Pobre hombre!… ¡Qué poco sospecha! ¿Has pensado alguna vez en la cantidad de mujeres que tienen amantes, en la cantidad de hombres que tienen queridas, en todas esas parejas bajo las otras parejas? ¡Cuántas mentiras supone eso! ¡Cuántas maniobras y traiciones, cuántas lágrimas y angustias! De todo esto brota lo grotesco y lo trágico. Así que uno y otro no son sino la misma máscara que cubre la misma nada, y la Fantasía se ríe en medio como una fila de dientes blancos por encima de la papalina negra.
Adiós, querida y buena Musa; al escribirte se me ha pasado el dolor en la frente; la pongo bajo tus labios y voy a acostarme.
Adiós de nuevo, y mil caricias. Tuyo.
Tu
[Croisset] Miércoles, once de la noche [28 de diciembre de 1853].
¿Sabes lo que acabo de hacer desde las dos de la tarde, sin parar? Clasificar, ordenar toda mi Correspondencia de los últimos quince años. ¡Tenía tres cajas enormes llenas, y cuatro carpetas! No he leído más que las letras que no conocía. ¡Cuánta gente muerta! ¡Cuántos hay también olvidados! He hecho descubrimientos muy tristes y otros muy risibles. Me pican los ojos a fuerza de hojear, y me duelen los ríñones de haber permanecido tanto tiempo inclinado. ¡Pero ahí está un buen estorbo menos! Ahora podré empezar la depuración con método. He quemado muchas cartas de la señora Didier y de la Sílfide, dirigidas a ti. No he encontrado la de Gagne. ¿Dónde está? Cierto es que no la he buscado. Las tuyas, amor querido, llenan toda una carpeta. Están aparte, con las cositas que proceden de ti. He visto la rama verde que llevabas en el sombrero cuando nuestro primer viaje a Mantes, las pantuflas de la primera noche y un pañuelo mío, lleno de tu sangre. Tengo tantas ganas de besarte, esta noche. Pongo mis labios sobre los tuyos, y te abrazo desde lo más hondo de mí mismo, por todas partes. ¡A fines del mes que viene volveremos a vernos! Se acerca otro año. En el próximo Año Nuevo, si aún no estoy en París, tendré allí al menos mi alojamiento, pues veo que habrá que arreglarlo cuanto antes, debido a la Exposición. Por lo demás, la Bovary avanza. El polvo está hecho, y lo dejo, pues empiezo a hacer tonterías. Hay que saber detenerse en las correcciones, ya que no se ven bien las proporciones de un fragmento cuando se ha detenido uno en él demasiado tiempo. Aguardo a Bouilhet con ansiedad, para leerle lo que no conoce. Su última carta era de lo más triste. Lo que yo había previsto ocurre, París le ensombrece. Pero voy a tratar de remontarle el ánimo, como diría mi farmacéutico. A estas horas habrá llegado a Ruán y se estará entregando con Léonie a coitos violentos y reiterados, a menos que la Sílfide le haya cogido todo el jugo.
Nada más cierto que todo lo que dices en tu última carta sobre las mujeres que van a tu casa. Puedes estar segura de que todas están celosas de tu persona, y que en el fondo la Sílfide te execra. Está en el orden normal. Hará todo lo posible por enemistarte con Bouilhet. Las mujeres no quieren compartir nada, y quien no está del todo con ellas, está contra ellas. Tienes todo lo necesario para hacerte odiar por ese sexo: belleza, ingenio, franqueza, etc. ¿Por qué sales siempre en su defensa? Hay que estar del lado de los fuertes.
No tengas inquietud, pobre amiga mía: mi salud va mejor que nunca. Nada de lo que procede de mí me hace daño. Es el elemento externo el que me hiere, me altera y me desgasta. Podría trabajar diez años seguidos en la soledad más austera sin tener ni un dolor de cabeza; mientras que una puerta que chirría, la cara de un burgués, una propuesta descabellada, etc., me hacen latir el corazón, me revolucionan. Soy como esos lagos de los Alpes que se agitan con las brisas de los valles (con lo que sopla de abajo, a ras del suelo); pero los grandes vientos de las cumbres pasan por encima sin arrugar su superficie y no sirven, al contrario, más que para disipar la bruma.
Además, ¿acaso lo que agrada hace daño alguna vez? La vocación seguida paciente e ingenuamente se convierte en una función casi física, una forma de existir que abarca a todo el individuo. Los peligros del exceso son imposibles para las naturalezas exageradas.
He recibido con infinito placer la noticia de la caída de los señores Augier y Sandeau. ¡Que esos dos canallas tengan un derrumbamiento merecido, mejor, estupendo! Siempre me encanta ver a la gente de dinero hundida.
¡Ah, ingeniosos, que os burláis del Arte por amor a la calderilla, ganad dinero! ¡Cuando pienso qué cantidad de gente de letras juega ahora a la Bolsa! ¿No es como para vomitar? Aunque el Sena esté frío a estas horas, tomaría un baño de inmediato a cambio del placer de verles reventar de hambre en el arroyo, a todos esos desgraciados. Nada me indigna más, en la vida real, que la confusión de los géneros. ¡Qué buenos tenderos habrían sido todos esos poetas hace cien años, cuando era imposible ganar dinero con la pluma! ¡Cuando no era un oficio (la ira que me sofoca me impide poder escribir —textual—)! ¡La jeta de Badinguet, indignado por la obra, o más bien por la acogida que ha tenido la obra! ¡Enorrrme! ¡Espléndido! ¡El bueno de Badinguet, que desea obras maestras, y además en cinco actos, y para levantar a los Franceses! ¡Como si no fuera bastante haber levantado el orden, la religión, la familia, la propiedad, para querer levantar a los Franceses! ¿Qué necesidad había? ¡Qué furia de restauración! Deja reventar a lo que tiene ganas de morir. ¡Unas pocas ruinas, por favor (es una de las condiciones del paisaje histórico y social)! ¡Ese pobre Augier, que es tan buen comensal, que tiene tanto ingenio, y que me declaraba a mí «que no había metido nunca la nariz en ese libro» (refiriéndose a la Biblia)!
¿Has observado alguna vez cómo todo lo que es poder es estúpido en lo tocante al Arte? Estos excelentes gobiernos (reyes o repúblicas) se imaginan que basta con encargar la faena, y que serán servidos. Instituyen premios, estímulos, academias, y no olvidan más que una sola cosa, una cosa pequeñita sin la que nada vive: la atmósfera. Hay dos clases de literaturas, la que yo llamaría nacional (la mejor); y la letrada, individual. Para la realización de la primera hace falta en la masa un fondo de ideas comunes, una solidaridad (que no existe), un lazo; y para la entera expansión de la otra hace falta la libertad. Pero, ¿qué decir, y de qué hablar ahora? Esto irá a peor; lo deseo y lo espero. Prefiero la nada que el mal, y el polvo que la podredumbre.
Además, ¡ya habrá un despertar!, ¡volverá la aurora! Nosotros ya no estaremos; ¿qué importa?
¡Me duele lo que dices de ese pobre y excelente De Lisie! Nadie lamenta más que yo la estrechez (habría que decir la tortura) material, y ante esas miserias parezco un canalla, yo que me caliento ante un buen fuego, con la tripa llena y llevando un batín de seda. Pero no soy rico. Si lo fuera, nada sufriría a mi alrededor. Me gusta que todo lo que veo, todo lo que me rodea de cerca o de lejos, todo lo que me toca, en fin, esté bien y sea hermoso. ¡Ojalá tuviera cien mil francos de rentas! ¡En qué castillo viviríamos todos! Tengo justo lo necesario para vivir decentemente, como dice la sociedad (que no es exigente en cuanto a decencia). ¡Bueno, ya es mucho! Y agradezco al cielo, o más bien a la edad, el no tener ya las necesidades de lujo que tenía antaño. Pero querría ayudar a los que quiero. Vamos, pobre Musa, si alguien ha deseado dinero para su amante, ése soy yo. Ojalá pudiera tenerlo para De Lisie también, y para Bouilhet, para que mande imprimir su libro, etc. ¿Qué puedo hacer por De Lisie? ¿Comprar ejemplares suyos? Es imposible, sabrá que somos nosotros. Si encuentras a alguien seguro y de una discreción inviolable, ¡dímelo!
No te he hablado de su Tigre; lo olvidé el día pasado. Pues prefiero el Buey, y con mucho. Éstas son mis razones. Encuentro la obra desigual, y hecha como en dos partes. Toda la segunda, a partir de «Él, bañado por la llama…», es soberbia. Pero en lo que precede hay muchas cosas que no me gustan. Primero, la postura del animal, que se duerme con la tripa al aire, no me parece natural: nunca se duerme un cuadrúpedo tripa al aire.
La lengua áspera y rosa va colgando. ¡Duro! y va colgando es un giro exagerado. Este verso: Todo rumor se apaga en torno a su reposo es incoherente de tono con todo lo que precede y todo lo que sigue. Estas dos palabras, rumor y reposo, que son casi metafísicas, que no son imaginadas, me parecen de un efecto blando y flojo. Intercalado así en una descripción muy precisa, veo muy bien que ha querido poner un verso de transición muy tranquilo y muy sencillo. Pues entonces se apaga está cargado, ya que es una metáfora por sí mismo. Luego perdemos de vista al tigre, con la pantera, las pitones, la cantárida (o si no, no hay suficiente: el plano secundario, al no ser lo bastante largo, se mezcla un poco con el principal, y lo estorba). Musculosas, para pitones, no me parece acertado; ¿se ven resaltar los músculos en las serpientes? El rey rayado es una ligazón de palabras inconexas: el rey (metáfora) rayado (técnico). Si es rey la idea principal, es preciso un epíteto que derive de la idea de rey. Si, al contrario, es rayado quien debe atraer la atención, hace falta un sustantivo en relación con rayado, y hay que llamar al tigre con un nombre que, en la naturaleza, tenga rayas. Y un rey no es rayado. A partir de ahí, la obra me parece muy hermosa:
Pero la sombra, capa negra, desciende en el horizonte
es un verso muy amplio y tranquilo.
El viento pasa por la cima de los bambúes; echa a volar y…
Soberbio. En este punto, en un ambiente tan fuerte, no me gustan las nocturnas gacelas para decir que vienen durante la noche. Es una expresión latina; no importa, es demasiado poético junto a un verso tan auténtico como éste:
El escalofrío del hambre hace palpitar su flanco
En cuanto a los cuarenta y cuatro últimos, son sublimes.
Te ruego que no le comuniques mis impresiones. Ese buen muchacho es demasiado infeliz ahora, sin que se añadan mis críticas. ¿Y tú? Espero La sirvienta; te la devolveré pelada. Será en febrero, sabes, en mi próximo viaje, cuando te daré mi regalito de Año Nuevo. Te envío mil besos. […]
[Croisset] Lunes, una de la madrugada [2 de enero de 1854].
Mañana espero una carta tuya, diciéndome que has recibido el voluminoso paquete del Cocodrilo, que debió de llegarte ayer por la mañana. En cuanto a La sirvienta, ignoro si está en Ruán. Ahora se llega allí con bastante dificultad debido a la nieve que llena los caminos, y como el Sena está helado y no pueden navegar los barcos, nos encontramos un poco en la situación de Robinson. No importa, espero recibir tu paquete el miércoles a más tardar. Lo leeré cuidadosamente, primero en bloque para ver el conjunto; y luego en detalle, después en masa, y te haré largos comentarios, lo más explicados posible. Pondré en ellos, pobre Musa querida, todo mi corazón y todo mi ingenio; no tengas temor alguno.
Tuve a Bouilhet el viernes por la tarde, el sábado y ayer por la mañana. Volverá el miércoles hasta el final de la semana. Hasta ahora apenas hemos tenido tiempo de charlar más que de nosotros mismos. Casi todo ha sido empleado en los Fósiles y en la Bovary. Le ha parecido bien mi polvo. Pero antes de ese párrafo tengo uno de transición, que contiene ocho líneas, que me ha exigido ocho días, en el que no hay ni una palabra de más y que no obstante hay que volver a rehacer, porque es demasiado lento. Es un diálogo directo que hay que pasar a indirecto, y donde no tengo el espacio necesario para decir lo que hay que decir. ¡Todo eso, en cuanto a plan, ha de ser rápido y lejano, hasta tal punto ha de quedar perdido y poco visible en el libro! Después, aún tengo otras tres o cuatro correcciones infinitamente mínimas, pero que me llevarán toda la semana siguiente. ¡Qué lentitud, qué lentitud! No importa, adelanto. He dado un gran paso, y siento en mí un alivio interior que me pone todo alegre, aunque esta tarde he sudado literalmente por el esfuerzo. Es tan difícil deshacer lo que está hecho, y bien hecho, para meter algo nuevo en su lugar, sin que se vea el encaje.
En cuanto a los Fósiles, me parecen algo muy hermoso, y sigo sosteniendo que había que apañarse de esta manera. Todo el mundo, después de los Fósiles, habría escrito una gran empanada lírica sobre el hombre. Pero el hombre ha cambiado, y para tomarlo completamente hay que seguir su historia, pues el señor de levita negra es tan natural como el salvaje tatuado. Así pues, hay que presentar los dos estados, y cuanto hay intermedio entre ellos. Creo que este medio era el más fuerte, y sobre todo el más difícil. Se habría podido saltar completamente por encima del hombre. Pero habría sido una triquiñuela, una falsedad, un medio muy cómodo de producir efecto, y mediante una negación.
He leído Las abejas, que me enviaste. Es fuerte, sobre todo de ideas, y las moscas de Montfaucon me parecen espléndidas. En cuanto a La expiación, ¡que lástima que quede atropellada! Todo el Waterloo es estúpido; pero La retirada de Rusia y Santa Elena (aparte numerosos lunares) me han gustado extraordinariamente. Habría podido hacerse con esto algo tan hermoso como El fuego del cielo. No importa, ese tipo es un gran hombre, un hombre muy grande.
Ahora estoy en lecturas muy diversas. Primero, disfruto con Pétrus Borel, que es enorrrrme; ¡reencuentro en él mis viejos frenesíes de juventud! Valía más que la moneda corriente de hoy. Se había subido a tal tono, que a veces se encontraba una palabra ingeniosa, una expresión buena. Por lo demás, habría una buena lección que dar sobre ese desdichado libro. ¡Cómo apuntaba ya el socialismo! ¡Qué falsa y aburrida se vuelve toda obra de imaginación con la preocupación de la moral, etc.! Me oriento mucho hacia la crítica. La novela que estoy escribiendo me aguza esa facultad, pues es sobre todo una obra de crítica, o más bien de anatomía. El lector no advertirá, espero, todo el trabajo psicológico oculto bajo la forma, pero sentirá su efecto. Y por otra parte me veo arrastrado a escribir grandes cosas suntuosas, batallas, asedios, descripciones del antiguo Oriente fabuloso. El jueves por la tarde pasé dos horas magníficas, con la cabeza entre las manos, pensando en las murallas abigarradas de Ecbatana. No se ha escrito nada sobre todo eso. ¡Cuántas cosas flotan aún en los limbos del pensamiento humano! No son los asuntos los que faltan, sino los hombres.
A propósito de hombres, permíteme que te cite de inmediato, no vaya a olvidarlas, dos pequeñas anécdotas amables. Primer hecho: en Ruán, en el depósito, han expuesto a un hombre que se ahogó con sus dos hijos atados al cinturón. La miseria aquí es atroz. Bandas de pobres empiezan a recorrer el campo por las noches. En Saint-Georges, a una legua de aquí, han matado a un gendarme. Los buenos campesinos empiezan a temblar dentro de su pellejo. Si les sacuden un poco, no pienso llorar. Esa casta no merece compasión alguna. Está llena de todos los vicios y todas las ferocidades. Pero sigamos. Segundo hecho, y que demuestra que los hombres son hermanos. Estos días, en Provins, han ejecutado a un joven que había asesinado a un burgués y una burguesa, violado a la criada in situ y engullido toda la bodega. Pues para ver guillotinar a aquel excéntrico, llegaron a Provins desde la víspera más de diez mil personas del campo. Como las posadas no eran suficientes, muchos pasaron la noche al raso y durmieron en la nieve. Tal era la afluencia que faltó el pan. ¡Oh, sufragio universal! ¡Sofistas! ¡Charlatanes! ¡Declamad contra los gladiadores, y habladme del progreso! ¡Moralizad, haced leyes, planes! ¡Reformadme a la bestia feroz! Aunque arrancarais los caninos del tigre, y no pudiera comer más que papilla, siempre le quedará su corazón de carnicero. Así asoma el caníbal bajo el chaquetón popular, como el cráneo del caribe bajo el gorro de seda negra del burgués. ¿Qué coño nos importa todo eso? Nosotros cumplamos con nuestro deber. ¡Que la Providencia cumpla con el suyo!
Me dices que pronto ya nada podrá arrancarte lágrimas. Mejor, pues nada las merece, salvo lágrimas de risa, «ya que reír es lo propio del hombre».
Bouilhet me parece estar muy contento con la Sífide. Se emparejan con vehemencia. Por lo demás, él es poco exaltado. Así hay que ser. Dejad la exaltación al elemento muscular y carnal, para que el intelecto esté siempre sereno. Las pasiones, para el artista, han de ser el acompañamiento de la vida; el arte es su canto. Pero si las notas de abajo se montan en la melodía, todo se embrolla.
Así que yo, conservando cada cosa en su sitio, vivo por casilleros. Tengo cajones, estoy lleno de compartimentos como un buen baúl de viaje, y atado por encima, ceñido con triple correa.
Ahora coloco tu dedo en un lugar secreto, tu pensamiento en un rincón oculto, y que está lleno de ti misma, y me voy a dormir con tu imagen, enviándote mil besos. […]
[Croisset] Noche del lunes al martes, a la una [10 de enero de 1854].
[…] Esta obra [La sirvienta] no es publicable tal como está, y te suplico que no la publiques.
¿Por qué insultar a Musset? ¿Qué te ha hecho? ¿Qué te importa a ti? ¿Quién nos ha consagrado censores? Le reprochas sus Fantasmas; pero recuerda tu comedia de los Fantasmas (¡primera versión!). Seamos indulgentes, guardemos nuestras faltas para nosotros. ¿Esperas corregirle? ¿Ha tratado de perjudicarte alguna vez ese pobre chico? ¿Por qué quieres devolverle un mal mayor que el que te ha causado? Piensa en la posteridad, y contempla la pésima cara que tienen todos los que insultan a los grandes hombres. Cuando Musset esté muerto, ¿quién sabrá que se emborrachó, que pegaba a su doncella? La posteridad es muy indulgente para con esos crímenes. ¡Casi perdona a Jean-Jacques [Rousseau] el haber mandado a sus hijos al hospicio! Y además, ¿qué nos importa a nosotros? ¿Con qué derecho?
Ese poema es una mala acción, y has recibido el castigo, pues es una obra mala. Trata de leer mis notas fríamente. Si te indignan demasiado, conserva esas páginas y reléelas dentro de seis meses, de un año (aguarda para publicar), y verás que sólo soy justo.
El elemento particular, relativo, el detalle que te había llamado la atención, ha perjudicado en la concepción del personaje de la propia Mariette. ¡Si se aceptan los personajes tal como los das, están hechos sin arte! Has escrito todo eso con una pasión personal que ha enturbiado tu visión sobre las condiciones fundamentales de toda obra imaginada. La estética está ausente. Te aseguro que, aparte de fragmentos líricos y de algunas descripciones, este poema es débil, y sobre todo aburrido.
Has hecho del arte un vertedero de pasiones, una especie de orinal en el que se ha derramado el exceso de no sé qué. ¡No huele bien! ¡Huele a odio!
Así que encuentro esta obra mala en su intención, perversa y mal ejecutada.
En cuanto al público, se indignará, y mucho más que yo. Hay ahí una eterna preocupación por la carne, por el amor, tantas veces «vicio, impuro, cortesanas, orgías», que pasará por un libro malo, a pesar de la pretensión de intenciones virtuosas.
Recibirás broncas gratuitas; te dirán groserías, cosas personales (si La sirvienta fuera una obra maestra, ¡ah, muy bien!, pero le falta mucho), y te verás en desventaja, pues atacas a uno más fuerte que tú. Aunque no contestase nada, tendrá a su favor, con él, a todas las mujeres del teatro a las que insultas groseramente, y a los amantes de esas señoras, que poseen los periódicos.
¿Y si por casualidad contestase? ¿Si despertara? ¿Si compusiera nada más que una canción, que te cubriera de ridículo? ¡Recuerda la desdichada historia del cuchillo, y cuánto te perjudicó! ¡Tengo que decirte todas estas cosas, aunque a estas horas debería sonrojarme! Pero no sacas provecho de nada; tomas el mundo a contrapelo y confundes perennemente la vida y el arte, tus pasiones y tu imaginación, que perjudican a una y otro.
Ten por seguro que lo que pienso, otros lo piensan y no se atreven a decírtelo.
Ruega a Babinet o a De Lisie, o mejor a ambos, que lean en su casa tu poema (si quieres, no les des mi comentario) y que te digan luego con toda franqueza y por su honor lo que piensan al respecto, desde el punto de vista de la decencia y de la ejecución. Hazlo sinceramente, sin solicitar elogios: verás lo que contestan, y cómo me agradecerán luego el haberte dado este consejo.
Esto es lo que yo haría en tu lugar.
Como en La sirvienta hay cosas muy buenas, incluso excelentes, puntos geniales que no hay que desechar, yo lo reharía todo paso a paso. Suprimiría los párrafos demasiado largos, cambiaría el personaje de Lyonnel de modo que no se pareciese a Musset, y para eso haría de él un poeta católico. Cuidaría de hacer progresar los personajes de Lyonnel y de Mariette. Pues ése es un defecto capital y del que procede la monotonía del libro, al ser la situación siempre la misma. ¡Y acortaría, acortaría! ¡Piensa que es un poema de dos mil versos!
Hay que repensarlo de cabo a rabo.
Ahora he cumplido con mi deber: ¿te das cuenta de que ha sido penoso?
Recuerda con qué alegría acogí La campesina, para que perdones y comprendas las cuarenta páginas que te envío. […]
[Croisset] Viernes, una de la madrugada [13 de enero de 1854].
No me hablas, en tu notita de esta mañana, querida Louise, de la decisión que has tomado en lo relativo a La sirvienta. Y yo aguardaba tu respuesta con ansiedad. La razón es ésta: aunque lo pensé bien antes de enviarte una carta tan dura, luego volví a reflexionar, y casi vacilé antes de mandártela. Me preguntaba: «¿Me habré equivocado? ¡Es posible!». Sin embargo, no, no. Creo que mis notas y mi carta fueron dictadas por el sentido común más vulgar que jamás haya ordenado palabras. Y a riesgo de herirte (había motivos), creí cumplir con mi deber de todas maneras, notificándote estas cosas. Si tu opinión difiere de la mía, no necesitamos volver sobre ello, pues no nos convenceremos. En el caso contrario, no podré sino admirar tu sacrificio. Pero querría que comprendieses bien mis razones. Creo que son buenas. En todo caso, si te queda alguna duda, de un modo u otro, no te remitas a ti misma, ni a mí, ni a Bouilhet. Consulta a Leconte, a Babinet, a Antony Deschamps, y expónles tus motivos.
Me ruegas, en la notita de esta mañana, que conteste a tu carta del viernes pasado. Acabo de releerla; está ahí, abierta sobre mi mesa. ¿Cómo quieres que conteste? Debes conocerme tan bien como yo mismo, y me hablas de cosas que hemos tratado cien veces, y que por eso no van más adelantadas. Me reprochas, por raras, hasta las palabras de ternura que te envío en mis cartas (me parece, sin embargo, que no abuso mucho de sentimentalismos). Así que aún me privaré más de ellas, ya que «te oprimen la garganta». Volvamos, empecemos de nuevo. Voy a ser categórico, explícito… Primero, ¡sobre mi madre!
Pues sí. Eso es. Lo has adivinado. Es porque estoy persuadido de que, si te viera, sería muy fría contigo, poco correcta, como dices, por lo que no quiero que os veáis. Además, no me gusta esta confusión, esta alianza de dos afectos de origen diferente (por lo que a ella respecta, puedes imaginarte a la mujer en función de este rasgo: no iría, sin invitación, a casa de su hijo mayor). Y además, ¿a título de qué iría a tu casa? Cuando te había dicho que iría, yo había vencido, para agradarte, un gran obstáculo y había parlamentado durante varios días. Me lo tuviste en cuenta y viniste, sin venir a cuento, a reanudar algo irritante, algo que me es antipático, y que había exigido esfuerzo. Tú rompiste la primera. Tanto peor. Además, te lo suplico una vez más, no te metas en eso. Cuando se presenten el tiempo y la ocasión, sabré lo que debo hacer. Encuentro extraña tu persistencia en esta cuestión. Pedirme siempre el conocer a mi madre, que te presente en su casa, que vaya ella a la tuya, me parece tan raro como si ella quisiese, a su vez, que yo no fuera a tu casa, que dejase de tratarte, porque, porque, etc. Y te juro que si a ella se le ocurriese abrir la boca sobre esos asuntos, no tardaría en volverla a cerrar. Otra cuestión, a saber, la financiera. No estoy enfadado en absoluto. No me rajo. No oculto en absoluto mi dinero (cuando lo tengo), y poca gente hay con renta tan floja como yo que parezca tan rica (parezco rico, es cierto), ¡y es una desgracia, pues puedo pasar por avaro! Pareces considerarme como un roñoso, porque no ofrezco, cuando no me piden. Pero ¿cuándo he negado? (No se saben, a veces, todas las molestias que he sufrido para complacer a los demás.) ¿Que no tengo esos arranques de generosidad que debería uno tener espontáneamente, dices? Pues yo digo que no es verdad, y que soy capaz de ello. Pero sin duda me engaño extrañamente. ¿No afirmaba también Du Camp que yo tenía oxidados los cordones de la bolsa?
Resumo. Te he dicho que te complaceré siempre, y te repito que no tengo un céntimo. Te parece sospechoso, pero no niego nada, y repito de nuevo, explicándome: es cierto, no tengo una perra (así, para llegar hasta el mes de febrero, tengo veinte francos). ¿Crees que, si pudiera, no compraría cien ejemplares del libro de Leconte, etc.? Pero ante todo hay que pagar las deudas. Y, de dos mil francos que he de cobrar este año, debo ya cerca de mil doscientos. ¡Cuenta, además, los viajes a París! El año que viene, para vivir en París, mermaré ampliamente mi capital. Será preciso. Me he fijado una cantidad. Una vez agotada esta cantidad, tendré que volver a vivir como ahora, a menos que gane algo, suposición que me parece absurda.
¡Pero, pero! —fíjate en ese «pero»— si lo necesitases, te lo encontraría de todos modos, aunque tuviese que colocar la plata de casa en el Monte de Piedad. ¿Entiendes ahora?
En cuanto al final de la Bovary, me he fijado ya tantas épocas, y me he equivocado tantas veces, que renuncio no sólo a hablar, sino a pensar en ello. ¡Sea lo que Dios quiera! Ya no entiendo nada. Esto acabará cuando quiera, aunque tenga que morirme encima de aburrimiento y de impaciencia, lo que quizá me ocurriría sin la furia que me sostiene. De aquí a entonces iré a verte cada dos meses como te he prometido.
En fin, pobre Louise, ¿quieres que te desvele el fondo de mi pensamiento, o más bien que abra el fondo de tu corazón? Creo que tu amor se tambalea. Los descontentos, los sufrimientos que te doy no tienen otra causa, pues tal como soy he sido siempre. Pero ahora me ves mejor, y quizá me juzgas razonablemente. No lo sé. Sin embargo, cuando se ama por completo, se ama lo que se ama tal como es, con sus defectos y sus monstruosidades; se adora hasta la sarna, se quiere la chepa, y se aspira con deleite el aliento que envenena. Lo mismo ocurre en lo moral. Y yo soy deforme, infame, egoísta, etc. ¿Sabes que acabarán por volverme de un orgullo insoportable, censurándome siempre como lo hacen? Creo que no hay un mortal en la tierra que sea menos aprobado que yo, pero no cambiaré. No me reformaré. He raspado, corregido, anulado o amordazado ya tantas cosas de mí, que estoy harto. Todo tiene un límite, y me encuentro ahora lo bastante crecido como para considerarme educado. Hay que pensar en otra cosa. Yo había nacido con todos los vicios. He suprimido radicalmente varios, y no he dado a los demás más que un pienso ligero. Sólo Dios sabe qué martirios he sufrido en esta doma psicológica, pero actualmente renuncio a ellos. Es el camino de la muerte, y quiero vivir aún durante tres o cuatro libros; así que estoy cristalizado, inmóvil. Me llamas «granito». Mis sentimientos son de granito. Y si tengo el corazón duro, al menos es sólido, y no se hunde bajo nada. Los abandonos y las injusticias no alteran lo que está grabado en él. Todo queda ahí, y tu pensamiento, hagas lo que hagas y haga yo lo que haga, no se borrará. […]
Domingo por la noche [15-16 de enero de 1854].
Estoy muy apenado. Te presento mis disculpas, y de lo más sinceras, ya que te ha parecido amargo e injurioso lo que yo te decía de La sirvienta. Mi intención era muy otra. Es cierto (como tú me lo escribes) que yo estaba irritado en ese trabajo. Me había excitado los nervios considerablemente, y puedes convencerte tú misma de que he trabajado al microscopio. Lo que me ha indignado es ver desperdiciar tantos dones del cielo por semejante idea preconcebida de moral.
Créeme que no soy en absoluto insensible a las desgracias de las clases pobres, etc., pero en literatura no hay buenas intenciones. El estilo lo es todo, y me quejo de que, en La sirvienta, no has expresado tus ideas mediante hechos o escenas. Ante todo, en una narración, hay que ser dramático, siempre hay que pintar o conmover, nunca declamar. Y el poeta, en ese poema, declama con excesiva frecuencia. Ésa es mi mayor crítica. Añado a ella la falta de gradación de los personajes. En cuanto a las críticas de detalle, te las dejo si quieres, pero las dos que señalas, como roca, leído en vez de rey, e impuros en vez de impío, reconocerás que el reproche es ligero (sin embargo, no he leído con prisa). En cuanto a impuro, hay francamente tal abuso, que ya no veía yo más que eso.
No he olvidado en absoluto la conducta del señorito Musset, y los sentimientos que me inspira están lejos de ser benevolentes. Sólo quise decir que el castigo rebasaba el ultraje. Cierto es que, en su lugar, preferiría recibir una bofetada en la calle que semejantes versos dirigidos a mi intención.
¡Qué mal has tomado, pobre y querida Musa, lo que te decía de Karr! ¿Me crees lo bastante patán como para recordarte esas cosas con ánimo de herirte? ¡No! Si hubieras tenido siempre como consejera a gente con un sentido práctico tan burgués como el mío, y la hubieses escuchado, muchas de las cosas que te ocurren no te sucederían. Luego te extrañas de la palabra «ridículo». Sin embargo, es la única exacta. Siempre se es ridículo cuando los burlones están contra uno. Eso es lo que yo quería decir, y los burlones están siempre del lado de los fuertes, de la moda, de los tópicos, etc. Para vivir en paz no hay que ponerse ni del lado de los burlados, ni del de los burlones. Permanezcamos al margen, afuera, pero para eso hay que renunciar a la acción.
Recordemos siempre esas tres máximas (las dos primeras son de Epicteto, hombre poco acusado de haber tenido una moralidad relajada, y la tercera, de La Rochefoucauld): «Esconde tu vida.—Abstente.—El hombre inteligente es el que no se asombra de nada». (¡Yo no soy el hombre inteligente, pues me asombro de muchas cosas!) Siguiendo esas ideas, está uno seguro en la vida y en el Arte. ¿No sientes que ahora todo se disuelve por el relajamiento, por el elemento húmedo, por las lágrimas, por el parloteo, por los productos lácteos? La literatura contemporánea está ahogada en reglas de mujer. Tenemos que tomar hierro todos para que se nos pasen las clorosis góticas que nos han transmitido Rousseau, Chateaubriand y Lamartine.
Así se explica el éxito de Badinguet. Ése se ha resumido. No ha perdido sus fuerzas en pequeñas acciones divergentes de su meta. Ha sido como una bala de cañón pesada, y se ha hecho un ovillo. Luego ha explotado de golpe, y la gente ha temblado. Si el tío Hugo le hubiera imitado, habría podido hacer en poesía lo que el otro había hecho en política, algo de lo más original. Pero no, se dejó llevar por los chillidos. La pasión nos pierde a todos. […]
[Croisset] Lunes, una de la madrugada [16 de enero de 1854].
[…] Te enfadaste un poco conmigo, hace algunos meses, cuando te dije que a ese joven [De Lisie] (pues es un joven) le haría falta una buena bribona, una zorra alegre, divertida, una mujer chispeante. Vuelvo a mi idea. Eso pondría un poco de sol en su vida. Lo que le falta a su talento, como a su carácter, es el aspecto moderno, el color en movimiento. Con su ideal de pasiones nobles, no se da cuenta de que se seca prácticamente, se esteriliza literariamente. El ideal no es fecundo más que cuando se hace entrar todo en él. Es un trabajo de amor y no de exclusión. Hace dos siglos que Francia camina suficientemente por esa vía de negación ascendente. Se ha eliminado cada vez más de las letras la naturaleza, la franqueza, el capricho, la personalidad e incluso la erudición, como algo grosero, inmoral, extraño, pedantesco. Y en las costumbres se ha perseguido, deshonrado y casi aniquilado el atrevimiento y la amenidad, las grandes maneras y los géneros de vida libres, que son los fecundos. ¡Se han estirado hacia la decencia! Para ocultar las escrófulas se han subido la corbata. El ideal jacobino y el de Marmontel pueden darse la mano. Nuestra deliciosa época está aún atestada por este doble polvo. Robespierre y el señor de La Harpe nos regentan desde el fondo de sus tumbas. Pero creo que hay algo por encima de todo eso, a saber: la aceptación irónica de la existencia y su reestructuración plástica y completa mediante el Arte. En cuanto a nosotros, el vivir no nos concierne; lo que hay que buscar es el no sufrir.
He pasado dos días execrables, el sábado y ayer. Me ha sido imposible escribir ni una línea. Es imposible saber lo que he jurado, el papel que he estropeado y cuánto he pataleado de rabia. Tenía que hacer un párrafo psicológico-nervioso de los más sutiles, y me perdía continuamente en las metáforas, en vez de precisar los hechos. Este libro, que no es más que estilo, tiene como continuo peligro el propio estilo. La frase me embriaga, y pierdo de vista la idea. Aunque el universo entero me pitara en los oídos, no me vería más agobiado de vergüenza de lo que a veces estoy. ¿Quién no ha sentido esas impotencias en las que parece que el cerebro se disuelve como un paquete de ropa podrida? Y luego vuelve a soplar el viento, se hincha la vela. Esta noche, en una hora, he escrito media página. A lo mejor la habría terminado, si no hubiera oído dar la hora, y pensado en ti.
En cuanto a tu periódico, no he prohibido en absoluto a Bouilhet que colabore en él. Solamente creo que él, desconocido, principiante, con una reputación que cuidar y un nombre que hacer valer y esponjar, haría mal en dar versos ahora a un periódico pequeño. No le reportaría ni honor ni provecho, y no veo en qué te serviría a ti, ya que tenéis derecho a tomar aquí y allá lo que os apetezca. En lo que a mí respecta, comprenderás que no escribiré ni en ese diario ni en ningún otro. ¿Para qué? ¿En qué me beneficiaría? Si (cuando esté en París) he de mandarte artículos por hacerte un favor, de mil amores. Pero en cuanto a firmar, no. Llevo veinte años conservando mi virginidad. El público la recibirá entera y de golpe, o no la recibirá. Hasta entonces, la cuido. Estoy bien decidido, por otro lado, a no escribir más adelante en ningún periódico, aunque fuese La Revue des Deux Mondes, si me lo propusieran. No quiero formar parte de nada, ser miembro de ninguna academia, de ninguna corporación o asociación alguna. Odio el rebaño, la regla y el nivel. Beduino, lo que queráis; ciudadano, nunca. Incluso tendré buen cuidado, por caro que me cueste, de poner en primera página de mis libros que se permite su reproducción, para que vean que no pertenezco a la Sociedad de las Gentes de Letras, pues reniego de antemano de tal título, y cara a mi portera antes adoptaría el de negociante o el de vendedor de casullas. No me habré pasado más de un cuarto de siglo dando vueltas en mi jaula, y con más aspiraciones a la libertad que los tigres del zoológico, para engancharme después a un ómnibus y trotar a paso tranquilo sobre el vulgar macadam. No, no. Reventaré en mi rincón como un oso sarnoso, o bien se desplazarán para ver al oso. Hay una cosa muy nueva y encantadora que hacer en tu periódico, algo que puede ser casi una creación literaria, y en lo que no piensas, es el artículo moda. Te explicaré en la próxima lo que quiero decir. Apenas me queda bastante espacio para decirte que tu Gustave te abraza.
[Croisset] Domingo por la noche [29 de enero de 1854].
¡Espero que a mediados de la semana próxima, querida Louise, nos veamos al fin! Tengo un buen presentimiento sobre ese viaje. Estaré alojado más cerca de ti; tendré pocas gestiones que hacer, y además, para no estar importunado por las horas, tomaré dos o tres días completos, con el fin de pasar el resto del tiempo de modo más pleno contigo y con Bouilhet. Creo que definitivamente voy a dejar para otro viaje la excursión de Nogent. Me exigiría dos días enteros, y sería dinero gastado sin provecho ni placer. ¿Sabes cuántas páginas he hecho esta semana? ¡Una, y aun no digo que sea buena! Hacía falta un párrafo rápido y ligero. Y yo estaba en disposiciones de pesadez y de desarrollo. ¡Cómo me cuesta! Así que es algo atrozmente delicioso el escribir, para que uno se quede empeñándose en semejantes torturas y no se busque otra. Hay un misterio, ahí debajo, que se me escapa. La vocación es quizá como el amor por el país natal (que tengo poco, por lo demás), cierto lazo fatal entre los hombres y las cosas. El siberiano en sus nieves y el hotentote en su choza viven contentos, sin soñar con soles ni palacios. Algo más fuerte que ellos mismos los ata a su miseria, ¡y nosotros nos debatimos en las Formas! Poetas, escultores, pintores y músicos, respiramos la vida a través de la frase, el contorno, el color o la armonía, y todo esto nos parece lo más bello del mundo. Además, he estado aplastado durante dos días por una escena de Shakespeare (la primera del acto III del Rey Lear). Ese individuo me volverá loco. Más que nunca, todos los demás me parecen niños a su lado. En esa escena, todo el mundo, al cabo de la miseria, en un paroxismo completo del ser, pierde la cabeza y desvaría. Hay tres locuras diferentes que aullan a la vez, mientras el bufón hace gracias, cae la lluvia y brilla el trueno. Un joven noble, al que hemos visto rico y hermoso al principio, dice esto: «Ah, he conocido a las mujeres, etc. He sido arruinado por ellas. Desconfiad del ruido ligero de su vestido y del crujido de sus zapatos de raso, etc.». ¡Ay, poesía francesa, qué agua clara eres, en comparación! ¡Cuando pienso que seguimos con los bustos, con Racine, con Corneille, y otra gente ingeniosa y mortalmente aburrida, eso me hace rugir! Querría (otra cita del Viejo) «triturarlos en un mortero, para pintar luego con esos residuos las paredes de las letrinas». Sí, me ha trastornado. No hacía más que pensar en esa escena del bosque en que se oye a los lobos aullar, y el viejo Lear llora bajo la lluvia y se arranca la barba al viento. Cuando contempla uno esas cimas es cuando se siente pequeño: «Nacidos para la mediocridad, nos aplastan las mentes sublimes». Pero charlemos de otra cosa que de Shakespeare, hablemos de tu periódico. Pues bien, creo que en todas partes y a propósito de todo se puede hacer Arte. ¿Quién se ha ocupado hasta ahora de los artículos de modas? ¡Las modistas! Igual que los tapiceros no entienden nada de muebles, los cocineros poco de cocina y los sastres nada de trajes, las modistas tampoco entienden nada de Arte. La razón es la misma que hace que los pintores de retratos hagan malos retratos (los buenos los pintan pensadores, creadores, los únicos que saben reproducir). La estrecha especialidad en que viven les quita el sentido mismo de esta especialidad, y confunden siempre lo accesorio y lo fundamental, la cinta y el manto. Un gran sastre sería un artista, como en el siglo XVI los orfebres eran artistas. Pero la mediocridad se infiltra por doquier, hasta las piedras se vuelven bobas, y las grandes carreteras son estúpidas. Aunque pereciésemos en el intento (y pereceremos, no importa), por todos los medios posibles hay que contener la riada de mierda que nos invade. Lancémonos, pues, al ideal, ya que no tenemos la posibilidad de residir en el mármol y en la púrpura, de tener divanes de plumas de colibrí, alfombras de piel de cisne, sillones de ébano, parqués de concha, candelabros de oro macizo o lámparas talladas en esmeralda. ¡Vociferemos, pues, contra los guantes de adúcar, contra los sillones de despacho, contra el mackintosh, contra los calefactores económicos, contra las telas falsas, contra el lujo falso, contra el falso orgullo! La industrialización ha desarrollado lo feo en proporciones gigantescas. ¡Cuánta buena gente que hace un siglo habría vivido perfectamente sin Bellas Artes necesita ahora estatuillas, musiquilla y literaturilla! Basta con pensar qué espantosa propagación de dibujos malos ha de hacer la litografía; y qué hermosas nociones saca de ellos un pueblo, en cuanto a las formas humanas. Por otra parte, lo barato ha vuelto fabuloso al lujo auténtico. ¿Quién consiente ahora en comprar un buen reloj (cuesta mil doscientos francos)? Todos somos cuentistas y charlatanes. ¡Pose, pose y camelo por todas partes! La crinolina ha devorado las nalgas, nuestro siglo es un siglo de zorras, y lo menos prostituido que hay hasta ahora son las prostitutas.
Pero, como no se trata de declamar contra el burgués, burgués que ya ni siquiera es burgués, pues desde la invención de los ómnibus la burguesía ha muerto; sí, se ha sentado ahí, en el banco popular, y ahí se queda, idéntica ahora a la canalla en alma, en aspecto e incluso en vestimenta (véase el «chic» de los paños gruesos, la creación del paleto, los trajes de remeros, las batas azules para la caza, etc.). Como no se trata, sin embargo, de declamar, esto es lo que yo haría: aceptaría todo eso y, partiendo de ese punto de vista democrático, a saber, que todo es de todos, y que la mayor confusión existe para el bien del mayor número, trataría de establecer a posteriori que por consiguiente no hay modas, puesto que no hay autoridad ni regla. Antes se sabía quién hacía la moda, y todas tenían un sentido (volvería sobre esto, que entraría en la historia del traje, cosa bien hermosa de escribir, y muy nueva). Pero ahora hay anarquía, y cada uno está entregado a su capricho. Quizá salga de aquí un orden nuevo. Otros dos puntos que yo podría desarrollar. Esta anarquía es el resultado, entre otros mil, de la tendencia histórica de nuestra época (el siglo XIX repasa su curso de historia). Así hemos tenido el estilo romano, el gótico, el Pompadour, el Renacimiento, todo en menos de treinta años, y algo de todo eso subsiste. ¿Y cómo sacar provecho de todo esto para la belleza? Ahí está el calambur, lo tomo en este sentido: estudiando qué forma, qué color conviene a tal persona, en tal circunstancia dada. Ahí hay una relación de tonos y de líneas que hay que captar. Las grandes coquetas saben de eso, y, como los auténticos dandies, no se visten según la revista de modas. Pues es de ese arte del que debe hablar un periódico de modas, para ser nuevo y auténtico. Estudiar, por ejemplo, cómo viste el Veronés a sus rubias, qué adornos pone al cuello de sus negras, etc. ¿No hay atuendos decentes, no los hay libidinosos o elegiacos, y excitantes? ¿De qué depende ese efecto? De una relación exacta, que se nos escapa, entre los rasgos y la expresión del rostro, y la vestimenta. Otra consideración, la relación entre el traje y la acción, y de esta idea de utilidad con frecuencia incluso deriva lo Bello. Ejemplo: majestad de los vestidos sacerdotales. El gesto de la bendición es estúpido sin mangas anchas. Oriente se desislamiza por la levita. ¡Ya no pueden hacer sus abluciones, los desdichados, con sus bocamangas abotonadas! Igual que la introducción de la trabilla les hará abandonar tarde o temprano el uso del diván (y quizá el del harén, pues tales pantalones tienen también braguetas abotonadas. A propósito de la importancia de las braguetas, véase el gran Rabelais). En cuanto a la trabilla, está expulsada de Francia ahora, a consecuencia de la extensión y de la rapidez de los negocios comerciales. Hay que observar que fueron los corredores los primeros en llevar polainas y zapatos: la trabilla les molestaba para subir corriendo las escaleras de la Bolsa, etc. Finalmente, ¿hay algo más estúpido que ese boletín de modas, que dice los trajes que se llevaron la semana pasada, con el fin de que se lleven la semana siguiente, y que da una regla para todo el mundo? Eso sin tener en cuenta que cada uno, para ir bien vestido, debe vestirse a su manera. Siempre es la misma cuestión, la de las Poéticas. Cada obra por hacer tiene su poética propia, que es preciso hallar.
Yo derribaría, pues, esa idea de una moda general. Me empeñaría en los sombreros de copa altísima, en las batas con palmas, en los gorros griegos con flores. Asustaría al burgués y a la burguesía. Hay que hacer que pase la moda de los corsés, que son una cosa repulsiva, de una lubricidad indignante y de una incomodidad excesiva, en ciertos momentos. ¡A veces he sufrido mucho por ellos! Sí, he sufrido mucho por esas naderías, de las que un hombre no debe hablar (eso se sale del tipo viril al que hay que acomodarse, so pena de pasar por eunuco). Así, hay mobiliarios, trajes, colores de levitas, perfiles de sillas, orlas de cortinas que me hacen daño de verdad. Jamás he visto, en un teatro, los peinados de mujeres que dicen arregladas, sin tener ganas de vomitar, debido a toda la cola de pescado que pega sus bandos, etc.; y la visión de los actores, que llevan con todo (aunque representen Guillermo Tell) guantes Jouvin, basta para hacer que odie la ópera. ¡Qué imbéciles! Y la expresión de la mano, ¿en qué queda, con su guante? ¡Imaginaos a una estatua enguantada! En las Formas todo debe hablar, y hay que ver siempre lo más posible del alma. Ya hemos charlado de trapos, ¿verdad?
¡Ay! Es que me he pasado muchas horas de mi vida, al amor de mi lumbre, amueblándome palacios y soñando con libreas para cuando tenga un millón de rentas. En mis pies he visto coturnos sobre los que había estrellas de diamante. He oído relinchar, al pie de escalinatas imaginarias, tiros de caballos que harían reventar de envidia a Inglaterra. ¡Qué festines! ¡Qué servicio de mesa! ¡Qué bien servido, y qué bueno estaba! Los frutos de los países de toda la tierra desbordaban en cestos hechos con sus hojas. Servían las ostras con el varec y había, todo alrededor del comedor, una espaldera de jazmines en flor donde jugaban los bengalíes.
¡Oh, las torres de marfil! ¡Subamos a ellas mediante el sueño, ya que los clavos de nuestras botas nos retienen aquí abajo!
Jamás he visto en mi vida nada lujoso, excepto en Oriente. Allá se encuentran gentes cubiertas de piojos y de harapos, y que llevan en los brazos brazaletes de oro. Son gentes para quienes lo Bello es más útil que lo Bueno. Se cubren con color, y no con paño. Necesitan más fumar que comer. Hermosa predominancia de la idea, por mucho que se diga. […]
[Croisset] Sábado, una de la madrugada [25 de febrero de 1854].
Creo que ya estoy otra vez montado en mi manía. ¿Dará aún traspiés como para romperme las narices? ¿Tendrá los riñones más firmes? ¿Durará esto mucho? Dios lo quiera. Pero me parece que estoy recuperado. He hecho esta semana tres páginas que, a falta de otro mérito, al menos tienen rapidez. Esto ha de funcionar, correr, fulgurar, o reventaré; y no pienso reventar. Mi catarro a lo mejor me ha purgado el cerebro, pues me siento más ligero y más rejuvenecido. Sin embargo, antes he perdido parte de la tarde, al haber recibido la visita de un tío de Liline, que me ha ocupado tres horas. Por lo demás, me ha dicho dos buenas frases de burgués que no olvidaré, y que no se me habrían ocurrido. Así que bendito sea. Primera frase, a propósito de pescado: «El pescado está desorbitadamente caro; no puede uno acercarse a él». ¡Acercarse al pescado! ¡Enorme! Segunda frase, a propósito de Suiza, que este señor ha visto; era con relación a una masa de hielo que se desprendía de un glaciar: «Era magnífico, y nuestro guía nos decía que éramos muy afortunados por estar allí, y que un inglés habría pagado mil francos por verlo». ¡El eterno inglés pagando, aún más enorme!
¿Qué te hace pensar que me preocupaba poco saber el resultado de la visita del Filósofo (hiciste bien; permanece inflexible en cuanto a la pensión), porque no pude ir el miércoles por la tarde, agobiado como estaba por recados y asuntos? Ay, Louise, Louise, ¿sabes que yo no te he dicho nunca ni la cuarta parte de las cosas duras que me escribes, yo que soy tan duro, según pretendes, y «que no tengo ni sombra de una apariencia de ternura para contigo»? Eso te hiere profundamente, y a mí también, y más de lo que digo y te diré jamás. Pero cuando se escriben semejantes cosas, una de dos: o se piensan, o no se piensan. Si no se piensan, si es una figura de retórica, es atroz; y si no se hace más que expresar literalmente la propia convicción, ¿no valdría más cerrar la puerta a la gente, limpiamente? Te quejas tanto de mi personalidad enfermiza (¡oh, Du Camp, gran hombre, cuánto te hemos calumniado todos!) y de mi falta de entrega, que termino por encontrar eso de un grotesco amargo. Mi egoísmo tan reprochado se duplica, a fuerza de plantármelo sin cesar ante la vista. ¿Qué significa egoísmo? ¡Me gustaría saber si tú no lo eres también (egoísta), y mucho, además! Pero mi egoísmo ni siquiera es inteligente. ¡De modo que soy no solamente un monstruo, sino un imbécil! ¡Encantadoras palabras de amor! Si desde hace un año (un año no, seis meses) el círculo de nuestro afecto, como tú lo observas, se reduce, ¿de quién es la culpa? No he cambiado para contigo ni de conducta ni de lenguaje. Nunca (repasa en tu memoria mis otros viajes) me he quedado más en tu casa que en estos dos últimos. Antes, cuando estaba en París, aún iba a cenar a casa de otros de vez en cuando. Pero en noviembre, y hace quince días, lo he rechazado todo para estar juntos de modo más completo, y en todas las gestiones que he hecho no ha habido una sola por mi gusto, etc.
Creo que envejecemos, nos volvemos rancios; nos agriamos y confundimos mutuamente nuestros vinagres. Yo, cuando me sondeo, esto es lo que siento por ti: primero una gran atracción física, y luego un apego de espíritu, un afecto viril y sereno, una estima emocionada. Pongo el amor por encima de la vida posible, y jamás hablo de él para mi uso. Has escarnecido delante de mí, la última noche, has ridiculizado como una burguesa mi pobre sueño de quince años, acusándolo una vez más de no ser inteligente. ¡Pues yo estoy seguro! ¿Es que nunca has entendido nada de todo lo que escribo? ¿No has visto que toda la ironía con que ataco al sentimiento en mis obras no era más que un grito de vencido, a menos que sea un canto de victoria? ¿Pides amor, te quejas de que no te envíe flores? ¡Pues sí que pienso yo en flores! Escoge entonces a algún buen chico recién salido del cascarón, a un hombre de buenos modales y de ideas prefabricadas. Yo soy como los tigres, que tienen en la punta del glande pelos aglutinados con los que desgarran a la hembra. El extremo de todos mis sentimientos tiene una punta afilada que hiere a los demás, y también a mí mismo, a veces. Yo no había encargado a Bouilhet nada en absoluto. Es una suposición por tu parte. Por lo demás, no te ha dicho sino la verdad, ya que lo preguntas. No me gusta que mis sentimientos sean conocidos por el público, y que en las visitas me arrojen a la cabeza mis propias pasiones, a modo de conversación. Hasta los veinte años cumplidos enrojecía como una zanahoria cuando me preguntaban: «¿No escribe usted?». Por eso puedes calcular mi pudor, con relación a los demás sentimientos. Siento que te amaría de modo más ardiente si nadie supiera que te amo. Tengo ojeriza a De Lisie porque me tuteaste en su presencia, y ahora me resulta desagradable verle. Así estoy yo constituido, y bastante tarea tengo en obra como para acometer mi reforma sentimental. También tú comprenderás, al envejecer, que las maderas más duras son las que menos rápido se pudren. Y hay algo que te verás forzada a conservar para mí, pase lo que pase: a saber, tu estima. Y la tengo en mucho. Sin embargo, apenas me la demuestras volviendo de nuevo, y tantas veces, a los ochocientos francos que te presté. ¡Se diría de verdad que te persigo con un alguacil! ¿Te he hablado alguna vez de ellos? No los necesito para nada. Quédatelos o devuélvemelos, me da igual. Pero pareces querer hacerme comprender esto: «Tenga paciencia, buen hombre, no esté inquieto: ya se le devolverá su pobre dinero; no llore». Daría el doble para no volver a oír hablar de ellos en absoluto. Pero ¿no serás tú la que me quieres menos? Examina tu corazón y respóndete a ti misma. En cuanto a decírmelo a mí, no; esas cosas no se dicen, porque hay que tener siempre sentimientos fuertes y chillones. Pero los míos, que son mínimos, imperceptibles y mudos, permanecen también siempre iguales. Tu salvaje del Aveyron te abraza.
[Croisset] Noche del jueves [2-3 de marzo de 1854].
Sí, tienes razón, buena Musa; dejemos de reñir, besémonos, pasemos la esponja por todo eso. Amémonos cada uno a nuestra manera según nuestra naturaleza. Tratemos de no hacernos sufrir recíprocamente. Cualquier afecto es siempre un fardo que se lleva entre dos. El más bajito ha de empinarse, para que no le caiga todo el peso en la nariz. El más alto, que se agache para no aplastar a su compañero. Ya no te digo nada más que esto: más tarde me apreciarás. En cuanto a ti, ya lo he aprendido todo; por eso te conservo. He recibido esta mañana tus tres catálogos. En el de Perrotin había algo escrito por ti, que ha sido suprimido. ¿Qué era? Haré esos tres artículos simultáneamente, con el fin de que no se parezcan. ¿Cuál es al que hay que dar más jabón? (Oh, crítica, ésa es toda tu finalidad hoy: dar jabón o reventar, dos metáforas muy bonitas y que dan una idea de la tarea.) Dime también cuándo tienen que estar hechos esos artículos, lo más pronto y lo más tarde. ¿Has admirado, en el catálogo de la Librairie Nouvelle, los anuncios que siguen a los títulos de las obras? ¡Es enorme! ¿Será Jacottet quien ha redactado esas hermosuras? La Revue de Paris tiene una página tremenda. ¡Qué falange! ¡Qué caraduras! Todo esto es como para vomitar. La literatura se parece a una gran empresa de inodoros. ¡Rivalizan en apestar al público! Siempre me siento tentado de exclamar, como San Policarpo: «Ah, Dios mío, Dios mío, ¿en qué siglo me has hecho nacer?», y de escapar tapándome los oídos, como hacía aquel santo varón cuando en su presencia decían algo inconveniente.
La tarea vuelve a funcionar. En catorce días justos he escrito tantas páginas como las que había hecho en seis semanas. Creo que son mejores; o al menos más rápidas. Empiezo a divertirme de nuevo.
Pero ¡qué tema!, ¡qué tema! Ésta es la última vez en mi vida que trato con los burgueses. ¡Mejor describir cocodrilos, la cosa es más fácil! […]
Me hablas de la cara triste de De Lisie y de la expresión triunfante de Bouilhet. Efectos diferentes de causas iguales, a saber: el amor, el tierno amor, etc., como dice Pangloss. Si De Lisie tomara la vida (o pudiera tomarla) por el mismo lado que el otro, tendría ese cutis fresco y ese aspecto agradable que te deja pasmada. Pero creo que tiene la mente embarazada de grasa. Le estorban superfluidades sentimentales, buenas o malas, inútiles para su oficio. Le he visto indignarse contra algunas obras debido a la conducta del autor. Aún sueña con el amor, la virtud, etc., o al menos con la venganza. Le falta una cosa: el sentido cómico. Reto a ese chico a que me haga reír, y la risa es algo: es el desdén y la comprensión mezclados, y en suma el modo más elevado de ver la vida, «lo propio del hombre», como dice Rabelais. Pues los perros, los lobos, los gatos y en general todos los animales con pelo lloran. Soy de la opinión de Montaigne, mi padre nutricio: creo que jamás se nos puede despreciar lo bastante, conforme a nuestro mérito. Me gusta ver la humanidad y todo lo que respeta rebajado, escarnecido, deshonrado, abucheado. Por ese lado siento alguna ternura por los ascéticos. El torpor moderno viene del respeto ilimitado que tiene el hombre por sí mismo. Cuando digo respeto… no: culto, fetichismo. El sueño del socialismo, ¿no es poder hacer que se siente la humanidad, monstruosamente obesa, en una caseta toda pintada de amarillo, como en las estaciones de ferrocarril, y que esté ahí, balanceándose sobre sus cojones, ebria, beatífica, con los ojos cerrados, digiriendo su almuerzo, aguardando la cena y defecando debajo de sí? ¡Ah! No moriré sin haberle escupido a la cara con toda la fuerza de mi gaznate. Doy las gracias a Badinguet. ¡Bendito sea! Me ha restituido al desprecio por la masa y al odio del populacho. Es una salvaguardia contra la bajeza en estos tiempos de vulgaridad que corren. ¡Quién sabe! A lo mejor será eso lo más claro y tajante que yo escriba, y quizá sea la única protesta moral de mi época. ¡Qué paréntesis!
Vuelvo a De Lisie o más bien a Bouilhet. ¡Muy bien, su historia con la Sílfide! Al menos es una manera de tomarse el sentimiento que no destroza el estómago. ¡Esa Sílfide es una gran mujer! La estimo, la encuentro muy fuerte, llena de una elegancia discreta, muy a lo Pompadour, tacón rojo, Fort-l'Évéque, etc. Me asusta pensar en la cantidad de polvos ilegítimos que habrá echado. Si con cada nuevo amante le sale una punta en los cuernos al marido, ese buen hombre debe de ser no un ciervo diez-cuernos, sino un ciervo cien-cuernos. Mientras le crecen puntas, su mujer se ventila embutidos. ¡Farsa, calambur! ¡Hay que reírse un poquito!
A propósito de historias galantes, estuve el domingo pasado en el Jardín Botánico. Ese sitio, al que llaman Trianon, estaba habitado antaño por un individuo llamado Calvaire, que tenía una hija que follaba mucho con uno llamado Barbelet, que se dio muerte por su amor. Era uno de mis compañeros de colegio. Se mató a los diecisiete años, de un pistoletazo, en una llanura arenosa que yo solía cruzar con mucho viento. He vuelto a ver la casa donde vi antaño a la chiquilla, que ahora se habrá marchado Dios sabe a dónde. Ahora hay allí palmeras de invernadero y un aula a la que todos los jardineros que quieren instruirse acuden a tomar clases para la poda de árboles. ¿Quién piensa en Barbelet, en sus deudas, en su amor? ¿Quién sueña con la señorita Calvaire? ¡Así éramos nosotros en nuestra juventud! ¡Teníamos agallas, como suele decirse!
Adiós, es muy tarde, me caigo de sueño y te beso en las almohadas que deseo para mí.
Tu
[Croisset] Lunes por la noche [13 de marzo de 1854].
Hoy me ha sucedido lo que no me había ocurrido desde hacía muchos años, y es el escribir toda una página en el día. La he escrito desde las ocho hasta ahora, que es medianoche. Decididamente, tomo la resolución de acostarme antes. Necesito de vez en cuando panzadas de sueño. Y hoy, que había dormido la noche pasada doce horas seguidas, me he sentido fresco y atrevido, joven, en una palabra. Está todo dicho. Espero que esto va a marchar, so pena de volver a caer más tarde en agua muerta, como dicen los marinos. Pues nunca voy, en nada, a un ritmo igual. Sólo mi voluntad sigue una línea recta, pero todo el resto de mi individuo se pierde en arabescos infinitos. Cuesta un esfuerzo diabólico enderezar todas esas curvas, adelgazar lo que está demasiado gordo y engordar lo flaco en exceso.
Dime ya lo antes posible cuándo se sabrá el resultado del concurso. Sabes cuánto me interesa, Musa querida. Mándame también detalles sobre la publicación de Perrotin, Las Vírgenes de Rafael. Hurgando entre mis notas quizá encuentre manera, con lo que recuerde además, de hacerte un artículo pasable. Me pondré a ello dentro de unos quince días. Espero a que llegue un punto de reposo de mi Bovary. He visto en el catálogo de Delahaye un buen título de obra: Del onanismo en las mujeres. No cuesta más que un franco setenta y cinco. Lo pido como recompensa de mi trabajo. A propósito de sexo, parece ser que nuestro amigo se dedica mucho a ello. Por lo demás, siempre le he conocido así. Pero ahora la diversidad de platos le aumenta el apetito. Se excita sobre una con otra, y en otra con una, etc. Pues todo no es sino acción y reacción, «meneo perpetuo», como dice el tío Montaigne. ¡Meneo! Un calambur.
Crees que los vestidos de la D[es Genettes] son fruto de un bolsillo múltiple. Es posible. Incluso es probable. Y te extrañas de que se pueda beber con gusto allí donde se posan tantos labios. Es asombrarse de que la gente se embriague en el restaurante. ¿Se piensa acaso, al oler el vino de Sauternes, en todas las jetas horribles que lo han hecho un cuarto de hora antes, y que lo harán un cuarto de hora después? Además, ¿dónde hay una virginidad cualquiera? ¿Cuál es la mujer, la idea, el país, el océano, que se pueda poseer para sí, para uno solo? Siempre ha habido alguien que ha pasado antes que uno por esta superficie o esa profundidad de la que se cree dueño. Si no ha sido el cuerpo, ha sido la sombra, la imagen. Mil adulterios soñados se entrecruzan bajo el beso que nos hace gozar. Creo un poco en las virginidades físicas, pero no en las morales. Y en la verdadera acepción de la palabra, todo el mundo es cornudo y archicornudo. ¡Vaya un mal, después de todo!
Estoy seguro de que el señorito Bouilhet, aunque no me lo ha confiado en absoluto, se preocupa muy poco de eso, con tal de recibir su parte. Prefiere el reparto con terciopelo, batista y puntillas. Pues también todo eso hace gozar. «El tren, el gasto y el brocatel influyen», como dice ese mismo Michel, que era un entendido en mujeres y las apreciaba mucho. […]
Nunca me hablas de tus lecturas. Haces mal, te estás agotando. Hay que leer incesantemente (historia y clásicos). Me objetarás que no tienes tiempo. No, es más útil que escribir. ¡Ya que es con lo que han escrito los otros con lo que escribimos, ay! ¿Qué quieres decir con eso de que «es triste no apoyarse unos sobre otros»? Hay que apoyarse sobre los fuertes y sobre lo eterno, y no sobre nuestras pequeñas pasiones tornasoladas y cambiantes. Desde que acabo de releer a Montaigne me siento más firme. Pues estoy lleno de él. Tampoco hay que dudar de los amigos, y espantarse, y hacer requerimientos de gendarme: «Contéstame lo antes posible, con claridad…, seguridad engañosa, etc.», y todo eso porque como B[ouilhet] se ve obligado, debido a las vacaciones de su madre, a venir en Pascua (y sólo puede venir en Pascua), me parece una bobada irme de aquí justo en ese momento. Eso es todo. Retrasaré mi viaje quince días. Mientras tanto, un beso, vieja salvaje, siempre en estado de embriaguez. […]
[Croisset] Domingo por la tarde [19 de marzo de 1854].
Quería escribirte ayer por la noche, Musa querida; pero oí dar la una y media cuando creía que aún eran sólo las doce. Era demasiado tarde. Estos días he estado (y aún lo estoy un poco) atormentado por el reúma en el hombro izquierdo y en el cuello. Son las viejas lluvias del Peloponeso que se hacen sentir. Soy como las paredes viejas: la humedad sale en primavera. Lo malo de esto es que me hace pensar mucho en los viajes, en viajes, pensamientos muy tontos y estériles, ya que no puedo hacer nada… No importa, mi trabajo avanza, aunque va despacio, y a fuerza de corregir y refundir. En julio veré el final, todo de un tirón, espero. ¡Pero es atroz! El orden de las ideas es lo difícil, y además, como mi asunto es siempre el mismo, sucede en el mismo ambiente y voy ahora por las dos terceras partes, ya no sé cómo apañarme para evitar las repeticiones. La frase más sencilla, como «cerró la puerta», «salió», etc., exige increíble astucia artística.
Se trata de variar la salsa continuamente, y con los mismos ingredientes.
No puedo salvarme con la fantasía, pues no hay en este libro ni un movimiento en mi propio nombre, y la personalidad del autor está completamente ausente. ¡Tiemblo de que Bouilhet me eche la bronca en Pascua! Él me parece que está bastante fastidiado con las correcciones de su Hombre futuro. El mal no es tan grave como él cree, y lo que me ha enviado esta mañana es muy bueno. Bien, todo esto acabará dentro de unos meses. Estaremos juntos más a menudo, y si nuestro trabajo no mejora con ello, al menos nuestras personas estarán más a gusto. El criado que voy a tomar en París acaba de salir. Hemos hecho nuestros arreglos. Le he dicho que esté preparado para el mes de octubre próximo. Esta tarde me aburro horriblemente. Hace un tiempo gris estúpido, y no estoy en vena de trabajar.
¿Sabes que me has escrito una carta encantadora y simpática, querida Louise? Estoy contento de que tengas esperanzas. Las tengo también. Cuento con De Vigny, que me parece una buena persona (aunque se titula «esclavo», lo que me ha parecido de un gusto un poco Imperio), y si es como lo cree Préault, mis celos duermen tranquilos. Iba a olvidar lo más importante de mi carta, a saber, que he de lavarme de lo que me atribuyes. No renegué de ti en absoluto en casa de la Señora…, y he aquí el diálogo tal y como fue:
—Me han dicho que venía usted con frecuencia a París.
—No, en absoluto; ¿por qué?
—Me han asegurado incluso que tenía usted una pasión.
—Yo, señora, soy incapaz de eso; ¿y por quién?
—Por la señora Colet. Me han dicho que estaban ustedes en las mejores relaciones.
—Ja, ja, ja! Es verdad. La aprecio mucho, la veo muy a menudo, pero le ruego crea que todo lo demás son calumnias.
Y seguí bromeando sobre mí y acusándome de ser físicamente incapaz de amar, lo que excitaba mucho la hilaridad del señor y la señora. Puedes estar segura de que me mantuve a caballo entre la retirada y la desvergüenza. Habrán creído lo que hayan querido, cosa que me importa poco, con tal que no me fastidien a la cara; eso es todo lo que pido en estas cuestiones.
Incluso creo que ahora están más seguros de la cosa; pero son preguntas a las que nunca se contesta «sí», a menos que uno sea un patán o un fatuo, pues es (siempre según las ideas de la sociedad) deshonrar a la mujer o jactarse. No, por mil dioses, no; no he renegado de ti. Si conocieras el fondo del orgullo de un hombre como yo, no habrías tenido esa sospecha. No hago al mundo más que concesiones de silencio, pero ninguna de discurso. Sí que agacho la cabeza ante sus tonterías, pero no me quito el sombrero ante ellas.
Gracias por tus ofrecimientos para el señor y la señora Marc. Tus servicios nos serían inútiles. El asunto está en buenas manos y tiene un 99 por 100 de probabilidades de salir bien. Se ha descubierto un montón de cosas cómicas e innobles, entre otras ésta: su tío, un buen hombre, instalado, asentado, considerado, que usa dijes y patillas, calvo como conviene a un pensador y barrigudo como corresponde a un sabio, todo un tío, en fin; pues bien, este excelente caballero roba a su sobrino de la manera más canallesca. Ha hecho firmar a ese desgraciado por valor de setenta y cinco mil francos de pagarés, y el procurador ha llegado justo a tiempo para impedir la fabricación de una escritura que iba a arruinarlo limpiamente. Lo está ya en sus tres cuartas partes, y después de haber tenido doce mil libras de rentas (sin contar la fortuna de su mujer), no le quedarán, quizá, de aquí a seis meses, ni mil escudos de rentas. Ahí es a donde lleva el amor exagerado por el alcohol. […]
Lo que me dices sobre la lectura de los Fósiles a Pichat y a Maxime no me ha sorprendido en absoluto. Bouilhet no me ha hablado de ello; sólo me escribe simples notas. Toda esa buena gente está en un ambiente tan ruidoso que les es imposible recogerse para escuchar, primero. Y luego, aunque hubieran escuchado, es una de esas obras originales que no están hechas para todo el mundo. El comentario de Du Camp: «¡Qué lástima que los animales no estén nombrados!», demuestra que ha perdido toda noción de estilo. La «superioridad de la idea sobre la descripción» es de la misma hechura. Se ha llegado ahora a tal flojera en el gusto, debido al régimen debilitante que seguimos, que la menor bebida fuerte pasma y aturde. Hace ya doscientos años que la literatura francesa no ha tomado el aire; ha cerrado su ventana a la naturaleza. ¡Y así, el viento de los grandes horizontes oprime y asfixia a la gente ingeniosa! Hace cinco o seis años un polaco me dijo una frase profunda a propósito de Rusia: «Su espíritu ya nos invade». Entendía con eso el absolutismo, el espionaje, la hipocresía religiosa, el antiliberalismo, en fin, bajo todas sus formas. Y también en literatura estamos en ese punto. Nada más que barniz, y por debajo el bárbaro: ¡barbarie de guante blanco! ¡Patas de cosacos con uñas sin mugre! ¡Pomada de rosa, que huele a cirio! ¡Ay, qué abajo estamos, y qué triste es hacer literatura en el siglo XIX! No tenemos ni base ni eco; se encuentra uno más solo que el beduino en el desierto, pues el beduino, al menos, conoce los manantiales ocultos bajo la arena; tiene la inmensidad a su alrededor, y las águilas que vuelan por encima.
¡Pero nosotros! Somos como un hombre que cayera en el osario de Montfaucon sin unas botas fuertes: lo devoran las ratas. Por eso hay que tener botas fuertes, de tacones altos, de clavos puntiagudos y suelas de hierro, para poder, con sólo caminar, aplastar. […]
¿Cuándo volveré a ver grandes estrellas? ¿Cuándo montaré elefantes, después de haber montado camellos?
La inacción muscular en que vivo me empuja a necesidades de acción furibunda. Siempre es así. La privación radical de algo crea su exceso, y para la gente como nosotros no hay salvación más que en el exceso. No son los napolitanos quienes entienden el color, sino los holandeses y los venecianos; como siempre estaban en la niebla, se enamoraron del sol.
¿Tienes un Plutarco? Lee la vida de Aristómenes. Es lo que estoy leyendo ahora. Es muy hermoso. […]
[Croisset] Martes por la noche [4 de abril de 1854].
Ésta no cuenta; es sólo para saber cómo estás. Además, Bouilhet me ha dado noticias tuyas. Me ha dicho que estabas enferma, pero que no tenías nada serio. No sé si es simpatía de nuestros órganos, pero me está saliendo, en el mismo sitio que a ti, un divieso que será monstruoso si no revienta. ¡Col colosal! ¡Orgullo de China! ¡Arbor sancta! Desde el viernes me he encontrado en un horrible estado de tedio y de hundimiento, consecuencia de un párrafo que no podía resolver. A Dios gracias, desde esta tarde ha pasado. Este libro me agota; estoy gastando en él el resto de mi juventud. Es igual, ha de hacerse. La vocación, grotesca o sublime, debe seguirse. Hablas de mi quietud. Nunca se habló de nada más fantástico. ¡Quietud, yo! ¡No, por desgracia! Nadie está más turbado, atormentado, agitado, destrozado. No paso dos días ni dos horas seguidas en el mismo estado. Me consumo de proyectos, de deseos, de quimeras, sin contar la grande e incesante quimera del Arte que ahueca la espalda y enseña los dientes de una manera cada vez más formidable e imposible. Además, estos primeros días buenos me afligen. Estoy enfermo de la enfermedad de España. Me vienen melancolías sanguíneas y físicas por irme, con botas y espuelas, por buenas y viejas rutas llenas de sol y de aromas marinos. ¿Cuándo oiré a mi caballo caminar sobre bloques de mármol blanco, como antes?
[Croisset] Medianoche del viernes [7 de abril de 1854].
Acabo de pasar a limpio todo lo que he escrito desde Año Nuevo o, para decir mejor, desde mediados de febrero, ya que al volver de París lo quemé todo. Son trece páginas, ni más ni menos; trece páginas en siete semanas. Bueno, son definitivas, creo, y todo lo perfectas que me es posible. No tengo ya más que quitar dos o tres repeticiones de la misma palabra, y dos cortes demasiado iguales que deshacer. Por fin es algo terminado. Era un párrafo difícil. Había que llevar insensiblemente al lector de la psicología a la acción, sin que se diera cuenta. Ahora voy a entrar en la parte dramática y movida. Dos o tres grandes movimientos más y veré el final. En el mes de julio o de agosto espero iniciar el desenlace.
¡Qué esfuerzo me habrá costado, Dios mío! ¡Cuánto esfuerzo! ¡Cuántos derrumbamientos y desmoralizaciones! Ayer me pasé toda la velada dedicado a una cirugía furiosa. Estoy estudiando la teoría de los patizambos. En tres horas he devorado todo un volumen de esta interesante literatura, y he tomado notas. Había frases hermosísimas: «El seno materno es un santuario impenetrable y misterioso, donde, etc.». ¡Por lo demás, magnífico estudio! ¡Ojalá fuera joven! ¡Cómo trabajaría! Para escribir habría que conocerlo todo. Todos nosotros, escribidores, sufrimos una ignorancia monstruosa, y sin embargo, ¡cuántas ideas y comparaciones proporcionaría todo eso!
En general, nos falta tuétano. Los libros de los que han derivado literaturas enteras, como Homero, Rabelais, son enciclopedias de su época. Esa buena gente lo sabía todo; y nosotros no sabemos nada. En la poética de Ronsard hay un curioso precepto: recomienda al poeta que se instruya en las artes y oficios de herreros, orfebres, cerrajeros, etc., para extraer metáforas. En efecto, eso es lo que te da una lengua rica y variada. Las frases deben agitarse en un libro como las hojas en un bosque, todas distintas en su semejanza.
Pero charlemos de ti, y a propósito de medicina, no entiendo nada de tus males. ¿Qué tienes, en definitiva? ¿Quién te atiende? ¿Te cuidas? Si es uno de los dos seres que vi en tu casa, Valerand o Alibert, te compadezco. Estos señores me dan la impresión de auténticos cernícalos. Por muy atea que seas en medicina, te aseguro que puede hacer mucho daño. Te matan perfectamente, si no te curan. Siempre te había aconsejado que fueses a consultar a alguien para tus palpitaciones. Te empeñas en no hacer nada y en sufrir. Muy bonito desde el punto de vista de lo duro, pero menos bonito desde el punto de vista de lo razonable.
Recibí la carta en que me decías que De Vigny te había leído (y bastante mal) en la Academia. Así que tranquilízate, no se ha perdido. Me parece un hombre excelente, el bueno de Vigny. Además, es una de las escasas plumas honradas de la época: ¡gran elogio! Le estoy agradecido por el entusiasmo que tuve antaño al leer Chatterton (el tema contaba mucho; pero es igual). En Stello y en Cinq-Mars también hay bonitas páginas. En fin, es un talento agradable y distinguido, y pertenecía a la época buena, ¡tenía Fe! Traducía a Shakespeare, vociferaba contra el burgués, cultivaba lo histórico. Por mucho que se hayan burlado de toda aquella gente, aún dominarán durante mucho tiempo todo lo que les siga. Y todos terminan por ser académicos, ¡oh, ironía! El desdén por la Poesía que tienen en aquel lugar, y del que él te hablaba, me ha vuelto a recordar hoy que ésas son cosas que hay que explicarte, y seré yo quien las explique. Se hace sentir la necesidad de dos libros morales, uno sobre la literatura y otro sobre la sociabilidad. Tengo el prurito de ponerme a ello. (Por desgracia, no podré empezar antes de tres años, como muy pronto.) Y respondo ante ti de que, si algo puede romper las ventanas, será eso. La gente honrada respirará. Quiero dar un poco de aire a la conciencia humana, que está falta de él. Siento que es el momento. Me agobian un montón de ideas críticas. Tengo que librarme de ellas en algún sitio, para dedicarme luego, cómoda y largamente, a dos o tres grandes obras que llevo desde hace tiempo en el vientre.
No, no he ido demasiado lejos contra De Lisie, ya que, después de todo, no he dicho nada malo de él; pero he dicho y sostengo que su acción al piano me indignó. He reconocido ahí a un vanidoso taciturno. Este chico no hace arte exclusivamente para él, puedes estar segura. Querría que todos sus poemas pudieran ser puestos en música y cantados, y berreados, y hechos gorgoritos en los salones (luego se dará como disculpa a sí mismo que los poemas de Homero eran cantados, etc.). Esto me exaspera; no le he perdonado esa prostitución. En mi ferocidad no has visto más que un antojo excéntrico. Te aseguro que me ha herido en poesía, en música y en él mismo, al que apreciaba, pues aunque me acusas de no haber tenido nunca ni un «impulso de corazón en mi vida», soy al contrario, un papanatas que nunca admira por partes. Cuando encuentro la mano hermosa, adoro el brazo. Si un hombre ha hecho un buen soneto, ya es amigo mío, y luego lucho contra mí mismo y no quiero creerme aunque haya descubierto la verdad. Leconte puede ser un muchacho excelente, no tengo ni idea; pero le he visto hacer una cosa (insignificante en sí, de acuerdo) que me pareció, en el orden artístico, lo que es el sudor de pies al orden físico. Apestaba, y los trinos, gamas y octavas que dominaban su voz hacían como las mallas de ese sucio calcetín armónico por donde manaba beatíficamente aquel flujo de vanidad nauseabunda. ¿Dónde estaba la pobre poesía, en medio de todo aquello? Pero ¡había señoras! ¿No había que ser amable, acaso? ¡El espíritu de sociedad, caramba!
Me dices cosas hermosísimas sobre la Sílfide y su actividad. La agitación que se da alguna gente causa vértigo, ¿verdad? En eso pasa la vida, en un montón de actos imbéciles que hacen encogerse de hombros al vecino. Nada es serio en este bajo mundo, más que la risa.
¿Piensas en la sacudida que Bouilhet va a tener que administrar a esa pobre Léonie? Lo espera como el maná. Con tal que no le diga, como Cimodocea a Eudoro: «¡Ah, las mujeres de Roma te han amado en exceso!» «¡Ah, las zorras de París te han chupado en exceso!»
Adiós, pobre y querida Musa; cúrate. Te abrazo.
Tu MONSTRUO.
Estoy releyendo historia griega para las clases que doy a mi sobrina. Ayer, el combate de las Termópilas, en Herodoto, me transportó como a la edad de doce años, lo que demuestra el candor de mi alma, digan lo que digan.
[Croisset] Medianoche del miércoles [12-13 de abril de 1854].
Espero a Bouilhet mañana o pasado mañana (quizá incluso esté en este momento en Ruán en los brazos de su Dulcinea número tres). Así que te escribo en seguida, no vaya a olvidárseme mañana y sufrir retraso mi carta. ¡Qué triste estás, pobre Musa! ¡Qué cartas tan fúnebres me envías desde hace algún tiempo! Te exasperas contra la vida. Pero es más fuerte que nosotros, y hay que seguirla. Además, tu conducta en lo referente a la salud no tiene sentido. Es la última vez que te lo digo. Cuando hayas conseguido, gracias a tu tozudez, una buena enfermedad orgánica en la que no haya nada que hacer más que sufrir indefinidamente, a lo mejor pensarás que yo tenía razón. ¡Pero ya será tarde! Has de creer a un hombre que fue educado en el odio a la medicina, y que la mira de igual a igual. No hay arte, sino disposiciones innatas, igual que en crítica no hay poética sino buen gusto, es decir, ciertos hombres con instinto que adivinan, hombres nacidos para eso y que han trabajado eso.
Pero hablemos de lo moral, ya que, según tú, es la causa de tu mal. Me dices que las ideas de voluptuosidad apenas te atormentan. Tengo la misma confidencia que hacerte, pues te confieso que ya no tengo sexo, a Dios gracias. Si hace falta, lo recuperaré, y eso es lo que conviene. A propósito, ¿dónde has visto que yo te haya hecho antideclaraciones? ¿Cuándo te he dicho que «no sentía amor por ti»? No, no, como tampoco he dicho nunca lo contrario. Dejemos las palabras a las que nos aferramos, y con las que nos contentamos, creyéndonos libres de lo demás. ¿Para qué inquietarse perpetuamente por la etiqueta y por la frase?
Descansa un poco la cabeza en tus manos, no pienses en ti sino en mí, tal como soy, con casi treinta y tres años, gastado por quince o dieciocho años de trabajo encarnizado, más lleno de experiencia que todas las academias morales del mundo en todo lo tocante a las pasiones, etc., calafateado contra los sentimientos por haber navegado mucho en ellos, y pregúntate si es posible que un ser semejante tenga lo que se llama Hamoorrr. Además, ¿qué significa? Es que me pierdo. Si no te quisiera, ¿por qué te escribiría, primero, y por qué te vería? ¿Y por qué te…? ¿Quién me obliga? ¿Cuál es el atractivo que me impulsa y me devuelve a ti, o más bien que me deja contigo? No es el hábito, pues no nos vemos con la suficiente frecuencia como para que el placer de la víspera provoque el del día siguiente. ¿Por qué, cuando estoy en París, me paso todo el tiempo en tu casa, digas lo que digas, de modo que he dejado por eso de ver a mucha gente? Podría encontrar otras casas donde se me recibiría, y otras mujeres. ¿De dónde viene el que te prefiera a ellas? ¿No sientes que hay en la vida algo más elevado que la felicidad, que el amor y que la religión, porque nace en un campo más impersonal, algo que canta a través de todo, se tape uno los oídos o se deleite oyéndolo, algo a lo que no afectan las contingencias, y que es de la naturaleza de los ángeles, que no comen: quiero decir, la Idea? Cuando se vive por ella, se ama a través de ella. Siempre he tratado (pero creo que estoy fracasando) de hacer de ti un hermafrodita sublime. Te quiero hombre hasta la altura del vientre; más abajo me agobias, me alteras y te estropeas con el elemento femenino. Hay en ti, y con frecuencia visibles en la misma acción, dos principios más distintos uno de otro y más opuestos que Ormuz y Ahrimán en la cosmogonía persa. Repasa tu vida, tus aventuras interiores y los acontecimientos externos. Relee incluso tus obras, y te percatarás de que tienes en ti a un enemigo, un no sé qué, que a pesar de las cualidades más excelentes, del mejor sentimiento y de la concepción más perfecta, te ha vuelto o te ha hecho parecer justo lo contrario de lo que convenía.
Dios te había destinado a igualar, si no a sobrepasar, lo más fuerte que hay ahora. Nadie ha nacido como tú. ¡Y, con la mejor buena fe del mundo, te ocurre a veces el poner versos detestables! Lo mismo en el campo sentimental. No ves, y tienes injusticias sobre las que uno se calla, pero que hacen daño.
¡Todo esto no son reproches, pobre Musa querida, y si lloras, que mis labios sequen tus lágrimas! Querría que te barriesen el corazón, para expulsar de él todo el polvo viejo.
He querido amarte y te amo de una manera que no es la de los amantes. Habríamos puesto todo sexo, toda decencia, todos los celos, toda cortesía (todo lo que es como sería con otra persona) a nuestros pies, bien abajo, para hacernos un zócalo, y, subidos sobre esa base, habríamos planeado juntos por encima de nosotros mismos. Esas grandes pasiones, no digo las turbulentas, sino las elevadas, las anchas, son aquellas a las que nada puede perjudicar y en las que pueden moverse otras varias. Ningún accidente puede perturbar una Armonía que abarca en sí todos los casos particulares; en semejante amor habrían podido caber incluso otros amores: ¡habría sido todo el corazón!
Eso es lo que, en la juventud, hace tan fecundos los afectos de hombres, lo que hace que sean tan poéticos a la vez; los antiguos habían colocado a la amistad casi a la altura de una virtud. Con el culto a la Virgen llegó al mundo la adoración de las lágrimas. Hace ya dieciocho siglos que la humanidad persigue un ideal rococó. Pero el hombre se rebela una vez más, y abandona las amorosas rodillas que lo acunaron en su tristeza. En la conciencia moderna se produce una reacción terrible contra lo que llaman Amor. Empezó con rugidos de ironía (Byron, etc.), y el siglo entero mira con lupa y disecciona sobre su mesa la florecilla del sentimiento que olía tan bien… ¡antaño!
No digo que uno haya de tener las ideas de su tiempo, pero sí comprenderlas. Y sostengo que no se puede vivir pasablemente más que negándose lo más posible al elemento que resulta ser el más débil. La civilización en que nos hallamos es un triunfo logrado (guerra incesante y siempre victoriosa) sobre todos los instintos llamados primordiales. Si queréis entregaros a la cólera, a la venganza, a la crueldad, al placer desenfrenado o al amor lunático, el desierto está allá y las plumas del salvaje un poco más lejos: ¡adelante! Por eso, por ejemplo, considero a un hombre que no tiene cien mil libras de renta y se casa, como un miserable, como un bribón al que se debe apalear. El hijo del hotentote no tiene nada que pedir a su padre que éste no pueda darle. Pero aquí, cada hijo de portera puede querer un palacio, ¡y tiene razón! La culpa es del matrimonio y de la miseria, o más bien de la propia vida. Así que no se debería vivir, y eso es lo que había que demostrar, como dicen en geometría.
Martes, medianoche [18 de abril de 1854].
Si no he vuelto a hablarte del asunto del Filósofo, es porque creía que era algo totalmente acabado, por ahora al menos, y acabado con una negativa formal por su parte. A pesar de la opinión contraria de Béranger, persisto en creer que la mía era válida, si es que sigues teniéndolo agarrado. Te di ese consejo según los rasgos de su carácter, que, me dijiste, es débil; y, admitido esto, ¡yo tenía razón! Así que aguarda y resiste, y deja de creer, querida Musa, que no me intereso por tus asuntos. Al contrario, nada de lo que te afecta me es indiferente. Querría verte ante todo feliz, feliz de todos modos, de todas las formas, feliz por el dinero, la posición, la gloria, la salud, etc., y si supiera de alguien que pudiese darte todo eso, iría descalzo a buscártelo.
La felicidad, o lo que se le acerca, es un compuesto de pequeños bienestares, igual que la no-desgracia sólo se obtiene mediante la plenitud de un sentimiento único que nos tapona las aberturas del alma ante todos los accidentes de la vida. […]
Me verás dentro de tres semanas, a más tardar. De aquí a mi partida no me quedan más que cinco o seis páginas por hacer, y además siete u ocho hechas a medias o en sus dos tercios. Chapoteo de lleno en la cirugía. Hoy he estado adrede en Ruán, en casa de mi hermano, con quien he charlado largamente de anatomía del pie y patología de los patizambos. Me he dado cuenta de que me estaba corriendo en la Jaata (si está permitido expresarse así). Mi ciencia, adquirida hace muy poco, no era sólida de base. Había escrito algo muy cómico (el más bonito movimiento de estilo que era posible ver, y por el que he llorado durante dos horas), pero era pura fantasía, estaba inventando cosas inauditas. ¡Así que hay que suprimir, cambiar, refundir! No es fácil hacer literarios y alegres unos detalles técnicos, a la vez que se mantienen precisos. ¡Ah, si las habré conocido yo, las angustias del estilo! Por lo demás, ahora es todo una montaña para mí. Bouilhet no se ha mostrado descontento de lo que le he leído. Creo que he dado un gran paso, a saber, la transición insensible de la parte psicológica a la dramática. Ahora voy a entrar en la acción, y mis pasiones van a ser efectivas. Ya no tendré que respetar tantas medias tintas. Será más divertido, al menos para el lector. Para el mes de julio, cuando vuelva a París, tengo que haber empezado el final. Luego regresaré en octubre para buscar alojamiento. ¿Cuándo llegará ya ese día bienaventurado en que escriba la palabra m…? En septiembre próximo hará tres años que estoy con este libro. Son largos, tres años pasados en la misma idea, escribiendo con el mismo estilo (sobre todo con este estilo, del que mi personalidad está tan ausente como la del emperador de China), viviendo siempre con los mismos personajes, en el mismo ambiente, azotándose siempre los flancos en pos de la misma ilusión. […]
[Croisset] Sábado, una de la madrugada [22 de abril de 1854].
[…] Sigo enredado con los patizambos. Mi querido hermano me ha fallado esta semana en dos citas, y si no viene mañana, me veré forzado de nuevo a ir a Ruán. No importa, esto avanza. Estos días he tenido mucha dificultad en lo referente a un discurso religioso. Lo que he escrito es, en mi conciencia, de una impiedad poco común. ¡Lo que es la diferencia de época! Si hubiese vivido cien años antes, ¡qué declamación habría puesto! En vez de ello, no he escrito más que una exposición pura y casi literal de lo que debió ser. Ante todo, estamos en un siglo histórico. Así que es preciso narrar con toda sencillez, pero narrar hasta llegar al alma. Nunca dirán de mí lo que dicen de ti en el sublime prospecto de la Librairie Nouvelle: «Todos sus trabajos concurren a esa meta elevada» (la aspiración a un porvenir mejor). No, hay que cantar sólo por cantar. ¿Por qué se mueve el Océano? ¿Cuál es la meta de la naturaleza? Pues creo que la meta de la humanidad es exactamente la misma. Las cosas son porque son, y no podréis alterarlas, buena gente. ¡Siempre giramos dentro del mismo círculo, hacemos rodar siempre la misma roca! ¿No eran más libres y más inteligentes en la época de Pericles que en la de Napoleón III? ¿Dónde has visto que yo pierda «el sentido de ciertos sentimientos que no experimento»? Primero, te haré notar que sí los experimento. Tengo el corazón humano, y si no quiero un hijo mío, es porque siento que lo tendría demasiado paternal. Quiero a mi sobrinita como si fuese mi hija, y me ocupo de ella lo bastante (activamente) como para demostrar que no son frases. ¡Pero que me despellejen vivo antes de explotar eso en estilo! No quiero considerar el Arte como un sumidero de pasión, como un orinal, un poco más limpio que una simple charla, que una confidencia. ¡No, no! La Poesía no debe ser la espuma del corazón. Esto no es serio, ni correcto. Tu hija merece algo mejor que ser expuesta en verso bajo su mantita, que ser llamada ángel, etc. Todo eso es literatura de romanza más o menos bien escrita, pero que flaquea por la misma base débil. Cuando se ha escrito La campesina y algunos poemas de tu libro Lo que hay en el corazón de las mujeres, una ya no puede permitirse esas fantasías ni en broma. La personalidad sentimental será lo que más tarde hará pasar por pueril y un poco necia buena parte de la literatura contemporánea. ¡Cuánto sentimiento, cuánto sentimiento, cuántas ternuras, cuántas lágrimas! Nunca habrá existido gente tan buena. Ante todo hay que tener sangre en las frases, y no linfa, y cuando digo sangre me refiero a corazón. Tiene que latir, palpitar, conmover. Hay que hacer que se amen los árboles y vibren los granitos. Puede ponerse un amor inmenso en la historia de una brizna de hierba. La fábula de las dos palomas me ha emocionado siempre más que todo Lamartine, y sólo por el tema. Pero si La Fontaine hubiera gastado primero su facultad de amar en la exposición de sus sentimientos personales, ¿le habría quedado bastante para describir la amistad de dos aves? Cuidemos de gastar nuestras monedas de oro en calderilla.
Tu reproche es tanto más singular cuanto que estoy haciendo un libro únicamente consagrado a la descripción de esos sentimientos que me acusas de no entender, y he leído tu poema tres días después de haber terminado una pequeña escena en que representaba a una madre acariciando a su criatura. Todo esto no es para defender mis críticas, a las que tengo muy poco apego. Pero no me apeo de la idea que me las dictó. […]
Ya que estás decidida a publicar La sirvienta en seguida, no digo ya nada (de la publicación); pero esperaré. ¡Qué furia tenéis todos, allá en París, por daros a conocer, por apresuraros, por llamar a los inquilinos antes de que se haya construido el tejado! ¿Dónde están los que siguen el precepto de Horacio, que hay que mantener la obra secreta durante nueve años antes de decidirse a mostrarla? En los tiempos que corren no se es magistral en nada. Adiós, te beso, no magistralmente. Tuyo.
Tu
[Croisset] Sábado por la noche [29 de abril de 1854].
Esta noche me he puesto definitivamente a escribir tu artículo. ¡Será una obra maestra de mal gusto y de distinción! La Librairie Nouvelle se estremecerá hasta las entrañas de su mala literatura. Bouilhet vuelve mañana. Pero el miércoles regresará a Ruán. Lo seguiré, lo terminaré y lo llevaré yo mismo hacia finales de la semana, aún no sé el día. Querría hacer también una o dos correcciones a la Bovary, cuya más pequeña frase me parece más trabajosa que todos los artículos Pompadour del mundo. Te avisaré de mi llegada. Aguardo el miércoles con impaciencia para tener una nota tuya. Adiós. Hasta pronto, entonces. Te abrazo, y firmo Eugène Guinot, pues rivalizo con él en estupidez y amabilidad. Puede, incluso, que le gane. (No se conservan cartas desde abril de 1854 hasta la nota de ruptura. Es verosímil que la Correspondencia prosiguiera).
[París] Martes por la mañana [6 de marzo de 1855].
Señora:
Me he enterado de que se había tomado la molestia de venir tres veces, ayer por la tarde, a mi casa. No estaba. Y, temiendo las afrentas que semejante persistencia por su parte podría atraerle por la mía, la cortesía me induce a advertirle que nunca estaré. La saludo atentamente.
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