Cartas a Louise Colet
Martes, medianoche [4 de agosto de 1846].
Hace doce horas aún estábamos juntos; ayer, a estas horas, te tenía en mis brazos… ¿Recuerdas?… ¡Qué lejos queda ya! Ahora la noche es cálida y suave; oigo cómo se estremece al viento el gran tulipero, bajo mi ventana, y cuando alzo la cabeza, veo cómo se mira la luna en el río. Ahí están, mientras te escribo, tus zapatillitas; las tengo ante los ojos, y las miro. Acabo de guardar, a solas y bien encerrado, todo cuanto me regalaste; tus dos cartas están en la bolsita bordada; las releeré cuando haya lacrado la mía. Para escribirte no he querido usar mi papel de cartas; está orlado de negro; ninguna tristeza debe ir de mí hacia ti. Quisiera hablarte solamente de dicha, y rodearte de una felicidad tranquila y continua, para pagarte un poco todo lo que me has dado a manos llenas, con la generosidad de tu amor. Temo ser frío, seco, egoísta, y Dios sabe bien, sin embargo, lo que sucede en este momento dentro de mí. ¡Qué recuerdo! ¡Y qué deseo! ¡Ah, nuestros dos estupendos paseos en calesa! ¡Qué hermosos, sobre todo el segundo, con sus relámpagos! Recuerdo el color de los árboles iluminados por los faroles, y el balanceo de los muelles; estábamos solos, y éramos felices. Yo contemplaba tu cabeza en la noche; la veía, a pesar de las tinieblas; tus ojos te iluminaban todo el rostro. Me parece que escribo mal; vas a leer esto con frialdad; no digo nada de lo que quiero decir. Y es que mis frases chocan como suspiros; para entenderlas, hay que colmar lo que separa una de otra; lo harás, ¿verdad? ¿Soñarás con cada letra, con cada signo de la escritura, como yo al mirar tus zapatillitas pardas? Pienso en los movimientos de tu pie cuando las llenaba y las calentaba. El pañuelo está dentro, veo tu sangre y quisiera que estuviera rojo de ella.
Mi madre me aguardaba en la estación; lloró al verme regresar. Tú lloraste al verme partir. ¡Así pues, nuestra desdicha es tal, que no podemos desplazarnos de un lugar sin que cueste lágrimas a ambos lados! Es de un grotesco sombrío. He reencontrado aquí el césped verde, los árboles altos y el agua corriendo como cuando partí. Mis libros están abiertos en el mismo sitio; nada ha cambiado. La naturaleza exterior nos avergüenza: es de una serenidad desoladora para nuestro orgullo. Es igual, no pensemos ni en el porvenir, ni en nosotros, ni en nada. Pensar es la manera de sufrir. Dejémonos llevar por el viento de nuestro corazón, mientras hinche la vela; que nos empuje como guste, y en cuanto a los escollos… ¡qué más da! Ya veremos.
Y el bueno de X… [Pradier], ¿qué ha dicho del envío? Nos reímos con ganas ayer noche. Fue algo tierno para nosotros, alegre para él y bueno para los tres. Mientras venía he leído un libro casi entero. Me conmovieron diferentes pasajes. Te hablaré de ello más largo y tendido. Ya ves que no estoy bastante concentrado, esta noche me falta del todo el sentido crítico. Sólo he querido enviarte un beso más antes de dormirme, decirte que te quería. Apenas te he dejado, y a medida que me alejaba, mi pensamiento regresaba hacia ti. Corría más aprisa que el humo de la locomotora que huía tras de nosotros (es una comparación con muchos humos, perdón por el chiste). Vamos, un beso, rápido, ya sabes cómo, de los que dice Ariosto, y otro más, ¡más!, más, y también, después, bajo la barbilla, en ese sitio que me gusta de tu piel, tan suave, en tu pecho, donde apoyo mi corazón.
Adiós, adiós.
Todas las ternuras que quieras.
Jueves, once de la noche [6 de agosto de 1846].
Estoy roto, aturdido, como después de una orgía prolongada; me aburro mortalmente. Tengo en el corazón un vacío inaudito. Yo que era antes tan tranquilo, tan orgulloso de mi serenidad, que trabajaba de la mañana a la noche con un rigor persistente, no puedo leer, ni pensar, ni escribir; tu amor me ha vuelto triste. Veo que sufres, preveo que te haré sufrir. Quisiera no haberte conocido nunca, por ti, luego por mí, y sin embargo tu recuerdo me atrae sin descanso. Encuentro en él una exquisita dulzura. ¡Ay, qué preferible habría sido limitarnos a nuestro primer paseo! ¡Ya sospechaba yo todo esto! Cuando, al día siguiente, no volví a casa de Fidias [Pradier], es porque ya me sentía resbalar por la pendiente. Quise detenerme; ¿qué es lo que me empujó a esto? ¡Tanto peor! ¡Tanto mejor! El cielo no me ha dado una constitución graciosa. Nadie posee en mayor grado que yo el sentimiento de la miseria de la vida. No creo en nada, ni siquiera en mí mismo, cosa que es infrecuente. Me dedico al arte porque me divierte, pero no tengo fe alguna en la belleza, ni en lo demás. Así que el punto de tu carta, pobre amiga mía, en que me hablas de patriotismo, me habría hecho reír con ganas si me hubiera encontrado en estado de ánimo más alegre. Vas a creer que soy duro. Querría serlo. Todos los que se acercan a mí se beneficiarían de ello, y yo también, que tengo el corazón comido, como lo está en otoño la hierba de los prados, por todas las ovejas que han pasado por encima. No quisiste creerme cuando te dije que era viejo. Desgraciadamente es así, pues todo sentimiento que llega a mi alma se avinagra en ella, como el vino que se pone en recipientes demasiado usados. Si supieras todas las fuerzas internas que me han agotado, todas las locuras que han pasado por mi cabeza, todo lo que he probado y experimentado en cuanto a sentimientos y pasiones, verías que no soy tan joven. Tú eres la criatura, tú eres fresca y nueva, tú, cuyo candor me sonroja. Me humillas con la grandeza de tu amor. Merecías algo mejor que yo. ¡Que me parta un rayo, que caigan sobre mí todas las maldiciones posibles, si alguna vez lo olvido! ¿Despreciarte, dices, porque te has entregado a mí demasiado pronto? ¿Has sido capaz de pensarlo? ¡Nunca, nunca, hagas lo que hagas, ocurra lo que ocurra! Me entrego a ti de por vida, a ti, a tu hija, a los que desees. Es una promesa; retenla y haz uso de ella. La hago porque puedo cumplirla.
Sí, te deseo y pienso en ti. Te quiero más de lo que te quería en París. Ya no puedo hacer nada; te veo continuamente en el taller, de pie cerca de tu busto, con los papillotes moviéndose sobre tus hombros blancos, tu vestido azul, tu brazo, tu rostro, ¿qué sé yo?, todo. ¡Mira! ahora me circula la fuerza por la sangre. Me parece que estás aquí; ardo, vibran mis nervios… ya sabes cómo… sabes qué calor tienen mis besos.
Desde que nos dijimos que nos queríamos, te preguntas el motivo de mi reserva en añadir «para siempre». ¿Por qué? Es que yo adivino el porvenir; es que la antítesis se alza constantemente ante mis ojos. Jamás he visto un niño sin pensar que se convertiría en un anciano, ni una cuna sin imaginar una sepultura. Contemplar una mujer desnuda me hace imaginar su esqueleto. Por eso me entristecen los espectáculos alegres, y las escenas tristes me conmueven poco. Lloro demasiado por dentro como para derramar lágrimas al exterior; una lectura me emociona más que una desdicha auténtica. Cuando tenía familia, a menudo deseé no tenerla, para ser más libre, para irme a vivir a China o entre los salvajes. Ahora que ya carezco de ella, la echo en falta y me aferro a las paredes en que aún permanece su sombra. Otros estarían orgullosos del amor que me prodigas, su vanidad bebería en él a sus anchas, y su egoísmo masculino se vería halagado hasta sus más íntimos repliegues. Pero a mí, una vez han pasado los momentos ardientes, el corazón me desfallece de tristeza, pues me digo: me quiere; y yo, que también la quiero, no la quiero lo bastante. ¡Si ella no me hubiera conocido, le habría ahorrado todas las lágrimas que está derramando! Perdóname esto, perdónamelo en nombre de toda la embriaguez que me has hecho experimentar. Pero presiento una desdicha enorme para ti. Temo que mis cartas sean descubiertas, que se sepa todo. Estoy enfermo por ti.
Crees que me amarás siempre, criatura. ¡Siempre! ¡Qué presunción, en labios humanos! Has amado ya, ¿verdad? Como yo; recuerda que antaño dijiste también: siempre. Pero te estoy maltratando, te entristezco; ya sabes que mis caricias son feroces. Da igual, prefiero turbar ahora tu felicidad que exagerarla fríamente, como hacen todos, para que después su pérdida te haga sufrir más… ¿Quién sabe? Quizá más adelante me agradecerás el que haya tenido el valor de no ser más tierno. ¡Ay, si hubiese vivido en París, si todos los días de mi vida hubiesen podido transcurrir junto a ti, sí, me dejaría arrastrar por esta corriente sin pedir auxilio! En ti habría hallado para mi corazón, mi cuerpo y mi cabeza una satisfacción diaria que jamás me habría hartado. Pero separados, destinados a vernos raras veces, es horrible. ¡Qué perspectiva! Y ¿qué hacer? Sin embargo… No concibo cómo he podido alejarme de ti. ¡Ése sí que soy yo! Es lo propio de mi lamentable naturaleza. Si no me quisieras, me moriría; como me quieres, aquí estoy, escribiéndote que te detengas. Mi propia estupidez me da asco. Habría querido pasar por tu vida como un arroyo claro que hubiera refrescado sus orillas resecas, y no como un torrente que la arrasa. Mi recuerdo habría hecho estremecerse a tu carne, y sonreír a tu corazón. ¡No me maldigas nunca! Créeme, antes de dejar de quererte, te habré amado mucho. En cuanto a mí, te bendeciré siempre; conservaré tu imagen, empapada de poesía y de ternura, como lo estaba ayer la noche en el vapor lechoso de su niebla plateada.
Este mes iré a verte, y me quedaré contigo una largo día entero. Antes de quince días, incluso doce, estaré contigo. Que me escriba Fidias, y acudo; ya está convenido. ¿Se le ha pasado el enfado, al bueno de Fidias? ¿Ha entendido el sentido del regalo? Trata de hacerle comprender que era para hacerle reír y pensar, y para devolverle un poco la satisfacción que nos había dado.
Quieres que te envíe algo escrito por mí. No, te parecería demasiado bien. ¿No me has dado suficiente, como para añadir elogios literarios? ¡Quieres acabar convirtiéndome en un fatuo! Además, no tengo nada legible; te perderías entre las tachaduras y las llamadas, pues no he mandado copiar nada. ¿No temes estropear tu estilo al leerme? Querrías que publicase algo en seguida; me excitarías; terminarías por lograr que me tomase a mí mismo en serio (¡y el cielo me libre de eso!). Antes mi pluma corría por el papel con rapidez; también corre ahora, pero lo desgarra. No puedo escribir ni una frase, cambio de pluma a cada minuto, pues no expreso nada de lo que quiero decir. Vendrás a Ruán con Fidias, fingirás encontrarte conmigo y me visitarás aquí. Eso te dejará más satisfecha que cualquier descripción posible. Entonces, pensarás en mi alfombra, y en la gran piel de oso blanco sobre la que me echo durante el día, igual que pienso yo en tu lámpara de alabastro, cuando veía ondular en el techo su luz mortecina. ¿Habías entendido, aquella tarde, que yo me había dado ese plazo? Pues no me atrevía; soy tímido, sabes, a pesar de mi cinismo, o quizá debido a él. Me había dicho a mí mismo: aguardaré hasta que se apague la vela. ¡Oh, qué olvido de todo! ¡Qué exclusión del resto del mundo! ¡Qué suave era la piel de tu cuerpo desnudo… y qué alegría hipócrita saboreaba yo, dentro de mi despecho, mientras los demás seguían allí sin marcharse! Siempre recordaré el aspecto de tu rostro cuando estabas a mis pies, en el suelo, y tu sonrisa ebria cuando me abriste la puerta y nos despedimos. Bajé entre tinieblas, de puntillas, como un ladrón. ¿No era uno, acaso? ¿Son todos tan felices, cuando escapan cargados con su botín?
Te debo una explicación sincera sobre mí mismo, para contestar a una página de tu carta que me deja ver las ilusiones que te formas con respecto a mí. Sería cobarde por mi parte (y la cobardía es un vicio que me repugna, cualquiera que sea su forma de presentarse) hacerlas durar por más tiempo.
El fondo de mi naturaleza es, digan lo que digan, el del saltimbanqui. En mi infancia y en mi juventud amé desesperadamente las tablas. Si el cielo me hubiera hecho nacer más pobre, quizá habría sido un gran actor. Aún ahora, lo que me gusta por encima de todo es la forma, con tal que sea hermosa, y nada más. Las mujeres, que tienen el corazón demasiado ardiente y la mente demasiado exclusiva, no entienden esa religión de la belleza, con abstracción del sentimiento. Necesitan siempre una causa, una finalidad. Yo admiro tanto el oropel como el oro. Incluso es superior la poesía del oropel, porque es triste. Para mí no hay en el mundo más que los versos hermosos, las frases bien construidas, armoniosas, sonoras, las bellas puestas de sol, los claros de luna, los cuadros con colorido, los mármoles antiguos y las cabezas de rasgos acentuados. Más allá, nada. Habría preferido ser Talma que Mirabeau, porque vivió en una esfera de belleza más pura. Los pájaros enjaulados me inspiran tanta lástima como los pueblos esclavos. En toda la política sólo hay una cosa que comprendo, y es el motín. Soy fatalista como un turco, y opino que todo cuanto podemos hacer por el progreso de la humanidad, o nada, es exactamente lo mismo. En cuanto a ese progreso, tengo el entendimiento obtuso para las ideas poco claras. Todo cuanto corresponde a ese lenguaje me revienta desmesuradamente. Detesto lo suficiente la tiranía moderna, pues me parece estúpida, débil y temerosa de sí misma; pero rindo profundo culto a la tiranía antigua, que considero como la más hermosa manifestación del hombre que haya existido. Soy ante todo el hombre de la fantasía, del capricho, de lo deslavazado. He pensado durante mucho tiempo y muy seriamente (no te rías, pues es el recuerdo de mis momentos más hermosos) en irme a Esmirna y hacerme renegado. Algún día me marcharé a vivir lejos de aquí, y ya no se volverá a oír hablar de mí. En cuanto a lo que generalmente más afecta a los hombres, y que para mí es secundario, me refiero al amor físico, siempre lo he separado del otro. Te vi burlarte de ello el otro día, a propósito de ***; pues era mi historia. Eres precisamente la única mujer a la que he querido y que he conseguido. Hasta ahora me iba a calmar con unas los deseos inspirados por otras. Me has hecho mentirle a mi sistema, a mi corazón, quizá a mi naturaleza, que, siendo incompleta en sí misma, busca siempre lo incompleto.
Quise a una mujer desde los catorce años hasta los veinte sin decírselo, sin tocarla; y después, permanecí cerca de tres años sin sentir mi sexo. Creí por un momento que moriría así, y daba gracias al cielo. Querría no tener ni cuerpo ni corazón, o, mejor aún, quisiera estar muerto, pues la traza que tengo en este mundo es de un ridículo exagerado. Eso es lo que me hace desconfiado y tímido para conmigo mismo.
Eres la única a quien me he atrevido a querer agradar, y quizá la única a quien he gustado. ¡Gracias, gracias! Pero ¿me comprenderás hasta el final? ¿Aguantarás el peso de mi tedio, mis manías, mis caprichos, mi abatimiento y mis retornos arrebatados? Me dices, por ejemplo, que te escriba todos los días, y si no lo hago, vas a acusarme. Pues bien: la idea de que quieres una carta cada mañana me impedirá escribirla. Déjame quererte a mi aire, al estilo de mi ser, con lo que tú llamas mi originalidad. No me fuerces a nada, y lo haré todo. Compréndeme y no me acuses. Si te considerase ligera y necia como las demás mujeres, te engañaría con palabras, promesas y juramentos. ¿Qué me costaría? Pero prefiero quedarme por debajo que por encima de la verdad de mi corazón.
Los númidas, dice Herodoto, tienen una extraña costumbre. De muy pequeños, les queman la piel del cráneo con carbones, para que después sean menos sensibles a la acción del sol, que es devoradora en su país. Imagínate que fui educado a la númida. ¿No era fácil decirles: no sentís nada, ni siquiera el sol os quema? Oh, no tengas miedo: mi corazón, por tener callo, no es menos bueno. ¡Pues no! Si me sondeo, no me encuentro mejor que mi vecino. Solamente poseo bastante perspicacia y algo de delicadeza en mis modales. Ya cae la noche. Me he pasado la tarde escribiéndote. A los dieciocho años, cuando volví del Sur, escribí durante seis meses cartas parecidas a una mujer a la que no amaba. Era para forzarme a quererla, para practicar un estilo serio, y ahora es todo lo contrario; el paralelismo se cumple. Una última palabra: tengo en París un hombre a mis órdenes, fiel hasta la muerte, activo, valeroso, inteligente; cuenta con él como si fuese conmigo. Mañana espero tus versos, y dentro de unos días tus dos libros. Adiós, piensa en mí; sí, bésate el brazo. Todas las noches leo tus obras. Busco en ellas rastros de ti, y a veces los encuentro. Adiós, adiós; apoyo mi cabeza en tus senos y te contemplo de abajo arriba, como una madonna.
Once de la noche.
Adiós, cierro la carta. Es la hora en que estoy solo, y mientras todo duerme, saco el cajón donde están mis tesoros. Contemplo tus zapatillas, tu pañuelo, tus cabellos, tu retrato; releo tus cartas, aspiro su olor almizclado. ¡Si supieras lo que siento ahora!… en plena noche, se dilata mi corazón, y un rocío de amor lo invade.
Mil besos, mil, en todas partes, en todas partes.
[Croisset] Medianoche del sábado al domingo
[8 de septiembre de 1846].
El cielo está limpio; brilla la luna. Oigo cantar a unos marinos, que levan el ancla para zarpar con la marea que se presenta. No hay nubes, ni viento. El río está blanco bajo la luna, y negro en la sombra. Las mariposas revolotean en torno a mis velas, y me llega el olor de la noche por las ventanas abiertas. ¿Y tú, duermes? ¿Estás en la ventana? ¿Piensas en el que piensa en ti? ¿Sueñas? ¿De qué color es tu sueño? Hace ocho días de nuestro hermoso paseo por el Bois de Boulogne. ¡Qué abismo desde aquel día! Aquellas horas deliciosas transcurrieron para los demás, sin duda, como las anteriores y como las que siguieron; pero para nosotros fue un momento radiante cuyo reflejo siempre iluminará nuestro corazón. Qué dicha y qué ternura tan hermosas, ¿verdad, alma mía? Si fuera rico, compraría aquel carruaje y lo guardaría en mi cochera para no volver a utilizarlo nunca más. Sí, volveré, y pronto, pues pienso en ti siempre; sueño siempre con tu rostro, con tus hombros, tu cuello blanco, tu sonrisa, tu voz apasionada, violenta y suave a la vez como un grito de amor. Creo haberte dicho ya que amo sobre todo tu voz.
Esta mañana aguardé al cartero una hora larga en el muelle. Hoy traía retraso. ¡Cuántos corazones ha hecho latir sin saberlo ese imbécil, con su cuello de uniforme rojo! Gracias por tu buena carta; pero no me quieras tanto, no me quieras tanto, ¡me hace daño! Déjame que yo te quiera. ¿No sabes que amar demasiado trae mala suerte a ambos? Es como los niños a quienes se ha mimado demasiado de pequeños: mueren jóvenes. La vida no está hecha para eso; la felicidad es algo monstruoso, y quienes la buscan son castigados.
Mi madre permaneció ayer y anteayer en un estado horroroso; tenía alucinaciones fúnebres. Me pasé el tiempo a su lado. No sabes lo que es tener que llevar solo el peso de semejante desesperación. Acuérdate de esta línea, si alguna vez te crees la más desdichada de todas las mujeres. Hay una que lo es más de cuanto se puede serlo; el grado superior es la muerte o la locura furiosa.
Antes de conocerte estaba tranquilo, o había llegado a estarlo. Entraba en un período viril de salud moral. Mi juventud ha pasado. La enfermedad nerviosa que me ha durado dos años ha sido su conclusión, su cierre, su resultado lógico. Para haber tenido lo que tuve es preciso que algo, anteriormente, haya sucedido en mi caja craneana de modo bastante trágico. Después, todo se había restablecido; yo había visto claro en las cosas y en mí mismo, lo que es menos frecuente. Avanzaba con la rectitud de un sistema particular hecho para un caso especial. En mí mismo lo había comprendido todo, separado y clasificado, de manera que, hasta entonces, no había época en mi existencia en que me hubiera encontrado más tranquilo, mientras que a todo el mundo, al contrario, le parecía que era ahora cuando merecía lástima. Viniste a revolverlo todo con la punta del dedo. El viejo poso volvió a hervir, y el lago de mi corazón se agitó. ¡Pero es que la tempestad está hecha para el Océano! Cuando se enturbian los estanques, de ellos no se exhalan sino olores malsanos. Para decirte esto es preciso que te ame. Olvídame si puedes, arráncate el alma con ambas manos, y pisotéala para borrar la huella que he dejado. Venga, no te enfades.
No, te abrazo, te beso. Estoy loco. Si estuvieses aquí, te mordería; tengo ganas de hacerlo, yo, de cuya frialdad se burlan las mujeres, y a quien han fabricado la caritativa reputación de no utilizarlas —las utilizaba tan poco… Sí, ahora me siento con apetitos de fiera salvaje, con instintos de amor carnicero y desgarrante; no sé si esto es amar. Quizá sea lo contrario. A lo mejor, en mí, lo importante es el corazón.
La deplorable manía del análisis me agota. Dudo de todo, e incluso de mi duda. Me has creído joven y soy viejo. Con frecuencia he charlado con ancianos sobre los placeres de este mundo, y siempre me ha asombrado el entusiasmo que reanimaba en ese momento sus ojos apagados, así como el ver que no salían de su sorpresa al considerar mi modo de ser; y me repetían: «¡A su edad! ¡A su edad! ¡Usted! ¡Usted!». Quitando la exaltación nerviosa, la fantasía de la imaginación y la emoción del minuto, poco me quedará. He aquí el reverso del hombre. No estoy hecho para gozar. No hay que tomar esta frase en un sentido material, sino captar su intensidad metafísica. Siempre me digo que voy a hacer tu desdicha, que sin mí tu vida no se habría visto alterada, que llegará un día en que nos separaremos (y me indigno de ello con antelación). Entonces la náusea de la vida me vuelve a la boca, experimento un asco inaudito de mí mismo, y una ternura muy cristiana hacia ti.
Otras veces, ayer por ejemplo, cuando hube cerrado tu carta, tu recuerdo canta, sonríe, toma color y baila como un alegre fuego que nos envía sus colores matizados y un calorcillo penetrante. El movimiento de tu boca cuando hablas se reproduce en mi memoria, lleno de gracia, de atractivo, irresistible, provocador; tu boca, tan rosa y húmeda, que llama al beso, que lo atrae hacia ella con una aspiración sin igual. ¡Qué buena idea tuve al quedarme tus zapatillas! ¡Si supieras cómo las miro! Las manchas de sangre amarillean y se debilitan. ¿Es culpa de ellas? Nosotros haremos igual. Un año, dos años, seis… ¿qué importa? Todo lo que se mide pasa, todo lo que se cuenta tiene un fin.
En cuanto a infinito, sólo el cielo lo es a causa de sus estrellas, la mar debido a sus gotas de agua y el corazón debido a sus lágrimas. Sólo por eso es grande; todo lo demás es pequeño. ¿Acaso miento? Reflexiona, trata de estar tranquila. Una o dos alegrías llenan el corazón, pero todas las miserias de la humanidad pueden darse cita en él; vivirán allí como huéspedes.
Me hablas de trabajo; sí, trabaja, ama el Arte. De todas las mentiras, aún es la menos engañosa. Trata de amarlo con un amor exclusivo, ardiente, abnegado. No te defraudará. Sólo la Idea es eterna y necesaria. Ya no quedan de aquellos artistas como los de antaño, de aquellos cuya vida y cuya muerte eran instrumentos ciegos del apetito de lo Bello, órganos de Dios mediante los que se demostraba a sí mismo. Para ellos no existía el mundo; nadie supo de sus dolores; cada noche se acostaban tristes, y contemplaban la vida humana con una mirada asombrada, como miramos los hormigueros.
Me juzgas como una mujer. ¿He de quejarme de eso? Me quieres tanto, que te engañas a mi respecto; en mí encuentras talento, ingenio y estilo… ¡Yo! ¡Yo! ¡Vas a volverme vanidoso, a mí que tenía el orgullo de no serlo! Mira cuánto pierdes ya por haberme conocido. El sentido crítico se te escapa, y tomas por un gran hombre al señor que te quiere. Ojalá lo fuera, para que estuvieras orgullosa de mí (pues soy yo quien lo está de ti. Me digo: ¡pero es ella, sin embargo, la que te quiere! ¿Es posible? ¡Es ella!). Sí, quisiera escribir cosas hermosas, grandes cosas que te hicieran llorar de admiración. Estrenaría una comedia, estarías en un palco, me escucharías, oirías los aplausos. Pero, al contrario, si me subes siempre hasta tu nivel, ¿no va a alcanzarte el cansancio?… Cuando era niño soñé con la gloria, como todo el mundo, ni más ni menos. El sentido común me brotó tarde, aunque con sólidas raíces. Así que es muy problemático que el público disfrute alguna vez de una sola línea mía; y si tal cosa ocurre, no será antes de diez años, por lo menos.
No sé cómo me he visto impulsado a leerte algo; perdóname esa debilidad. No he podido resistir a la tentación de hacer que me apreciaras. ¿Acaso no estaba seguro del éxito? ¡Qué puerilidad por mi parte! Tu idea de querer unirnos en un libro era tierna; me ha emocionado; pero no quiero publicar nada. Es un prejuicio, una promesa que me hice en una época solemne de mi vida. Trabajo con desinterés absoluto y sin segunda intención, sin preocupaciones ulteriores. No soy ruiseñor, sino curruca de grito agrio que se oculta en el fondo de los bosques para no ser oída sino por ella misma. Si un día salgo a la palestra, será con la armadura completa; pero nunca tendré bastante aplomo. Ya se apaga mi imaginación, flaquea mi elocuencia, mi propia frase me aburre, y si conservo las que escribí es porque me gusta rodearme de recuerdos, igual que no vendo mis trajes viejos. Vuelvo a verlos, a veces, al desván donde se guardan, y pienso en el tiempo en que eran nuevos, y en todo lo que hice cuando los llevaba.
¡A propósito! Estrenaremos juntos el vestido azul. Trataré de llegar una tarde hacia las seis. Tendremos toda la noche, y el día siguiente. ¡Quemaremos la noche! Seré tu deseo, tú el mío, y nos saciaremos uno de otro, para ver si podemos hartarnos. ¡Nunca, no, nunca! Tu corazón es una fuente inagotable, en la que me haces beber a borbotones; me inunda, me penetra, me ahoga. ¡Qué hermosa era tu cabeza, pálida y temblorosa bajo mis besos! Pero ¡qué frío estaba yo! No me ocupaba más que de mirarte; estaba sorprendido, encantado. Ahora, si te tuviera, es cuando… Venga, voy a volver a mirar tus zapatillas. Ésas no me dejarán nunca. Creo que las quiero tanto como a ti. Quien las hizo no sospechaba el temblor de mis manos al tocarlas. Las respiro: huelen a verbena, y despiden un olor a ti que me hincha el alma.
Adiós, vida mía, adiós, mi amor, mil besos por todas partes. Que me escriba Fidias, y acudo. Este invierno ya no habrá manera de que nos veamos; pero iré a París para tres semanas, por lo menos. Adiós, te beso donde volveré a besarte, donde quise; pongo ahí mi boca. Me revuelco sobre ti.
Mil besos. ¡Oh, dámelos, dámelos!
[Croisset] Domingo, diez de la mañana [9 de agosto de 1846].
Criatura, tu locura te arrastra. Cálmate; te irritas contra ti misma, contra la vida. Ya te había dicho yo que tenía más razón que tú. ¿También crees que yo no sea digno de lástima? No abuses de tus gritos; me desgarran. ¿Qué quieres hacer? ¿Puedo dejarlo todo e irme a vivir a París? Es imposible. Si fuera del todo libre, iría; sí, pues estando tú ahí no tendría valor para exiliarme, proyecto de mi juventud que un día llevaré a cabo. Quiero vivir en un país en que nadie me quiera, ni me conozca, donde mi nombre no haga vibrar cosa alguna, donde mi muerte, mi ausencia, no cuesten ni una lágrima. Me han querido demasiado, te das cuenta; tú me amas demasiado. Estoy saciado de ternura y, desgraciadamente, sigo necesitándola. Me dices que lo que yo necesitaba era un amor trivial; no necesitaba ninguno, o bien el tuyo, pues no puedo soñar con uno más completo, más entero, más hermoso. Ahora son las diez; acabo de recibir tu carta y de enviar la mía, la que he escrito esta noche. Apenas en pie, te escribo de nuevo sin saber lo que voy a decirte. Ya ves que pienso en ti. No te enfades cuando no recibas cartas mías. No es culpa mía. Esos días, quizá, son aquellos en que más pienso en ti. Tienes miedo de que esté enfermo, Louise querida. La gente como yo, por muy enferma que esté, no se muere. He sufrido toda clase de enfermedades y de accidentes: caballos muertos mientras los montaba, carruajes volcados, y jamás he sufrido un rasguño. Estoy hecho para llegar a viejo, y para ver cómo todo perece a mi alrededor y en mí mismo. He asistido ya a mil funerales interiores: mis amigos me abandonan uno tras otro, se casan, se van, cambian; apenas nos reconocemos, apenas si hallamos algo que decirnos. Pero ¿qué irresistible inclinación me ha empujado hacia ti? Por un instante he visto la sima, he comprendido el abismo, y luego el vértigo me ha arrastrado. ¡Cómo no amarte a ti, tan dulce, tan buena, tan superior, tan amante, tan hermosa! Recuerdo tu voz, cuando me hablabas, la noche de los fuegos artificiales. Para nosotros, era una iluminación, y como la inauguración resplandeciente de nuestro amor.
Tu piso se parece a uno que tuve en París durante cerca de dos años, en el 19 de la calle De l'Est. Cuando pases por allá, fíjate en el segundo. Desde allí, también, la vista abarcaba París. En verano, por la noche, miraba las estrellas, y en invierno la bruma luminosa de la gran ciudad que se alzaba por encima de las casas. Se veían, como desde tu casa, jardines, tejados y las lomas vecinas. Cuando entré en tu casa me pareció encontrarme de nuevo en mi pasado, haber regresado a uno de aquellos crepúsculos hermosos y tristes del año 1843, cuando aspiraba el aire en mi ventana, lleno de hastío y muerto de congoja. ¡Si te hubiese conocido entonces! ¿Por qué no fue así? Yo estaba libre, solo, sin parientes ni amante, porque nunca he tenido una amante. Vas a creer que miento. Jamás he dicho algo más exacto, y la razón es ésta.
Lo grotesco del amor me ha impedido siempre entregarme a él. A veces he querido agradar a las mujeres, pero la idea del extraño perfil que debía mostrar en ese momento me daba tanta risa, que toda mi voluntad se derretía al fuego de la ironía interior que cantaba en mí el himno de la amargura y de la burla. Solamente contigo no me he reído aún de mí mismo. Por eso, cuando te veo tan seria, tan completa en tu pasión, siento la tentación de gritarte: «¡Que no, que no, te equivocas, ten cuidado, ése no!…».
El cielo te ha hecho hermosa, abnegada, inteligente; quisiera ser distinto de como soy, para ser digno de ti. Querría tener los órganos del corazón más nuevos. No me reanimes demasiado; ardería como la paja. Vas a creer que soy egoísta, que tengo miedo de ti. ¡Pues así es! Estoy espantado de tu amor, porque siento que nos devora a ambos, sobre todo a ti. Eres como Ugolino en su cárcel, te comes tu propia carne para saciar el hambre.
Algún día, si escribo mis Memorias —lo único que escribiré bien, si me pongo a ello—, tendrás tu puesto en ellas, ¡y qué puesto!, pues has abierto una amplia brecha en mi existencia. Me había rodeado de un muro estoico; una de tus miradas, como una bala de cañón, lo ha arrasado. Sí, con frecuencia creo oír a mis espaldas el frufrú de tu vestido sobre mi alfombra. Me sobresalto, y me vuelvo al ruido de la puerta, que mueve el viento, como si entrases tú. Veo tu hermosa frente blanca; ¿sabes que tienes una frente sublime? Demasiado hermosa incluso para ser besada, una frente pura y alta, reluciente por lo que encierra. ¿Sueles volver a casa de Fidias, a ese buen taller donde te vi por primera vez, en medio de los mármoles y yesos antiguos?
Ha de venir pronto, el bueno de Fidias. Espero una palabra suya que me sirva de pretexto para ausentarme un día. Después, hacia los primeros días de septiembre, ya encontraré uno para ir hasta Mantes o a Vernon. Y luego, ya veremos. Pero ¿para qué acostumbrarnos a vernos, a querernos? ¿Para qué colmarnos con el lujo de la ternura, si después hemos de vivir en la miseria? ¿De qué sirve? Pero ¿y si no podemos evitarlo?
Adiós, alma mía; acabo de bajar al jardín, y en un seto de rosales he cogido esta pequeña rosa que te envío. Dejo un beso sobre ella; póntela en seguida en la boca, y luego, ya adivinas dónde…
Adiós, mil cariños; tuyo, tuyo de la noche a la mañana, de la mañana a la noche.
[Croisset] Martes por la tarde [11 de agosto de 1846].
Darías amor a un muerto. ¿Cómo quieres que no te ame? Tienes un poder de atracción capaz de hacer que se alcen las piedras a tu voz. Tus cartas me conmueven hasta las entrañas. ¡No temas que te olvide! Sabes muy bien que no se puede abandonar a temperamentos como el tuyo, esos temperamentos emocionados, emocionantes, profundos. Me detesto, me azotaría por haberte hecho sufrir. Olvida todo lo que te dije en la carta del domingo. Me dirigía a tu inteligencia viril, había creído que sabrías abstraerte de ti misma y comprenderme sin tu corazón. Has visto demasiadas cosas donde no había tantas, has exagerado todo lo que yo te había dicho. A lo mejor has creído que yo presumía, que me presentaba como un Antony de baja estofa. Me tratas de volteriano y de materialista. ¡Dios sabe, sin embargo, si lo soy! Me hablas también de mis gustos exclusivos en literatura, que deberían haberte hecho adivinar lo que soy en amor. Trato de averiguar en vano lo que eso significa. No entiendo nada. Al contrario, lo admiro todo, con la buena fe de mi corazón, y si algún valor tengo, es a causa de esa facultad panteísta y también de esa aspereza que te ha herido. Vamos, no hablemos más de ello. He hecho mal, he sido bobo. He hecho contigo lo que hice en otra época con mis seres más queridos: les mostré el fondo del saco, y el polvo acre que salía les irritó la garganta. ¡Cuántas veces, sin quererlo, hice llorar a mi padre, tan inteligente y tan agudo! Pero no entendía ni palabra de mi lengua, como tú, como los demás. Tengo la dolencia de haber nacido con un lenguaje especial, del que yo solo tengo la clave. No soy en absoluto desdichado; no estoy hastiado de nada; a todo el mundo le parece que mi carácter es muy alegre, pues nunca jamás me quejo. En el fondo no creo ser digno de compasión, pues no envidio nada y no quiero nada. Venga, no te atormentaré más; te tocaré suavemente, como a una criatura a quien se teme lastimar, guardaré en mi interior las púas que sobresalen. Con un poco de buena voluntad, el puercoespín no siempre pincha. Dices que me analizo demasiado; yo opino que no me conozco lo bastante; cada día encuentro algo nuevo en mí. Viajo por mí mismo como si de un país desconocido se tratase; aunque lo haya recorrido cien veces.
No me agradeces mi franqueza (las mujeres quieren que se las engañe; te fuerzan a hacerlo, y si te resistes, te acusan). Me dices que al comienzo no me había mostrado así; al contrario, evoca tus recuerdos. Empecé mostrando mis heridas. Acuérdate de todo lo que te dije en nuestra primera cena; incluso exclamaste: «¡Conque lo disculpa usted todo! Para usted ya no hay ni bien ni mal». No, jamás te he mentido; te amé por instinto, y no quise agradarte premeditadamente. Todo esto ha ocurrido porque tenía que ocurrir. Búrlate de mi fatalismo, añade que soy un turco atrasado. El fatalismo es la Providencia del mal; es la que se ve, y creo en ella.
Las lágrimas que encuentro en tus cartas, esas lágrimas causadas por mí, querría rescatarlas con otros tantos vasos de sangre. Me detesto; así aumenta mi repugnancia hacia mí mismo. De no ser por la idea de que te agrado, yo mismo me produciría horror. Por lo demás, siempre es así: uno hace sufrir a los que quiere, o ellos le hacen sufrir. ¿Cómo es posible que me reproches la frase «quisiera no haberte conocido nunca»? No conozco otra más tierna. ¿Quieres que diga la que yo pondría en paralelo? Es una que pronuncié la víspera de la muerte de mi hermana, que brotó como un grito e indignó a todo el mundo. Hablaban de mi madre, diciendo: «¡Si pudiera morirse!». Y, ante las protestas, dije: «Si quisiera arrojarse por la ventana, se la abriría de inmediato». Por lo visto, todo esto no está de moda, y parece risible o cruel. ¿Qué diablos puede decirse, cuando el corazón revienta de tan colmado? Pregúntate si hay muchos hombres que te hubieran escrito esa carta que tanto daño te ha hecho. Creo que pocos habrían tenido ese valor y esa negación gratuita de sí mismos. Esa carta, amor, tienes que romperla, no pensar más en ella, o releerla de vez en vez, cuando te sientas fuerte.
A propósito de cartas, cuando me escribas el domingo, ponla temprano en el correo; ya sabes que cierran a las dos. Ayer no tuve carta. Temía no sé qué. Pero hoy las he recibido, las dos, con la florecilla. Gracias por la idea del mitón. ¡Si tú misma pudieses enviarte junto con él! ¡Si pudiera esconderte en el cajón de mi armario que está aquí, a mi lado, cómo te encerraría con llave!
¡Vamos, ríete! Hoy estoy alegre, no sé por qué; la dulzura de tus cartas de esta mañana corre por mi sangre. Pero no vuelvas a contarme lugares comunes como éstos: que es el dinero lo que me ha impedido ser feliz; que si hubiese trabajado me habría encontrado mejor. ¡Como si bastase con ser mozo de botica, panadero o tratante de vinos para no aburrirse aquí abajo! Todo eso me lo ha dicho demasiadas veces una multitud de burgueses, como para que desee oírlo de tu boca: la estropea; no está hecha para eso. Pero te agradezco que apruebes mi silencio literario. Si he de decir algo nuevo, se dirá por sí mismo cuando haya llegado el momento. ¡Oh, cómo me gustaría crear grandes obras para agradarte! ¡Cómo querría verte vibrar ante mi estilo! Yo, que no deseo la gloria (y con más ingenuidad que la zorra de la fábula), querría tenerla para ti, para arrojártela como un ramo de flores, con el fin de que sea una caricia más, y un suave lecho donde se recostaría tu mente cuando pensase en mí. Me encuentras guapo; querría serlo, quisiera tener cabellos ensortijados, negros, que cayeran sobre hombros de marfil, como los adolescentes griegos; quisiera ser fuerte y puro. Pero cuando me miro en el espejo y pienso que me amas, me encuentro de un ordinario indignante. Tengo las manos duras, las rodillas separadas y el pecho estrecho. Si al menos tuviese voz, si supiera cantar, ¡cómo modularía estas largas aspiraciones que se ven obligadas a deshacerse en suspiros! Si me hubieses conocido hace diez años, era fresco, aromático, exhalaba vida y amor; pero ahora veo que mi madurez linda con el ajamiento.
¡Ojalá fueses la primera que conozco! ¡Ojalá hubiera sentido por primera vez en tus brazos los arrebatos del cuerpo y los felices espasmos que te llevan al éxtasis!
Lamento todo mi pasado; creo que debería haberlo mantenido en reserva, en una vaga espera, para dártelo una vez llegado el día. Pero no sospechaba que alguien pudiese amarme; y aún ahora me parece algo al margen de la naturaleza. ¡Amor por mí! ¡Qué raro! Como un pródigo que quiere arruinarse en un solo día, he entregado todas mis riquezas, pequeñas y grandes.
He amado furiosamente cosas sin nombre; he idolatrado a mujeres viles; he sacrificado en todos los altares y bebido en todas las barricas. ¡Ay, mis riquezas morales! He arrojado a los transeúntes las monedas grandes por la ventana, y los luises de oro los he hecho rebotar sobre el agua. Esta comparación, que no lo es, sino un puro cotejo, puede darte una idea del hombre. Cuando vivía en París gastaba seis o siete mil francos al año, y me quedaba sin cenar fácilmente tres veces por semana.
En cuanto a sentimientos, soy de igual modo: con lo que llenaría a un regimiento, reviento de miseria. La indigencia es parte de mi ser, pero no me consideres vencido, roto; lo estuve antaño, hoy ya no. Hubo un tiempo en que era desdichado; entonces los reproches que hoy me haces habrían podido ser justos. […]
Llegaré una tarde; me quedaré por la noche, y el día siguiente hasta las siete; queda convenido. A partir del jueves, envíame tus cartas así: Sr. Du Camp en casa del Sr. G. Fl[aubert], etc., porque las cartas que recibo de ti todos los días son oficialmente de él, y cuando él esté aquí, parecería raro que siguiera recibiéndolas; podrían hacerme preguntas, etcétera. Por lo demás, si sientes ante ello la menor repugnancia, no lo hagas, no me importa. Tengo pudor por ti, siempre creo que, solamente con pronunciar tu nombre, me avergonzaría de que se supiera todo.
He leído Santas y locas y casi todos tus poemas. Lo que me gusta sobre todo es la historia de Demóstenes, Phenaretta y el cuento del señor Georges de Senneval, la historia del hombre feo. Hay un poema que me ha conmovido profundamente, y es Entusiasmo. Me ha parecido que lo había escrito yo. He releído cien veces A una amiga, es decir a ti, el poema que me recitaste en mi cama, con mis brazos rodeándote, mirándome a los ojos. Querías que te enviase algo sobre nosotros; ten, aquí va una página escrita hace dos años en esta época (es un fragmento de carta a un amigo):
«… Manaba de sus ojos un fluido luminoso que parecía agrandarlos; estaban inmóviles y fijos. Sus hombros desnudos (pues no llevaba toquilla y su vestido parecía flojo en torno a ella), sus hombros desnudos eran de un color bermejo pálido, lisos y sólidos como mármol ya amarillo; las venas azules corrían por su carne ardiente; su garganta palpitante bajaba y ascendía, llena de un aliento ahogado que me colmaba el pecho. Hacía un siglo que duraba esto; toda la tierra había desaparecido. No veía más que su pupila que se dilataba cada vez más. No oía más que su respiración que murmuraba sola, en el silencio absoluto en que estábamos inmersos.
»Di un paso y la besé en los ojos, tibios y suaves.
»Me miraba muy asombrada. "¿Serías capaz de quererme?", decía. "¿Me querrías de verdad?" Yo la dejaba hablar sin contestarle, y la rodeaba con mis brazos, sintiendo latir su corazón.
»Se soltó de mi abrazo. "Volveré esta noche, déjame, déjame. Hasta esta noche." Se marchó. Durante la cena, mantuvo su pie sobre el mío y me tocaba a veces el codo, volviendo la cabeza hacia otro lado.» ¿Es auténtico?
Quieres que te enseñe latín. ¿Para qué? Además, tendría que saberlo yo. Eres más que indulgente cuando me tratas de hombre que conoce a fondo las lenguas clásicas. Espero llegar, dentro de algunos años, a leerlas con más o menos fluidez. Por carta me parece difícil conseguir hacer algo bueno. Por lo demás, ya hablaremos de ello. No tengo ánimo para trabajar. No hago nada. Camino arriba y abajo por mi despacho; me echo en mi diván de tafilete verde y pienso en ti. Las tardes, sobre todo, se me hacen de una longitud agotadora. Me fastidia la inteligencia; querría ser completamente sencillo para amarte como un niño, o si no, ser un Goethe o un Byron.
En cuanto tenga la carta de Fidias, dejo aquí a mi amigo (aunque viene ex profeso) y acudo a verte. Ves que ya no tengo corazón, ni voluntad, ni nada. Soy algo fláccido y tierno que funciona a tus órdenes; vivo, en sueños, en los pliegues de tu vestido, en la punta de los bucles ligeros de tu cabello. Aquí tengo algunos. ¡Qué bien huelen! Si supieras cuánto pienso en tu rica voz, en tus hombros, cuyo olor me encanta aspirar… Mira, quería trabajar y no escribirte hasta esta noche. No he podido; he tenido que ceder.
Adiós, pues, adiós; dejo en tu boca un beso largo y profundo.
Medianoche. Acabo de releer tus cartas, de volver a mirarlo todo; te envío un último beso para esta noche. Acabo de escribir a Fidias. Creo haberle hecho entender que quiero ir inmediatamente a París. La llevaré mañana a Correos a Ruán, junto con ésta. Espero llegar a tiempo para que recibas ésta mañana por la noche.
Adiós, mil besos sin fin. Hasta pronto, hermosa mía, hasta pronto.
[Croisset] Miércoles por la noche [12 de agosto de 1846].
Te habrás pasado todo el día de hoy sin carta mía. De nuevo habrás dudado, pobre amor mío. Perdóname. La culpa no es de mi voluntad, sino de mi memoria. Creía que en Ruán se podía acudir a Correos hasta la una, y es sólo hasta las once. Pero, mira, si aún me guardas algún rencor, quiero quitártelo el lunes; ¡espero en el lunes! Fidias tendrá la bondad de escribirme. Cuento con recibir su nota el domingo a más tardar.
¡Cómo me gusta el proyecto de fiesta que me anuncias! Se me han empañado los ojos de ternura. ¡Sí, me quieres! Dudarlo sería un crimen. Y si yo no te quiero, ¿cómo llamar a lo que siento por ti? Cada carta que me envías me penetra más hondo en el corazón. Sobre todo la de esta mañana; tenía un encanto exquisito. Era alegre, buena, hermosa como tú. ¡Sí! Amémonos, amémonos, ya que nadie nos ha amado.
Llegaré a París a las cuatro, o a las cuatro y cuarto. Así, antes de las cuatro y media estaré en tu casa. Me siento ya subiendo tu escalera; oigo el sonido del timbre… «¿Está la señora?» «Pase.» ¡Ah! esas veinticuatro horas las saboreo de antemano. Pero ¿por qué toda alegría ha de traerme una pena? Pienso ya en nuestra separación, en tu tristeza. Serás buena, ¿verdad? Pues yo siento que estaré más entristecido que la primera vez.
No soy de ésos para quienes la posesión mata el amor; al contrario, lo enciende.
Con respecto a todo lo bueno que he tenido, hago como los árabes, que en determinado día del año se vuelven aún hacia Granada y añoran el hermoso país en que ya no viven. Esta tarde he pasado por casualidad, a pie, por la calle del Colegio; he visto gente en la escalinata de la capilla; había distribución de premios; oía los gritos de los alumnos, el ruido de los aplausos, del bombo y de los platillos. He entrado, y he vuelto a verlo todo como en mi época; los mismos cortinones en los mismos sitios; he soñado con el olor de las hojas de roble mojadas que nos poníamos en la frente; he recordado el gozo delirante que se adueñaba de mí aquel día, pues me abría dos meses de libertad completa; allá estaban mi padre, mi hermana, los amigos muertos, ausentes o cambiados. Y he salido con una horrible angustia en el corazón. También la ceremonia era más pálida; había poca gente, en comparación con la muchedumbre de hace diez años que colmaba la iglesia. Ya no gritaban tan fuerte, no cantaban La Marsellesa, que yo entonaba con tanta furia, rompiendo los bancos. El público distinguido ha perdido la afición a asistir. Recuerdo que antes estaba lleno de mujeres bien vestidas; venían actrices, mantenidas, mujeres con título. Permanecían arriba, en las galerías. ¡Qué orgulloso estaba uno cuando le miraban! Algún día escribiré todo eso. El joven moderno, el alma que se abre a los dieciséis años por un amor inmenso que le hace ambicionar el lujo, la gloria y todos los esplendores de la vida, esa poesía chorreante y triste del corazón del adolescente, ésa es una cuerda nueva que nadie ha pulsado. ¡Oh, Louise! Voy a decirte algo duro, pero que parte de la más inmensa simpatía, de la más íntima compasión. Si alguna vez se enamora de ti un pobre muchacho que te encuentra hermosa, un chico como era yo, tímido, dulce, tembloroso, que te tiene miedo y te busca, te evita y te persigue, sé buena con él, no lo rechaces, dale solamente tu mano a besar; morirá de embriaguez. Pierde tu pañuelo, lo recogerá y dormirá con él; se revolcará encima, llorando. El espectáculo de esta tarde ha vuelto a abrir el sepulcro en que dormía mi juventud momificada; he percibido sus exhalaciones marchitas; ha vuelto a mi alma algo semejante a esas melodías olvidadas que se reencuentran en el crepúsculo, durante esas horas lentas en que la memoria, como un espectro por las ruinas, se pasea por nuestros recuerdos. No, date cuenta, jamás sabrán todo eso las mujeres. Y menos aún lo dirán, jamás. Aman, aman quizá mejor que nosotros, con más fuerza, pero no van tan lejos. Además, ¿basta acaso con estar poseído por un sentimiento para expresarlo? ¿Hay algún cántico de sobremesa que haya sido compuesto por un hombre ebrio? No hay que creer siempre que el sentimiento lo es todo. En las artes no es nada sin la forma. Todo esto para decir que las mujeres, que han amado tanto, no conocen el amor, por haber estado demasiado preocupadas con él; no tienen un apetito desinteresado por lo Bello. Para ellas siempre ha de estar ligado a algo, a un fin, a una cuestión práctica. Escriben para satisfacer su corazón, pero no atraídas por el Arte, principio absoluto en sí mismo y que no necesita más apoyo que el requerido por una estrella. Sé muy bien que no son ésas tus ideas; pero son las mías. Más adelante te las desarrollaré con claridad, y espero convencerte, a ti que has nacido poetisa. Ayer leí El marqués de Entrecasteaux. Está escrito con buen estilo, animado y sobrio; dice algo, tiene sentido. Me gusta sobre todo el comienzo, y la escena de la señora de Entrecasteaux sola en su cuarto, antes de que entre su marido. Por mi parte, sigo estudiando un poco de griego. Leo el viaje de Chardin, para proseguir mis estudios sobre Oriente, y ayudarme en un cuento oriental que medito desde hace dieciocho meses. Pero desde hace algún tiempo tengo la imaginación muy encogida. ¿Cómo podría volar, pobre abeja? ¡Tiene las patas presas en un tarro de dulce, y se hunde en él hasta el cuello! Adiós, amada mía; reanuda tu vida habitual, sal, recibe, no cierres tu puerta a las personas que estaban el domingo en que estaba yo. Incluso me gustaría volverlas a ver, no sé por qué. Cuando amo, mi sentimiento es una inundación que se desparrama alrededor.
Estoy dispuesto a ayudar a ese buen bibliófilo, al abogado Ségalas, a aquel otro imbécil que estaba presente, a todo el que se acerca a ti, a todo el que te toca, de cualquier forma. Pienso a menudo en Servanne. Si fuera al Sur, la visitaría. No, no volvamos juntos a la calle De l'Est; sólo el Barrio Latino y me da náuseas. Adiós, mil besos. Sí, mil, de los de Ariosto y como tú y yo sabemos hacerlo.
[Croisset] Jueves, once de la noche [13 de agosto de 1846].
Tu carta de esta mañana es triste, y de un dolor resignado. Me ofreces olvidarte de mí, si así lo quiero. Eres sublime. Sabía que eras buena, excelente, pero no que eras tan grande. Te lo repito: me humillas, si te comparo conmigo. ¿Sabes que me dices cosas muy duras? Y lo peor es que soy yo quien las ha provocado. Me pagas con la misma moneda; es una represalia. ¿Qué quiero de ti? No lo sé. Pero lo que quiero es amarte, amarte mil veces más. ¡Ay, si pudieras leer en mi corazón, verías en qué lugar te he colocado! Veo que sufres más de lo que confiesas; te has estirado para escribir esa carta. ¿Verdad que antes has llorado mucho? Está rota; se siente en ella un cansancio triste, y algo como el eco debilitado de una voz que ha sollozado. Confiésalo: dime en seguida que estabas en un mal día, porque habías echado en falta mi carta. Sé franca; no te hagas la orgullosa; no hagas como he hecho yo con demasiada frecuencia. No contengas tus lágrimas; caen en el corazón, comprendes, y hacen en él profundos agujeros. Tengo un pensamiento que debo decirte: estoy seguro de que me crees egoísta. Te afliges por ello, y estás convencida. ¿Será porque lo parezco? En eso, ya sabes, todos nos engañamos. Yo lo soy como todo el mundo, quizá menos que muchos, acaso más que otros. ¿Quién sabe? Y además, ésa es otra palabra que arrojamos a la cara del prójimo sin saber lo que queremos decir. ¿Quién no es egoísta, de manera más o menos amplia? Desde el cretino que no daría un ochavo por rescatar al género humano, hasta quien se arroja bajo el hielo para salvar a un desconocido, ¿acaso no buscamos todos, hasta el último, la satisfacción de nuestra naturaleza según nuestros diversos instintos? San Vicente de Paúl obedecía a un apetito de caridad, como Calígula a un apetito de crueldad. Cada uno goza a su estilo y para sí solo; unos, reflejando la acción sobre sí mismos, convirtiéndose en su causa, centro y finalidad; otros, convidando al mundo entero al festín de su alma. Ahí está la diferencia entre pródigos y avaros. Los primeros disfrutan dando, los otros conservando. En cuanto al egoísmo corriente, tal como se entiende, aunque repugne desmesuradamente a mi espíritu, confieso que si pudiera comprarlo lo daría todo por tenerlo. Ser tonto, egoísta y tener buena salud, son las tres condiciones requeridas para ser feliz; pero si nos falta la primera, todo está perdido. Hay también otra , felicidad, sí, hay otra, la he visto, me la has hecho sentir; me has mostrado en el aire sus reflejos iluminados, he visto brillar ante mi mirada el borde de su vestido flotante. En cuanto tiendo las manos para agarrarlo… tú misma empiezas a sacudir la cabeza, dudando si no será una visión (¡qué estúpida manía tengo de hablar en metáforas que no dicen nada!). Pero quiero decir que me parece que tú también tienes tristeza en el corazón, de esa profunda que de nada procede y que, como depende de la sustancia misma de la vida, es tanto mayor cuanto que ésta es más agitada. Te lo había advertido, mi miseria es contagiosa. ¡Tengo sarna! ¡Ay de quien me toque! ¡Oh! lo que escribiste esta mañana es lamentable y doloroso. Me he imaginado tu pobre rostro triste pensando en mí, triste debido a mí. Ayer estaba tan bien, confiado, sereno, alegre como un sol de verano entre dos chaparrones. Ahí está tu mitón. Huele bien, me parece que aún aspiro tu espalda y el suave calor de tu brazo desnudo. ¡Vamos! Ya vuelven a invadirme ideas de voluptuosidad y de caricias, mi corazón brinca al pensar en ti. Deseo todo tu ser, evoco tu recuerdo para que sacie esa necesidad que grita en el fondo de mis entrañas; ¡ojalá estuvieras aquí! Pero el lunes, ¿verdad? Aguardo la carta de Fidias. Si me escribe, todo se desarrollará como convinimos.
¿Sabes en qué pienso? En tu cuartito, donde trabajas, donde… (aquí ni una palabra, los tres puntos dicen más que toda la elocuencia del mundo). Evoco la palidez de tu rostro serio, cuando estabas en el suelo entre mis rodillas… ¡y la lámpara! Oh, no la rompas, déjala; enciéndela cada noche, o mejor, en ciertos días solemnes de tu vida interior, cuando inicies algún gran trabajo o lo termines. ¡Una idea! Tengo agua del Mississippi. Se la trajo a mi padre un capitán de barco, dándosela como un gran regalo. Cuando hayas hecho algo que consideres hermoso, quiero que te laves las manos con ella; si no, la derramaré sobre tu pecho para administrarte el bautismo de mi amor. Creo que divago, no sé lo que estaba diciendo antes de pensar en esta botella. ¿Era la lámpara, verdad? Sí, me gusta tu casa, los muebles, todo, salvo la horrorosa caricatura al óleo que está en tu dormitorio. Pienso también en esa venerable Catherine que nos servía durante la cena, en las bromas de Fidias, en todo, en mil detalles que me divierten. ¿Sabes en qué dos posturas te recuerdo siempre? En el taller, de pie, posando, con la luz iluminándote de costado, cuando yo te miraba y me mirabas también; y también por la noche, en el hotel, te veo tendida en mi cama, con el cabello esparcido sobre mi almohada y los ojos alzados al cielo, pálida, con las manos juntas, dedicándome palabras locas. Cuando estás vestida eres fresca como un ramo de flores. En mis brazos te encuentro de una suavidad cálida que ablanda y embriaga. ¿Y yo? Dime cómo me imaginas. ¿De qué manera viene a alzarse mi imagen ante tus ojos?… Qué pobre amante soy, ¿verdad? ¿Sabes que lo que me ha ocurrido contigo no me había pasado nunca? (Llevaba tres días tan roto, tenso como la cuerda de un violoncello.) Si hubiera sido un hombre capaz de estimarme mucho, me habría sentido amargamente incómodo. Lo estaba por ti. Temía por tu parte suposiciones odiosas para contigo misma; otras, quizá, habrían creído que las insultaba. Me habrían considerado frío, asqueado o agotado. Te agradecí esa inteligencia espontánea que no se asombraba de nada, cuando yo mismo me extrañaba, como ante una monstruosidad inaudita. Tenía, pues, que quererte, y mucho, puesto que experimentaba lo contrario que con todas las demás, cualesquiera que fuesen. Quieres hacer de mí un pagano, lo quieres, ¡ay, Musa mía!, tú que llevas sangre romana en las venas. Pero, por mucho que me excite en ello, con la imaginación y con el prejuicio, tengo en el fondo del alma la bruma del norte que respiré al nacer. Llevo en mí la melancolía de las razas bárbaras, con sus instintos de migración y sus ascos innatos ante la vida, que les hacían abandonar su país como spara abandonarse a sí mismos. Todos los bárbaros que vinieron a morir a Italia amaban el sol; tenían una aspiración frenética hacia la luz, hacia el cielo azul, hacia alguna otra existencia cálida y sonora; soñaban con días felices llenos de amores, jugosos para sus corazones como la uva madura que se estruja con las manos. Siempre les he tenido una tierna simpatía, como si fueran antepasados. ¿Acaso no encontraba en su ruidosa historia toda mi apacible historia desconocida? Los gritos de gozo de Alarico al entrar en Roma tuvieron como paralelo, catorce siglos más tarde, los delirios secretos de un pobre corazón infantil. ¡Ay, no, no soy un hombre antiguo! ¡Los hombres antiguos no tenían enfermedades nerviosas, como yo! Tampoco tú eres la griega, ni la latina; estás más allá: el romanticismo ha pasado por ahí. El cristianismo, aunque queramos negarlo, ha venido a engrandecer todo esto, pero estropeándolo, introduciendo el dolor. El corazón humano no se ensancha sino con una hoja que lo desgarre. A propósito del artículo del Constitutionnel, me dices con ironía que no me importan mucho el patriotismo, la generosidad y el valor. ¡No! Me gustan los vencidos; pero me gustan también los vencedores. Quizá sea difícil de entender, pero es lo cierto. En cuanto a la idea de la patria, es decir de cierta porción de terreno dibujada en el mapa y separada de las demás por una línea roja o azul, ¡no! La patria es para mí el país que quiero, es decir, con el que sueño, aquel en que me encuentro bien. Soy tan chino como francés, y no me alegro nada de nuestras victorias frente a los árabes, porque me entristecen sus reveses. Quiero a este pueblo áspero, persistente, vivo, último tipo de las sociedades primitivas y que, al hacer alto a mediodía, tumbado a la sombra, bajo el vientre de sus camellas, se burla, mientras fuma su chibuquí, de nuestra valiente civilización que tiembla de ira. ¿Dónde estoy? ¿A dónde voy?, como diría un poeta trágico de la escuela de Delille; ¡a Oriente, que el diablo me lleve! ¡Adiós, sultana mía!… ¡No tener ni una cazoleta de esmalte para regalarte, donde puedan arder perfumes cuando vas a venir a dormir a mi cama! ¡Qué fastidio! Pero te ofreceré todos los de mi corazón. Adiós, un beso largo, bien largo, y otro más.
[Croisset] Viernes, medianoche [21-22 de agosto de 1846].
[…] Has tenido que aburrirte mucho hoy. Has pensado mucho en mí, ¿verdad? ¡Qué largo ha sido el día! ¡Y para mí! ¡Y ha llovido tanto! He tenido el corazón oprimido hasta la noche. Hace cuarenta y ocho horas, ¡qué diferencia, pobre amor mío! Sin embargo, mi tristeza no tiene nada de amargo; has puesto tanta alegría en mi corazón, que algo me queda, incluso cuando ya no te tengo; tu recuerdo es radiante, dulce, enternecedor. Recuerdo la expresión feliz de tu hermoso rostro cuanto te miraba de cerca. Voy a terminar, sabes, por no poder ya vivir sin ti; a veces me da vueltas la cabeza, tu imagen me atrae, me da vértigo. ¿Qué hacer? No importa, amémonos, amémonos, ¡es algo tan dulce, tan bueno!
Mira, no tengo ni una sola palabra que decirte, hasta tal punto estoy lleno de ti, si no es la eterna frase: te quiero.
Me ha conmovido el regalo de tu medalla. Mi primer impulso fue rechazarla; me parecía que era cogerte demasiado, que no lo merecía. Pero, al comprender la necesidad que tenías de darme algo que fuera querido para ti, y al sentir toda la pena que te causaría, acepté. Ahora me alegro. La miro con orgullo, como si fueses mi hija. Sin embargo, no te quiero debido a tu inteligencia; es por no sé qué, por tus ojos, por tu voz, por todo, por ti.
¿Has pensado en los que irán ahora a dormir a nuestra cama? ¡Qué poco sospecharán lo que han visto! ¡Sería bonito escribir la historia de una cama! Así, en cada objeto vulgar hay maravillosas historias. Cada adoquín de la calle tiene quizá su lado sublime. […] ¡Qué bien cenamos juntos anteayer! (¡Qué lejos queda ya anteayer!) ¡Por la noche, cuando te ofrecía mi brazo, en qué tranquilidad y olvido me hallaba! Y al volver, al quedarnos solos, cuando sentí tus miembros suaves sobre los míos… ¡Ah! No vuelvas a acusarme de ver siempre sólo las miserias de la vida… ¿Por qué hay que pagar una hora de embriaguez con un mes de hastío? Cuenta las lágrimas que ya has derramado; exceden el número de mis besos, ¿verdad? Y sin embargo, ¿no hemos sido felices?
Mientras paseábamos ayer en coche, hablándonos, cogidos de las manos, soñaba con lo que habría podido ser nuestra vida si hubiésemos estado en situaciones diferentes, si yo viviera en París permanentemente, si estuvieras sola, si yo fuese libre. Éramos como jóvenes esposos ricos, guapos, en su luna de miel. ¿Te la imaginas, esa vida, dulce y llena, dedicada a trabajar juntos y a amarnos?
Hoy no he hecho nada. Ni una línea escrita o leída. He desembalado mi Tentación de San Antonio, y la he colgado de la pared; eso es todo. Me gusta mucho esa obra. Hacía tiempo que la deseaba. Lo grotesco triste tiene para mí un encanto inaudito; corresponde a las necesidades íntimas de mi naturaleza, que es bufonescamente amarga. No me hace reír, sino soñar largamente. Lo localizo muy bien, allá donde se encuentra, y lo llevo en mí, como todo el mundo; por eso me gusta analizarme. Es un estudio que me divierte. Lo que me impide tomarme en serio, aunque tengo el espíritu bastante grave, es que me encuentro bastante ridículo, no con ese ridículo relativo que es la comicidad teatral, sino con ese ridículo inherente a la propia vida humana, y que brota del acto más sencillo o del gesto más ordinario. Por ejemplo, nunca me afeito sin que me dé risa, tan estúpido me parece. Todo esto me resulta muy difícil de explicar, y exige que uno lo sienta; tú no lo sentirás, pues eres de una sola pieza, como un himno hermoso de amor y de poesía. Yo soy un arabesco de marquetería; hay trozos de marfil, de oro y de hierro; los hay de cartón pintado; los hay de diamante; los hay de hoja de lata. […] , Adiós, te beso por todas partes. Piensa en mí; yo pienso en ti. Mejor no, piensa menos en mí, trabaja, sé buena, sé feliz con el pensamiento. Recupera a la musa que te consoló en los peores días; yo soy para los días de felicidad.
Adiós; te beso en los labios.
[Croisset] Lunes por la noche [24 de agosto de 1846].
[…] No hago nada, ya no leo ni escribo, de no ser a ti. ¿Dónde está mi pobre y sencilla vida de trabajo, la de antaño? Digo antaño porque ya queda lejos. No la añoro porque no añoro nada. Como tú dices, eso forma parte de mi sistema. Si ha ocurrido es porque así debía ser. Además, saboreo tanta dulzura al pensar en ti, ¡doy vueltas a tu recuerdo en mi corazón con un encanto tan profundo! Veinte veces al día te pongo ante mis ojos con los vestidos tuyos que conozco, con los gestos de cabeza que he visto en ti. Te desnudo y te visto alternativamente. Veo tu cabeza a mi lado, sobre la almohada. Tu boca se adelanta, tus brazos me rodean. En el sublime egoísmo de tu amor, disfrutas con la hipótesis de un niño que podría nacer. Lo deseas, confiésalo, lo anhelas como un lazo más que nos uniría, como un contrato fatal que soldaría nuestros dos destinos. Ha de tratarse de ti, querida, amiga demasiado tierna, para que no te reproche un deseo tan espantoso para mi felicidad. Yo, que me había jurado no atar existencia alguna a la mía, ¡dar nacimiento a otro! Si ocurre no me quejaré. ¿Quién sabe incluso si, en la estúpida inconsecuencia de nuestro corazón, el hombre no experimentaría un espasmo de dicha divina? ¡Yo querría a ese hijo nuestro! Si tú murieses lo educaría, y mi triste ternura se volvería hacia él. ¡Pero sólo la idea me da frío en la espalda! Y si, para impedirle venir al mundo, tuviera yo que salir de él, ahí está el Sena, me arrojaría a él de inmediato con un obús del dieciséis atado a los pies.
De mí no temas reproches ni rudezas. Ya tendrás tu ración de dolores. Los míos callarán y permanecerán en la sombra. Confieso que, dentro de quince días, quizá me vea libre de un peso enorme. La torpeza que he cometido me quedará siempre en el alma como la espada de Damocles: en todos nuestros arrebatos, esa previsión flotará sobre mi cabeza. ¡Qué más da! ¡Qué más da! Eso no es lo mejor de nuestro amor, no es más que la salsa, como diría Rabelais; la carne es tu alma.
Lloraste el miércoles por primera vez; creías que yo no era feliz. ¿Era cierto? Sí, lo era, como no lo he sido antes, tanto como soy capaz de serlo. Y lo seré aún más, pues te quiero cada vez más. Querría repetírtelo siempre, probártelo sin cesar.
Adiós, mil besos por todas partes; tuyo, el que te ama y a quien amas.
[Croisset] Miércoles, diez de la noche [26 de agosto de 1846].
Es una dulce atención por tu parte el enviarme cada mañana el relato de lo que hiciste la víspera. Por uniforme que sea tu vida, al menos tienes algo que decirme de ella. Pero la mía es un lago, una charca estancada a la que nada mueve y de la que nada sale. Cada día se parece al anterior; puedo decir lo que haré dentro de un mes, de un año, y esto me parece no solamente prudente, sino feliz. Así que casi nunca tengo nada que contarte. No recibo visita alguna, no tengo amigos en Ruán; nada penetra hasta mí desde el exterior. No hay oso blanco, subido en su hielo polar, que viva en un olvido de la tierra más profundo que yo. Mi naturaleza me lleva a ello desmedidamente, y en segundo lugar, conseguirlo ha requerido su arte. Me he cavado mi agujero y en él me quedo, velando por que haga siempre la misma temperatura. ¿Qué me enseñarían esos famosos periódicos, que tanto deseas verme tomar por la mañana, con una rebanada de pan y mantequilla y una taza de café con leche? ¿Qué me importa todo lo que dicen? Las noticias me inspiran poca curiosidad; la política me carga; hago pestes de las novelas por entregas; todo eso me embrutece o me irrita. Me hablas de un terremoto en Livorno. Aunque abriera la boca al respecto, para dejar escapar las frases consagradas en semejante caso: «¡Es lamentable! ¡Qué horrible desastre! ¿Será posible? ¡Ay, Dios mío!», ¿devolvería a la vida a los muertos y sus bienes a los pobres? En todo ello hay un sentido oculto que no comprendemos, y, sin duda, de superior utilidad, como la lluvia y el viento; porque el granizo haya roto nuestras campanas para melones, no hay que querer suprimir los huracanes. ¿Quién sabe si la ráfaga que tira un tejado no ensancha todo un bosque? ¿Por qué el huracán que destroza una ciudad no podría fecundar una provincia? ¡Ahí está nuestro orgullo! Nos erigimos en centro de la naturaleza, finalidad de la creación y razón suprema de ésta. Todo lo que vemos que no se adecúa a esto, nos asombra; todo lo que se nos opone, nos exaspera. ¡Lo que he oído, misericordia divina! ¡Las magníficas disertaciones que aguanté el año pasado, sobre la tromba de Monville! «¿Por qué ha ocurrido? ¿Cómo es posible? ¿Es concebible una cosa así? ¿Es la electricidad de arriba, o la de abajo? ¡En una semana, tres fábricas derribadas y doscientos hombres muertos! ¡Qué horror!» Y las mismas personas que decían esto, mientras hablaban, mataban arañas, aplastaban babosas, o, solamente para respirar, absorbían quizá por sus narices miríadas de átomos animados. (Monville, comprendes, fue una enfermedad para mí; lo vi desde demasiado cerca; oí hablar del asunto, discutir y babear todo un invierno; ¡estoy borracho de eso!) En cuanto a lo segundo de que me hablas, la proclama de Schamyl, puede ser algo curioso, es cierto; pero hay tantas cosas curiosas en este mundo, sobre todo para un hombre que puede decir como Angély: «Yo vivo por curiosidad», que si hubiera que verlas todas, no daríamos abasto. Sí, me disgusta profundamente el periódico, es decir, lo efímero, lo pasajero, lo que es importante hoy y no lo será mañana. No se trata de insensibilidad. Sólo que simpatizo igual de bien, quizá mejor, con las miserias desaparecidas de los pueblos muertos, en las que nadie piensa ahora, con todos los gritos que lanzaron y que ya no se oyen. No me apena más la suerte de las clases obreras actuales que la de los esclavos antiguos que hacían girar la rueda de molino; no más, o tanto. No soy más moderno que antiguo, más francés que chino, y la idea de la patria, es decir, la obligación en que se ve uno de vivir en un trozo de tierra señalado en rojo o en azul sobre el mapa, y de odiar los demás trozos de verde o de negro, siempre me ha parecido atroz, limitada y de una estupidez feroz. Soy el hermano en Dios de todo lo viviente, de la jirafa y del cocodrilo tanto como del hombre, y conciudadano de todos los inquilinos del gran caserón amueblado que es el Universo. No he entendido tu asombro, en cuanto a la belleza de aquella proclama.
Por mi parte, pienso que es porque: primero, es bárbaro, segundo, musulmán, y sobre todo fanático, por lo que ha dicho cosas hermosas. La poesía es una planta libre; crece allá donde no la siembran. El poeta no es sino el paciente botánico que escala montañas para ir a cogerla. Y ahora que he descargado mi corazón —pues ya hemos vuelto varias veces a este tema que no quieres comprender—, hablemos de nosotros, y besémonos dulce y largamente en ambos labios.
Ayer y hoy hemos dado un buen paseo; he visto ruinas, ruinas que amé en mi juventud y conocía ya, donde había venido a menudo con los que ya no están. Volví a pensar en ellos, y en los demás muertos que nunca he conocido y cuyas tumbas vacías pisaba. Sobre todo, me gusta la vegetación que crece en las ruinas; esa invasión de la naturaleza, que se echa en seguida sobre la obra del hombre, cuando la mano de éste ya no está para defenderla, me alegra con un gozo profundo y amplio. La vida viene a colocarse de nuevo sobre la muerte; hace crecer la hierba sobre los cráneos petrificados, y, en la piedra en la que uno de nosotros esculpió su sueño, la Eternidad del Principio reaparece con cada floración de mostazas amarillas. Me agrada pensar que algún día serviré para hacer crecer tulipanes. ¡Quién sabe! El árbol a cuyo pie me pongan dará quizá excelentes frutos; a lo mejor seré un soberbio abono, un guano superior.
¿Así que ese golfo de Fidias está totalmente cogido en las redes de la señora rubia? Con el tiempo que lleva, ¡cuántos filetes de buey habrá consumido! ¡Qué excelente y bondadosa naturaleza la suya! Te he visto censurar su lado flotante, prensible, maleable; pero hoy querrías que yo me pareciese a él, para ceder cuando me dices: «Quédate». Te asombras de que yo no haya tenido flaquezas; sí, las he tenido, las he tenido inmensas, contigo. Yo lo sé, porque las he sentido. En cuanto a esas partidas fijadas de antemano y en las que nunca he fallado, ¿no habría podido —si no te hubiera considerado superior— lanzarte una mentira anodina como se hace en semejante caso, aparentar ceder, y conceder a ruego tuyo lo que ya habría decidido de antemano? Pues no; a partir de la noche en que me besaste en la frente, me juré a mí mismo no mentirte nunca. Es el procedimiento más rudo, más brutal; ¿dirás, acaso, el menos tierno? Pero creo que obrar de otro modo sería despreciarte, envilecerte incluso. No estás hecha para que se te sirva con un amor falso y lleno de muecas. Preferiría rajarte la cara que burlarme de ti a tus espaldas.
¡Te ha hecho ilusión, pobre ángel mío, el ramillete festivo que te he enviado! No se me ha ocurrido a mí la idea de poner en mi carta esas flores significativas, pues no conocía su sentido simbólico. Es Du Camp quien me lo ha enseñado, aconsejándome que lo utilizara. Pensé que esa niñería divertiría a tu corazón. ¡Sí que ha divertido al mío! ¿Sabes lo que me ha conmovido en tu carta? Ese paseo por el Bois de Boulogne del que me hablas; me dio escalofríos. Me sentí en tu lugar; me vi, con los papeles intercambiados. ¡Y tu niña besándote las manos! Dale un beso de mi parte, por ello. También pienso a menudo en ese buen Bois de Boulogne. ¿Te acuerdas de nuestro primer paseo, el treinta de julio? ¡Cómo dormía Henriette en los cojines! Y el suave movimiento de los muelles, nuestras manos, y nuestras miradas, más entrelazadas que ellas. Veía brillar tus ojos en la noche, tenía el corazón tibio y blando… Bebía con éxtasis los largos efluvios de tus pupilas fijas en las mías… ¿Cuándo volverá todo eso? ¿Quién lo sabe? ¡Oh, no me acuses de olvidarte, no me acuses nunca! Sería una crueldad infame. Quiéreme siempre, pues también yo te quiero incesantemente.
Adiós, mil besos en tu hermosa garganta, en esos pechos que ofreces a mis labios con una sonrisa tan dulce, cuando dices: «¿Te gusto? ¿Me quieres?». ¿Si me gustas? ¿Si te quiero? Un sordo que me viera escribirte lo sabría. No tendría más que mirar mi cuerpo. Adiós otra vez, mil cariños…
No temas, querida mía; he recibido tu carta, en la que me hablas de tu sangre, que ha de volver el día 10.
[Croisset] Domingo, dos de la tarde [30 de agosto de 1846].
¡Qué ira, Dios mío! ¡Qué acritud, picante y salada! Pero ¿qué significa esto? ¿Te gustan las riñas, las recriminaciones y todos esos amargos forcejeos diarios que terminan por convertir la vida en un auténtico infierno? No entiendo nada; te quejas de mis durezas; pero me parece que nunca te he enviado una como las tuyas. Quizá te las haya enviado más fuertes, dirás. A cada uno su idea.
Pero veo en tu carta de esta mañana algo más, como una decisión premeditada de estar agria o parecerlo. ¿Quién sabe? ¿A lo mejor es una tentativa, una prueba? Me reprochas sin cesar que me doy tono, soy teatral, orgulloso, presumo de mis tristezas como un matón de sus cicatrices. Según tú, te entristezco a placer, fingiendo llorar para ver correr tus lágrimas. Es una idea atroz.
¿Cómo puedes quererme, si me consideras un personaje tan mezquino? Entonces, es que me desprecias. ¿Quizá, efectivamente, me desprecias? Sin duda has llegado ya a arrepentirte; ves que te has equivocado, y me acusas a mí por esa ilusión perdida.
Recuerda que mis primeras palabras para ti fueron un grito de advertencia; y cuando nos vimos arrastrados juntos por el torbellino, no paré de decirte que escaparas mientras aún era tiempo. ¿Eso era vanidad? ¿Era orgullo? ¿No habría podido, al contrario, mentir, engrandecerme, erguirme, hacerme sublime? ¡Habrías creído que lo era! Entonces habrías creído que era bueno, por haber sido hipócrita.
¿Qué decirte? ¿Qué hacer? Me pierdo. Me hace falta valor para escribirte, al estar convencido cada vez de que cuanto te escribo te hace daño. Las caricias que hacen los gatos a sus hembras las llenan de sangre, y en mitad de sus placeres cambian golpes. ¿Por qué repiten? La naturaleza los empuja a ello. Yo soy igual: cada palabra mía es una herida que te causo; cada arrebato de ternura lo tomas como un ultraje. ¡Pobre querida mía! No esperaba todo esto, ni en la previsión más alejada de todos los infortunios posibles.
¿Has podido pensar que si tuvieses un hijo mío te querría menos? Al contrario, te querría más, mil veces más. ¿No quedarías más ligada a mí por el dolor, por el agradecimiento e incluso por la compasión? Esta última palabra a lo mejor también te desagrada. Pero no la tomes en su sentido vulgar y estrecho. ¡Tómala por lo más íntimo, más emocionado, más desinteresado que lleva en sí! Piensas que a causa de esa continua aprensión de una vida futura que puede resultar de un minuto de extravío, ya no habrá entre nosotros ni ímpetu ni arrebato. Al contrario: para mí es ese ímpetu lo que turba el amor, ya que después de él surge el remordimiento. ¿Por qué mezclar la idea de una horrible desgracia para ti con la felicidad que me das? Si habitualmente no tengo sentido común, como me lo repites, me parece que en este punto no soy yo quien carece de él. Si no buscase más que mi placer, si no pidiera al amor más que sus goces físicos, mis modales —esto le resultará claro a todo el mundo— serían diferentes. Vamos ya, amiga querida, aún no soy tan grosero como dice usted, y aún hay algo que me gusta más que su hermoso cuerpo; es usted misma. ¿Sabes lo que te falta a ti, o mejor, por dónde pecas? Por la inteligencia. La ves donde no la hay, en los sitios donde a nadie se le ha ocurrido ponerla. Desarrollas, amplificas, lo exageras todo. ¿De dónde diablos has sacado que yo te haya dicho algo parecido a esto: «que nunca había querido a las mujeres a las que había poseído y que aquellas a las que amé no me concedieron nada»? Te dije sencillamente que había amado durante seis años a una mujer que no lo supo en su vida; le hubiera parecido una tontería. Ahora sí que me lo parece a mí. Además, hasta llegar a ti, no he amado porque no quería amar; eso es todo. No creas, pues, que pertenezco a la raza vulgar de esos hombres que se asquean después del placer, porque el amor no existe en ellos sino en virtud del deseo. No, lo que se yergue en mí no decae tan aprisa. Si crece el musgo en los edificios de mi corazón apenas están construidos, hace falta tiempo para que caigan en ruinas, si alguna vez caen del todo. Búrlate cuanto quieras de mí, de mi vida, de este orgullo desmesurado que acabas de descubrir (eres la Cristóbal Colón de ese descubrimiento) y de mis creencias panteístas; en todo ello no hay la menor gana de distraerte y de parecer original. No presumo de rarezas. Si las tengo, tanto peor o tanto mejor. Leeré las palabras de Descartes a Campanella al respecto: pero no creo que me prueben lo contrario. Hay que tener la pasión por lo excéntrico para descubrirlo en mí, que llevo la vida más burguesa y más ignorada de la tierra. Moriré en mi rincón sin que puedan, así lo espero, reprocharme ni una mala acción ni una mala línea, por la razón de que no me ocupo de los demás y no haré nada para que se ocupen de mí. No acabo de captar lo extravagante de una vida tan vulgar. Pero por debajo de ésta hay otra, otra secreta, radiante e iluminada para mí solo, y que no abro a nadie porque se reirían de ella. ¿Es tan descabellado?
No temas que haya enseñado tus cartas a quien sea; no, puedes estar segura. Du Camp sólo sabe que escribo a una mujer de París, que quizá este invierno necesitará su ayuda para nuestras cartas; cada día me ve escribirte, pero aún no sabe tu nombre. Como por su lado hace lo mismo, no tiene nada que preguntarme, ni yo a él. Únicamente, el otro día me prestó el sello donde está su divisa.
Siento que no venga Fidias.
Es un hombre excelente y un gran artista; sí, un gran artista, un auténtico griego, y el más antiguo de todos los modernos, un hombre que no se preocupa de nada, ni de política, ni del socialismo, ni de Fourier, ni de los jesuitas, ni de la Universidad, y que, como el buen artesano, arremangado, ahí está haciendo su trabajo de sol a sol, con ganas de hacerlo bien y amor por su arte. Todo está ahí: amor al Arte. Pero me detengo. También esto te irrita: no te gusta oírme decir que me preocupo más por un verso que por un hombre, y que estoy más agradecido a los poetas que a los santos y a los héroes. ¿Qué habrían pensado en Roma, en tiempos de Horacio, si alguien hubiera ido a decirle:
«¡Oh, buen Flaccus, ¿qué es de vuestra oda a Melpómene? Habladme de vuestra pasión por el muchachito que Polión os ha cedido; ¿vais a escribir sobre él en asclepiadeos o en yambos? Todo lo que decís me preocupa mucho más que la guerra de los partos, que el colegio de los flaminios y que la ley Valeria, que quieren volver a discutir…».
Sin embargo, había algo más serio que los hombres que morían por la patria, que los que rezaban por ella, y que los que se esforzaban por hacerla más dichosa: eran los que cantaban, puesto que sólo ésos sobreviven. Se han descubierto nuevos mundos donde leerles, se ha inventado la imprenta para difundirlos allá. ¡Ah, sí! El amor de Glicera o de Lícoris aún pasará por encima de todas las civilizaciones futuras. El Arte, como una estrella, ve rodar la tierra sin conmoverse, chispeando en el azul; lo Bello no se despega del cielo.
¡Pero, bueno! Todo esto te incomoda. ¿Qué decirte, entonces? Que te beso. Apenas tengo espacio, pero aún así te envío, a través de estas líneas apretadas, un beso largo y tierno, como entre barrotes.
[Croisset] Miércoles, once de la noche [2 de septiembre de 1846].
¡Qué buena y dulce era tu carta de esta mañana, pobre amiga mía! He visto las lágrimas que habías derramado al escribirla, y que habían manchado, aquí y allá, algunas palabras. Tu dolor me aflige; me quieres demasiado, tu corazón es demasiado pródigo. En los consejos de Fidias hay cosas excelentes; sólo que es fastidioso que los consejos, casi siempre, tengan algo fastidioso: y es que no pueden seguirse. Si pudieras imitarle, a ese buen Fidias, estarías más tranquila, ya que no más feliz. Ése es un hombre prudente, y que no pide a la vida más alegrías de las que conlleva, no va buscando el perfume de los naranjos bajo los manzanos de sidra. Por eso, ¡qué orden hay en su ser! ¡Cómo prosigue su obra, sereno y fuerte! El Arte, ya lo ves, se lo agradece y le recompensa mediante las viriles satisfacciones que le procura.
¡Qué buen tiempo hace esta noche! ¡Cómo descansa todo! No oigo más que el tictac de mi reloj, y apenas el ruido del aire que pasa entre los árboles. El río brilla bajo la luna, las islas están negras, el césped verde esmeralda. Quieres venir aquí, heroína mía; en una noche semejante es cuando sería agradable recibirte.
Me imagino tu cabeza y tu garganta desnudas, iluminadas por el astro pálido. Veo brillar tus ojos en la sombra azul.
¿Sabes que sería regio, magníficamente hermoso? Tú, recorriendo sesenta leguas para pasar unas horas en el pequeño kiosco de allá… ¡Pero para qué soñar con semejantes locuras! Es imposible: toda la región lo sabría al día siguiente; habría historias odiosas hasta más no poder.
Aún así, un beso muy largo, por haber pensado en ello. ¡Gracias por ese impulso! Lo he comprendido. He sentido nuestras dichosas angustias recíprocas, tú llegando y aguardando la señal convenida, yo acechando la hora y espiando tu llegada.
Cuando vuelva a verte, verdad, no llorarás demasiado; no me afligirás demasiado. Serás buena; lo necesito; debes serlo. Veo correr tantas lágrimas, que de verdad necesito sonrisas. Pronto, espero, de aquí a pocos días, podremos vernos. Du Camp regresa a París y nos vienen aquí unos parientes de Champaña, una sobrina de mi padre, con su legítimo y sus hijos. Iré a acompañarla en teoría hasta Gaillon, para ir a ver juntos el castillo Gaillard, que está a una legua. En vez de eso, iré hasta Mantes, donde me quedaré hasta el tren de las seis, que me traerá aquí a las ocho. Tal es mi plan. Lo preparo ya con mucho tiempo. ¡Con tal que mi cuñado no tenga la desdichada idea de acompañarnos! Con tal que mi propia madre no tenga esa idea; pues tenemos en Andelys (lugar donde se halla el castillo Gaillard) unos amigos íntimos a los que no ha visto desde hace tiempo, y querrá acaso aprovechar la ocasión. Tú saldrías de París a las nueve de la mañana; estarías en Mantes a las diez cincuenta; yo llegaría a las once y diecinueve. Tendríamos cinco horas largas para nosotros. Es muy poco; siempre sería algo, pues no preveo la posibilidad próxima de un viaje a París. Cuando volvamos a despedirnos, aún será para una ausencia más larga. Habrá que hacerse a ello y aceptarlo como una imperfección de nuestro pobre amor imposible de evitar.
Nos escribiremos; pensaremos uno en el otro; trabajarás (¿me lo juras?); tratarás de crear alguna obra grande, en la que pongas todo tu corazón.
Pues, bueno, más vale que ames al Arte que a mí. Ese afecto nunca te faltará; ni la enfermedad ni la muerte lo dañarán. Adora la Idea; sólo ella es verdadera, porque ella sólo es eterna. Ahora nos queremos; quizá nos amemos más aún. Pero ¿quién sabe? Llegará un tiempo en que acaso no recordemos nuestros rostros. ¿Has oído alguna vez a los viejos contarte la historia de su juventud?
Conozco a uno que, hace algunos meses, me narró con detalle un gran amor que le había durado cerca de veinte años. Durante los siete primeros años de haberse separado de su amante, escapaba de su casa por la mañana, antes del alba, e iba a cuatro leguas de allá, a pie, para ver si había llegado carta a una estafeta de correos. Las cartas venían irregularmente, según caía, cuando la pobre mujer había podido escribir; el amante volvía, pues, como había venido, a veces con su querido botín, casi siempre sin nada. Volvía a casa saltando las tapias, y se acostaba de nuevo para que no se notase nada. ¡Así pasó siete años —siete años— sin verla! Se volvieron a ver una vez, y después no se vieron nunca más. Poco a poco, dejaron de escribirse y se olvidaron. La mujer murió; el hombre, después, tuvo otros amores, y ya está. Así es la vida. Él mismo lo cuenta como una cosa sencillísima y lo es, en efecto. Los nudos más sólidos se desatan por sí mismos, porque la cuerda se gasta. Todo se va, todo pasa; el agua corre y el corazón olvida.
Es una gran miseria, pero hay que agradecérsela a Dios, que no ha considerado el alma de su criatura lo bastante amplia como para contener la suma de cada día, amontonada sobre la de los días precedentes. Además, una pena se lleva otra; cuando duelen las muelas, no se sienten los sabañones. Sólo queda escoger el mal más ligero; ahí está toda la sabiduría. Pero aún no te olvido, lo sabes muy bien. No ha llegado la hora. Habrá tiempo para pensar en eso cuando estemos en esa situación. No te afanes en ser desdichada. Piensa siempre que te quiero, dítelo, complácete en esa idea; ponla aparte en tu corazón, no para turbarlo y llenarlo hasta los bordes, sino para confortarlo y penetrarlo con calor. Si quieres, hazle tomar un baño de amor, a tu pobre corazón; pero no lo ahogues. […]
Adiós, querida amada mía, mil besos en tus dulces ojos. Contéstame si te gusta mi proyecto. Sería, creo, dentro de tres o cuatro días. No sé. Te avisaré a tiempo. ¡Ojalá nos proteja la fortuna! Siempre desconfío de ella. Es una grandísima coqueta; cuando te hace carantoñas, es porque va a rechazarte con bríos renovados.
Adiós, tuyo y en ti.
[Croisset] Medianoche del viernes [4 de septiembre de 1846].
Querías que viniese el domingo. También yo pensé, ves, en que nos reuniéramos. Siempre coincidimos en nuestros anhelos, en nuestros deseos. Cuando dos seres se quieren, son como los hermanos siameses unidos entre sí, dos cuerpos para un alma. Pero si muere uno antes que el otro, ha de remolcar un cadáver. No temas por mí; no siento que llegue la agonía. Así que nos volveremos a ver pronto. Está ya arreglado mi pequeño viaje a Andelys (léase Mantes). Como hace falta hora y media para ir, y basta una hora para ver el castillo Gaillard, volveré a dormir aquí (de otro modo es imposible), pero en el último tren, que me recogerá allá hacia las diez. Tendremos toda una hermosa tarde para nosotros. Digo tendremos sin saber si has aceptado mi proyecto; pero mañana, al despertar, aguardo una buena carta tuya, toda chispeante de gozo, en que me digas: acude. ¿Estás contenta de mí? ¿Es eso? Ya ves que, cuando puedo verte, me arrojo sobre la más pequeña ocasión como un ladrón en ayunas, la cojo a dos manos y no la suelto. Du Camp marcha de aquí probablemente el miércoles próximo (o el jueves, a más tardar). Así pues, hasta el miércoles. Te mandaré la hora exacta de los trenes para que no haya malentendidos entre nosotros, y te escribiré la hora exacta en que debes salir de París. ¿Te nos imaginas aguardándonos, buscándonos entre la multitud, encontrándonos, marchándonos juntos y solos? Tendremos que contenernos; me costará mucho impedirme besarte delante de todo el mundo. Iremos a alguna buena posada bien tranquila. ¡Seremos nuestros, solamente nuestros! Serán otra vez unos buenos momentos, mira. ¿Qué importa el futuro? ¿Llegará siquiera? ¿Quién sabe si habrá mañana? Aún no he recibido el envío de Fidias, que me ha —y que tú me has— anunciado. Primero quisiste incluir en él tu estatuilla. Pero no tendría ningún sitio secreto en que ocultarla. Tengo ya tantas cosas tuyas, que podría terminar por resultar sospechoso. ¡La menor broma al respecto me heriría en lo más vivo, y quizá me descubriría! Ahí está tu retrato, muy cerca de mí, a tres pasos de mis ojos. Me he reído bastante esta mañana al leer tu diálogo con Fidias a propósito de Marin y su modelo. ¿Es posible que lo que nuestro amigo te dijo sobre esa criatura haya podido causarte una sombra de inquietud? Para tener semejantes ideas, ciertamente, hay que ser tú. Ahora celos; ¿y de quién? ¡De eso! Me habría gustado estar ahí para ver tu cara y hacerte reír de inmediato a costa tuya. Primero, esa mujer es atrozmente fea; no tiene a su favor más que un gran cinismo, lleno de ingenuidad, que me divirtió mucho. También vi en ella la expansión de las furias de la naturaleza, cosa siempre hermosa de ver. Además, ya sabes que me gusta bastante ese tipo de cuadros; en mí es una afición innata. Me gusta lo innoble. Es lo sublime de abajo. Cuando es auténtico, es tan raro de encontrar como el de arriba. El cinismo es algo maravilloso, en cuanto es la carga del vicio, y al mismo tiempo su correctivo y su aniquilación. Todos los grandes voluptuosos sony muy púdicos; hasta ahora no he visto excepciones. Y además, vuelvo a pensarlo, pues me sorprendió mucho tu confesión: aun cuando esa mujer, después de todo, fuera hermosa, y aunque hubiera habido, como dice el maestro en su casto lenguaje, algo entre nosotros dos, ¿te causaría dolor? Las mujeres no entienden que pueda amarse en distintos grados; hablan mucho del alma, pero el cuerpo les interesa sobremanera, pues ven todo el amor puesto en juego en el acto del cuerpo. ¡Se puede adorar a una mujer, e ir cada noche a acostarse con putas, o tener otra amante, e incluso quererla! Eso parecerá más raro, y no obstante es cierto. Ea, no te enfurruñes; creo que aquí no aludo a mí mismo: vivo como un cartujo. ¡Pero sólo hasta el miércoles!
Adiós, amor querido, mil besos en tus dulces ojos.
[Croisset] Jueves, once de la noche [10 de septiembre de 1846].
Me quedé yo el último. ¿Viste cómo te miraba hasta el final? Volviste la espalda; te marchaste y te perdí de vista. Me llamaste en la estación, pero no quise ir. Cuando me dijeron al extremo de la fila de coches que no se podía pasar, tuve de inmediato la intención de cruzar de un salto, de hacer como ese joven cuyo ejemplo me invitabas a seguir. Pero pensé que te besaría, pues tus labios me llamaban con un atractivo encantador, y no quise entonces mezclar una amargura más a nuestra separación.
¿Sabes que fue nuestro día más hermoso? Nos amamos mejor aún; experimentamos placeres exquisitos. No, no estoy cansado esta noche. Antes he dormido tres horas, y si estuvieras aquí, me volverías a encontrar como ayer, fresco, vigoroso, ardiente.
He inventado una historieta que mi madre se ha creído, pero la pobre mujer estuvo ayer muy inquieta. Vino a las once al ferrocarril; pasó la noche sin dormir y atormentándose. Esta mañana la he encontrado en el andén, en un estado de extrema ansiedad. No me ha hecho reproche alguno, pero su rostro era el mayor reproche de cuantos puedan hacerse. ¡Ay, ese buen hotel de Mantes, y nuestro barquero, y el inteligente funcionario del ferrocarril! ¡Qué lejos queda ya todo eso! ¡Qué llenas han sido esas veinte horas!
Me enorgullecí de lo que me dijiste, que jamás habías saboreado una felicidad semejante. Tu gozo me enardecía. Y yo, ¿te gusté? Dímelo; me agrada.
¿Cuándo volveremos a vernos?
Te lo ruego, te conjuro a ello; no me acuses nunca de no verte más a menudo. No te imaginas cuánto me aflige y me hiere. ¿Es culpa mía? No lo será nunca. Pero no veo circunstancias próximas; será dentro de mucho tiempo. Ahora, resignémonos de antemano; hazte a esa idea.
¿No entendiste que, igual que la gente que marcha sin saber cuándo volverá, me embriagaba de amor por anticipado? Era la orgía de mi corazón. Quizás así nos amemos durante más tiempo, excitados como estaremos por un deseo no saciado.
Todo fue agradable, ¿verdad? Nada nos molestó, y nada te dije, me parece, que te afligiese, ni tú a mí. ¡Qué hermoso recuerdo! Es como para encargar una misa conmemorativa.
De regreso aquí, he comido prodigiosamente, sobre todo solomillo. Me he reído por dentro, al pensar en la comparación que tanto le gusta a Fidias. Después de haberme llenado el estómago, me he echado en mi sofá, donde me he dormido de inmediato.
Acabamos de cenar a las nueve, debido a esos parientes de los que te hablé, que han llegado muy tarde. Pero antes de acostarme he querido, siguiendo mi promesa, enviarte un beso más, eco debilitado de los que ayer a estas horas sonaban tan fuerte en tu hombro cuando me gritabas: «¡Muérdeme! ¡Muérdeme!» ¿Te acuerdas?
Adiós, hermosa mía, piensa en todo lo que hicimos. He releído tus versos, gracias; ahora ya no tengo más que a ellos. Adiós otra vez, mil caricias, de las más cálidas, de las que prefieres. Ama siempre, y no me acuses nunca. Yo siempre te perdonaría, hicieras lo que hicieras. Sí, volvería a ti; me parece que me vería forzado a ello. Me dijiste una cosa que me hizo mucha ilusión, «es que, aunque nos separásemos, conservaríamos siempre un buen recuerdo uno de otro». Sí, es cierto. Adiós, querida, adiós, tuyo en cuerpo y alma.
[Croisset] Sábado por la noche [12 de septiembre de 1846].
Has estado enferma, pobre ángel mío; quizás ambos somos la causa. Si hubiéramos tenido tiempo nos habríamos matado. Tenía ganas. ¡Qué felices éramos! ¡Qué locos y jóvenes! No vuelvo de mi asombro, aún tengo el corazón arrebatado. ¡Qué pocos días de ésos hay en la vida! Tú misma lo sientes cuando me dices, aún esta mañana, que siempre conservaré un verdadero afecto hacia ti. Es decir, que también piensas que el amor, como todas las piezas musicales que se cantan en nuestro interior, sinfonías, cancioncillas o romanzas, tiene su andante, su scherzo y su finale. Así que también tú has sondeado el abismo y has visto el fondo allá donde creías que no lo había. ¿Sabes que eso es bueno e inteligente, la previsión futura de otro sentimiento tan sólido como el nuestro, cuando éste acabe, si acaba?
Sí, desde el miércoles te quiero de otra manera; me parece que estamos más unidos, que somos más íntimos, que menos cosas externas pueden influir en nuestra unión; que, aunque estuviéramos mucho tiempo sin vernos, no importaría, y por último (¿crees tú lo mismo?) que nuestro amor se ha vuelto más serio, a la vez que perdía la apariencia de serlo. ¿Quieres saber el motivo? Es que hemos sido, sobre todo, sinceros; que nos hemos abandonado a la naturaleza sin artificio, sin perturbarnos la mente, como unas pobres criaturas ingenuas que lo hicieran por primera vez. Por eso no he sacado de esto amargura alguna, sino al contrario, una exquisita tibieza que me sostiene en un voluptuoso ensueño.
Sin embargo, ayer y hoy he estado espantosamente triste, de esas tristezas como las que tenía en mi juventud, capaz de tirarme por la ventana para librarme de ellas. Entonces es cuando se desea todo lo que no se tiene, y todo lo que se tiene obsesiona. Entonces es cuando desea uno hacerse renegado, camaldulense, pirata, lo que sea, para salir al menos, aunque sólo fuera en sueños, del horrible ambiente en que se asfixia. Sí, llevo cuarenta y ocho horas aburriéndome prodigiosamente. Es la reacción de la dicha del otro día. Cada alegría hay que pagarla con un dolor, ¿qué digo con uno?; ¡con mil! Así pues, hago bien en no buscarlas demasiado. La felicidad es un placer que te arruina.
Sin embargo, esta noche he vuelto a ponerme a trabajar, aunque forzándome. Desde hace seis semanas más o menos que te conozco (expresión decente), no hago nada. No obstante, hay que salir de ahí. Trabajemos, lo mejor posible; después, nos veremos de vez en cuando, cuando podamos; nos concederemos una buena bocanada de aire, nos devoraremos hasta matarnos; y volveremos a nuestro ayuno. ¿Quién sabe? Acaso es el mejor método para trabajar bien y para amarse bien. ¿Quién podría sostener que, viviendo siempre juntos, no llegaríamos a cansarnos uno de otro? Habría sospechas, quizá celos; de ahí acritudes, enfados. Acabaríamos por seguir viéndonos por terquedad o por hábito, y no por atracción como ahora. No lo creo, sin embargo. ¡Eres demasiado buena, demasiado dulce, demasiado abnegada para ser como las demás mujeres, que son tan egoístas, tan ávidas del hombre al que aman!
Me quieres mucho, sí, lo sé; tendría que ser muy malvado y muy estúpido para no sentirlo, para no corresponderte. El otro día me admirabas. (Sí, leía la admiración en tus ojos; ¿qué leías en los míos?) Me encontraba fuerte y ardiente. Pues bien, ahora me parece que estaba frío, que habría podido colmarte de más caricias y ardores y que, a la primera ocasión, borraré el recuerdo de esta noche como ésa había borrado el de la anterior. ¿No dudas ya de mí, verdad, querida Louise? Estás segura de que te quiero, de que te querré aún durante mucho tiempo. Y no te hago juramentos, no te prometo nada. Conservo mi libertad, como tú la tuya, y «cuando empieces a dejar de gustarme, no te lo haré sentir con excesiva dureza»; son expresiones tuyas.
¡Oh, pobre mujer! No sabes cuánto me ha conmovido eso. Mira, creo, al contrario, que empiezas a gustarme más. Recuerdo tu rostro bajo tu pañuelo de noche, con tus dos rizos, cuando estabas sobre mí, suspendida sobre mí… te brillaban los ojos, te temblaba la boca, te castañeteaban los dientes… y la cálida suavidad de tu cuerpo cuando lo sentí por primera vez, acostados uno junto al otro. ¿Recuerdas la embriaguez que sentí? Adiós, recibe aquí todos mis besos, los que te he enseñado, dijiste, los que quisiera dedicar ahora a cubrir todos tus miembros. Me imagino que estás aquí y que desfalleces bajo su presión… Adiós, en tus labios, mi amor. […]
[Croisset] Domingo por la noche [13 de septiembre de 1846].
Estoy atormentado por tu salud, pobre corazón mío, por tus vómitos, por esa maldita sangre que no vuelve. Te sigo instando a que te asegures sobre tu estado lo antes posible. Consulta al respecto a tu médico. Si es un poco inteligente, te comprenderá en seguida, o ve a consultar a otro, uno bueno, con tal que no te conozca. Dile que te ha ocurrido a veces, y pregúntale qué se podría intentar para estar seguros de la cosa. Antes de exponerte a ese viaje, hay que saber a qué atenerse, ¿no? Y si no intentas lo que te aconsejo —un remedio para hacer que vuelvan los ingleses—, ¿cómo vas a estar nunca segura de su ausencia? Ocurre bastante a menudo que un motivo moral baste para retenerlos, una emoción, cualquier cosa. Serías muy loca si fueras allá a prevenir un mal que no existiera. Creo que esta opinión es muy prudente, te animo, te suplico que la sigas. Quema también esta carta, es más prudente, hay que pensar en todo. No hagas locuras, no tentemos a la desgracia, ya sabes cómo acecha a sus víctimas. Si quieres, te mandaré la dirección de una consulta que por anticipado te garantizo que es buena. Reflexiona sobre todo esto y contéstame en seguida al respecto.
Estoy triste, aburrido, horriblemente fastidiado. Vuelvo a estar, como hace dos años, con una sensibilidad dolorosa. Todo me hace daño y me desgarra; tus dos últimas cartas me hicieron latir el corazón casi hasta romperse. Me conmueven tanto cuando, al desdoblarlas, el perfume del papel me sube a la nariz y el aroma de tus frases acariciadoras me penetra en el corazón. No abuses de mí; ¡me das vértigo con tu amor! Sin embargo, hemos de persuadirnos de que no podemos vivir juntos. Hay que resignarse a una vida más chata y más pálida. Quisiera ver cómo te habitúas a ello, cómo mi imagen, en vez de quemarte, te da calor; cómo te consuela en vez de desesperarte. ¿Qué quieres? Querida amiga, ha de ser así. No podemos estar siempre en esas convulsiones del alma cuya muerte son los abatimientos que las siguen. Trabaja, piensa en otra cosa; tú que tienes tanta inteligencia, usa algo de ella para tranquilizarte. Yo estoy ya sin fuerzas. Sentía tener suficiente valor para mí solo; ¡pero para dos! Mi oficio es sostener a todo el mundo, y estoy roto. No me aflijas más con tus arrebatos, que hacen que me maldiga a mí mismo, sin ver remedio, no obstante.
Mi madre estaba ayer en mi cuarto mientras estaba yo arreglándome. Tenía a la niña en brazos. Me traen tu carta; la coge, mira la escritura y dice medio en broma, como dirigiéndose a la niña, y medio en serio: «¡Ya me gustaría saber lo que hay dentro!». Contesté con una risa bastante tonta, que quería resultar cómica, para quitarle de la mente cualquier hipótesis seria. No sé si sospecha algo; podría ser. La regularidad del cartero es algo prodigioso.
En tu envío de esta mañana hay una palabra cuyo sentido no he comprendido, creo. ¿Qué entiendes por traición, aplicada a mí? ¿Quieres decir: si yo quisiera a otra mujer? Pero ¿qué entiendes por «querer»? Ya sabes que no hay palabra más elástica. ¿No se dice igual, al emplearla, «quiero las botas con vueltas» y «quiero a mi hija»?.
Exageras mi entorno cuando comparas tu soledad con la mía. ¡No! Soy yo quien está solo, quien siempre lo ha estado. ¿No te fijaste incluso el otro día, en Mantes, en dos o tres ausencias que te hicieron exclamar: «¡Qué carácter tan raro! ¿Con qué estás soñando?». ¿Con qué? No lo sé; pero eso que no has visto sino rara vez es mi estado habitual. No estoy con nadie ni en sitio alguno, no soy de mi país y ni siquiera, quizá, del mundo. Por mucho que me rodeen, yo no rodeo. Así, las ausencias que me ha dado la muerte no han traído a mi alma un nuevo estado, sino que han perfeccionado el que había. Estaba solo por dentro; estoy solo por fuera. ¿Qué tengo aquí? Gente que me quiere, y poco, una sola persona. ¡Pero ser amado no lo es todo! La vida no transcurre en efusiones de ternura. Eso es bueno, exquisito en raros y solemnes momentos. Lo que hace dulces los días es la expansión de la mente, la comunión de ideas, el relato confidencial de lo que se ha soñado, de lo que se desea, de todo lo que se piensa. ¿Hay aquí abajo muchos seres que tengan la misma opinión, siquiera sobre el modo en que hay que servir una cena o equipar un tiro de caballos? ¡Qué ocurrirá entonces en el campo del pensamiento puro! Además, he observado lo siguiente: es un axioma que escribí en alguna parte y con deliberación antes de que la práctica de estos últimos diez meses me lo confirmara: «Son aquellos a quienes más queremos quienes más nos hacen sufrir». Medítalo, y verás que mi interior no es tan alegre como lo piensas.
He de reñirte por algo que me choca y me escandaliza, y es lo poco que te importa ahora el Arte. Que mires así a la gloria, bien, te apruebo. ¡Pero el Arte, lo único auténtico y bueno de la vida ¿Puedes comparar con él un amor terrenal? ¿Puedes preferir la adoración de una belleza relativa al culto de la auténtica? ¡Pues bien, lo digo, sólo eso tengo yo de bueno! (y en mí, sólo estimo eso): soy capaz de admirar. Tú mezclas con lo Bello un montón de cosas extrañas, lo útil, lo agradable, ¿qué sé yo? Dile al Filósofo que te explique la idea de la Belleza pura, tal como la expuso en su curso de 1819, y tal como yo la concibo; volveremos a charlar sobre esto la próxima vez.
Ahora estoy leyendo un drama hindú, Sakuntala, y estudio griego; mi pobre griego no va muy boyante, tu rostro siempre viene a situarse entre el libro y mis ojos…
Adiós, querida, sé buena, ámame bien y te amaré mucho, pues eso es lo que quieres, enamorada voraz. Mil besos y mil caricias.
[Croisset] Noche del martes al miércoles, una de la madrugada [15 de septiembre de 1846].
Si hubiese venido, lo habría aceptado con menos murmuraciones y quejas de lo que creías. Antes grito mucho, y mientras, poco. Temo el peligro mientras no existe. Una vez llegado, lo acepto sin pensar en él. Cuando era niño no tenía miedo ni de los ladrones, ni de los caballos, ni de la tormenta, pero sí de la oscuridad y de los fantasmas. Al crecer he seguido siendo bastante parecido. Pero, ya que el desenlace ha sido como yo quería, ¡tanto mejor! ¡Tanto mejor! ¡Un desgraciado menos en la tierra! ¡Una víctima menos para el hastío, el vicio o el crimen, para el infortunio seguro!
¡Mejor, si no tengo posteridad! Mi oscuro apellido se extinguirá conmigo, y el mundo proseguirá su andar, igual que si dejara uno ilustre.
La idea de la nada absoluta me gusta. Axioma: «Es la vida la que consuela de la muerte, y la muerte es la que consuela de la vida».
Piensa para ti qué molestias y qué preocupaciones habría sido. Llegaba yo, me aceptabas con la candidez sublime de tu amor ingenuo, me sacrificabas de inmediato, sin yo pedírtelo, tu cuerpo, tu alma, tu amor de mujer, el amor de los hombres superiores que te rodean; y para recompensarte, en el egoísmo personal de mi goce, te aplicaba yo un castigo tanto más terrible cuanto más querido para ti, que estabas resignada de antemano, ¡pobre ángel mío! ¡Aún estabas contenta, y lo lamentas ahora!
¡Cómo te beso! Estoy emocionado, lloro. ¡Ven, que te bese sobre ese pobre corazón que late por mí! ¡Qué buena, qué abnegada eres! Aunque hubieses nacido fea, tu alma resplandece en tus ojos y te hace encantadora, con un encanto que conmueve y enternece. No, jamás me han querido como tú me quieres; tienes razón al decirlo. Tampoco volveré a serlo. No ocurre más que una vez en la vida, para que uno la recuerde siempre y para que, al morir, bendiga ese recuerdo.
También me dices que, cuando ya no me gustes, no te lo haga sentir demasiado. Sería repugnante por mi parte; sería infame. ¡A ti! ¡A ti! ¿Que te haga sufrir adrede? ¡No! Si me ocurre eso, perdóname. Piensa entonces: es que no podía obrar de otro modo; es porque el cielo lo quería, pues si ya no me quiere, aún me quiere, estoy segura; de otro modo, pero me quiere.
Sé buena, trabaja, hazme algo grande, hermoso, sobrio, severo, algo cálido por debajo y espléndido en la superficie, para que pueda yo estar orgulloso de ello y para que, desde el fondo de mi agujero, cuando sepa que allá te aplauden, me diga: «¡Es ella la que lo ha hecho, mientras lo hacía pensaba en mí!».
¿Por qué rechazas tan duramente a ese buen Filósofo, que se da cuenta y te lo reprocha? ¿Qué crimen ha cometido ese pobre diablo para que lo maltrates? No descuides a tus amigos; sé con ellos como eras antes. No quiero quitarte nada, ¿entiendes? Al contrario, añadirte algo.
Me reí bastante con tu descripción de la entrada de Béranger en casa de Dumas, cuando vio a la dama en camisón. ¡Qué buen tipo ese Dumas! ¡Y qué distinción de modales! ¿Sabes que ese hombre, si carece de estilo en sus escritos, lo tiene en su persona, y rabiosamente? Él mismo daría pie para un bonito personaje, pero ¡qué lástima que tan hermosa disposición haya caído tan bajo! ¡La mecánica! ¡La mecánica! Producir lo más barato posible, en la mayor cantidad posible, para el mayor número posible de consumidores. No le leían tanto cuando escribía Angele. Ahora le lee todo el mundo, debido a que se bebe más habitualmente Médoc corriente que Lafitte. Por mucho que se diga, hay, hasta en las artes, popularidades vergonzosas; la suya entre ellas.
Trabajo bastante: todo el día griego y latín, y por la noche ¡Oriente! Pero, aunque estoy ocupado, no adelanto en nada. No tengo el espíritu libre; siempre sube a tu piso y se cuelga de tu alféizar para ver por las ventanas lo que ocurre. Mañana me enviarán de París un sillón para escribir; lo estrenaré escribiéndote. Eso traerá suerte a todo lo que escriba a continuación.
Adiós, querida, apoyo la cabeza en tu pecho y me duermo.
[Croisset] Viernes, diez de la noche [18 de septiembre de 1846].
[…] Me gusta mucho la «suculenta perdiz de Rosni» y «el cangrejo de gusto fino que pescan en el Sena»; eso es un error de geografía culinaria; ¡no creo que se pesquen cangrejos en el Sena, en Mantes! No importa, pero lo mejor es esto: «Comimos los dos, etc.», hasta «¡Qué comida, qué atractivo!». Aguardo la laguna con impaciencia. Es el punto más delicado. Siento curiosidad. El final es de bonito tono; pero deberías, al comienzo, tratar de intercalar algo para el inteligente empleado del ferrocarril. El magnetismo que atrae a dos seres ha de ser bien fuerte y bien auténtico, y se desprende de ellos de una manera sin duda irresistible, puesto que se hace comprender incluso por seres que le son extraños.
¿Me consideras, pues, un hombre muy alegre, para enviarme todos los chistes que eres capaz de recoger? Es una atención que me conmueve, pues en verdad que me gustan, sobre todo cuando son tan buenos como los de la señora Gay y su animoso esposo. Pero me parece que en ocasiones me tomas por lo que no soy. Una vez haces de mí una especie de «maldito» de melodrama, y a la siguiente me asimilas al viajante de comercio. Entre nosotros, no estoy tan arriba ni tan abajo; me vulgarizas o me poetizas demasiado. Siempre la furia femenina por negar las medias tintas y no querer, o poder, entender nada de los temperamentos complejos. ¡Y hay tan pocos temperamentos simples! Sin darte cuenta, dijiste algo de un alcance sublime: «Creo que no te gustan seriamente más que las caricaturas». Si se toma al pie de la letra, es horriblemente falso, pues me gusta mucho lo grotesco, pero siento poco lo ridículo, esa comicidad de convención. Pero si se quiere dar a esa expresión un significado más amplio, puede que haya en ella algo de verdad. ¡Pues no!, si vuelvo a pensarlo. Antes distinguía con bastante claridad en la vida las cosas bufonescas de las serias; ¡he perdido esa facultad! El elemento patético ha venido, para mí, a situarse bajo todas las apariencias alegres, y la ironía planea sobre todos los conjuntos serios. Así pues, el sentido en el que dices que disfruto con las farsas es inexacto; pues ¿dónde encontrarla, la farsa, desde el momento en que todo lo es? Ya sé, pobre vieja amiga (no te indignes por «vieja», es mi mejor expresión cordial), que no te gusta demasiado oír todo esto; pero ¿qué quieres? ¡Soy así! En cuanto al fatalismo que me reprochas, está anclado en mí. Creo en él firmemente. Niego la libertad individual porque no me siento libre; y en cuanto a la humanidad, basta con leer la historia para ver con bastante claridad que no siempre marcha como lo desearía. Si quieres entablar una discusión al respecto (que no será divertida), no me enfadaré. Pero acabemos con todas estas tonterías y besémonos, pues quiero agradecerte una vez más tu buena carta de esta mañana.
Me dices, ángel mío, que no te he iniciado en mi vida íntima, en mis pensamientos más secretos. ¿Sabes qué es lo que hay más íntimo, más oculto en todo mi corazón y lo que es más «yo» en mí? Son dos o tres pobres ideas de arte incubadas con amor; eso es todo. Los más grandes acontecimientos de mi vida han sido algunos pensamientos, lecturas, ciertas puestas de sol en Trouville al borde del mar, y charlas de cinco o seis horas consecutivas con un amigo que ahora está casado, y perdido para mí. La diferencia que siempre he tenido en mis maneras de ver la vida con las de los demás ha hecho que siempre (no lo suficiente, por desgracia) me haya encerrado en una solitaria aspereza de la que nada salía. Me han humillado tan a menudo, he escandalizado y hecho gritar tanto, que hace ya tiempo he llegado a reconocer que para vivir tranquilo hay que vivir solo y poner burletes en todas las ventanas, no vaya a entrar el aire del mundo. A mi pesar, siempre conservo un algo de ese hábito. Por eso, durante varios años, he rehuido sistemáticamente el trato con las mujeres. No quería trabas en el desarrollo de mi principio innato: ni yugos ni influencias. Había terminado por no desearlas ya en absoluto. Vivía sin las palpitaciones de la carne y del corazón, y sin tener conciencia siquiera de mi sexo. Ya te lo dije: tuve, casi de niño, una gran pasión. Cuando se acabó, quise entonces hacer dos partes, poner a un lado el alma, que reservaba para el Arte, y de otro el cuerpo, que tenía que vivir de cualquier manera. Luego llegaste tú y lo desbarataste todo. ¡Ahora regreso a la vida del hombre!
Has despertado en mí todo lo que dormitaba, o quizá se pudría. Ya he sido amado antes, y mucho, aunque soy de esos seres a los que se olvida pronto, más aptos para hacer nacer la emoción que para hacerla durar. Siempre me quieren un poco como algo raro. El , amor, después de todo, no es sino una curiosidad superior, un apetito de lo desconocido que te empuja a la tormenta, a pecho abierto y con la cabeza adelante.
Corrijo, y digo que me han querido; pero nunca como tú, y nunca ha habido tampoco entre una mujer y yo la unión que existe entre nosotros dos. Nunca he sentido en mí hacia ninguna una abnegación tan profunda, una propensión tan irresistible, una comunión tan completa. ¿Por qué dices sin cesar que me gusta el oropel, el tornasol, las lentejuelas? ¡Poeta de la forma!, ése es el gran ultraje que los utilitarios arrojan a los verdaderos artistas. Para mí, mientras no me separen en una frase dada la forma del fondo, sostendré que son dos palabras vacías de sentido. No hay pensamientos hermosos sin formas bellas, y recíprocamente. La Belleza rezuma de la forma en el mundo del Arte, como en nuestro mundo salen de ella la tentación, el amor. Igual que no puedes extraer de un cuerpo físico las cualidades que lo constituyen, es decir, color, extensión, solidez, sin reducirlo a una abstracción hueca, en una palabra, sin destruirlo, del mismo modo no quitarás la forma de la Idea, pues la Idea no existe sino en virtud de su forma. Supón una idea que no tenga forma, es imposible; igual que una forma que no exprese una idea. Ahí tienes un montón de tonterías, de las que vive la crítica. Se reprocha a la gente que escribe con buen estilo el descuidar la Idea, la finalidad moral; ¡como si la finalidad del médico no fuera curar, la del pintor pintar, la del ruiseñor cantar, como si la finalidad del Arte no fuera lo Bello ante todo!
Se acusa de sensualidad a los escultores que representan mujeres de verdad, con pechos que pueden dar leche y caderas que pueden concebir. Pero si, al contrario, hicieran ropajes rellenos de algodón y figuras lisas como postes, los llamarían idealistas, espiritualistas. ¡Ah, sí!, es cierto: descuida la forma, dirían; ¡pero es un pensador! Y los burgueses, entonces, venga a dar voces y a forzarse a admirar lo que les aburre. Es fácil, con una jerga convenida, con dos o tres ideas en boga, hacerse pasar por un escritor socialista, humanitario, renovador y precursor de ese porvenir evangélico soñado por los pobres y por los locos. Ésa es la manía actual; se avergüenzan del propio oficio. Hacer simplemente versos, escribir una novela, tallar mármol, ¡ni hablar! Eso valía antiguamente, cuando no teníamos la misión social del poeta. Ahora cada obra ha de tener su significado moral, su enseñanza graduada; hay que darle un alcance filosófico a un soneto, es preciso que un drama dé palmetazos a los monarcas y una .acuarela debe moderar las costumbres. La picapleitería se cuela por doquier, la furia de discurrir, echar peroratas, defender; la musa se convierte en el pedestal de mil ambiciones. ¡Oh, pobre Olimpo! ¡Serían capaces de plantar en tu cima un campo de patatas! Y si sólo se metieran en esto los mediocres, se podría dejarles hacer. Pero la vanidad ha desterrado al orgullo, y ha establecido mil pequeñas codicias allá donde reinaba una amplia ambición. También los fuertes, los grandes, han pensado a su vez: ¿por qué no ha llegado ya mi día? ¿Por qué no agitar a esta multitud a todas horas, en vez de hacerla soñar más tarde? Entonces se han subido a la tribuna; han entrado en un periódico y ahí están, apoyando con su nombre inmortal teorías efímeras. Se esfuerzan por derribar a un ministro que caerá sin ellos, cuando podrían, con un solo verso satírico, atar a su nombre una ilustración de oprobio. ¡Se ocupan de impuestos, aduanas, leyes, de paz y de guerra! Pero ¡qué pequeño es todo eso! ¡Cómo pasa! ¡Qué falso y relativo es! Y se animan con todas estas miserias; gritan contra todos los tramposos; se entusiasman con todas las buenas acciones comunes; se apiadan de cada inocente muerto, de cada perro atropellado, como si hubieran venido al mundo para eso. Es más hermoso, me parece, ir a varios siglos de distancia a hacer latir el corazón de las generaciones y llenarlo de alegrías puras. ¿Quién dirá cuántos divinos estremecimientos ha causado Homero, cuántos lloros ha transformado el buen Horacio en una sonrisa? Sólo en lo que a mí respecta, siento agradecimiento hacia Plutarco debido a esas tardes que me dio en el colegio, llenas de ardores belicosos, como si entonces hubiera llevado en mi alma el ímpetu de dos ejércitos.
No sé si todo esto es legible; escribo demasiado aprisa.
Adiós, amor querido. No hay forma de darte la menor sorpresa. Quería regalarte un cinturón turco, y lo pides antes de que yo lo reciba. ¿Cómo podías imaginar que no se me había ocurrido? Mil besos. Gracias por los autógrafos. No es que sea coleccionista, pero todo lo que te concierne me interesa.
[Croisset] Domingo, diez de la noche [20 de septiembre de 1846].
Ayer me acosté tarde. Me han despertado trayéndome tu carta. La he leído aún medio dormido y con los ojos hinchados. Ha llegado como uno de esos buenos besos con que las madres despiertan a sus hijos, caricia mañanera que bendice todo el día. ¡Me gustan tanto tus cartas, son tan perfectamente tú, emanan tan bien de tu pobre corazón! Son como tu rostro, a veces ardientes, a veces tristes, soñadoras, y siempre amorosas y dulces. Entre las líneas, me parece que te veo sonriéndome. Cuando mis ojos se detienen al pie de las páginas, veo tu larga mirada tierna que viene hacia mí.
Pero ¿por qué me ocultas aún tus penas? Quiero que me lo digas todo, ¿oyes?, todo, que me des detalles. Me los das sobre mucha gente que no conozco, ¿por qué me los hurtas sobre ti misma? Es triste, ¿verdad?, verse obligado a vivir y sobre todo necesitar dinero para cumplir esa función. Ésta es una de las llagas ocultas de mi naturaleza, pero una llaga enorme. Soy desmesuradamente pobre. Cuando se lo digo a mi madre o lo dejo entrever, la hiere, pues no entiende que se desee nada —más que lo que ella ha perdido—, y no se le alcanza que las necesidades de la imaginación son las peores de todas; piensa en nuestro pobre padre, que nos procuró mediante ''su trabajo un desahogo decente. Pues bien: sostengo que es una desgracia inmensa, porque se siente cada día, haber nacido en la mediocridad con instintos de riqueza. Se sufre a cada minuto, se sufre por uno mismo, por los demás, por todo.
Te reirás de todo eso. Yo me río también, y me encuentro de un ridículo supremo. He querido corregirme; imposible. Empeora en vez de disminuir. Soy de una codicia excesiva, a la vez que no tengo apego a nada. Vendrían a comunicarme que ya no tengo un céntimo, y no por eso dejaría de dormir esa noche. En cuanto a la envidia y los celos, son dos sentimientos de los que, si me sondeo bien, no veo rastro en mí. A menudo he gozado con la felicidad de los demás; afligirme por ella, nunca. Pero mi debilidad es una necesidad de dinero que me asusta, es un apetito de cosas espléndidas que, al no ser satisfecho, aumenta, se avinagra y se convierte en manía. Me preguntabas el otro día en qué paso el tiempo con Du Camp. Durante tres días, hemos trabajado sobre el mapa un gran viaje a Asia que debería durar seis años, y costamos, tal como estaba concebido, tres millones seiscientos mil francos y pico. Lo arreglamos todo, compra de caballos, equipos, tiendas, paga de los hombres de escolta, ropas, armas, etc. Nos calentamos tanto la cabeza, que nos pusimos algo enfermos; sobre todo él, tuvo fiebre. ¿No es una tontería? Pero ¿qué hacer, si lo llevo en la sangre? ¿Es culpa mía? Me harían falta, sólo para vivir de soltero en París, unas treinta mil libras de renta. Jamás las tendré. Y como jamás seré capaz de ganar dos cuartos, me iré a vivir a algún rincón donde haga sol, lo que me servirá de abrigo. Y lo bonito del caso es que mi decisión está tomada de antemano. Sí, habría querido ser rico porque habría hecho cosas hermosas. Habría hecho Arte práctico, habría sido grande y atractivo. Habría resultado agradable conocerme; la gentuza me habría querido, los habría emborrachado todas las noches gustosamente. Los filántropos están contentos de sí mismos cuando le han dado un par de zuecos a un hombre que iba descalzo, y una sopa al que comía un trozo de pan duro. Yo habría hecho más: habría proporcionado placer a quienes están tristes, y prodigado lo superfluo a quienes tienen lo necesario. Axioma: lo superfluo es la primera de las necesidades. Cuando uno sale, busca los guantes antes que la cartera, que olvida antes que aquéllos. ¿Sabes en qué he pensado estos dos días? En dos muebles que querría mandarme hacer; el primero sería para colocarlo en un salón abovedado con la cúpula azul; es un diván de piel de cisne; y el segundo es un diván de plumas de colibrí. Ya es bastante para tenerme ocupado todo un día y entristecerme por la noche. No creas que soy perezoso, que me paso el día mirando el techo y pensando en todos estos ensueños. Por naturaleza, soy activo y laborioso. Leo, escribo, estoy ocupado. Pero tengo sobresaltos interiores que me arrastran a mi pesar. […]
No tengas miedo de que haga la corte a mi prima, la de Champaña; la idea me hizo reír. Es una de esas figuras que no excitan. Mi cuñada ha visto hace poco tu retrato, que no conocía. Primero, encontró que te parecías a una señora conocida suya; después, mirándolo con más atención, pensó que no, y fijándose en los papillotes, preguntó: «—Pero ¿tantos tiene? —Sí. —¡Parecen orejas de caniche!» Ése es su elogio. Me hizo gracia. Y yo, pensé, soy el pastor de ese caniche.
Adiós, querida mía, mil besos en tus hermosos ojos y en esos largos papillotes cuyo olor voy a aspirar un poco, a veces, en la zapatillita de calados azules; pues ahí es donde he guardado el mechón. El mitón está en la otra zapatilla, la medalla al lado, y junto a ella las cartas.
[Croisset] Martes, diez de la mañana [22 de septiembre de 1846].
[…] Gracias por el envío de esta mañana. Esperaba al cartero en el andén, como quien no hace nada, fumando. ¡Ese buen cartero! Hago que le den en la cocina un vaso de vino para que se refresque; le gusta mucho la casa y es muy puntual. Ayer no me trajo nada; ¡no recibió nada! Me envías todo lo que puedes encontrar para halagar mi amor; me arrojas a mí todos los homenajes que recibes. He leído la carta de Platón con toda la intensidad de que es susceptible mi inteligencia; he visto en ella mucho, una enormidad. El fondo del corazón de ese hombre, haga lo que haga para mostrarlo tranquilo, está frío y vacío; su vida es triste y no hay nada que brille en ella, estoy seguro. Pero te ha querido mucho y te quiere aún con un amor profundo y solitario; le durará mucho tiempo. Su carta me ha hecho daño; he descubierto hasta el fondo el interior de esa vida macilenta, llena de trabajos concebidos sin entusiasmo y ejecutados con una terquedad furibunda, que es lo único que le sostiene. Tu amor arrojaba en ella un poco de alegría, a la que se aferraba con el apetito que sienten los ancianos por la vida. Tú eras su única pasión y lo único que lo consolaba de él mismo. Creo que está envidioso de Béranger; la vida y la gloria de ese hombre no deben de gustarle. El filósofo, generalmente, es una especie de ser bastardo entre el sabio y el poeta, y que envidia a uno y a otro. La metafísica te pone mucha acritud en la sangre; es muy curioso y muy divertido. Trabajé en eso durante dos años con bastante ardor, pero es un tiempo perdido que lamento. Dices una frase muy cierta: «El amor es una gran comedia y la vida también, cuando no se es actor en ella»; sólo que no admito que dé risa. Hace unos dieciocho meses hice este experimento a lo vivo, es decir que la experiencia resultó hecha por sí misma; soy yo quien no quiso verla completa. Frecuentaba una casa donde había una joven encantadora, considerablemente hermosa, de una belleza muy cristiana y casi gótica, si puedo decirlo así. Tenía un espíritu ingenuo, fácil para la emoción; lloraba a ratos y reía a otros, como a ratos llueve y a ratos hace sol. Yo agitaba al gusto de mis palabras aquel hermoso corazón en que no había sino pureza. Aún la veo acostada sobre su almohada rosa, mirándome con sus grandes ojos azules, mientras yo leía. Un día estábamos solos, sentados en un diván; me tomó la mano, entrelazó sus dedos con los míos; yo me dejaba hacer sin pensar en nada, pues soy muy inocente casi siempre, y me miró con una mirada… que aún me da frío. Entonces entró la madre, lo entendió todo y sonrió, pensando en la consumación del yerno. No olvidaré aquella sonrisa; es lo más sublime que he visto. Estaba compuesta de indulgencia benigna y de canallería superior. Estoy seguro de que la pobre muchacha se había abandonado a un impulso de ternura invencible, a una de esas soserías del alma en que parece que todo lo que hay en ti se licúa y se disuelve, agonía voluptuosa que estaría llena de deleites, si uno no estuviera dispuesto a estallar en sollozos o a disolverse en lágrimas. No puedes figurarte la impresión de terror que sentí. Volví a mi casa alterado, reprochándome el vivir. No sé si me había exagerado las cosas, pero yo, que no la quería, habría dado mi vida con gusto para rescatar esa mirada de amor triste a la que no había contestado mi mirar.
Te animo a que hagas la pareja de La provinciana en París, el aldeano en París, como proyectas. Qué invento atroz el del burgués, ¿verdad? ¿Por qué está en la tierra, y qué hace aquí, el miserable? En cuanto a mí, no sé en qué pueden pasar el tiempo aquí las gentes que no se dedican al arte. La forma en que viven es un problema. A lo mejor tienes razón cuando me dices que leer en exceso apaga la imaginación, el elemento individual, lo único que tiene algún valor, después de todo. Pero estoy metido en un montón de trabajos que he de acabar, y además, ahora siempre me da miedo escribir, fallar en mis planes; de modo que retrocedo ante la ejecución. Para mandarme lo que quieres, aguarda al regreso de Du Camp. Cuando vuelva vendrá aquí dos días. No obstante, espero con mucha impaciencia el final de Mantes.
Adiós, es tiempo de que me vaya. Tuyo, amor mío, quien te ama y te besa los pechos. Míralos y di: sueña con vuestra redondez, y su deseo coloca la cabeza sobre vosotros.
[Croisset] Jueves, once de la mañana [24 de septiembre de 1846].
Esta noche nos hemos visto singularmente turbados por una aventura cuyo lado grotesco no he podido desdichadamente saborear, pues estaba dormido y soñaba en el momento en que sucedió. Un sueño hermoso: estaba a la orilla del mar, en unos acantilados altos, en una gruta tapizada de varec y de fucos. No oí el ruido que hacían. Robaron en casa de mi cuñado, y los vecinos vinieron a avisarnos con linternas, bastones y paraguas para servirles de defensa. Mi cuñado dormía en nuestra casa; su hijita está enferma, y en su casa sólo estaba su criado, que sufrió tal alteración por el espanto, que rompió un cristal y quiso tirarse por la ventana. Parece ser que era muy divertido. El pobre diablo no es valiente: estaba loco de terror. Hay temperamentos alegres, ¿verdad? Aquí todo el mundo estaba aún preocupado por eso. Robaron un reloj y varios objetos, que después se encontraron en el jardín. Siento mucho que no me despertaran, no por ver al desgraciado (estilo periodístico), al que nadie vio, sino para examinar un poco el aire estúpido de la gente que lo buscaba. Ahí me he perdido una escena preciosa. Es la segunda de ese tipo que me pierdo. En Córcega teníamos como guía al jefe de los cazadores. Un día oímos de pronto dos disparos que parecían estarnos dirigidos. Nuestro hombre, que por su cargo estaba relacionado con todos los bandidos de la región, quedó convencido al momento, y nos dijo que nos mantuviésemos a distancia y camináramos tras de él. Avanzó, con la carabina apuntada y el dedo en el gatillo. Lo seguíamos a diez pasos, sujetando a nuestros caballos por la brida. Esto duró diez minutos, y no vimos nada en absoluto. Es una de las mayores mortificaciones que he sufrido. No soy de complexión heroica, pero el peligro me gusta bastante; me divierte, y está todo dicho. Aquella noche, el único peligro era coger un catarro, y no los agarro nunca.
Aquí todo va mal, mi sobrina está enferma, vomita, como su abuelo y como su madre; quizá siga el mismo camino que ellos; ya lo espero. Creo que esta niña no llegará a vieja; se vio rodeada, en la cuna, por demasiadas lágrimas y demasiados besos desesperados. Trae mala suerte a las personas, el que las quieran en exceso. Bueno, ¡que haga Dios lo que quiera! Si debe ser, será. El día en que cayó enfermo mi padre, vi tres entierros seguidos. Ya han pasado dos; en un tiempo más o menos lejano habrá otro, y éste, así lo deseo, es el de mi madre. Lo bueno es que se lo he dicho. Me ha comprendido y me ha expresado su agradecimiento por este deseo homicida. Estamos muy preocupados, ella y yo, y no se lo decimos a nadie, por el estado de mi cuñado. La tristeza ha destrozado tanto a ese pobre chico, que creemos que está perturbado. Su cabeza no aguantará. Todo esto acabará también bastante mal.
¿Qué me decías en tu carta de ayer? ¡Más reproches! ¿Por qué no quieres venir? ¡Siempre igual! Todo el mundo tira de mí, todo el mundo me agobia, a mí que no agobio a nadie. Apenas si puedo encontrar mi personalidad, en el caos de dolores contrarios que me asedian.
Te habría escrito ayer noche una larga carta en respuesta a la tuya (será para mañana), si no hubiera ido a Ruán en busca de mi hermano, para que vea a mi sobrina. Contestaré a todas tus preguntas, pero, para que quedes satisfecha de inmediato en un punto, «no estrecho a ninguna mujer entre mis brazos», siguiendo tu expresión, a ninguna. Pienso vivir así durante años. Queda lejos la época en que me tomaba como un deber el ir regularmente a pasar la Nochevieja con putas, para inaugurar el año. E incluso entonces, era más una manía que el atractivo del placer. Ahora, cuando tengo deseos, una palangana de agua fría me libra de ellos. Ya está. […]
Adiós, querida mía; hasta mañana, en una epístola más larga.
[Croisset] Domingo, once de la mañana [27 de septiembre de 1846].
Por fin, al cuarto día, recibo una carta. Creía que era una idea preconcebida para tentarme, y ver qué es lo que haría. Mira, ahora que lo pienso, voy a darte un consejo en seguida. No confíes tu secreto a nadie, y para las cartas, no te fíes más de tu modista que de otra persona. Siempre te traiciona esa gente, igual que tus amigos. Aunque sea un desplazamiento espantoso ir hasta la calle Saint-Jacques, más valdrá, será más seguro. Irás cada dos días (en cada carta te indicaré exactamente el día en que llegará la siguiente a París). Recuerda esta gran máxima, querida niña: «La desconfianza es la madre de la seguridad». ¿Te extrañas de que haya juzgado tan bien al Filósofo sin conocerlo? Es que tengo ya, aunque no lo parezca, alguna experiencia de las cosas. No quisiste creerlo, cuando te lo dije desde el primer día. Estoy maduro, maduro antes de tiempo, es cierto, pues he vivido en un invernadero. Nunca presumo de ser un hombre con experiencia, sería demasiada tontería; pero observo mucho y nunca saco conclusiones, medio infalible de no equivocarse. He manejado y burlado, en un asunto personal, a diplomáticos ilustres, lo que me ha inspirado un profundo desprecio por su capacidad.
La vida práctica me resulta odiosa; sólo la necesidad de ir a sentarse a horas fijas en un comedor me llena el alma de un sentimiento de miseria. Pero cuando me meto en ella (en la vida práctica), cuando me siento (a la mesa), me desenvuelvo tan bien como los demás. Querrías presentarme a Béranger; también yo lo deseo. Es una gran naturaleza que me conmueve. Pero hay una inmensa desgracia, y hablo de sus obras: es la clase de admiradores que tiene. Hay genios enormes que no tienen más que un defecto, un vicio, y es el de ser apreciados sobre todo por los espíritus vulgares, por los corazones de poesía fácil. Béranger lleva treinta años alimentando los amores estudiantiles y los sueños sensuales de los viajantes de comercio. Sé muy bien que no escribe para ellos; pero quienes lo sienten son sobre todo esas gentes. Además, por mucho que digan, la popularidad, que parece ensanchar el genio, lo vulgariza, porque la verdadera Belleza no es para la masa, sobre todo en Francia. Hamlet siempre gustará menos que La señorita de Belle-Isle. En lo que a mí respecta, Béranger no me habla de mis pasiones, ni de mis sueños, ni de mi poesía. Lo leo históricamente, pues es un hombre de otra época. Era auténtico en su tiempo, ya no lo es para el nuestro. Su amor feliz, que canta tan alegremente a la ventana de su buhardilla, es para nosotros, jóvenes de hoy, algo del todo extraño; se admira como el himno de una religión desaparecida, pero no se siente. He visto a tantos imbéciles, a tantos burgueses estrechos, cantar «sus mendigos» y «su Dios de la buena gente», que verdaderamente ha de ser un gran poeta para haber resistido en mi mente a todas esas prodigiosas sacudidas. Lo que me gusta para mi consumo particular son los genios un poco menos agradables al tacto, más desdeñosos del pueblo, más retirados, más altivos en sus maneras y en sus gustos; o bien, el único que puede reemplazar a todos los demás, el viejo Shakespeare, al que voy a releer de cabo a rabo, y al que esta vez no pienso abandonar hasta que las páginas se me hayan quedado entre los dedos. Cuando leo a Shakespeare me vuelvo más grande, más inteligente y más puro. Llegado a la cima de una de sus obras, me parece que estoy en una alta montaña: todo desaparece y todo aparece. Ya no se es hombre, se es ojo; surgen horizontes nuevos, las perspectivas se prolongan hasta el infinito; no pensamos que hemos vivido también en esas cabañas que apenas se divisan, que hemos bebido en todos esos ríos que parecen más pequeños que arroyos, que, en fin, nos hemos agitado en ese hormiguero y que formamos parte de él. Escribí hace tiempo, en un impulso de orgullo feliz (y que ya quisiera recuperar), una frase que entenderás. Era a propósito de la alegría causada por la lectura de los grandes poetas: «Me parecía a veces que el entusiasmo que me producían me convertía en su igual y me elevaba hasta ellos». Bueno, ya está lleno mi papel, y no te he dicho ni palabra de lo que quería decirte. Tengo que ir a Ruán (mis gradables parientes me hacen ir a menudo, quince días más así; son perpetuos paseos. Molière olvidó una especie de pelmazo, el Pariente), para reclamar en el ferrocarril un sillón que me mandan de París. Es un sillón grande para escribir, de respaldo alto, estilo Luis XIII, de tafilete verde y madera torneada. Lo estrenaré mañana para escribirte. Vamos, tonta, te has vuelto a enfadar por lo que te dije sobre la Nochevieja. Te lo había dicho simplemente para entretenerte. Parece que soy muy poco perspicaz para contigo. Mi ciencia se desmorona ante las mujeres. Es cierto que se trata de un capítulo en que la línea siguiente te demuestra siempre que no has entendido nada de la anterior.
Mil besos en tu boca rosa a la Mignard.
[Croisset] Lunes por la mañana [28 de septiembre de 1846].
No, otra vez no, protesto, te lo juro: si los demás no sienten sino desdén después de la posesión, no soy como ellos y me enorgullezco de ello; al contrario, la posesión me ata. Si no temiera disgustarte otra vez, te diría esta frase… Vaya, la digo: «Soy como los cigarros, sólo se me enciende chupando…». […]
Me enteré ayer de la boda de mi amigo Cloquet. Se casa con una joven inglesa que tiene varias haches en su apellido. Me ha dado lástima esa pobre chica, aunque no la conozco. Antaño había en medicina un remedio que se empleaba para los reyes decrépitos: tomaban baños de sangre de niño. Aún hoy muchos hombres, para rejuvenecerse, se hacen inmolar un corazón virgen, con el fin de recrear su vejez y calentar sus miembros fríos. Y a esas personas se las considera almas tiernas, que no pueden prescindir de afecto.
[Croisset] Miércoles, nueve de la noche [30 de septiembre de 1846].
¡Francamente! ¡Háblame francamente! La palabra es tuya, y al mismo tiempo quieres que te trate con miramiento, dices. Me acusas de ser brutal, y a la vez haces todo lo posible por volverme así aún más. Para un hombre con sentido común, es algo extraño y curioso a la vez el arte que despliegan las mujeres para forzarte a engañarlas; te vuelven hipócrita a tu pesar, y luego te acusan de haber mentido, de haberlas traicionado. ¡Pues no! Pobrecilla mía, no seré más explícito de lo que he sido, porque me parece que no puedo serlo más. Siempre te he dicho toda la verdad y nada más que la verdad. Si no puedo ir a París, como lo deseas, es porque debo permanecer aquí. Mi madre me necesita; la menor ausencia le hace daño. Su dolor me impone mil tiranías inimaginables. Lo que para otros sería nulo, es mucho para mí. No sé mandar a paseo a la gente que me suplica con cara triste y lágrimas en los ojos. Soy débil como un niño y cedo, porque no me gustan los reproches, los ruegos, los suspiros. El año pasado, por ejemplo, iba todos los días a navegar a vela. No corría riesgo alguno, ya que, además de mi talento marinero, soy un nadador de condición bastante notable. Pues este año se le ocurrió inquietarse. No me rogó que dejara de dedicarme a este ejercicio, que para mí y con mareas vivas, como ahora, está lleno de encantos; corto la ola que me moja rebotando en los flancos de la embarcación; dejo que el viento infle mi vela, que tiembla y se sacude con alegres movimientos; estoy solo, sin hablar, sin pensar, abandonado a las fuerzas de la naturaleza y gozando al sentirme dominado por ellas. Te digo que ella no me dijo nada al respecto. Sin embargo, metí todo mi equipo en el desván, y no hay día en que no tenga ganas de volver a cogerlo. No lo hago, para evitar ciertas alusiones y ciertas miradas; eso es todo. Del mismo modo, durante diez años me escondí mientras escribía, para evitar posibles burlas. Necesitaría un pretexto para ir a París, ¿cuál? En el viaje siguiente, otro; y así sucesivamente. Como sólo me tiene a mí para mantenerla unida a la vida, mi madre se pasa el día devanándose el seso sobre las desgracias y accidentes que pueden ocurrirme. Cuando necesito algo, no toco la campanilla, porque si ocurre, la oigo correr por la escalera, toda jadeante; viene a ver si no me encuentro mal, si no tengo un ataque nervioso, etc. Así que, por eso, me veo obligado a bajar yo mismo en busca de leña cuando me hace falta, de tabaco cuando tengo ganas de fumar, de velas cuando he agotado las mías. Una vez más, pobre cariño mío, te aseguro que si pudiera, no ya ir a París, sino vivir allí contigo, al menos cerca de ti, lo haría. Pero… pero… ¡ay! Recuerdo que hace unos diez años, en vacaciones, estábamos todos en El Havre. Mi padre se enteró de que una mujer que había conocido en su juventud, a los diecisiete años, vivía allí con su hijo, que entonces era actor en el teatro de la ciudad (creo que lo es aún, en el Gimnasio). Tuvo la idea de ir a verla de nuevo. Esa mujer, de célebre belleza en la región, había sido antaño su amante. No hizo lo que habrían hecho muchos burgueses; no se ocultó; era demasiado superior para eso. Conque fue a visitarla. Mi madre y nosotros tres permanecimos a pie firme, en la calle, esperándole; la visita duró cerca de una hora. ¿Crees que mi madre sintió celos, y que experimentó el menor despecho? No; y sin embargo lo amaba, lo amó tanto como una mujer ha podido jamás amar a un hombre, y no cuando eran jóvenes, sino hasta el último día, después de treinta y cinco años de unión. ¿Por qué te dueles tú de antemano por una nota de recuerdo que tengo la intención de mandar a la señora Foucaud? Hago más que mi padre, pues te introduzco como tercera en nuestra conversación, que se produce a través del Atlántico. Sí, quiero que leas mi carta, si le escribo una, si lo quieres, si comprendes de antemano el sentimiento que me impulsa a ello. Crees que en eso hay una falta de delicadeza para contigo. Yo habría creído lo contrario; habría visto en ello una prueba de confianza poco corriente. ¡Te entrego todo mi pasado! ¡Y eso te irrita! Te digo: ten, esto es lo que he amado, y a quien amo es a ti. ¡Y te hace daño! Palabra de honor, es como para perder la cabeza.
He recibido la caja de cartón, envío del señor Du Camp. La he abierto; no sé por qué, pero un aroma sentimental me ha subido al corazón. En los pliegues de papel azul que cubrían su interior había quedado algo de tus dedos; todo estaba bien arreglado, encantador. Luego casi me dio lástima haberlo tocado. Cuando las novias destapan su cesta de boda, deben sentir algo análogo, menos fino quizá. He vuelto a ver la pobre rama de hiedra con las marcas de las gotas de lluvia de Mantes. Me lancé sobre el cuadernito y leí ávidamente toda la obra, sobre todo la parte central, que no conocía.
Pero iba aprisa; temía ser molestado. Era en mi habitación de Ruán. Cuando haya terminado esta carta, pondré manos a la obra, y la próxima vez te enviaré mis observaciones. Hay un verso que recuerdo, y me ha hecho reír muchísimo:
Como un búfalo indómito de los desiertos de América.
¡Vaya triste búfalo que soy! Y la rima atlética, que viene después, no está hecha para mí. Soy de temperamento muy poco atrevido; pero el cuerpo siempre se siente un poco como el alma, y el guante toma el hábito de la mano. Por lo demás, me ha parecido que había cosas auténticamente buenas.
Cuídate esa pobre garganta; quédate en casa y caliéntate a placer. Sobre todo, no vuelvas a escribirme frases semejantes a ésta: «Ve a Dieppe, diviértete». Precisamente, soy un hombre que se divierte tanto habitualmente, que haría llorar a quienes pudieran ver el fondo de la cuestión. ¿Y de quién diablos quieres que te hable, sino de Shakespeare, sino de lo que más llena mi corazón? Ya quisiera tener, tal como indicas, más imaginación que corazón, pero lo dudo; pues a mí me parece que tengo muy poca. Cuando veo mis proyectos por un lado y el Arte por otro, exclamo, como los marinos bretones: «¡Dios mío, qué grande es el mar, y qué pequeña es mi barca!». ¿Es posible que me reproches hasta el inocente afecto que siento por un sillón? Si te hablase de mis botas, creo que estarías celosa de ellas. Bueno, te quiero mucho de todos modos, y te beso en los labios, preciosa. Un beso más entre los dos pechos, y uno en cada dedo. Cuídate la mano y déjate crecer las uñas más largas; sabes que me lo has prometido.
Adiós, adiós, mil caricias ardientes.
[Croisset] Sábado, ocho de la mañana [3 de octubre de 1846].
[…] ¿Sabes que si quisiera hacerme el incomprendido, me sería fácil? En tu notita de anteayer me dices estar segura de que nunca te he querido, mientras que tu corazón te afirma lo contrario. ¿Para qué esa mentira que te dices a ti misma? ¿Acaso cuando me miras no ves que te amo, di? ¡Atrévete a negarlo! Vamos, sonríe, bésame; no me reproches el que te hable de Shakespeare en vez de hacerlo sobre mí mismo. Creo que es más interesante, eso es todo. Y, una vez más, ¿de qué hablar, si no es de la preocupación exclusiva de nuestra mente? Para mí, no sé cómo hacen para vivir los que no están de la mañana a la noche en un estado estético. He saboreado tanto como otros los placeres de la familia; tanto como un hombre de mi edad, los placeres de los sentidos; más que muchos, los del amor. Pues nadie me ha dado un placer que se acerque a los que me han proporcionado algunos muertos ilustres cuyas obras leía o contemplaba.
Las tres cosas más hermosas que ha hecho Dios son el mar, Hamlet y el Don Juan de Mozart. […]
En este momento me apresuro a leer un infolio que me han mandado de la Biblioteca Real. Es la Historia Orientalis de Hottinger, un libraco en latín erizado de griego que no siempre entiendo, y de hebreo, que paso por encima. […] Es un libro bastante curioso, y después de leerlo se puede jugar fácilmente a eruditos, pero no lo he pedido por eso. Era para ver diferentes cosas sobre la religión de los árabes antes de Mahoma, y para iniciarme en la composición de talismanes. Si encuentro uno que me vuelva invisible, iré disparado a la calle Fontaine-Saint-Georges y entraré a besarte en las barbas del legítimo.
Adiós, amor querido, tuyo, tuyo.
[Croisset] Domingo por la noche [4 de octubre de 1846].
Aquí está la carta para la señora Foucaud. Quisiera estar ahí, en París, cerca de ti, y borrar con un beso cada pliegue triste que apareciese en tu frente al leerla, pues temo que vuelva a entristecerte. He obedecido al impulso de escribir a esa mujer. ¿He hecho bien en seguirlo? No lo sé. Soy un poco como Montaigne: «No soporto en mí contradicciones ni debates». Me ha venido esa idea, he cedido a ella, eso es todo. Si no me censuras, es que habré tenido razón, y si me lo reprochas, me habré equivocado. Me dirás sinceramente, amor, el efecto que te ha producido. La escribí hace un rato, bastante aprisa. Al releerla, acabo de comprobar que tenía un aire bastante desenvuelto, y que el conjunto era de una distinción bastante sólida. Esa criatura no tenía a su favor una inteligencia muy grande, pero no era eso lo que yo le pedía. Siempre recordaré que un día me escribió autómata «otomate», lo que excitó mucho, muchísimo mi hilaridad (expresión parlamentaria). Aparte de los momentos puramente mitológicos, no tenía nada que decirle. Al cabo de ocho días de haber vivido juntos habría estado harto de ella. Todo el mundo no es como tú, pues tú tienes, para atraer a la gente, encantos secretos que no sospechan. ¿Crees que, desde que hay amantes en la tierra, muchos hayan recibido versos como los del cuaderno? Me mimas, me enorgulleces. No veo, mire a donde mire, un hombre amado por una mujer como tú. Yo que no me creía hecho para inspirar una pasión seria, me veo tan bien desmentido por ti, que si no me dejaras un poco de sentido común, me volvería fatuo y tonto.
Hay en la carta incluida una frase cuyo sentido te podrías preguntar; es cuando digo que me he vuelto feo. Pues es muy cierto. Hace diez años es cuando habrías tenido que conocerme. Tenía una distinción de figura que he perdido; mi nariz era menos gorda, y mi frente carecía de arrugas. Aún hay momentos en que, cuando me miro, me parezco bien; pero hay muchos en que me produzco el efecto de un perfecto burgués. ¿Sabes que, en mi infancia, las princesas detenían sus coches para tomarme en sus brazos y besarme? Un día en que la duquesa de Berry, de paso por Ruán, paseaba por los muelles, se fijó en mí, entre la muchedumbre, en brazos de mi padre, que me levantaba para que pudiese ver el cortejo. Su calesa iba al paso; la hizo detener, y disfrutó mirándome y besándome. Mi pobre padre volvió a casa contentísimo por el triunfo. Por supuesto, es el único que obtendré en mi vida. Aún me estremezco al pensar en el movimiento de orgullosa dicha que debió de agitar ese corazón apagado, grande y bueno. Comprendo como cualquier otro lo que debe de experimentarse viendo dormir a un hijo. Yo no habría sido mal padre; pero ¿para qué hacer salir de la nada lo que duerme? Hacer venir a un ser es traer a un desdichado. «¿Por qué se ha dado la luz a un desgraciado, y la vida a quienes tienen amargura en el corazón?» Job es quien lo dice. ¿Te gusta ese libro? Es uno de los más hermosos, desde que se escriben libros. ¿Te has nutrido de la Biblia? Durante más de tres años no he leído otra cosa por la noche, antes de dormirme. Al primer momento libre que tenga, volveré a empezar. He emprendido muchas cosas bastante largas, de las que querría librarme. Es posible, como me indicas, que yo lea demasiado, aunque apenas leo. A fin de cuentas, el estudio añade poco; pero excita. Además, ahora siempre tengo miedo de escribir. ¿Sientes, como yo, antes de empezar una obra, una especie de terror religioso y como una aprensión de mermar el sueño? Algo que me conmovió mucho es lo que dice Gibbon, al final de su historia, cuando habla de la melancolía que le vino al corazón al ver que había terminado la obra en la que había pasado ya treinta años. Además, la imaginación es una facultad que hay que condensar, creo, para darle fuerza, extenderla para darle longitud. Mis ideas, lentejuelas de oro ligeras como paja y volátiles como polvo, necesitan más ser prensadas que pasadas por el laminador. El bueno de Toirac, que te agradó hablándote de mí, es demasiado indulgente o demasiado iluso cuando dice que conozco a los antiguos a fondo (mis amigos acabarían por volverme ridículo). O sea, los deletreo, y eso es todo. Toirac es un chico excelente, hombre ingenioso en la acepción francesa de la palabra, y además un caballero. Tiene un talento más que regular para componer versos ligeros, los de las epístolas de Voltaire. Yo lo veía con bastante frecuencia en París, y almorzábamos juntos. Si tienes cumplidos que relatarme al respecto, también los tengo sobre ti. Esta tarde ha venido uno de mis antiguos compañeros, primo de mi cuñado. Ha visto tu retrato y lo ha admirado considerablemente; lo ha tomado en sus manos, se ha acercado a la ventana y ha dicho, mirándolo: «Demonios, pero ¡qué hermoso es esto! ¡Qué hermosa figura! ¡Sí, encantadora, encantadora!», etc. Me ha hecho ilusión. ¿Era por ti o por mí? Sólo un gran moralista habría podido decirlo. […]
[Croisset] Miércoles por la mañana [7 de octubre de 1846].
[…] Sería muy posible, como predices en tu carta de anteayer, que esa buena de la señora Foucaud, si necesita dinero, me lo pida. La desgracia es que no lo tengo: este año me he comido el triple de mis rentas. Si tengo cuando me lo pida, se lo daré; si no, no. Esta negativa forzosa me humillará, pero ¿qué hacer?
¡Tu carta sí que era entusiasta, ardiente, sentida! Como te digo que voy a ir pronto, lo apruebas todo en mí, me colmas de caricias y de elogios. Ya no me reprochas mi fantasía, mi afición a las metáforas, mi egoísmo refinado, etc. Pero que aparezca un obstáculo que me impida ir, y todo empezará de nuevo, ¿verdad? ¡Ay, niña, niña, qué joven eres aún!
El amor es una planta de primavera que lo perfuma todo con su esperanza, incluso las ruinas a las que se aferra. No es decir que seas una ruina, querida mía. Es para decirte que, aunque pretendas ser más vieja que yo en edad, eres más joven. Me miras un poco como Madame de Sévigné miraba a Luis XIV. «¡Oh, qué gran rey!», porque había bailado con ella. A mí, como me quieres, me ves guapo, inteligente, sublime; predices grandes cosas para mí. No, no, te equivocas. Antes tuve todas esas ideas sobre mí mismo. No hay un cretino que no haya soñado ser un gran hombre, ni un burro que, al contemplarse en el arroyo junto al que pasaba, no se mirara con placer, encontrándose aires de caballo. Para hacer algo bueno me falta mucho, y de lo mejor. He escrito algunas páginas hermosas aquí y allá, pero no una obra. Aguardo un libro que estoy meditando, para fijarme mi valor ante mí mismo. Pero este libro quizá no se realizará nunca, y es lástima; será una gran pérdida para quienes habrían podido conocerlo.
Entre los marinos, los hay que descubren mundos, que añaden tierras a la tierra y estrellas a las estrellas. Éstos son los amos, los eternamente hermosos. Otros arrojan el terror por las portas de sus barcos, capturan, se enriquecen y engordan. Los hay que van a buscar oro y seda bajo otros cielos. Otros sólo tratan de cazar en sus redes salmones para los gourmets y bacalao para los pobres. Yo soy el oscuro y paciente pescador de perlas que se zambulle en los bajíos y vuelve con las manos vacías y el rostro azulado. Una atracción fatal me arrastra a los abismos del pensamiento, al fondo de esos abismos interiores que jamás se agotan para los fuertes. Me pasaré la vida mirando al Océano del Arte, donde los demás navegan o combaten, y me divertiré a veces yendo a buscar al fondo del agua conchas verdes o amarillas que nadie desee; así que me las quedaré para mí solo, y tapizaré con ellas mi choza. […]
[Croisset] Jueves, diez de la noche [8 de octubre de 1846].
Cuando ha terminado mi jornada y he pensado, escrito, leído, soñado y bostezado bastante; cuando estoy ebrio de trabajo y experimento el cansancio del obrero al atardecer, descanso en tu recuerdo, como en una buena cama; me entrego a ti, te aspiro, y eso me refresca, me alegra, como esas buenas brisas nocturnas que te inundan el alma de vida y de juventud. Uno abre su ventana y su corazón para llenarse con ese algo sin nombre, tan dulce y tan grande. Creo que la noche está hecha para un orden de ideas muy particular, distinto de aquel en que vivimos todo el día; es el momento de los suspiros, de los deseos, del recuerdo y de la esperanza; entonces es cuando, solo y despierto, el pensamiento flota a gusto entre cielo y tierra, como esas aves que viven en las nubes. También el cuerpo tiene entonces goces más violentos. ¿A quién se le ocurrió jamás la idea de celebrar un festín, de no ser con antorchas?
¡Que el diablo me lleve si sé lo que quiero decir! Solamente que esta noche quisiera tenerte aquí, besarte en los labios, pasar mis manos bajo tus papillotes ligeros y colocar mi cabeza sobre tu pecho, aunque esto me esté prohibido desde que viste que hablaba del suyo a la señora Foucaud. ¿Es que encontraste mi carta algo tierna? Nunca lo habría pensado. Al contrario, opino que había en algún momento un poco de insolencia, y que el tono general era ligeramente estirado. Me dices que amé sinceramente a esa mujer. No es cierto. Sólo que, cuando le escribía, con la facultad que tengo de conmoverme con la pluma, me tomaba el tema en serio; pero solamente mientras escribía. Muchas cosas que me dejan frío cuando las veo, o cuando otros hablan de ellas, me entusiasman, me irritan, me hieren si hablo, y sobre todo si escribo al respecto. Es uno de los efectos de mi naturaleza de saltimbanqui. Mi padre, al final, me había prohibido imitar a determinadas personas (convencido como estaba de que yo había de sufrir mucho con ello, cosa que era cierta, aunque yo lo negara), entre otras a un mendigo epiléptico con quien me había encontrado un día a orillas del mar. Me había contado su historia; había sido primero periodista, etc.; era soberbio. Cierto es que cuando interpretaba a aquel individuo, estaba en su piel. No podía verse nada más repulsivo que yo en aquel momento. ¿Entiendes la satisfacción que me producía? Estoy seguro de que no.
Para volver a esa venerable criatura, ésta es toda la verdad respecto a ella. He tenido otras aventuras más o menos curiosas, pero de todas esas tonterías, que incluso entonces no me calaban muy hondo en el corazón, no tuve más que una pasión auténtica, ya te lo he dicho. Apenas tenía quince años; me duró hasta los dieciocho, y cuando volví a ver a aquella mujer, después de varios años, me costó reconocerla. Aún la veo en ocasiones, pero rara vez, y la miro con el asombro que debieron de experimentar los emigrados al regresar a su castillo destartalado: «¿Es posible que yo haya vivido aquí?». Y uno se dice que esas ruinas no siempre lo fueron, y que uno se calentó ante ese hogar destrozado en el que gotea la lluvia y cae la nieve. Habría que escribir una historia magnífica, pero no seré yo quien lo haga, ni nadie; sería algo demasiado hermoso. Es la historia del hombre moderno desde los siete años hasta los noventa. Quien realice esa tarea se hará tan eterno como el propio corazón humano.
Cuando quieras te contaré algo de ese drama desconocido que he observado no sólo en mí, sino también en los demás. A la mujer debe de ocurrirle algo semejante, pero no lo sé de fijo. Aún no he conocido a ninguna que me haya mostrado con franqueza las cenizas de su corazón. Quieren hacerte creer que en ellas todo es brasa; ellas mismas se lo creen. […]
Como ha llovido hoy, no hemos salido, y ha habido que hacer tertulia. ¡Dios, el griego ha pagado el pato, y yo también, y los niños! Decididamente, aunque son muy ricos, no me gustan los críos; se parecen demasiado a los hombres. Los sentimientos artificiales son cargantes, pero también los naturales gozan a veces de tal privilegio. Hoy he comprobado lo acertado de esa máxima.
Adiós, amor, mil besos; piensa en mí (no necesito decírtelo, ¿verdad?); en el espejo, dedícate dos hermosos besos de mi parte.
Tuyo.
[Croisset] Sábado [10 de octubre de 1846].
[…] Te compadezco por haber visto una vez más al señor Durasko, a quien detestas. Ese hijo de la heroica Polonia (estilo National) tampoco tiene para mí un gran atractivo. ¡Y pensar que un ser como ése ha podido ser amado! ¡Y que quizá lo es!…
¿No te parece a veces que hay vidas tan tristemente grotescas que uno querría morir para no conservar su recuerdo? ¡Extraña cosa, en mi caso! ¿Es efecto del orgullo, es resultado del aislamiento cada vez mayor en el que vivo? Pero a veces, al contemplar a un hombre, me pregunto si es cierto que se trate de mi semejante. Y cuando me lo pregunto, cuando busco entre él y yo los puntos de semejanza posibles, hallo entre nosotros una diferencia mayor que si viviésemos en dos planetas separados. […]
¡Huir, dices! Ir a vivir a Rodas o a Esmirna. ¡Ay, esos sueños hacen desdichado! He tenido demasiados, he conocido como cualquier otro aspiraciones desordenadas de viajes lejanos. He deseado una mar azul, un caique con sus «caikdjis», una tienda en el desierto; me he pasado días enteros pegado a la lumbre, cazando tigres, y oía el ruido de los bambúes aplastados por las patas de mi elefante, que barritaba de terror al olfatear las fieras. ¿Vivir allá, contigo? Sí, pero ¿acaso se puede olvidar? Nuestra naturaleza es tan miserable que, una vez llegados allí, querríamos estar aquí. He vivido durante varios años colmado de todos los elementos de felicidad posible, y creía ser el hombre más digno de lástima del mundo. ¿Por qué? Dios lo sabe. Tengo un amigo que vivió ocho años en la India. De vez en cuando volvía a Francia. Cuando estaba en Calcuta, se pasaba el día tumbado de bruces sobre un mapa de París, y una vez de regreso en París se moría de tedio y añoraba Calcuta. Así es el hombre: va alternativamente del Sur al Norte y del Norte al Sur, del calor al frío, se cansa de uno, pide el otro y añora el primero.
Te agradezco, hermosa mía, tu ofrecimiento de café; me resultaría del todo inútil. ¡Me quieres tanto, que querrías alimentarme y vestirme! ¡Cuánto te quiero por todas esas ideas, raras y sin embargo tan naturales! Me colmas de atenciones, de cuidados. Para todo eso, no hay como las mujeres, y quizá, entre las mujeres, sólo estás tú. Mira, ahora tengo unas ganas desmedidas de besarte en el rostro, y en los ojos, que me miran con tanto amor.
Pero volvamos al café; en otro tiempo, tomé café como para toda la vida. Cuando vivía en París, era una especie de furia. Llegaría a beber el equivalente de una garrafa grande al día. Siempre me atrajo el exceso, sea el que sea. Ahora ya no lo tomo, y de ninguna manera; pronto hará tres años que no he probado ni una cucharada. Utiliza, pues, mi porción para algún otro; si dentro de algún tiempo estás contenta con Du Camp, dásela. […]
Sí, ha pasado ya un mes desde Mantes; un mes, y parece un año. Cada uno de nosotros tiene en el corazón un calendario particular en el que mide el tiempo; hay minutos que son años y días que marcan como siglos. No vuelvas a hablarme del deseo que sientes de tener un hijo. Pero ¿qué tentación te empuja a la desgracia? No, no, cuanto menos se toma de la vida, más aprisa pasa. ¡Ojalá hubiera nacido yo sin familia, solo, sin que me quisieran!… Sí, todo esto se dice, se piensa, y después, con una sonrisa, con una mirada, se nos derrite el corazón. Despierta el hombre con todos sus instintos, habla el animal y sucumbimos. No presumo de ir hacia un falso ideal de estoicismo, pero, igual que Panurgo rehuía los lobos, «a los que temía por naturaleza», evito las ocasiones de sufrimiento y las atracciones peligrosas, de las que ya no se vuelve. Adiós, amor. Mil ternuras para tu corazón, mil besos en tu cuerpo.
[Croisset] Martes, ocho de la mañana [13 de octubre de 1846].
[…] Hace tres días que llueve sin descanso, el cielo está todo gris, los caminos enfangados, las hojas vuelan al viento; aquí está el invierno, es la época de las largas tardes silenciosas y de las largas veladas al amor de la chimenea. Pero ¡qué vacío está mi pobre hogar, antes tan lleno! Ahora se notan más que en verano los sitios que han quedado vacíos. Hace tres días que, por mucho que trabajo, unas diez horas seguidas diarias, estoy de una tristeza inigualable. Tengo en el alma cólicos de amargura como para morirse. No lo digo a nadie, porque nadie tengo a quien decírselo. Los demás son peores que yo, y además no tengo costumbre de enseñarles mis lágrimas. Me parece algo estúpido e indecente, como rascarse el cauterio en público. Me aburro. Había contado con ir a pasar estos días a París, a pasar por lo menos una semana larga para volver a sumergirme en tu amor y tomar suficiente sol como para calentarme durante mi invierno. Aguardo, pues, con impaciencia, y me atormento.
[…] Ayer noche leí a La Bruyère en la cama. Es bueno volver a sumergirse de vez en cuando en esos grandes estilos. ¡Cómo está escrito! ¡Qué frases! ¡Qué relieve, y qué nervio! Nosotros ya no tenemos ni idea de todo aquello. Incluso, esos libros se leen una vez, y ya está todo dicho. Habría que aprenderlos de memoria. […]
[Croisset] Martes, once de la noche [13 de octubre de 1846].
[…] Te compadezco sinceramente por el regreso del legítimo. Si es cosa dulce vivir con los seres queridos, lo peor de todo es vivir con quienes te pesan. Es un suplicio de cada minuto. Así se va la vida, pulverizada pedazo a pedazo por todas esas imperceptibles banalidades, cuya suma reunida forma una masa terrible. Lo que temo no son los leones ni los sablazos, sino las ratas y los alfilerazos. La habilidad práctica de un ser inteligente consiste en saber preservarse de todo eso. Para ello, como en todo, hace falta arte, y sobre todo paciencia. No he podido llegar al estoicismo, al que nada afecta, y que no se rebela más ante la estupidez que ante el crimen; pero he conseguido librarme completamente de todo cuanto puede mostrarme la estupidez humana. ¡Pues rompe tu espejo, me dirás! Para aguantar todo lo que precisas, ángel mío, hazte una coraza secreta compuesta de poesía y de orgullo, igual que se trenzaban las cotas de malla con oro y hierro. Trata de aniquilar tu susceptibilidad nerviosa; contémplate tan por encima de él, que nada de él influya en ti. […]
[Croisset] Miércoles, once de la noche [14 de octubre de 1846].
Estoy muy contento de que te haya gustado Max. Es una naturaleza buena, hermosa y grande, que adiviné al primer día y a la que me aferré como a un descubrimiento. Entre nosotros dos hay demasiados puntos de contacto en la mente y en la constitución para que nos echemos en falta. Hace ya cuatro años que nos conocemos; es como si hiciese un siglo, tanto hace que hemos vivido juntos, y con fortunas diversas, con lluvia y con sol. Quiérele como a un hermano que tuviera yo en París; fíate de él como de mí, y más de él que de mí, pues vale más que yo. Tiene más heroísmo y más delicadeza. La caballerosidad de sus modales no cesa de manar de la de su corazón.
Yo soy más tosco, más vulgar, más inconstante. Tengo el aroma más acre. No debes creer lo que él te diga sobre mí en cuanto a lo literario. Tal como me quiere, sin duda es parcial. Primeramente, soy algo así como su maestro; lo saqué del fango del folletín, donde estaría ahora encenagado para el resto de sus días —o ahogado— y le inspiré el amor por los estudios serios. Hace dos años que lleva hechos grandes progresos; ahora tiene un bonito talento; pronto tendrá uno hermoso. Lo que en él predomina es sobre todo el sentimiento y el gusto; enternece. Conozco algo suyo que no puedo leer sin lágrimas en los ojos. Y, a pesar de todas estas buenas cualidades, sigue siendo modesto como un niño. A propósito de gente que habla bien de mí, desconfía del bueno de Toirac. Es un listillo, y a lo mejor sólo se prodiga tanto en alabanzas a mi cuenta para ver el efecto que te producen; sin duda habrá sospechado, por el modo en que hablabas de mí, que sentías algo, y siguiendo la vieja táctica, ha intentado la apología con el fin de espiar si te era agradable o indiferente.
Uno de tus conocidos también debe de tener una tremenda opinión sobre mí. Es Malitourne. Debo de parecerle un gigante burlesco y alegre. No nos hemos visto más que una vez en casa de Fidias, y con la pelirroja de Marín. Estuve tan escrupulosamente amable, que con toda seguridad no me ha olvidado. Ese día estaba yo en vena; tenía labia. Ahí tienes a otro en cuya opinión, me imagino, paso por un tipo chistoso. ¡He pasado por ser tantas cosas, y me han encontrado parecido con tanta gente! Desde los que han dicho que había enfermado por abusar de las mujeres o del vicio solitario, hasta quienes me decían, para halagarme, que me parecía al duque de Orléans.
Hablemos del drama. Sí, pienso a menudo en el estreno; ¡me obsesiona! ¡Cómo latirá mi corazón! Me conozco: si aplauden, me costará contenerme. Estoy bien preparado para el infortunio, pero no para la dicha, y ¡qué alegría si triunfas! ¡Esos pataleos con los que soñaba en el colegio, con el codo apoyado en mi pupitre, mirando la lámpara humeante de nuestro estudio! ¡Esa gloria ruidosa, cuyo fantasma me hacía estremecer al evocarlo! Así que tendré todo eso, y en ti, es decir, en la parte sensitiva de mí mismo. Por la noche besaré ese noble pecho cuyo sentimiento habrá conmovido a la muchedumbre, como un viento sobre el agua. Desde que murieron mi padre y mi hermana, ya no tengo ambición; se llevaron mi vanidad en su mortaja, y la conservan. Ni siquiera sé si alguna vez se imprimirá una línea mía. No hago como la zorra, que encuentra demasiado verde la fruta que no puede comer; ¡es que yo ya no tengo hambre! El éxito no me tienta. Lo que me tienta es lo que puedo darme, mi propia aprobación; y quizá acabaré por prescindir de ella, como habría tenido que prescindir de la de los demás. Así pues, traslada todo eso a ti, sobre ti. Trabaja, medita, medita sobre todo, condensa tu pensamiento, ya sabes que los fragmentos hermosos no son nada. ¡La unidad, la unidad, ahí está todo! El conjunto, eso es lo que les falta a todos los de hoy, grandes y pequeños. Mil trozos bonitos, y sin obra. Comprime tu estilo, haz de él un tejido flexible como la seda y fuerte como una cota de mallas. Perdona estos consejos, pero querría darte todo cuanto deseo para mí mismo. […]
Trabajo bastante en este momento. Tengo varias cosas que quiero terminar, que me fastidian y en las que aun así continúo, esperando algo de ellas más adelante. Sin embargo, en la próxima primavera me pondré a escribir de nuevo; pero sigo retrocediendo.
Un tema por tratar es para mí como una mujer de la que estás enamorado; cuando se va a entregar, tiemblas y tienes miedo; es un espanto voluptuoso, no te atreves a tocar tu deseo. Esta tarde he releído el episodio de Velléda de Los mártires. ¡Qué hermosura! ¡Qué poesía! Pero si yo hubiera sido Eudoro y tú la druidesa, habría cedido más aprisa. No puedo evitar un sentimiento de indignación burguesa cuando veo, en los libros, a hombres resistirse a las mujeres. Siempre se piensa que el autor está hablando de él mismo, y resulta impertinente porque quizá, después de todo, es falso. Me hablas de Albert Aubert y del señor Gaschon de Molènes. Desprecia a todos esos bribones; ¿para qué preocuparse de lo que chillan esos mirlos? Leer críticas es perder el tiempo. Soy capaz de sostener en una tesis que no hay crítica buena desde que se escriben, que no sirven para nada salvo para fastidiar a los autores y embrutecer al público, y por último que se hace crítica cuando no se puede hacer Arte, igual que se hace uno delator cuando no se puede hacer soldado. ¡Ya me gustaría saber qué han tenido en común los poetas de todas las épocas en sus obras con quienes las han analizado! ¡Plauto se habría reído de Aristóteles si lo hubiese conocido! ¡Corneille pataleaba debajo de Aristóteles! ¡Voltaire, muy a su pesar, fue encogido por Boileau! En el drama moderno, nos habríamos ahorrado mucha basura sin W. Schlegel. ¡Y cuando hayan terminado de traducir a Hegel, Dios sabe adonde iremos! ¡Y por encima, hay que añadir a los periodistas, ésos que ni siquiera tienen la ciencia para ocultar su lepra envidiosa! Me he dejado llevar por mi odio hacia la crítica y los críticos, así que esos desgraciados me han quitado todo el espacio para besarte, pero lo hago a pesar de ellos. Así pues, con su permiso, mil besos en tu hermosa frente, en tus ojos tan dulces y…
[Croisset] Medianoche del viernes [16 de octubre de 1846].
No, no desprecio la gloria; no se desprecia lo que no se puede alcanzar. Ante esa palabra mi corazón ha vibrado más que otros.
Antes pasé largas horas soñando con triunfos asombrosos para mí, cuyos clamores me hacían estremecerme como si ya los hubiese oído.
Pero no sé por qué, una mañana me desperté desembarazado de aquel deseo, incluso más enteramente que si hubiera sido satisfecho.
Entonces me vi más pequeño, y dediqué toda mi razón a observar mi naturaleza, su fondo, y sobre todo sus límites. Los poetas que admiraba no me parecieron entonces sino más grandes, al estar más alejados de mí, y gocé, con la buena fe de mi corazón, de la humildad que a otro le habría hecho reventar de rabia. Cuando uno vale algo, buscar el éxito es estropearse sin motivo, y buscar la gloria es quizá perderse completamente. Pues hay dos clases de poetas. Los más grandes, los raros, los auténticos maestros, resumen la humanidad; sin preocuparse de sí mismos ni de sus propias pasiones, dando al traste con su personalidad para absorberse en las de los demás, reproducen el universo, que se refleja en sus obras, resplandeciente, variado, múltiple, como un cielo entero que se refleja en el mar con todas sus estrellas y todo su azul. Hay otros que no tienen más que gritar para ser armoniosos, llorar para enternecer y ocuparse de sí mismos para seguir siendo eternos. Quizá no habrían podido ir más lejos haciendo otra cosa; pero, a falta de amplitud, tienen ardor y elocuencia, de manera que si hubiesen nacido con temperamentos distintos, quizá habrían carecido de genio. Byron era de esa familia; Shakespeare de la otra. En efecto, ¿quién me dirá lo que Shakespeare amó, lo que odió, lo que sintió? Es un coloso que espanta; cuesta creer que fuera un hombre. Pues bien, la gloria la queremos pura, auténtica, sólida como la de esos semidioses; nos alzamos y nos empinamos para llegar hasta ellos; recortamos del talento propio las ingenuidades caprichosas y las fantasías instintivas, para hacerlas entrar en un tipo convenido, en un molde prefabricado. O bien, otras veces tenemos la vanidad de creer que basta, como a Montaigne y a Byron, con decir lo que pensamos y lo que sentimos para crear cosas bellas. Esta última actitud es quizá la más prudente para las personas originales, pues con frecuencia tendríamos muchas más cualidades si no las buscásemos, y cualquier hombre que supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar sus Memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa. Así pues, volviendo a mí, no me vi ni lo bastante alto como para crear auténticas obras de arte, ni lo bastante excéntrico para llenarlas solamente de mí mismo. Y como no tengo la habilidad necesaria para procurarme el éxito, ni genio para conquistar la gloria, me condené a escribir para mí solo, para mi propia distracción personal, igual que se fuma y se monta a caballo. Es casi seguro que no mandaré imprimir ni una línea, y mis sobrinos (digo sobrinos en sentido propio, pues no quiero más posteridad familiar que de la otra, con la que no cuento) harán probablemente tricornios de papel para sus niños con mis novelas fantásticas, y usarán como pantalla para las velas de su cocina los cuentos orientales, dramas, misterios, etc., y otras pamplinas que yo escribo con toda seriedad en hermoso papel blanco. Aquí está, querida Louise, de una vez por todas, el fondo de lo que pienso sobre este asunto y sobre mí mismo.
No necesito verme sostenido en mis afanes por la idea de una recompensa, sea la que sea, y lo más gracioso es que, aun ocupándome de arte, no creo más en él que en otra cosa, pues el fondo de mi creencia es no tener ninguna. Ni siquiera creo en mí; no sé si soy idiota o ingenioso, bueno o malo, avaro o pródigo. Como todo el mundo, floto entre todo eso; mi mérito es, quizá, el darme cuenta, y mi defecto, el tener la franqueza de decirlo. Además, ¿estamos tan seguros de nosotros mismos? ¿Estamos seguros de lo que pensamos? ¿De lo que sentimos? Tú, que me quieres ahora, que me quieres tanto que querrías negártelo, ¿es a mí a quien quieres por mí mismo, o a otro hombre al que has creído hallar en mí, y que no está? Perdóname si no es así, pero me parece que en tu última carta hay un tono de fastidio, como si mi pensamiento te cansase. Pues bien: algún día, si ya no me quieres, si te das cuenta de que este espejismo te ha engañado, vendrás a sentarte al hogar de mi corazón; ahí estará siempre tu sitio. Curaré con palabras que conozco las heridas de tus ilusiones, y si no las curo, impediré que te hagan sufrir.
¿Por qué forzarnos, pobre querida mía? ¿Por qué no aceptar la vida como es, y nuestras situaciones como son, y querernos francamente sin meter tantas sutilezas? Hoy, mira, no he hecho más que pensar en ti. Esta mañana, al despertarme, he pensado en el estremecimiento que sentí en Mantes cuando noté en la cama tu muslo sobre mi vientre y tu cintura en mis brazos, y la impresión de esta meditación me ha durado todo el día. Pero ya no quieres que hable de todo eso; ¿de qué hablarte? Hablemos, pues, de otra cosa. Tienes razón, más te habría valido no amarme. La felicidad es un usurero que, por un cuarto de hora de dicha que te presta, te hace pagar todo un cargamento de desgracias.
Adiós, te beso, ¡y cómo! Yo sí sé cómo. Siempre así, ¿verdad? ¡Es tan delicioso! Me pican los labios, y me paso la lengua por ellos, como si acabaras de pasar la tuya. […]
[Croisset] Sábado, una de la madrugada [17-18 de octubre de 1846].
¿Quieres volverme loco de orgullo, a mí, a quien acusan ya de tener tanto? Ahora me admiras, me colocas aparte de los demás hombres, bien alto en el pedestal de tu amor. ¿Sabes que debo de tener la cabeza bien firme sobre los hombros, para que no me dé vértigo? ¡Tú! ¡Tú! ¡Te rebajas ante mí! ¡Te haces ínfima y pequeña! ¡Te sorprendo! ¡Te asombro! Pero ¿qué soy yo? ¿Qué valgo? No soy nada más que un lagarto literario, que se calienta todo el día al sol de la Belleza. ¡Eso es todo! No me vuelvas a decir, pues, cosas tan singulares y halagadoras, que me humillan en mi sentido común. Le diste lástima a Max, cuando te vio tan apenada, tan triste, tan enamorada. Para ti, será una agradable compañía; encontrarás en sus palabras amigas consuelos inesperados en los días de sufrimiento. Te repetirá que te quiero, que le hablo de ti a menudo… Me preguntas en tu última carta si me acuerdo del veintinueve de julio. ¡Si me acuerdo! Aquella noche también había fuegos artificiales en nosotros, y hermosa iluminación en nuestros corazones. Y al día siguiente, el jueves por la noche, en el carruaje, ¿recuerdas sobre todo un momento a la entrada de los Campos Elíseos, cuando permanecimos mucho rato sin hablarnos? Me mirabas con aire sombrío y tierno a la vez; yo veía brillar tus ojos bajo el sombrero. Siempre me vuelvo hacia ese recuerdo, hacia ti. Puedo decir, como Kalidasa: «Mi corazón retrocede hacia ti, como el banderín del estandarte que se lleva contra el viento».
No temas por mi salud; estoy hecho para llegar a viejo. Me han ocurrido toda clase de accidentes y enfermedades, sin secuela alguna; todo resbala sobre mí, como sobre el cuello de un cisne. He seguido todos los regímenes, y he vivido de todas las maneras. Muy pronto lo practiqué todo: el trabajo, la pereza, cualquier exceso, cualquier abstinencia. Jamás sentí qué era el cansancio intelectual, y hubo un año en que trabajé regularmente durante diez meses quince horas diarias; sólo tres veces por semana practicaba la esgrima con furia, hasta el punto de bramar luego en mi cama durante media hora. En cuanto al cansancio físico, la educación me ha dado un temperamento de coronel de coraceros. De no ser por mis nervios, parte delicada de mi persona, que me acerca a las personas decentes, tendría alguna afinidad con los forzudos del mercado. No temas, pues, querida mía; no necesito ejercicio y puedo vivir quince días sin tomar el aire y sin salir de mi despacho. Sí, releo con frecuencia los versos sobre Mantes. Conoces mi manía de repetir siempre algo; pues me repito incesantemente:
Con tu boca rosa y tus rubios cabellos de ángel, etc.
No sé si me ocurre como a ti, si me ciega el amor, pero creo que no has escrito nada mejor; en verdad es muy hermoso.
Te gustan los pañuelos azules. He encontrado uno mío que usé durante mucho tiempo. Te lo llevaré, con mis saleritos de esmalte. […] Sigues con la idea de venir a cuidarme aquí, si me pusiera enfermo. Te confieso que no me gustaría, por todas las escenas que provocaría el asunto. Además, nunca he entendido la manía que tienen los hombres de ir a mostrar sus heridas a aquellos a quienes hará sufrir su visión, de ir a buscar el corazón que te ama para hacerlo testigo de tu fiebre y de tu dolor. Esta práctica común es de un egoísmo indignante; y si quieres ahora que te confiese una debilidad, una miseria de mi naturaleza, estaría molesto por ti en ese estado, que siempre es ridículo. Siento pudor ante ciertas situaciones grotescas que me intimidan frente a ti. Pero ¿puedo acaso enfermar? ¿No está allá mi talismán? ¿Tu amor no preserva contra toda desdicha? Adiós, vida mía, un beso muy largo; paso la mano bajo tus papillotes, y levanto ligeramente sus puntas.
[Croisset] Martes por la mañana [20 de octubre de 1846].
¿Qué pasa? ¿Estás enferma? ¿Se ha perdido una de mis cartas, o una de las tuyas? Ni una palabra desde el jueves por la mañana. Por favor, contéstame, contéstame de inmediato.
Tengo inquietudes atroces, soy presa de mil sospechas espantosas. No sé qué imaginar ni qué decir. Ni siquiera puedo escribirte, pues no sé qué decirte, salvo que te amo, te adoro y te beso.
Hace cuatro días largos que ardo de impaciencia y de angustia. ¡Basta, te lo ruego!
Adiós, adiós, mil besos tiernos. Mi corazón late como si te hubiera ocurrido una desgracia.
[Croisset] Miércoles, once de la noche [21 de octubre de 1846].
[…] No, no te reprocharé tus reproches. ¡Que su injusticia recaiga sobre ti! Temes que te envíe asperezas; pues no, sólo te mando besos, sólo caricias. Querría poder enviarte una melodía lánguida para encantarte, como se hace con las criaturas al dormirlas, o uno de esos buenos perfumes que, a la vez que te hacen morir, parecen darte una nueva vida. ¿Por qué, alma mía, no quieres que vuelva a decirte que te amo? Por lo demás, ése es el sino de los sentimientos auténticos: no se creen. Si hubiera presumido, mentido o exagerado, quizá no tendrías en este momento todas esas dudas que te corroen. No sé qué decirte; con cualquier palabra temo hacer sangrar tu pobre corazón, sobre el que pongo el mío. Pero ¿tengo aspecto de mentiroso? Si no te quisiera, ¿te enviaría cartas como las mías, en que te lo digo todo, todo? ¡Cuidaría mi estilo, redondearía mis frases! No, tú misma no te crees lo que dices. Son el hastío, el deseo, la desdicha de la vida, por último, quienes te hacen decir todo eso. ¿Es que no me conoces ahora? Cierto es que no soy tan fácil de conocer. ¿No estás segura de mí? Yo lo estoy de ti, de tu presente, de tu futuro, incluso de tu pasado. ¿Te he hecho acaso una sola pregunta sobre tu pasado? ¿Qué me importa? Lo tomo con lo demás, sin preocuparme; no tengo celos de nada, de nadie. Pienso en ti a todas las horas del día. Tu imagen me sonríe, me acompaña, me rodea, duermo con ella. Es quien me despierta; tiñe mis días con un reflejo sonrosado y suave. Si habías contado con hallar en mí la acritud de las pasiones adolescentes y su fogosidad delirante, tenías que haber evitado a este hombre que desde un principio se declaró viejo y mostró su lepra antes de pedir que lo amaran. He vivido mucho, Louise; mucho. Quienes me conocen con alguna intimidad se asombran de encontrarme tan maduro, y lo soy más aún de lo que piensan. Hace aún tres meses pensaba que había terminado con las pasiones, y tenía buenas razones para creerlo. ¡Y crees que no he tenido por ti sino el capricho pasajero que te empuja a levantar las primeras faldas que aparecen, cuyo forro no conoces! Seré más alto o más bajo, pero no soy un hombre como los demás, y no se me debe querer como se quiere a todo el mundo. Me han atribuido sucesivamente, en sociedad, mil cualidades diversas, mil vicios grotescos. Todas estas tonterías tenían un punto de apoyo verosímil. Cuando sólo se mira la verdad de perfil o de tres cuartos, siempre se la ve mal. Hay poca gente que sepa contemplar de frente. ¡Tú te comportas como todos ésos! Pues, para que lo sepas, aunque quisieras no volver a amarme, me amarás siempre, ea, a tu pesar, y estoy orgulloso de ello. No hay quemadura sin cicatriz. Esto permanecerá, puesto que permanece en mí. Aunque estuviésemos diez años sin volver a vernos, nuestros átomos se atraerán apenas se rocen nuestros cuerpos; cuando se toquen nuestros labios, nuestras almas se mezclarán. ¿Recuerdas la noche de Mantes? ¿Recuerdas un grito de sorpresa que lanzaste en determinado momento, tan asombrada estabas de la fuerza humana? Decías que no habías soñado con que el amor llegara hasta ese punto. ¿Era vicio, acaso? Y sin embargo, ¿qué era?
Ahora, si te digo que permanezco tranquilo, que mis sentidos no me atormentan, te irritas y me acusas de frialdad. Es que hace tiempo que he educado mis nervios. A veces son ellos quienes se enfadan, y de ahí resulta el desorden de la máquina. Así, de muy niño, yo era muy cobarde; temblaba en la oscuridad, y sentía vértigo para subirme a una escalera de mano. Desde el primer año en que accedí al colegio, me escapaba por la noche para ir a deambular solo por los patios, donde me moría de miedo; los jueves iba a los campanarios de las iglesias y me paseaba por las balaustradas, con riesgo de romperme el espinazo; todo ello para volverme valiente, y así me he vuelto. Así es como me habitué a aguantar el vino, el no dormir, la continencia más excesiva y ayunos muy largos. En cuanto al sentimiento, me ocurrió la misma historia. Antes de la muerte de mi padre y de mi hermana había asistido a su entierro, y cuando se presentó el acontecimiento ya lo conocía. A lo mejor también hay burgueses que han podido decirte que yo parecía poco conmovido, o que no lo estaba en absoluto. A propósito de burgueses, olvida tus bromas sobre las herederas de aquí. ¿Me tomas acaso por un ser tan bobo como para apetecer la estima de mis conciudadanos, y ambicionar a sus hijas? Espero no casarme nunca jamás, y si quieres lo juro aquí mismo. Cuando quieras te daré las razones. Hubo un tiempo en que necesitaba tanto dinero que me habría casado con cualquiera. Mi codicia ha acabado por convertirme en un hombre muy poco preocupado por la fortuna. Es lástima: tendría buen aspecto en mi palacio, y habría protegido las Artes. Pero ya sé que no te gusta que te hable de estas ideas. En eso mi madre es como tú. Es curioso que sea precisamente lo que me gusta lo que disgusta a quienes quiero. Es otra bendición más de mi espíritu; cuando quiere ofrecer rosas, no da sino cardos.
Adiós, hermosa amante mía; un beso muy grande, para que se os pasen todas las locuras. […]
[Croisset] Domingo por la mañana [15 de noviembre de 1846].
Tu carta de esta mañana me conmueve hasta las entrañas. Sécate esos pobres ojos, ahuyenta tu fiebre. Necesito besarte, apoyar mi cabeza en tu corazón. Te amo, sí, te amo, ¿lo oyes? ¿Quién podría resistir a un amor como el tuyo, tan abnegado, tan profundo, tan involuntario? ¡Y yo que temía que no volvieses a escribirme! ¡Qué mal te conocía! Tiemblo de alegría por tu amor. Despreciarte, dices; pero ¿por qué? Ay, tú también me calumnias dentro de tu corazón. Al contrario, no solamente cuanto más te amo, sino cuanto más te estimo, más querría poder dártelo todo. Pero ¿por qué ha de ser que el único sacrificio que te resulte agradable sea precisamente el que no puedo ofrecerte? Marché el jueves con lágrimas en los ojos; pero, entre dos malas acciones, elegí la que me pareció menor, y marché.
Sentí remordimientos por haberte dejado, como si me hubiera portado mal; y sin embargo no podía obrar de otro modo, era preciso. Dices que no quise besarte antes de partir; tú me rechazaste. ¿Recuerdas que quise tomarte la mano en el manguito, y que la mantuviste cerrada? Pero ni por un momento te lo reproché. Me afligías demasiado; todo ello se volvió contra mí y me desgarró por dentro. ¡Qué débil soy! Yo que me creía fuerte, ahora tiemblo al escribirte; me late el corazón. Antes de ocho días, el viernes, el sábado a más tardar, volveré a verte. Cuento las horas, me quedo al amor del fuego esperando a que corra el día, pensando en ti y sólo en ti.
Tendremos tiempo; me arreglaré de antemano para estar muy libre. Te llevaré Noviembre; te lo leeré en el hotel, una tarde, a solas. Otro día me leerás tu drama. Iré al teatro, si quieres; haré todo lo que quieras. Hace frío; mi césped está espolvoreado de blanco; los árboles de las islas están negros; mi pensamiento helado escapa siempre de estos lugares y vuela hacia ti, para calentarse en tu recuerdo. Veo siempre tu cabeza animada que resalta sobre el fondo rojo de las cortinas. Siento tus papillotes ligeros sobre mi pecho, y toda la suavidad de tu piel que me abrasa el cuerpo. ¿Verdad que me prometes ser más formal, pobre niña mía? No llores más, Louise, por compasión hacia mí, si no hacia ti. Me parece que el amor debe resistir a todo, a la ausencia, a la desgracia, a la infidelidad, incluso al olvido. Es algo íntimo que está en nosotros, y por encima de nosotros a la vez; algo independiente del exterior, y de los accidentes de la vida. Por mucho que hagamos, seremos siempre uno del otro. Aunque nos enfadásemos, volveríamos siempre uno hacia el otro, como ríos que regresan a su cauce natural.
Uno no puede sustraerse a la fatalidad de su corazón. Eres mía, soy tuyo. Que sufra uno o que goce por ello, ha de ser así; así es.
¿Te ha consolado un poco Du Camp? Ayer noche debiste recibir una carta. No sé lo que decía en ella; no tenía la cabeza entera. ¡Ahí tenemos un buen amigo!
¡En qué estado te dejé el otro día, Dios mío! Sigo viéndote en el rincón de la pared, llorando y retorciéndote. ¡Me acusabas! Habría querido caer ante tus rodillas, y convertir cada sollozo en un grito de dicha. ¿Sabes que era una escena, y que yo parecía un verdugo? […]
[Croisset] Martes, diez de la noche [17 de noviembre de 1846].
[…] No recuerdo sino muy vagamente a esas dos señoras de las que me hablas en tu carta de esta mañana, y que fueron al taller un día en que estábamos allí. Creo que al contarlo has exagerado lo que pudieron decirte sobre mi famosa mirada. Son cosas de ésas que las mujeres, ordinariamente, no confiesan sentir. Cuando lo sienten, lo ocultan; y cuando lo manifiestan, es porque les interesa. Y ¿qué interés tenían en decirte eso, si no es quizá por un motivo de curiosidad, para ver qué sentías tú, o simplemente para decirte algo divertido, sin idea preconcebida? No creo tener los ojos atractivos ni seductores. Van a la naturaleza animal; llaman a los niños, a los idiotas y a los animales, a lo mejor porque he vivido mucho en ese mundo y porque he conservado algo de él, un aire de familia, una vieja semilla de naturalismo misterioso que la intensidad del pensamiento hace desbordarse al exterior, hacia los fenómenos que lo reproducen. Pero creo sinceramente que agrado a pocas mujeres; mucho, a algunos hombres. Bastantes me odian por instinto, y la mayor parte ni se fija en mí; eso lo tengo en común con todo el mundo.
¿No te has dado cuenta de lo tímido y torpe que soy, de lo inseguro, del poco aplomo que tengo? ¡He tenido que sentirme arrastrado irresistiblemente! A estas horas, aún me extraña que me quieras a mí, y que yo te quiera. Me parece una anomalía de mi naturaleza, una metamorfosis, un renacimiento, si lo prefieres. Pero ¡qué dulzura encuentro en tu recuerdo! ¡Si supieras cuántas veces al día revolotea mi pensamiento sobre ti, se posa sobre tus pechos, se columpia al borde de tus cabellos, se ilumina al fuego húmedo de tus ojos!
Me dijiste ayer que era la poesía de tu sol poniente. Si soy tu último amor, quizá eres también el mío; ¡está tan lejos el primero! Un hombre más joven te habría amado con más exclusividad, más pureza, más ímpetu, pero quizá menos tiempo, con menos profundidad, menos íntimamente. Sí, siempre, siempre, e incluso cuando ya no te ame, la ternura hacia ti removerá el fondo de mi corazón. Querría amarte más; querría que lo supieras muy bien; querría poder demostrártelo. […]
Ruán, miércoles, a las dos [2 de diciembre de 1846].
Estoy triste, fastidiado, me aburro, no tengo ni una idea en la cabeza. Sin el bueno de Max sería para morirse. Ya he vuelto a mi vida chata y monótona, que sólo tiene algún placer en su uniformidad, y alguna grandeza, quizá, sólo en su perseverancia. En cuanto rompo mi ritmo ordinario y quiero volver a él, siento una amargura sin fondo. Hoy, por ejemplo, es algo análogo al hastío de los colegiales después de vacaciones. Todo el tiempo transcurre en soñar con el placer que se ha tenido, y uno lamenta no haberlo empleado mejor. Hace veinticuatro horas íbamos en coche, bajábamos, paseábamos a pie por el bosque. ¿Has sentido alguna vez la añoranza que producen los momentos perdidos, cuya dulzura no hemos saboreado lo bastante? Cuando ya han pasado es cuando regresan al corazón, llameantes, coloreados, destacando sobre lo demás como un bordado de oro contra un fondo oscuro.
Pienso sin cesar en el coche, y en el sol que pasaba a través de las cortinas amarillas. Tenías los labios y los párpados de un rosa vivo… No me digas nunca que no te amo, puesto que me haces sentir melancolías que nunca había tenido. Siento más el dolor que el placer; mi corazón refleja mejor la tristeza que la alegría. Por eso, sin duda, no estoy hecho para la felicidad, ni quizá para el amor.
Entiendo muy bien qué tonto, malvado a veces, loco, egoísta o duro debo de parecerte; pero nada de todo eso es culpa mía. Si escuchaste bien Noviembre, debiste adivinar mil cosas indecibles que explican acaso lo que soy. Pero esa época pasó, esa obra fue el final de mi juventud. De ésta me queda poco, pero aguanta firme.
Por eso me he debatido mucho tiempo contra la idea de tener un hijo. ¡Qué ser tan triste saldría de mí! Ni siquiera querría mamar, y pediría la muerte antes de haber vivido. He nacido hastiado; ésa es la lepra que me corroe. Me aburro de la vida, de mí mismo, de los demás, de todo. A fuerza de voluntad he acabado por adquirir el hábito del trabajo; pero cuando lo interrumpo, todo mi hastío vuelve a la superficie, como una carroña hinchada que exhibe su vientre verde y corrompe el aire que respiramos.
He tratado de evitar las pasiones, pero han venido. Cuando dejo de ejercitarme en una de ellas, cuando te he tenido unos días, por ejemplo, y vuelvo aquí, nada podrá darte una idea de lo que ocurre en mí.
Adiós, un beso, estoy embrutecido. No sé lo que escribo, ni si podrás leerlo.
Adiós, mil ternuras; pero tengo el corazón oprimido, como por un cordón.
[Ruán, sábado 5 de diciembre de 1846].
[…] Llevo tres días muy triste. ¿Por haberte dejado? Así lo creo, estoy seguro. También cuenta algo el fastidio de una nueva casa en la que instalarse. Una casa donde no se ha vivido es como un traje que se compra a los ropavejeros; estorba y deja helado a la vez. El corazón y los miembros no se hacen desde el primer día a lo que los cubre. Entiendo muy bien la costumbre oriental de no ocupar una casa en la que ya han vivido otros. Se la mandan construir ex profeso, y a su muerte se destruye junto con ellos. ¡Para qué cobijarse bajo un techo que ha contenido otros sueños, otros amores y otras agonías! ¡Que cada muerto tenga su caja, y cada corazón su hogar! Allá por donde pasamos, dejamos muchas cosas en las paredes, en los árboles y en los adoquines. ¿A cuántos vientos diversos no han volado, arrastrados, caídos o cortados, los cabellos de un hombre joven aún? ¿Quién encontrará nada más que uno de ellos? […]
Lunes, once de la noche [7 de diciembre de 1846].
¿Qué tienes, pobre amiga mía? ¡Sin noticias, sin cartas! ¡Es muy duro! ¿Te dije algo desagradable en mi último envío? Perdónalo. Sufro mucho y con frecuencia; en esos momentos estoy agrio, desabrido. Por mucho que escondo lo más posible mis dolores en mi interior, a veces salen, y desgarran a quienes estrecho entre mis brazos.
Te quiero mucho; te quiero aún, mucho, siempre. Tu recuerdo tiene para mí una dulzura encantadora en que se mece mi pensamiento, como un cuerpo cansado se mece en una hamaca, balanceado por una brisa tibia. Espero que mañana recibiré algunas páginas tuyas. Siempre temo que haya ocurrido alguna aventura enojosa, que el legítimo haya metido la nariz en nuestros asuntos, etc., o bien que estés enferma. Puedes asombrarte de que te diga todo eso yo, verdad, que tengo un aire tan frío, tan indiferente; pero te amo quizá más de lo que parece. Es lamentable, pero siempre he sido así, deseando sin cesar lo que no tengo, y no sabiendo gozar de ello cuando lo poseo; igual que me aflijo y me espanto de los males por venir: cuando vienen me encuentran ya completamente resignado. No he sentido lo que era la familia hasta que ya no la he tenido. Antes me hartaba. Si te perdiese, quizá me volvería loco. Esto está en la inconsecuencia consecuente del corazón humano, en la constitución del hombre, y soy precisamente hombre, hombre en el sentido más vulgar y más auténtico de la palabra, aunque, con la prevención de tu amor, me crees algo más elevado, y aunque yo, en ciertos momentos, cada día más raros, he tenido esa pretensión inconfesada.
¡No! No trato de desatarme de todo lazo, de separarme de todo afecto; son ellos quienes me abandonan por sí mismos, como los nudos que se aflojan y se sueltan sin que los toque mano alguna. ¡Cuántos amores, entusiasmos, amistades profundas y vivas simpatías no habré tenido ya, para verlas derretirse como la nieve! Me aferro a lo poco que me queda. He llorado a los muertos, a algunos vivos, y me he reído de lástima ante la vanidad de mis mejores sentimientos y de mis creencias más puras. Pero no arrojo a la calle a los que quieren quedarse conmigo, en mi aburrido aislamiento.
Maxime y yo hablamos con frecuencia de ti. Temo que me oiga mi madre, pues un día mi cuñado, que estaba en su habitación (es contigua a la mía), vino a repetirnos una conversación que habíamos tenido. Por suerte, trataba de un asunto indiferente; pero es un aviso. Pasamos el tiempo en charlas que casi deberían darme vergüenza, en locuras, en sueños imperiales. Edificamos palacios, amueblamos mansiones venecianas, viajamos a Oriente con escolta, y luego nos caemos de bruces con más fuerza sobre nuestra vida actual, y en definitiva estamos tristes como cadáveres. Para una tercera persona sería como para morirse de aburrimiento.
Por la mañana va al hospital a ver cortar y amputar; le divierte. Entretanto, yo estudio algo de griego y tomo una clase de esgrima. Fumamos mucho. Ésta es nuestra vida desde hace ocho días. Por las noches leo Servidumbre y grandeza de las armas, del amigo Stello. Es de buen tono, pero considerablemente frío y soso. Tengo un San Agustín completo, y cuando se ha marchado mi amigo, me lanzo a cuerpo descubierto a las lecturas religiosas; no con intención de conseguir la fe, en absoluto, sino para ver a gente que tiene fe.
Adiós, querido, dulce amor; te beso en la fina piel de tu pecho.
Quien te ama.
[Ruán] Viernes, cuatro de la tarde [11 de diciembre de 1846].
¿No crees que se podría hacer una hermosa novela sobre la historia de la señora D.? Tú, que estás en condiciones de verlo de cerca, deberías ocuparte. Tienes la mente fina, clara, precisa, cuando la pasión no te extravía; el fondo es ardiente y escéptico. Estudia bien esos personajes, completa en tu cabeza lo que la verdad material siempre ofrece truncado, y destácanos todo eso en un buen libro bien cargado, bien denso, variado de tono y de aspecto uniforme en el conjunto y en el color. Esos detalles técnicos que me das sobre el marido son curiosos. Voy a informarme al respecto y te diré lo que opina la ciencia. No hay que censurar, ni siquiera en el pensamiento, a esa mujer porque te parezca que en ella la pasión no suena lo bastante fuerte. Negar la existencia de los sentimientos tibios porque son tibios es negar el sol mientras no está a mediodía. La verdad está tanto en las medias tintas como en los tonos contrastados. Tuve un amigo auténtico en mi juventud que me tenía devoción, que habría dado por mí su vida y su dinero; pero no se habría levantado, para darme gusto, media hora antes que de costumbre, ni habría acelerado ninguno de sus movimientos. Cuando se observa la vida con un poco de atención, se ven los cedros menos altos, y los juncos mayores. Sin embargo, no me gusta la costumbre que tienen algunos de rebajar los grandes sentimientos y de atenuar lo sublime que escapa a la naturaleza. Así, el libro de Vigny, Servidumbre y grandeza de las armas, me chocó un poco al principio, porque vi en él una depreciación sistemática de la abnegación ciega (del culto al emperador, por ejemplo), del fanatismo del hombre por el hombre, en provecho de la idea abstracta y seca del deber, idea que jamás he podido captar y que no me parece inherente a la entraña humana. Lo hermoso que hay en el imperio es la adoración al emperador, amor exclusivo, absurdo, sublime, verdaderamente humano; por eso entiendo poco lo que significa para nosotros hoy la patria. Comprendo muy bien lo que era para el griego, que no tenía más que su ciudad, para el romano que no tenía más que a Roma, para el salvaje al que acosan en su selva, para el árabe, perseguido hasta debajo de su tienda. Pero nosotros, ¿acaso no nos sentimos en el fondo tan chinos como ingleses o franceses? ¿No van hacia el extranjero todos nuestros sueños? De niños, deseamos vivir en el país de los loros, y de los dátiles confitados; nos elevamos con Byron o Virgilio, codiciamos el Oriente en nuestros días de lluvia, o deseamos ir a hacer fortuna a las Indias, o a explotar la caña de azúcar a América. La patria es la tierra, es el universo, son las estrellas, es el aire, es el propio pensamiento, es decir, lo infinito dentro de nuestro pecho. Pero las querellas de pueblo a pueblo, de municipio a barrio, de hombre a hombre, me interesan poco, y sólo me divierten cuando constituyen grandes lienzos con fondo rojo. Releí ayer por la noche, solo junto al fuego, los versos de Mantes. ¿Sabes que son algo hermoso, muy hermoso? Estuviste inspirada, y mantengo lo dicho: no has escrito nada mejor. Me conmovió la lectura, y me estremecí de ternura hacia ti. Será un tesoro para mi vejez, y me parece verme ya con cabellos blancos, quebrado y tosiendo en mi sillón, levantándome para ir a coger en un cajón esta pequeña libreta de tafilete. […]
Sí, pienso a menudo en la velada de Noviembre y en las lágrimas que derramabas cuando hacías alusiones involuntarias; pero insisto en creer que estimas eso en demasía. Hasta me indignó que comparases este libro con René. Me pareció una profanación. ¿Podía acaso decírtelo, ya que era una prueba de amor?
Nieva, hace frío, vamos a cenar al campo, a casa de mi cuñado, para quien es una fiesta; para mí no. No me gustan todas estas molestias. Por suerte, estaremos de vuelta a las diez. He hecho tu recado de azúcar de manzana.
Adiós, amor querido; te beso en tu piel tan fina. Mil tiernos besos.