[Croisset] Martes por la tarde [26 de octubre de 1852].
[…] ¡Qué tiempo! ¡Qué lluvia! ¡Y qué viento! Las hojas amarillas pasan bajo mis ventanas con furia. Pero, cosa extraña, todas las noches son más tranquilas. Entre el paisaje que me rodea y yo hay comunión de temperamento. A ambos la serenidad nos viene con la noche. En cuanto oscurece, me parece que me despierto. Estoy muy lejos de ser el hombre de la naturaleza, que se levanta con el sol, se duerme como las gallinas, bebe el agua de los torrentes, etc. Me hace falta una vida artificial y ambientes extraordinarios en todo. No es un vicio de la mente, sino toda una constitución del hombre. Queda por saber, después de todo, si lo que llaman artificial no es otra naturaleza. La anormalidad es tan legítima como la norma.
Acabo de terminar el Pericles de Shakespeare. Es atrozmente difícil y prodigiosamente atrevido. Hay escenas de burdel en que damas y caballeros hablan un lenguaje poco académico; está agradablemente relleno de bromas obscenas. Pero ¡qué hombre era! ¡Qué pequeños son todos los demás poetas a su lado, sin exceptuar a ninguno, y sobre todo, qué ligeros parecen! Él tenía ambos elementos, imaginación y observación, y siempre amplias. ¡Siempre! «Nacidos para la mediocridad, estamos abrumados por las mentes sublimes.» Sí que es el caso de decirlo. Me parece que, si viera a Shakespeare en persona, moriría de miedo.
Cuando te haya visto me dedicaré a Sófocles, que quiero saberme de memoria. La biblioteca de un escritor debe componerse de cinco o seis libros, fuentes que deben releerse todos los días. En cuanto a los demás, bueno es conocerlos, y nada más. ¡Pero es que hay tantas maneras diferentes de leer, y leer bien exige también tanto ingenio!
Martes, medianoche, 16 de noviembre de 1852.
Tu pobre fuerza de la naturaleza no estuvo alegre ayer. Hubo que reanudar la tarea y ver cómo caía la semana pasada en el abismo. En fin… Hacia el atardecer hice un esfuerzo iracundo y me incorporé. Pero la vida pasa así, anudando y desatando hilos, en separaciones, adioses, sofocos y deseos. Sí, fue bueno, muy bueno y muy dulce. Es la edad la que produce eso; al envejecer se vuelve uno más grave en sus alegrías, lo que las hace más dulces. […]
Releo a Rabelais con encarnizamiento, y me parece que es la primera vez que lo leo. Ese es el gran manantial de las letras francesas; los más fuertes han sacado agua de él a tazas llenas. Hay que volver a esa veta, a las robustas exageraciones. La literatura, como la sociedad, necesita una rascadera para hacer caer la roña que la devora. En medio de todas las debilidades de la moral y de la mente, ya que todos se tambalean como gente agotada, ya que hay en la atmósfera de los corazones una neblina espesa que impide distinguir las líneas rectas, amemos lo verdadero con el mismo entusiasmo que se tiene por lo fantástico, y a medida que los demás bajen, nosotros subiremos.
Ya no hay ahora para los puros más que dos maneras de vivir: o envolverse la cabeza con el manto, como Agamenón ante el sacrificio de su hija (procedimiento poco atrevido, en resumidas cuentas, y más ingenioso que sublime); o bien, elevarse uno mismo a tal grado de orgullo, que ninguna salpicadura del exterior pueda alcanzarle.
Ahora estás en buen camino. ¡Que nada te estorbe! En la vida hay un cuarto de hora útil para todo lo demás, y del que hay que aprovecharse. Ahora estás en él; si te desvías, ¿quién sabe si volvería? Tu Campesina será algo sólido, querida amiga, has de estar segura. Las obras buenas son aquellas en que hay pitanza para todos. Así es tu cuento: gustará a los artistas, que verán en él el estilo, y a los burgueses, que verán el sentimiento.
Llegarás a la plenitud de tu talento despojando tu sexo, que ha de servirte como ciencia, y no como expansión. En George Sand, huele a flores blancas; rezuma, y la idea corre entre las palabras como entre los muslos sin músculos.
Se escribe con la cabeza. Si el corazón la calienta, mejor; pero no hay que decirlo. Debe ser un horno invisible, y así evitamos divertir al público con nosotros mismos, cosa que encuentro repugnante o demasiado ingenua, y la personalidad de escritor, que empequeñece siempre una obra.
¡Hace ocho días, ay, a estas horas!… ¿Qué quieres que diga? Pienso en eso. Serán buenos recuerdos para nuestra vejez.
Bouilhet y yo nos pasamos toda la tarde del domingo haciéndonos descripciones anticipadas de nuestra decrepitud. Nos veíamos viejos, miserables, en el hospicio de los incurables, barriendo las calles, y, con nuestra ropa manchada, hablando del tiempo de hoy y de nuestro paseo a La Roche-Guyon. Primero nos hicimos reír, y después casi lloramos. Duró cuatro horas seguidas. Sólo unos hombres tan plácidamente fúnebres como lo somos nosotros son capaces de divertirse con semejantes horrores. […]
Lunes por la tarde [22 de noviembre de 1852].
[…] Aguardo La Campesina con impaciencia, pero no te des prisa, tómate todo el tiempo necesario. Resultará algo bueno. Todos los peluqueros están de acuerdo en que, cuanto más se peina el cabello, más brilla. Lo mismo sucede con el estilo, corregir le da lustre. Ayer releí, debido a ti, La tendencia al ensueño. Pues bien, no soy de tu opinión. Tiene grandes aires, pero es un poco blando y a lo mejor el tema escapaba a los versos. Todo no puede decirse; el Arte es limitado, aunque la idea no lo sea. En cuestión de metafísica, sobre todo, la pluma no llega lejos, pues la fuerza plástica falla siempre al evocar lo que no está muy claro en la mente. Voy a leer el Tío Tom en inglés. Tengo al respecto, lo confieso, un prejuicio desfavorable. Sólo el mérito literario no da esos éxitos. Se triunfa sin duda cuando, a cierto talento en la puesta en escena y a la facilidad de hablar la lengua de todo el mundo, se une el arte de dirigirse a las pasiones del día, a las cuestiones del momento. ¿Sabes qué se vende más anualmente? Faublas y El amor conyugal, dos producciones ineptas. Si Tácito volviera al mundo, no se vendería tanto como el señor Thiers. El público respeta los bustos, pero los adora poco. Se tiene por ellos una admiración convencional, y eso es todo. El burgués (es decir, la humanidad entera ahora, incluido el pueblo) se conduce ante los clásicos como para con la religión: sabe que son, le molestaría que no fueran, comprende que tienen cierta utilidad muy lejana, pero no los frecuenta en absoluto y le fastidian mucho, eso es.
He pedido prestada en la biblioteca La Cartuja de Parma, y la leeré con atención. Conozco Rojo y negro, que encuentro mal escrito e incomprensible en cuanto a personajes e intenciones. Sé muy bien que las personas de buen gusto no son de mi opinión; pero las gentes de gusto también son una casta curiosa: tienen sus propios santitos, que nadie conoce. El bueno de Sainte-Beuve es quien lo ha puesto de moda. Desfallece de admiración ante ingenios de sociedad, ante talentos que tienen por toda recomendación el ser oscuros. En cuanto a Beyle, no he entendido en absoluto el entusiasmo de Balzac por semejante escritor después de haber leído Rojo y negro. A propósito de lecturas, no dejo de leer a Rabelais, y los domingos Don Quijote, con Bouilhet. ¡Qué libros aplastantes! Crecen a medida que uno los contempla, como las pirámides, y uno casi termina por tener miedo. Lo que hay de prodigioso en Don Quijote es la ausencia de arte, y esa perpetua fusión de la ilusión y de la realidad que hace de él un libro tan cómico y tan poético. A su lado, ¡qué enanos, todos los demás! ¡Qué pequeño se siente uno, Dios mío! ¡Qué pequeño!
No trabajo mal, es decir, que lo hago con bastante ánimo; pero es difícil expresar bien lo que jamás ha sentido uno: son necesarias largas preparaciones, y estrujarse endiabladamente el cerebro con el fin de no pasarse del límite, y de alcanzarlo al mismo tiempo. Encadenar los sentimientos me resulta dificilísimo, y todo depende de ahí en esta novela; pues sostengo que puede uno divertirse con ideas tanto como con hechos, pero para eso han de emanar una de otra como de cascada en cascada, y arrastrar así al lector en medio de la vibración de las frases y del hervir de las metáforas. Cuando volvamos a vernos habré dado un gran paso, estaré en pleno amor, en pleno tema, y la suerte del libro estará echada; pero ahora creo que estoy pasando por un desfiladero peligroso. Así, entre los altos de mi trabajo, tengo al final tu hermosa y buena imagen, como tiempos de descanso. Nuestro amor es una especie de registro que coloco de antemano entre las páginas, y sueño con haber llegado ya, de todas maneras.
¿Por qué tengo, a propósito de este libro, inquietudes como nunca las he tenido sobre otros? ¿Será porque no está en mi vía natural, y al contrario, es todo arte y artimañas? En todo caso, habrá sido para mí una gimnasia furiosa y larga. Un día, más tarde, cuando tenga un asunto mío y un esquema salido de mis entrañas, ¡ya verás!, ¡ya verás! […]
¿Sabes (entre nosotros) que el amigo Bouilhet me parece estar un poco alterado por la tía Roger? Me parece que está enterneciéndose, y que el drama se resiente. Las pasiones son buenas, pero no en exceso; hacen perder mucho tiempo. Pero ¿cómo es amigo suyo el señorito Houssaye (que se apellida de verdad Housset, pero encuentro esa Y sublime)? ¿Será que…? ¡Oh!
No te ocupes de nada más que de ti misma. Dejemos al Imperio avanzar, cerremos nuestra puerta, trepemos a lo más alto de nuestra torre de marfil, al último peldaño, lo más cerca del cielo. A veces hace frío allá, ¿verdad? Pero ¿qué importa? Se ve brillar con claridad las estrellas, y ya no se oye a los pavos.
Adiós, son ya las dos de la mañana. ¡Cómo me gustaría estar ya dentro de un año!
Adiós de nuevo; mil caricias. Trenzo en torno a tu cuello un collar de besos. Tuyo
Jueves, una de la tarde [9 de diciembre de 1852].
[…] He leído el Libro póstumo; ¿no es lamentable? No sé lo que le has dicho a Bouilhet al respecto, pero me parece que nuestro amigo se va a pique. Hay mucho trecho de ahí a Tagabor. Se nota un agotamiento radical; se juega el resto, y toca su última nota. Lo que me ha hecho reír especialmente es que él, que tanto me reprocha el ponerme en escena en todo lo que hago, habla sin cesar de sí mismo; se complace hasta en trazar su propio retrato físico. Este libro es odioso por su personalismo y sus pretensiones de toda índole. Si alguna vez me pregunta lo que pienso sobre el libro, te prometo que le daré mi opinión entera, y no será suave. Como él no me ahorró sus opiniones cuando yo en absoluto le rogaba que me las diera, será ojo por ojo. Hay en la obra una frasecita a mi intención, hecha expresamente para mí: «La soledad que lleva en sus dos siniestras ubres el egoísmo y la vanidad». Te aseguro que me ha dado mucha risa. Egoísmo, quizá; pero vanidad, no. El orgullo es una bestia feroz que vive en las cavernas y en los desiertos. La vanidad, al contrario, como un loro, salta de rama en rama y parlotea a plena luz. No sé si me engaño (y aquí, sería vanidad), pero me parece que en todo el Libro póstumo hay una vaga reminiscencia de Noviembre y una niebla mía, que pesa sobre el conjunto; aunque no fuese más que el anhelo de China, al final: «En una barca alargada, una canoa de madera de cedro cuyos delgados remos parecen plumas, bajo una vela hecha de bambú trenzado, al son del tam-tam y de las panderetas, iré al país amarillo que llaman China», etc. Du Camp no será el único en quien yo haya dejado mi huella. El error que ha cometido es recibirla. Creo que ha obrado de manera muy natural al tratar de desembarazarse de mí. Ahora sigue su camino; pero en literatura se acordará de mí por mucho tiempo. También he sido funesto para ese desdichado Hamard.
Soy comunicativo y desbordante (más cierto sería decir que lo era) y, aunque dotado de una gran facultad de imitación, todas las arrugas que me salen al hacer muecas no me alteran el rostro. Bouilhet es el único hombre en el mundo que nos haya hecho justicia sobre eso a Alfred [Le Poittevin] y a mí. Ha reconocido nuestras dos naturalezas distintas y ha visto el abismo que las separa. Si él hubiera seguido viviendo, el abismo habría seguido agrandándose, por la claridad mental de él y por mis extravagancias. No había peligro de que nos reuniésemos demasiado. En cuanto a él, B[ouilhet], será que ambos valemos algo, puesto que en siete años que llevamos comunicándonos nuestros proyectos y nuestras frases, hemos conservado respectivamente nuestra fisonomía individual.
¡Conque el señorito Augier está empleado en la policía! ¡Qué puesto encantador para un poeta, y qué función tan noble e inteligente, la de leer los libros destinados a la venta ambulante! Pero ¿tienen algo en las venas esos tipejos? Son más burgueses que los vendedores de cirios. ¡Ahí va toda la literatura, pasando ante el capricho de ese señor! Pero tenemos un puesto, cierta importancia; cenamos con el ministro, etc. Y además, hay que decir la verdad, hay por el mundo una conjuración general y permanente contra dos cosas, a saber, la poesía y la libertad; la gente de buen gusto se encarga de exterminar a la primera, y la gente de orden, de perseguir la segunda. Nada gusta más a ciertas mentes francesas razonables, sin alas, mentes tísicas con chaleco de franela, que esta regularidad toda exterior que indigna tan vehementemente a la gente imaginativa. El burgués se tranquiliza al ver un gendarme, y el hombre culto se deleita ante un crítico; los caballos castrados son aplaudidos por los mulos. Entonces, ¿qué capacidad de fastidio le falta, para nosotros, al doble obstaculizador que posee a la vez, entre sus atribuciones, el sable del gendarme y las tijeras del crítico? Augier, sin duda, cree estar haciendo algo muy bueno, un acto de buen gusto, una prestación de servicios. La censura, sea cual sea, me parece una monstruosidad, algo peor que el homicidio; el atentado contra el pensamiento es un crimen de lesa alma. La muerte de Sócrates pesa aún sobre la conciencia del género humano, y la maldición de los judíos quizá no tenga otra significación: crucificaron al hombre-palabra, quisieron matar a Dios. Los republicanos, en este punto, me han indignado siempre. Durante dieciocho años, bajo Luis Felipe, ¡con qué declamaciones virtuosas no nos atontaron! ¿Quién arrojó los sarcasmos más pesados contra toda la escuela romántica, que no reclamaba en definitiva, como se diría ahora, más que el libre cambio? Luego, lo que resulta cómico son las grandes frases: «Pero ¿adonde iría a parar la sociedad?». Y las comparaciones: «¿Puede dejarse a los niños que jueguen con armas de fuego?». Esta buena gente piensa que la sociedad entera está sujeta con dos o tres tarugos podridos, y que, si se quitan, va a derrumbarse todo. La juzgan (y esto, según ideas antiguas) como un producto artificial del hombre, como una obra ejecutada conforme a un plan. De ahí las recriminaciones, maldiciones y precauciones. La voluntad individual de quien sea no tiene más influencia sobre la existencia o la destrucción de la civilización que sobre el crecimiento de los árboles o la composición de la atmósfera. Traeréis, oh gran hombre, un poco de estiércol aquí, un poco de sangre allá. Pero la fuerza humana, una vez que hayáis pasado, seguirá agitándose sin vos. Hará rodar vuestro recuerdo con todas las demás hojas secas. Vuestro rincón de cultura desaparecerá bajo la hierba, y vuestro pueblo bajo otras invasiones, vuestra religión bajo otras filosofías, y así siempre, siempre, invierno, primavera, verano, otoño, invierno, primavera, sin que las flores dejen de brotar y la savia de subir.
Por eso el Tío Tom me parece un libro estrecho. Está escrito desde un punto de vista moral y religioso; había que haberlo hecho desde un punto de vista humano. No necesito, para enternecerme ante un esclavo torturado, que ese esclavo sea buena persona, buen padre, buen esposo, cante himnos, lea el Evangelio y perdone a sus verdugos, lo que le convierte en algo sublime, en una excepción, y por eso en algo especial y falso. Las cualidades del sentimiento, y en este libro las hay grandes, habrían estado mejor empleadas si la finalidad hubiera sido menos restringida. Cuando ya no haya esclavos en América, esta novela no será más auténtica que todas las antiguas historias en que se representaba invariablemente a los mahometanos como monstruos. ¡Sin odio! ¡Sin odio! Por lo demás, es lo que constituye el éxito de este libro: es actual. La verdad desnuda, lo eterno, la Belleza pura no apasionan a las masas hasta ese extremo. La idea preconcebida de atribuir a los negros el aspecto moral bueno llega al absurdo en el personaje de Georges, por ejemplo, que cura a su asesino cuando debería pisotearlo, y que sueña con una civilización negra, un imperio africano, etc. La muerte de la joven Saint-Claire es la de una santa. ¿Y eso por qué? Yo lloraría más si se tratase de una niña ordinaria. El personaje de su madre es forzado, a pesar de las aparentes medias tintas que el autor ha puesto en ella. En el momento de la muerte de su hija ya no debe pensar en sus jaquecas. Pero hay que hacer reír al patio, como dice Rousseau.
Por lo demás, hay bonitas cosas en este libro: el personaje de Halley, la escena entre el senador y su mujer, la señora Ofelia; el ambiente de la casa Legree, una perorata de Miss Cussy, todo eso está bien hecho. Como Tom es un místico, yo habría deseado más lirismo en él (aunque quizá habría sido menos auténtico, en cuanto a temperamento). Las repeticiones de las madres con sus hijos están archirrepetidas; es como el diario del señorito Saint-Claire, que reaparece a cada momento. Los comentarios del autor me han irritado constantemente. ¿Acaso hay necesidad de hacer consideraciones sobre la esclavitud? Muéstrela usted, y eso es todo. Eso es lo que siempre me ha parecido fuerte en El último día de un condenado. Ni un comentario sobre la pena de muerte (cierto es que el prefacio desloma el libro, si el libro pudiera deslomarse). Mira a ver si en El mercader de Venecia se declama contra la usura. Pero la forma dramática tiene eso de bueno, que anula al autor. Balzac no ha escapado a ese defecto, es legitimista, católico y aristócrata.
El autor, en su obra, debe estar como Dios en el universo, presente en todas partes y visible en ninguna. Como el Arte es una segunda naturaleza, el creador de ésta debe obrar con procedimientos análogos. Que se note en todos los átomos, en todos los aspectos, una impasibilidad oculta e infinita. El efecto, para el espectador, debe ser una especie de estupefacción. ¿Cómo se ha hecho todo esto?, ha de decir, y ha de sentirse aplastado sin saber por qué. El arte griego seguía este principio, y para lograrlo antes escogía sus personajes en condiciones sociales excepcionales, reyes, dioses, semi-dioses. No te interesaban en ti mismo; la finalidad era lo divino. Adiós, es tarde. Lástima, me apetece charlar. Te beso mil y mil veces.
Tuyo. Tu
Sábado, a la una, 11 de diciembre de 1852.
Empiezo por devorarte a besos, de pura alegría. Tu carta de esta mañana me ha quitado del corazón un peso tremendo. Ya era hora. Ayer no pude trabajar en todo el día… A cada movimiento que hacía (y esto es textual) me saltaba el cerebro dentro del cráneo, y tuve que acostarme a las once. Tenía fiebre, y una postración general. Hace tres semanas que sufría unas aprensiones terribles: no despensaba en ti ni un minuto, pero de modo poco agradable. Ah, sí, esta idea me torturaba; he tenido luces ante los ojos dos o tres veces, el jueves entre otros días. Haría falta todo un libro para desarrollar de manera comprensible mis sentimientos al respecto. La idea de dar la vida a alguien me produce horror. Me maldeciría si fuese padre. ¡Un hijo mío! ¡Oh, no, no, no! ¡Perezca toda mi carne, y que no transmita a nadie el hastío y las ignominias de la existencia! Todas mis purezas de alma se rebelarían ante esta hipótesis. Y además, y además… En fin, ¡alabado sea Dios! No hay nada que temer. ¡Benditos sean los casacas rojas!
También tenía una idea supersticiosa: mañana cumplo treinta y un años. Acabo de pasar, pues, ese año fatal, los treinta, que clasifica a un hombre. Es la edad en que uno se dibuja para el futuro, en que se sienta cabeza; se casa uno, escoge una profesión. A los treinta años hay poca gente que no se convierta en burguesa. Y esa paternidad me habría hecho entrar en las condiciones ordinarias de la vida. Mi virginidad, con relación al mundo, quedaba aniquilada, y eso me hundía en la sima de las miserias comunes. Pues bien, hoy la serenidad me desborda. Me siento tranquilo y radiante. Ya ha pasado toda mi juventud sin una mancha ni una flaqueza. Desde mi infancia hasta la hora presente no hay más que una gran línea recta. Y como no he sacrificado nada a las pasiones, como nunca he dicho «la juventud ha de pasar», la juventud no pasará. Aún estoy todo lleno de frescor, como una primavera. Tengo en mí un gran río que fluye, algo que hierve sin cesar y no se agota. Estilo y músculos, todo está aún flexible, y si los cabellos se me caen de la frente creo que mis plumas aún no han perdido nada de su melena. Un año más, mi pobre y querida Louise, mi mujer bienamada, y pasaremos largos días juntos.
¿Por qué deseabas esta unión? No, tú no necesitas, para gustar, someterte a la condición de la mujer, y te amo, al contrario, porque eres muy poco mujer, porque no tienes ni sus hipocresías mundanas ni su debilidad de espíritu. ¿No sientes que hay entre nosotros dos una unión superior a la de la carne e independiente, incluso, de la ternura amorosa? No me estropees nada de lo que hay. Uno siempre es castigado por salirse del propio camino. Permanezcamos, pues, en nuestro sendero aparte, nuestro, para nosotros. Cuanto menos se amoldan al mundo los sentimientos, menos tienen su fragilidad. El tiempo no le hará nada a mi amor, porque no es un amor como un amor debe serlo, e incluso voy a decirte algo que te va a parecer extraño. No me parece que seas mi amante. Nunca me viene a la cabeza esa denominación banal cuando pienso en ti. En mí te encuentras en un lugar especial, que no ha sido ocupado por nadie. Estando tú ausente, permanecería vacío, y sin embargo mi carne ama a la tuya, y cuando me miro desnudo, me parece incluso que cada poro de mi piel bosteza por la tuya, y ¡con qué deleite te beso!
No me apetece charlar de literatura; no hago sino reponerme de mi larga inquietud, y mi corazón se dilata. Respiro, hace buen tiempo, brilla el sol sobre el río y ahora pasa un brick con todas las velas desplegadas; mi ventana está abierta, y brilla mi corazón.
Adiós, te amo más que nunca y te abrazo hasta asfixiarte, por mi cumpleaños.
Adiós, amor querido, mil ternuras. Tuyo otra vez.
Noche del jueves, una de la mañana [17 de diciembre de 1852].
¿Qué te pasa, pobre querida mía, con esa salud? ¿Qué son todos esos vómitos, dolores de vientre, etc.? Estoy seguro de que has estado muy cerca de cometer alguna tontería. Ya quisiera saberte completamente repuesta. Pero no importa, no te oculto que la llegada de los ingleses me ha causado gran alegría. ¡Quiera el dios de los coitos que jamás vuelva a pasar por semejantes angustias! No sé cómo no me he puesto malo, como suele decirse. Me comía la sangre deseando la tuya. Pero la alegría que he sentido luego me ha sido provechosa, creo. Desde el sábado he trabajado con mucho ánimo y de modo desbordante, lírico. A lo mejor es un comistrajo atroz. Tanto peor; de momento me divierte, aunque más tarde lo borre todo, como ya me ha ocurrido muchas veces. Estoy escribiendo una visita a una nodriza. Se va por un senderito y se vuelve por otro. Camino, como ves, tras las huellas del Libro póstumo; pero creo que el paralelismo no me hundirá. Huele un poco mejor a campo, a estiércol y a literas que el texto de nuestro amigo. Todos los parisienses ven la naturaleza de una forma elegiaca y limpita, sin revolcaderos de vacas y sin ortigas. La aman, como los presos, con un amor ingenuo e infantil. Eso se gana de muy joven bajo los árboles de las Tullerías. Me acuerdo, a este respecto, de una prima de mi padre que vino una vez (la única en que la he visto) a visitarnos a Déville, y olfateaba, se extasiaba, admiraba. «Ay, primo», me dijo, «hágame el favor de ponerme un poco de estiércol en el pañuelo de bolsillo; adoro ese olor.» Pero nosotros, a quienes siempre ha aburrido el campo y que lo hemos visto siempre, ¡con cuánta mayor serenidad conocemos todos sus sabores y todas sus melancolías!
Es muy bueno lo que me dices del asunto Roger de Beauvoir, el chal saliéndose del coche, etc. ¡Cuántos temas hay!
¿Te das cuenta de que me vuelvo moralista? ¿Será una señal de vejez? Pero ciertamente me inclino hacia la alta comedia. A veces siento pruritos atroces de echar la bronca a los humanos, y lo haré algún día, dentro de diez años, en alguna novela larga de amplio marco; mientras tanto, me ha vuelto una vieja idea, a saber, la de mi Diccionario de ideas recibidas (¿sabes lo que es?). El prefacio, sobre todo, me excita mucho, y de la manera en que lo concibo (pues sería todo un libro) ninguna ley podría morderme, aunque yo lo atacaría todo. Sería la glorificación histórica de todo lo que se aprueba. Demostraría que las mayorías siempre han tenido razón y las minorías siempre han carecido de ella. Inmolaría a los grandes hombres para todos los imbéciles, los mártires frente a los verdugos, y eso en un estilo exagerado a ultranza, con cohetes. Así, en cuanto a la literatura, dejaría establecido, cosa que sería fácil, que la mediocridad, al estar al alcance de todos, es lo único legítimo, y que es preciso, por tanto, condenar toda clase de originalidad por ser peligrosa, estúpida, etc. Esta apología de la chabacanería humana en todas sus caras, vociferante de cabo a rabo, llena de citas, de pruebas (que probarían lo contrario) y de textos espantosos (sería fácil), tiene la finalidad, diría yo, de acabar de una vez por todas con las excentricidades, sean cuales sean. Así, yo me acomodaría a la idea democrática moderna de igualdad, a la afirmación de Fourier de que los grandes hombres llegarán a ser inútiles; y con esa finalidad, diría yo, está hecho el libro. En él se hallaría, pues, por orden alfabético, sobre todos los asuntos posibles, todo lo que debe decirse en sociedad para ser un hombre decoroso y amable. Así, se encontraría:
ARTISTAS: son todos desinteresados.
LANGOSTA: hembra del bogavante.
FRANCIA: necesita un brazo de hierro para gobernarla.
BOSSUET: es el águila de Meaux.
FÉNELON: es el cisne de Cambrai.
NEGRAS: son más calientes que las blancas.
ERECCIÓN: sólo debe decirse refiriéndose a los monumentos, etc.
Creo que el conjunto sería formidable como pedrusco. Sería necesario que, a todo lo largo del libro, no hubiese ni una frase de mi cosecha, y que una vez leído, uno ya no se atreviera a hablar, por miedo a decir impensadamente una de las frases que contiene. Algunos artículos, por otra parte, podrían dar lugar a espléndidas disertaciones, como los de HOMBRE, MUJER, AMIGO, POLÍTICA, BUENAS COSTUMBRES, MAGISTRADO. Se podría también, en unas líneas, crear tipos, y mostrar no solamente lo que hay que decir, sino lo que hay que parecer.
He leído estos días los cuentos de hadas de Perrault; es encantador, encantador. ¿Qué dices de esta frase: «El cuarto era tan pequeño, que la cola de aquel bello vestido no podía desplegarse»? ¿A que es de un efecto enorme? Y ésta: «Vinieron reyes de todos los países; unos en sillas de manos, otros en cabriolés, y los de más lejos montados en elefantes, en tigres, en águilas». Y decir que, mientras vivan los franceses, Boileau pasará por un poeta más grande que ese hombre. Hay que disfrazar la poesía, en Francia; la detestan, y de todos los escritores a lo mejor sólo Ronsard ha sido sencillamente un poeta como lo eran en la Antigüedad y como se es en los demás países.
A lo mejor las formas plásticas han sido descritas y repetidas todas; era la función de los primeros. Lo que nos queda es el exterior del hombre, más complejo, pero que escapa mucho más a las condiciones de la forma. Así, creo que la novela acaba de nacer, espera a su Homero. ¡Qué hombre habría sido Balzac si hubiera sabido escribir! Pero sólo le faltó eso. Un artista, después de todo, no habría hecho tanto, no habría tenido esa amplitud.
Lo que le falta, ay, a la sociedad moderna, no es un Jesucristo, ni un Washington, ni un Sócrates, ni siquiera un Voltaire; es un Aristófanes, pero el público lo lapidaría; y además, ¿para qué preocuparnos de todo eso, razonar y charlar siempre? Pintemos, pintemos, sin teorizar, sin inquietarnos por la composición de los colores ni por la dimensión de nuestros lienzos, ni por la duración de nuestras obras.
Ahora hace un viento espantoso, los árboles y el río mugen. Esta noche estaba describiendo una escena de verano con mosquitas, hierbas al sol, etc. Cuanto más contrario es el ambiente en que estoy, mejor veo el otro. Este ventarrón me ha fascinado durante toda la velada; es algo que mece y aturde a la vez. Tenía los nervios tan vibrantes, que mi madre, que entró a las diez en mi estudio para despedirse, me hizo lanzar un grito de terror espantado que la asustó a ella misma. Luego el corazón estuvo galopándome mucho tiempo, y me costó un cuarto de hora reponerme. Cuando trabajo así estoy absorto. Sentí, con esa sorpresa, como la sensación aguda de una puñalada que me hubiera atravesado el alma. ¡Qué pobre máquina es la nuestra! ¡Y todo eso es porque el hombrecillo estaba modelando una frase! Edma y Bouilhet siguen escribiéndose; las cartas son magníficas de pose y de pohessía. A él le divierte como espectáculo; pero, en el fondo, le apetecería mucho hacer con ella un poquito de juergorgía, como dice maese Rabelais. Ni una palabra al respecto; creemos que ella desconfía de ti, aunque no haya dicho nada sobre eso. Su primera entrevista será divertida.
Trabaja bien La campesina; dedícale una semana más, no te apresures, revísalo todo, pélate; aprende a criticarte a ti misma, querida salvaje. Adiós, es muy tarde, mil besos; alivíate. Tuyo, mi amor.
Lunes a las cinco [27 de diciembre de 1852].
Estoy como espantado en este momento, y si te escribo es quizá para no quedarme solo conmigo mismo, como se enciende la lámpara de noche cuando se tiene miedo. No sé si vas a entenderme, pero es muy extraño. ¿Has leído un libro de Balzac que se titula Louis Lambert? Acabo de terminarlo hace cinco minutos; me fulmina. Es la historia de un hombre que enloquece a fuerza de pensar en las cosas intangibles. Se me ha agarrado con mil anzuelos. Ese Lambert, poco más o menos, es mi pobre Alfred. He encontrado frases nuestras (de la época), casi textuales: las charlas de dos compañeros de colegio son las que teníamos, o análogas. Hay una historia de un manuscrito robado por los amigos, y con comentarios del jefe de estudios que me ocurrió a mí, etc., etc. ¿Recuerdas que te hablé de una novela metafísica (en proyecto) en la que un hombre, a fuerza de pensar, llega a tener alucinaciones, al cabo de las cuales se le aparece el fantasma de su amigo, para sacar la conclusión (ideal, absoluta) de las premisas (mundanas, tangibles)? Pues bien, esa idea está indicada ahí, y toda esta novela de Louis Lambert es su prefacio. Al final, el héroe quiere castrarse, por una especie de manía mística. En medio de mis problemas en París, a los diecinueve años, tuve esa intención (te mostraré en la calle Vivienne una tienda ante la que me paré una tarde, invadido por esa idea con una intensidad imperiosa), cuando permanecí dos años enteros sin ver a una mujer. (El año pasado, cuando te hablaba de mi idea de entrar en un convento, era mi antigua levadura que subía de nuevo.) Llega un momento en que uno necesita hacerse sufrir, odiar la propia carne, arrojarle fango a la cara, tan repugnante nos parece. De no ser por el amor hacia la forma, quizá yo habría sido un gran místico. Añade a eso mis ataques de nervios, que no son sino declives involuntarios de ideas, de imágenes. El elemento psíquico salta entonces por encima de mí, y la consciencia desaparece con el sentimiento de la vida. Estoy seguro de que sé lo que es morir. A menudo he sentido claramente a mi alma escaparse, como se siente manar la sangre por la abertura de una sangría. Este demonio de libro me ha hecho soñar con Alfred toda la noche. A las nueve desperté y volví a dormirme. Entonces soñé con el castillo de La Roche-Guyon; se hallaba situado detrás de Croisset, y me sorprendía el notarlo por primera vez. Me han despertado al traerme tu carta. ¿Sería esta carta, viajando por la carretera en la caja del cartero, la que me enviaba de lejos la idea de La Roche-Guyon? Venías a mí en ella. ¿Es Louis Lambert quien ha llamado a Alfred esta noche (hace ocho meses soñé con leones, y en el momento en que los soñaba, un barco que llevaba un circo pasaba bajo mis ventanas)? ¡Qué cerca se siente uno a veces de la locura, yo sobre todo! Ya conoces mi influencia sobre los locos, y cómo me quieren. Te aseguro que ahora tengo miedo. Sin embargo, al sentarme a la mesa para escribirte, la vista del papel blanco me ha tranquilizado. Desde hace un mes, por lo demás, desde el día del desembarco, me encuentro en un estado singular de excitación o más bien de vibración. A la menor idea que va a ocurrírseme, experimento algo de ese efecto singular que se siente en las uñas al pasar cerca de un arpa. ¡Condenado libro! Me hace daño; ¡cómo lo noto!
Otro paralelo: mi madre me ha mostrado (lo descubrió ayer) en El médico rural, de Balzac, una misma escena de mi Bovary: una visita a una nodriza (yo nunca había olido ese libro, como tampoco Louis Lambert). Son los mismos detalles, los mismos efectos, la misma intención, como si yo hubiera copiado —salvo que mi página, sin presumir, está infinitamente mejor escrita. Si Du Camp supiera todo esto, diría que me comparo con Balzac, como con Goethe. Antes me fastidiaba la gente que opinaba que yo me parecía al señor Fulano, o Zutano, etc.; ahora es peor, es mi alma. Me la encuentro por todas partes, todo me la refleja. ¿Por qué?
Louis Lambert empieza, como Bovary, con una entrada al colegio, y hay una frase que es idéntica: ahí están contados problemas de colegio que superan a los del Libro póstumo. […]
Sábado, tres de la tarde [15 de enero de 1853].
[…] Tardé cinco días en escribir una página la semana pasada, y para eso lo había dejado todo: griego, inglés…; no hacía más que eso. Lo que me atormenta en mi libro es el elemento entretenido, que resulta mediocre. Faltan hechos. Yo sostengo que las ideas son hechos. Es más difícil interesar con ellas, ya sé, pero entonces la culpa es del estilo. Así, ahora tengo cincuenta páginas seguidas en que no hay ni un acontecimiento: es el panorama continuo de una vida burguesa y de un amor inactivo, amor tanto más difícil de describir cuanto que es a la vez íntimo y profundo; pero, ay, sin desmelenamientos internos, pues mi caballero es de naturaleza tibia. Ya he tenido algo análogo en la primera parte. Mi marido ama a su mujer de manera parecida a como lo hace mi amante. Son dos mediocridades en el mismo ambiente, y que no obstante es preciso diferenciar. Si sale bien, creo que resultará excelente, pues es pintar color sobre color, sin ningún tono contrastado (cosa que es más fácil). Pero temo que todas estas sutilezas aburran, y que el lector prefiera ver más movimiento. En fin, hay que hacer las cosas como se han planeado. Si quisiera poner acción, obraría en virtud de un sistema, y lo estropearía todo. Hay que cantar con el propio registro de voz; y la mía nunca será dramática ni atractiva. Estoy convencido, por lo demás, que todo es cuestión de estilo, o más bien de carácter, de aspecto.
Noticia: ¡el joven Du Camp es oficial de la Legión de Honor! ¡Qué gusto le habrá dado! Cuando se compara conmigo, y considera el camino que ha recorrido desde que me dejó, es seguro que debo parecerle muy lejos, muy atrás, y que él ha recorrido mucho trecho (exterior). Cualquier día lo verás cazar un cargo y dejar plantada a la pobre literatura. En su cabeza todo se confunde; mujeres, medallas, arte, botas, todo gira en torbellino al mismo nivel, y con tal que le empuje, es lo importante. Admirable época (¡curioso simbolismo!), como diría el tío Michelet, ésta en que se condecora a los fotógrafos y se exilia a los poetas (¿ves la cantidad de buenos cuadros que habría que haber hecho antes de llegar a esa cruz de Oficial?). ¡De toda la gente de letras condecorada, sólo hay uno que sea comendador, el señor Scribe! ¡Qué inmensa ironía, todo esto! ¡Cómo proliferan los honores cuando falta el honor! […]
¿Has leído la escena de la cuadra en El asno de oro y la plegaria a Isis? Te recomiendo, en Los Estados del Sol, el combate del animal-carámbano y el reino de los árboles. Me parece de una poesía enorme.
¿Sabes lo que deberías hacer, vieja? Adquirir el hábito piadoso de leer todos los días un clásico durante al menos una hora larga.
En cuanto a versos franceses, sólo hay uno en cuanto a hechura, es La Fontaine. Detrás viene Hugo, aunque sea más gran poeta; y en cuanto a prosa, habría que poder hacer una mezcla de Rabelais y de La Bruyère. […]
[Croisset] Medianoche del sábado [29-30 de enero de 1853].
Sí, querida Musa, tenía que escribirte una larga carta, pero he estado tan triste y fastidiado que no he tenido valor. ¿Será el ambiente, que me invade? Me siento cada vez más fúnebre. Mi puta y condenada novela me da sudores fríos. En cinco meses, desde fines de agosto, ¿sabes cuánto he escrito? ¡Sesenta y cinco páginas! ¡Y de ellas, treinta y seis después de Mantes! Lo releí todo anteayer, y me asustó lo poco que es y el tiempo que me ha costado (no cuento el esfuerzo). Cada párrafo es bueno en sí, y hay páginas perfectas, estoy seguro. Pero precisamente debido a eso, no funciona. Es una serie de párrafos modelados, completos, y que no montan unos sobre otros. Va a ser preciso desatornillarlos, aflojar las juntas, como se hace con los mástiles de barco cuando se quiere que las velas tomen más viento. Me agoto en realizar un ideal que quizá es absurdo en sí. Mi tema a lo mejor no implica este estilo. ¿Dónde estáis, felices tiempos de San Antonio? ¡Entonces escribía con mi «yo» entero! Sin duda es culpa del espacio; ¡el fondo era tan endeble! Además, el punto medio de las obras largas siempre es atroz (mi libro tendrá de cuatrocientas cincuenta a cuatrocientas ochenta páginas, más o menos; voy por la página 204). Cuando regrese de París, pienso no escribir durante quince días, y hacer el boceto de todo este final hasta el polvo, que será el límite entre la primera parte y la segunda. Aún no estoy en el punto al que creía podría llegar para la época de nuestro encuentro en Mantes. ¡Fíjate qué diversión! En fin, sea como Dios quiera. Dentro de ocho días estaremos juntos; esa idea me dilata el pecho.
No te exhorto a que invites a Villemain, y, con mi vieja psicología de novelista, mis motivos son éstos: Primero, necesitas de él para tu premio; segundo, somos jóvenes; tercero, él es viejo. ¿Quién te dice que no le fastidiará la pequeña recomendación de Bouilhet? Esta gente en declive es celosa; no hagas objeciones en este punto, es una regla. Además, como te hace la corte y es un hombre listo, se dará cuenta (o le dirán, o lo supondrá, o terminará por saberlo) que el puesto deseado está ocupado, y por mí, segundo motivo para indisponerle. Conserva su buena voluntad íntegra, y, sin hacer la coqueta, deja siempre vaguedades. No hay que dormirse sobre el guisado, como habría dicho el bueno de Pradier. Creo, pues, que sería una torpeza invitarle a tu velada. Puedes figurarte que a mí, personalmente, me sería bien agradable conocerle. Pero, como en esta circunstancia no resulta útil para ninguno de nosotros tres, y como, al contrario, podría salir de ahí con algo de malevolencia hacia ti, más vale abstenerse.
Es como para Jourdan: no tenemos necesidad de relación alguna (indirecta) con Du Camp. Iría a chismorrear a su casa lo que se hizo y dijo en la tuya. Puedo verle allí al día siguiente; habría preguntas. No, no. En fin, mi tercera negativa se refiere a Béranger. Bouilhet está muy contento de ir a verle contigo; pero yo, que no tengo título alguno, no puedo acompañaros. En cuanto a todo lo demás, me adhiero a tus planes. Para terminar con los asuntos mundanos, mi último consejo en lo tocante a Bouilhet: no hagas leer versos suyos ante un público numeroso. Él te lo suplica, y yo también. Comprendes que este chico acabaría por parecer que sale de debajo de tus faldas. Al comienzo, bien estaba; pero ahora que ha publicado ya varias veces, eso le limita. Cuando se queden los íntimos, ¡adelante!
¡Qué imbécil, ese Buloz! ¡Qué burro! ¡Qué burro! Todo esto da ganas de reventar. Desde hace un año comprendo aquella vieja creencia en el fin del mundo que tenían en la Edad Media, cuando las épocas oscuras. ¿Hacia dónde volverse para encontrar algo limpio? Pongas donde pongas los pies, pisas mierda. Aún bajaremos durante mucho tiempo por esta letrina. De aquí a unos años, la gente se volverá tan idiota, que dentro de veinte, supongo, los burgueses del tiempo de Luis Felipe parecerán elegantes y cortesanos. Se ensalzará la libertad, el arte y las buenas maneras de aquella época, pues habrán rehabilitado lo inmundo a fuerza de mejorarlo. Cuando está uno abrumado de preocupaciones, cuando siente en su cabeza la vejez de todas las formas conocidas, cuando, por último, uno resulta pesado a uno mismo, ¡si al menos le refrescara el sacar la cabeza por la ventana! Pero no, nada exterior nos serena. ¡Al contrario, al contrario!
Mis lecturas de Rabelais se mezclan con mi bilis social, y se forma con ello una necesidad de flujo a la que no doy salida alguna, y que incluso me estorba, pues mi Bovary está tirada a cordel, abotonada, encorsetada y atada hasta estrangularla. Los poetas son dichosos; en un soneto, uno se alivia. Pero los desgraciados prosistas como yo se ven obligados a interiorizarlo todo. Para decir algo de sí mismos, les hacen falta tomos, y el marco, la ocasión. Si tienen gusto, se abstienen incluso de hacerlo, pues lo menos inteligente que hay en el mundo es hablar de uno mismo.
Sin embargo, temo que a fuerza de poseer ese famoso gusto llegue yo a no poder escribir más. Todas las palabras me parecen ahora desviadas del pensamiento, y todas las frases disonantes. No soy más indulgente para con los demás. Hace unos días releí la entrada de Eudoro en Roma (de Los mártires), que pasa por ser uno de los pasajes clave de la literatura francesa, y que lo es. Resulta muy pedante decirlo, pero he encontrado ahí cinco o seis libertades que yo no me tomaría. ¿Dónde está entonces el estilo? ¿En qué consiste? Ya no sé en absoluto lo que significa. Sin embargo, ¡sí, sí! Lo siento en mis tripas.
Dentro de ocho días charlaremos de nuevo a gusto, nos besaremos, nos querremos. La idea de tu alegría, si mi obra triunfa más tarde, no es uno de mis menores apoyos, pobre Musa. Sueño con tu admiración como con la voluptuosidad. Este pensamiento es mi pequeño equipaje para el camino, y lo paso por mi cerebro sudoroso como una camisa blanca. Tú sí que has hecho algo bueno; tu Campesina va a triunfar, si Le Pays la quiere (pero esos señores también han de ser púdicos). Vas a tener en seguida más lectores de los que habrías tenido en la Revue.
Bouilhet tiene un divieso en el cuello. Está en disposición enérgica para con Edma, y ha tomado resoluciones. Creo que a mí me van a salir en la nariz. En fin, llegaremos en todo caso a tu presencia el sábado hacia las seis o las siete de la tarde. El Sena se ha desbordado. No sé cómo iré a Ruán. Tendré que tomar el barco, y las horas no coincidirán quizá con el ferrocarril. En todo caso, iremos a cenar contigo, y si de aquí al sábado no recibieses ninguna carta, es que no hay ningún cambio en nuestros planes. Quizá el miércoles o el jueves te mande una notita para decirte: «Voy». Adiós, hasta pronto, dentro de ocho días a esta hora. Tuyo, tuyo. Tu
¿Estás segura de que quieres mis Notas de viaje? Yo creo que ahora más valdría que no las leyeses. Todo lo que es ajeno al trabajo distrae de él.
[Croisset] Una de la noche del viernes [25-26 de marzo de 1853].
[…] De aquí a dentro de unos diez días voy a tener en mi casa cuadros a la manera de Greuze (escenas de interior). Mi madre tiene desde hace veinticinco años una doncella que creía le era muy fiel, etc. Pues se ha dado cuenta de que abusaba, como suelen decir, y que, entre otras cosas, alimentaba casi del todo a un hermano suyo (patán muy poco gracioso, de lo más idiota y de lo más canalla) a nuestra costa. Va a despedirla: la otra no va a querer. Todo esto es abrumador. ¡Y qué baja crápula son todos estos campesinos! ¡Cómo creo en la raza! Pero ya no hay raza. La sangre aristocrática está agotada; sus últimos glóbulos, sin duda, se han coagulado en algunas almas. Si no cambia nada (y es posible), antes de medio siglo quizá Europa languidecerá entre grandes tinieblas, y volverán esas épocas sombrías de la historia, en que nada reluce. Entonces algunos, los puros, ésos conservarán entre ellos, al amparo del viento, oculta, la velita imperecedera, el fuego sagrado en el que vienen a tomar llama todas las iluminaciones y explosiones.
Tu joven inglesa me inspira, sin conocerla, una gran compasión, a causa de todas las decepciones que deben esperarla. Si no es estúpida, terminará por enamorarse de algún intrigante, dueño de un semblante pálido y autor de versos dirigidos a las estrellas comparándolas a mujeres, que se le comerá el dinero, y la dejará después con sus hermosos ojos para que llore, y su corazón para que sufra. ¡Cuántos tesoros se pierden en la juventud! ¡Y decir que el viento es el único en recoger y llevarse los más bellos suspiros de las almas! Pero ¿hay algo mejor y más dulce que el viento? También yo he sido de una estructura parecida. Era como las catedrales del siglo XV, lanceolado, fulgurante. Bebía sidra en una copa de plata dorada. Tenía una calavera en mi cuarto, sobre la que había escrito: «Pobre cráneo vacío, ¿qué quieres decirme con tu mueca?». Entre el mundo y yo existía no sé que vidriera, pintada de amarillo, con rayas de fuego y arabescos de oro, de forma que todo se reflejaba en mi alma como en las losas de un santuario, embellecido, transfigurado y melancólico no obstante, y allí no moraba sino lo bello. Eran sueños más majestuosos y más elegantes que cardenales con mantos de púrpura. ¡Ah, qué estremecimientos de órgano! ¡Qué himnos! ¡Y qué dulce olor de incienso que se exhalaba de mil cazoletas siempre abiertas! Cuando sea viejo, me dará calor el escribir todo esto. Haré como los que, antes de partir para un largo viaje, van a despedirse de las tumbas queridas. Yo, antes de morir, visitaré de nuevo mis sueños.
Pues bien, es una suerte tener una juventud semejante, y que nadie te lo agradezca. ¡Si me hubieran amado a los diecisiete años, qué cretino sería ahora! La felicidad es como la sífilis: si se contrae demasiado joven, puede estropear completamente el temperamento.
La Bovary sigue renqueando, pero por fin avanza. De aquí a quince días espero haber dado un gran paso. He releído mucho de ella. Su estilo es desigual y demasiado metódico. Se ven demasiado las tuercas que aprietan las tablas de la carena. Habrá que darle holgura. Pero ¿cómo? ¡Qué perro oficio! […]
[Croisset] Domingo a las cuatro [27 de marzo de 1853]. Pascua.
[…] La impresión que te producen mis Notas de viaje me ha inspirado extrañas reflexiones, querida Musa, sobre el corazón de los hombres y el de las mujeres. Decididamente, no es el mismo, por mucho que digan.
De nuestro lado está la franqueza, a falta de delicadeza; y no obstante obramos mal, pues esa sinceridad resulta dura. Si yo hubiera omitido al escribir mis impresiones femeninas, nada te habría ofendido. Las mujeres se lo guardan todo en el saco. Jamás se saca de ellas una confidencia íntegra. Lo más que hacen es dejar adivinar, y cuando te cuentan las cosas, lo hacen con tal salsa que la carne desaparece. Pero nosotros, por dos o tres tristes polvos en que no había corazón, ¡el suyo se pone a gemir! ¡Qué extraño! ¡Qué extraño! Me estrujo los sesos tratando de entender todo eso, y sin embargo, he pensado mucho en ello durante mi vida. En fin (y aquí hablo con tu cerebro, querida y bondadosa mujer), ¿por qué ese monopolio del sentimiento? ¿Estás celosa de la arena en que he apoyado los pies, sin que me haya entrado un solo grano en la piel, mientras que yo llevo en el corazón una ancha muesca hecha por ti? Habrías querido que mi pluma mencionase tu nombre con más frecuencia. Pero advierte que no he escrito ni un solo comentario. Sólo formulaba del modo más corto posible lo indispensable, es decir, la sensación, y no el sueño, ni el pensamiento. Pues bien, tranquilízate, he pensado con frecuencia en ti, a menudo, muy a menudo. Si antes de partir no fui a decirte adiós, ¡es porque estaba ya de sentimientos hasta las orejas! De ti me había quedado una gran acritud; me habías irritado largamente, prefería no volverte a ver, aunque hubiese tenido ganas muchas veces. La carne me llamaba, pero los nervios me retenían. Y de todo esto salía una ternura que, alimentándose del recuerdo, no necesitaba expansión. Me había prometido abstenerme de ti, tan violentos e incompatibles eran los sentimientos que había experimentado hacia ti. La batalla era demasiado ruidosa. Yo había desertado la plaza, es decir, que había encerrado todo esto bajo llave para no volver a oír hablar de ello, y solamente contemplaba de vez en cuando tu querida imagen, tu hermosa y buena cara, por un tragaluz de mi corazón que había quedado abierto. Y además, siempre he odiado las cosas solemnes. Nuestra despedida lo habría sido. Soy supersticioso al respecto. Nunca, antes de ir a batirme en duelo, si voy, haré testamento; todos estos actos serios traen la desgracia. Además, huelen a colgaduras. A la vez me dan miedo y me fastidian. Así que, cuando dejé a mi madre, asumí de inmediato mi papel de viajero. Todo quedaba atrás, me había marchado. Entonces, durante cuatro o cinco días en París, la corrí como un marinero. Y cuando desapareció Francia de mi vista, detrás de las islas de Hyères, estaba menos emocionado y menos pensativo que las tablas del barco que me transportaba. Tal es la psicología de mi partida. No la disculpo, la explico.
En cuanto a Ruchuck-Hánemam, cálmate y rectifica a la vez tus ideas orientales. Convéncete de que ella no sintió nada en absoluto; en lo moral, respondo de ello, e incluso en lo físico, lo dudo mucho. Nos consideró muy buenos cawadja (señores) porque le dejamos bastantes piastras, eso es todo. La obra de Bouilhet es muy hermosa, pero es poesía y nada más. La mujer oriental es una máquina, y nada más; no hace ninguna diferencia entre un hombre y otro. Fumar, ir al baño, pintarse los párpados y beber café, tal es el círculo de ocupaciones en el que gira su existencia. En cuanto al goce físico, también él debe de ser muy ligero, puesto que les cortan de muy jóvenes el famoso botón que es la sede de tal goce. Y eso es lo que hace tan poética desde cierto punto de vista a esta mujer: encaja absolutamente en la naturaleza.
He visto bailarinas cuyos cuerpos se balanceaban con la regularidad o la furia insensible de una palmera. Ese ojo tan lleno de profundidades, y en el que hay espesores de matices, como en el mar, no expresa nada sino la calma, la calma y el vacío, como el desierto. Los hombres son iguales. ¡Cuántas cabezas admirables que parecen hacer rodar, por dentro, los más grandes pensamientos del mundo! Pero golpeadlas, y no saldrá de ellas más que de una jarra sin cerveza o de un sepulcro vacío.
¿De qué depende, pues, la majestuosidad de sus formas, de dónde resulta? Quizá de la ausencia de toda pasión. Tienen esa belleza de los toros que rumian, de los lebreles que corren, de las águilas que planean. El sentimiento de la fatalidad que los llena, la convicción de la nada del hombre da así a sus actos, a sus posturas, a sus miradas, un carácter grandioso y resignado. Las prendas flojas y que se prestan a todos los movimientos están siempre en relación con las funciones del individuo por su línea, con el cielo por su color, etc., y además, ¡el sol!, ¡el sol! ¡Y un inmenso hastío que lo devora todo! Cuando componga poesía oriental (pues yo también lo haré, ya que está de moda y todo el mundo la compone), eso es lo que trataré de destacar. Hasta ahora se ha comprendido Oriente como algo que reluce, aullante, apasionado, entrecortado. No se ha visto en él más que bayaderas y sables curvos, fanatismo, voluptuosidad, etc. En pocas palabras, no se ha pasado de Byron. Yo lo he sentido de modo distinto. Lo que me gusta, al contrario, en Oriente, es esa grandeza que se ignora a sí misma, y esa armonía de cosas heterogéneas. Recuerdo a un bañero que tenía en el brazo izquierdo un brazalete de plata, y en el otro una úlcera. Ése es el Oriente auténtico, y por ello poético: bribones con harapos de pasamanería y completamente cubiertos de parásitos. Dejad en paz los parásitos: al sol, trazan arabescos de oro. Me dices que las chinches de Ruchuck-Hánem la degradan, para ti; a mí eso es lo que me encantaba. Su olor nauseabundo se mezclaba con el perfume de su piel chorreante de sándalo. Quiero que haya una amargura en todo, una eterna pitada en medio de nuestros triunfos, y que la propia desolación esté en el entusiasmo. Eso me recuerda a Jaifa, donde al entrar yo aspiraba a la vez el olor de los limoneros y el de los cadáveres; el cementerio destrozado dejaba ver los esqueletos medio podridos, mientras que los arbustos verdes balanceaban por encima de nuestras cabezas sus frutos dorados. ¿No sientes lo completa que es esa poesía, y que es la gran síntesis? Todos los apetitos de la imaginación y del pensamiento se sacian a la vez en ella; no deja nada tras de sí. Pero la gente de gusto fino, la gente de embellecimiento, de purificaciones, de ilusiones, los que hacen manuales de anatomía para señoras, ciencia al alcance de todos, sentimientos coquetones y arte amable, cambian, raspan, quitan, ¡y se pretenden clásicos, los desgraciados! ¡Ah, como querría ser un sabio! Haría un hermoso libro con este título: De la interpretación de la Antigüedad. Pues estoy seguro de hallarme en la tradición; lo que yo añado es el sentimiento moderno. Pero, una vez más, los antiguos no conocían ese pretendido género noble; para ellos no había nada que no pudiera decirse. En Aristófanes cagan en el escenario. En el Ayax de Sófocles, la sangre de los animales degollados corre en torno a Ayax, que llora. ¡Y pensar que se consideró atrevido a Racine por haber puesto perros! Cierto es que los había realzado como devorantes… Tratemos, pues, de ver las cosas como son, sin querer ser más ingeniosos que Dios nuestro señor. Antes se creía que sólo la caña daba azúcar. Ahora el azúcar se obtiene casi de todo; lo mismo sucede con la poesía. Saquémosla de cualquier cosa, pues yace en todo y por doquier: no hay un átomo de materia que no contenga el pensamiento; y hemos de acostumbrarnos a considerar el mundo como una obra de arte cuyos procedimientos hemos de reproducir en nuestras obras.
Vuelvo a Ruchuck. Somos nosotros quienes pensamos en ella, pero ella apenas piensa en nosotros. Hacemos estética a su cuenta, mientras que ese famoso viajero tan interesante, que recibió los honores de su lecho, ha desaparecido totalmente de su recuerdo, como muchos otros. ¡Ay! El viajar vuelve modesto; se ve qué lugar tan pequeño ocupamos en el mundo.
Una ligera consideración más sobre las mujeres, antes de charlar de otra cosa (a propósito de las mujeres orientales). La mujer es un producto del hombre. Dios creó a la hembra, y el hombre hizo a la mujer; es el resultado de la civilización, una obra ficticia. En los países en que toda cultura intelectual es nula, ella no existe (pues es una obra de arte, en el sentido humanitario; ¿será por eso por lo que todas las grandes ideas generales han sido simbolizadas en femenino?). ¡Qué mujeres eran las cortesanas griegas! Pero ¡qué arte era el arte griego! ¿Qué debía ser una criatura educada para contribuir a los placeres completos de un Platón o de un Fidias?
Tú no eres una mujer, y si te he amado más, y sobre todo más profundamente que a cualquier otra, es porque me ha parecido que eras menos mujer que las demás. Todas nuestras diferencias siempre han venido únicamente de ese aspecto femenino. Medita al respecto, verás si me equivoco. Querría que conservásemos nuestros dos cuerpos, y no ser más que un mismo espíritu. No quiero de ti, como mujer, más que la carne. Que todo el resto, pues, sea mío, o mejor sea yo, de la misma pasta y la pasta misma. Comprenderás que esto no es amor, sino algo más elevado, me parece, puesto que este deseo del alma es para ella casi una necesidad misma de vivir, de dilatarse, de ser mayor. Todo sentimiento es una extensión. Por eso la libertad es la más noble de las pasiones.
Releemos a Ronsard, y cada vez con mayor entusiasmo. Cualquier día haremos de él una edición; esta idea, que es de B[ouilhet], me es muy simpática. Hay cien hermosuras, mil, cien mil, en los poemas completos de Ronsard, que es preciso dar a conocer, y además siento la necesidad de leerlo y releerlo en una edición cómoda. Escribiría un prefacio. Con el que pienso escribir para la Melanis y el cuento chino, reunidos en un tomo, y además el de mi Diccionario de ideas recibidas, podré más o menos soltar lo que tengo sobre la conciencia en cuanto a ideas críticas. Me sentará bien, y me impedirá frente a mí mismo agarrar nunca pretexto alguno para polemizar. En el prefacio de R[onsard] trazaré la historia del sentimiento poético en Francia, exponiendo lo que por ello se entiende en nuestro país, la medida que le es precisa, la calderilla que necesita. En Francia se carece totalmente de imaginación. Si se quiere hacer tragar poesía, hay que ser lo bastante hábil para disfrazarla. Luego, en el prefacio del libro de B[ouilhet], volvería a tomar esta idea, o más bien la prolongaría y haría ver cómo es aún posible un poema épico, si quiere uno librarse de cualquier intención de escribir uno. Para terminar, algunas consideraciones sobre lo que puede ser la literatura del porvenir.
La Bovary no va ligera: ¡dos páginas en una semana! A veces es como para romperse la crisma de puro desánimo, si puede uno expresarse así. Ah, lo conseguiré, lo conseguiré, pero será duro. Lo que resultará el libro, lo ignoro; pero respondo de que se escribirá, salvo que esté completamente equivocado, cosa que es posible.
Mi tortura para escribir ciertas partes viene del fondo (como siempre). A veces es tan sutil que a mí mismo me cuesta entenderme. Pero esas ideas son las que hay que volver más claras, precisamente debido a eso. Además, decir limpia y llanamente cosas vulgares es algo atroz. […]
He leído esta mañana unos fragmentos de la comedia de Augier. ¡Qué antipoeta, ese chico! ¿Para qué utilizar versos en ideas semejantes? ¡Qué arte tan falso y qué ausencia de forma auténtica, esa pretendida forma exterior! Es que esos tipos se aferran a la antigua comparación: la forma es un vestido. ¡No, señor! La forma es la carne misma del pensamiento, como el pensamiento es su alma, su vida.
Cuanto más anchos sean los músculos de tu pecho, más a gusto respirarás.
Serías muy amable si nos mandases para el sábado próximo el volumen de Leconte: así lo leeríamos el domingo que viene. Tengo simpatía a ese muchacho. ¡Aún hay gente decente, hay corazones convencidos! Todo parte de ahí, de la convicción. Si la literatura moderna fuese solamente moral, se haría fuerte. Con moralidad desaparecerían el plagio, el pastiche, la ignorancia y las pretensiones exorbitantes. La crítica sería útil y el arte ingenuo, ya que entonces sería una necesidad, y no una especulación.
Me pareces estar, pobre alma mía, triste, cansada, desanimada. La vida pesa mucho a quienes tienen alas; cuanto mayores son las alas, más dolorosa es la envergadura. Los canarios enjaulados dan saltitos, están alegres; pero las águilas tienen un aire sombrío porque se les rompen las plumas contra los barrotes. Y todos somos más o menos águilas o canarios, loros o buitres. La dimensión de un alma puede medirse por su sufrimiento, igual que se calcula la profundidad de los ríos por su corriente.
Todo esto son palabras; comparación no es razón, ya lo sé. Pero ¿con qué nos consolaríamos de no ser con palabras? No, endurécete, piensa en los asombrosos progresos que haces, en las transformaciones de tu verso, que tan a menudo resulta pleno y grande. Este año has escrito una cosa completa muy hermosa, La campesina, y otra llena de bellezas, La Acrópolis. Medita sobre tu drama. Tengo el presentimiento de que lo harás con éxito. Será estrenado y aplaudido, verás. ¡Camina, venga, no mires hacia atrás ni hacia adelante; pica piedras como un peón, con la cabeza gacha, latiéndote el corazón, siempre, siempre! Si se detiene uno, fatigas increíbles y vértigos y desánimos le harían morir. El año que viene tendremos buenos ratos de ocio juntos, buenas charlas mezcladas con toda clase de caricias.
Cuantas más dificultades experimento para escribir, más crece mi audacia (eso es lo que me preserva del pedantismo, en el que caería sin duda). Tengo proyectos de obras hasta el final de mi vida, y si a veces tengo momentos agrios que me hacen casi gritar de rabia, hasta tal punto siento mi impotencia y mi debilidad, hay otros también en que me cuesta contenerme de alegría. Algo profundo y extravoluptuoso desborda de mí a chorros precipitados, como una eyaculación del alma. Me siento transportado y todo ebrio de mi propio pensamiento, como si me llegase, por un tragaluz interior, una bocanada de perfumes cálidos. Nunca llegaré muy lejos, pues sé todo lo que me falta. Pero la tarea que emprendo será ejecutada por otro. Habré puesto en el camino a alguien mejor dotado y con más virtudes innatas. Querer dar a la prosa el ritmo del verso (dejándola prosa, y muy prosa) y escribir la vida ordinaria como se escribe la historia o la epopeya (sin desvirtuar el tema) es quizá un absurdo. Eso es lo que a veces me pregunto. ¡Pero quizá es también un gran intento, y muy original! Siento muy bien en qué fallo. (¡Ay, si tuviera quince años!) No importa, siempre habré valido algo por mi tozudez. Además, ¿quién sabe? A lo mejor encontraré un día un buen motivo, un aire que corresponda del todo a mi voz, ni por encima ni por debajo. En fin, en todo caso me habré pasado la vida de un modo noble y a menudo delicioso.
Hay una frase de La Bruyère a la que me atengo: «Un buen autor cree escribir razonablemente». Eso es lo que pido, escribir razonablemente, y ya es mucha ambición. Sin embargo, hay una cosa triste, y es ver cómo los grandes hombres alcanzan fácilmente el efecto al margen del Arte mismo. ¿Hay algo peor construido que muchos fragmentos de Rabelais, Cervantes, Molière y Victor Hugo? Pero ¡qué súbitos puñetazos! ¡Qué potencia, por decirlo brevemente! Nosotros tenemos que apilar una sobre otra un montón de piedrecitas para hacer nuestras pirámides, que no llegan a la centésima parte de las suyas, que son de un solo bloque. Pero querer imitar los procedimientos de esos genios sería perderse. Son grandes, al contrario, porque no tienen procedimientos. Hugo tiene muchos, y eso es lo que le disminuye. No es variado, está constituido más en altura que en extensión. […]
Me hablas de los murciélagos de Egipto, que, a través de sus alas grises, dejan ver el azul del cielo. Hagamos, pues, como hacía yo; a través de los horrores de la existencia, contemplemos siempre el gran azul de la poesía, que está por encima y permanece en su sitio, mientras todo cambia y todo pasa. […]
[Croisset] Jueves, cuatro y media [31 de marzo de 1853].
Llego de Ruán, a donde había ido para que me arrancaran una muela (que no se ha sacado). Mi dentista me ha aconsejado esperar. No obstante, creo que de aquí a pocos días tendré que desprenderme de uno de mis piños. Envejezco, las muelas se van, y los cabellos pronto se habrán ido. ¡En fin!, con tal que quede el cerebro, es lo principal. ¡Cómo nos invade la nada! Apenas nacidos, la corrupción empieza en nosotros, de modo que toda la vida no es más que un largo combate que ella nos libra, y cada vez más victorioso para ella hasta la conclusión, la muerte. Ahí la corrupción reina en exclusiva. No tuve más que dos o tres años en que estuve entero (de los diecisiete a los diecinueve años, más o menos). Era espléndido, ahora puedo decirlo, y lo bastante como para atraer las miradas de un teatro entero, como me ocurrió en Ruán en el estreno de Ruy Blas. Pero desde entonces me he deteriorado furiosamente. Hay mañanas en que me doy miedo a mí mismo, tantas son mis arrugas y tan gastado mi aspecto. Ay, pobre Musa, en aquella época es cuando tenías que haber venido. Pero semejante amor me habría vuelto loco; más aún, imbécil de orgullo. Incluso si conservo de mí un foco cálido, es porque he tenido cerradas durante mucho tiempo mis bocas de calor. Todo lo que no he utilizado puede servir. Me queda bastante corazón para alimentar todas mis obras. No, no lamento nada de mi juventud. ¡Me aburría atrozmente! ¡Soñaba con el suicidio! Me devoraba con toda clase de melancolías posibles. Mi enfermedad nerviosa me hizo bien; trasladó todo eso al elemento físico y me dejó la cabeza más fría, además de hacerme conocer fenómenos psicológicos curiosos de los que nadie tiene idea, o más bien que nadie ha sentido. Algún día me vengaré de ella utilizándola en un libro (esa novela metafísica y de apariciones de la que te he hablado). Pero como es un tema que me da miedo, sanitariamente hablando, hay que esperar a que me encuentre lejos de esas impresiones para poder dármelas ficticiamente, idealmente, y así sin peligro alguno para mí y para la obra.
Ésta es mi opinión sobre tu idea de una revista: todas las revistas del mundo han tenido la intención de ser virtuosas, ninguna lo ha sido. La propia Revue de Paris (en proyecto) tenía las ideas que expones y estaba muy decidida a seguirlas. Uno se promete ser casto, se es un día, dos, y luego…, y luego…, ¡la naturaleza! ¡Las consideraciones secundarias! ¡Los amigos! ¡Los enemigos! ¿Acaso no hay que dar jabón a unos, aplastar a los otros? Incluso admito que durante algún tiempo se respete el programa, pero entonces el público se aburre, las suscripciones no llegan. Luego te dan consejos al margen de tu camino, se sigue para probar y se continúa por hábito. Finalmente, no hay nada tan pernicioso como poder decirlo todo y tener un vertedero cómodo. Uno se vuelve muy indulgente para consigo mismo, y los amigos, con el fin de que lo seas para ellos, lo son para ti. Y así se hunde uno en el agujero, con la mayor ingenuidad del mundo. Una revista modelo sería una hermosa obra y no exigiría menos que todo el tiempo de un hombre genial. El puesto de director de una revista debería ser el de un patriarca, tendría que ser un dictador, con gran autoridad moral adquirida mediante sus obras. Pero la comunidad no es posible, porque se cae en seguida en el estropicio. Se charla mucho, se gasta todo el talento en hacer rebotes sobre el río con calderilla, mientras que con más economía se habrían podido comprar más tarde hermosas granjas y buenos castillos.
Lo que me dices lo decía Du Camp; ve lo que han hecho. No nos creamos más fuertes que ellos, pues han fracasado, como fracasaríamos, por inercia, y en virtud del propio declive de la cosa. En fin, un periódico es una tienda. Desde el momento en que es una tienda, el libro puede más que los libros, y la cuestión de clientela acaba tarde o temprano por dominar todas las demás. Ya sé que no se puede publicar en ninguna parte, a estas alturas, y que todas las revistas existentes son putas infames que se hacen las coquetas. Llenas de sífilis hasta la médula, refunfuñan a abrirse de muslos ante las sanas creaciones, acuciadas por la necesidad. Pues bien, hay que hacer lo que tú haces, publicar en forma de libro, es más valiente, y estar solo. ¿Qué necesidad hay de engancharse a la misma lanza que los demás y entrar en una compañía de diligencias cuando se puede seguir siendo caballo de tílburi? Por lo que a mí respecta, me pondré muy contento si esa idea se realiza. Pero en cuanto a formar parte efectivamente de cualquier cosa en este bajo mundo, ¡no, no y mil veces no! No quiero ser miembro de una revista, un círculo o una academia, como no quiero ser concejal u oficial de la guardia nacional. Además, habría que juzgar, ser crítico; y eso me parece innoble en sí, una tarea que hay que dejar a los que no tienen otra. Por lo demás, mira, sería un buen negocio y deseo que salga bien. Por supuesto que yo podría beneficiarme con ello y no es el aspecto personal lo que me hace hablar, sino más bien el lado estético e instintivo, moral.
El señorito De Lisie me agrada por lo que me dices de él. Me gustan los tipos tajantes y energúmenos. Sin fanatismo no se hace nada grande. El fanatismo es la religión, y los filósofos del siglo XVIII, mientras gritaban contra el uno, derribaban la otra. El fanatismo es la fe, la fe misma, la fe ardiente, la que hace obras y actúa. La religión es un concepto variable, un asunto de invención humana, una idea, en fin; lo otro, un sentimiento. Lo que ha cambiado en la tierra son los dogmas, las historias de Visnú, Ormuz, Júpiter, Jesucristo. Pero lo que no ha cambiado son los amuletos, los manantiales sagrados, los exvotos y demás, los brahmanes, los santones, los ermitaños, la creencia, en fin, en algo superior a la vida y la necesidad de ponerse bajo la protección de esa fuerza. También en el Arte el fanatismo es el sentimiento artístico. La poesía no es más que una manera de percibir los objetos exteriores, un órgano especial que tamiza la materia y que la transfigura sin cambiarla. Pues bien, si ves exclusivamente el mundo a través de esa lente, el mundo se teñirá de su color, y las palabras para expresar tu sentimiento se hallarán, pues, en una relación fatal con los hechos que lo hayan suscitado. Para hacer bien una cosa, es preciso que entre en tu constitución. Un botánico no ha de tener las manos, ni los ojos, ni la cabeza, hechos como los de un astrónomo, y no debe ver los astros sino en función de las hierbas. De esta combinación de lo innato y la educación resulta el tacto, la agudeza, el gusto, el brote de inspiración, la iluminación, en suma. ¡Cuántas veces he oído decir a mi padre que adivinaba enfermedades sin saber por qué ni en virtud de qué razones! Así, el mismo sentimiento que le hacía instintivamente concluir el remedio debe hacernos dar con la palabra. No se llega a ese grado más que cuando se ha nacido, primero, para el oficio, y se ha ejercido después con encarnizamiento durante mucho tiempo.
Nos asombramos ante los tipos del siglo de Luis XIV, pero no eran hombres de un genio enorme. Al leerlos no se tiene ninguno de esos asombros que te hacen creer que haya en ellos una naturaleza más que humana, como cuando lees a Homero, a Rabelais y sobre todo a Shakespeare, no. Pero ¡qué conciencia! ¡Cómo se esforzaron en hallar expresiones exactas para sus pensamientos! ¡Qué trabajo! Qué tachaduras! ¡Cómo se consultaban unos a otros! ¡Cómo sabían latín! ¡Qué despacio leían! Por eso toda su idea está expresada, la forma está llena, repleta y provista de cosas hasta hacerla reventar. Y no hay grados: lo que es bueno vale tanto como lo que es bueno. La Fontaine vivirá tanto como el Dante, y Boileau tanto como Bossuet, o incluso como Hugo.
¿Sabes que acabas excitándome con tu inglesa? ¡Pero si es una hica encantadora! Sus declamaciones dramáticas furibundas me agradan mucho. Me dices que es una aristócrata. Mejor, no es algo que le sea dado a todo el mundo. ¿Acaso no somos también aristócratas nosotros, de la peor o de la mejor especie? La única estupidez es el querer serlo. Yo odio a la multitud, al rebaño. Siempre me parece o estúpido o infame por su atrocidad. Por eso las generosidades colectivas, las caridades filantrópicas, suscripciones, etc, me son antipáticas. Desnaturalizan la limosna, es decir, el enternecimiento de hombre a hombre, la comunión espontánea que se establece entre el que suplica y tú. La muchedumbre nunca me ha gustado, salvo los días de motín, ¡y aún! Si viéramos el fondo de las cosas… Hay muchos cabecillas dentro, hay instigadores. A lo mejor es más artificial de lo que pensamos. No importa, en esos días hay un gran aliento en el ambiente. Se siente uno embriagado por una poesía humana tan amplia como la de la naturaleza, y más ardiente.
Otro asunto. Tuvimos antes como criado a un pobre diablo que es ahora cochero de fiacre (se había casado con la hija de ese portero del que te hablé, que recibió el premio Montyon, mientras que su nujer había sido condenada a galeras por robo, y el ladrón era él, etc.); en suma, ese desdichado Luis tiene o cree tener la solitaria. Habla de ella como de una persona animada que le comunica y le expresa su voluntad, y, en boca suya, ella designa siempre a ese ser interior. A veces le vienen repentinos antojos y los atribuye a la solitaria: «Ella quiere eso», e inmediatamente Luis obedece. Hace poco, ella quiso comerse por valor de treinta sueldos de bollos; otra vez, ella necesita vino blanco y al día siguiente ella se indignaría si se lo diesen tinto (textual). Ese pobre hombre ha terminado por rebajarse, en su propia opinión, al nivel mismo de la solitaria; son iguales, y libran entre ellos un combate encarnizado. «Señora (decía él hace poco a mi cuñada), esa bribona no me puede ver; es un duelo, se da usted cuenta, se burla de mí; pero me vengaré. Uno de nosotros dos tendrá que quedarse en el sitio.» Pues bien, es él, el hombre, quien se quedará en el sitio, o más bien quien se lo cederá a la solitaria, pues para matarla y acabar con ella se tragó últimamente una botella de vitriolo, y en este momento, por consiguiente, está en las últimas. No sé si notas todo lo que hay de profundo en esta historia. ¿Te imaginas a este hombre acabando por creer en la existencia casi humana, consciente, de algo que quizá no es en él sino una idea, y convertido en el esclavo de su solitaria? A mí me parece vertiginoso. ¡Qué extraños son los cerebros humanos!
Vuelvo a la revista. Si tuviese mucho tiempo y dinero que perder, no pediría otra cosa sino enredarme con una revista durante algún tiempo. Pero así es como entendería yo la cosa: se trataría de ser sobre todo audaz y de una independencia a ultranza; querría no tener ni un amigo, ni un favor que hacer. Respondería con la espada a todos los ataques de mi pluma; mi periódico sería una guillotina. Querría espantar a todas las gentes de letras con la verdad misma. Pero ¿para qué? Más vale trasladar todo esto a una obra larga; y además, establecerse como árbitro de lo bello y lo feo me parece un papel odioso. ¿A qué conduce eso si no es a presumir?
En este momento estoy leyendo para mi Bovary un libro que tuvo bastante fama a principios de siglo, De los errores y prejuicios extendidos en la sociedad, por Salgues. Ex-redactor del Mercure, este Salgues había sido en Sens el director del colegio de mi padre. Éste lo quería mucho, y frecuentaba en París su salón, donde se recibía a los grandes hombres y a las grandes zorras de la época. Yo siempre le había oído ensalzar ese libro. Como necesitaba algunos prejuicios para el momento, me puse a hojearlo. ¡Dios mío, qué débil, qué ligero, sobre todo ligero! Nos hemos vuelto muy graves nosotros, ¡¡¡y qué estúpido nos parece el ingenio!!! Este libro está lleno de ingenio. Pero en temas semejantes ahora tenemos instintos históricos que no se acomodan a las bromas, y un hecho curioso nos interesa más que un razonamiento o una jovialidad. Nos parece muy infantil el declamar contra los brujos o la varita adivinatoria. Lo absurdo no nos resulta chocante en absoluto; sólo queremos que se exponga, y en cuanto a combatirlo, ¿por qué no combatir a su contrario, que es tan idiota como él, u otro tanto?
Así, hay una multitud de temas que me fastidian igualmente, los coja por el extremo que los coja (y es que, sin duda, una idea no debe cogerse por su extremo, sino por el medio). Estoy igual de irritado con que se hable bien o mal de Voltaire, del magnetismo, Napoleón, la revolución, el catolicismo, etc. La conclusión, la mayor parte de las veces, me parece una declaración de estupidez. Eso tienen de hermoso las ciencias naturales, no quieren demostrar nada. Por eso, ¡qué amplitud de hechos y qué inmensidad para el pensamiento! Hay que tratar a los hombres como a mastodontes y cocodrilos. ¿Se excita alguien a propósito del cuerno de unos y de la mandíbula de los otros? Mostradlos, disecadlos, metedlos en frascos, eso es todo; pero apreciarlos, no. Pero ¿quiénes sois vosotros mismos, sapitos?
Creo que te he dado mis Notas de Italia. No llevaba diario. Solamente tomé notas sobre los museos y algunos monumentos, debes de tenerlo todo. Dices que Du Camp me creía muerto; otros habrían podido creerlo. Tengo enroscamientos tan profundos que desaparezco en ellos, y todo lo que trata de hacerme salir de ahí me hace sufrir. Sobre todo me ocurre ante la naturaleza, y entonces no pienso en nada, quedo petrificado, mudo y muy tonto. Así estaba al ir a La Roche-Guyon, y tu voz que me interpelaba a cada minuto y sobre todo tus toques en el hombro para solicitar mi atención, me causaban un dolor real. ¡Cómo tuve que aguantarme para no mandarte a paseo de la manera más brutal! A menudo estuve en dicho estado mientras viajaba. […]
[Croisset] Medianoche del miércoles [6 de abril de 1853].
¡Llevo tres días repantigándome en todos mis muebles y en todas las posturas posibles para hallar qué decir! Hay momentos crueles en que se rompe el hilo, en que la bobina parece devanada. Esta noche, sin embargo, empiezo a ver claro. Pero ¡cuánto tiempo perdido! ¡Qué despacio voy! Y ¿quién se dará cuenta alguna vez de las profundas combinaciones que me habrá exigido un libro tan sencillo? ¡Qué mecánica supone lo natural, y cuántas artimañas hacen falta para ser auténtico! ¿Sabes, querida Musa, cuántas páginas he escrito desde Año Nuevo? Treinta y nueve. ¿Y desde que te dejé? Veintidós. Ya querría haber terminado por fin este endemoniado movimiento con el que estoy desde el mes de septiembre, antes de moverme (será el final de la primera parte de mi segunda parte). Para eso me quedan unas quince páginas. Cuánto te deseo, y cuántas ganas tengo de llegar a la conclusión de este libro, que bien podría ser, a la larga, acarrear la mía. Tengo ganas de verte con frecuencia, de estar contigo. A menudo pierdo el tiempo soñando con mi alojamiento de París y cómo te leeré la Bovary, y las veladas que pasaremos allí. Pero es una razón para seguir, como lo hago, sin perder un minuto y apresurándome con un ardor paciente. Lo que me hace avanzar tan despacio es que nada en este libro está sacado de mí mismo; nunca me habrá sido más inútil mi personalidad. Quizá podré más adelante escribir cosas más fuertes (así lo espero), pero me parece difícil que componga una más hábil. Todo es cerebral. Si falla, siempre habrá sido un buen ejercicio. Lo que para mí es natural es lo no-natural para los demás, lo extraordinario, lo fantástico, el griterío metafísico, mitológico. San Antonio no me exigió ni la cuarta parte de tensión de espíritu que me provoca la Bovary. Era un vertedero; no sentí más que placer escribiendo, y los dieciocho meses que pasé redactando sus quinientas páginas fueron los más profundamente voluptuosos de toda mi vida. Juzga tú misma: a cada minuto he de meterme en pellejos que me son antipáticos. ¡Llevo seis meses dedicándome al amor platónico, y en este momento me exalto católicamente al son de las campanas, y tengo ganas de ir a confesarme!
Me preguntas dónde me alojaré. No lo sé. Soy muy raro al respecto. Dependerá absolutamente de la ocasión, del piso. Pero no me instalaré más abajo de la calle de Rivoli, ni más arriba que el bulevar. Quiero sol, una calle hermosa y una escalera ancha. Trataré de no estar lejos de ti ni de Bouilhet, que se marcha definitivamente en septiembre. Escribirá su drama en París, así que no puedo darte ninguna respuesta clara a este respecto. Sé muy bien qué calles y qué barrios no quiero, eso es todo. Ayer recibí el Libro póstumo con esta dedicatoria: «Recuerdo de amistad». Al momento le contesté con una nota de agradecimiento, diciéndole que, en cuanto a formular un juicio, me abstenía, porque temía que se equivocase sobre mi pensamiento, al no poder hacerle entender claramente mi opinión en unas líneas, y que el diálogo sería más cómodo para eso. Así, le he devuelto la cortesía sin comprometerme ni mentir. Si quiere mi opinión y me la pide, se la daré clara y sinceramente, te doy mi palabra; pero se guardará muy bien de tal aventura. […]
He leído a Leconte. Me gusta mucho ese tipo, tiene mucho aliento, es un puro. Su prefacio habría exigido cien páginas de disertación, y creo que es falso en el propósito. No hay que volver a la Antigüedad, sino adoptar sus procedimientos. Que todos seamos salvajes tatuados desde Sófocles, es posible. Pero en el Arte hay otra cosa además de la rectitud de las líneas y lo pulido de las superficies. La plástica del estilo no es tan amplia como la idea entera, ya lo sé. Pero ¿de quién es la culpa? De la lengua. Tenemos demasiadas cosas y no bastantes formas. De ahí viene la tortura de los concienzudos. Sin embargo, hay que aceptarlo todo e imprimirlo todo, y sobre todo tomar el punto de apoyo en el presente. Por eso creo que Los fósiles de Bouilhet son una cosa fuerte. Él camina por la vía de la poesía del futuro. La literatura adoptará cada vez más los aires de la ciencia; será ante todo expositiva, lo que no significa didáctica. Hay que pintar cuadros, mostrar a la naturaleza tal como es, pero cuadros completos, pintar lo de abajo y lo de arriba.
Hay una hermosa bronca para los artistas modernos en este prefacio, y en el libro dos magníficos poemas (manchas aparte): Dies irae y Mediodía. Él sabe lo que es un buen verso, pero el buen verso está diseminado, el tejido flojo en general, la composición de los poemas poco apretada. Hay más elevación de espíritu que continuidad y profundidad. Es más idealista que filósofo, más poeta que artista. Pero es un auténtico poeta y de noble raza. Lo que le falta es haber estudiado bien el francés, quiero decir, conocer a fondo las dimensiones de su herramienta y todos sus recursos. No ha leído bastantes clásicos en su lengua. Carece de rapidez y de claridad, y le falta la facultad de hacer ver; el relieve está ausente, el propio color tiene una especie de tono gris. Pero ¡grandeza, grandeza! ¡Y lo que vale más que todo, aspiración! Su himno védico a Sürya es hermosísi-mo- ¿Qué edad tiene?
Lamartine se muere, dicen. No lloro por él (no conozco nada suyo que valga el Mediodía de Leconte). No, no tengo simpatía alguna por este escritor sin ritmo, por este hombre de Estado sin iniciativa. A él debemos todos los aburrimientos azulados del lirismo tísico, y a él tenemos que agradecer el Imperio: es un hombre que va a los mediocres, y que los ama. Bouilhet le había enviado Meltenis más o menos a la vez que uno de sus alumnos —suyos, de Bouilhet— le había mandado una obra en verso detestable, estúpida (llena de faltas de prosodia), pero en alabanza del antedicho gran hombre, que contestó al mocoso con una carta espléndida, y ni palabra a Bouilhet. ¡Ya ves lo que hizo para tu número! Además, un hombre que compara a Fénelon con Homero, que no aprecia los versos de La Fontaine, es considerado hombre de letras. De Lamartine no quedará con que hacer medio tomo de obras sueltas. Es una mente eunuca, le faltan cojones, nunca ha meado otra cosa sino agua clara.
A pesar de mi satisfacción ante el libro de Leconte, he vacilado en escribirle. ¡Sienta tan bien encontrar a alguien que ame el Arte y por el Arte! Pero he pensado: ¿para qué? Uno siempre se ve engañado por todos esos buenos impulsos. Además, no comparto enteramente sus ideas teóricas, aunque sean las mías, pero exageradas. Es como lo del tío Hugo; vacilé en escribirle a propósito de nada, por necesidad. Allá, me parece hermosísimo. Me había puesto su dirección al final de su notita. ¿Era una manera de decir «escríbame, que me halagará»? Pero me acarrearía tanto estilo pomposo en señal de agradecimiento, que en tu carta me harás solamente el favor de decirle que estoy del todo a su disposición, etc., y que envíe sus cartas a Londres. […]
Domingo, seis de la tarde [10 de abril de 1853].
[…] ¡Dios, como me fastidia mi Bovaryl A veces llego a la convicción de que es imposible escribir. Tengo que hacer un diálogo entre mi mujercita y un cura, diálogo chabacano y tosco, y como el fondo es vulgar, tanto más limpio ha de ser el lenguaje. Me faltan la idea y las palabras. No tengo más que el sentimiento. No obstante, Bouilhet pretende que mi plan es bueno, pero yo me siento aplastado. Después de cada párrafo, espero que el resto irá más aprisa, ¡y me llegan nuevos obstáculos! En fin, esto terminará un día u otro. […]
[Croisset] Miércoles, doce y media de la noche [13-14 de abril de 1853].
[…] No, no me debes todo el agradecimiento que me dedicas. Si supieras usar tus medios, podrías hacer cosas maravillosas. Eres una naturaleza virgen, y tus árboles gigantescos están atestados de malezas. En esta Campesina, por ejemplo, no hay ni una intención que sea mía. ¿Cómo es posible que yo haya desarrollado en ella muchos efectos nuevos? Quitando todo lo que impedía que se viesen. Yo los veía; estaban ahí. Lo que constituye la fuerza de una obra es el empalme, como se dice vulgarmente, es decir, una larga energía que corre de un extremo a otro y que no flaquea.
Eso es lo que ha querido decir Villemain al opinar que no eran versos de mujer. Vamos, fíate de mí, y te juro que no habrá ni un hemistiquio flojo en todo tu drama, y que, en cuanto al estilo, podemos dejar con la boca abierta a todos esos machos de bragueta tan ligera.
Solamente con suponer que se haya nacido con una vocación mediocre (y si con eso se admite algo de juicio), ¿cómo no pensar que debe llegarse al fin, a fuerza de estudio, de tiempo, de rabia, de sacrificios de toda especie, a hacer algo bueno? ¡Vamos ya! ¡Sería demasiado estúpido! La literatura (tal como la entendemos) sería entonces una ocupación de idiotas. Tanto daría acariciar un leño y empollar guijarros. Pues cuando trabajamos sobre nuestras ideas —sobre las mías, al menos— no tenemos nada para sostenernos, sí, nada, es decir, ninguna esperanza de dinero, ninguna esperanza de celebridad, ni siquiera de inmortalidad (aunque haya que creer en ella para alcanzarla, ya sé). Pero esos resplandores te vuelven luego más sombrío y me abstengo de ellos. No, lo que me sostiene es la convicción de que estoy en lo cierto, y si estoy en lo cierto, estoy en el bien, cumplo un deber, ejerzo la justicia. ¿Acaso he escogido? ¿Es culpa mía? ¿Quién me empuja? ¿Acaso no he sido castigado cruelmente por haber luchado contra este arrebato? Hay que escribir, pues, como se siente, estar seguro de que se siente bien, y ciscarse en todo lo demás sobre la tierra.
Vamos, Musa, espera, espera. No has hecho tu obra. ¿Sabes que me gusta mucho ese nombre de Musa, en el que confundo dos ideas?
Es como en la frase de H[ugo] (en su carta): «El sol me sonríe y sonrío al sol». La poesía me hace pensar en ti y tú en la poesía. He pasado buena parte del día soñando contigo y con tu Campesina. La certidumbre de haber contribuido a hacer muy bueno lo que lo era a medias me ha alegrado. He pensado mucho en lo que harías. Escucha bien esto y medítalo: tienes en ti dos cuerdas, un sentimiento dramático, no de golpes teatrales, sino de efecto, lo que es superior, y un entendimiento instintivo del color, del relieve (y eso no se regala). Esas dos cualidades se han visto trabadas, y aún lo son, por dos defectos, de los que uno te ha sido dado y el otro depende de tu sexo. El primero es el filosofismo, la máxima, la humorada política, social, democrática, etc., toda esa rebaba que viene de Voltaire y de la que el propio tío Hugo no está exento. La segunda debilidad es la vaguedad, la tiernomanía femenina. Cuando se ha llegado a tu altura, la ropa blanca no debe oler a leche. Corta, pues, la verruga montañesa y mete, aprieta, comprime los pechos de tu corazón, para que se vean músculos y no una glándula. Todas tus obras hasta ahora, a la manera de Melusina (mujer por arriba y serpiente por abajo), no eran hermosas más que hasta cierto lugar, y el resto se arrastraba en repliegues blandos. ¡Qué buena cosa es, pobre Musa, decirse así todo lo que pensamos! Sí, qué bueno es tenerte, pues eres la única mujer a la que un hombre pueda escribir semejantes cosas. Al fin empiezo a ver algo claro en mi condenado diálogo del cura. Pero, la verdad, hay momentos en que casi tengo ganas de vomitar físicamente, tan bajo está el fondo. Quiero expresar la situación siguiente: mi mujercilla, en un acceso de religiosidad, va a la iglesia; en la puerta se encuentra con el cura, que en un diálogo (sin tema determinado) se muestra tan bobo, chato, inepto y sucio, que vuelve asqueada y sin devoción. Y mi cura es muy buena persona, incluso excelente, pero no piensa más que en lo físico (en los sufrimientos de los pobres, la falta de pan o de leña) y no adivina las debilidades morales, las vagas aspiraciones místicas; es muy casto y cumple todos sus deberes. Ha de tener seis o siete páginas como mucho, sin un comentario o un análisis (todo en diálogo directo). Además, como me parece muy chabacano escribir diálogos sustituyendo los «dijo, contestó» por guiones, tú consideras que las repeticiones de los mismos giros no son cómodas de evitar. Ya estás iniciada en el suplicio que sufro desde hace quince días. Al final de la semana próxima, no obstante, espero que me habré librado completamente de eso. Me quedarán luego unas diez páginas (dos grandes movimientos) y habré terminado el primer conjunto de mi segunda parte. El adulterio está maduro; van a entregarse a él, y yo también entonces, espero. […]
16 de abril de 1853, sábado, a la una.
[…] Estoy roto de fatigas, de cansancio y de aburrimiento. Este libro me mata; no haré otro similar. Las dificultades de ejecución son tales, que hay momentos en que pierdo la cabeza. No me volverán a coger escribiendo cosas burguesas. La fetidez del fondo me da náuseas. Las cosas más vulgares son, por eso mismo, atroces de decir, y cuando considero todas las páginas en blanco que aún me faltan por escribir, me quedo espantado. A fines de la semana próxima espero decirte, no obstante, cuándo podremos vernos. No tienes más ganas que yo. Será dentro de tres semanas, pienso. Si me soplara un buen viento, no me llevaría mucho tiempo. […]
[Croisset] Una de la noche del sábado [21-22 de mayo de 1853].
[…] Me hablas de las tristezas del bueno de De Lisie, que no tiene a nadie a su alrededor. En eso, a mí el cielo me ha protegido, pues siempre he tenido buenas orejas para oírme, e incluso excelentes bocas para aconsejarme. ¿Cómo haré el invierno próximo, cuando mi Bouilhet ya no esté? Por lo demás, creo que él estará como yo, un poco desconcertado de momento. Nos hemos fabricado el uno para el otro, en nuestros respectivos trabajos, una especie de indicador de ferrocarril que, con el brazo extendido, advierte que el camino es bueno y se puede seguir.
Me gusta mucho De Lisie por su libro, por su talento y también por su prefacio, por sus aspiraciones. Pues por eso valemos algo, por la aspiración. Un alma se mide por la dimensión de su deseo, igual que se juzga de antemano a las catedrales por la altura de sus campanarios. Y por eso odio profundamente la poesía burguesa, el arte doméstico, aunque lo cultive. Pero, desde luego, será la última vez; en el fondo me da asco. Este libro, todo hecho de cálculo y de astucias de estilo, no es de mi sangre, no lo llevo en mis entrañas, siento que es, por mi parte, una cosa deliberada, falsa. Será quizás una proeza que admirarán ciertas personas (y aun, en pequeño número); otras encontrarán en él alguna verdad en los detalles y la observación. Pero ¡aire, aire! Los grandes giros, los períodos anchos y llenos que se desenvuelven como ríos, la multiplicidad de las metáforas, los grandes destellos del estilo, todo lo que me gusta, en suma, no estará. Sólo que quizá saldré preparado para escribir después algo bueno. Tengo muchos deseos de que pasen unos quince días, con el fin de leerle a Bouilhet todo este comienzo de la segunda parte (lo que supondrá ciento veinte páginas, el trabajo de diez meses). Temo que no haya mucha proporción, pues para el cuerpo mismo de la novela, para la acción, para la pasión actuante, me quedarán apenas de ciento veinte a ciento cuarenta páginas, mientras que los preliminares tendrán más del doble. He seguido, de eso estoy seguro, el orden auténtico, el orden natural. Durante veinte años se lleva dentro una pasión adormecida que no actúa sino un solo día, y muere. Pero la proporción estética no es la fisiológica. Moldear la vida, ¿es idealizarla? ¡Mala suerte, si el molde es de bronce! Ya es algo; tratemos de que sea de bronce.
[…] ¿Sabes que se perfila como un hombre excelente, el tío Hugo? Esa larga ternura hacia su vieja Juliette me enternece. Me gustan las pasiones largas, que atraviesan pacientemente y en línea recta todas las corrientes de la vida, como buenos nadadores, sin desviarse. ¡No hay mejor padre de familia, puesto que escribe a la amante de su hijo que vaya a vivir con ellos! Eso es muy humano y poco pretencioso (si yo hubiera tenido un hijo, habría disfrutado muchísimo procurándole mujeres, y sobre todo las que le hubieran gustado).
¿Por qué ha ostentado a veces una moral tan boba, y qué le ha achicado tanto? ¿Por qué la política? ¿Por qué la Academia? ¡Las ideas recibidas! ¡La imitación!
Las reflexiones que me envías sobre todo esto son justas, y de ellas saco la conclusión de que ese gran hombre ha de estar muy solo en su familia. Todo se agrupa siempre en torno a lo oficial; los débiles van a lo decente, se sienten vagamente apoyados por una mayoría incontable. Allá debe de tener buenas tristezas, con su mujer que le fastidia, Vacquerie que le admira (como el señor Wagner de Fausto) y sus hijos, señoritos que añoran el bulevar. ¡Ay! ¿Por qué casarse? ¿Por qué aceptar la vida cuando Dios ha creado a uno para juzgarla, es decir, para describirla? […]
Me dices cosas muy tiernas, querida Musa. Pues bien, recibe a cambio todas las que puedas imaginar, más tiernas aún. Tu amor, finalmente, me penetra como una lluvia tibia, y me siento empapado hasta el fondo de todo mi corazón. ¿Acaso no tienes todo lo necesario para que te ame, cuerpo, inteligencia, ternura? Eres sencilla de alma y fuerte de cerebro, muy poco «pohética» y extremadamente poeta. No hay nada en ti que no sea bueno, y toda entera eres como tu pecho, blanca y suave al tacto. Las que he tenido no valían lo que tú, y dudo que las que he deseado lo valiesen. A veces trato de imaginarme tu rostro cuando seas vieja, y me parece que te querré aún lo mismo, quizá más. Soy, en mis actos del cuerpo y de la mente, como los dromedarios, a los que cuesta muchísimo hacer avanzar y parar, por igual: la continuidad del reposo es lo que me va. En el fondo, nada menos matizado que mi persona, y serás siempre la única querida de tu amante. ¿Sabes que temo volverme estúpido? Me estimas tanto, que debes de equivocarte y acabar por deslumbrarme. Hay poca gente que haya sido cantada como yo. ¡Ay, Musa, si te confesara todas mis flaquezas, si te dijera todo el tiempo que pierdo soñando con mi pisito del año que viene! ¡Cómo nos veo en él! Pero nunca hay que pensar en la felicidad, eso atrae al diablo, pues es él quien ha inventado esa idea para hacer enloquecer al género humano. El concepto de paraíso es, en el fondo, más infernal que el de infierno. La hipótesis de una felicidad perfecta es más desesperante que la de un tormento sin descanso, ya que estamos destinados a no alcanzarla nunca. Afortunadamente, no puede uno apenas imaginársela: es lo que da consuelo. La imposibilidad en que se halla uno de probar el néctar hace que encontremos bueno el vino de Chambertin. ¡Adiós! ¡Lástima que sea tan tarde! Casi no tengo ganas de dormir y aún tenía muchas cosas que decirte, hablarte de tu drama, etc. El martes no hables de Du Camp con Gautier; déjale venir, si quieres que se haga tu amigo. Creo que Bouilhet es un tema que le divierte poco. ¿Es reconocerse mediocre el envidiar a alguien? Mil besos y ternuras.
Te beso en los labios.
Tu
[Croisset] Jueves, una de la noche [26-27 de mayo de 1853].
Haría mejor en seguir trabajando y escribirte mañana, pues estoy esta noche muy animado y en gran celo literario. Pero, como puede volver mañana, me haría retrasar demasiado la carta (por el gusto que me dan tus cartas, pienso que debes apreciar mucho las mías). Además, hay que desconfiar de estos grandes calentamientos. En ellos, aunque se tenga la visión larga, con frecuencia es turbia. Lo bueno de estos estados es que te dan temple e infunden en tu pluma una sangre más joven. Tiene uno en la cabeza toda clase de floraciones primaverales que no duran más que las lilas, marchitas en una noche, ¡pero que huelen tan bien! ¿Has sentido alguna vez como un gran sol que procedía del fondo de ti misma y te deslumbraba?
Sí, esto ha funcionado bien hoy. Me he librado más o menos de un diálogo archicortado, muy difícil. He escrito dos terceras partes de una frase «pohética» y he esbozado tres movimientos de mi farmacéutico que a la vez me daban mucha risa y mucho asco, hasta tal punto la cosa será fétida de ideas y de carácter. Tengo hasta finales de junio para esta primera parte. Lo he releído casi todo. El comienzo habrá que reescribirlo, o al menos corregirlo muchísimo. Es flojo y lleno de repeticiones. Buscaba la manera, que encontré más adelante. No me ha parecido largo y hay cosas buenas, pero aquí y allá ciertas elegancias pintorescas inútiles, la manía de describir en todo caso, que corta el movimiento y a veces la propia descripción y que da así, a veces, un carácter estrecho a la frase. No hay que ser indulgente. Me parece, por lo demás, que las partes hechas más recientemente son las mejores. Quizá sea una ilusión, pero a lo mejor no lo es, ya que, a medida que avanzo, me cuesta más. Si me cuesta más, es porque veo más lejos. Se puede juzgar el peso de un fardo por las gotas de sudor que te provoca.
¿Y tu drama? Aprieta bien tu plan, que avance cada escena, nada de rasgos inútiles, pon poesía en la acción, motiva bien cada entrada y cada salida, y que los versos sean tensos. ¿Por qué tengo buena opinión de ese drama? ¿Por qué tengo el presentimiento de que será bien recibido, aplaudido, de que será un éxito? Mándame un plan bien detallado, tengo curiosidad por verlo. ¡Probablemente, cómo discutiremos! […]
Reconoce que es algo fuerte lo de las mesas giratorias. ¡Oh, luz! ¡Oh, progreso! ¡Oh, humanidad! ¡Y se burlan de la Edad Media, de la Antigüedad, del vicario Paris, de Marie Alacoque y de la Pitonisa! ¡Qué eterno reloj de estupideces es el curso de los siglos! Los salvajes que creen disipar los eclipses de sol golpeando calderos no son peores que los parisinos que piensan que harán girar mesas apoyando el meñique en el meñique de su vecino. Es cosa curiosa cómo la humanidad, a medida que se hace autólatra, se vuelve estúpida. Las inepcias que excitan ahora su entusiasmo compensan en cantidad las pocas inepcias, pero más serias, ante las que se prosternaba tiempo ha. ¡Oh, socialistas! Ahí está vuestra úlcera: os falta el ideal, y esa misma materia que perseguís se os escapa de las manos como si fuese agua. La adoración de la humanidad por sí misma (lo que conduce a la doctrina de lo útil en el Arte, a las teorías de salvación pública y de razón de Estado, a todas las injusticias y a todas las constricciones, a la inmolación del derecho, a la nivelación de lo Bello), este culto del vientre, digo, engendra viento (perdón por el calambur), y no hay especie de tontería que no haga y que no entusiasme a esta época tan prudente. «Ah, yo no me dedico a lo vacío», dice. «¡Pobres, los que creyeron en la apoteosis o en el paraíso! Ahora se es más positivo, se, etc.» Y, sin embargo, ¡que longitud de zanahoria se traga este buen burgués de la época! ¡Qué memo! ¡Qué tonto! Pues la chabacanería no impide el cretinismo. Por mi parte, he asistido ya al cólera que devoraba las piernas de carnero que se enviaban a las nubes montadas en cometas, a la serpiente de mar, a Gaspar Hauser, a la col colosal, orgullo de China, a los caracoles simpáticos, a la sublime divisa «libertad, igualdad, fraternidad» grabada en el frontón de los hospitales, de las cárceles y de los ayuntamientos, al miedo a los Rojos, ¡al gran partido del orden! Ahora tenemos «el principio de autoridad que hay que restablecer». Se me olvidaban los «trabajadores», el jabón Ponce, las navajas de afeitar Foubert, la jirafa, etc. Pongamos en el mismo saco a todos los literatos que no han escrito nada (y que tienen reputaciones sólidas, serias) y que son tanto más admirados por el público, es decir, la mitad al menos de la escuela doctrinaria, a saber, los hombres que han gobernado realmente Francia durante veinte años.
Si se quiere tomar la medida de lo que vale la estimación pública, y qué hermosa cosa es «ser señalado con el dedo», como dice el poeta latino, hay que salir en París, por las calles, el martes de Carnaval. Shakespeare, Goethe, Miguel Ángel, jamás han tenido cuatrocientos mil espectadores a la vez, como ese buey. Lo que le acerca, por lo demás, al genio, es que después lo despedazan.
¡Pues bien, sí, me vuelvo aristócrata, aristócrata furibundo! Sin que, a Dios gracias, haya sufrido a manos de los hombres y aunque la vida, para mí, no haya carecido de cojines en que yo me acomodaba por los rincones, olvidando a los demás, odio mucho a mis semejantes y no me siento su semejante. A lo mejor es un orgullo monstruoso, pero que el diablo me lleve si no siento tanta simpatía por los piojos que roen a un mendigo como por el propio mendigo. Estoy seguro, además, de que los hombres no son más iguales entre sí que iguales son las hojas de los bosques: se atormentan juntas, eso es todo. ¿Acaso no estamos hechos de las emanaciones del Universo? La luz que brilla en mi ojo quizá se tomó en el foco de algún planeta aún desconocido, distante un billón de leguas del vientre en el que se formó el feto de mi padre. Y si los átomos son infinitos y pasan así a las Formas como un río perpetuo que corre entre sus orillas, ¿quién retiene, quién liga los Pensamientos? A veces, a fuerza de contemplar un guijarro, un animal o un cuadro, me he sentido entrar en él. Las comunicaciones interhumanas no son más intensas.
¿De dónde vienen las melancolías históricas, las simpatías a través de los siglos, etc.? Enganche de moléculas que giran, dirían los epicúreos. Sí, pero las moléculas de mi cuerpo vivo no giran, y en fin, porque un imbécil tenga dos pies como yo, en vez de tener cuatro como un burro, no me creo obligado a quererle, o al menos, a decir que le quiero y que me interesa.
Hubo un tiempo en que el patriotismo se extendía a la ciudad. Después, el sentimiento, poco a poco, se ensanchó junto con el territorio (al revés que los pantalones: primero engorda el vientre). Ahora la idea de patria, a Dios gracias, ha muerto casi, y estamos en el socialismo, en el humanitarismo (si es lícito expresarse así). Creo que más tarde se reconocerá que el amor a la humanidad es algo tan pobre como el amor de Dios. Se amará lo justo en sí, por sí, lo Bello por lo bello. El colmo de la civilización será no necesitar ningún buen sentimiento, o lo que llaman así. Los sacrificios serán inútiles; sin embargo, ¡siempre harán falta unos pocos gendarmes! Estoy diciendo grandes tonterías, pero la única enseñanza que puede obtenerse, no obstante, del régimen actual (basado sobre la bonita frase vox populi, vox Dei) es que la idea del pueblo está tan gastada como la del rey. Que pongan juntas la bata del trabajador y la púrpura del monarca, y que me las tiren juntas a las letrinas para esconder allí conjuntamente sus manchas de sangre y de fango; están tiesas.
Adiós, ¡qué tarde es! Te beso por todas partes, con el corazón y el cuerpo, a ti, con quien me fundo y me confundo. Por eso firmo siempre con esta única palabra.
Tu
[Croisset] Medianoche del miércoles [1 de junio de 1853].
Acabo de escribir al gran hombre (la carta saldrá pasado mañana, a más tardar), lo que no era fácil a causa de la medida que quería yo mantener. Ha hecho demasiadas canalladas para que pueda yo expresarle una admiración sin reservas (sus aplausos a mediocridades, la Academia, su ambición política, etc.). Por otra parte, me ha causado tantas buenas horas de entusiasmo, me ha hecho tener tan buenas erecciones (si puede uno expresarse así), que me era muy difícil mantenerme justo entre la tiesura y la adulación. Creo, no obstante, haber sido a la vez educado y sincero (cosa infrecuente). […]
Llevo tres días haciendo dos correcciones que no quieren venir. ¡Todo el día del lunes, y el martes, ocupados buscando dos líneas! Releo a Montesquieu, acabo de repasar todo Candide; nada me asusta.
¿Por qué, a medida que creo acercarme a los maestros, el arte de escribir en sí me parece más impracticable y me siento cada vez más asqueado de todo lo que produzco? ¡Ay, la frase de Goethe, «Quizá habría sido yo un gran poeta, si la lengua no se hubiese mostrado indomable»! ¡Y era Goethe!
Bouilhet me ha leído todo lo que le dices de Leconte. Me ha entristecido. Aparte de esa separación en el ferrocarril, que siento y comprendo, no admito el resto de la historia ni del personaje. Esos dos años pasados en la absorción completa de un amor feliz me parecen una cosa mediocre. Los estómagos que encuentran su satisfacción en el rancho humano no son amplios. Aún, si fuera la tristeza, bien. Pero ¿la alegría? ¡No, no! Es largo, dos años transcurridos sin la necesidad de salir de aquí, sin escribir una frase, sin volverse hacia la Musa. ¿En qué emplear, pues, las horas de uno, cuando los labios están ociosos? ¿En amar? ¿En amar? Estas embriagueces me rebasan, y hay en ellas una capacidad de felicidad y de pereza, algo satisfecho que me asquea. ¡Ah, poeta, te consuelas con la literatura! Las castas hermanas vienen detrás de la señora, y tu lirismo no es más que una excitación de amor desviado. Pero es castigado por ello, ese buen muchacho, le falta un poco la vida en sus versos, su corazón no sale de su chaleco de franela, y al permanecer entero dentro de su pecho, no calienta su estilo. ¡Quejarse, además, denunciar la traición, no comprender (y cuando se es poeta) esa suprema poesía de la nada-viva, de la prenda que se gasta, o del sentimiento que huye! Todo eso es muy sencillo, no obstante. No declamo contra el bueno de De Lisie, pero digo que me parece un poco ordinario en sus pasiones. El verdadero poeta, para mí, es un sacerdote. En cuanto se pone la sotana, ha de abandonar a su familia.
Para sujetar la pluma con brazo firme hay que hacer como las amazonas, quemarse todo un lado del corazón.
Tú eres la mejor mujer del mundo, y la naturaleza más cándida. Tu propuesta de ir a visitar a esa señora no tenía sentido común; me permitirás que te lo diga. ¿No ibas a defenderle a él? Y ¿qué habrías contestado a la primera frase, cuando ella te hubiera replicado: «Usted, ¿en qué se mete?»?
También hay otra cosa que me ha parecido ligeramente burguesa en ese mismo individuo: «Jamás he podido ni ver a una puta».
Pues bien, ¡declaro que yo he podido, con frecuencia! Y en cuanto a asco, toda esa gente asqueada me asquea mucho. ¿Creía él acaso que no chapoteaba de lleno en la prostitución cuando iba a enjugar con su cuerpo las sobras del marido? La señora, sin duda, tenía a un tercero, y en los brazos de cada uno de los tres, pensaba en un cuarto. ¡Oh, ironía del coito! Pero no importa. Como no tenía carné, el bueno de De Lisie podía verla.
Declaro que esta teoría me sofoca. Hay cosas que me hacen juzgar a los hombres a primera vista: primero, la admiración por Béranger; segundo, el odio a los perfumes; tercero, el amor por las telas gruesas; cuarto, la barba recortada en collar; quinto, la antipatía hacia el burdel. ¡Cuántos he conocido, de esos buenos jóvenes, que alimentaban un santo horror por las casas públicas, y que te agarraban, con sus así llamadas «queridas», las sífilis más hermosas del mundo! El Barrio Latino está lleno de esta doctrina y de estos accidentes. Quizá sea una afición perversa, pero me gusta la prostitución por ella misma, independientemente de lo que hay debajo. Nunca he podido ver pasar, bajo los faroles de gas, a una de esas mujeres escotadas, bajo la lluvia, sin un galope del corazón; igual que los hábitos de los monjes, con su cordón de nudos, me cosquillean el alma en no sé qué rincones ascéticos y profundos. En esta idea de la prostitución existe un punto de intersección tan complejo, lujuria, amargura, vaciedad de las relaciones humanas, frenesí del músculo y tintineo del oro, que si miras al fondo te viene el vértigo, ¡y se aprenden ahí tantas cosas! ¡Y se siente uno tan triste! ¡Y se sueña tan bien con el amor! Ah, fabricantes de elegías, no es sobre ruinas donde tenéis que apoyar vuestro codo, sino sobre el pecho de estas mujeres alegres.
Sí, algo le falta al que nunca se ha despertado en un lecho sin nombre, al que no ha visto dormir sobre su almohada una cabeza que no volverá a ver y que, al salir de ahí al amanecer, no ha cruzado los puentes con ganas de arrojarse al agua, hasta tal punto le subía la vida, en eructos, desde el fondo del corazón hacia la cabeza. ¡Y aunque no fuera más que el vestido impúdico, la tentación de la quimera, lo desconocido, el carácter maldito, la vieja poesía de la corrupción y de la venalidad! En los primeros años en que estaba yo en París, en verano, en los atardeceres muy calurosos, iba a sentarme delante de Tortoni, y mientras veía ponerse el sol, miraba pasar a las putas. Allí me devoraba de poesía bíblica. Pensaba en Isaías, en la «fornicación de los altos lugares», y subía la calle de La Harpe repitiéndome este final de versículo: «Y su garganta es más suave que el aceite». ¡Que me lleve el diablo si alguna vez he sido más casto! No hago más que un reproche a la prostitución, es que es un mito. La mujer mantenida ha invadido el desenfreno, como el periodista la poesía; nos ahogamos en las medias tintas. La cortesana no existe, nó más que el santo; hay gorronas y furcias, lo que es aún más fétido que la modistilla.
Me sucede en casa algo triste, y que me apena: el tío Parain está cayendo en la infancia, y a veces desvaría completamente. Este buen hombre, cuyo encanto estaba hecho de un ánimo un poco loco y juvenil, es ahora un anciano. Su buena índole se trasluce; al hablar de nosotros, sobre todo de mí, llora, y en sus machaconerías vuelven sin cesar nuestra fortuna, mis éxitos futuros, la manera de que yo salga adelante, y mi elogio. Me desconsuela. Cree que voy a publicar dentro de seis semanas, y seis libros de un solo golpe, etc.
No tenemos suerte, mi madre y yo. A la gente que nos rodea acaba por darle vueltas la cabeza. Sea por eso o por otra cosa, de todos modos, ahí van dos (Hamard y él) que palman; sin contar a Du Camp, que tampoco volvió muy sano de su viaje conmigo. ¿Qué tengo, entonces? Siento en mí grandes torbellinos, pero los comprimo. ¿Acaso trasuda algo de todo lo que uno no dice? ¿Estoy yo mismo algo loco? Así lo creo. Las afecciones nerviosas, además, son contagiosas, y quizá he necesitado una constitución de alma robusta para resistir a la carga que redoblaban mis nervios sobre la piel de asno de mi entendimiento.
Para mí, tengo un exutorio (como dicen en medicina). Ahí está el papel, y me alivio. Pero la humedad de mis humores puede filtrarse al exterior y hacer daño, a la larga. Tiene que haber algo de cierto en eso.
¿Por qué me dijo un frenólogo que yo estaba hecho para ser domador de fieras? ¿Y otro que debía magnetizar? ¿Por qué todos los locos y todos los cretinos me siguen, pegados a mis talones como perros (experiencia que he renovado varias veces), etc.? «No le ocurrirá a usted nada malo», me dijo el señor Jorche (intérprete del consulado) en la primera visita que le hice al llegar a Alejandría. «¿Por qué?» «Porque tiene usted el ojo oriental.» «¿Cómo?» «Sí, la mirada extraña, les gustan esas caras.»
Adiós a ti, que eres aficionada a los locos, los cretinos, las fieras y los árboles, y que me amas. Esa palabra, árabes, me hace pensar en el tesoro de las huríes.
Un beso. Vamos, reanímate. Me parece que estás muy sombría desde hace algún tiempo. Traza decididamente el plan de tu drama y envíamelo. Otros mil besos. […]
[Croisset] Lunes, doce y media de la noche [6-7 de junio de 1853].
Mañana por la mañana llevaré yo mismo esta carta al correo. Tengo que ir a Ruán para un entierro, el de la señora Pouchet, la esposa de un médico, fallecida anteayer en la calle, donde se cayó del caballo, junto a su marido, víctima de una apoplejía. Aunque apenas soy sensible a las desgracias ajenas, lo soy a ésta. Ese Pouchet es un buen chico, que no tiene clientela alguna y se ocupa exclusivamente de zoología, campo en el que es erudito. Su mujer, una inglesa muy guapa y de excelentes modos, le ayudaba mucho en sus trabajos. Dibujaba para él, corregía sus pruebas, etc. Habían viajado juntos, era un compañero. El pobre hombre es completamente sordo, y poco alegre de natural. Quería mucho a esa mujer. La soledad que va a padecer, como el desgarro que ha sufrido, será atroz. Bouilhet, que vive enfrente de ellos, ha visto cómo traían su cadáver en un fiacre, y al hijo que bajaba a su madre, con un pañuelo sobre el rostro. En el mismo momento en que entraba así en su casa, con los pies por delante, un recadero traía un ramo de flores que ella había encargado por la mañana. ¡Oh, Shakespeare!
En el fondo de todas nuestras conmiseraciones hay egoísmo, y lo que siento por ese pobre marido, buen hombre a lo demás, y que sentía por mi padre una auténtica veneración de discípulo, viene de un retorno que hago sobre mí mismo. Pienso en lo que experimentaría si tú murieses, pobre Musa, si no te tuviera ya. No, no somos buenos; pero esa facultad de asimilarse a todas las miserias y de suponer que se tienen, es quizá la verdadera caridad humana. Hacerse así centro de la humanidad, tratar, en suma, de ser su corazón general en el que se reúnen todas las venas dispersas…, ¿sería a la vez el esfuerzo del hombre más grande, y del mejor? No lo sé. Como por lo demás hay que aprovecharse de todo, estoy seguro de que mañana la cosa será de un dramático muy sombrío, y que ese pobre sabio estará lamentable. Ahí encontraré quizá cosas para mi Bovary. Esta explotación a la que voy a dedicarme, y que parecería odiosa si se revelase a alguien, ¿qué tiene de malo? Espero hacer derramar lágrimas a los demás con las lágrimas de uno solo, pasadas después por la química del estilo. Pero las mías serán de un orden de sentimiento superior. Ningún interés las provocará, y es preciso que mi personaje (también es médico) os conmueva por todos los viudos. Estas pequeñas amabilidades, por lo demás, no son tarea nueva para mí, y tengo método en estos estudios. Yo mismo he hecho mi propia disección a lo vivo en momentos poco divertidos. Conservo en mis cajones fragmentos de estilo sellados con triple lacre, y que contienen atestados tan atroces que tengo miedo de volver a abrirlos, cosa muy tonta por otra parte, pues los sé de memoria. […]
Me hablas de que lea no sé qué número de La Revue des Deux Mondes. «No tengo tiempo de mantenerme al corriente» (frase de mi buen profesor de historia, Chéruel). Dos horas para las lenguas, ocho de estilo, y por la noche, en la cama, una hora más para leer a cualquier clásico. Me parece que es razonable. ¡Ah, cómo querría tener tiempo para leer! ¡Cómo querría dedicarme un poco a la historia, que devoro tan a gusto, y a la filosofía, que tanto me divierte! Pero la lectura es una sima; de ella no se sale. Me estoy volviendo ignorante como un burro. ¡Qué importa! Hay que rascar la guitarra y es duro, es largo.
Es una cosa a la que es preciso que te acostumbres tú, a leer todos los días (como un breviario) algo bueno. A la larga, se infiltra. Yo me he atiborrado a ultranza de La Bruyère, de Voltaire (los cuentos) y de Montaigne. Lo que ha llevado a Bouilhet a su verso de Melanis es el latín, puedes estar segura. Nadie es original en el sentido estricto de la palabra. El talento, como la vida, se transmite por infusión, y hay que vivir en un ambiente noble, adoptar el espíritu de buena compañía de los maestros. No hay mal alguno en estudiar a fondo un genio totalmente diferente del que tiene uno, porque no se puede copiar. La Bruyére, que es muy seco, me ha servido más que Bossuet, cuyos arranques me iban mejor. Tu verso es con frecuencia filosófico o vacío, coloreado a ultranza y un poco enredado. Lee, relee, disecciona, excava en La Fontaine, que no tiene ninguna de esas cualidades ni de esos defectos. No temo, Dios mío, que escribas fábulas.
¡Qué ganas tengo de que disfrutemos juntos de ratos de ocio! ¡Qué lecturas haremos! ¡Qué panzadas de Arte! No vuelvas a decirme que pongo en nuestra separación una terquedad salvaje, una deliberación encarnizada. ¿Crees que me divertiría haciéndonos sufrir si no sintiera que es necesario, imprescindible? Mi libro ha de hacerse, y bien, o reventaré. Luego adoptaré un género de vida diferente. Pero no es en mitad de una obra tan larga cuando puede uno moverse. Jamás escribiré bien en París, lo sé. Pero puedo preparar mi trabajo, y es lo que haré durante los meses de invierno que pase allí. Para escribir necesito la imposibilidad (aunque lo quisiera) de ser molestado.
¡Ese Énault, que se marcha a Oriente! Como para asquearse de Oriente. ¡Cuando pienso que semejante caballero va a mear en la arena del desierto! ¡Y seguro que él también va a publicar un viaje a Oriente! Pues bien, también yo haré algo oriental (dentro de dieciocho meses), pero sin turbantes, pipas ni odaliscas, Oriente antiguo. Y el Oriente de todos esos emborronadores será por fuerza como un grabado al lado de una pintura. En efecto, ése es el cuento egipcio que me ronda la cabeza. Sólo temo que, una vez en las notas, no pueda pararme, y la cosa se hinche. ¡Aún tendría para años! Bueno, ¿y qué más da, si me divierte, y si más tarde resulta bueno? En el fondo, publicar es una estupidez. […]
Acabo de releer Grandeza y decadencia de los romanos, de Montes-quieu. ¡Bonito lenguaje, bonito! Acá y allá hay frases tensas como los bíceps de un atleta, ¡y qué profundidad crítica! Pero repito una vez más que hasta nosotros, hasta los muy modernos, no se tenía idea de la armonía sostenida del estilo. Los quien, los que embrollados unos con otros, aparecen incesantemente en esos grandes escritores. No ponían ningún cuidado en las asonancias, su estilo con mucha frecuencia carece de movimiento, y los que tienen movimiento (como Voltaire) son secos como la madera. Ésa es mi opinión. Cuanto más avanzo, menos buenos encuentro a los demás, y a mí mismo.
Adiós, son las dos pasadas; he de levantarme a las siete. Mil tiernos besos por todas partes.
Tuyo. Tu
[Croisset] Martes, una de la madrugada [14-15 de junio de 1853].
[…] ¿Te he contado la anécdota de un cura de Trouville, en cuya casa cenaba yo un día? Cuando rechacé el champán (había bebido y comido ya hasta caerme bajo la mesa, pero el cura seguía trasegando), se volvió hacia mí, y con un ojo, ¡qué ojo!, en el que había envidia, admiración y desdén a la vez, me dijo, encogiéndose de hombros: «¡Venga ya! Vosotros, los jóvenes de París, que en vuestras cenitas finas trincáis con champán, cuando venís después a provincias os hacéis los remilgados». ¡Y cómo se sobreentendían, entre cenitas finas y trincáis, las palabras: con actricesl ¡Qué horizontes mentales! Y decir que yo le excitaba, a aquel buen hombre. A este respecto, voy a permitirme una pequeña cita:
«—¡Vamos ya!, dijo el farmacéutico encogiéndose de hombros, ¡las fiestas reservadas en el restaurante!, ¡los bailes de máscaras!, ¡el champán! Todo eso correrá, se lo aseguro.
»—Yo no creo que se moleste, objetó Bovary.
»—Ni yo tampoco, replicó vivamente el señor Homais, aunque tendrá que seguir a los demás, so pena de pasar por un jesuíta. ¡Y no sabe usted la vida que llevan esos golfos en el Barrio Latino, con actrices! Por lo demás, los estudiantes están muy bien vistos en París. Por poco que tengan algún talento atractivo, se les recibe en los mejores ambientes, e incluso hay señoras del faubourg Saint-Germain que se enamoran de ellos, lo que les da ocasiones, más tarde, de hacer a veces magníficas bodas.»
En dos páginas he resumido, creo, todas las idioteces que se dicen en provincias sobre París, la vida de estudiante, las actrices, los timadores que te abordan en los jardines públicos, y la cocina de restaurante, «siempre más nociva que la cocina casera».
Esa rigidez de que me acusa Préault me extraña. Por lo demás, parece que cuando llevo traje negro ya no soy el mismo. Cierto es que entonces llevo un disfraz. La fisonomía y los modales deben resentirse. ¡Lo externo actúa tanto sobre lo interior! Es ese casco el que moldea la cabeza; todos los soldados llevan encima la rigidez imbécil del alineamiento. Bouilhet pretende que tengo, en sociedad, el aspecto de un oficial vestido de burgués. Jodido aspecto! ¿Por eso me había apodado «el comandante» el ilustre Turgan? También sostenía que yo tenía aire militar. No se me puede hacer un cumplido que me resulte menos agradable. Si Préault me conociese, probablemente me hallaría, al contrario, demasiado desaliñado, como el bueno del capitán. Pero ¡qué bien tuvo que estar Ferrat, con su «buena furia meridional»! Me lo imagino haciéndose el gascón; ¡es enorme! Hablas de grotesco; lo grotesco me abrumó en el entierro de la señora Pouchet. Decididamente, Dios es romántico; mezcla continuamente los dos géneros. Mientras yo veía al pobre Pouchet torcerse de pie, como una caña al viento, ¿sabes lo que tenía a mi lado? Un señor que me hacía preguntas sobre mi viaje: «¿Hay museos en Egipto? ¿Cuál es el estado de las bibliotecas públicas?» (textual). Y al demoler yo sus ilusiones, quedaba desolado. «¡Será posible! ¡Qué desdichado país! ¿Cómo la civilización…?», etc. Al ser el entierro protestante, el sacerdote habló en francés al borde del hoyo. Mi vecino lo prefería… «Además, el catolicismo está desprovisto de esas flores de retórica.» ¡Oh hermanos, oh mortales! Y decir que siempre se ve uno engañado; que por muy ocurrente que se crea uno, la realidad lo aplasta siempre… Yo iba a esa ceremonia con la intención de entonarme la mente ideando algo refinado, tratando de descubrir piedrecillas, ¡y me cayeron bloques en la cabeza! Lo grotesco me ensordecía, y lo patético se convulsionaba ante mis ojos. De donde saco (o más bien vuelvo a sacar) esta conclusión: Nunca hay que temer el ser exagerado. Todos los grandes lo han sido: Miguel Ángel, Rabelais, Shakespeare, Molière. Se trata de hacer tomar una lavativa a un hombre (en Pourceaugnac); no se trae una jeringa, no; se llena el teatro de jeringas y de boticarios. Eso es sencillamente el genio en su verdadero centro, que es lo enorme. Pero para que la exageración no aparezca, ha de ser por doquier continua, proporcionada, armónica consigo misma. Si tus tipos miden cien pies, las montañas han de medir veinte mil. Y ¿qué es lo ideal, sino ese aumento?
Adiós, mil besos, trabaja mucho; no veas más que a los amigos, sube a la torre de marfil y que sea lo que Dios quiera.
Un beso más. Tuyo