[Ruán] Domingo [13 de diciembre de 1846].
Has estado enferma, corazón mío; has sufrido. No vuelvas a hacer esos excesos de trabajo que desgastan, y que, debido al propio agotamiento que dejan tras ellos, en definitiva te hacen perder más tiempo del que te han hecho ganar. No son las grandes cenas y las grandes orgías las que alimentan, sino un régimen seguido, sostenido.
Trabaja cada día pacientemente un número igual de horas. Toma el hábito de una vida estudiosa y tranquila; primero saborearás en ella un gran encanto, y sacarás fuerza. También yo tuve la manía de pasarme noches en blanco; no conduce a nada más que a cansarse.
Hay que desconfiar de todo lo que se parece a la inspiración, y que a menudo no es sino actitud preconcebida y falsa exaltación que uno se ha dado voluntariamente, que no ha llegado por sí sola. Además, no se vive en plena inspiración. Más que galopar, Pegaso suele ir al paso. Todo el talento consiste en saber hacerle tomar el ritmo que uno quiere. Pero para eso no debemos forzar sus posibilidades, como se dice en equitación. Hay que leer, meditar mucho, pensar siempre en el estilo y escribir lo menos posible, sólo para calmar la irritación de la Idea que exige tomar forma, y que se revuelve en nuestro interior hasta que le hemos encontrado una exacta, precisa, adecuada a ella misma. Fíjate, se llegan a hacer cosas hermosas a fuerza de paciencia y de larga energía. La frase de Buffon es una blasfemia, pero se ha rechazado en exceso; ahí están las obras modernas para decirlo. Modera los arrebatos de tu mente, que ya te han hecho sufrir tanto. La fiebre quita ingenio; la ira no tiene fuerza, es un coloso cuyas rodillas flaquean, y que se hace más daño a sí mismo que a los demás.
Ayer me hicieron una pequeña operación en la mejilla, a causa de mi flemón. Tengo la cara rodeada de vendas, y considerablemente grotesca. Como si no bastaran todas las podredumbres y todas las infecciones que precedieron a nuestro nacimiento y que volverán a afectarnos al morir, no somos durante nuestra vida más que corrupción y putrefacción sucesivas, alternativas, una invadiendo a otra. Hoy se pierde una muela, mañana un cabello, se abre una herida, se forma un flemón, te ponen vesicatorios, te colocan sedales. Añádanse a esto los callos en los pies, los malos olores naturales, las secreciones de toda especie y sabor, y el cuadro que resulta de la persona humana no es muy excitante. ¡Y decir que se ama todo eso! Hasta se ama uno mismo, y yo, por ejemplo, tengo el aplomo de mirarme al espejo sin romper a reír. ¿Acaso la mera contemplación de un viejo par de botas no tiene algo profundamente triste y de una amarga melancolía? Cuando se piensa en todos los pasos que se han dado dentro de ellas para ir ya no se sabe a dónde, en todas las hierbas que se han pisado, en todo el barro que se ha recogido… el cuero reventado, que bosteza, parece decirte: «… luego, imbécil, compra otras, charoladas, relucientes, crujientes, llegarán a ser como yo, como tú algún día, cuando hayas ensuciado muchas cañas y sudado en muchos empeines». […]
Adiós, cuídate bien, guárdate del frío y recibe un largo beso en la boca.
[Miércoles 16 de diciembre de 1846]
¡Bien, pues ya que nos empeñamos, de acuerdo! Como no encuentras ya nada que decirme, la franqueza exige que te confiese que tampoco encuentro mucho más por mi parte, puesto que he agotado todas las formas posibles para hacerte entender lo que te obstinas desde hace cinco meses largos en no querer comprender. Sin embargo, he empeñado en ello todas las delicadezas de mi corazón y todas las variedades de mi pluma. ¿Por qué has querido entrometerte en una vida que no me pertenecía a mí mismo, y cambiar toda esta existencia a capricho de tu amor? Me ha hecho sufrir el ver los esfuerzos inútiles que hacías por mover esta roca que hace sangrar los dedos cuando se roza.
Me acusas incesantemente de egoísmo y de dureza; desde hace tiempo reconociste en ti misma que yo no te quería. ¡Error! ¡Error, pobre amiga mía! Me he acercado a ti porque te quería. Aún te quiero lo mismo; te quiero a mi manera, a mi modo, según mi naturaleza. Habrías necesitado, ya te lo dije desde los primeros días, un hombre más joven y más ingenuo, de corazón menos maduro, con un perfume más verde.
Tengo el alma devoradora como el estómago, y capaz, como él, de prescindir casi de vivir. He perdido a muertos, he perdido a vivos, y he visto toda la estupidez vanidosa de mis dolores, cuando creía que estos afectos eran necesarios para mi vida. Nada es necesario ni útil. Hay cosas más o menos agradables; eso es todo. Reflexiona sobre el hecho de que nuestras alegrías, como nuestras desgracias, no son sino ilusiones ópticas, efectos de luz y de perspectiva. ¿No sientes que nos une un pacto? Aunque me olvides del todo, aunque ya no me escribas nunca más, yo no te olvidaré nunca; dentro de diez años me encontrarás, si me llamas; y quizás entonces me agradecerás el que te haya hecho llorar a veces, para impedir que llores siempre.
Escríbeme, anda; no te obligues a nada; escríbeme cuando te apetezca, cuéntame tus tristezas y tus fastidios, háblame de tus trabajos, cuéntame eso que está confinado en la trastienda. Quizá podré enviarte algún consuelo, alguna distracción al menos, lo que nunca es de desdeñar, pues la vida no está repleta de eso.
¡Si he sido tu último amor, quiero ser tu amistad más sólida! Además, cuando quieras volver a ver al amante, el amante obedecerá a ese deseo.
Adiós, mil cariños, siempre.
Domingo [20 de diciembre de 1846].
Me pides explicaciones de cosas que se explican por sí solas. ¿Qué quieres que te diga, más de lo que ya te he dicho y sabes? Si, a pesar del amor que te retiene cerca de mi triste persona, mi personalidad hiere demasiado a la tuya, abandóname. Si sientes que es imposible, acéptame entonces tal como soy. ¡Te hice un regalo bien estúpido al procurarte mi trato! Ya he pasado de la edad en que se ama como tú querrías. No sé por qué cedí en esa ocasión. Me atrajiste, a mí que tanto desconfío de lo que atrae.
Bajo mi envoltura de juventud yace una vejez singular. ¿Qué es lo que me hizo tan viejo nada más dejar la cuna, y tan asqueado de la felicidad incluso antes de haberla probado? Todo lo que pertenece a la vida me repugna; todo lo que me arrastra hacia ella y me sumerge en ella me espanta. Querría no haber nacido nunca, o morir.
Tengo en mí, en lo hondo, un hastío radical, íntimo, acre e incesante que me impide saborear nada, y que me llena el alma hasta hacerla reventar. Brota a propósito de todo, como las carroñas hinchadas de los perros que vuelven a la superficie, a pesar de las piedras que les ataron al cuello para ahogarlos. Cuando desde un principio te grité que te equivocabas, con una ingenuidad que apreciaste poco, que debías olvidarme, que te dirigías a un fantasma y no a un hombre, no quisiste creerme. Sin embargo, debías haberme creído.
Me juzgas mal. No estimes tanto mi inteligencia. No apunto a ser Goethe, porque las bujías palidecen ante el sol y, creas lo que creas, no me esfuerzo en imitar a nadie, y menos aún a los grandes hombres que a los demás.
En cuanto a mi corazón, tiene la embocadura estrecha y estorbada; no sale de él el líquido con facilidad, sino que remonta la corriente y forma torbellinos; es como el Sena en Quillebeuf, lleno de bajíos movedizos. ¡Cuántos barcos se han perdido ahí!
Me reprocho el no amarte como mereces, como deberías ser amada. Te bendigo en mi corazón, y me tienta el azotarlo por haberte hecho tanto daño. Pero ¿de quién es la culpa? De nadie, de Dios, de la vida misma.
¿Por qué no eras una coqueta? Cuando se busca el placer, se encuentra. Pero la felicidad es un usurero que hace pagar ciento por diez, y yo no te habría querido si hubieses sido una mujer fácil. No obstante, más habría valido así, y las personas inteligentes como nosotros deberían conformarse con eso.
Hay que poner el corazón en el arte, la inteligencia en el comercio del mundo, el cuerpo allá donde se encuentre bien, la bolsa en el bolsillo y la esperanza en parte alguna.
Adiós, trata de olvidarme; yo no te olvidaré jamás. Te equivocaste al decir que no me inspirabas más que curiosidad. Hay más, pero tú sólo crees en los extremos de las cosas.
Adiós de nuevo. Para lo que sea, me encontrarás siempre.
Jueves por la noche [sin fecha].
Si fuese capaz de asustarme de algo, me habría espantado la carta que he recibido esta mañana. Era como para matar a un hombre; pero, a Dios gracias, en cuanto a desesperación estoy tan templado que, por mucho que me haya sacudido esta nueva tormenta, aún no me voy a pique. Conque voy a tratar de ser claro de una vez por todas. Siempre soy sincero, y no puedes acusarme de haber mentido ni fingido un solo minuto, pues desde la primera hora, desde la primera palabra, dije todo eso; desde el bautismo, anuncié el entierro.
¿Quieres saber si te amo? Pues, en la medida en que puedo amar, sí; es decir, que para mí el amor no es lo primero en la vida, sino lo segundo. Es un lecho en el que acuesta uno su corazón para relajarlo. Y uno no puede pasarse todo el día echado. ¡Tú haces de él un tambor para regular la vida! ¡No, no y mil veces no! Que jamás me hayas comprendido, como dices, es posible; lo creo, un poco. Es probable, si hubiera sido de otro modo, que te hubieras apartado del leproso.
Perdono a Du Camp la traición cometida al mostrarte una carta mía. No sé cual, pero me lo escribes; así queda claro. No lo juzgaba tan infantil. ¿Cómo quieres que no dude de todo? ¿Por qué tomárselo en cuenta? No tengo fuerzas para indignarme contra quien sea ni contra lo que sea. A veces trato con gente que me ha calumniado y robado, y les pongo tan buena cara como a los demás, porque, en el fondo, les quiero tanto, o tan poco, como a los otros.
¿Acaso hay algo en la tierra que merezca la pena de un odio? A mí no es fácil animarme. No es culpa mía. Hay gente que tiene el corazón tierno y la mente dura. Yo, al contrario, tengo la mente tierna y el corazón áspero, como el fruto del cocotero, que contiene leche encerrada en capas de madera; sólo se abre con un hacha, y ¿qué se encuentra en él, a menudo? Una especie de nata avinagrada. Prosigo. Llevo seis meses queriendo lograr que sufras menos; te he escrito todo lo que se me ocurría con ese fin, ¡y sufres el doble! ¿Qué quieres que haga? ¿Que vaya a París todos los meses? No puedo. En otros tiempos, no sé en cuáles, quizás habría podido. Comparas tu amor con el de mi madre, y yo lo comparo también. Y me preguntas si me burlo de ése. Uno no se burla de lo que le abruma, pues ese afecto me incomoda horriblemente. Estoy muy harto de él, palabra. Además, no puedo evitar el conservar un eterno rencor hacia quienes me han traído al mundo y me retienen en él, lo que es peor. ¡Demonios! ¡También eso era amor, sin duda! ¡Qué bonito! ¡Se amaban! ¡Se lo decían! Y una noche me hicieron a mí, para su mayor satisfacción. ¡De la mía no se preocupaban! ¡Maldito sea el hombre que crea, maldito sea el hombre que ama! Ojalá sea un suplicio la vida de su hijo, y el hastío desmesurado, el hastío colosal, ansioso y devorador que corroe al hijo, constituya para el padre un remordimiento que también le haga a él arrepentirse de haber vivido. Me preguntas de dónde proceden mis cambios y mi frialdad. Siempre he sido lo que soy. Estas cartas que te envío te las escribiría aun si acabara de verte en un estado de desolación, como cuando te dejé en el ferrocarril, y sobre todo si me hallara en la misma disposición nerviosa. Pues en mí los nervios son un elemento que hay que tener en cuenta; son sonoros y vibrantes. ¡A lo mejor no soy más que un violín! A veces, un violín se parece tanto a una voz, que dicen que tiene alma.
Toda esa gente que siente mucho, que lo dice y que llora, vale más que yo, pues yo me consuelo de todo porque nada me divierte, y prescindo de todo porque nada necesito. Cuando murió mi hermana, la velé por la noche; estaba junto a su cama, y la miraba, tendida de espaldas con su vestido de boda y el ramillete blanco. Yo leía a Montaigne y mis ojos iban del libro al cadáver; su marido dormía y tenía estertores; el cura roncaba, y yo me decía, al contemplarlo todo, que las formas pasaban, que sólo permanecía la idea, y tenía estremecimientos de entusiasmo ante fragmentos de frases del escritor. Luego pensé que también él pasaría. Helaba; la ventana estaba abierta, debido al olor, y de vez en cuando yo me levantaba para ver las estrellas tranquilas, tornasoladas, radiantes, eternas. Y cuando a su vez palidezcan, pensaba yo, cuando lancen, como las pupilas de los moribundos, fulgores llenos de angustia, todo estará dicho; y será aún más hermoso. Así que me consuelo más o menos de todo contemplando las estrellas, y la vida me inspira una apatía tan invencible que me aburre comer, hasta cuando tengo hambre. Lo mismo me ocurre con todo lo demás.
Lo que me contraría en ti, ¿quieres saber qué es? Es tu furia, una vez más, por compararte con una cualquiera, por hablar incesantemente de pureza y de sacrificio, de moralidad y de desprecio hacia los sentidos. ¿A mí qué me importa eso? Aprecio tanto a un presidiario como a mí mismo, tanto a las vírgenes como a las busconas, y a los perros tanto como a los hombres. Al margen de estas ideas un poco raras, soy como todo el mundo. Quieres que me revuelque a tus pies como si tuviera quince años, que vuele hacia ti, que tiemble, que llore también. Me prometes tu recuerdo como una venganza (y nunca será sino dulce, más dulce incluso en el futuro, cuando todo se haya serenado en mi cabeza). Pero mentiría si hiciese eso, actuaría, te engañaría. ¿Acaso puedo yo decirte esas palabras de amor que agradan, cuando mi voz ha enronquecido de ira? ¿Acaso mi corazón puede contener esas efusiones blandas, que jamás han venido a mí sino como sudores repentinos? Este corazón, en el que han macerado en la soledad todas las pasiones, fantasías y sueños de otro mundo, de modo que ahora está abollado y torcido, como un cacharro inutilizable, por mucho que se frote y se enjuague, siempre conservará el olor frío de todo lo que en él se comió en otros tiempos.
Adiós; rechazando mi amistad rechazas más de lo que piensas. Antes de tomar una decisión, reflexiona. He contestado a lo que me preguntabas.
Iré a París cuando me llame Pradier, dentro de seis semanas, cualquier día; no sé cuándo. Me falta dinero, tiempo y pretextos.
[Sin fecha]
Me es imposible seguir por más tiempo con una correspondencia que se vuelve epiléptica. ¡Cambie, por amor de Dios! ¿Qué le he hecho (ya que ahora hay que decir usted) para que exhiba ante mí, con el orgullo del dolor, el espectáculo de una desesperación para la que no conozco remedios? Si la hubiera traicionado, pregonado, si hubiera vendido sus cartas, etc., no me escribiría usted cosas más atroces ni más desoladoras.
¿Qué he hecho, Dios mío? ¿Qué he hecho?
Sabe muy bien que no puedo ir a París. Es querer obligarme a que le conteste con brutalidades. Soy demasiado educado para hacerlo, pero creo que lo he repetido bastantes veces para que usted se acuerde.
Me había hecho otra idea del amor. Creía que era algo independiente de todo, e incluso de la persona que lo inspira. La ausencia, el ultraje, la infamia, todo eso no le afecta. Cuando se ama, pueden pasarse diez años sin verse y sin sufrir por ello. Pretende usted que la trato como a una mujer de último rango. No sé lo que es una mujer de último rango, ni del primero, ni del segundo. Entre ellas, son relativamente inferiores o superiores por su belleza y por la atracción que ejercen sobre nosotros, eso es todo. Yo, a quien usted acusa de ser un aristócrata, tengo al respecto ideas muy democráticas. Es posible que, como usted dice, sea lo propio de los afectos moderados el ser duraderos. Pero en eso acusa usted a su afecto, ya que no lo es. Yo estoy harto de las grandes pasiones, de los sentimientos exaltados, de los amores furiosos y de las desesperaciones que aullan. Me gusta mucho, ante todo, el sentido común, quizá porque carezco de él.
No entiendo sus enojos, sus enfurruñamientos. Hace mal, pues es usted buena, excelente, amable, y uno no puede evitar censurarla por estropear todo eso sin motivo.
Cálmese, trabaje, y cuando vuelva a verla, acerqúese a mí con una carcajada, diciéndome que ha sido una tonta.
Lunes, tres de la tarde [sin fecha].
Te envío un beso en la frente y otros dos en las mejillas. Una vez más, qué desgraciado he sido al regalarte mi persona. Tú valías más. A cambio de tu oro te he dado estiércol. ¿Es culpa del estiércol el no ser ya paja fresca? Sí, sigamos siendo amigos, escribámonos de vez en cuando. Confía en mí siempre, como si aún permaneciera sobre ese pedestal en el que me había colocado tu amor. Ahora que está derribada la estatua, ¿verdad que no es de plata, sino de plomo? Parodiando un verso de Musset, puedo decir:
Llegaste demasiado tarde a un hombre demasiado viejo.
Si te hubiera considerado de índole más mediocre, te habría mentido. No he tenido valor; habría sido rebajarte. No estoy hecho ni para la felicidad ni para el amor, y jamás he disfrutado de ambos más que el olor, como los granujas que olfatean el tragaluz de Chevet. Suspiran por todo lo que allí se guisa; piensan: «¡Ay, si estuviera dentro, cómo me pondría! ¡Lo que comería!». Hazles bajar a la cocina, y ya no tienen hambre, porque el humo del carbón les da jaqueca. Si hubieras sabido conformarte con galanterías subidas de tono, con un poco de sentimentalismo y de poesía, quizá no habrías experimentado ese derrumbe que tanto te ha hecho sufrir. Pero el corazón es como la voz; cuando grita queda ronco.
¿Por qué te empeñas, pobre amiga mía, en compararte con una puta, en cuanto al efecto que me produces? ¿Te gusta mucho el paralelismo? ¡Qué tontería! ¿Por qué me reprochas el que quisiera regalarte una pulsera después de la primera noche, y no habértela enviado, mejor, en Año Nuevo? ¿Crees que soy un patán? A falta de corazón, ¿me niegas también las más elementales nociones de cortesía? ¡Qué funesta manía la tuya, mi niña, la de querer siempre ahondar en tu alma para ampliar el agujero!
La razón de aquello, por ejemplo, es muy sencilla: en aquel momento tenía dinero; ahora ya no lo tengo, eso es todo.
Vivo y he vivido siempre en una estrechez horrorosa, que me hace taciturno, irritable y humillado por dentro. Los harapos que avergüenzan a otros, yo los llevo debajo de la piel. Tengo necesidades desordenadas que me hacen pobre con más dinero del necesario para vivir, y preveo una vejez que acabará en el hospital, o más trágicamente. Sin duda me veré forzado a ello cualquier día; pues el unir la afición al oro y el desprecio de la ganancia conduce a un callejón sin salida, donde el hombrecillo se asfixia, atenazado. En fin, no importa. Nadie me comprende en este punto; entonces, es inútil abrir la boca al respecto.
Si supieras cuántos hundimientos y desánimos sufre a cada minuto mi orgullo, que te parece tan grande, lo compadecerías en vez de odiarlo. Pero no quiero hablarte de todo eso, ni de mil otras cosas peores que me acompañan diariamente. Jauría embarrada, que bosteza y se repantiga ante el hogar, y ocupa el sitio del amo.
Los detalles del matrimonio de Emma Marguerite no me han encantado; son algo muy vulgar. Hay satisfacciones burguesas que asquean, y felicidades corrientes cuya vulgaridad me repugna.
Por eso tengo siempre una prevención contra Béranger, con sus amores en los desvanes y su idealización de lo mediocre. Jamás he entendido que se estuviese bien en un desván, a los veinte años. ¿Se está mal en un palacio? ¿El poeta no está acaso para trasladarnos a otra parte? No me gusta encontrar el amor de la modistilla, la garita del portero y mi traje raído, allá donde voy precisamente para olvidar todo eso. Que la gente que sea feliz con eso lo conserve; pero presentarlo como belleza, ¡no! ¡No! Prefiero soñar, aunque me cueste sufrirlo, con divanes de pieles de cisne y hamacas de pluma de colibrí.
¡Qué idea tan singular la tuya, querer que alguien escriba la continuación de Candide! ¿Es posible? ¿Quién lo hará? ¿Quién podría hacerlo? Hay obras tan espantosamente grandes —ésa entre ellas— que aplastarían a quien quisiera cargar con ellas. Como una armadura de gigante, el enano que se la pusiera a la espalda quedaría reventado antes de haber dado un paso.
No admiras bastante, no respetas bastante. Sí tienes amor por el Arte, pero no su religión. Si experimentaras un deleite profundo y puro al contemplar las obras maestras, no tendrías a veces tan extrañas reticencias a su respecto. Y no obstante, tal como eres, uno no puede evitar el sentir por ti una ternura y una propensión involuntarias.
Adiós, tuyo.
Sábado, once de la noche [30 de enero de 1847].
¡Te estás volviendo grosera! Son casi insultos. Me tratas de palurdo y de avaro, con todas las letras. ¡Muy amable! Lo cargo a la cuenta de tu temperamento meridional, y paso por encima sin ofenderme. Te aseguro, querida amiga, que me ha dado más ganas de reír que de enfadarme. Sin embargo, es de tono algo subido; y además, para colmo, ¡otra vez las eternas putas! «Vosotros, los hombres…», etc.
Por lo visto las putas te obsesionan. ¡Merecerías ser hombre! En ti es una idea fija el caer a brazo partido sobre esas pobres criaturas. No merecen tanta ira. Además, recuerda el precepto del sabio: «No hables de lo que no conoces».
Algún día, si te divierte el asunto, te expondré mis teorías al respecto. Las creo justas, contando con que haya algo justo.
No te inquietes tampoco por mi querida piel; el tambor no va a reventar tan pronto. Todo lo que me ocurre y todo lo que yo pueda hacer no modificarán en nada la situación. No son ni la tristeza, ni las penas, ni siquiera el hastío, quienes pueden enfermarnos y matarnos. No se muere de desdicha; se vive, pues eso engorda.
Además, nunca me he encontrado mejor, pues nunca he llevado una vida más acorde con mi naturaleza. Ahora hay armonía, después de haber pasado mucho tiempo, como un músico que afina su violín, dando vueltas a las clavijas para que las cuerdas estén subidas, unas con relación a otras, en una tonalidad concordante. No es fácil hallar la propia vía. Hay muchos caminos sin viajero; hay aún más viajeros que no tienen su senda. No me dedico, como tú piensas, a orgías intelectuales. Trabajo con mucha sencillez y regularidad, e incluso bastante estúpidamente. Ya no escribo; ¿para qué? Todo lo hermoso ha sido dicho, y bien dicho. En lugar de hacer una obra, a lo mejor es más sabio descubrir obras nuevas bajo las antiguas. Me parece, a medida que produzco menos, que disfruto más contemplando a los maestros. Y como lo que pido ante todo es pasar mi tiempo de manera agradable, ¡en eso me quedo!
¡Me llamas brahmán! Es demasiado honor, pero ya me gustaría serlo. Tengo hacia esa vida aspiraciones que me enloquecen. Querría vivir en sus bosques, girar como ellos en danzas místicas, vivir en esa desmesurada absorción. Son bellos, con sus largas cabelleras y sus rostros chorreantes de mantequilla sagrada, y sus grandes gritos que responden a los de los elefantes y los toros.
En otro tiempo quise ser camaldulense, y después renegado turco. Ahora, brahmán o nada, lo que resulta más sencillo.
De verdad, haces mal tomándome por un perfecto miserable, incapaz de comprender la poesía de la abnegación, etc. La admiro mucho. Sólo que me aburren un montón de palabras que no expresan ni una idea. […]
Gracias por los versos que me envías. Si te he servido para hallar un hermoso verso, no habrá sido inútil el conocerme. El objeto más trivial produce inspiraciones sublimes, y los idilios de Teócrito que estoy leyendo ahora fueron inspirados sin duda por algún innoble pastor siciliano que apestaba de los pies. El Arte sólo es grande porque engrandece.
Te aseguro, alma mía, que en absoluto me fabrico una conciencia adaptada a mis razonamientos. No soy tan hábil. ¿Eres capaz de no creer ni en mi franqueza?
Es precisamente eso lo que me reprocho. Habrías necesitado un niño o un hipócrita. Y como no soy ni uno ni otro, te heriste al apoyarte sobre mí como sobre un bastón que se le rompe a uno en la mano, y cuya astilla penetra en las carnes.
Adiós, seco con mis labios las lágrimas de tus pobres ojos. Sé más prudente y menos primitiva, pues sabes (tú lo has dicho) que yo estaba muy corrompido, lo que bien podría ser cierto.
[Sin fecha]
Lo más seguro, dices, cuando se teme al fuego, es mantenerse lejos de él. Eso, al menos, es exacto; pero yo acostumbro a calentarme tanto, que me quemo las piernas, y sin embargo grito como un asno a la menor quemadura. Tengo en la piel del corazón y de las piernas manchas indelebles. Pero los cirujanos dicen que es muy difícil distinguir las cicatrices del fuego de las del frío. Los dos elementos, hielo y llama, no están quizá tan alejados entre sí como se piensa; ¿tantos grados hay de uno a otro? ¡Todo se toca! En julio nos bañamos en el río que helará mi champaña en enero, y los carámbanos que se dejan, fundidos por la primavera, darán un agua demasiado caliente para junio.
El corazón del hombre es aún más variable que las estaciones, alternativamente más frío que el invierno y más ardiente que el verano. Si sus flores no renacen, sus nieves vuelven a menudo en borrascas lamentables; cae y cae; lo cubre todo de blancura y tristeza, y cuando llega el deshielo, ¡aún resulta todo más sucio!
¡Dios mío, qué idiota soy! Me encuentro desmesuradamente estúpido, y me entristece porque soy consciente de ello. No sólo he llegado a no poder ya hablar, sino que llegaré a no poder escribir más. Es extraño cómo se taponan todas mis zanjas, cómo se cierran todas mis heridas y forman un dique frente a las olas interiores. El pus cae hacia dentro. Todo lo que pido es que nadie perciba su olor.
Y tus heridas, pobre querida mía, ¿se curan? Si soy yo quien las ha hecho, ojalá pudiera besarlas para demostrarte al menos que su vista me hace sufrir.
Pronto iré a París un día, un solo día. ¿Me verás? ¿Quieres verme (pues dices enfáticamente que más valdría no vernos)? Si temes que mi presencia reavive tus dolores, que mi partida los duplique, ¿qué quieres que yo le haga? ¡Reflexiona sobre eso! Reflexiona larga, prudentemente. Haré al respecto lo que digas.
¿Adelanta tu drama? Por mi parte, estoy enzarzado en una multitud de lecturas que me urge acabar; trabajo cuanto puedo y no adelanto gran cosa. Habría que tener doscientos años para tener una idea de algo. Acabo de terminar hoy el Caín de Byron. ¡Qué poeta! Dentro de un mes aproximadamente habré acabado Teócrito. A medida que descifro la Antigüedad, me invade una tristeza desmesurada al pensar en aquella era de belleza magnífica y encantadora que pasó sin retorno, en aquel mundo todo vibrante, radiante, tan coloreado y tan puro, tan amplio y tan variado. ¡Qué no daría yo por ver un triunfo! ¡Qué no daría por entrar una tarde en Suburra, cuando ardían las antorchas en las puertas de los lupanares y resonaban las panderetas en las tabernas! Como si no tuviésemos bastante con nuestro pasado, rumiamos el de la humanidad entera y nos deleitamos en esta amargura voluptuosa. ¡Qué importa, después de todo, si sólo puede vivirse allí, si sólo puede pensarse en eso sin desdén y sin compasión!
Adiós, tuyo.
[Sin fecha]
La primera carta mía que recibas te dirá positivamente el día de mi llegada. En cuanto a la hora, no estoy tan seguro de ser exacto; se puede perder un tren.
Tu carta de esta mañana (he recibido dos a la vez, una del jueves y una de ayer; hablo de la de ayer) habría ablandado a los tigres, y yo, desde luego, no soy un tigre. Soy un pobre hombre bien sencillo y bien fácil y bien hombre, «muy tornadizo y diverso», cosido a retazos y remiendos, lleno de contradicciones y de absurdos. Si no entiendes nada en mí, tampoco yo mismo entiendo mucho más. Todo esto es demasiado largo de explicar, y demasiado aburrido; pero volvamos a nosotros.
Ya que me amas, te sigo amando; amo tu buen corazón, tan ardiente y tan vivo, tu corazón tan vibrante, cuya melopea interna se modula alternativamente en tiernos sollozos y en gritos desgarradores. No creía que era como es. Todos los días me asombras, y termino por creer que soy tonto, pues experimento singulares asombros viendo esos tesoros de pasión, mina de oro que me abres para que la contemple en solitario.
Y yo también te quiero. Léela, esa palabra de la que eres tan ávida, y que no obstante te repito a cada línea. Pero cada uno, sabes, piensa, goza y ama, vive, en fin, según su naturaleza. No tenemos todos sino una jaula mayor o menor, donde toda nuestra alma se mueve y da vueltas; todo esto es cuestión de proporciones. Todo lo que nos asombra y escandaliza es lo que encanta y seduce a otros. El heroísmo de este corazón es el estado diario de aquél, y así sucesivamente. Yo a lo mejor no estoy hecho para amar, y sin embargo, siento que amo; tengo consciencia de ello, consciencia íntima y profunda. Tu recuerdo me ablanda; tus cartas me conmueven, y las abro palpitando; tu imagen me atrae allá. ¿Tú sientes todo eso? Pero quizá tengas razón; soy frío, viejo, hastiado, lleno de caprichos y de tonterías, y a lo mejor, también, egoísta. ¿Quién no lo es? Desde el bribón que machacaría a toda su familia para hacerse un consomé tónico, hasta el intrépido que se arroja bajo el hielo para salvar a unos desconocidos, ¿no busca cada uno según los apetitos de su naturaleza una satisfacción personal, que orienta en detrimento de los demás o en ventaja suya, según el objeto del acto? Pero el primer impulso es siempre del Yo, como diría el Filósofo, y converge para regresar a él. ¡Qué importa! Sea yo lo que soy o del todo distinto, no estás tratando con un ingrato. Uno se parece más o menos a un plato. Hay cantidad de burgueses que, para mí, representan la carne hervida: mucho humo, ningún jugo, nada de sabor. Llena en seguida, y alimenta a los patanes. También hay mucha carne blanca, muchos peces de río, anguilas sutiles que viven en el fango de los cursos de agua, ostras más o menos saladas, cabezas de ternera y papillas azucaradas. Yo soy como los macarrones al queso, que hacen hilos y apestan; hay que estar acostumbrado para apreciarlos. A la larga uno se acostumbra, después de haber sentido náuseas muchas veces. ¿Qué son esas tristes inclinaciones? ¿No valdría más tomar las peras que cuelgan de lo alto de los árboles, o los melones que amarillean sobre un buen estiércol?
Vivamos juntos, pues, ya que te resignas. ¿Recuerdas aquel viernes en que no fui a casa de Fidias? ¡Me lo reprochaste, corazón! Y es que presentía para ti todas las molestias que te he causado. Esas lágrimas que derramas, ya las llevaba yo en mi pensamiento como una nube de tormenta en un cielo de verano.
Siempre buena, siempre solícita, espiando todo lo que puede hacerme ilusión, me has enviado tu Volney. Te lo agradezco mucho. Mi hermano lo tiene. Pero lo que no tiene es el bonito pañuelo que estaba tan bien envuelto entre los dos tomos. Lo usaré en París; pronto me lo verás. Mira, ¿quieres que te diga algo que me pesa en el corazón? Vales más que yo, tendrías que haber conocido a otro hombre. Siento toda la inferioridad de mi papel, y siento que te hago sufrir, aunque querría poder colmarte de todo. […]
[Ruán, 15 de febrero de 1847]
Has entendido mal, querida amiga, el sentido de mi carta en que te preguntaba si querías verme. No hacía la pregunta por mí, sino por ti. ¿No me has dicho bastante que te hacía desdichada?… Parece (ese efecto me produzco a mí mismo) que he sido la calamidad de tu vida. Que a uno le guste el veneno que bebe, o que lo odie, el efecto no cambia; quienes se matan con aguardiente aman el aguardiente.
Esto es, pues, lo que había pensado: «Si cree que el verme aún la pondrá peor, si una hora, un día de alegría y de lágrimas mezcladas han de dejarle aún meses amargos, una larga vida de dificultades desgarradoras, cuando no tristes, más vale que por ahora no me vea. Iré a su calle, miraré su casa y me volveré. Si la veo, mejor; si no, eso será todo». Finalmente, te he preguntado si querías curarte. Te ofrecía un medio, una oportunidad, y has creído que era la hipócrita preparación para esto: venir a París sin querer verte.
Además, no habría venido si me hubieses dicho: «Tienes razón, así es mejor». No habría habido necesidad, como me lo recomendabas el domingo en tal hipótesis, de ocultarte el día de mi presencia. No la habría habido en absoluto.
Efectivamente, Fidias me ha invitado a ir el jueves, pero no iré hasta el viernes o el sábado. Probablemente tendré que ausentarme de Ruán el miércoles por la noche. Así, si vas a contestarme antes de que nos veamos, que sea en seguida.
¡Conque vamos a vernos, pobre amiga mía! Tengo ganas de verte, pero será tan poco… ¡Vas a decir que lo enveneno todo de antemano, y que siempre hablo de la podredumbre que sufrirá la fruta, cuando apenas sale de la flor! ¡Desgraciadamente, sí! ¡Así que no tengo ni la dicha bienaventurada de los que se sientan a la mesa, alzando su vaso muy alto para que se lo llenen hasta rebosar, ni la tristeza agria, ni los sudores fríos de los que se despiertan al día siguiente en medio de los cacharros rotos y de su corazón desgarrado!
Parece que nuestro amigo Max ha estado a punto de ir a ver a Plutón. Si ha fallado, mejor para mí, y peor para él. Cuando se tiene un poco de humanidad, uno no puede evitar el desear la muerte a los que ama. ¡Y dirán que tengo el corazón duro!
¿Por qué pensar, o decir al menos, que si me pidieras que escuchase tu drama haría oídos sordos? Eso no te lo perdono. Son ideas que te metes en la cabeza. Tu gloria me es más querida que la mía, ¡si tuviera una! Quiero decir que tengo más ganas de oír cómo te aplauden que cómo me aplauden a mí.
Adiós, mil besos en los labios.
[Ruán] Sábado, a las cinco [¿febrero de 1847?].
Si en vez de acusarme tanto, de insultarme, e incluso de ultrajarme, te tomaras un poco de tiempo para aguardar y reflexionar, si frenases un poco tu indomable y fogoso carácter y si tus ojos, alternativamente llenos de lágrimas o de ira, quisieran abrirse a la evidencia, verías que no soy un monstruo, ni un ser indiferente, pues a estas horas llevo ya quince días largos arreglando y preparando un viaje a París. Pero ¿para qué decírtelo siquiera? Cuando me marche seguirás sin querer oír nada.
Me recibirás llorando, y me despedirás de nuevo con una maldición en tu corazón. También tú eres demasiado injusta, eres devoradora y exclusiva. Por mucho que uno haga o diga, nada, nada. No podrás negarme que en el fondo del alma odias cordialmente a ese querido hermano, Du Camp. Es la regla: no hay mujer ni amante que quiera al amigo de su amante. Lo temen, o tienen celos de él. He conocido a algunas que estaban celosas de un perro, otras de una pipa. Todo el tiempo que se dedicaba a otras cosas parecía habérseles robado. He visto a algunas (¡e inteligentes, por desgracia!) irritarse ante el entusiasmo que mostraba uno por un libro o un cuadro… En fin, pasemos, y volviendo a Maxime, si uno de nosotros debe guardarle rencor en todo este asunto, soy yo. En lo que a ti respecta, te ha servido, en relación a mí, con una abnegación rara en un hombre sin interés en la cuestión.
Si no crees en nada de lo que sale de mi corazón, al menos creerás en la probidad más vulgar. Pues bien, este honor te declara que jamás he tenido la intención de hacerte sufrir, como me acusas de ello tan amargamente. Pero ¿por qué, en lugar de arremeter contra mí, no ves en tu sufrimiento uno de esos elementos inevitables de la vida? Que el amor traiga consigo la desgracia es tan lógico y tan eterno en cualquier parte como el relámpago que anuncia la lluvia, como el retumbar del trueno, que anuncia el rayo. Al amor le pusieron una venda, pues resultaba embarazoso representar sus ojos. Habría sido algo demasiado feo. Llevan tanto tiempo llorando, que han de estar rojos. ¡Y si al menos desde el principio hubiera dicho yo las eternas palabras mentirosas que tanto encantan, «¡siempre!, para toda la vida», etc., frases que uno sabe que son falsas cuando se las oye decir a uno mismo, pero con las que aparentemente nos gusta embriagarnos, como si se tratase de aguardiente! Es inútil tener el corazón enfermo aún por la indigestión de ayer noche; uno trata de persuadirse de que esta vez será mejor, que esta locura cantará siempre, que este adormecimiento no sufrirá los calambres del despertar ni los tirones del cansancio. ¡Si yo me hubiera mostrado como el hombre de corazón rico, donde puede irse a beber, sin miedo de agotarla, a la fuente de las alegrías serias y de las felicidades profundas, si hubiera tratado de mostrarte las perspectivas azules que se abren ante las pasiones nacientes! Pero sabes muy bien que no, sabes bien que no. Bastante me lo reprochaste. Pues bien, me equivoqué. Es que vi demasiado lejos, que me creía más débil y más inconstante de lo que soy. Es que te quiero aún, cosa que puede parecerte singular, y que sin embargo no lo es. Pues ¿qué hay de singular en ello? ¿Dónde está lo raro? ¿Dónde no está? Si no te he preguntado detalles de las escenas con el legítimo, ¿no me habías escrito que no querías transmitírmelos por carta, que me lo dirías de viva voz? No te he prometido ir el 28 de julio, precisamente porque tenía ganas de ir. Pero ¿si no puedo, si se presenta algo de aquí a entonces? ¿Habría sido un perjurio más, verdad? Tú nunca has querido enseñarme de ti misma sino los lados hermosos, siempre me hablas de tu abnegación, de la grandeza que hay en tu vida, de los deberes que cumples, etc. ¡Está bien! Pero creo haber tenido más confianza en ti. ¿No te he desplegado acaso, uno por uno, todos los dobleces de la tela, sin ocultarte agujeros ni zurcidos? Te he iniciado en mi pasado, en mis amores de juventud, en mi familia y, cosa más extraordinaria para mí, en mis obras. Podrías escribir toda mi historia. ¿Sé acaso un solo capítulo de la tuya? No lo pido, pero es para hacerte ver que no soy tan duro, tan cerrado ni tan áspero, y aunque, para terminar, me pidas una buena brutalidad, nunca la tendrás.
¿Por qué no amarnos como debe uno amarse cuando tiene inteligencia? ¿Por qué no disfrutar simplemente del placer de estar juntos, buscarlo, escribírnoslo de vez en cuando, vernos con el rostro risueño y el corazón abierto, y que todo quede ahí? No merece la pena el no ser perfectos imbéciles, si es para vivir como locos. Cuando se quiere que un río corra más aprisa, se estrecha, se hace más profundo, pero sus aguas son turbias. Cuando se suena uno demasiado fuerte, se sangra. Cuando se zambulle uno demasiado hondo, se rompe la cabeza. Cuando se ama irracionalmente, se sufre desmesuradamente.
No soy ni un niño ni un tonto. No tengo esa adoración de mí mismo que me reprochas en tu última nota, con un tono de abuela que le va mal a tu boca sonrosada, a tus dientes blancos y a tus hombros relucientes, y la prueba de que no soy un fanático de los tonos crudos y de las ideas absolutas es que, tanto como me gustan en arte los amores desordenados y las pasiones que gritan, tanto me gustan en la práctica las amistades voluptuosas y los galanteos sentimentales. Es posible que esto te parezca rococó o innoble. Con ardor, es posible que no resulte aburrido, y con corazón, que no sea sucio.
Adiós, un beso muy grande donde quieras, y si me guardas rencor por algo, yo te perdono todas las cartas que me escribes. Son de las que por fuerza ocultaría hasta el hombre más indiscreto, pues no me honran.
Adiós de nuevo, tuyo.
[Ruán] Domingo [7 de marzo de 1847].
Que no te hayas dirigido ya al amante, lo concibo. Que ni siquiera sea al amigo, es un error. Así que el hombre inteligente va a contestar con toda la inteligencia que pueda. Salí el sábado por la noche, muy tarde. Cansado, hastiado, abrumado por los tres días que había pasado en París, y jurándome no volver a poner los pies allá hasta dentro de mucho tiempo. Iba en busca de algo de aire, de distracción, y no he encontrado sino tristeza, angustias y penas de toda índole. Se me reprocha el vivir demasiado solo, el ser egoísta, exclusivo, el permanecer encerrado en mi casa, en mí mismo, y todas las veces que salgo es para ser golpeado por algo, herido por cualquiera.
En cuanto a lo que ocurrió entre nosotros el viernes, confieso que al principio me sentí desmesuradamente escandalizado al ver tu congoja, cuyo motivo no podía evitar comparar con la otra congoja que me había inundado durante todo el día. ¡Y el motivo es que me había pasado un día sin verte, que había llegado el miércoles, etc.! Cuando empecé a perder la cabeza, pues me contenía para no estallar, y te dije «hasta mañana», era para acabar, para poner término a esto. Me asfixiaba, estaba harto. La carta escrita en tercera persona que recibí el sábado por la noche acabó de decidirme a partir. Cuando hube releído tus sospechas referentes a la mujer de Fidias, me dije: «¡Es el colmo! Ya sólo faltaba eso; ¿qué hacer y qué decir ante semejantes cosas?». Si el propio Fidias te habló del asunto, estoy seguro de que no puede ser más que una broma que ha querido gastarte, o una idea súbita que se le ha pasado por la cabeza. Si esta mujer me hubiera dicho algo a los sentidos, o al corazón, o a la mente (hablo tu lenguaje, pues para mí todo eso está muy ligado), total, si la hubiera querido, habría tratado de conseguirla, lo confieso. Como nunca se me ha ocurrido, ni siquiera en la época en que la veía varias veces por semana, ahora como entonces no existe entre nosotros más que una relación de amistad bastante vaga y una familiaridad bastante divertida. Es una criatura a la que me gusta ver, más aún de lejos que de cerca, pues de cerca todo pierde y se encoge. Me he guardado muy bien de querer ser con respecto a ella otra cosa que un analista. Pues si «me hubiera estrechado entre sus brazos», ya no la habría juzgado. Esto va dirigido a la Artista; esa mujer me parece el tipo de la mujer con todos sus instintos, una orquesta de sentimientos hembras. Y para oír la orquesta, no se coloca uno en ella, sino por encima, al fondo de la sala. Ésa es la verdad pura. Créelo, harás bien. No lo creas, tanto peor.
Ahora hablemos de nosotros. Me pides que te mande al menos una última nota de adiós. Pues bien, desde lo más hondo de mi corazón te doy la más íntima y la más dulce bendición que se pueda posar sobre la cabeza de alguien. Sé que lo habrías hecho todo por mí, que aún lo harías, que tu amor habría merecido un ángel y estoy desolado por no haber podido responder. Pero ¿es culpa mía? ¿Es culpa mía? Habría querido amarte como tú me amabas, he luchado en vano contra la fatalidad de mi naturaleza, nada, nada. El cardo sólo es bueno para los asnos, peor para quienes se acuestan sobre él como si fuera césped. Los átomos ganchudos —como habrían dicho los filósofos del siglo pasado— que hay en nosotros son repulsivos unos, atractivos otros. Los pocos atractivos que había en nuestros dos seres giraron en torbellino, y se encontraron primero. Luego llegaron los repulsivos, y subieron como una avalancha inmensa.
Amo ante todo la paz y el descanso, y jamás he hallado en ti sino disturbios, tormentas, lágrimas o ira. Te enfadaste una vez porque dije a un cochero que te llevara a tu casa, qué caras no pusiste en la cena con Max, qué andanada recibí en el tren por haber faltado a una cita, etc. Pero no te reprocho nada, no estaba más en tu mano el impedir todo esto que en la mía el no sufrir por ello, y sufrir de manera doble, sentimentalmente e intelectualmente. Las escenas que has organizado en casa de Du Camp y en el hotel, donde hiciste que te recondujeran dos veces para ver si me había marchado yo, no dejan tampoco de darme un aire bastante ridículo. Tengo la debilidad de apreciar lo decoroso. Todo el daño procede de un error primitivo; te equivocaste al aceptarme, y habría sido preciso cambiar entonces. Pero ¿se puede cambiar? Tus ideas de moralidad, de patria, de abnegación, tus gustos literarios, todo era contrario a mis ideas y a mis gustos. Siendo un hombre de fantasía ante todo, una mente desordenada, ¿podía yo acaso, a pesar del atractivo de tu persona, plegarme siempre e inclinarme ante esa estrecha ley del deber y de la regla, que colocabas ante cada cosa? Yo, un enamorado exclusivo de la línea pura, de la curva saliente, del color chillón, de la nota sonora, hallaba siempre en ti no sé qué tono anegado en sentimiento que lo atenuaba todo, y alteraba hasta tu mente. Jamás contestaste, qué digo, ni siquiera tuviste la menor compasión por mis instintos de lujo. Un montón de necesidades que me roen como parásitos, y que te mostraba lo menos posible, no excitaron en ti sino el desdén con que me aplasta el burgués. Habitualmente me paso tres cuartas partes del día admirando a Nerón, a Heliogábalo o a cualquier otra figura secundaria que converge, como lo hacen los astros, en torno a estos soles de belleza plástica. Entonces, ¿qué entusiasmo querías que tuviese por los pequeños sacrificios morales, por las virtudes domésticas o democráticas que querías que yo admirase? La explicación podría alargarse. Pero bastante penosa es para mí; la terminaré en seguida. Una vez más, ¿por qué, por qué me conociste? ¿De qué culpa es la expiación, pobre mujer? Merecías algo mejor que esto.
Si, conservando tu cuerpo, que es hermoso, y tu ingenio que es encantador, hubieras sido una mujer como las demás, capaz de amar en la medida necesaria para sazonar la vida y no para quemarla, no habrías sufrido tanto, ni yo tampoco. Cuando hubiese ido a París, habría ido a verte. Nos habríamos abrazado y vuelto a ver, viviendo como antes sin preocuparnos uno de otro. Pero no; tú creíste que yo era joven, fresco y puro. Hay gente rizada, encorsetada y maquillada que aún tiene aspecto joven. En la cama son ancianos decrépitos. Hay corazones iguales, gastados por enfermedades e inválidos debido a grandes excesos. Tú quisiste extraer sangre de una piedra. Hiciste una grieta en ella, y te han sangrado los dedos. Quisiste hacer caminar a un paralítico, todo su peso te cayó encima, y se volvió más paralítico aún.
No, no hay acritud, ni ira, ni odio, sino una profunda y triste convicción. Siempre hay un sentimiento que carece de nombre, formado por otros muchos, como esos edificios que no son de piedra sillar, ni de mampostería, ni de madera, siempre hay una abnegación dispuesta, y si no te hiere la expresión, una gratitud desmesurada. Me pides que al menos nuestros recuerdos me sugieran algo; pues bien, como la primera noche, un casto beso en la frente. Adiós, imagínate que he marchado a un largo viaje. Adiós de nuevo, conoce a otro más digno; iría hasta el fin del mundo para ofrecértelo. Sé feliz.
[Ruán] Sábado por la mañana [20 de marzo de 1847].
No he conservado, de nuestra última cita, ni irritación ni cólera. Quizá me hicieras daño, pero en cuanto a guardarte rencor, ¡nunca, nunca, no, jamás tendré contra ti la menor animadversión! Sería infame, pobre corazón mío.
Lo que me ha entristecido muy hondo, humillado si quieres, desconsolado es la palabra más justa, es que he visto más que nunca la incompatibilidad natural de nuestros temperamentos. No son las grandes desgracias las que crean la desgracia, ni las grandes felicidades las que hacen la felicidad, sino el tejido fino e imperceptible de mil circunstancias banales, de mil detalles tenues que componen toda una vida de paz radiante o de agitación infernal. De nada sirven diariamente las grandes virtudes ni los hermosos sacrificios; el carácter lo es todo. El tuyo es irritable a botes y sobresaltos. Tienes el corazón demasiado tierno, y la cabeza demasiado dura.
Me preguntas por dónde he pasado para haber llegado a este punto. No lo sabréis ni tú ni los demás, porque es indecible. La mano que tengo quemada, y cuya piel está arrugada como la de una momia, es más sensible que la otra al frío y al calor. Mi alma es igual, ha pasado por el fuego: ¿es de extrañar que no se caliente al sol? Considera eso en mí como una imperfección, como una vergonzosa enfermedad interna que he contraído por haber frecuentado cosas malsanas; pero no te desesperes, pues no hay nada que hacer. No me compadezcas, ya que no vale la pena. No te indignes: sería poco inteligente.
Quieres saber si tu imagen vuelve a menudo a mi pensamiento. Sí, con frecuencia; pero ¡qué imagen! Entristecida, llorosa, desolada, como una aparición que me persigue con su tristeza. Casi he olvidado tu risa. A lo mejor tú también.
¡Ay! ¿Por qué el cielo no te ha hecho una de esas mujeres ligeras que de la vida sólo toman el placer, que tienen en el corazón, como en el cuerpo, un órgano para gozar, sin que el funcionamiento de los demás se vea turbado? O si no, ¿por qué no viniste hace seis u ocho años? Me repito esto hasta la saciedad, pues entonces era yo el hombre que necesitabas. Tú necesitas ilusiones; te gustan. ¿Hay otra cosa que pueda gustar?
Cada día me doy cuenta de lo poco que tengo, y la profundidad de mi vacío no iguala sino a la paciencia que dedico a contemplarlo. Sin embargo, creo que hay algo que aprecio. A ti, por ejemplo, te quiero; pero cuando te veo tan distinta de mí, me digo: no, es ella. Amo el arte, y no creo en él. Me acusan de egoísmo, y no creo en mí más que en otra cosa. Amo la naturaleza, y con frecuencia el campo me parece estúpido. Amo los viajes y detesto menearme.
Si en tu casa tienes nuevas penas, estamos a la par. Mi cuñado está volviéndose loco. También eso lo ocultamos, pero es así. No me bastaba con la desesperación a mi cabecera, la demencia va a unírsele; escoltado por ella, ¿qué papel hago yo en medio? Mi compañía es contagiosa y mala. Hago a los demás más daño que el que me hacen, y que el que tengo. Peor para los demás, pues sin duda no es intencionado. Pero lo más dulce que tengo en el corazón, y lo mejor, es para ti. Es darte moneda sucia a cambio de oro. ¿Y si sólo tengo eso? Es el dinero del pobre.
¿Cuándo nos veremos? No lo sé. Más vale, para ti, que no me veas. ¿No estás harta de vivir y de sentir?
Adiós, un beso.
[30 de abril de 1847]
Jamás he sido tan consciente del poco talento que he recibido para expresar ideas con palabras. Me pides una explicación franca, clara. Pero ¿no te la he dado cien veces y, me atrevo a decir, en cada carta desde hace meses enteros? ¿Qué quieres que vuelva a decirte, y que no te haya dicho ya?
Quieres saber si te amo, para cortar de una vez por lo sano y terminar francamente. ¿No es lo que me escribiste ayer? Es una pregunta demasiado amplia para contestarla con un «sí» o con un «no». Sin embargo, es lo que voy a tratar de hacer, con el fin de que dejes de acusarme de andar siempre con rodeos. Espero que hoy al menos me harás justicia. ¡Por ese lado, no estoy mimado!
Para mí, el amor no está, y no debe estar, en el primer plano de la vida; debe quedarse en la trastienda. Hay otras cosas antes que él, en el alma, que están, creo, más cerca de la luz, más próximas al sol. Conque, si tomas el amor como plato fuerte de la vida: no. Como condimento: sí.
Si por amor entiendes tener una preocupación exclusiva por el ser amado, no vivir más que por él, no ver más que a él de todo cuanto hay en el mundo, estar lleno de su idea, tener el corazón colmado de él, como el delantal de una niña que está lleno de flores y desborda por todos los lados, aunque sujete las puntas con su boca y lo abrace con las manos, sentir, en una palabra, que tu vida está ligada a esa vida y que ésta se ha convertido en un órgano particular de tu alma: no.
Si por amor entiendes querer tomar de ese doble contacto la espuma que flota encima sin remover el poso que puede estar en el fondo, unirse con una mezcla de ternura y de placer, verse con encanto y separarse sin desesperación (cuando uno tampoco estaba desesperado al besar en su ataúd a los seres más tiernamente queridos), poder vivir uno sin el otro, puesto que uno vive separado de todo cuanto anhela, huérfano de todo lo que amó, viudo de todo aquello con lo que sueña; pero experimentar, no obstante, en estas aproximaciones, desfallecimientos que hacen sonreír, como ante un cosquilleo extraño; sentir, por último, que esto ha ocurrido porque tenía que ocurrir, y que pasará porque todo pasa, jurándose de antemano que no acusará al otro ni a uno mismo, y en medio de esta dicha vivir como uno vive, o un poco mejor, con un sillón más para reclinar en él el corazón los días de cansancio, sin que por ello deje uno de estar mucho más divertido al levantarse cada mañana; si admites que pueda amarse, y al mismo tiempo verse uno embargado por una piedad desmesurada si se comparan las admiraciones del amor con las admiraciones del arte, teniendo un desdén burlón y amargo por todo lo que te hace volver al organismo de aquí abajo; si admites que pueda amarse cuando un verso de Teócrito te hace soñar más que tus mejores recuerdos, cuando te parece a la vez que todos los grandes sacrificios (quiero decir, aquello que más se estima, la vida, el dinero) no te costarían nada, y que los pequeños te cuestan: sí.
Ay, cuando te vi embarcar, pobre amiga mía, tan linda en medio de este océano (recuerda mis primeras cartas), ¿acaso no te grité: «No, quédate en la orilla, aunque ahí tengas que vivir siempre pobre»?…
Ahora quítate de la mente esas suposiciones referentes a los influjos externos que actúan, crees, sobre mí: mi madre, Fidias, Max. No hay nada de eso, Max como los demás. Hasta ahora, no sé que nadie me haya hecho hacer algo, para bien o para mal, o que me haya dado siquiera una opinión. No me encrespo contra nada, pero es así, de la forma más natural, sin que yo sepa cómo.
En cuanto a tus discusiones con Max, debes pensar que, en todo este asunto, él iba a tu casa para servir tus intereses, no los suyos. Ha podido sentirse herido (ya que se hiere con bastante facilidad, en lo que diferimos, ves, a pesar del pacto que nos ata, como tú dices) por varias cosas vehementes que le has escrito, o incluso cansado de verse utilizado tan a menudo por mi culpa. El papel de confidente, si es honorable, no es siempre divertido, ni el de calumniado, por lo demás. El pobre muchacho te era totalmente adicto. Si se presentara la ocasión, lo sería de nuevo.
Una palabra más. Vuelves a nuestras diferencias de inteligencia, a Nerón, etc. (¡Nerón!). No hablemos más del asunto, será más prudente. Estas explicaciones, además de costarme producirlas, me hacen un daño tremendo. Sí, un daño inaudito, pues tocan demasiado cerca lo más profundo de mí mismo.
Si esta carta te duele, si es el golpe que aguardabas, pienso que no es un golpe tan duro. ¡Tanto me rogabas que te matase! Por lo demás, acúsate solamente a ti misma. Me has pedido de rodillas que te ultrajase. ¡Pues no! Te envío un buen recuerdo.
Te equivocas al decir que soy bueno para los demás y duro solamente para ti, y tomas como ejemplo el que no guardo rencor a Fidias por todos sus manejos. ¡Dios mío, no! Puede redoblarlos, exagerarlos cuanto quiera; me reiré. ¿Qué me importa? ¿Qué le pido yo? Su compañía cuando voy a verle, él en persona; si fuese otra, ya no sería el que yo deseo.
Quimper, 11 de junio [de 1847].
Mi usted no expresa tan bien lo que soy para ti como el tú. Te tuteo, pues, porque me inspiras un sentimiento especial y particular, para el que busco en vano un nombre exacto, sin poder hallarlo, y si te escribo no es, como dices, porque no tengo nada mejor que hacer, pues a menudo durante el día te dedico pensamientos de afecto. Sí, pienso en ti con frecuencia: te veo, en medio de tu triste vida, más entristecida por mí, sola en tu cuartito, sola en tu casa, aislada en tu corazón, que no tiene más habitantes que hastíos y penas que yo he aumentado, Dios mío, que he aumentado. Esto es lo que me reprocho sin cesar. Pero, una vez más, ¿es culpa mía? Más adelante, si vivo, si tú envejeces, escribiré quizá toda esta historia, que ni siquiera lo es. Entonces nos parecerá acaso a nosotros mismos muy sencilla y natural. Vistas de lejos, las cosas toman proporciones regulares, y se cubren de un color normal. De cerca, en cambio, nos chocaba su discordancia y los tonos chillones que las abigarraban. Entérate, pues, de una vez por todas que jamás me he burlado de ti (jamás me he burlado de nadie, salvo de mí mismo) y que no has sido mi víctima. Creo no haber tenido aún ninguna. Al contrario, a veces yo he sido el engañado. Burlarme de ti, ¿por qué? No, tranquilízate, tranquilízate, y si dudas de mi amor, no dudes al menos de mi respeto. La palabra puede parecerte ridícula, pero es de una verdad intensa y profunda. Sí, tu amor me inspira respeto porque me parece singularmente hermoso y sobrenatural. Me acusas de orgullo; todo el mundo me juzga igual. Pues bien, acepta esta confidencia: antes que tú, nadie me ha querido. En secreto, no lo sé; pero de hecho, no, nunca. Eres la primera y la única que he visto amarme como tú, de un modo tan doloroso y por consiguiente tan sólido. Te amo con los restos de mi corazón, que otros amores han devorado hasta el último hilo, y me conmuevo con una conmiseración amarga, una ternura acre, sintiendo que no tengo más que eso para satisfacer el apetito de tu alma. Como el oro está hueco, me acusas. Acusa a la propia vida, que es un triste placer. Me has quitado una opinión que yo tenía: y es que una mujer no podía prendarse de mí y conservar esa manía mucho tiempo, me parecía imposible. Pero preferiría haberme quedado en esa convicción. Sin embargo, siento que arrancarte de mí sería demasiado. Quédate, pues.
Quería hablarte de mi viaje, pero prefiero hacerlo sobre ti y nosotros. ¿Para qué me servirá el viaje? Para estar un poco más triste este invierno. ¡Ah, no hay sol! Luego la sombra es demasiado oscura. Olfateo el aire, aspiro el olor del espino blanco y de las aulagas, paseo a la orilla del mar, admiro los bosquecillos, los rincones de cielo lanudos, las puestas de sol sobre las olas y los fucos verdes que se agitan bajo el agua como la cabellera de las náyades, y por la noche me acuesto agotado en camas con dosel donde cojo pulgas. Ya está. Por lo demás, necesitaba aire. Me asfixiaba desde hace algún tiempo. Me preguntas si soy más feliz: no me quejo. Y si siento menos desilusiones: no siento ninguna. Francamente, he tenido pocas en la vida, pues nací con una provisión de ilusiones mediocre. Cuando se cuenta con poco, siempre se asombra uno de lo que encuentra. Mañana por la mañana, o mejor, dentro de unas horas (es tarde, todo duerme, y quizá tu también), salimos para Brest, donde no llegaremos hasta dentro de quince días, después de haber recorrido cerca de ochenta leguas a pie por la orilla del mar. Así que te escribiré en Brest; será una carta muy larga, espero.
Adiós, querida amiga, adiós, te beso en los ojos para enjugarlos si lloran.
Amistosos recuerdos de Max.
Saint-Brieuc, 7 de julio [de 1847].
Esperaba carta en Brest; nada. ¿Tendré más suerte en Saint-Malo? ¿Qué pasa? ¿Estás enferma? ¿Qué te ha ocurrido? ¿Por qué este silencio? ¡Al menos tenías que haberme advertido! Si crees que mi amor se preocupa poco por ti, no obstante sería generoso y justo pensar que mi amistad puede inquietarse. ¿Has querido olvidarme mediante el silencio? ¡Al menos una palabra! Una palabra que me diga: «Ya no quiero pensar en ti, adiós». Yo no habría dicho nada. ¿Ha vuelto a herirte mi última carta? ¿Te ha ofendido de nuevo? Toda mi conducta para contigo es como la de un cirujano que atendiese a sus enfermos con guanteletes de hierro. Cada vez que me acerco a ti, te desgarro; entonces, retrocedo y me llamas —al menos me llamabas—, y me quedo, impotente y triste, mirando el daño que no puedo evitar y que lloro por no poder aliviar. Pues sí, si en mi corazón hay alguna dulzura, es para ti. Querría que fueses feliz. El hombre con el que sueño para ti, iría a buscártelo al cielo, si allá estuviese escondido, y si hubiera una escalera para subir. Ahora, con frecuencia, mientras camino en silencio durante horas enteras, bien por los senderos del campo, en medio de los trigales, bien arrastrando los pies por la arena, y escucho cómo se rompen las conchas bajo mis zapatos y cómo sopla el mar su cadencia allá fuera, vuelve a mí tu idea, me sigue, me acompaña. Evoco tu rostro, me pregunto qué haces, qué piensas, si es la hora en que sales… y luego, como mi pensamiento vuelve de ti hacia mí, me pongo más triste, más sombrío, me emociono… y añado para mí: ¡vamos! a lo mejor hace un rato ha compuesto un bonito verso, y lo relee entusiasmada, feliz, al menos en este minuto. ¡Que los demás transcurran iguales para ella! Si volviese a verte ahora, me parece que te explicaría un montón de cosas que se me ocurrirían y entenderías, y entonces ya no me acusarías, ya no llorarías. Si te he hecho daño, si he abierto en ti, en vez de esa fuente de alegría que el amor extrae de los corazones más áridos, el lago lúgubre de las desesperaciones latentes, si al querer apoyarte sobre mí para asentar tu alma no has hallado sino dolor y amargura, si te he mentido, finalmente, si soy la desilusión de lo que creías, ¡no estés resentida conmigo, no lo estés! Jamás quise herirte; jamás, ni siquiera en el fondo, ni siquiera en el rincón oscuro para todos, he albergado una inclinación perversa contra ti; y si he sido duro, es porque estoy enfermo, vaya. Dolorido, amargado, la vida me desloma como un trote demasiado duro que destroza los riñones. El único momento en que no sufro es cuando estoy solo. Los mejores afectos con frecuencia me irritan desmesuradamente. Por mucho que me aguante, sale demasiado.
Creo que la gente tiene razón al considerarme intolerante; pero no sabe, en compensación, todo lo que tolero sin decir nada. Adiós, amiga mía, adiós. Estaré en Rennes dentro de diez días, y no sé cuando volveré. ¿Quieres que te bese, eh? Bien, pues si aún temes que te excite, te beso en la mano, y aparta la cabeza.
Pontorson, miércoles, una de la tarde [14 de julio de 1847].
Te mando, querida amiga, una flor que cogí ayer al ponerse el sol en la tumba de Chateaubriand. La mar estaba hermosa, el cielo sonrosado, el aire tibio, era uno de esos grandes atardeceres de verano, llameante de colores, de un esplendor tan inmenso que resulta melancólico. Una de esas tardes ardientes y tristes como un primer amor. La tumba del gran hombre está sobre una gran roca, frente a las olas. Dormirá con su ruido, él solo, a la vista de la casa donde nació. Apenas he pensado más que en él todo el tiempo que he pasado en Saint-Malo, y esa idea de preocuparse por la propia muerte, y reservar el sitio de antemano para el más allá de aquí, que me resultaba bastante pueril, me pareció allá muy grande y muy hermosa, lo que me ha hecho dar vueltas a esta cuestión que no he resuelto: «¿Hay ideas idiotas y grandes ideas?». ¿Acaso no depende de cómo se lleven a cabo?
Tu historia del presidiario me conmovió hasta la médula de los huesos, y ayer, durante todo el día, pensé en ella con tal intensidad que volví a recorrer paso a paso toda su vida. A lo mejor la reconstruí tal como fue. (Así como me ha ocurrido el acertar, al escribir un capítulo de cortesía, como decían antaño, diálogo y poses, con una fidelidad tan exacta, aunque yo no había visto nada semejante, que un amigo casi se desmaya al leerlo, pues resultaba ser su historia.)
Pero, volviendo a nuestro hombre, ése sí que debe encontrar el estado social no muy a su gusto. ¡Pobre diablo! Me lo imagino al atardecer, a la hora en que todos regresan, a las seis, cuando se les cachea. ¡Cómo soñará con París, con su vida de antaño, con los teatros que se abren a esa hora, con los quinqués de candilejas y con la mujer que vio en ese ambiente, y por la que se abrió su abismo!
Sí, me habría gustado verlo en Brest, y además siempre es beneficioso el trato con esos hombres. La gente que medita, o sea, los champiñones intelectuales que se pudren en su sitio, como yo, hacen bien de vez en cuando en acercarse al fuego. Hace que despidan su jugo, luego quedan aún más secos.
El contemplar una vida que una pasión violenta —de la índole que sea— ha vuelto miserable es siempre algo instructivo y altamente moral. Eso rebaja, con una ironía aullante, tantas pasiones banales y manías vulgares, que uno queda satisfecho al pensar que el instrumento humano puede vibrar hasta ese extremo y subir hasta tonos tan agudos.
Pero lo que también me ha conmovido es que tú recibieras su carta y pensases que era mía. Lo he comprendido, sí, y lo que tú experimentaste. Te beso en el corazón, por el dolor que sentiste.
Ha habido un malentendido entre nosotros. Creo que yo te había dicho sucesivamente que esperaría cartas tuyas en Brest, en Saint-Malo, en Rennes. Así que estaré de nuevo en Rennes dentro de cuatro o cinco días, y luego en Fougères, en Caen y en Trouville. Volveré a Croisset para añorar mi viaje, como siempre ocurre. Voy a tratar, este invierno, de trabajar bastante violentamente. Tengo que leer a Swedenborg y a Santa Teresa. Dejo para después mi San Antonio. ¿Qué le vamos a hacer? Aunque nunca conté con hacer algo bueno al respecto, más vale no escribir nada que ponerse a la obra mal preparado.
Tengo curiosidad por ver tu drama. ¿Cuándo piensas presentarlo? Ya que hablamos del oficio, voy a darte eso que llaman un consejo de amigo, y de un amigo que por desgracia sabe de qué está hablando. Si Beauvallet viene a Ruán e interpreta tu Charlotte Corday, creo que, vista la inteligencia de mis conciudadanos, será, como suelen decir, un fiasco, o sea, que no irá nadie o que habrá pitada. Que pregunte Beauvallet a todos sus compañeros; si son sinceros, y le dicen lo contrario, ya puede ahogarme el Diablo. Porque: 1.°, en Ruán pitan todo lo que está en verso; 2.°, todo lo que es hermoso; 3.°, sólo triunfan las marranadas.
Ésa es mi opinión, y tan profundamente anclada en mi ser, que si alguna vez escribiese algo para el escenario, prohibiría que se representase en el teatro de mi patria chica.
En cuanto a mi viaje, habíamos empezado a escribirlo, pero esta forma de avanzar nos habría exigido seis meses, y tres veces más dinero del que tenemos. Y ésa es otra herida que te he ocultado, pero que en mí está viva. ¿Cuánto tiempo seguiré así? Al infierno el porvenir. […]
Adiós, tuyo.
Ex imo.
La Bouille, viernes por la noche [6 de agosto de 1847].
Recibo de Croisset su carta de anteayer. Otra vez lágrimas, recriminaciones y, lo que resulta más raro, insultos. Y todo eso porque no acudí a una cita que no había prometido.
Me dirá usted que estaba entendido tácitamente entre nosotros que yo debía acudir. Pero ¿y si no pude, y si había motivos que no podía usted conocer? ¡Mientras que, en la ira egoísta de su amor, me envía usted cosas tan hermosas! Finalmente, si hubiera obstáculos, obstáculos insalvables… ¿No importa, verdad? A usted le preocupa muy poco todo lo que me ocurre. ¿Qué importa el estado en que me hallo? Desde el momento en que no lo dejo todo por usted, tengo la culpa, la culpa, siempre la culpa.
¡Ay, Louise! Dice que me compadece. Yo la compadezco también, pues me ha enseñado algo triste: y es que hay tanta amargura y miserias en el amor feliz como en el amor desdeñado.
Gota a gota, me las ha destilado todas, de manera, se lo juro, que no perderé su recuerdo. No acepta el sentimiento que usted me inspira, esa compasión insultante que, según usted, sólo procede del remordimiento. Habla usted, ¡ay!, con un sordo. No creo en el remordimiento. Es una palabra de melodrama que jamás consideré auténtica.
Declara usted que al menos debía yo enviarle flores el 29 de julio. Sabe muy bien que tampoco admito los deberes. Al querer golpear demasiado fuerte, golpea mal. Sin embargo, no me río de todo esto, como usted se figura, pues hace tiempo que ya no me río, y con razón. Desde hace quince días, sobre todo, he experimentado tales cosas que he perdido la costumbre de reír, al menos de momento. Quizá vuelva.
Me parece, no obstante, que la carta que le escribí de Saint-Malo era afectuosa y buena. Parece ser que no. A lo mejor me equivoco.
Después de todo, es usted como las demás, como todo el mundo. Por mucho que haga cuanto puedo, siempre hiero. ¿Y a mí? Ah, pero siempre se supone que no. Es como un hombre que, al caerse de una torre, aplasta a otro en su caída: compadecen mucho al aplastado, pero a aquel que, al aplastar, quedó quebrado por el golpe, ¡bah! ¡era culpa suya!
En cuanto a la carta de Fougères, no la he recibido. Había dicho que la remitieran a Trouville. En Trouville no estaba. Escribí ayer para conseguirla. Volví rápido, a toda prisa, y por consiguiente no pude tenerla. Volvimos quince días antes de lo que primitivamente debíamos, pues me había escrito mi madre que regresase lo antes posible. La región está infestada de enfermedades infantiles. Ha escapado de Croisset y se ha alojado aquí, en un cuchitril en el que tengo la dicha de hallarme. De un momento a otro, espero ver a su criatura reventar como un petardo. Lo creo porque lo temo, y las cosas que temo suelen realizarse. Por eso ha vuelto Max tan aprisa a París, justo el 29, sin que hubiera para ello la menor intención irónica, puede estar bien segura. No tengo ánimo para ironías, visto el apuro en que me hallo sumido. Todo se rompe en las manos en un instante, parientes, amigos, dinero, y usted, ¡usted con quien contaba siempre!
Me pide un olvido absoluto. Podría darle pruebas; pero que en el fondo sea así, no… No ha podido usted resignarse a aceptarme con las debilidades de mi situación, con las exigencias de mi vida. Yo le había dado el fondo. Usted quiere, además, lo de encima, la apariencia, los mimos, la atención, los desplazamientos, todo lo que me he matado tratando de explicarle que no podía darle.
¡Sea como usted quiera! Si me maldice, yo la bendigo, y mi corazón vibrará siempre al oír su nombre.
Cree que tampoco festejé el aniversario el miércoles, y que no pensaba en ello. Adiós.
[La Bouille] Martes por la noche [10 de agosto de 1847].
¡Gracias, gracias por tu carta del domingo! Sentí en el alma un bienestar inaudito, y tuve un arranque de ternura que me llevó hacia ti por entero.
Mentalmente, me arrojé a tus brazos, a tu corazón; ¡habría querido estar en ellos! No me juzgues por las apariencias. Contrariamente a muchos que son menos de lo que aparentan, yo soy quizá más de lo que dice el exterior. ¿Qué haré con tu amor, «con ese pobre amor»? Pues lo conservo, cuento con él. Trata de que no te haga tanto daño a ti, eso es lo que pido y deseo. Modera esa violencia de pasiones, ese arrebato de carácter que ya te ha hecho sufrir tanto; hazte vieja para mi vejez.
Si te parezco tan duro es porque me han golpeado mucho y tengo callo en cantidad de sitios sensibles. Si te parezco tan frío es porque estoy ya muy quemado, y no es sorprendente que el carbón no arda ya tan fuerte. Sobre todo ahora me ocurren varias cosas enojosas. A veces me molestan los nervios (¡sin embargo, es la enfermedad de la gente sensible!). Un amigo, del que te he hablado poco porque ahora apenas nos vemos —me dejó, se ha casado—, al que quise sin medida en mi juventud, y al que estoy profundamente ligado, está enfermo de un mal incurable. Veo que va a morir. He vivido mucho con él, y si alguna vez escribo mis Memorias, su puesto en ellas, que será amplio, no será sino un ancho lado del mío. Y además, y también, líos domésticos muy tristes, y para colmo deudas.
Con todo, leo a Santa Teresa y al doctor Strauss. Tengo ganas acuciantes de ir a vivir fuera de Francia. Me vuelven, a bocanadas, apetitos de peregrinaciones desmedidas. «Ay, ¿quién me dará las alas de la paloma?», como dice el salmista. Si tuviera esas alas, iría hacia ti, querida y buena amiga, iría, aunque no fuese más que por ti. Pero sería por mí también, pues te deseo a menudo y pienso en ti a diario. ¡Si supieras qué encadenado estoy aquí! ¡Ay, las dulces tiranías! ¿Por qué, cuando estamos juntos, nuestros caracteres y nuestras ideas chocan siempre? Hay algo ahí que no depende de nosotros, y que es amargamente fatal. Trataremos de arreglarnos mejor, ¿verdad?
Deja que te bese por tu amor, por tu buen corazón. No tengas más iras de ésas que me afligen y me irritan. Adiós. Un largo beso en tus senos.
Tuyo.
[La Bouille] Domingo, once de la noche [29 de agosto de 1847].
[…] Mejor para ti, que por fin se haya marchado el legítimo. Hay gente cuya presencia asfixia. Me alegro por ti de esa liberación. En efecto, no son las grandes desgracias las que deben temerse en la vida, sino las pequeñas. Temo más los alfilerazos que los sablazos. Igualmente, no se necesitan en todo momento abnegaciones y sacrificios, pero siempre nos hacen falta, por parte del prójimo, apariencias de amistad y de afecto, atenciones, en fin, buenos modos. Compruebo muy cruelmente lo cierto que eso resulta en mi familia, donde soporto ahora todos los fastidios y amarguras posibles. ¡Ay, el desierto, el desierto! ¡Una silla turca! ¡Un desfiladero en la montaña, y el águila que grita en una nube! ¿Has visto alguna vez, mientras paseabas bajo los acantilados, colgada de lo alto de una roca, una planta esbelta y retozona que derramaba sobre el abismo su cabellera oscilante? El viento la sacudía como para arrancarla, y ella se tendía en el aire como para marcharse con él. Una sola raíz imperceptible la clavaba a la piedra, mientras que todo su ser parecía dilatarse, irradiarse en derredor para volar a alta mar. ¿Y si un viento más fuerte se la lleva un día, qué será de ella? El sol la secará sobre la arena, la lluvia la pudrirá en jirones. Yo también estoy atado a un rincón de tierra, a un punto circunscrito en el mundo, y cuanto más atado me siento a él, más me vuelvo y revuelvo con furor hacia el sol y el aire. (Me acusas en tu corazón de no tener siquiera ganas de verte. Pero, aunque no se tratase de ti, de cualquier parte que me viniera, ¿crees que un poco de amor no me iría bien?) Y me pregunto: cuando esté rota toda ligadura, cuando haya lanzado sobre mi ciudad la maldición del adiós, ¿a dónde iré?
¡Si supieras, después de todo, qué vida es la mía! Cuando bajo por la noche después de una jornada de ocho horas de tarea, con la cabeza llena de lo que he leído o escrito, preocupado, a menudo irritado, me siento a cenar frente a mi madre que suspira pensando en los sitios vacíos, y la niña se pone a gritar o a llorar. Ahora tiene a menudo, en medio de sus indisposiciones, ataques de nervios mezclados con alucinaciones como las que yo tenía; y ahí estoy yo, método poco curativo para mí mismo; y, para terminar, otras mil cosas más.
Mi hermano y su mujer se portan más o menos con la mayor indelicadeza posible. He optado por tragármelo todo, para hacer creer a los demás que las píldoras son buenas, pero las hay duras de digerir. Todo esto me ofrece, en ocasiones, aspectos bastante grotescos que disfruto estudiando; es, al menos, una compensación. Por último, mi cuñado ha vuelto repentinamente de Inglaterra en un estado mental deplorable. Juega con su hija de modo que va a matarla (cosa que espero) y mi madre está en una perpetua angustia, de manera que siempre hay que estar aquí, con él, con ella o con ellos.
No sé por qué he tenido la flaqueza de hablarte de estas miserias, pobre ángel mío, como si no tuvieras bastante con las tuyas. Hablemos, mejor, de ti. ¿Cuándo estará terminado por fin tu drama? ¿Cuándo reúnes a tu Comité para leérselo? ¿Sigues contando con Rachel?
Vas a ir al campo con Henriette. A menudo pienso en esa niña. Me parece que es algo mío, y que soy un poco pariente suyo. Le deseo mucho césped, y mariposas. […]
Adiós, querida, un beso muy fuerte. Ponlo donde quieras, y que ahí se quede.
Croisset. Viernes, once de la noche [17 de septiembre de 1847].
[…] He hojeado el libro de Thoré. ¡Qué charlatanería! ¡Qué feliz me considero viviendo lejos de todos esos tipos! ¡Qué falsa instrucción! ¡Qué chapeado, qué vacío! Estoy cansado de todo lo que se dice sobre el Arte, sobre lo Bello, sobre la idea, sobre la forma; es siempre la misma canción, ¡y qué canción! Cada vez me da más pena esa gente y todo lo que se hace ahora. Cierto es que ahora me paso todas las mañanas con Aristófanes. Eso sí que es hermoso, inspirado e hirviente. Pero no es decente, no es moral, ni siquiera es decoroso; es sencillamente sublime.
Desde arriba del Arco de Triunfo, los parisinos no parecen altos, ni siquiera los que van a caballo. Cuando uno está encaramado en la Antigüedad, tampoco los modernos le parecen muy elevados de estatura. Cuando me analizo al respecto, no creo que haya en mí sequedad ni endurecimiento, en esa restricción gradual de mis admiraciones. A medida que me aparto de los artistas, me entusiasmo más por el Arte. Llegaré por mi propia cuenta a no atreverme más a escribir una línea, porque de día en día me siento cada vez más pequeño, flaco y débil. La Musa es una virgen con el virgo de bronce, y hay que ser un barbián para…
No, el espanto del pobre artista ante la belleza, si es impotencia, no es ni dureza ni escepticismo. La mar parece inmensa vista desde la orilla. Sube a la cima de las montañas, y resulta mayor aún. Embárcate sobre ella, y todo desaparece; ¡olas, olas! ¿Qué soy, en mi pequeña chalupa? «¡Amparadme, Dios mío, la mar es tan grande y mi barca es tan pequeña!» Lo dice una canción bretona, y yo también lo digo, pensando en otros abismos. […]
[Croisset] Sábado, dos de la madrugada [octubre de 1847].
[…] ¿Cómo estás, querida amiga? ¿Qué tal el cuerpo y el alma? ¿Pegaso y el cocido? Quiero decir el Arte y la vida. He sentido mucho por ti el embarazo de Rachel. ¿Qué decides? Si he de darte un consejo, es que esperes a que haya parido su criatura para entregarle la tuya. Casi no hay ejemplos de una comedia representada por ella que haya fracasado. Si tu obra triunfa sin ella, con ella será más completo el éxito; si ha de fracasar, su ayuda siempre la hará vivir algún tiempo. Por otra parte no tengo, cuando reflexiono sobre ello, y sueño a menudo al respecto, nada verdaderamente sólido que comunicarte sobre eso. Consulta a la gente avezada a las suertes dramáticas. Sobre éxitos y fracasos predecibles no entiendo ni jota. Tendría en el bolsillo el Hamlet de Shakespeare y las Odas de Horacio, y vacilaría en publicarlas. Pero todo el mundo no tiene por qué tener mis prejuicios sobre la inteligencia del público. Me pides datos sobre nuestro trabajo, de Max y mío. Has de saber que estoy agotado de escribir. El estilo, que es algo que me tomo a pecho, me sacude los nervios horriblemente. Me lleno de despecho, me carcomo. Hay días en que me pone enfermo, y de noche tengo fiebre. Cada vez me siento más incapaz de expresar la Idea. ¡Qué manía tan rara, pasarse la vida consumiéndose a propósito de palabras y sudando todo el día para redondear frases! Hay veces, es cierto, en que se goza sin medida; pero ¡con cuántos desánimos y amarguras se paga ese placer! Hoy, por ejemplo, he dedicado ocho horas a corregir cinco páginas, y me parece que he trabajado bien. Juzga lo demás; es lamentable. Sea como fuere, acabaré este trabajo, que por su objeto mismo es un ejercicio duro, y el verano próximo veré de intentar San Antonio. Si no funciona desde el principio, dejo plantado el estilo para dentro de largos años. Me dedicaré al griego, la historia, la arqueología, lo que sea, en fin, cualquier cosa más fácil. Pues demasiado a menudo encuentro estúpido el esfuerzo inútil que hago.
Pues esto es lo que hacemos. Este libro tendrá doce capítulos. Yo escribo todos los capítulos impares, 1, 3, etc., y Max los pares. Es una obra, aunque de una fidelidad exactísima en cuanto a las descripciones, de pura fantasía y digresiones. Al escribir en el mismo cuarto, no puede ser de otro modo sino que las dos plumas se mojen algo una en la otra. La originalidad diferencial acaso pierda. Sería malo para cualquier otra cosa, pero aquí el conjunto gana en combinaciones y en armonía. En cuanto a publicarlo, sería imposible. Creo que no tendríamos como lector más que al procurador del rey, debido a ciertos comentarios que bien podrían no gustarle. Cuando esté copiado y corregido, te prestaré mi ejemplar. Si te aburre, no lo leas, pero te ruego que no lo tires al fuego; es una debilidad mía.
Acudiré a tu estreno, como creo te había prometido, y porque me invitas. ¿Dudas del estremecimiento que sentiré al subir el telón? Iré de todos modos y de cualquier manera, salvo alguna imposibilidad cuya hipótesis no puedo siquiera prever. […]
Adiós, vieja amiga.
Dime que estás, si no feliz, al menos tranquila. La felicidad es una mentira cuya búsqueda causa todas las calamidades de la vida. Pero hay paces serenas que la imitan, y que a lo mejor le son superiores.
Adiós de nuevo, te estrecho tiernamente las manos, por dentro, y te beso en el alma. Tuyo.
Croisset, jueves por la noche [octubre de 1847].
Ya está aquí el invierno, el viento es frío, el campo reviste su abrigo de bruma; es la estación en que vuelve a encenderse el fuego y en que vuelven a empezar las largas horas de la tarde, que pasamos viéndolo arder.
Cuando voy a ir a acostarme y contemplo desde mi sillón los últimos carbones que se apagan, te dedico, antes de dormirme, un pensamiento bueno y largo que te envío sin que lo sepas, y que parte de mi corazón como un suspiro.
De noche experimento una tranquilidad suprema. A la luz de las velas estudiosas, la inteligencia se enciende y brilla con más claridad. Ahora sólo vivo bien a su fulgor tranquilo. Durante todo el día me encuentro un poco enfermo, siempre irritado; además, ahora escribo, y tengo tan poca costumbre, que me pone en un estado de permanente acritud, y siempre estoy a disgusto con lo que hago. La idea me estorba, la forma se me resiste. A medida que estudio el estilo, me doy cuenta de lo poco que lo conozco, y a veces tengo desalientos tan íntimos que me veo tentado de dejarlo todo plantado, y ponerme a hacer cosas más fáciles.
¡El Arte! ¡El Arte! ¡Qué abismo! ¡Y qué pequeños somos para bajar a él, sobre todo yo!
Me consideras, en el fondo de tu alma, un ser bastante malvado, dotado de un desmesurado orgullo. Pobre amiga mía, si pudieses asistir a lo que en mí ocurre, me compadecerías al ver las humillaciones que hacen sufrir los adjetivos y los ultrajes con que me abruman los que relativos.
Leerás este viaje cuando esté terminado y copiado. Existirán dos copias: te prestaré la mía. Pero aún le falta para estar acabado. No será, creo, antes de seis semanas.
Desde hace cuatro días he escrito tres páginas, y detestables, flojas, blandas, aburridas. Ya ves que no voy aprisa. El único mérito de este trabajo es la ingenuidad de los sentimientos y la fidelidad de las descripciones. Sería impublicable, a causa de las excentricidades humorísticas que se cuelan en él a nuestras espaldas. Nos despedazaría toda la gente decente que hay en la prensa, o al menos que finge serlo. Y del drama de Madeleine, ¿qué hay de nuevo? ¿Para cuándo la lectura? ¿Para cuándo el registro? ¿Hacia qué época crees que se estrenará? Eso es sobre todo lo que me interesa. Tenías también otros proyectos dramáticos; cuéntamelos.
¡Cómo te compadezco por el regreso del legítimo! Después del hastío de no vivir con la gente a quien se ama, lo peor que hay es vivir con la que no se ama. Ten paciencia y deslígate de lo contingente, como ante el Filósofo.
Adiós, un beso. ¿Dónde? Pues sobre el corazón.
[Croisset, 7 de noviembre de 1847]
Caes en esa manía de los padres que, buscando una causa para las calaveradas de sus hijos, la hallan invariablemente en la influencia que ejerce sobre ellos algún sinvergüenza que conocen, y que la mayoría de las veces es completamente ajeno a todos esos hechos cuyo origen se le atribuye. ¡Siempre Du Camp! ¡Du Camp eternamente! En ti se está convirtiendo en una enfermedad crónica. Francamente, me tomas por un imbécil. ¿Crees que sólo obro con permiso suyo? Desengáñate. Primero, entérate de que cuando está aquí no lee en absoluto tus cartas —además, ya hace algún tiempo que no está—, y, en segundo lugar, que aún conservo un poco de mi libre arbitrio. En cuanto a la conducta que ha tenido para contigo, dejó de tratarte a raíz de una carta en que le reprochabas el no haber querido recibirte a una hora en que tenía a una mujer en su casa. Cuando uno se dedica a sus asuntos, se dedica mal, ordinariamente, a los de los demás. Es lo que ha ocurrido. Si él no hubiera tenido por su lado una relación, quizás habría sido más sociable y más paciente. Pero, en el fondo, consideraba que le dabas muchas ocupaciones. Si ha tenido otro motivo para romper contigo, no me lo ha dicho. Ahora bien, en cuanto a que él te haya perjudicado frente a mí, desengáñate: jamás me ha dado al respecto consejo ni opinión alguna. Al contrario, siempre me ha dicho que me querías mucho. Ésta es la verdad pura y simple. No hablemos más de ello, si te es indiferente.
Te dije que iría a ver tu drama. Iré. Si quieres mandármelo para que lo lea, envíamelo a fines de este mes. Habré acabado con mi viaje, y podré estudiarlo con más calma.
Estás tan dispuesta a tomarlo todo a mal, que en esa expresión «vieja amiga», que en mi ánimo era afectuosa, ves una intención irónica, y me lo repites para hacérmelo sentir. Añades que me molestaría saber que tienes esa paz de espíritu que te deseo. ¡Ah, qué mal me conoces! Apenas me conoces. Dicen que el primer amor es el más fuerte. Me acuerdo de él, aunque se trate de una historia muy antigua, de algo tan viejo que me parece que no fui yo quien lo tuve. Pues bien, en aquel entonces, si la mujer que amaba me hubiera ordenado recorrer treinta leguas para buscarle un hombre, habría salido corriendo, y su felicidad me habría hecho dichoso. Cierto es que jamás he sido celoso, y que siempre me han acusado de no tener alma. ¿Y tú crees que ahora, ahora, después de todas las lluvias que me han curtido el pellejo, te atormento por gusto, me doy tono y hago muecas? ¡Por Dios que no! Y aunque tuviera la intención, me faltaría valor. No soy ni casto ni fuerte, sino débil y maleable. ¡Ojalá, por el contrario, fuese insensible! No habría tenido otra vez esta noche, durante media hora larga, velas que me bailaban ante los ojos y me impedían ver.
Charlar de Arte como con alguien indiferente, dices. ¿Acaso tú charlas de Arte con los indiferentes? ¿Consideras el tema como del todo secundario, como algo divertido, entre la política y las noticias? ¡Yo no, yo no! Estos días he vuelto a ver a un amigo que vive fuera de Francia. Fuimos criados juntos; me habló de nuestra infancia, de mi padre, de mi hermana…, del colegio, etc. ¿Crees que le hablé de lo que me toca de más cerca, o de más alto al menos, de mis amores y de mis entusiasmos? ¡Precisamente lo evité, vive Dios!, pues lo hubiera pisoteado. La mente tiene sus pudores. Me aburrió, y deseaba que se fuese al cabo de dos horas, lo que no impide que le tenga afecto, que le quiera mucho, si a eso se llama querer. […]
¿Quieres que sea sincero? Pues voy a serlo. Un día, el día de Mantes, bajo los árboles, me dijiste «que no cambiarías tu felicidad por la gloria de Corneille». ¿Lo recuerdas? ¿Tengo buena memoria? ¡Si supieras qué hielo me derramaste en las entrañas, qué estupefacción me causaste! ¡La gloria, la gloria! Pero ¿qué es la gloria? No es nada. Es el ruido exterior del placer que nos da el Arte. «Por la gloria de Corneille»; pero ¿y por ser Corneille? ¿Por sentirse Corneille?
Además, siempre te he visto mezclar con el Arte montones de otras cosas, el patriotismo, el amor, qué sé yo, un sinfín de cosas que, para mí, le son ajenas y que, lejos de agrandarlo, a mi juicio lo estrechan. Ése es uno de los abismos que hay entre nosotros. Tú lo abriste y me lo mostraste.
Sí, cuando te conocí, de inmediato estuve dispuesto a amarte; te amé. Después de haberte conseguido, no sentí el fastidio que los hombres aseguran infalible, y me vi empujado hacia ti con todo mi corazón y con todo mi cuerpo. Pero, cada vez que me acercaba, surgía un debate, una querella, un enfurruñamiento, una palabra que te ofendía, una aventura, por último, que al desenterrarse, como una espada de dos filos, nos hacía sangrar a ambos. No puedo pensar en ti, y en los mejores recuerdos que de ti proceden, sin que se estropeen en seguida al mezclarse con ellos la idea de uno de tus sufrimientos. Cuando iba a París, te hacía llorar mi partida; ahora estás resentida porque no voy. Llegas al extremo de odiarme a través de tu amor. Al menos, así lo querrías. Pues, si has de ser menos desdichada con ello, ¡que ocurra! En otra edad y bajo otras circunstancias, quizás habríamos bebido la copa vertiendo en ella menos hiél. Pero en lo tocante al corazón, nos hemos conocido ya más que maduros, vieja amiga, y hemos congeniado mal, como los que se casan de viejos. ¿De quién es la culpa? Ni de uno ni de otro; de ambos, quizá. No has querido comprenderme, y yo acaso no te he comprendido a ti. En ti he chocado con muchas cosas; y con frecuencia me has lastimado muchísimo. Pero estoy tan habituado, que ni me habría dado cuenta, si tú misma no me hubieses advertido de todos los golpes que te asestaba. Sin embargo, es lamentable, pues me gusta tu rostro, y todo tu ser me es dulce. ¡Pero estoy tan cansado, tan aburrido, tan radicalmente impotente para hacer feliz a nadie! ¡Hacerte feliz, ah, pobre Louise, hacer yo feliz a una mujer! Ni siquiera sé hacer jugar a una criatura. Mi madre me quita a su pequeña cuando la toco, pues la hago llorar, y es como tú, quiere venir conmigo, y me llama.
Sí, me cierro, me apago, mi memoria se va de día en día. Descubro que ignoro del todo muchas cosas que supe perfectamente. Si mi gusto aumenta, escribo cada vez con mayor dificultad. La frase no fluye, la arranco y me hace daño al salir.
Con relación al arte, he llegado a lo que se siente con relación al amor, cuando se han pasado ya algunos años meditando sobre estas cuestiones. Me espanta. No sé si está claro; creo que sí.
Despierta, pues, tu sentido crítico, y tómame por el lado ridículo; en mí es ancho. ¿Estás decidida? Te facilitaré ese estudio, a mí mismo me divertirá. Será la contrapartida de todos los himnos que me he cantado en mi alabanza, y cuando llegue el día en que ya no sea nada para ti, escríbelo, como dices, sin rodeos y sin remilgos; a partir de ese día empezará una nueva fase.
Addio, carissima.
[Croisset] Domingo [noviembre de 1847].
Mañana salgo para Ruán, y le envío esta carta. Digo «le», pues el tuteo, por lo visto, ha pasado de moda; usted lo quiere así. Le escribo, pues, desde aquí, en mi mesa vacía, pues todo está ya embalado y enviado. Me queda una gota en mi tintero, una pluma consumida en sus tres cuartas partes y una hoja de papel. Lo dedico todo a su recuerdo. ¿No es galante? ¡Usted, que me acusa de ser tan zafio! Después de todo, con ello demuestra su sentido común, al compartir la opinión general. Pero sepa, querida Louise, que me ha ofendido un poco la categoría en que me coloca en su última carta, y ofendido de dos formas: primero, en mi pequeña vanidad masculina, y luego en la estima que siento por su inteligencia. Expongo las cosas cronológicamente. «En el mundo de los estudiantes, de los vividores, de los blasfemos y de los fumadores», dice usted. Fumador, pase: fumo, refumo y sobrefumo cada vez más, por la boca y por el cerebro. Blasfemo, aún es algo cierto; pero juro tan por dentro, que lo poco que se oye debe perdonárseme. En cuanto a lo de estudiante, me humilla. ¿Dónde diablos ha visto usted que tenga yo, o haya tenido, aspecto de estudiante? Jamás habrá sido, supongo, por la alegría o las costumbres. ¿Sabe que en la época en que soportaba ese título no aceptaba la posición, yo que vivía solo en mi triste cuarto de la calle De l'Est, que bajaba una vez por semana al otro lado del río para ir a cenar?, ¡y aún! ¡Yo que me pasé así dos años rugiendo de ira y recociéndome de tristeza! ¡Oh, mi buena vida de estudiante! No desearía a mi enemigo, si tuviera uno, ni una sola de esas semanas; y allá es, claro, donde me convertí en un vividor. ¡Bonito vividor! Consume más quinina que ron, y sus orgías son tan ruidosas, que no se sabe si está vivo en su propia ciudad, en la ciudad donde nació y reside. Quiero creer que rectificará ese juicio, que es falso. Yo desearía que fuera acertado, eso es todo.
En cuanto a la hipérbole de Corneille, tiene usted razón. No sólo creo, sino que siempre he creído «que un amor como el mío no admitía comparación». No tenía usted que haber ampliado la premisa, diciendo: cualquier especie de amor.
Si se retracta de la hipérbole, si se arrepiente por fin de ella, no ocurre lo mismo en lo referente a la mía, a la del coche. Sí, yo querría tenerlo, y no lo haría astillas, como usted presume. ¿Acaso no era un coche muy cómodo? No, no escupo sobre dicho recuerdo. Lo bendigo, lo respeto y lo amo.
¿Por qué estar eternamente hablándome de Du Camp? Le he explicado a usted su conducta y sus motivos; pero ¿dónde ha visto usted que los aprobase, que les prestara mi menor adhesión?
He expuesto la verdad; usted me pedía historia; he hecho historia.
Mire, ahora querría verla, besarla, hablarle dulcemente. Sé que me escucharía, que al final me tendería una mano, una mano enternecida, y que terminaría diciéndome, como mi profesor de historia, «extraño personaje», y eso sería todo.
Tengo que agradecerle el amable ofrecimiento que me hace para los libros de Sainte-Geneviève. Gracias, pero sería demasiado largo y difícil: a mí me correspondería explicarle lo que quiero, y a usted entender. Son investigaciones bastante dispersas, que he de hacer aquí y allá. Proyectaba ir a París hacia mediados de febrero, época en que tendría algunos fondos, necesarios para vivir allí.
Si su drama no se estrena hasta finales, retrasaré el viaje unos días; o bien, al contrario, lo adelantaría, para volver más adelante ex profeso.
Ordinariamente, se terminan las cartas con una fórmula de cortesía en que aparece la palabra «servidor». Tome la fórmula, añada sentimiento, y además, dos largos besos que deposito en sus dos manos. Adiós, suyo, ex imo (que significa: desde el fondo, en latín).
[Ruán] Sábado por la noche [11 de diciembre de 1847].
Me dice usted que sea bueno, que le conteste rápido; apela casi a mi generosidad, pobre alma mía. Sabía perfectamente que no la rechazaría. Hoy hace veintiséis años, a esta hora más o menos (es la una), vine al mundo. Deséeme que lo que me queda de vida sea más divertido que lo ya vivido, y acepte que le dedique este cumpleaños.
¡Ay, cuánto más habría valido, no digo para mí, sino para usted, que no me hubiese conocido jamás! Me mata de tristeza verla tan desdichada. Y cuando pienso que soy yo la causa, ¡yo, yo! No valía tanto amor, se lo dije desde el comienzo.
Si hubiese podido vivir en París, quizá no habría usted llorado tanto. Este amor que usted cree que le niego habría abandonado su corazón trozo a trozo, o más bien poquito a poco, arrastrado cada día por la podredumbre del hábito. Los desgarramientos que siente usted habrían sido deterioro. Pero ¡la felicidad! ¡La felicidad! ¡Vamos, ya! ¿La cree posible en cualquier sitio, de cualquier modo, con cualquiera? ¿Acaso no hay, en el fondo de las mejores ternuras, gérmenes amargos que suben del fondo a la superficie y la enturbian siempre, por pura que esté? El amor, dicen, es el cielo. Pero el cielo tiene nubes, sin contar las tormentas.
Pues bien, sí, tenga paciencia, nos volveremos a ver. Quiero verla de nuevo, además; se repetirán los besos… pero, después, aún será peor para usted… Trate de reflexionar fríamente sobre ello, como si se tratara de otra persona, y verá que tengo razón, y que quizás es mejor seguir con su desgracia.
¡Tuteémonos, venga! ¡Basta de pequeñeces! Tratemos de tener ingenio, puesto que es un poco el oficio de ambos.
No, no soy una abstracción, y no tengo esa calma divina de la que usted habla. Pero tranquilízate en cuanto a mis obras, no será el lado de las pasiones lo que falle. De eso tengo antiguas provisiones en mi bolso, y como gasto poco, no se agotan aprisa. Si hubiera que estar conmovido para conmover a los demás, podría escribir libros que harían temblar las manos y latir los corazones, y como estoy seguro de no perder nunca esa facultad de emocionarme, que la pluma me da por sí misma sin que yo intervenga para nada, y que me llega a mi pesar, de manera con frecuencia molesta, me preocupo poco de ella, y busco, al contrario, no la vibración sino el diseño.
En cuanto a mi salud, por la que te preocupas, queda convencida de una vez por todas: me ocurra lo que me ocurra, y aunque sufra, es buena, en el sentido de que llegará lejos (tengo mis razones para creerlo). Pero viviré como vivo, siempre sufriendo de los nervios, esa puerta de transmisión entre el alma y el cuerpo, por la que quizás he querido hacer pasar demasiadas cosas.
Mi naturaleza, como dices, no padece por el régimen que sigo, porque le enseñé muy pronto a dejarme en paz. Uno se habitúa a todo, a todo, lo repito. A los quince años pasé un mes tomando solamente dos comidas por semana. De los veintiuno a los veinticuatro, transcurrieron dos años y medio sin que visitara a Pafos, y lo curioso de todo ello es que no hay ni premeditación ni tozudez. Ocurre no sé por qué, aparentemente porque ha de ser así. Jamás he experimentado, para vivir, la necesidad de la compañía de alguien. El deseo, sí; pero ¿la necesidad?
Si fuera rico, es decir, si tuviera el medio de rodearme de estatuas, de música y de flores, si tuviera, en una palabra, la realización, y se tiene, digan lo que digan, con dinero, cuando uno sabe utilizarlo, es probable que llegase a no comer más que pan duro y a no dormir, pues ya no tendría ni hambre ni sueño.
Yo también siento, como tú, que a veces me haría falta una buena brisa en la cara.
Junto al fuego, sueño con viajes, con recorridos interminables por el mundo y, más triste a continuación, reanudo mi trabajo. Mi apatía para moverme, para la acción en general, sea cual sea, aumenta. Ya hace tres semanas que estamos aquí, en Ruán. En todo este tiempo no he tomado el aire más que en mi balcón. Sin embargo, practico esgrima, incluso con furia. Son tres medias horas de rabia furiosa por semana. Después de mi clase me paso mucho tiempo jadeando en un sillón. Pero ya no soy tan vigoroso como en mi juventud, cuando el sudor me caía al suelo, como de debajo del vientre de los caballos.
No sé cuándo te daré a leer la Bretaña, que tengo muchas ganas de mostrarte. No habré terminado el último capítulo antes de Año Nuevo. Luego, habrá que releerlo todo, corregir, y a continuación copiar. No tendré un manuscrito publicable antes de la primavera. […] Adiós, te beso aunque apenas me queda espacio.
Ruán [fines de diciembre de 1847].
[…] Desde mi última carta aún he tenido un roto en la chaqueta. Me ha salido un ántrax bajo el brazo, que me ha hecho sufrir durante algunos días e impedido dormir durante algunas noches. Más o menos, ha pasado, y hoy he vuelto a empezar con la esgrima. Estudio a conciencia este arte complicado, que te enseña la forma de librarte del prójimo. Por otra parte, el prójimo me estorba poco, y apenas lo veo.
Sin embargo, he visto últimamente algo hermoso, y aún estoy dominado por la impresión a la vez grotesca y lamentable que me dejó ese espectáculo. ¡Asistí a un banquete reformista! ¡Qué gusto! ¡Qué cocina! ¡Qué vinos! ¡Y qué discursos! Nada me inspiró un desprecio tan absoluto del éxito, al considerar a qué precio se obtiene. Yo permanecía frío y con náuseas de asco, en medio del entusiasmo patriótico que excitaban «el timón del Estado, el precipicio hacia el que corremos, el honor de nuestra bandera, la sombra de nuestros estandartes, la fraternidad de los pueblos» y otras tortas de la misma harina. Jamás obtendrán esos aplausos las obras más hermosas de los maestros. Jamás hará brotar el Frank de Musset los gritos de admiración que salían de todos los rincones de la sala ante los alaridos virtuosos del señor Odilon Barot, y los lamentos del abogado Crémieux sobre el estado de nuestras finanzas. Y después de esta sesión de nueve horas transcurridas ante pavo frío y cochinillo, y en compañía de mi cerrajero, que me palmoteaba el hombro en los momentos buenos, volví helado hasta las entrañas. Por muy triste opinión que tengas de los hombres, te viene la amargura al corazón cuando ante ti se ostentan tonterías tan delirantes, estupideces tan descabelladas. En casi todos los discursos se elogió a Béranger. ¡Qué abuso se hace de ese pobre Béranger! Le tengo rencor, por el culto que le profesan las mentes burguesas. Hay gente de mucho talento que tiene la calamidad de ser admirada por pobres de espíritu: el cocido es desagradable sobre todo porque es la base de las economías modestas. Béranger es el cocido de la poesía moderna: todo el mundo puede comerlo, y lo encuentra bueno.
¡Ya llega Año Nuevo, ha pasado un año más! ¡Vamos, ánimo, pobre amiga mía! Este año será mejor, esperémoslo.
Se acostumbra a regalar algo a los seres queridos. Busco en mi entorno algo que enviarle, algo que provenga de mí, que sea mío. No encuentro nada. Pues bien, querida Louise, acepte esto, un beso que le doy, un beso muy grande de corazón, en el que me pongo entero, en el que la tomo entera. Lo deposito aquí, al pie de mi carta; tómelo.
[Croisset, marzo de 1848]
Le agradezco lo solícita que se ha mostrado por mí durante los últimos acontecimientos, y esta vez, como las anteriores, le pido perdón por la inquietud y la pena que le he causado.
Su carta me ha llegado con siete días de retraso. La culpa ha sido de Correos, que, como se puede figurar, tuvo muy mal servicio durante toda la semana pasada.
Me pide mi opinión sobre todo lo que acaba de suceder. Pues bien, todo esto es muy gracioso. Hay caras descompuestas muy regocijantes de ver. Me deleito profundamente en la contemplación de todas las ambiciones aplastadas. No sé si la nueva forma de gobierno y el estado social que de ella resulte será más favorable al Arte. Es una pregunta. No se podrá ser más burgués ni más nulo. En cuanto a más idiota, ¿será posible?
Estoy muy contento de que su drama gane con ello. Un hermoso drama bien vale un rey. Iré a aplaudirlo en el estreno. Como ya se lo he dicho, estaré allí. Ya me verá, lo cuidaré bien, de todo corazón.
¿Para qué volver sin cesar sobre Du Camp y sobre las quejas, fundadas o no, que pueda usted tener contra él? Debe usted comprender que me resulta doloroso desde hace tiempo. Esa persistencia, que al principio era de mal gusto, acaba por ser cruel.
¿Para qué, igualmente, todos sus preámbulos para anunciarme la noticia? Podría habérmela dicho inmediatamente sin circunloquios. Excuso decirle las reflexiones a que me ha inducido, y exponer los sentimientos que ha provocado en mí. Habría demasiado que decir. La compadezco, la compadezco mucho. He sufrido por usted, y por mejor decir, lo he visto todo. Comprende, ¿verdad? Me dirijo a la artista.
Ocurra lo que ocurra, cuente siempre conmigo. Aunque no nos escribiésemos más, aunque no nos volviésemos a ver, siempre habrá entre nosotros un lazo que no se borrará, un pasado cuyas consecuencias perdurarán.
Mi monstruosa personalidad, como dice tan amablemente, no llega al punto de borrar en mí todo sentimiento honrado, o humano, si prefiere. Un día, quizá, lo reconocerá y se arrepentirá de haber gastado, a mi propósito, tanto dolor y tanta amargura. Adiós, la beso. Suyo.
Croisset, 26 de julio de 1851.
Le escribo porque «mi corazón me mueve a decirle alguna palabra agradable», pobre amiga mía. Si pudiese hacerla feliz, lo haría con gozo; no sería sino pura justicia. La idea de que la he hecho sufrir tanto me pesa; ¿no lo comprende? Pero esto no depende (y todo lo demás no ha dependido) ni de mí, ni de usted, sino de las cosas mismas.
El otro día, en Ruán, debió de encontrarme muy frío. Sin embargo, lo fui lo menos posible. Puse todo mi esfuerzo en ser bueno; tierno, no: habría sido una hipocresía infame, y como un ultraje a la verdad de su corazón.
Lea y no sueñe. Sumérjase en largos estudios; lo único que hay perennemente bueno es el hábito de un trabajo tozudo. De él se desprende un opio que embota el alma. He pasado por atroces hastíos, y he girado en el vacío, loco de aburrimiento. De eso se salva uno a fuerza de constancia y de orgullo; inténtelo.
Querría que estuviese usted en tal estado, que pudiéramos volver a vernos con calma. Me gusta su compañía cuando no es tormentosa. Las tempestades que tanto agradan en la juventud hastían en la madurez. Es como la equitación: hubo un tiempo en que me gustaba ir a galope tendido; ahora voy al paso, y con la brida en el cuello. Me estoy haciendo muy viejo; me molesta cualquier sacudida, y no me gusta sentir ni actuar.
No me dice nada de lo que más me interesa, sus proyectos. No está decidida aún por nada; lo adivino. El consejo que yo le había dado era bueno; como decía Fidias tiempo ha, hay que tener siempre una pierna de cordero y un solomillo.
Pronto la veré de nuevo en París si está allí (¿iba a quedarse un mes en Inglaterra?). Estaré en París a fines de la semana próxima, presumo. Iré a Inglaterra hacia finales del mes de agosto; mi madre desea que la acompañe. Esta molestia me fastidia. ¡En fin!… Si aún está usted allá, iré a visitarla. Trataremos de estar contentos el uno del otro. En París entregaré en su casa los dos manuscritos que me confió. Le devolveré también, pero solamente a usted y en propia mano, la medalla de bronce que acepté antaño por debilidad, y que no debo conservar. Es propiedad de su hija.
Farewell. God bless you, poor child!
Croisset, sábado por la noche [20 de septiembre de 1851].
Querida amiga, salgo para Londres el jueves próximo. Llevaré sus cartas y le escribiré a mi regreso lo que haya hecho por usted. No sé, en verdad, por qué habría de ir a ver a Mazzini; pero si tiene un recado para él, lo haré no obstante con mucho gusto.
Empecé ayer noche mi novela. Ahora entreveo dificultades de estilo que me espantan. No es pequeño asunto el ser sencillo. Tengo miedo de caer en el Paul de Kock, o producir un Balzac chateaubrianizado.
Me ha dolido la garganta desde mi regreso. Mi vanidad quiere hacer ver que no es por cansancio, y creo que tiene razón. ¿Y usted? ¿Qué tal?
Estoy en este momento ocupado en una tarea pasajera que le contaré más adelante.
Adiós, querida Louise. La beso en su cuello blanco. Un largo beso para usted.
[Croisset] Jueves, una de la noche [fines de octubre de 1851].
¡Pobre criatura! ¿Es que nunca querrá entender las cosas tal como se dicen? Estas palabras, que le parecen tan duras, no necesitan sin embargo excusas ni comentarios, y si son amargas no pueden serlo sino para mí. Sí, querría que no me amase y que jamás me hubiera conocido, y creo expresar en ello una lamentación tocante a su felicidad. Como querría no ser amado por mi madre, no amarla, ni a ella ni a nadie en el mundo, querría que no hubiese nada que saliera de mi corazón para ir a los demás, y nada que saliese del corazón de los demás para venir al mío. Cuanto más se vive, más se sufre. Para remediar a la existencia, ¿no se han inventado, desde que existe el mundo, mundos imaginarios, opio, tabaco, licores fuertes y éter? ¡Bendito sea quien descubrió el cloroformo! Los médicos objetan que se puede morir con él. ¡Pues de eso se trata! Es que usted no odia suficientemente la vida y todo lo que se vincula a ella. Me comprendería mejor si estuviese en mi pellejo, y en lugar de una dureza gratuita viese una conmiseración emocionada, algo tierno y generoso, me parece. Me cree malo, o egoísta al menos, que sólo pienso en mí y me quiero a mí solo. Pues no más que los demás, mire; menos, quizá, si estuviese permitido el autoelogio. No obstante, me concederá el mérito de ser sincero. Quizá siento más de lo que digo, pues he relegado todo énfasis a mi estilo; ahí se queda, sin moverse. Cada uno sólo puede obrar dentro de su medida. No es a un hombre envejecido como yo en todos los excesos de la soledad, nervioso hasta el desvanecimiento, perturbado por pasiones contenidas, lleno de dudas internas y externas, no es a éste a quien debía amar. Yo la quiero como puedo; mal, no lo suficiente, lo sé, lo sé. ¡Dios mío! ¿De quién es la culpa? ¡Del azar! De esa vieja fatalidad irónica, que acopla siempre las cosas a mayor armonía del universo, y a mayor disgregación de las partes. No nos vemos sino entrechocándonos, y cada uno, llevando en las manos sus entrañas desgarradas, acusa al otro que recoge las suyas. Sin embargo hay días buenos, minutos dulces. Me gusta su compañía, me gusta su cuerpo, sí, tu cuerpo, querida Louise, cuando, apoyado sobre mi brazo izquierdo, se vuelca con la cabeza hacia atrás y te beso en el cuello. No llores más, no pienses en el pasado ni en el porvenir, sino en hoy. «¿Qué es tu deber? La exigencia de cada día», dijo Goethe. Soporta esa exigencia, y tendrás el corazón tranquilo.
Toma la vida de más arriba, sube a una torre y, aunque cruja la base, créela sólida; entonces ya no verás nada más que el éter azul a tu alrededor. Cuando no sea azul, será niebla; qué importa si todo desaparece, anegado en un vapor tranquilo. Hay que estimar a una mujer para escribirle cosas semejantes.
Me atormento, me rasco. A mi novela le cuesta arrancar. Tengo flemones de estilo, y la frase me pica sin salir. ¡Qué remo tan pesado es una pluma, y qué dura corriente es la Idea, cuando hay que penetrarla con tal remo! Me desespero tanto, que me divierto horrores. Así, hoy he pasado un buen día, con la ventana abierta, sol sobre el río y la mayor serenidad del mundo. He escrito una página y esbozado otras tres. Dentro de quince días espero estar encasquillado; pero el color en que me sumerjo es tan nuevo para mí, que abro ojos como platos.
Mi catarro toca a su decadencia; estoy bien. A mediados del mes próximo iré a París a pasar dos o tres días. Trabaja, piensa en mí, no demasiado en tonos negros, y si te visita mi imagen, que te traiga recuerdos alegres. ¡Hay que reírse, caramba! ¡Viva la alegría! Adiós. Un beso más. […]
[Croisset, comienzos de noviembre de 1851] Lunes por la noche.
Tendría que haber contestado ya a su larga y dulce carta que me ha emocionado, pobre querida mía. Pero yo mismo estoy tan cansado, tan aplanado, tan aburrido, que he de sacudirme enérgicamente para darle las gracias por haber leído tan aprisa Melanis. He abrazado de su parte al autor, al que ha conmovido tal simpatía. Es usted la primera que le aplaudía, entre el público. Y bien, ¿qué le parece? ¿Verdad que está hecho con bastante arrogancia? No puedo juzgar fríamente esta obra que se hizo ante mi vista, y a la que yo mismo contribuí mucho. Estoy demasiado en ella como para que me sea extraña. Durante tres años se trabajó al amor de una chimenea, estrofa a estrofa, verso a verso. Creo que puede decirse que esto anuncia a un poeta de altura. Hace algunos años, en provincias, éramos una pléyade de jóvenes extravagantes que vivíamos en un mundo extraño, se lo aseguro. Oscilábamos entre la locura y el suicidio. Hay quienes se mataron, otros murieron en su cama, uno se ahorcó con la corbata, varios reventaron de desenfreno, para ahuyentar el hastío. ¡Aquello era hermoso! No queda ya nada, sino Bouilhet y yo, que hemos cambiado tanto. Si alguna vez sé escribir, podré componer un libro sobre aquella juventud desconocida que crecía a la sombra, retirada, como champiñones inflados de tedio.
El secreto de todo lo que en mí la sorprende, querida Louise, está en ese pasado de mi vida interior que nadie conoce. El único confidente que tuvo lleva enterrado cuatro años en un cementerio de aldea, a cuatro leguas de aquí. Cuando salí de aquella situación es cuando fui a París y conocí a Maxime. Tenía yo veinte años, y era del todo un hombre. Puede que él haya leído el libro pero no el prefacio, que recuerdo bien, pero que no sabría explicar con claridad. Melaenis, en resumen, es el último eco de muchos gritos que nos destrozaban el corazón. Tiene usted razón al decir que no tengo corazón. Me lo he devorado a mí mismo.
Hoy me siento ahogado en olas de amargura. La llegada de los ejemplares de Melaenis me ha producido un efecto de tristeza. Ayer nos pasamos toda la tarde sombríos como la placa de la chimenea. Nos causaba una impresión de prostitución, de abandono, de adiós, ¿comprende? Cuando recibí, al contrario, hace cuatro años el libro de Maxime, me temblaban las manos de gozo al cortar las páginas.
¿De dónde viene este hielo de ahora, impresión tan distinta de la otra? Le aseguro que todo esto no me excita en absoluto, y que tengo muchas ganas de convertirme en foca, como dice usted.
Me pregunto para qué ir a engrosar la cifra de los mediocres (o de la gente de talento; son sinónimos) y atormentarme entre un montón de pequeños asuntos que hacen que me encoja de hombros de lástima. Está bien ser un gran escritor, tener a los hombres en la sartén de la frase y hacerlos saltar, como si fueran castañas. Debe de producir un orgullo delirante sentir que uno carga sobre la humanidad con todo el peso de su idea. Pero para eso hay que tener algo que decir. Y le confesaré que me parece que no tengo nada que no tengan los demás, o que no se haya dicho tan bien, o que no pueda decirse mejor. En esta vida que usted me predica, perdería lo poco que tengo; tomaría las pasiones de la multitud para agradarle, y bajaría a su nivel. Mejor quedarse al amor del fuego, haciendo Arte para uno solo, igual que se juega a los bolos. El Arte, a fin de cuentas, quizá no sea más serio que el juego de bolos. Todo no es quizá sino una inmensa broma; lo temo, y cuando estemos del otro lado de la página, nos sorprenderemos quizá muchísimo al averiguar que la clave del jeroglífico era tan sencilla. En medio de todo esto, adelanto trabajosamente en mi libro. Estropeo una cantidad de papel considerable. ¡Cuántas tachaduras! La frase es lentísima para venir. ¡Qué demonio de estilo he adoptado! ¡Condenados sean los asuntos sencillos! Si supiera cuánto me torturo con ellos, se apiadaría de mí. Ya estoy albardado al menos para un año largo.
Cuando esté en marcha, disfrutaré; pero es difícil. He reanudado también un poco el griego y Shakespeare.
Olvidaba decirle que la institutriz devota llegó hace diez días. Su físico no me impresiona. Jamás estuve menos venéreo.
Adiós, un beso, pobre amada mía. Es bien grosero escribir una carta de cuatro pliegos para no hablar más que de uno mismo; en verdad, ya era mucho. Dos largos besos.
Hasta pronto.
[París, 31 de diciembre de 1851] Miércoles, a las dos.
No iré a verla esta tarde, y aún no sé si iré a casa de Du Camp. Ayer me cité con él, y falté a la cita. ¿Para qué llevar a casa de los amigos las fosas sépticas interiores cuya exhalación le asfixia a uno mismo? Voy a taponarlas, y no olerá usted nada más. Perdón, discúlpeme. Le juro por Dios que no volverá a tener que reprocharme semejantes inconveniencias. Seré simpático, amable, encantador y falso como para dar náuseas; pero seré correcto. Quiero convertirme en un hombre completamente «bien».
¿Así que le daba a usted vueltas la cabeza cuando la conducía de la mano al borde del balcón? Pues yo vivo asomado, y sin barandilla. O al menos, a fuerza de tener los codos apoyados encima, resulta que se arranca poco a poco y la siento temblar.
Se sintió herida ante los secretos de mi corazón. ¿Y por qué lo quería usted, este corazón? Cuando dormía en la esterilla del judío o del fellah, me devoraban los piojos y las pulgas; pero no me quejaba a mi anfitrión porque me hubiera pasado parásitos. ¿Pero no ha comprendido qué inmensa amistad debía yo sentir por usted para permitirme decirle todo esto, para mostrarme a usted tan desnudo, tan desvestido, tan débil, usted que me acusa de orgullo? Reconozca que eso no era tenerlo.
Cerremos aquí ese capítulo y no hablemos más de él. El sonido de estos cobres le hace sangrar los oídos; pondré sordina, o tocaré la flauta.
¡Una palabra de explicación, y eso será todo! Me gusta agotar las cosas. Y todo se agota; jamás he tenido un sentimiento sin tratar de agotarlo. Cuando estoy en un lugar, trato de estar en otra parte. Cuando veo un final, el que sea, corro hacia él de cabeza. Llegado a la meta, bostezo. Por eso, cuando ocurre que me aburro, me hundo más aún en el aburrimiento. Cuando me pica algo, me rasco hasta hacerme sangre, y me chupo las uñas rojas. Distraerse de algo es querer que ese algo vuelva. Es preciso, al contrario, que la cosa se distraiga de nosotros, que se aparte de nuestro ser con naturalidad.
Soy un patán al quejarme ante usted. Pero ¿acaso me quejo? En fin, se acabó, la b con la ó, bó; no hablemos más del asunto.
Debió usted recibir una lamparita ayer por la tarde. Mañana iré, durante el día o al anochecer, con un rostro alegre, una mente alegre, un traje alegre, todo nuevo, como conviene a la solemnidad del día.
A usted, que me ama como un árbol ama el viento; a usted, por quien tengo en el corazón algo largo y suave, algo conmovido y agradecido que no perecerá; a ti, pobre mujer a la que hago llorar tanto, y a quien tanto quisiera hacer sonreír, alma buena que venda al leproso, aunque la lepra no necesita vendas y el leproso a veces se enfada, te deseo todo lo que no tengo, la serenidad de espíritu, la fe en sí mismo, y todo lo que hace que uno esté contento de vivir. Te deseo la poda de todas las espinas de la vida y alamedas cubiertas de arena para caminar, bordeadas de flores, con ruidos de arroyo, arrullos de palomas en las ramas y grandes bandadas de águilas entre las nubes.
No hay que desesperarse por nada. Hace tres años, en 1849, a medianoche, pensaba en China, y en 1850 a medianoche estaba en el Nilo. Estaba en camino. Era una aproximación, era otra cosa. En fin, ¿quién sabe? No esperemos, pero aguardemos.
Adiós, hasta mañana.
[Croisset] Viernes por la noche [16 de enero de 1852].
[…] La semana que viene debo ir a Ruán. Te enviaré por ferrocarril San Antonio y un pisapapeles que me ha servido durante mucho tiempo. En cuanto a la sortija, éste es el motivo por el que aún no te la he dado: me sirve de sello. Me están montando un escarabajo, que llevaré en vez de ésta. Así que pronto te mandaré la sortija.
Me asombra, querida amiga, el entusiasmo excesivo que me demuestras por ciertas partes de La educación. Me parecen buenas, pero no a tan gran distancia de las demás como tú dices. En todo caso, no apruebo tu idea de quitar del libro toda la parte de Tules para hacer con ella un conjunto. Hay que considerar la manera en que fue concebido el libro. El carácter de Jules sólo es luminoso debido al contraste con Henry. Uno de los dos personajes aislado sería débil. Primero no se me había ocurrido más que el de Henry. La necesidad de un contraste me hizo concebir el de Jules.
Las páginas que te han impresionado (sobre el Arte, etc.) no me parecen difíciles de escribir. No pienso rehacerlas, pero creo que las haría mejor. Son ardientes, pero podrían ser algo más sintético. Posteriormente he progresado en estética, o al menos me he afirmado en la posición que ocupé ya al principio. Sé lo que hay que hacer. ¡Oh, Dios mío! ¡Si escribiese el estilo que imagino, qué escritor sería! Hay en mi novela un capítulo que me parece bueno y del que no me dices nada, es el de su viaje a América y todo el hastío de sí mismos seguido paso a paso. Has hecho el mismo comentario que yo a propósito del Viaje a Italia. Es pagar caro un triunfo de vanidad que me halagó, lo reconozco. Yo había adivinado, eso es todo. No soy tan soñador como piensan, sé ver, y ver como ven los miopes, hasta los poros de las cosas, porque meten las narices encima. En mí hay, literariamente hablando, dos tipos distintos: uno que está prendado de gritos, de lirismo, de grandes vuelos de águila, de todas las sonoridades de la frase y de las cumbres de la idea; otro que excava y horada la verdad cuanto puede, a quien gusta acusar el detalle con la misma fuerza que el gran rasgo, que querría hacerte sentir materialmente las cosas que reproduce; a éste le gusta reír y disfruta con las animalidades del hombre. La educación sentimental fue, a mi juicio, un esfuerzo de fusión entre esas dos tendencias de mi mente (habría sido más fácil dedicar un libro a lo humano y otro al lirismo). Fracasé. Por muchos retoques que se den a esta obra (quizá los daré), siempre será defectuosa; faltan en ella demasiadas cosas, y un libro siempre es débil por ausencia. Una cualidad no es nunca un defecto, no hay excesos. Pero si esta cualidad se come a otra, ¿sigue siendo una cualidad? En resumen, en La educación habría que reescribir, o al menos reordenar el conjunto, rehacer dos o tres capítulos y, lo que más difícil me parece de todo, escribir un capítulo que falta, donde se mostraría cómo fatalmente el mismo tronco ha debido bifurcarse, es decir, por qué tal acción ha producido este resultado en este personaje antes que tal otra. Se muestran las causas, también los resultados; pero no el encadenamiento de causa y efecto. Ése es el vicio del libro, y así miente a su título.
Te he dicho que La educación había sido un intento. San Antonio es otro. Al tomar un tema en el que me encontraba totalmente libre en cuanto a lirismo, movimientos, desórdenes, me hallaba bien en mi naturaleza y no tenía más que arrancar. Jamás volveré a encontrar locuras de estilo como las que me permití durante dieciocho meses largos. ¡Con qué pasión tallaba las perlas de mi collar! Sólo se me olvidó una cosa, el hilo. Segunda intentona, y peor aún que la primera. Ahora estoy en la tercera. Sin embargo, ya es hora de triunfar o de arrojarse por la ventana.
Lo que me parece hermoso, lo que querría hacer, es un libro sobre nada, un libro sin ataduras exteriores, que se aguantase a sí mismo con la fuerza interna de su estilo, como la tierra, sin que la sostengan, se sostiene en el aire; un libro que casi no tendría argumento, o al menos donde el argumento fuera casi invisible, si puede ser. Las obras más hermosas son aquellas en que hay menos materia; cuanto más se acerca la expresión al pensamiento, cuanto más se pega a éste la palabra y desaparece, más hermoso resulta. Creo que el porvenir del Arte está en estas vías. Lo veo a medida que crece, eterizándose cuanto puede, desde los pilares egipcios hasta las ojivas góticas, y desde los poemas de veinte mil versos de los hindúes hasta los estallidos de Byron. La forma, al hacerse hábil, se atenúa; abandona toda liturgia, toda regla, toda medida; deja la épica por la novela, el verso por la prosa; no reconoce ya ortodoxias y es libre, como cada voluntad que la produce. Esta liberación de lo material reaparece en todo, y los gobiernos la han seguido, desde los despotismos orientales hasta los socialismos futuros.
Por eso, no hay temas hermosos ni feos, y casi podría establecerse como axioma, colocándose en el punto de vista del Arte puro, que no hay ninguno, y que el estilo es por sí solo una manera absoluta de ver las cosas.
Me haría falta todo un libro para desarrollar lo que quiero decir. Escribiré sobre todo esto en mi vejez, cuando no tenga nada mejor que garrapatear. Mientras tanto, trabajo en mi novela con ilusión. ¿Volverán los buenos tiempos de San Antonio? ¡Que sea otro el resultado, Señor Dios mío! Voy despacio: en cuatro días he hecho cinco páginas, pero hasta ahora me divierto. Aquí he vuelto a encontrar serenidad. Hace un tiempo horrible, el río tiene aires de océano y bajo mis ventanas no pasa ni un alma. Mi chimenea ruge.
La madre de Bouilhet y todo Cany se han enfadado con él por haber escrito un libro inmoral. Ha provocado un escándalo. Se le considera como un hombre inteligente, pero perdido; es un paria. Si hubiera tenido alguna duda sobre el valor de la obra y del hombre, ya no puedo tenerlas. Le faltaba esta consagración. No se puede tener una más bella: ¡ver que reniegan de uno la familia y el país! (Hablo con absoluta seriedad.) Hay ultrajes que te vengan de todos los triunfos, pitadas que son más dulces para el orgullo que los aplausos. Helo, pues, para su biografía futura, clasificado como un gran hombre conforme a todas las reglas de la historia.
En tu carta me recuerdas que te prometí una llena de ternura. Voy a comunicarte la verdad o, si prefieres, voy a hacer para ti mi liquidación sentimental, no por quiebra (¡no está mal, esto!), en el sentido elevado de la palabra, en ese sentido maravilloso y soñado que deja a los corazones boquiabiertos tras de ese maná imposible. Pues no, no se trata de amor. He profundizado tanto en estas materias en mi juventud, que tengo la cabeza atontada para el resto de mis días.
Siento por ti una mezcla de amistad, de atracción, de estima, de enternecimiento del corazón y de incitación de los sentidos que forma un todo complejo, cuyo nombre no sé, pero que me parece sólido. En mi alma hay, para ti, bendiciones húmedas. Tú estás en un rincón, en un lugarcito suave para ti sola. Si amo a otras, te quedarás no obstante (me parece); serás como la esposa, la preferida, aquella a la que se vuelve; y además, si se negara lo contrario, ¿no sería en virtud de un sofisma? Analízate bien: ¿ha desaparecido uno solo de los sentimientos que alguna vez tuviste? No; todo permanece, ¿verdad? Todo. Las momias que tenemos en el corazón jamás se deshacen en polvo, y cuando asomas la cabeza por el tragaluz las ves abajo, mirándote inmóviles y con los ojos abiertos.
Los sentidos, un día, te llevan a otra parte; el capricho se extiende a nuevos tornasoles. ¿Qué más da? Si te hubiese amado hace tiempo como tú querías entonces, ahora ya no te amaría tanto. Los afectos que rezuman gota a gota del corazón acaban por hacer estalactitas. Eso vale más que los grandes torrentes que lo arrastran. Ésa es la verdad, y me aferro a ella.
Sí, te quiero, pobre Louise, querría que tu vida fuese dulce en todos los aspectos, enarenada, bordeada de flores y de alegrías. Me gusta tu rostro hermoso, bueno y franco, la presión de tu mano, el contacto de tu piel bajo mis labios. Si soy duro contigo, piensa que es la repercusión de las tristezas, de los nerviosismos agrios y de las languideces mortales que me hostigan o me anegan. Siempre tengo en el fondo de mí mismo como el regusto de las melancolías medievales de mi región. Huele a niebla, a peste traída de Oriente, y cae de costado, con sus cincelados, sus vidrieras y sus aguilones de plomo, como las viejas casas de madera de Ruán. En esta perrera es donde vive, hermosa mía; hay muchas chinches, rasqúese.
Un beso más en tu boca rosa.
Tuyo.
[Croisset] Noche del sábado [al domingo], 1 de febrero de 1852.
[…] Mala semana. El trabajo no ha ido bien; había llegado a un punto en el que no sabía demasiado qué decir. No eran más que matices y finezas donde yo mismo no veía ni gota, y es muy difícil expresar claramente con palabras lo que aún está oscuro en tu pensamiento. He esbozado, estropeado, chapoteado, andado a tientas. Quizás ahora me oriente. ¡Oh, qué cosa pícara es el estilo! Creo que no te figuras el género de este libro. Así como soy desaliñado en mis otros libros, en éste trato de ir abrochado y de seguir una línea recta geométrica. Ningún lirismo, nada de comentarios, la personalidad del autor está ausente. Será triste de leer: habrá atrocidades de miseria y de fetidez. Bouilhet, que vino el domingo pasado a las tres, cuando acababa de escribirte mi carta, cree que estoy en el tono, y espera que será bueno. ¡Dios le oiga! Pero, en cuanto al tiempo, va tomando proporciones formidables. Seguro que no habré terminado a comienzos del invierno próximo. No escribo más de cinco o seis páginas cada semana. […]
¿Así que te interesa el bueno de San Antonio? Sabes que me mimas con tus halagos, pobre querida mía. Es una obra fallida. Hablas de perlas. Pero las perlas no hacen el collar, sino el hilo. Yo mismo fui en San Antonio el San Antonio, y lo he olvidado. Es un personaje por hacer (lo que no es flaca dificultad). Si hubiese para mí alguna manera —la que fuera— de corregir ese libro, estaría muy contento, pues puse en él mucho, mucho tiempo y mucho amor. Pero no lo maduré suficientemente. Como había trabajado mucho los elementos materiales del libro, quiero decir la parte histórica, me figuré que el guión ya estaba hecho, y me puse a ello. Todo depende del plan. San Antonio carece de él; la deducción de ideas, severamente seguida, no tiene su paralelismo en el encadenamiento de los hechos. Aun con muchos andamiajes dramáticos, falta lo dramático.
Me vaticinas porvenir. ¡Cuántas veces he caído al suelo, con las uñas sangrando, las costillas rotas y zumbándome la cabeza, después de haber querido trepar a pico por esa muralla de mármol! ¡Cómo he desplegado mis alitas! Pero el aire pasaba a través en vez de sostenerme, y al caer rodando entonces, me veía en el fango del desánimo. Una fantasía indomable me impulsa a empezar de nuevo. Iré hasta el fin, hasta la última gota de mi cerebro exprimido. ¿Quién sabe? El azar tiene golpes de suerte. Con un recto sentido del oficio que se hace, y una voluntad perseverante, se llega a lo estimable. Me parece que hay cosas que yo solo siento, que otros no han dicho y que puedo decir. Este lado doloroso del hombre moderno, que tú observas, es fruto de mis años jóvenes. Pasé una buena juventud con el pobre Alfred [Le Poittevin]. Vivíamos en un invernadero ideal, donde la poesía nos calentaba el hastío de la vida hasta 70° Réaumur. ¡Aquél era un hombre! Jamás he hecho viajes semejantes a través de los espacios. Ibamos lejos, sin dejar el amor de la lumbre. Subíamos alto, aunque el techo de mi cuarto fuese bajo. Hay tardes que se me han quedado en la memoria, conversaciones de seis horas consecutivas, paseos por nuestras costas ¡y aburrimientos entre dos, aburrimientos, aburrimientos! Todos estos recuerdos me parecen de color bermejo, y llamean tras de mí como incendios.
Me dices que empiezas a comprender mi vida. Habría que conocer sus orígenes. Algún día, me escribiré [sic] a mis anchas. Pero entonces ya no tendré la fuerza necesaria. No poseo otro horizonte más que el que me rodea inmediatamente. Me considero como si tuviese cuarenta años, cincuenta, sesenta. Mi vida es un engranaje montado, que gira regularmente. Lo que hago hoy, lo haré mañana y lo hice ayer. He sido el mismo hombre hace diez años. Ha resultado que mi organización es un sistema; todo sin idea preconcebida de uno mismo, por la inclinación de las cosas, que hace que el oso blanco viva en los hielos y que el camello camine sobre la arena. Soy un hombre-pluma. Siento por ella, a causa de ella, con relación a ella y mucho más con ella. A partir del invierno próximo, verás un cambio aparente. Pasaré tres inviernos desgastando algunos escarpines. Después volveré a mi cubil, donde reventaré oscuro o famoso, manuscrito o impreso. Sin embargo hay algo en el fondo que me atormenta, es el desconocimiento de mi medida. Este hombre que se dice tan tranquilo está lleno de dudas sobre sí mismo. Querría saber hasta qué nivel puede subir, y la potencia exacta de sus músculos. Pero pedir eso es muy ambicioso, pues el conocimiento preciso de la propia fuerza no es quizá sino el genio. Adiós, mil besos desde el hombro hasta la oreja. Conserva todos mis manuscritos. Yo mismo te llevaré La Bretaña.
Tuyo.
[Croisset] 8 de febrero [de 1852].
Así que, decididamente, tú eres una entusiasta de San Antonio. ¡Bueno! ¡Al menos tendré una! Ya es algo. Aunque no acepto todo lo que me dices de él, creo que mis amigos no quisieron ver todo lo que había en el libro. Se juzgó con ligereza; no digo injustamente, pero con ligereza. En cuanto a la corrección que me indicas, ya charlaremos de ella; es enorme. Suelo volver muy a disgusto a un círculo de ideas que he abandonado, y es lo que hay que hacer para corregir en el mismo tono de las partes circunvecinas.
Me costará mucho rehacer mi santo. Tendré que concentrarme durante mucho tiempo para poder inventar algo. No digo que no trataré, pero no será tan pronto.
Estoy ahora en un mundo del todo distinto, el de la observación atenta de los detalles más chatos. Tengo la mirada puesta en los musgos mohosos del alma. De ahí a los resplandores mitológicos y teológicos de San Antonio hay mucho trecho. Y así como el tema es distinto, escribo con un estilo totalmente diferente. Quiero que no haya en mi libro un solo movimiento ni un solo comentario del autor.
Creo que será (algo) menos elevado que San Antonio en cuanto a ideas (cosa que me interesa poco), pero será quizá más fuerte y más raro, sin que se note. En todo caso, no hablemos más de San Antonio. Me turba, me hace volver a pensar en él y perder un tiempo inútil. Si es bueno, mejor; si es malo, tanto peor. En el primer caso, ¿qué importa el momento de su publicación? Y en el segundo, ya que ha de perecer, ¿para qué?
Esta semana he trabajado algo mejor. Iré a París dentro de un mes o cinco semanas, pues ya veo que mi primera parte no estará hecha antes de finales de abril. Aún tengo para un año largo, a ocho horas de trabajo al día. El resto del tiempo lo dedico al griego y al inglés. Dentro de un mes leeré a Shakespeare de corrido, o poco menos. […]
Por lo visto trae la prensa los discursos de G[uizot] y de Montalembert. No pienso mirarlos; es tiempo perdido. Tanto da papar moscas como nutrirse de todas las bajezas cotidianas que son la comidilla de los imbéciles. La higiene cuenta mucho en el talento, como en la salud. Así que el alimento importa. ¡Qué institución podrida y estúpida, la Academia Francesa! ¡Qué bárbaros resultamos con nuestras divisiones, nuestros mapas, nuestras casillas, nuestras corporaciones, etc.! Siento odio ante cualquier límite, y me parece que una Academia es lo más antipático del mundo para la constitución misma de la mente, que no tiene regla, ni ley, ni uniforme. […]
Sí, eres para mí un descanso, pero de los mejores y de los más profundos. Un descanso del corazón, pues tu pensamiento me enternece, y mi corazón se acuesta sobre él como yo sobre ti. Me has amado mucho, pobre querida mía, y ahora me admiras mucho y me sigues queriendo. Gracias por todo ello. Me has dado más de lo que yo te he dado, pues lo más alto que hay en el alma es el entusiasmo que brota de ella.
Adiós, querida y buena Louise, gracias por tu fragmento de China. Un beso largo bajo el cuello.
[Croisset] Lunes por la tarde [16 de febrero de 1852].
[…] ¿Sabes que el agudo Sainte-Beuve exhorta a Bouilhet a no recoger las colillas de puro de Alfred de Musset? En un artículo en que ensalzaba a un montón de mediocridades con muchas citas, apenas lo ha nombrado, y sin mencionar un verso de él. A cambio, muchos golpes de incensario al ilustre señor Houssaye, a la señora Girardin, etc. Lo que dice de él es hábil desde el punto de vista del odio, pues pasa por encima como sobre algo insignificante. Jamás tuve gran simpatía por ese linfático individuo, pero esto me reafirma en mi prejuicio. Sin embargo, es demasiado benevolente, por lo común, para que la cosa proceda totalmente de él. Ahí debajo hay algún asunto; más aún cuando se publicó, hace unas tres semanas, un artículo en el Memorial de Rouen que tiene la misma inspiración, es decir, elogio a toda la Revue de Paris (salvo Maxime, sin embargo), con exclusión de Bouilhet, siempre aplastado por el señor Houssaye que se encuentra en los alrededores. Ya conoces a Sainte-Beuve, seguramente sabrás el fondo de esta historia. Simplemente, tendría curiosidad por que charlases un rato con él de Melaenis, como si no hubieras leído su artículo (salió en Le Constitutionnel el lunes pasado).
Desde que me marché de París he recibido una vez cinco líneas de Du Camp, eso es todo. Ha escrito a Bouilhet que estaba demasiado ocupado para mandar cartas. Cuando quiera volver a mí, reencontrará su sitio y mataré el ternero cebado; creo que ese día su sitio le parecerá agradable, pues se encamina hacia tristes desengaños. ¡En fin!
Tengo un Ronsard completo, dos volúmenes infolio, que por fin he acabado por conseguir. Los domingos lo leemos hasta reventarnos el pecho. Los fragmentos de las pequeñas ediciones corrientes dan de él una idea como los extractos y las traducciones de toda especie, es decir, que las cosas más hermosas están ausentes. No te imaginas qué poeta es Ronsard. ¡Qué poeta! ¡Qué poeta! ¡Qué alas! Es más grande que Virgilio y vale tanto como Goethe, al menos en determinados momentos, en cuanto a estallidos líricos. Esta madrugada, a la una y media, leía un poema que casi me afectó a los nervios, hasta tal punto me agradaba. Era como si me hubiesen hecho cosquillas en las plantas de los pies. Bonito aspecto tenemos, echamos espuma y despreciamos a todo aquel que, en este mundo, no lea a Ronsard. ¡Pobre gran hombre, qué contenta ha de estar su alma, si nos ve! Esta idea me hace añorar los Campos Elíseos de los antiguos. Habría sido muy agradable ir a charlar con esos buenos viejos a los que tanto quisimos mientras vivíamos. ¡De qué forma tan tolerable habían organizado la existencia los antiguos! Así que aún tenemos para dos o tres meses de domingos entusiasmados. Este horizonte me hace mucho bien y arroja, de lejos, un reflejo ardiente sobre mi trabajo. Esta semana he trabajado bastante bien. Iré a París cinco o seis días dentro de unas tres semanas, cuando esté en un punto de parada. Adiós, beso tus senos y tu boca.
[Croisset] Miércoles, una de la madrugada [3 de marzo de 1852].
[…] Acabo de releer para mi novela varios libros infantiles. Estoy medio loco, esta noche, por todo lo que hoy ha pasado ante mis ojos, desde viejos álbumes ilustrados hasta relatos de naufragios y de piratas. He encontrado viejos grabados que coloreé cuando tenía yo siete u ocho años, y que no había vuelto a ver. Hay rocas pintadas de azul, y árboles de verde. He vuelto a sentir ante algunos (una invernada entre los hielos, por ejemplo) terrores que tuve de pequeño. Querría no sé qué para distraerme; casi tengo miedo de acostarme. Hay una historia de marineros holandeses en el mar glacial, con osos que les atacan en su cabaña (esta imagen, antes, me impedía dormir) y piratas chinos que saquean templos con ídolos de oro. Mis viajes, mis recuerdos de niño, todo se tiñe recíprocamente, se pone en fila, baila con prodigiosas llamaradas y asciende en espiral.
[…] Llevo dos días tratando de entrar en ensueños de chicas, y para ello navego por los océanos lechosos de la literatura de castillos, y trovadores con gorras de terciopelo y plumas blancas. Recuérdame que te hable de esto. Me puedes dar al respecto detalles precisos que me faltan. Adiós, hasta pronto. Si el lunes a las diez no estoy en tu casa, será para el martes. Mil besos.
[Croisset] Sábado, doce y media de la noche [27 de marzo de 1852].
Habrías podido ahorrarte, querida Louise, el picarte por mi desafortunada broma sobre d'Arpentigny. Yo no estaba convencido de que fuera ingeniosa, pero ni sospechaba que fuese hiriente, y sobre todo atroz. ¿Es eso lo que hizo tu carta tan triste?
Tienes poco sentido del humor, si te importan semejantes tonterías. Yo me río de todo, hasta de lo que más me agrada. No existen cosas, hechos, sentimientos o personas por los que no haya pasado inocentemente mi bufonería, como un rodillo de hierro de ésos para dar lustre a las piezas de paño. Es un buen método. Luego se ve lo que queda. El sentimiento que dejas a pleno viento, sin tutor ni alambre, desembarazado de todas esas conveniencias tan útiles para mantener tiesa la podredumbre, está triplemente arraigado en ti. ¿Acaso la propia parodia abuchea alguna vez? Es bueno, e incluso puede ser hermoso el reírse de la vida, con tal que se viva. Hay que colocarse por encima de todo, y por encima de uno colocar su espíritu, es decir, la libertad de la idea: declaro impío todo límite a ésta. Si no te satisface esta larga glosa pedantesca, te pido perdón por mi torpeza y te beso en ambos ojos, que quizás han llorado por mi culpa. Pobre corazón, ¿por qué alteras una cabeza tan buena? Y sin embargo, es ese vecino agobiante el que me ha recibido, me retiene y me admira.
No importa; hoy hace quince días me dijiste en el Pont-Royal, cuando íbamos a cenar, algo que me gustó mucho, a saber, que te dabas cuenta de que no había cosa más débil que poner en el arte los sentimientos personales. Sigue ese axioma paso a paso, línea a línea. Que sea siempre inconmovible en tu convicción, mientras diseccionas cada fibra humana y buscas cada sinónimo, y verás, ¡verás cómo se ensanchará tu horizonte, cómo resonará tu instrumento, y qué serenidad te invadirá! Relegado hasta el horizonte, tu corazón te alumbrará desde el fondo, en vez de deslumbrarte en primer plano. Una vez estés diseminada en todos ellos, tus personajes vivirán, y en lugar de una eterna personalidad declamatoria, que ni siquiera puede constituirse claramente, a falta de detalles precisos que siempre le faltan debido a los disfraces que la enmascaran, en tus obras se verán multitudes humanas.
¡Si supieras cuántas veces he sufrido al ver eso en ti, cuántas veces me ha herido la poetización de cosas que prefería en su estado natural! Cuando te vi llorar al escuchar las cartas de amor leídas por la señora R…, todos mis pudores enrojecieron. Ambos valíamos más, y ahí estamos flacamente idealizados. ¿A quién le interesará? ¿A quién se parece ese hombre? ¿Por qué tomar la eterna figura insípida del poeta, que, cuanto más se parezca al tipo, más se acercará a una abstracción, es decir, a algo antiartístico, antiplástico, antihumano y por consiguiente antipoético, por mucho talento verbal que, por otra parte, se ponga en ello? Podría escribirse un buen libro sobre la literatura probatoria; desde el momento en que se prueba, se miente. Dios sabe el comienzo y el fin; el hombre, el medio. El Arte, como Él en el espacio, debe permanecer suspenso en el infinito, completo en sí mismo, independiente de su productor. Y además, de esa otra forma, uno se prepara, en la vida y en el Arte, terribles desengaños. Querer calentarse los pies al sol es querer caer al suelo. Respetemos la lira; no está hecha para un hombre, sino para el hombre.
Estoy muy humanitario esta noche, cuando siempre me acusas de tanta personalidad. Quiero decir que pronto te darás cuenta, si sigues esta nueva vía, de que has adquirido de repente siglos de madurez, y compadecerás el hábito de cantarse a uno mismo. Eso sale bien una vez, en un grito, pero por mucho lirismo que tenga Byron, por ejemplo, a su lado Shakespeare lo aplasta con su impersonalidad sobrehumana. ¿Sabemos siquiera si era triste o alegre? El artista debe arreglarse para hacer creer a la posteridad que no ha vivido. Cuanto menor es la idea que me formo de él, más grande resulta. No puedo imaginar nada sobre la persona de Homero, o de Rabelais, y cuando pienso en Miguel Ángel veo, solamente de espaldas, a un anciano de estatura colosal, esculpiendo de noche, con antorchas.
Tienes en ti dos facultades a las que debes dar juego, una ironía aguda, no, quiero decir una manera sutil de ver, y un ardor meridional de pasión vital, algo de tus hombros en la mente. El resto te lo has estropeado con tus lecturas y tus sentimientos, que han venido a estorbar con sus frases incidentales a esa buena compañía que hablaba claro. Espero mucho de tu Institutriz, sin saber por qué. Es un presentimiento. Y cuando la hayas escrito, haz otras dos o tres, y antes de la media docena habrás encontrado el filón de oro.
Lo que decía de los sentimientos que no pasan lo tomaste por una alusión al regalito de Henriette que yo había recibido, y te entristeció. Confiesa que he acertado. Pues no, no me conmovió el recibirlo, no me conmovió en absoluto. Es que ahora no me emociono fácilmente, y cada vez menos. Mi sensibilidad ha sonado tanto, que he puesto masilla en las rajas; eso hace que vibre con menos claridad. […]
He terminado esta noche de emborronar la primera idea de mis sueños de jovencitas. Me quedan aún quince días de navegación por esos lagos azules, y después iré al baile, pasando a continuación un invierno lluvioso, que terminaré con un embarazo. Y así estará hecho más o menos un tercio de mi libro. […]
Adiós, mañana cerraré mi carta cuando venga Bouilhet. Mil besos, querida esposa.
Tuyo. […]
Sábado, a las cuatro [3 de abril de 1852].
No sé si es la primavera, pero estoy de un mal humor prodigioso; tengo los nervios tensos como hilos de latón. Estoy rabioso sin saber por qué. Quizá mi novela es la causa. Esto no marcha, no funciona. Estoy más cansado que si empujase montañas. Hay momentos en que tengo ganas de llorar. Hace falta una voluntad sobrehumana para escribir, y sólo soy un hombre. A veces me parece que necesito dormir durante seis meses seguidos. ¡Ay, con qué desesperación miro las cimas de esas montañas a las que querría subir mi deseo! ¿Sabes cuántas páginas habré escrito dentro de ocho días, desde mi regreso de París? Veinte. ¡Veinte páginas en un mes, trabajando al menos siete horas al día! ¿Y el final de todo esto? ¿El resultado? Amarguras, humillaciones internas, y nada para sostenerse más que la ferocidad de una fantasía indomable. Pero envejezco, y la vida es corta.
Lo que has apreciado en la Bretaña también es lo que prefiero. Una de las cosas que más estimo es mi resumen de arqueología céltica, que es verdaderamente una exposición completa de la misma, a la vez que su crítica. La dificultad de este libro residía en las transiciones, y en hacer un todo con un sinfín de cosas heterogéneas. Me dio mucho trabajo. Es lo primero que escribí con esfuerzo (no sé dónde parará esta dificultad para hallar la palabra; no soy un inspirado, ni mucho menos). Pero estoy completamente de acuerdo contigo en cuanto a las bromas, vulgaridades, etc. Abundan; el tema lo justificaba: piensa lo que es relatar un viaje en que, de antemano, se ha decidido contarlo todo. Ven, que te abrace y te bese en las dos mejillas, en el corazón, por algo que se te ha escapado y que me ha halagado profundamente. No consideras la Bretaña algo tan fuera de serie como para mostrárselo a Gautier; querrías que la primera impresión que él tenga de mí sea violenta. Más vale abstenerse. Me llamas al orgullo. Gracias.
Sí que he hecho remilgos con el buen Gautier. Lleva tiempo pidiéndome que le enseñe algo, y siempre le hago promesas. Es asombroso lo púdico que soy al respecto. Mi repugnancia para publicar no es, en el fondo, sino el instinto que tenemos de ocultar el culo, que también nos da tanto placer. Querer agradar es rebajarse.
Desde el momento en que uno publica, se apea de su obra. La idea de permanecer toda la vida completamente desconocido no tiene nada que me entristezca. Con tal que mis manuscritos duren tanto como yo, eso es todo lo que quiero. Lástima que necesitaría una tumba demasiado grande; si no, los mandaría enterrar junto a mí, como hace un salvaje con su caballo.
Son esas pobres páginas, en efecto, las que me ayudaron a cruzar la larga llanura. Me dieron sobresaltos, cansancio en los codos y en la cabeza. Con ellas pasé tormentas, gritando yo solo en el viento y cruzando, sin mojarme siquiera los pies, pantanos en que los caminantes ordinarios permanecen enfangados hasta la boca.
He recorrido rápidamente el primer acto de La institutriz. He visto muchos eso, de los que abusas aún más que yo. Te la devolveré a fines de semana, con observaciones. El tomo de d'Arpentigny irá en el paquete.
Es un hombre heroico, ese buen hombre. Cualquier día su interna se lo encontrará, una mañana, helado en la cama, y la víspera habrá estado cenando en otra casa, donde habrá dicho galanterías, contado historias, y habrá sido el más amable de la reunión. Estoy seguro de que a veces sufre mucho. Como las viejas coquetas, reventará en su corsé (quiero decir su saber estar), antes que confesar que tendría que quitarse las botas y ponerse el gorro de algodón. […]
Estoy preocupado por tus ingleses, aunque no tengo nada que reprocharme (cosa que siempre me reprochas). ¡Yo, un hijo! Mejor reventar en el arroyo, aplastado por un ómnibus. La hipótesis de transmitir la vida a alguien me hace rugir del fondo del corazón, con iras infernales.
He leído cincuenta páginas de Graziella, y esta tarde me dedicaré a tu comedia. Por eso te escribo ahora. Mañana por la mañana cerraré la carta besándote de nuevo.
Domingo.
He leído La institutriz. Mi primera impresión no le ha sido favorable. Es descuidada de estilo, salvo algunas frases que no hacen sino destacar mejor el desaliño del resto. Está hecho demasiado aprisa, creo yo.
Por lo demás, esta semana te escribiré con más detalle todo lo que yo opino, después de haberla releído. Sin embargo, no te desanimes.
A veces, yo lo estoy más de lo que tú lo estarás nunca, más de lo que se puede estar desanimado.
Siempre me han parecido tus versos muy superiores a tu prosa. No hay nada sorprendente en ello, ya que te has ejercitado más en los unos que en la otra.
Adiós, pobre y querida mujer bienamada. Te beso como te amo, tierna y cálidamente.
[Croisset] Jueves [8 de abril de 1852].
No te he hecho observaciones particulares sobre el estilo de tu comedia, que encuentro vulgar. Ya sé que no es fácil describir apropiadamente las banalidades de la vida, y las histerias de hastío que en este momento sufro no tienen otra causa. Incluso hago un gran esfuerzo al escribirte. Estoy roto y aniquilado de cabeza y de cuerpo, como después de una gran orgía. Ayer me pasé cinco horas en mi diván, en una especie de torpor imbécil, sin tener el valor de hacer un gesto, ni el ingenio de tener una idea. No importa, sigamos.
Encuentro, pues, que tu estilo es en general blando, flojo y compuesto de frases hechas. Es una pasta que no ha sido suficientemente trabajada. La expresión no está condensada, lo que, en el teatro, sobre todo, hace que la idea parezca lenta, y causa aburrimiento. Para empezar, todo el primer acto es una exposición. La acción sucede en el segundo, y ya en la primera escena del tercero se adivina el desenlace. La última escena del segundo acto está llena de movimiento. Si todo fuese así, sería soberbio. La primera escena (monólogo de la doncella) es de todo el mundo. ¿Quién no conoce ese plumero, ese espejo en que se mira?
La segunda, con el mozo de restaurante, es bastante graciosa en sí misma. Pero ¡qué abuso de eso! Y la broma del chantaje es de un gusto mediocre.
En cuanto a los dos personajes de Léonie y Mathieu, no los entiendo en absoluto. A veces son muy cínicos, y otras muy virtuosos, sin coherencia. Uno protestaría ante esas conductas que huelen a Macaire (salvo la exageración, que salva al personaje); y además, y además, ¡qué de negligencias! Te aseguro, pobre Louise querida, que esa lectura me resulta penosa. Puede que yo no entienda nada de teatro; pero en cuanto al francés en sí, me parece que aquí has salido singularmente de tus costumbres literarias.
Esa escena entre hermano y hermana es desmesuradamente larga. No interesan ni uno ni otra, con sus proyectos de engaño y los sentimientos de orgullo de Léonie, aunque ella confiese estar representando un papel.
La escena cuarta es igualmente larga; el diálogo, hacia el final, más movido. Uno se alegra al encontrar algo divertido.
Las escenas sexta y séptima me parecen atroces, y encuentro en ellas casi todos los defectos reunidos. En cuanto al acto segundo, ¿qué es esa mujer que permanece durante todo el acto en el escenario, haciéndose la sorda y muda, engañando a todo el mundo, salvo al espectador, que siente ganas de gritarle al actor: «¡Le está engañando!». (¿Qué necesidad había de ese personaje? ¿En qué resulta necesario a la acción? ¡Y ese acto desvergonzado tiene trece escenas!) ¡Y qué aburrida resultará su conversación por escrito! Hay que evitar que escriban en escena, siempre aburre el mirarlo. Esa buena señora Lauris, a la que se le arreglan una y otra vez las almohadas, me aburre y me enfada. Se burla indignamente de sus hijos, cuya ternura dará risa. Entonces caemos en la farsa.
Escena tercera. ¡Qué monólogo interminable! Hay que hacer monólogos cuando está uno ya sin recursos, y como exposición de pasión (cuando de hecho no puede mostrarse). Pero aquí es para hablarnos de lo que vemos, es decir, la vida interior de ese château. Inútil.
En cuanto al ave que se dibuja, el loro disecado que el actor tendría que tener en la mano haría estallar de risa a la sala, y bastaría por sí solo para hacer caer una obra maestra. ¿Cómo es posible que no lo hayas visto?
En la escena quinta, la explosión de Léonie rebasa los límites. En resumen, toda esta obra me produce una impresión de delicadeza lastimada, semejante a la que tan legítimamente sentiste al leer la mitad buena de La educación sentimental. Y aquí termino mi análisis, pues, a mi juicio, es una idea que hay que revisar totalmente, o abandonarla.
Discúlpame si te duele en este momento. Haz que lea tu obra la señora Roger, en quien confías, y verás, si es sincera, cómo no le produce un efecto agradable. […]
He leído Graziella. ¡Qué desdichado! Ha estropeado una hermosa historia. Ese hombre, por mucho que digan, no tiene el instinto del estilo. Al menos a mi juicio.
Adiós, te beso. Trata de estar más alegre que yo. Dos besos más en tus buenos y hermosos ojos.
Tuyo.
Croisset, jueves, cuatro de la tarde [15 de abril de 1852].
Te escribo con mucha dificultad, pues desde ayer por la mañana tengo un reuma en el hombro derecho que no hace sino empeorar de hora en hora. Son las lluvias de Grecia, las nieves del Parnaso y toda el agua que corrió sobre mi cuerpo en el condenado valle, que se hacen recordar. Sufro razonablemente, y estoy no poco irritado.
Si la señora Roger encuentra buena tu comedia, peor para ella (para la señora Roger); o carece de gusto, o te engaña por cortesía, a menos que yo esté ciego.
A mí me ha parecido aburrida, desmesurada, y sobre todo el personaje de la abuela de lo más torpe, al margen de cualquier consideración literaria.
Durante dos inviernos seguidos, en Ruán, en 1847 y 1848, todas las tardes, tres veces por semana, Bouilhet y yo escribimos guiones, trabajo agotador, pero que nos habíamos jurado realizar. Así, tenemos una docena, y más, de dramas, comedias, óperas cómicas, etc., escritos acto a acto, escena a escena, y aunque no me creo en absoluto apto para el teatro, me parece que la estructura de tu obra es torpe. Esa abuela que escucha sin moverse es un artificio demasiado cínico. Creo estar en lo cierto, pobre querida mía. Mejor si te excitan mis golpes de fusta; peor (para mí) si los doy intempestivamente.
El trabajo vuelve a marchar, un poco. Me he recuperado ya, finalmente, de la alteración que me causó mi viajecito a París. Mi vida es tan lisa que un grano de arena la perturba. Para poder escribir he de estar en una inmovilidad de existencia completa. Pienso mejor tendido de espaldas y con los ojos cerrados. El menor ruido se repite en mí con ecos prolongados que tardan mucho en morir. Y cuanto más tiempo pasa, más se desarrolla esta enfermedad. Algo, cada vez más, se hace espeso en mí, y le cuesta manar. Cuando esté acabada mi novela, dentro de un año, te llevaré mi manuscrito completo por curiosidad. Ya verás a través de qué complicada mecánica logro hacer una frase.
La historia de la señora Roger me ha alegrado profundamente (el desdichado aún no sabe nada; está en Cany, en el seno de sus lares. Hace mucho que no le he visto; el domingo le obsequiaré con la cosa). Me dices que, si fueras hombre, te indignaría ver que una mujer prefiere a una mediocridad antes que a ti. ¡Oh, mujer, poetisa, qué poco conoces el corazón de los varones! Sin cumplir los dieciocho, uno ha sufrido ya en esta cuestión tantos hundimientos, que se ha vuelto insensible. Uno trata a las mujeres como tratamos al público, con mucha deferencia exterior y un soberano desprecio por dentro. El amor humillado se vuelve orgullo libertino. Creo que el éxito con las mujeres es en general signo de mediocridad, y sin embargo es el que todos envidiamos, y el que corona a los demás. Pero no queremos aceptarlo, y como consideramos muy por debajo de nosotros a quienes son objeto de su preferencia, llegamos a la conclusión de que son estúpidas, lo que no es así. Juzgamos desde nuestro punto de vista, y ellas desde el suyo. La belleza no es para la mujer lo que es para el hombre. Jamás nos entenderemos sobre eso, ni sobre la inteligencia, ni sobre el sentimiento, etc.
Una vez me encontraba con varios tipos (bastante viejos) en un lugar infame. Desde luego, todos eran más feos que yo, y aquel al que mejor cara pusieron las damas era francamente horroroso (¡explícamelo, oh Aristóteles!). Y aquí no se trata de dones del alma, poesía del lenguaje o fuerza de las ideas, sino del cuerpo, de lo que es observable a la vista y al olfato de los sentidos. Interroga a cualquier ex-guapo, y pregúntale si, mientras estaba acostado con una mujer, ha encontrado alguna vez una que se extasiara ante las líneas de su brazo o los músculos de su pecho. ¡Qué abismo es todo eso! ¿Y qué importa el vaso? Lo hermoso es la embriaguez (en Meltenis hay un hermoso verso al respecto). Lo importante es tenerla.
¡Que se divierta con su guapo Enault, esa pobrecita tía Roger, que goce, que goce por triplicado, y le haga salir al tío Roger unos cuernos altos como cedros, tanto mejor!
La contemplación de ciertas dichas asquea de la dicha misma: ¡qué orgullo! Es sobre todo cuando uno es joven cuando la visión de las felicidades vulgares da náuseas de la vida: uno prefiere reventar de hambre que atiborrarse de pan negro. Muchas virtudes no tienen otro origen. Veo en tu carta que el tío d'Arpentigny lanza sobre tu lecho una mirada de agrimensor geómetra, estimando a olfato cuántas hectáreas de placer contendría. ¿Me había equivocado? ¡Vaya, vaya! Y el pequeño Simón, al que acusaba yo hace cuatro meses de aspirar a la teta, como la nariz del tío Aubry a la tumba, ¿me había equivocado? ¡Menudo moralista soy!
[…] Mil besos en tus ojos. Tuyo.