INTRODUCCIÓN

Quijote y Sancho son más reales que el soldado español que los inventó, pero ninguna criatura de Flaubert es real como Flaubert. Quienes dicen que su obra capital es la Correspondencia pueden argüir que en esos varoniles volúmenes está el rostro de su destino.

BORGES

A Gustave Flaubert le irritaba el hecho de ser conocido en su tiempo casi exclusivamente como «el autor de Madame Bovary»; llegó a manifestar su deseo de adquirir los ejemplares sobrantes de su novela para quemarlos, con el fin de terminar de una vez por todas con la, para él, insoportable condición de ser el creador de una sola gran obra, de ver su talento oscurecido por el éxito de Madame Bovary, de resultar, en una palabra, engullido por su propia criatura. Otro tanto les ha ocurrido a otros miembros de las «santas trinidades» que nombra Barbedette (Beckett, Borges, Nabokov, Proust, Joyce, Kafka…).

Hoy estaría satisfecho (suponiendo que algo fuera capaz de satisfacerle del todo). Flaubert ha dejado de ser, al menos para sus incondicionales, el autor de, Madame Bovary, Salammbó, L'Education sentimentale, La Tentation de Saint Antoine, Trois Contes…y el padre postumo de Bouvard et Pécuchet. Todo ello constituye la punta de un iceberg, cuya masa está formada por las obras de juventud, el teatro, las versiones inéditas de libros publicados más tarde, y sobre todo la descomunal Correspondencia (cerca de tres mil ochocientas cartas en la mejor edición, la de M. Bardéche para el Club de l'Honnéte Homme). Es más que probable que «el oso», «San Policarpo», «el ermitaño de Croisset», no hubiera apreciado, sin embargo, esta ampliación de sus obras completas a costa de su intimidad; su sobrina del alma Caroline Franklin-Grout, basándose en parecidas premisas, no autorizó hasta 1926 la divulgación de las «inestimables cartas» (así las llama Jacques Suffel) a Louise Colet, y, anciana pudorosa, condenó a la hoguera las misivas de Louise a su tío, pues ofendían su sensibilidad. Con ello, apunta con humor Vargas Llosa, se ganó el odio eterno de los adictos.

La Correspondencia de Flaubert no es, en cualquier caso, mera masa de papel y carnaza para chismosos y mirones; quien busque en ella secretos de alcoba deberá espigar y trabajar de firme. Sí es, como indica Genette señalando hacia el Diario de Kafka, un documento insustituible que ilumina uno de los casos más agudos de la pasión (en los dos sentidos del vocablo) de escribir, la literatura vivida a la vez como necesidad y como imposibilidad, es decir, como una especie de vocación prohibida; lo que la Correspondencia demuestra es que rebosaba de cosas por decir: entusiasmos, amores, odios, rencores, desprecios, sueños, recuerdos… Para Sigaux, esta correspondencia, «quizá la más hermosa del siglo», es «confesión, ensayo, diario, memorias, y no puro discurso». Su valor, señalan los escritores profesionales, alcanza a la propedéutica del oficio; es, escribe Vargas Llosa, «el mejor amigo para una vocación literaria que se inicia, el ejemplo más provechoso con que puede contar un escritor joven en el destino que ha elegido». Lejos de elucubrar, como harán los críticos más tarde, sobre el valor —simbólico, social, psicológico…— de la propia obra creativa, las cartas cuentan la historia de la misma, y esta historia así contada es, a decir del autor de La orgía perpetua, mucho más fidedigna de lo que habría sido un «Diario de Madame Bovary», en razón de su espontaneidad y libertad: Flaubert no sabía que alguien más leería las cartas cien años después, ni que en ellas hacía la historia de su novela y «esbozaba la más revolucionaria teoría literaria de su siglo».

Afirmar, como acabo de hacerlo, que Flaubert se ha convertido en el autor de la Correspondencia, no es una exageración si se examinan opiniones de hace ya más de medio siglo. Gide, citado por Levin, afirmaba en sus Interviews imaginaires que cambiaría las novelas de Gustave Flaubert por sus cartas; y en Le côté de Guermantes, Proust hace decir a la condesa de Arpajon: «Por lo demás, encuentro que las correspondencias tienen un encanto especial […]. ¿Han observado ustedes que con frecuencia las cartas de un escritor son superiores al resto de su obra? ¿Cómo se llama ese autor que escribió Salammbó? […]. En todo caso, prosiguió ella, ¡qué curiosa es su correspondencia, y cómo supera a sus libros! Además es explicable, pues por todo lo que dicen sobre el esfuerzo que le costaba hacer un libro, se ve que no era un auténtico escritor, un hombre capacitado».

Seleccionar un aspecto de las cartas y definir el conjunto con una fórmula lapidaria es, por otra parte, dar muestras de partidismo. Sartre, que escribió tres gruesos volúmenes inspirados por el más puro imperialismo freudiano y la más profunda aversión a un novelista «burgués» (Flaubert y Sartre emplean la palabra en distinto sentido), para rendir cuenta de todo Flaubert (niño, hijo, escritor, amigo…) se atrevió a llamar a la Correspondencia «traité de la vaine cupidité». La razón es que, a juicio de Sartre, Flaubert se queja en sus cartas, con excesiva frecuencia, de no ser rico. Pero no es éste el lugar para atacar a un Sartre que estaba ya, al escribir L'Idiot de la famille, en una fase que Severo Sarduy califica maliciosamente de «arqueológica»; Sartre se apoyó en la propia Correspondencia de Flaubert, en el Diario de los Goncourt, en los poco fiables Souvenirs littéraires de Maxime Du Camp, pero no es seguro que estuviese en condiciones de comprender a Flaubert. Barthes ha explicado una de las razones de esa incomprensión: «Flaubert, por el trabajo del estilo, es el último escritor clásico; pero, como ese trabajo es desmesurado, vertiginoso, neurótico, molesta a las mentes clásicas, desde Faguet hasta Sartre. Por eso se convierte en el primer escritor de la modernidad: porque accede a una locura. Una locura que no depende de la representación, de la imitación, del realismo, sino que es una locura de la escritura, una locura del lenguaje». Y la mayor crueldad, el epitafio más malvado y merecido a L'Idiot de la famille, ya lo ha escrito Julian Barnes: «Jean-Paul Sartre. Se pasó diez años escribiendo L'Idiot de la famille en lugar de escribir panfletos maoístas. Es como una Louise Colet de altos vuelos, que malgastó el tiempo importunando a Gustave, que lo único que quería era que le dejasen en paz. Concluir de todo ello: "Más vale malograr la ancianidad que no saber qué hacer con ella"». Claro que estas venenosas líneas figuran en el propio Diccionario de tópicos de Julian Barnes —del narrador de El loro de Flaubert, quiero decir—, lo que eventualmente podría exculparle, en caso de un ataque por sartristas furibundos.

La correspondencia de Gustave Flaubert, y en particular la que envió a Louise Colet, es «la fuente de información biográfica, psicológica y crítica más preciosa que poseemos sobre el maestro de Croisset, pues [las cartas] abarcan los diez años dedicados a la primera versión de Saint Antoine y de Madame Bovary», dice Dumesnil. No deja de ser sintomático que Stephen Ullmann cierre su Style in the French Novel precisamente con una cita de la Correspondencia —la referente a forma y fondo, abrigo y cuerpo—, en que Flaubert se anticipa, a su juicio, a las ideas modernas al respecto. Pero quizá lo más seductor de las cartas de Flaubert sea su estilo, absolutamente alejado de la perfección hierática de los textos trabajados. Ya insistió en ello Thibaudet, para quien puede ser «la más importante Correspondencia de un literato en el siglo XIX», porque «se ve en ella uno de sus estilos nuevos, el estilo en estado libre, las frases del recreo que suceden bruscamente a las frases del aula; el torrente de las ideas, de las imágenes, de los absurdos, de las bufonadas, de las obscenidades; la savia provincial, el terruño normando. La novela de Flaubert y de los Goncourt, sostenida por esas inmensas subestructuras que son la Correspondencia del uno y el Diario de los otros, nos expone y nos explica con gran claridad, y de una manera que no se encontraría en otra parte, la relación del romanticismo con la vida. La Correspondencia, una vez publicada, ha contribuido poderosamente a mantener a Flaubert en el primer rango, a retrasar o amortiguar las reacciones inevitables que se han producido contra su arte y su influencia. Ella ha dado al artista la añadidura del hombre».

En varias cartas, Flaubert alude al temperamento «meridional» de su amante. Louise Révoil había nacido, en efecto, el 15 de septiembre de 1810 —once años antes que Gustave— en Aix-en-Provence. Louise es la menor de siete hermanos; a la muerte de su padre (que era director de Correos, y no pintor, como ella trató de hacer creer más tarde), se instala en la finca de Servanes, propiedad de unos parientes: el castillo rodeado de robles y pinos, «les Baux», las ruinas famosas, influirían sin duda en la eclosión de la sensibilidad poética de una muchacha de quince años. Louise se convierte en la musa oficial del salón de la señora Julie Périé, y tiene un idilio con el poeta Arsene Thévenot. Para casarse, elige al flautista Hippolyte Colet, nacido un año antes que ella, alumno del Conservatorio de 1828 a 1833 y acreedor al segundo Premio de Roma en 1834. La boda se celebra en diciembre de 1835 en Mouriés, y la joven pareja, tras la muerte de la madre de Louise, se traslada a París.

Los comienzos no son fáciles. Louise consigue colocar unos versos en L'Artiste, pero no tiene éxito con Les Fleurs du Midi; entonces empieza a pedir subvenciones y a correr tras los premios literarios. Sus intrigas cerca de la princesa Marie d'Orléans le valen, desde julio de 1837, una pensión del Estado; Dumesnil calcula que así obtuvo, de uno y otro lado, unos cien mil francos-oro.

1838 es un año afortunado para Louise: conoce al ilustre filósofo Victor Cousin, lo seduce, y vivirá a sus expensas dieciséis años. Hippolyte Colet no es el menos beneficiado, pues en noviembre de 1839, a pesar de la oposición de Cherubini, director del Conservatorio Nacional, obtiene la cátedra de armonía y contrapunto. En mayo del mismo año, la Academia —¿alentada por Béranger? ¿por Cousin?— corona «Le Musée de Versailles», un largo poema insípido, a gusto de Dumesnil. En 1840, Louise espera su primer hijo. En junio, el periodista Alphonse Karr escribe malévolamente en Les Guêpes (Las Avispas): «La señora Révoil, después de una unión de varios años con el señor Collet [sic], ha visto, al fin, su matrimonio bendecido por el Cielo y está a punto de dar a luz algo distinto de un alejandrino; cuando el venerable Ministro de Educación (Victor Cousin) se ha enterado de las circunstancias, consciente de su deber para con la literatura, ha hecho por la señora Collet lo que habría hecho sin duda por cualquier otra mujer de letras. La ha rodeado de cuidados y atenciones; no le permite salir, si no es en su propio carruaje. En una cena en casa del señor Pongerville, aunque estaba cansado y muy deseoso de irse a su casa, el Señor ministro esperó a la interesante poetisa, para llevarla al hogar en su propio brougham […]. Todo el mundo espera que no rehuse el apadrinar a la futura criatura».

Las sempiternas mentes ingeniosas atribuyeron a Karr la afirmación de que el embarazo se debía a «une piqûre de cousin» [una picadura de mosquito], chiste que, de hecho, no figura en Les Guépes. En todo caso, la enfurecida Louise visita al periodista y le clava un cuchillo de cocina, sin más graves consecuencias. En su salita, muy frecuentada por la sociedad parisiense, Karr colgará el sangriento recuerdo, con una inscripción: «Regalado por la Sra. Colet… en la espalda». Este escándalo acrecienta la fama de Louise, que se convierte, para los articulistas, en Charlotte Corday o en Lucrecia. Pero ella no ceja en su ambición literaria; en el Théâtre de la Renaissance estrena una comedia en un acto y en verso, La Jeunesse de Goethe, que fracasa con estrépito. Théophile Gautier reseña la obra en los siguientes términos: «Esta sedicente comedia rebosa de versos desagradables para la crítica. El pobre Schlegel, que sin embargo era un hombre de mucha ciencia e ingenio, resulta maltratado en exceso. Cierto es que la señora Collet [sic], de soltera Révoil, no aprecia mucho el ingenio:

Pues el ingenio es a menudo la indigencia del corazón,

dice, en un francés bastante raro, en el último verso de su pieza. En este caso, el corazón de la señora Collet, de soltera Révoil, debe ser extremadamente rico. La versificación de la laureada es débil, incolora y de un gusto mediocre; la frase es pastosa, sin un dibujo definido, y carece totalmente de estilo. Para un premio de poesía, para una musa coronada, no es nada brillante».

Y es que, como dice uno de sus biógrafos, la vida de Louise Colet es la triste historia del distanciamiento que inspiró a quienes debía y quería agradar. Una anécdota la retrata: rechazó airadamente una pensión concedida por Cavé, director de Bellas Artes; se arrepintió, después de haber escrito la carta de rechazo, y Victor Cousin tuvo que intrigar, poniendo paños calientes y disculpas, para recuperar la carta y asegurar la pensión…

En 1842, por mediación de Cousin, llega hasta el círculo de amistades de Madame Récamier; se instala en la calle de Sevres, frente a la Abbaye au Bois, y traba amistad con el escultor Pradier —«Fidias», en las cartas de Flaubert—, quien la presentará al futuro novelista en 1846. Para entonces, Pradier llevaba un año aconsejando a Gustave la búsqueda de una amante fija, por razones estrictamente higiénicas. Flaubert conoce a Louise en el taller de Pradier, posando; a finales de julio vuelve a verla, la lleva al Bois y sin dilación se hacen amantes. Madeau cree que el inicio de su relación con Louise Colet fue para Flaubert «el fin de un largo período de castidad» y «un momento de transformación intelectual, de ruptura definitiva con su juventud». Si lo segundo no admite reparos, la castidad aludida merecería alguna puntualización; también Enid Starkie subraya el carácter más bien teórico de la experiencia amorosa de la que Flaubert alardea ante Louise. De hecho, se sabe que antes de los veinticuatro años, edad a la que conoció a Louise, Gustave se había enamorado perdidamente de Elisa Schlésinger, una dama a la que vio en Trouville (y que fue, según algunos biógrafos, la gran pasión de su vida, convirtiéndose ,en la señora Arnoux de L'Éducation Sentimentale); había tenido en 1840, en el Hotel Richelieu de Marsella, un idilio fugaz y ardiente con Eulalie Foucauld de Langlade—dama de quien se conservan varias apasionadas cartas a Gustave—; había visitado asiduamente los prostíbulos, según asegura reiteradas veces. Otra cosa es que, como él mismo lo afirma [véase más adelante la carta 2], permaneciera casto durante cerca de tres años, exageración manifiesta.

Si nos preguntamos quién cazó a quién, Barnes hace decir a Louise, en frase imaginada: «La presa atrapada no fue él, sino yo». Cierto es que la Louise Colet de treinta y cinco años que conoce al joven de veinticuatro posee fama, belleza y éxito; que poco puede impresionarla un autor provinciano sin obra publicada. Sartre, en cambio, atento a subrayar la índole femenina y pasiva de Flaubert, sostiene que fue Louise, de personalidad más viril, quien lo sedujo a instancias de Pradier, que lo preparó todo, lo que no obsta para que Louise fuera, «sin duda alguna, la mujer a la que más amó». Del mismo modo, para Starkie, Gustave se enamoró de Louise —la única rubia de su vida, asombroso detalle— a primera vista; «éste fue el único afecto apasionado de su vida, el único al que se entregó con toda el alma». Dispensaré al lector de las elucubraciones de la crítica sobre aquellos primeros momentos de la relación amorosa entre Gustave y Louise, pues los mínimos detalles han hecho ennegrecer páginas; puede que el primer encuentro físico de la pareja estuviera a punto de consumarse en un fiacre, y puede que Flaubert convirtiera dicho vehículo en el famoso fiacre de Emma Bovary. A Sartre, el utilizar así a Louise, una mujer a quien Flaubert amó durante ocho años, le parece una «imperdonable grosería»; pero es que el fiacre de Emma no procede de aquél, cree Vargas Llosa, sino del carruaje que fue testigo del turbio asunto entre Louise Colet y Alfred de Musset…

¿Qué ve Louise en Gustave? Desde luego, un atractivo físico innegable; y además, cree Dumesnil, ha descubierto un mentor atento, que en principio no puede hacerle sombra. Es cierto que, desde el comienzo, el joven Gustave se atrevió a dar consejos literarios a Louise; corrigió sus versos; la apoyó para obtener premios literarios; le sugirió lecturas; llegó a escribir para ella artículos de modas, circunstancia que no debe sorprender si se tiene en cuenta, con Richard, la atracción que ejercían en Flaubert las prendas femeninas, y su obsesión por el calzado y los pies, que tan certeramente señala Vargas Llosa. De todos modos, y como justo castigo a la lascivia del joven Flaubert, durante la primera noche con Louise «su agujeta permaneció anudada», circunstancia que Sartre el envidioso destaca con satisfacción, y que el joven amante no oculta en sus propias cartas a la poetisa.

Si posteriormente hubo entendimiento físico —y poco importa, como subraya algún biógrafo puntilloso, que sólo se vieran seis veces en dos años—, no lo hubo artístico, y a ello contribuyó el romanticismo, el personalismo de Louise Colet. Eran demasiado distintos. Madeau, que no es indulgente con Louise, la ve poco inteligente y orgullosa; enumera, ceñudo, sus amantes (Victor Cousin, Alfred de Musset, Villemain, Victor Hugo, Alfred de Vigny, Champfleury —ignoro por qué omite a Louis Bouilhet, amigo íntimo de Gustave—); y, sobre todo, sentencia: lo que Flaubert prodigó en bien de Louise Colet, es decir, sus consejos literarios, ideas sobre el arte y oficio de escribir, lecturas, reflexiones psicológicas e intelectuales, todo eso cayó sobre terreno estéril, como puede deducirse de las producciones de la Musa. No es menester mostrarse tan cruel como Nadeau. Justo es reconocer, en defensa de Louise, que la frecuente irritación de ésta tenía su fundamento, ante un amante siempre escudado en las faldas maternas, y que recibía prudentemente su Correspondencia a través de un amigo; reconocer que, ni era realmente tan dominante —pues soportó estoicamente el sistema de separación que impuso Gustave—, ni tan infiel, pues hasta el propio Flaubert, horribile dictu, la animaba a ello. Habrá que repartir las culpas entre los dos amantes, y admitir, con Barnes, que «la pedantería y la obstinación armonizan muy mal con la inmoderación y la posesividad»; que, en un Diccionario de tópicos, Louise Colet podría ser caracterizada de cualquiera de los dos modos siguientes, o de ambos a la vez: «a) Tediosa, molesta, promiscua, carente de talento propio y de capacidad de comprensión para la genialidad de los demás. Intentó cazar a Gustave y casarse con él. ¡Imagínese a los niños berreando por todas partes! ¡Imagínese la desdicha de Gustave! ¡Imagínese la felicidad de Gustave!

»b) Valiente, apasionada, profundamente incomprendida, crucificada por el amor que le inspiró Flaubert, un hombre cruel, intratable, provinciano. Tenía la razón de su parte cuando se quejó de que "Gustave sólo escribe de Arte, o de sí mismo". Protofeminista que cometió el pecado de intentar hacer feliz a un hombre.»

Louise trató incesantemente de entrar en Croisset, de ser presentada a la señora Flaubert, de instalarse en la vida de Gustave. La primera riña seria se produjo en 1847, antes del viaje a pie por Bretaña de Gustave y Maxime Du Camp; la segunda fue ya una ruptura, que coincidió con el viaje a Oriente de Flaubert, de agosto de 1848 a julio de 1851, ese regreso a lugares soñados durante la adolescencia, en el transcurso del cual Louise Colet se convierte, en frase curiosa de Cano Gaviria, en «corresponsal en la reserva».

Cuando Flaubert regresa a Francia, Louise ha enviudado de Hippolyte Colet, y es él quien reanuda las relaciones, quién sabe si movido, como cree Enid Starkie, por el propósito egoísta de utilizar a Louise para el personaje de Emma Bovary. Esta segunda y última etapa durará, por lo menos, hasta abril de 1854. En 1852 se produce el «asunto Musset», evocado en las cartas; Louise representa lo que Dumesnil llama la «comedia de la fidelidad» y consigue indisponer a Gustave con el poeta académico, al que, sin embargo, defenderá Flaubert más tarde, cuando Louise intente vengarse de él, denostándolo en La Servante. El final de la relación de los amantes fue amargo. Quizá, como quiere Dumesnil, Flaubert nunca dejó de amar a la señora Schlésinger, y escribe a menudo a Louise cosas que, en realidad, habría deseado poder decir a Elise. En cualquier caso, el desenlace se precipita. Paul Bonnefon, que publicó las cartas de Béranger a Victor Cousin, dice que, desde principios de 1854, Louise trata manifiestamente de exasperar a Flaubert. Le hace peticiones inesperadas, sigue insistiendo en conocer a su madre, airea cuestiones de dinero… Todo es cálculo. Cousin recobra el favor de Louise Colet, y Gustave, harto de estos manejos, rompe brutalmente con la Musa a principios de 1855. Una carta de Louis Bouilhet a Flaubert asegura que lo que busca Louise es casarse con Gustave, y un viaje de Louise a Ruán, seguido de una escena muy violenta, parece corroborarlo. La obstinación de Louise Colet en el momento de la ruptura definitiva, opina Nadeau, es «sumamente curiosa, sobre todo si tenemos presente que, desde hace algunos meses, ha tomado por amante a Alfred de Vigny. Ignora que Flaubert esté al corriente, pero también que éste no tiene la menor intención de reprocharle esta interesada relación. Por su parte, Flaubert recibe ahora los favores de la actriz Béatrix Person».

El epílogo ha de buscarse en dos obras de Louise Colet: Une histoire de soldat (1856) y Lui (1860), un «román á clef» donde «él», Albert, es Musset, un sinvergüenza, y «Léonce» es Gustave Flaubert. En Lui, Louise descarga su bilis. «Cuando me encontré en mi gabinete», escribe, «tomando mi pluma para escribir a Léonce, su hermosa y querida imagen, aumentada por la soledad en la que vivía, desplazó en seguida, con su mirada tranquila, la imagen agitada de Albert. El no tenía esas inquietudes y esos arrebatos infantiles. El amor lo iluminaba sin quemarle: era la lámpara de su trabajo nocturno, la recompensa de su tarea cumplida. ¡Oh, pensaba yo, he ahí el verdadero amor, fuerte, radiante, seguro de sí mismo y persistente sin alteración, aunque separado del ser amado! Así es como, en el exceso de mi amor, yo blasfemaba contra el amor mismo, el amor exigente, fantástico, ansioso, arrebatado, como lo había sentido Albert en su juventud, y cuyo eco despertaba en él. ¿Acaso el verdadero amor puede ser tranquilo, resignado, carente de deseo? ¿Impetuoso solamente en ciertos días del año y relegado el resto del tiempo a una casilla del cerebro? ¡Oh, pobre Albert, en tu aparente locura, tú eras quien amaba, a ti te inspiraba la vida! ¡El otro, allá, lejos de mí, con su orgullo laborioso y su eterno análisis de sí mismo, no amaba! ¡El amor no era para él más que una disertación, letra muerta!»

Cuando muere Louise, en marzo de 1876, la emoción de Gustave se manifiesta en una carta a la señora Roger des Genettes: «¡Un final más! ¿Recuerda usted el pisito de la calle de Sevres? ¡Qué miseria la nuestra!».

A pesar de los pesares, opina Enid Starkie, su relación con Louise Colet fue «la más grande aventura emocional de su vida»; y Barnes, con lúcido cinismo, sugiere que nuestro único motivo para lamentar que terminaran los amores entre Louise y Gustave es que «se acaban las brillantes cartas que Flaubert le dirigió a ella». Esas cartas formaban en 1932, según el cómputo de Dumesnil, la mitad de la Correspondencia publicada entonces. Hoy han cambiado enormemente las proporciones. En las Obras completas de Flaubert publicadas por el Club de l'Honnéte Homme, edición que utilizo, sólo doscientas setenta y cinco cartas —de casi tres mil ochocientas— están dirigidas a Louise. He prescindido de un centenar, por razones tan sólidas como su absoluta falta de interés (notas brevísimas, por ejemplo, confirmando una cita), el estar centradas únicamente en la obra de Louise (larguísimas cartas corrigiendo el estilo de sus poemas) —y la posteridad ha decidido que Louise figure a pie de página en la historia de la literatura—, o el ser del todo redundantes, coincidiendo en contenido e ideas con otras mejores que sí traduzco. He amputado otras, basándome en parecidos criterios. Ninguna de estas supresiones daña al conjunto de las cartas: la poda no afecta al ombú.