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[Croisset] Sábado por la noche [24 de abril de 1852].

¡Ah! Estoy muy contento, ha sido un buen despertar, querida Louise, y hoy que he terminado mi tarea y es temprano aún, voy a charlar contigo, conforme a tus deseos, el mayor tiempo posible. Pero, primero, deja que empiece por abrazarte muy fuerte contra el corazón, de alegría ante tu premio, pobre querida mía. ¡Qué feliz soy de que te haya ocurrido un acontecimiento agradable! La jeta del Filósofo esfumándose en el momento en que van a leer tu nombre es de una comicidad de excelente gusto.

Si no he contestado antes a tu carta doliente y desanimada es porque he tenido un gran acceso de trabajo. Anteayer me acosté a las cinco de la mañana, y ayer a las tres. Desde el lunes pasado he dejado todo lo demás, y toda la semana he trabajado exclusivamente en mi Bovary, fastidiado por no avanzar. Ahora he llegado al baile, que empezaré el lunes. Espero que vaya mejor. Desde que me viste he escrito veinticinco páginas peladas (veinticinco páginas en seis semanas). Han sido duras de pelar. Mañana se las leeré a Bouilhet. Por mi parte, las he trabajado tanto, copiado, cambiado y manejado, que de momento no me entero de nada. Creo, no obstante, que son consistentes. Me hablas de tus desánimos: ¡si pudieses ver los míos! No sé cómo a veces no se me caen los brazos del cuerpo, de cansancio, y cómo no se me hace papilla la cabeza. Llevo una vida áspera, desierta de todo goce exterior, y en la que nada tengo para sostenerme más que una especie de rabia permanente, que a veces llora de impotencia, pero que es continua. Amo mi trabajo con un amor frenético y pervertido, como un asceta el cilicio que le rasca el vientre. A veces, cuando me encuentro vacío, cuando la expresión se niega a venir, cuando, después de haber garabateado largas páginas, descubro que no he hecho ni una frase, caigo sobre mi diván y allí permanezco alelado, en un pantano interior de hastío.

Me detesto, y me acuso por esa demencia de orgullo que me hace jadear en pos de la quimera. Un cuarto de hora después, todo ha cambiado; el corazón me late de alegría. El miércoles pasado tuve que levantarme e ir en busca de mi pañuelo; las lágrimas corrían por mi rostro. Me había enternecido yo solo al escribir, y gozaba deliciosamente con la emoción de mi idea, con la frase que la expresaba y con la satisfacción de haberla encontrado. Al menos, creo que había de todo eso en esa emoción en que los nervios, después de todo, ocupaban más lugar que lo demás. En este orden, las hay más elevadas: son aquellas en que el elemento sensible no interviene. Entonces aventajan a la virtud en belleza moral, hasta tal punto son independientes de toda personalidad, de toda relación humana. A veces he entrevisto (en mis grandes días soleados), al resplandor de un entusiasmo que hacía vibrar mi piel desde el talón a la raíz de los cabellos, un estado del alma superior a la vida, para el que la gloria no sería nada, e incluso la felicidad inútil. Si cuanto te rodea, en vez de formar con su naturaleza una conjuración permanente para asfixiarte en los lodazales, te mantuviera, al contrario, en un régimen sano, ¿quién sabe, entonces, si no habría medio de hallar para la estética lo que el estoicismo había inventado para la moral? El arte griego no era un arte; era la constitución radical de todo un pueblo, de toda una raza, del país mismo. Las montañas tenían líneas muy diferentes, y eran de mármol para los escultores, etc.

Ha pasado la época de lo Bello. La humanidad, incluso si vuelve a ello, no lo necesita para nada de momento. Cuanto más avance, más científico será el Arte, así como la ciencia se volverá artística. Ambos se reunirán en la cumbre, después de haberse separado en la base. Ningún pensamiento humano puede prever ahora ante qué deslumbrantes soles psíquicos eclosionarán las obras del futuro. Entretanto, estamos en un pasillo lleno de sombras; tanteamos en las tinieblas. Nos falta una palanca; la tierra resbala bajo nuestros pies; nos falta un punto de apoyo a todos, literatos y escritorzuelos que somos. ¿De qué sirve? ¿A qué necesidad responde este parloteo? No hay lazo alguno entre la muchedumbre y nosotros. Peor para la multitud, y sobre todo peor para nosotros. Pero como cada cosa tiene su razón, y como la fantasía de un individuo me parece tan legítima como el apetito de un millón de hombres, y como puede ocupar tanto lugar en el mundo, es preciso, hecha abstracción de las cosas y con independencia de la humanidad que reniega de nosotros, vivir para nuestra vocación, subir a nuestra torre de marfil y allá, como una bayadera entre sus perfumes, quedarnos solos con nuestros sueños. A veces tengo grandes hastíos, grandes vacíos, dudas que se ríen en mi cara, en medio de mis satisfacciones más ingenuas. Pues bien: no cambiaría todo eso por nada, pues me parece, en conciencia, que cumplo con mi deber, que obedezco a una fatalidad superior, que hago el Bien, que estoy en lo Justo.

Charlemos un poco de Graziella. Es una obra mediocre, aunque sea lo mejor que ha escrito Lamartine en prosa. Hay bonitos detalles: el viejo pescador tendido de espaldas mientras pasan las golondrinas rozando sus sienes, Graziella atando su amuleto al lecho, trabajando el coral, dos o tres hermosas comparaciones de la naturaleza, como un relámpago a intervalos que se parece a un guiño, eso es casi todo. Y para empezar, hablando claro, ¿se la tira o no se la tira? No son seres humanos, sino muñecos. ¡Qué bonitas, esas historias de amor en que lo principal está tan rodeado de misterio que no sabe uno a qué atenerse, al quedar la unión sexual sistemáticamente relegada a la sombra, como beber, comer, mear, etc.! Esa actitud preconcebida me revienta. ¡Ahí está un tío que vive continuamente con una mujer que le ama y a la que ama, y nunca siente deseo! ¡Ni una nube impura viene a oscurecer este lago azulado! ¡Hipócrita! !Si hubiera contado la historia auténtica, cuánto más hermoso habría sido! Pero la verdad exige machos más velludos que el señor de Lamartine. En efecto, es más fácil dibujar un ángel que una mujer: las alas ocultan la chepa. Otra cosa: es en plena desesperación cuando visita Pompeya, el Vesubio, etc., lo que era una forma muy inteligente de instruirse, entre paréntesis. Y ahí, ni una palabra de emoción, mientras que al principio hemos aguantado el elogio de San Pedro de Roma, obra glacial y declamatoria, pero que hay que admirar. Entra dentro del orden: es una idea admitida. En este libro no hay nada que te agarre de las tripas. Habría podido hacer llorar con Ceceo, el primo desdeñado. Pues no. Y al final, ningún desgarramiento; por ejemplo, la exaltación intencionada de la sencillez (de las clases pobres, etc.) en detrimento del lustre de las clases acomodadas, el aburrimiento de las grandes urbes. Pero es que Nápoles no es aburrido en absoluto. Hay hembras encantadoras, y baratas. El señor de Lamartine era el primero en aprovecharse, y son tan poéticas en la calle de Toledo como en la Margellina. Pues no; hay que hacer algo convencional, falso. Las señoras han de leerle a uno. ¡Ah, mentira, mentira, qué idiota eres!

Se habría podido hacer un hermoso libro con esta historia, mostrándonos lo que sin duda ocurrió: un joven en Nápoles, por casualidad, en medio de sus otras distracciones, se acuesta con la hija de un pescador y luego la manda a paseo; ella no muere, sino que se consuela, lo que es más corriente y más amargo. (El final de Candide es así, a mi juicio, la prueba flagrante de un genio de primer orden. La zarpa del león queda marcada en esa conclusión tranquila, estúpida como la vida.) Eso habría exigido una independencia de personalidad que Lamartine no tiene, ese vistazo clínico de la vida, esa Verdad, en fin, que es el único medio de conseguir grandes efectos de emoción. A propósito de emoción, una última palabra: antes del poema final, ha tenido buen cuidado de decirnos que lo ha escrito todo de un solo arranque y llorando. ¡Qué bonito procedimiento poético! Sí, lo repito, había no obstante ahí con qué hacer un hermoso libro.

Comparto la opinión del Filósofo en lo tocante a los versos de Gautier. Son muy flojos, y la ignorancia de la gente de letras es monstruosa. Melanis ha parecido una obra erudita: ¡pero si cualquier bachiller debería saber todo eso! ¿Es que acaso se lee, acaso se tiene tiempo? ¿Qué les importa? Chapotean sin orden ni sentido. ¡Se reciben alabanzas de los amigos, se pierde la cabeza, se hunde uno en una obesidad del espíritu que se confunde con buena salud! Sin embargo, el buen Gautier era un hombre nacido y hecho para convertirse en un artista exquisito. Pero el periodismo, la corriente común, la miseria (no, no calumniemos esa leche de los fuertes), el putañeo de espíritu más bien, pues de eso se trata, lo han rebajado con frecuencia al nivel de sus colegas. ¡Ay, qué contento me vería si una pluma seria como la del Filósofo, que es un hombre severo (de estilo), les diese un día una buena azotaina a todos esos señoritos!

Vuelvo a Graziella. Hay un párrafo de una página entera, toda en infinitivos: «levantarse temprano, etc.». El hombre que adopta giros semejantes tiene mal oído; no es escritor. Nunca, esas viejas frases de músculos abultados, tensos, y que hacen sonar los tacones. Sin embargo, yo concibo un estilo, un estilo que sería hermoso, que alguien creará algún día, dentro de diez años o de diez siglos, y que sería rítmico como el verso, preciso como el lenguaje de las ciencias, y con ondulaciones, zumbidos de violoncello, penachos de fuego; un estilo que te entraría en la idea como un estilete, y sobre el que tu pensamiento, en fin, bogaría sobre superficies lisas, como cuando se vuela en una barca con buen viento de popa. La prosa nació ayer; eso es lo que hay que pensar. El verso es la forma por excelencia de las literaturas antiguas. Todas las combinaciones prosódicas se han probado; pero las de la prosa, ni mucho menos.

Las historias de la señora Roger me deleitan, y la figura del capitán [d'Arpentigny] es espléndida. ¡Qué hombre excelente, ese capitán! Me has enviado un fragmento de diálogo que me ha producido un efecto similar a algunos de Molière; era a la vez cuadrado y lírico. ¡Pobre mujercita! ¡Qué tristeza luego, cuando comprenda que su querido amigo es sólo un tonto! ¡Cómo me habría gustado asistir a la visita en la habitación, y ver todas las ceremonias recíprocas! Tú sí que sientes bien eso; deberías fijar tu atención literaria en ese tipo de aspectos humanos. Tienes un lado del espíritu fino, sutil y perspicaz, en lo que se refiere a la comicidad, que no cultivas lo bastante, así como otro sanguíneo, vocinglero, apasionado y a veces desbordante, al que hay que poner un corsé y que es preciso endurecer por dentro.

Me dices que te he enviado observaciones curiosas sobre las mujeres, y que son poco libres de su persona (las mujeres). Es cierto. ¡Se les enseña tanto a mentir, se les cuentan tantas mentiras! ¡Nadie se encuentra nunca en condiciones de decirles la verdad, y cuando se tiene la desdicha de ser sincero, se exasperan contra esta rareza! Lo que sobre todo les reprocho es su necesidad de poetización. Un hombre querrá a su lavandera, y sabrá que es tonta, sin gozar menos por ello. Pero si una mujer ama a un patán, es un genio desconocido, un alma de élite, etc., de modo que, debido a esa natural disposición al bizqueo, no ven la verdad cuando aparece, ni la belleza allá donde se encuentra. Esta inferioridad (que es, desde el punto de vista del amor en sí, una superioridad) es la causa de las decepciones de que tanto se quejan. Pedir peras al olmo es en ellas una enfermedad común.

Máximas sueltas: no son sinceras consigo mismas; no se confiesan sus propios sentidos; confunden su culo con su corazón, y creen que la luna está hecha para iluminar su cuarto.

El cinismo, que es la ironía del vicio, les falta; o cuando lo tienen, es por afectación.

La cortesana es un mito. Jamás mujer alguna inventó una orgía.

Su corazón es un piano en que el hombre, artista egoísta, disfruta tocando piezas que lo hacen brillar, y todas las teclas hablan. Con relación al amor, en efecto, la mujer no tiene trastienda: no guarda nada aparte para ella, como nosotros, que, en todas nuestras generosidades de sentimiento, reservamos no obstante siempre in petto un pequeño peculio para nuestro uso exclusivo.

Basta de reflexiones morales. Charlemos un poco de nosotros dos. Y primero, de tu salud. ¿Qué es lo que te ocurre?

¡Ojalá lo que dice Pradier sobre mi calvicie fuera cierto! (Volverían a brotar.) Pero creo que no tiene la ventaja de haber tenido una causa tan pícara; no es que quiera hacerme pasar por un invicto, como diría Corneille. He tenido mis lagos de Trasimeno. Pero sólo yo puedo decirlo, hasta tal punto se ha restablecido la República. Desde hace tres semanas, sobre todo, mis cabellos caen como si fuesen convicciones políticas. No sé si el agua de Taburel los hacía aguantar. Puedes mandarme otras dos botellas, para probar.

En el paquete, pon la Bretaña, si quieres; o quédatela, me da igual.

Que te diga cosas tiernas, me pides. No te las digo, pero las pienso. Cada vez que tu pensamiento me viene al magín, va acompañado de dulzura.

Mis viajes a París, que ya sólo te tienen a ti como atractivo, son en mi vida como oasis a donde voy a beber y a sacudir sobre tus rodillas el polvo de mi trabajo. En mi pensamiento, brillan en la lejanía, bañados en una luz alegre. Si no los renuevo con más frecuencia es por pereza y porque me alteran demasiado. Pero ten paciencia; más adelante me tendrás durante más tiempo.

Dentro de un año o dieciocho meses tomaré un alojamiento en París. Iré más a menudo, y pasaré cada año varios meses seguidos. Por ahora iré cuando haya acabado la primera parte, no sé cuándo, no antes de un mes largo; estaré ocho días. Seremos felices, ya verás. Y además, ¿cómo no iba yo a quererte, pobre cariño mío? ¡Si tú me quieres tanto! ¡Tu amor es tan bueno, tan ciego! Me dices cosas tan halagadoras, y que, sin embargo, no son para halagarme. Si la verdad habla por ti, si más adelante los demás reconocen lo que encuentras en mí, recordaré tus predicciones con orgullo. Si, al contrario, permanezco en la sombra, habrás sido un gran rayo de luz en este calabozo, un himno en esta soledad.

Aunque esté lejos de ti, sigo tu vida; la adivino, la veo, y percibo a menudo, dentro de mi oído, el ruido de tus pasos en tu tarima.

Desde aquí contemplo ahora tu cabeza inclinada sobre la mesita redonda donde escribes, y tu lámpara que arde. Henriette te habla a través del tabique. Siento bajo mis dedos tu piel tan fina y tu talle apoyado en mi brazo izquierdo.

No he tenido muchos placeres en mi vida (si he deseado muchos). Tú me has dado algunos. Y tampoco he tenido muchos amores (sobre todo felices); siento por ti algo más tranquilo, pero tan profundo que eres el mejor afecto que he tenido. Se mantiene sobre mí con un gran balancín.

En mi juventud tuve un maremágnum de pasiones. Era como el patio de una mensajería, donde te estorban los coches y los mozos de cuerda: por eso ha conservado mi corazón un aire estupefacto.

Me siento viejo al respecto. La energía que he gastado en estas tristezas no puede medirla nadie. Me pregunto a menudo qué hombre sería yo si mi vida hubiese sido exterior, en vez de ser interior; qué habría ocurrido si lo que quise antaño lo hubiera poseído…

Sólo en provincias, y en el ambiente literario en que yo nadaba, son posibles estas concentraciones. Los jóvenes de París ignoran todo eso. ¡Oh, dormitorios de mi colegio, teníais melancolías más vastas que las que he encontrado en el desierto!

Adiós, ya son más de las doce. Mil besos. ¿Vaya carta, eh? ¡Habré emborronado papel!

Te beso en todas partes.

Tuyo. Tu

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Croisset, medianoche del sábado [8-9 de mayo de 1852].

[…] Esa rectitud de corazón de la que hablas no es sino la misma rectitud de espíritu que pongo, yo creo, en las cuestiones de Arte. No adopto, por mi parte, todas esas distinciones de corazón, espíritu, forma, fondo, alma o cuerpo: en el hombre todo está ligado. Hubo un tiempo en que me mirabas como un egoísta celoso que se complacía rumiando perpetuamente su propia personalidad. Eso es lo que creen quienes ven la superficie. Lo mismo ocurre con ese orgullo que tanto indigna a los demás y que, no obstante, cuesta tamañas miserias. Al contrario, nadie ha aspirado a los demás más que yo. He ido a olfatear estiércoles desconocidos, me he apiadado de muchas cosas ante las que no se enternecían las personas sensibles. Si la Bovary vale algo, a ese libro no le faltará corazón. Sin embargo, creo que la ironía domina la vida. ¿Por qué, cuando he llorado, he ido con frecuencia a mirarme al espejo, para verme? Esta disposición para planear sobre uno mismo es quizá la fuente de toda virtud. Te arranca de la personalidad, lejos de retenerte en ella. La comicidad llegada al extremo, la comicidad que no hace reír, el lirismo en la broma, es para mí lo que más me seduce como escritor. Ahí están los dos elementos humanos. El enfermo imaginario desciende más hondo en los mundos interiores que todos los Agamenones. El «¿No habría peligro en hablar de todas estas enfermedades?» vale tanto como el «¡Que hubiese muerto!».

Pero ¿quién hará entender esto alguna vez a los pedantes? Es curioso, por lo demás, lo bien que siento la comicidad en cuanto hombre, y cómo mi pluma la rechaza. Converjo en ella cada vez más a medida que me vuelvo menos alegre, pues es la última de las tristezas. Desde hace algún tiempo, tengo ideas de teatro, y el esbozo inseguro de una gran novela metafísica, fantástica y ruidosa, que me cayó en la cabeza hará quince días. Si me pongo a ello dentro de cinco o seis años, ¿qué ocurrirá desde este minuto en que te escribo hasta el momento en que la tinta se seque en el último tachón? Al ritmo al que voy, no habré terminado la Bovary hasta dentro de un año. Poco me importan seis meses más o menos. Pero la vida es corta. Lo que me aplasta a veces es pensar en todo lo que querría hacer antes de reventar, que hace ya quince años que trabajo sin descanso, de manera dura y continua, y que jamás tendré tiempo de darme a mí mismo la idea de lo que quería hacer.

Últimamente he leído todo el Infierno de Dante (en francés). Tiene muchos aires, pero ¡qué lejos está de los poetas universales que no cantaron sus odios de aldea, de casta o de familia! ¡Sin plan! ¡Cuántas repeticiones! A ratos, un aliento inmenso; pero Dante es, creo, como muchas cosas hermosas y consagradas, San Pedro de Roma entre otras, que no se le parece nada, entre paréntesis. Uno no se atreve a decir que le aburre. Esa obra se hizo para una época, y no para todas; lleva su sello. Peor para nosotros, que la comprendemos menos; peor para ella, que no se hace comprender.

Acabo de leer cuatro volúmenes de las Memorias de ultratumba. Rebasa su fama. Nadie ha sido imparcial para con Chateaubriand, todas las camarillas le han tenido manía. Se podría escribir una magnífica crítica sobre sus obras. ¡Qué hombre habría sido sin su poética! ¡Cómo lo ha achicado! ¡Cuántas mentiras y pequeñeces! En Goethe no ve sino a Werther, que es una de las buhardillas de aquel genio inmenso. Chateaubriand es como Voltaire. Hicieron (artísticamente) cuanto pudieron para estropear las más admirables facultades que Dios les había dado. Sin Racine, Voltaire habría sido un gran poeta, y sin Fénelon, ¡qué no habría hecho el hombre que escribió Velléda y René! Napoleón era como ellos: sin Luis XIV, sin ese fantasma de monarquía que le obsesionaba, no habríamos tenido el galvanismo de una sociedad ya cadáver. Lo que vuelve tan hermosas las figuras de la Antigüedad es que eran originales: ahí está todo, el sacar de uno mismo. Y ahora, ¡por cuánto estudio hay que pasar para desligarse de los libros, y cuántos hay que leer! Hay que beber océanos y mearlos de nuevo.

Ya que tanto admiras la hermosa perífrasis de Pongerville, «el tapiz que con esfuerzo Babilonia tejió», podré llevarte un acto de una tragedia que empezamos hace cinco años, Bouilhet y yo, sobre El descubrimiento de la vacuna, donde todo es de ese calibre, y mejor. En esa época yo había estudiado mucho el teatro de Voltaire, que analicé escena a escena, de cabo a rabo. Hacíamos guiones, y leíamos a veces, para reírnos, tragedias de Marmontel; fue un excelente estudio. Hay que leer lo malo y lo sublime, lo mediocre no. Te aseguro que, en cuanto a estilo, aquellos que más odio quizá me hayan servido más que los demás. […]

La carta de la tía Hugo es muy simpática. Te la devuelvo. Me ha causado una impresión muy profunda, y también a Bouilhet. Conocemos aquí a un joven que alimenta hacia ella un amor místico, desde la exposición de su retrato por Boulanger, hace una docena de años por lo menos. ¿Cómo va a sospecharlo siquiera, esa mujer que vive en París, a la que él jamás ha visto y que nunca le ha visto a él? Cada cosa es un infinito; el menor guijarro detiene el pensamiento, igual que la idea de Dios. Entre dos corazones que laten uno por otro hay abismos; entre ellos está el vacío, toda la vida y lo demás. Por mucho que haga el alma, no rompe su soledad, sino que camina con él. Uno se siente hormiga en un desierto, perdido, perdido. ¿Y todo esto a propósito de qué? ¡Ah!, a propósito del retrato de la señora Hugo. Es muy curioso, ¿verdad? Estuve una vez en su casa, en 1845, al regresar de Besancon, donde la madrina de Hugo me había enseñado la habitación en que él nació. Esta anciana me había encargado que llevara noticias suyas a la familia Hugo. La señora me recibió mediocremente. Llegó el gran Hippolyte Lucas y me retiré a los seis minutos de haberme sentado.

Bouilhet va a empezar su drama. En octubre irá a vivir a París. Cuando se haya marchado, estaré solo; ahí comenzará mi vejez. Todo lo que conozco de la capital no me da ganas de vivir en ella. París me aburre; allá, para mí, se charla demasiado. El intento de instalación que haré, los pocos meses que pasaré allí durante dos o tres inviernos, me apartarán quizá de París para siempre. Volveré a mi agujero y moriré sin salir de él, yo que tanto me habré paseado con la idea. ¡Ah, cómo querría ir a la India y al Japón! Cuando me llegue la posibilidad, a lo mejor no tendré ni dinero ni salud. Además, físicamente me enrosco cada vez más. La visión de mi leña ardiendo me regocija tanto como un paisaje. Siempre he vivido sin distracciones; necesitaría algunas grandes. Nací con un montón de vicios que jamás han asomado la nariz por la ventana. Me gusta el vino; no bebo. Soy jugador, y jamás he tocado una carta. Me gusta el placer, y vivo como un monje. En el fondo soy místico, y no creo en nada.

Pero te quiero, pobre corazón mío, y te abrazo… ¡raras veces! Si te viera todos los días, quizá te querría menos; pero no, aún hay para mucho tiempo. Vives en la trastienda de mi corazón, y sales los domingos. Adiós, mil besos en tu pecho.

Tuyo.

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Croisset, una de la madrugada, sábado al domingo [15-16 de mayo de 1852].

La noche del domingo me coge en medio de una página que me ha ocupado todo el día, y que está lejos de acabarse. La dejo para escribirte, y además, quizá me llevaría hasta mañana por la noche; pues, como a menudo me paso varias horas buscando una palabra, y tengo varias que buscar, podría ocurrir que aún aguardases toda la semana próxima, si yo esperara al final. Sin embargo, hace varios días que esto no va demasiado mal, salvo hoy, en que he tenido muchas dificultades. ¡Si supieras lo que quito, y qué papilla son mis manuscritos! Ya he hecho ciento veinte páginas; al menos habré escrito quinientas. ¿Sabes en qué me pasé anteayer toda la tarde? Mirando el campo a través de vidrios de colores; lo necesitaba para una página de mi Bovary que no será, creo, una de las peores.

Tienes muchas ganas de verme, querida Louise, y yo también. Siento la necesidad de besarte y de tenerte en mis brazos. Espero, más o menos a fines de la semana próxima, poder decirte de fijo cuándo nos veremos.

Esta semana va a fastidiarme la llegada de unas primas (desconocidas) bastante descocadas, parece ser, al menos una de ellas. Son unas parientes de Champaña, cuyo padre es director de no sé qué sección de contribuciones en Dieppe. Mi madre fue a verlo ayer y anteayer, días en que me quedé solo con la institutriz. Pero no temas, no flaqueó mi virtud, y ni siquiera pensó en flaquear. A fines de este mes, mi sobrina, la nena de mi hermano, va a hacer la primera comunión. Estoy invitado a dos cenas y un almuerzo. Me atiborraré; eso me distraerá. Si uno no se empapuza en esas solemnidades, ¿qué puede hacer? Ya estás, pues, enterada de mi vida exterior. En cuanto a la interior, nada nuevo. He leído Rodogune y Théodore esta semana. ¡Qué cosa inmunda, los comentarios del señor de Voltaire! ¡Qué idiotez! Y sin embargo, era un hombre ingenioso. Pero el ingenio sirve de poca cosa en las artes, para impedir el entusiasmo y negar el genio, eso es todo.

¡Qué triste ocupación, la crítica, ya que un hombre de ese temple nos da semejante ejemplo! ¡Pero es tan agradable hacerse el pedagogo, reprender a los demás, enseñar a la gente su oficio! La manía del rebajamiento, que es la lepra moral de nuestra época, ha favorecido singularmente esa inclinación entre la gente escribidora. La mediocridad se sacia con esa comidita diaria que, bajo una apariencia seria, oculta el vacío. Es mucho más fácil discutir que comprender, y charlar de arte, la idea de lo bello, el ideal, etc., que escribir el más pequeño soneto o la frase más sencilla. Con frecuencia he tenido ganas de meterme yo también en eso, y hacer de golpe un libro sobre toda la cuestión. Será para mi vejez, cuando esté seco mi tintero. ¡Qué obra atrevida y original podría escribirse bajo el título «De la interpretación de la Antigüedad»! Sería la obra de toda una vida. Pero ¿para qué? ¡Música! ¡Mejor, música! Giremos con el ritmo, oscilemos con los períodos, bajemos más hondo a las bodegas del corazón.

Esta manía del rebajamiento de la que hablo es profundamente francesa, país de la igualdad y la antilibertad. Pues en nuestra querida Patria se detesta la libertad. El ideal del Estado, según los socialistas, ¿no es una especie de gran monstruo que absorbe en él toda acción individual, toda personalidad, todo pensamiento, y que lo dirigirá todo, lo hará todo? En el fondo de estos corazones estrechos hay una tiranía sacerdotal: «Hay que regularlo todo, rehacerlo todo, reconstituir sobre otras bases», etc. No hay estupidez ni vicio que no saque provecho de estos sueños. Encuentro que ahora el hombre es más fanático que nunca, pero de sí mismo. No canta otra cosa, y en ese pensamiento que salta más allá de los soles, devora el espacio y bala en pos del infinito, como diría Montaigne, no encuentra nada más grande que esa misma miseria de la vida de la que trata incesantemente de zafarse. Así, desde 1830, Francia delira de un realismo idiota; la infalibilidad del sufragio universal está a punto de convertirse en un dogma que va a suceder al de la infalibilidad del Papa. La fuerza del brazo, el derecho del número, el respeto a la muchedumbre han sucedido a la autoridad del nombre, al derecho divino y a la supremacía de la mente. La conciencia humana no protestaba en la Antigüedad; la Victoria era santa, la daban los dioses, era justa; el hombre esclavo se despreciaba a sí mismo tanto como a su amo. En la Edad Media, aquella conciencia se resignaba y soportaba la maldición de Adán (en la que creo, en el fondo); durante quince siglos ha representado la Pasión, como un Cristo perpetuo que, a cada nueva generación, volvía a tenderse en su cruz.

Pero ahora resulta que, agotada por tantas fatigas, parece dispuesta a dormirse en un embrutecimiento sensual, como una puta al salir del baile de máscaras dormita en un fiacre, encuentra los cojines blandos de puro borracha, y se tranquiliza al ver en la calle a los guardias que, con sus sables, la protegen de los chiquillos cuyos abucheos la insultarían.

República o monarquía, no saldremos de aquí tan pronto. Es el resultado de un largo trabajo en el que ha participado todo el mundo desde De Maistre hasta el padre Enfantin, y los republicanos más que los demás. ¿Qué es, pues, la igualdad sino la negación de toda libertad, de toda superioridad y de la propia naturaleza? La igualdad es la esclavitud. Por eso amo el Arte. Ahí, al menos, todo es libertad en el mundo de las ficciones. Todo se sacia, se hace todo, se es a la vez el propio rey y el propio pueblo, activo y pasivo, víctima y sacerdote. No hay límites: la humanidad es para uno un muñeco con cascabeles, que se hace sonar al final de la frase, como un titiritero en la punta del pie (así, con frecuencia me he vengado de la vida; me he dado un montón de placeres con la pluma; me he regalado mujeres, dinero y viajes), como el alma encorvada se despliega en ese azul que no se detiene sino en las fronteras de la Verdad. En efecto, allá donde falta la forma, ya no hay idea. Buscar lo uno es buscar lo otro. Son tan inseparables como lo es la sustancia del color, y por eso el Arte es la verdad misma. Todo esto, desleído en veinte lecciones en el Colegio de Francia, me haría pasar, ante muchos jovencitos, señores gruesos y damas distinguidas, por un gran hombre durante quince días.

Una cosa que prueba, a mi juicio, que el Arte está completamente olvidado, es la cantidad de artistas que pululan. Cuantos más chantres hay en una iglesia, más hay que presumir que los feligreses no son devotos. De lo que se preocupan no es de rezar a Dios, o de cultivar su jardín, como dice Cándido, sino de tener hermosas casullas. En lugar de arrastrar al público a remolque, se arrastran tras él. Hay más burguesismo puro entre la gente de letras que entre los tenderos. En efecto, ¿qué hacen, sino esforzarse, mediante todas las combinaciones posibles, por timar a la clientela? Y además, creyéndose honrados (es decir, artistas), lo que es el colmo del burgués. Para agradar a los parroquianos, Béranger ha cantado sus amores fáciles, Lamartine las jaquecas sentimentales de su esposa, y el propio Hugo, en sus grandes obras, ha lanzado en su intención estrofas sobre la humanidad, el progreso, la marcha de la idea y otras monsergas en las que no cree. Otros, restringiendo su ambición, como Eugène Sue, han escrito para el Jockey Club novelas sobre la alta sociedad o bien para el arrabal Saint-Antoine novelas crapulentas como Los misterios de París. El joven Dumas, de momento, va a conciliarse a perpetuidad a todo el puterío con su Dama de las camelias. Reto a cualquier dramaturgo a que tenga la audacia de poner en escena en los teatros del bulevar a un obrero ladrón. No: allá el obrero ha de ser honrado, mientras que el señor es siempre un bribón, así como en los Francais la joven es pura, pues las mamás llevan allá a sus señoritas. Creo, pues, que este axioma es cierto, a saber, que la mentira gusta, mentira durante el día y sueño de noche. Así es el hombre. Excelente narración del viejo Villemain y descripción de la señora Hugo. […]

Acaban de dar las tres. Despunta el día, mi fuego se ha apagado, tengo frío y voy a acostarme.

¡Cuántas veces ya en mi vida no habré visto la luz verde de la mañana asomarse a mis ventanas! Antes, en Ruán, en mi cuartito del Hôtel-Dieu, a través de una gran acacia; en París, en la calle De l'Est, sobre el Luxemburgo; de viaje, en las diligencias o en los barcos, etc.

Adiós, mi querida amiga, amante querida.

Tuyo.

88

[Croisset, 30 de mayo de 1852]

Hay que desconfiar de los mejores afectos, tal es la moraleja que saco de tu carta. Si el discurso de Musset, que me horripila, te ha parecido encantador, y si encuentras igualmente encantador lo que yo he podido hacer o haré, ¿que conclusión sacar?

Pero ¿dónde refugiarse, Dios mío? ¿Dónde hallar un hombre? Orgullo de uno mismo, convicción de la propia obra, admiración de lo Bello, ¿es que todo se ha perdido? ¿Es que el fango universal en el que nadamos hasta la boca llena el pecho de todos? En lo sucesivo, te lo suplico, no vuelvas a hablarme de lo que se hace en el mundo, no me envíes noticia alguna, dispénsame de artículos, diarios, etc. Puedo pasarme muy bien sin París y sin todo lo que allí se trama. Estas cosas me ponen enfermo; me harían volverme malo, y me refuerzan en un exclusivismo sombrío que me llevaría a una estrechez catoniana. ¡Cómo me felicito por haber tenido la buena idea de no publicar! ¡Aún no me he mojado! Mi musa (por derrengada que pueda estar) aún no se ha prostituido, y tengo muchas ganas de dejarla morir virgen, al ver toda esa sífilis que corre por el mundo. Como no soy de los que pueden hacerse un público, y como este público no está hecho para mí, prescindiré de él. «Si tratas de agradar, ya has caído», dice Epicteto. Yo no caeré. Me parece que el señor Musset ha meditado poco sobre Epicteto, y, no obstante, lo que falta en su discurso no es el amor a la virtud. Nos anuncia que el señor Dupaty era un hombre honrado, y que está muy bien ser hombre honrado. Entonces, satisfacción general del público. (Véase Gabrielle, del señor Émile Augier.) El elogio de las cualidades morales, agradablemente entrelazado con el de las virtudes intelectuales, y puestos juntos, al mismo nivel, es una de las mayores bajezas del arte de la oratoria. ¡Como todo el mundo cree poseer las primeras, al mismo tiempo se atribuyen las segundas! Tuve un criado que acostumbraba a tomar rapé. A menudo le oí decir cuando sorbía (para disculparse de su hábito): «Napoleón lo tomaba». Y la tabaquera, en efecto, establecía sin duda cierto parentesco entre ambos, que, sin rebajar al gran hombre, aupaba mucho al patán en su propia estima.

Veamos un poco ese famoso discurso. El principio está pésimamente escrito; hay una serie de que, como para hacer veinte catogans. Luego encuentro el respeto que va a impedirle hablar (¡Musset respetando al señor Dupaty!), la muerte prematura de su padre y una jeremiada anodina sobre las revoluciones, que «interrumpen por un momento las relaciones sociales». ¡Qué desgracia! Me recuerda un poco a las mantenidas, después de 1848, que estaban desoladas: la gente decente se iba de París; ¡todo se había perdido! Cierto es que, como contrapeso, llega el elogio indirecto de la abolición de la tortura; pasa la gran sombra de Calas, escoltada por un verso fuerte:

Un bello rasgo nos honra más aún que un bello libro.

Idea aceptada y generalmente admitida, aunque el primero sea más fácil de hacer que el segundo. Tomé muchas copitas, en mi juventud, con el señor Louis Fessart, mi maestro de natación, que salvó entre cuarenta y cuarenta y seis personas de una muerte inminente y con riesgo de su vida. Como no hay cuarenta y seis libros hermosos en el mundo desde que se empezó a escribir, semejante individuo, él solo, hunde a todos los poetas en la estima de un poeta. Sigamos:

Elogio de los colegiales agradecidos a sus maestros (halago indirecto a los profesores aquí presentes), y nuevamente epigrama sobre la libertad, utile dulci; es el género.

Luego una frase, y muy hermosa: «El murmullo del Océano, que turbaba aún a esa cabeza ardiente, se confundió con la música, y un golpe de arco se lo llevó». Pero son el Océano y la música la causa de que la frase sea buena. Por indiferente que sea el tema en sí, ha de existir de todos modos. Y cuando se entona de mala fe el elogio de un hombre mediocre, ¿qué puede esperarse sino una mediocridad? La forma sale del fondo, como el calor del fuego.

Llega el pequeño confiteor; ahí, el poeta llama a sus obras pecados de infancia, censura las culpas que ya no tiene y achaca a la escuela romántica no tener sentido común, aunque él no reniegue de sus maestros. Aquí habrían debido decirse cosas hermosas sobre el sillón de Hugo, vacío. ¿Cómo privarse de semejantes alegrías, cómo negarse a sí mismo la voluptuosidad de escandalizar a la Compañía? Pero el decoro se oponía a ello; habría molestado a este buen gobierno, y habría sido de mal gusto. A cambio, tenemos inmediatamente después el elogio inesperado de Casimir Delavigne, que sabía que la estima vale más que el ruido y que, en consecuencia, siempre se ha arrastrado a remolque de la opinión, escribiendo Las mesenias después de 1815, El paria en la época del liberalismo, Marino Faliero cuando la boga de Byron, Los hijos de Eduardo cuando el drama medieval privaba. Delavigne era un señor mediocre, pero un normando astuto que acechaba el gusto del día y se conformaba a él, conciliando a todos los partidos y no satisfaciendo a ninguno, un burgués como pocos, un Luis Felipe en literatura. Para él, Musset no tiene sino amabilidades.

Ensalzar versos entre los que se encuentra éste:

Dejando a Rafael, sonreí al Albano ¡y Anacreonte junto a Homero!

Albano es el padre del rococó en pintura. Voltaire lo apreciaba mucho. Ferney está lleno de copias suyas. Musset, que tanto insultó a Voltaire en Rolla, pero que debía elogiarlo en la Academia (ya que era académico), debía este pequeño homenaje a su pintor favorito.

Sigue el elogio de la ópera cómica como género. Todo es del mismo fuste; incesantemente, la exaltación de lo gentil, de lo encantador. Musset ha sido muy funesto para su generación en este sentido. ¡También él, diablos, ha cantado a la modistilla!, y de una forma mucho más fastidiosa aún que Béranger, que al menos, en eso, está en su propia vena. Esta manía de lo mezquino (como idea y como obras) aparta de las cosas serias, pero gusta; no hay nada que decir, se cae en eso para el cuarto de hora. Antes de dos años volveremos a Florian. Entonces florecerá Houssaye, es un pastor.

Ahora, unos pocos ultrajes a las grandes cosas y a los grandes hombres. El trabajo del poeta: un noble ejercicio del espíritu. ¡De verdad! ¡Y además, dígase lo que se diga! ¡Qué audacia! Pero como hay ideas nobles e ideas que aparentemente no lo son, carreteras grandes y severas y carreteras pequeñas y agradables (según la clasificación de géneros, por supuesto, 1.° tragedias, 2.° comedias, comedia seria, comedia para reír, etc.), resulta que Bossuet y Fénelon están por encima de Molière (no académico), Telémaco vale más que El enfermo imaginario: para los hombres serios, en efecto, es una farsa (tal es la opinión, entre otros, del señor Chéruel, profesor de la Escuela Normal). No importa, la carretera pequeña no es por eso menos bella y sin duda hay que honrarla (¡cuánta bondad!) cuando la sigue un hombre honrado (siempre el hombre honrado); si no, ¡no!

Después, un poco de patriotismo, la bandera del Imperio, proezas en la guardia nacional. Este verso, citado como bueno:

¡Los dulces tributos de los campos sobre su ola tranquila!

Y Tancredo, ¡que es un tipo inimitable de poesía caballeresca). Finalmente, para la conclusión, el buen ejemplo de la gente que muere santamente escoltada por hermanas de la caridad, a las que ya hemos visto anteriormente en compañía de la idea cristiana glorificada.

Hay para todos los gustos, salvo para el mío.

En cuanto a la respuesta de Nisard, degrada aún más al señor de Musset. De Frank, de Rolla, de Bernerette, ni palabra. ¡Y allá estaba él!, se lo tragaba todo, escuchaba la teoría de que el amor de Boileau es una cualidad social. Oía decir que sus versos no se tenían de pie, y que las madres de familia se dignaban aprobarlo, una vez acostados los niños. Tragar todas esas groserías en público con un traje verde a la espalda, una espada al costado y un tricornio en la mano, eso se llama recibir honores. ¡Y sin embargo, tal es la meta de la ambición de las gentes de letras! Se aguarda ese día durante años; luego, uno ya está colocado, consagrado. ¡Ah!, es que le ven a uno, hay coches en la plaza, y tampoco faltan hermosas damas que le hacen cumplidos después de la ceremonia. Incluso, durante dos horas, el público le gratifica a uno con esa atención ingenua que demuestra alternativamente a Pulgarcito, a los Osages, al planeta Le Verrier, a las ascensiones de Poittevin, y a los primeros convoyes del ferrocarril de Versalles (margen derecha). Además, al día siguiente uno figura en todos los periódicos, entre la política y los anuncios.

Ciertamente, es bonito ocupar un sitio en las almas de la multitud, pero está uno allí las tres cuartas partes del tiempo en tan pobre compañía, que es como para asquear la delicadeza de un hombre bien nacido.

Admitamos que, si ninguna cosa bella ha permanecido ignorada, no hay torpeza que no haya sido aplaudida, ni tonto que no haya pasado por ser un gran hombre, ni gran hombre al que no hayan comparado con un cretino. La posteridad cambia a veces de opinión (pero la mancha queda en la frente de esta humanidad que tiene tan nobles instintos), ¡y aún! ¿Acaso reconocerá Francia alguna vez que Ronsard vale tanto como Racine? Así que hay que hacer arte para uno mismo, para uno solo, igual que se toca el violín.

Musset perdurará por esos aspectos de los que reniega. Ha tenido hermosos estallidos, hermosos gritos, y eso es todo. Pero en él el parisino estorba al poeta; el dandismo corrompe la elegancia; sus rodillas están rígidas debido a sus trabillas. Le ha faltado fuerza para convertirse en un maestro; no ha creído ni en sí mismo ni en su arte, sino en sus pasiones. Ha celebrado con énfasis el corazón, el sentimiento, el amor con toda clase de H, rebajando bellezas más elevadas: «sólo el corazón es poeta», etc. Este tipo de cosas halagan a las damas; son máximas cómodas que hacen que tanta gente se crea poeta sin haber compuesto ni un solo verso. Esta glorificación de la mediocridad me indigna. Es negar todo arte y toda belleza; es insultar a la aristocracia de Dios.

La Academia Francesa subsistirá aún mucho tiempo, aunque quede muy atrasada de todo el resto. Saca sus fuerzas de la furia que tienen los franceses por las distinciones. Todos esperan pertenecer a ella más adelante; soy la excepción. El día en que concedió el primer premio Montyon, confesó que la vida literaria se había retirado de ella. Como ya no tenía nada que hacer, y al sentir que se le escapaban los asuntos de su competencia, se ha refugiado en la virtud, como se refugian las viejas en la devoción.

Ya que estoy en vena de mal humor (y, francamente, me llena el corazón), lo agoto. «Los días de orgullo en que me buscan, me halagan», dices. ¡Vamos ya! Son días de debilidad, días de los que hay que avergonzarse. Tus días de orgullo, voy a indicártelos. ¡Éstos son tus días de orgullo! Cuando estás en casa al atardecer, con tu vestido más viejo, con Henriette que te fastidia, la chimenea que revoca humo, con problemas de dinero, etc., y te vas a acostar con el corazón oprimido y la cabeza cansada; cuando, mientras recorres una y otra vez tu cuarto, o miras cómo arde la leña, piensas que nada te sostiene, que no cuentas con nadie, que todo te abandona, y entonces, hundida la mujer, la musa brinca, y algo se pone a cantar en el fondo de ti, algo alegre y fúnebre como un canto de batalla, desafío hecho a la vida, esperanza de su fuerza, llamarada de las obras por venir. Si te sucede eso, ahí están tus días de orgullo; no me hables de otros orgullos. Déjalos a los débiles, al señor Énault que se sentirá halagado por entrar en la Revue de Paris, a Du Camp que está encantado de que le reciban en casa de la señora Delessert, en resumidas cuentas, a todos los que se honran lo bastante poco para que se pueda honrarlos. Para tener talento hay que estar convencido de que se posee, y para conservar la conciencia limpia hay que colocarla por encima de las de todos los demás. El modo de vivir con serenidad y al aire libre es instalarse sobre una pirámide cualquiera, no importa cuál, con tal que sea elevada y su base sólida. ¡Ah!, no siempre es divertido, y se está muy solo; pero se consuela uno escupiendo desde arriba.

Algo más, con relación a mi madre. Sin duda alguna te habría recibido lo mejor posible, si os hubieseis conocido de un modo u otro. Pero en cuanto a sentirse halagada (y no tomes esto como una brutalidad gratuita), debes saber que la buena mujer no se siente halagada por nada. Es muy difícil halagarla; tiene en toda su persona un algo imperturbable, glacial e ingenuo que te desconcierta. Prescinde de principios con más facilidad aún que de expansiones. Siendo virtuosa en toda su constitución, declara impudentemente que no sabe lo que es la virtud, y que jamás le ha sacrificado nada.

Me decía esta tarde que me avinagro. Quizá, en efecto, derivo hacia la solterona. Tanto peor; la figura del Misántropo es una de las más tontas que pueden ofrecerse. Sí, me hago viejo, no soy del siglo, me siento extranjero en medio de mis compatriotas, como si estuviese en Nubia, y empiezo a admirar en serio al príncipe-presidente, que aplasta bajo la suela de sus botas a esta noble Francia. Incluso iría a besarle el trasero, para agradecérselo personalmente, si no hubiese tal multitud ocupando el sitio. […]

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[Croisset] Sábado [12 de junio de 1852].

[…] Du Camp me ha enviado sus fotografías. Acabo de escribirle una nota para darle las gracias. Si la Revue de Paris empieza a declinar es que mis predicciones empiezan a cumplirse. A lo mejor se habrá ido del todo a pique, y yo aún no estaré a flote. A lo mejor le tenderé la pértiga, a él, que iba a llevarme a bordo. No, no lamento haberme quedado atrás hasta tan tarde. Mi vida, al menos, jamás ha protestado. Desde la época en que escribía preguntándole a mi criada las letras que había que emplear para trazar las palabras de las frases que yo inventaba, hasta esta noche en que la tinta se seca sobre las tachaduras de mis páginas, he seguido una línea recta, incesantemente prolongada y trazada a cordel a través de todo. Siempre he visto la meta retroceder ante mí, de año en año, de progreso en progreso. ¡Cuántas veces he caído de bruces en el momento en que me parecía tocarla! No obstante, siento que no debo morir sin haber hecho rugir en alguna parte un estilo como el que oigo en mi cabeza, y que será capaz de dominar la voz de los loros y de las cigarras. Si alguna vez llega ese día que esperas, en que la aprobación de la multitud siga a la tuya, las tres cuartas partes y media del placer que yo obtenga se deberán a ti, pobre mujer, querida mujer, que tanto me has querido. Mi corazón no es ingrato; jamás olvidará que mi primera corona la trenzaste tú, y la colocaste sobre mi frente con tus mejores besos. Pues bien: hay cosas más próximas, que anhelo más que todo ese estrépito que se comparte con tanta gente. ¿Acaso sabe uno, por muy conocido que sea, cuál es su justo valor? Las incertidumbres sobre uno mismo que se sienten en la oscuridad se llevan hasta que se es célebre. ¡Cuántas gentes, entre las mejores, han muerto devoradas por esa incertidumbre, empezando por Virgilio, que quería quemar su obra! ¿Sabes lo que aguardo? Es el momento, la hora, el minuto en que escriba la última línea de alguna obra mía extensa, como Bovary u otras, cuando, recogiendo de inmediato todas las hojas, iré a llevártelas, a leértelas con esa voz especial con la que me arrullo, y me escucharás, y te veré enternecerte, palpitar, abrir los ojos. De todos modos, limitaré a eso mi goce. Sabes que debo tomar, al comienzo del otro invierno, otro alojamiento en París. Lo inauguraremos, si quieres, con la lectura de Bovary. Será una fiesta.

El armenio te ha producido efecto. ¡Qué sería si hubieses visto a la gente de La Meca con sus vestimentas, o a jóvenes griegos del campo! Generalmente, los armenios no son guapos: tienen una nariz de ave de presa y dientes abombados, raza de negociantes, dragomanes, escribas y políticos de todo el Oriente. Creo que éste en cuestión desea conquistar mujeres ilustres. Se lo debe a sí mismo, en su calidad de hombre civilizado. Si te propusiera algún asunto de dinero, acuérdate de la advertencia. Creo en la raza más que en la educación. Dijera Danton lo que dijera, uno lleva la patria en la suela de sus zapatos, y lleva en el corazón, sin saberlo, el polvo de sus antepasados muertos. Por mi parte, haría personalmente una demostración al respecto mediante A + B. Lo mismo ocurre en literatura. Encuentro todos mis orígenes en el libro que me sabía de memoria antes de saber escribir, Don Quijote, y además hay por encima la espuma agitada de los mares normandos, la enfermedad inglesa, la niebla fétida. Adiós, mil y mil besos; estoy destrozado y voy a acostarme. Tuyo.

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[Croisset] Una de la madrugada del sábado [26-27 de junio de 1852].

Tus últimas cartas son muy tristes, pobre y querida Louise. Me pareces desanimada; no aflojes. Estabas tan bien hace algún tiempo; me gusta saber que estás tranquila allá, mientras yo me encuentro aquí. Hay muchos momentos en que, si pudiera volar hacia ti para ir a besar tu rostro hermoso y bueno cuando me lo imagino triste, y soñando a solas sobre mil miserias de la vida, lo haría, y me volvería. Ten esperanza, ténla, ahí está todo; las velas no avanzan sin viento, los corazones caen cuando les falta fuelle. He estado muy hundido toda esta semana, en que he escrito más o menos una página. ¡Qué ganas tengo de que esta primera parte quede acabada! Tengo casi la convicción de que es demasiado largo, y sin embargo no veo nada que suprimir; hay tantas cositas importantes que decir… Desde ayer por la noche, no obstante, y sobre todo hoy, la cosa va mejor, y el buen tiempo es sin duda la causa. Este sol me ha deleitado, y por la noche la luna. A esta hora me siento fresco y rejuvenecido.

Du Camp me ha contestado con una carta bonachona y afligida. Le he remitido otra de la misma cosecha (de vinagre). Creo que sentirá por largo tiempo el mareo de semejante puñetazo, y que se dará por enterado. Soy un buenazo hasta cierto punto, hasta una frontera (la de mi libertad) que no se cruza. Y como ha querido meterse en mi territorio más personal, lo he empujado a su rincón, y a distancia. Como él me decía que uno se debía a los demás, que había que ayudarse, etc., que yo tenía una misión y otras frases, después de haberle expresado con claridad que me ciscaba en todo y en todos, añadía yo: «Los demás prescindirán, pues, de mis luces. Les pido, a cambio, que no me revienten con sus candelas», y el mismo tono de tinta durante cuatro páginas. Soy un bárbaro, tengo su apatía muscular, sus languideces nerviosas, sus ojos verdes y su estatura elevada; pero tengo también su arranque, su terquedad, su irascibilidad. Así somos todos los normandos, tenemos un poco de sidra en las venas; es una bebida agria y fermentada, y que a veces hace saltar el corcho.

[…] He pensado mucho en Musset. Pues bien, el fondo de todo esto ¡es la afectación! Todo sirve para la afectación: uno mismo, los demás, el sol, las tumbas, etc., se sentimentaliza todo, y las pobres mujeres casi siempre pican. Para dar una buena idea de él, te decía: pruebe, he montado italianas (cuya idea de italianas se asocia a la del volcán; siempre se ve el Vesubio bajo sus enaguas. ¡Error! La italiana se parece a la oriental y es blanda en camisa y loca en misa, como habría dicho el viejo Rabelais; pero no importa, es una idea admitida), mientras que el pobre chico no puede siquiera satisfacer a una lavandera. Por parecer un hombre de pasiones ardientes, decía:

«Yo soy celoso, mataría a una mujer», etc. No se mata a las mujeres, por temor a la Audiencia de lo criminal. Él no mató a George Sand. Por parecer un barbián, decía: «Ayer, a punto estuve de matar a un periodista». Sí, estuvo a punto, pues le sujetaron. Quizás es el otro quien lo habría matado. Por parecer un sabio, decía: «Leo a Homero como a Racine». En París no hay veinte personas que sean capaces de eso, aun siendo profesionales. Pero si uno se dirige a personas que jamás han estudiado el tal griego, le creen. Eso me recuerda al bueno de Gautier, que me decía: «Yo sé latín, como se sabía en la Edad Media», y al día siguiente encuentro en su mesa una traducción de Spinoza. «—¿Por qué no lo lee usted en el original? —Ah, es demasiado difícil.» ¡Cómo se miente! ¡Cómo se miente en este perro mundo! En resumidas cuentas, los brazos tendidos hacia los árboles y las añoranzas ditirámbicas de la juventud perdida me parecen salir del mismo saco. Ella se emocionará, querrá (pensará) salvarme, levantarme, pondrá en ello su orgullo. Los jóvenes de justas pretensiones se dejan cazar por estos sofismas, y se habla, se habla con las lágrimas en los ojos. Finalmente, como remate de los fuegos artificiales, deslumbramiento del vicio, demonios de fuego (para designar a las zorras), etc., etc. ¡Pero es que también yo he creído en todo eso! ¡A los dieciocho años! También creí que el alcohol y el burdel inspiraban. A veces, como ese gran hombre, me he comido de golpe mucho dinero en procesiones mitológicas, pero todo eso me ha parecido tan tonto como lo demás, y tan vacío. Hay que ser un hombre bien pobre para quedarse ahí; muy pronto queda uno gastado. Si en el aspecto venéreo soy un hombre tan prudente, es porque pasé muy pronto por un desenfreno muy superior a mi edad, e intencionalmente, con el fin de saber. Hay pocas mujeres a las que no haya desnudado hasta los talones, al menos con la cabeza. He trabajado la carne a lo artista, y la conozco. Me encargo de escribir libros capaces de poner en celo a los más fríos. En cuanto al amor, ha sido el gran tema de reflexión de toda mi vida. Lo que no entregué al arte puro, al oficio en sí, allá fue a parar; y el corazón que yo estudiaba era el mío. ¡Cuántas veces he sentido en mis mejores momentos entrarme en la carne el frío del escalpelo! Bovary (en cierta medida, en la medida burguesa, tanto como he podido, y para que resultase más general y humano) será, bajo este aspecto, la suma de mi ciencia psicológica y no tendrá valor original sino por ese lado. ¿Lo tendrá? ¡Dios lo quiera!

Tú, al menos, me cuentas algo en tus cartas. Pero ¿qué puedo decirte yo, qué contarte de las eternas preocupaciones de mi ego que deben de acabar por volverse cargantes? Pero es que no sé más que eso. Cuando te he dicho que trabajo y que te quiero, lo he dicho todo.

Adiós, pues, querida, amada Louise, te beso tiernamente.

Tuyo, tuyo.

La rosa Enault es algo gigantesco. ¡Al menos, eso es comicidad!

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[Croisset] Medianoche del domingo [27-28 de junio de 1852].

[…] Aún estoy bajo la impresión de la visita de Musset, y siento curiosidad por ver el final de la historia. ¡No se puede ser más patán de lo que él ha sido! Es a la vez caduco e innoble. ¡Y estos tipos pretenden tener buenos modales y caballerosidad!

Te encarezco a que no te adelantes a recordarle su promesa. Resérvate el derecho de despreciarle radicalmente.

En medio de la impresión penosa que me ha causado esta historia, ha surgido un consuelo. Es la idea de que nada bueno sale de esa vida estúpida. Si, aun llevándola, hiciese buenas obras; si, preocupado por tantas miserias, siguiera siendo grande en cuanto poeta, a pesar de todo, ahí estaría para nosotros el fastidio objetivo. Pero no, ¡nada más! Su genio, como el duque de Gloucester, se ha ahogado en un tonel, y, convertido ahora en un viejo harapo, se deshila de podredumbre. El alcohol no conserva los cerebros como hace con los fetos.

No dejo de persistir en mi opinión relativa al Asno de oro, a pesar del juicio del Filósofo y del de Musset. Peor para esos señores si no lo comprenden, y mejor para mí si me equivoco. Pero si hay una verdad artística en el mundo, es que ese libro es una obra maestra. A mí me da vértigo y me deslumbra. La naturaleza por sí misma, el paisaje, el lado pintoresco de las cosas son tratados ahí a la moderna, y con un hálito a la vez antiguo y cristiano que pasa por en medio. Huele a incienso y a orina, la bestialidad casa con el misticismo. Aún estamos muy lejos de eso, nosotros, en cuanto a husmo moral, lo que me hace creer que la literatura francesa aún es joven. A Musset le gusta el humor picante. Pues bien, a mí no. Huele a ingeniosidad (¡que execro en arte!). Las obras maestras son tontas, tienen una expresión tranquila, como los propios productos de la naturaleza, como los grandes animales y las montañas. Me gusta la suciedad, sí, y cuando es lírica, como en Rabelais, que no es en absoluto hombre de humor verde. Pero lo verde es francés. Para agradar al gusto francés hay que esconder casi la poesía, como se hace con las píldoras, dentro de un polvo incoloro, y hacérsela tragar sin que se dé cuenta. […]

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[Croisset] Martes [6 de julio de 1852].

[…] He releído a solas, y a gusto, tu última carta larga, el relato del paseo a la luz de la luna. Prefería, de todos modos, la primera, en cuanto a forma y en cuanto al fondo. ¿Verdad que dentro de ti ocurrió algo turbio? Por más que desdeñes ese arranque, con todo te ha trastornado el corazón durante algún tiempo. Me entenderías mal, querida Louise, si creyeses que te dirijo algún reproche. Uno puede ser dueño de lo que hace, pero nunca de lo que siente. Solamente creo que has hecho mal en salir de paseo con él por segunda vez. Lo has hecho por ingenuidad, de acuerdo; pero yo, en su lugar, te guardaría rencor. Puede tomarte por una coqueta. Está entre las ideas admitidas que no se pasea con un hombre a la luz de la luna para admirar la luna, y el señorito Musset está endemoniadamente preso en las ideas admitidas: su vanidad es de estirpe burguesa. No creo, como tú, que lo que más ha sentido sean las obras de arte. Lo que más ha sentido son sus propias pasiones. Musset es más poeta que artista, y ahora, mucho más hombre que poeta —y un pobre hombre.

Musset nunca ha separado la poesía de las sensaciones que ésta completa. La música, según él, se hizo para las serenatas, la pintura para el retrato y la poesía para los consuelos del corazón. Cuando uno quiere meterse el sol en los pantalones, se quema los pantalones y se mea en el sol. Es lo que le ha ocurrido. Los nervios, el magnetismo, ahí está la poesía. No, tiene una base más serena. Si bastara con tener los nervios sensibles para ser poeta, yo valdría más que Shakespeare y que Homero, a quien me imagino como un hombre poco nervioso. Esta confusión es impía. Puedo decir algo al respecto, yo que he oído, a través de puertas cerradas, hablar a gente en voz baja a treinta pasos de mí; yo, cuyas vísceras se veían brincar a través de la piel del vientre y que he sentido a veces, en el lapso de un segundo, un millón de pensamientos, de imágenes, de combinaciones de toda clase que arrojaban a la vez en mi cerebro como todos los cohetes encendidos de unos fuegos artificiales. Pero son excelentes temas de conversación, y que conmueven. La poesía no es una debilidad del espíritu, y esas susceptibilidades nerviosas sí lo son. Esta facultad de sentir desmesuradamente es una debilidad. Me explico.

Si yo hubiera tenido el cerebro más solido, no habría enfermado por estudiar derecho y por aburrirme. Habría sacado partido de ello, en vez de sacar un mal. La tristeza, en vez de quedárseme en el cráneo, se derramó en mis miembros, y los crispaba en convulsiones. Era una desviación. A menudo se ven niños a los que hace daño la música; tienen grandes disposiciones, retienen melodías a la primera audición, se exaltan tocando el piano, les late el corazón, adelgazan, palidecen, caen enfermos, y sus pobres nervios, como los de los perros, se retuercen de sufrimiento al sonido de las notas. Ésos no son los Mozart del futuro. La vocación se ha desplazado; la idea ha pasado a la carne, donde permanece estéril y la carne perece; de ello no resulta ni genio ni salud.

Lo mismo en el arte. La pasión no compone los versos, y cuanto más personal seas, serás más débil. Yo siempre he pecado por ahí; es que siempre me he comprometido en cuanto he hecho. En lugar de San Antonio, por ejemplo, estoy yo; la tentación lo fue para mí y no para el lector. Cuanto menos se siente una cosa, más apto es uno para expresarla tal como es (como es siempre, en sí misma, en su generalidad, y libre de todas sus contingencias efímeras). Pero hay que tener la facultad de hacérsela sentir. Esta facultad no es sino el genio: ver, tener ante sí el modelo, posando.

Por eso detesto la poesía hablada, la poesía en frases. Para las cosas que no tienen palabras, basta la mirada. Las exhalaciones del alma, el lirismo, las descripciones, quiero todo eso con estilo. De otro modo, es una prostitución del arte y del propio sentimiento.

Ese pudor es el que siempre me ha impedido cortejar a una mujer. Al decir las frases po-é-ticas que me venían entonces a los labios, temía que ella pensase «¡Qué charlatán!», y el temor de serlo efectivamente me detenía. Esto me recuerda a la señora Cloquet, que para mostrarme cuánto quería a su esposo y la inquietud que había sentido durante una enfermedad de cinco o seis días que había pasado él, levantaba su cinta para que yo viese dos o tres canas en su sien, y decía: «He pasado tres noches sin dormir, tres noches velándolo». En efecto, era de una abnegación formidable.

De la misma calaña son todos los que te hablan de sus amores desvanecidos, de la tumba de su madre, de su padre, de sus benditos recuerdos, besan medallas, lloran a la luna, deliran de ternura al ver niños, desfallecen en el teatro y adoptan un aire pensativo ante el Océano. ¡Farsantes! ¡Farsantes! ¡Triples saltimbanquis! Dan el salto de trampolín sobre su propio corazón, con el fin de alcanzar algo.

También yo tuve mi época nerviosa, mi época sentimental, y aún llevo al cuello su marca, como un presidiario. Ahora, con mi mano quemada, tengo derecho a escribir frases sobre la naturaleza del fuego. Tú me conociste cuando acababa de concluir aquel período, y yo había llegado a la edad adulta. Pero antes, hace tiempo, creí en la realidad de la poesía en la vida, en la belleza plástica de las pasiones, etc. Sentía igual admiración por todos los alborotos; me dejaron sordo, y entonces los distinguí.

Habría podido amarte de un modo más agradable para mí, agarrarme a tu superficie y quedarme allí. Durante mucho tiempo es lo que quisiste. Pues no, fui al fondo. No admiré lo que enseñabas, lo que podía ver todo el mundo, lo que pasmaba al público. Fui más allá y descubrí tesoros. Un hombre al que hubieras seducido y dominado no saborearía, como yo, tu corazón amante hasta en sus rincones más pequeños. Lo que siento por ti no es un fruto de verano de piel lisa, que cae de la rama al menor soplo y derrama en la hierba su jugo bermejo. Se agarra al tronco, tiene la corteza dura como un coco o erizada de pinchos como los higos chumbos. Te hiere los dedos, pero contiene leche. ¡Qué buen tiempo, Louise, cómo brilla el sol! Todas mis persianas están cerradas; te escribo en la penumbra. Ha habido dos o tres noches preciosas. ¡Qué claros de luna! Me siento en buen estado físico y moral, y espero que mi Bovary va a adelantar un poco. El calor me produce el efecto del aguardiente; me seca la fibra y me excita. […]

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[Croisset] Noche del miércoles [7-8 de julio de 1852].

No, no te haré reproches, aunque me has hecho sufrir mucho esta mañana, de manera extraña y nueva. Cuando he llegado, en tu carta, al tuteo, es como si hubiera recibido una bofetada en la mejilla, he dado un brinco. Sí, he tenido esa debilidad, y no confesarlo sería presumir. Ese hombre me pagará este sonrojo un día u otro, y de forma semejante. Si yo hiciera frases de las de su estilo, te diría que siento la necesidad de matarlo. Pero es cierto que lo apalearía con deleite, y que de todo esto me queda un callo bastante sensible. Si alguna vez me pisa, le plantaré el pie en el vientre, y algo más. ¡Ay, mi pobre Louise, tú, tú, haber pasado por eso! Te he visto por un momento muerta en el suelo, con la rueda pasándote por encima del vientre, una pata de caballo en el rostro, en el arroyo, ¡tú, tú, y por su culpa! ¡Oh, cómo querría que volviese, y que me lo plantases en la calle con arrogancia, delante de treinta personas!

Si te vuelve a escribir, contéstale con una carta monumental de cinco líneas. «¿Por qué no quiero verle? Porque me repugna, y porque es usted un cobarde.» A lo mejor temía comprometerse, bajando a ver si no te había aplastado la rueda.

¡Ese noble poeta que piensa en divertir al príncipe-presidente enviándole chistes sobre la Academia (a la que está muy orgulloso de pertenecer) y que aún tiembla, a estas alturas, de que la Academia vaya a enterarse! En todo este asunto te ha faltado tacto. ¡Hay viento en la cabeza de las mujeres, como en el vientre de un contrabajo! En vez de tirarte del coche, no tenías más que decir al cochero que parase, y ordenarle: «Hágame el favor de arrojar afuera al señor Alfred de Musset, que me insulta».

Me detengo, no quiero escribirte más. Es muy tarde: hoy no he hecho nada, salvo esta tarde a partir de las dos. […]

Adiós, te abrazo, te estrecho, te beso en todas partes: tuyo, tuyo, mi pobre amor ultrajado.

Un largo beso más.

Tu

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[Croisset] Lunes por la tarde [12 de julio de 1852].

¡Si tuviera tiempo, te daría una buena clase de anatomía sobre toda esa reciente historia de Musset! (no volveré al asunto, no temas, estoy muy harto de él, más que tú), y releyendo una por una todas tus cartas diseccionaría músculo a músculo, hasta los más pequeños hilos nerviosos, todo cuanto ha ocurrido. Lo sé. ¿Sabes lo mejor que hay en esto, y lo único bueno que has hecho? Habérmelo dicho. Esa sinceridad te honra, está por encima de la vulgaridad de la mayoría de las mujeres. ¡Pero has sido muy mujer, pobre Louise! Semejante estudio era una lectura demasiado difícil para tus tiernos ojos. Se han nublado en las líneas que querías leer sólo para divertirte. Por eso tu conducta, para él, debe resultar aún inexplicable. No se considera vencido. Volverá. Os veréis de nuevo, como sea. La escena del coche era un desenlace, él ha empezado un nuevo acto, el de los adioses, el de las añoranzas, el de los «¡Ah, si el cielo lo hubiera querido!». ¿He estado yo celoso en todo esto? Puede. Sin embargo, al leer tu larga carta, cuando me sentí tan furioso, no eran celos, sino dos sentimientos: el de mi impotencia, mi inanidad (¡y yo que no estaba allí!, pensaba) y una sensación de escándalo, de ultraje personal, como la deglución de una ignominia que me metían con embudo.

¿Sabes que estoy confuso? Contigo no sé que terreno pisar. Me escribes que un consejo que te di yo, desinteresado, como se lo habría dado a mi hermana, el de prometer y después mandarlo a paseo, te había dolido en el corazón. Me pierdo, y no entiendo nada.

¿Por qué pareces también suplicarme que no lo mate, como si yo fuese un baladrón y hubiese escrito al respecto frases escarlatas? ¿Será para hacerme ver que me consideras como un hombre muy valiente, y para halagarme? Tranquilízate, no buscaré la ocasión. Pero te juro, con todos los juramentos posibles, que si se presenta no la dejaré escapar. Cumplo todas mis promesas, y sobre todo las que me hago a mí mismo. ¿Puedo hablarte con franqueza? Pero vas a ofenderte de nuevo. Tanto peor. Me has dicho la verdad, y te la debo también.

Todo esto me ha entristecido mucho. En efecto, he pensado: ¡Estoy tan poco con ella! ¡Tan raras veces! Y no soy, después de todo, lo que se llama un hombre amable. (Si fuera mujer, en efecto, no me querría a mí como amante, seguro, una aventurilla sí, pero no una intimidad.) Pues bien, en una hora vacía ha llegado otro, otro con el tono apropiado, suplicante, haciéndose el niño… ¿Sería mejor para ella que me abandonase? ¿La haría él más feliz? Y os he visto juntos durante algún tiempo. Pero ¡qué compañía! ¡Qué asco, esos besos llenos de hipo, y qué miseria de hombre, en verdad! Yo valgo más que eso. Aún no me ponen perejil en la nariz, y no he renegado de mis maestros, ni he tratado de divertir al príncipe-presidente, ni puesto en peligro de matarse a alguien a quien estaba ofendiendo.

¡Uf! Basta, ¿eh? No hablemos más de ello. Deja que bese en todos los sitios que él desea, y olvidemos el asunto.

Llevo diez días trabajando bien. Desde estos calores he hecho tanto como durante todo el mes de junio, que fue atroz para mí. Dentro de quince días espero haber terminado mi segunda parte. Una semana más, después, para corregirla, y otra para revisar el conjunto. Así que dentro de cuatro semanas iré a verte. Este final me da mucho quehacer. Lo he dejado todo para trabajar en él exclusivamente.

Otra cuestión, a la que te ruego me contestes con franqueza. Me pareces un poco apurada en lo referente al metálico. ¿Quieres quinientos francos? Todo el trabajo consistirá en ir a buscarlos a Ruán, y nada más. Harías muy mal en hacer cumplidos. Sería bastante tonto. Aún tengo mil francos, resto de veintidós mil. Repartiremos. O te los llevo, como tú quieras. […]

¿Lees por fin El asno de oro? Te llevaré a Bergerac, tienes que conocer a ese tipo. No lees bastantes obras buenas. Un escritor, como un sacerdote, siempre debe tener en su mesilla algún libro sagrado.

Puedes mandarme agua de Taburel. Ya no se me cae el pelo. Adiós, querida Louise. Quiéreme siempre. Dentro de un mes tendremos de nuevo unos buenos ratos, y luego dentro de un año. Tener esperanza, todo está ahí. Esperar y morir, eso es la vida. Sería una bonita divisa para un sello. Tuyo, tu

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[Croisset] Domingo por la noche [18 de julio de 1852].

[…] Esta mañana he estado en unos comicios agrícolas, de los que he vuelto muerto de cansancio y de aburrimiento. Necesitaba ver una de esas ineptas ceremonias rústicas para la segunda parte de mi Bovary.

Sin embargo, eso es lo que llaman progreso, y donde confluye la sociedad moderna. Me deja físicamente enfermo. ¡El hastío que me entra por los ojos me rompe, desde el punto de vista nervioso, y además, sufrir durante mucho tiempo el espectáculo de la multitud me hunde siempre en ciénagas de tristeza, donde me asfixio!

Definitivamente, no soy sociable. La vista de mis semejantes me pone lánguido. Es muy exacto y literal.

¡Qué días tan buenos pasé el jueves y el viernes! El jueves por la noche, a las dos, me acosté tan animado con mi trabajo que a las tres me levanté de nuevo y trabajé hasta el mediodía. Por la noche me acosté a la una, y de puro razonable. Tenía una furia de estilo en el vientre como para hacerme funcionar así el doble de tiempo. El viernes por la mañana, al amanecer, fui a dar una vuelta por el jardín. Había llovido, empezaban a cantar los pájaros y grandes nubes de color pizarra corrían por el cielo. Gocé entonces de unos instantes de fuerza y serenidad inmensas, de ésos que se recuerdan y que te permiten pasar por encima de muchas miserias. Aún siento el regusto de esas treinta y seis horas olímpicas, que me dejaron alegre, como por algo feliz.

La primera parte está más o menos hecha. Experimento una gran sensación de alivio. Nunca he escrito algo con tanto cuidado como estas veinte últimas páginas.

[…] Me he reído mucho con tu excitación a propósito del Satiricón. Debes de ser muy inflamable. Te juro, en lo que a mí respecta, que ese libro nunca me ha hecho nada.

Además, digas lo que digas, hay en él poca lujuria. El lujo domina tanto sobre la carne, que se la ve poco. […]

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[Croisset] Jueves, cuatro de la tarde [22 de julio de 1852].

Estoy copiando, corrigiendo y tachando toda la primera parte de Bovary. Me escuecen los ojos. Querría, de un solo vistazo, leer estas ciento cincuenta y ocho páginas y abarcarlas con todos sus detalles en un único pensamiento. Del domingo en ocho se lo releeré todo a Bouilhet, y al día siguiente o a los dos días me verás. ¡Qué perro asunto es la prosa! Nunca se acaba; siempre hay algo que rehacer. Creo, no obstante, que se le puede dar la consistencia del verso. Una buena frase de prosa debe ser como un buen verso, incambiable, igual de rítmica y de sonora. Ésa es, al menos, mi ambición (hay algo de lo que estoy seguro, y es que nadie ha imaginado nunca un tipo de prosa más perfecto que yo; pero, en cuanto a la ejecución, ¡cuántas flaquezas, cuántas flaquezas, Dios mío!). Tampoco me parece imposible dar al análisis psicológico la rapidez, la claridad, el arranque de una narración puramente dramática. Nunca se ha intentado, y sería hermoso. ¿Lo he conseguido un poco? No lo sé. A estas horas no tengo ninguna opinión clara sobre mi trabajo. [Sigue la crítica a Hugo, un poema de Louise.]

Medita más, por tanto, antes de escribir, y aférrate a la palabra. Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En el estilo es como en música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido. […]

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[Croisset] Lunes, una de la madrugada [27 de julio de 1852].

[…] Sí, es cosa extraña ver la pluma por un lado y el individuo por otro. ¿Hay alguien que ame más la Antigüedad que yo, que haya soñado más con ella, y que haya hecho todo lo posible por conocerla? Y, sin embargo, soy (en mis libros) uno de los hombres menos antiguos que pueda haber. Viendo mi aspecto se pensaría que he de dedicarme a la épica, al drama, a la brutalidad de los hechos, y, por el contrario, no disfruto sino con los temas de análisis, de anatomía, si puedo decirlo así. En el fondo soy el hombre de las brumas, y a fuerza de paciencia y de estudio es como me he desembarazado de toda la grasa blanquecina que ahogaba mis músculos. Los libros que más ambiciono hacer son precisamente aquellos para los que tengo menos medios. Bovary, en este sentido, habrá sido una proeza inaudita, y de la que sólo yo seré siempre consciente: tema, personajes, efecto, etc., todo está fuera de mí. Esto, más adelante, tendrá que hacerme avanzar mucho. Al escribir este libro soy como un hombre que tocase el piano con bolas de plomo en cada falange. Pero cuando me sepa bien la posición de los dedos, si me cae a mano un aire a mi gusto y puedo tocar arremangado, quizá será buena cosa. Creo, por lo demás, que en eso estoy en la línea. Lo que haces no es para ti, sino para los demás. El Arte no tiene nada que disputar con el artista. Peor para él si no le gusta el rojo, el verde o el amarillo, todos los colores son hermosos, se trata de pintarlos. ¿Lees El asno de oro? Pues procura haberlo leído antes de que llegue yo, para que charlemos al respecto. Te llevaré a Cyrano. ¡Ese tipo sí que tiene fantasía, y de la de verdad!, lo que no es corriente. He leído el libro de Gautier: ¡lamentable! Aquí y allá una bonita estrofa, pero ni un poema. Está derrengado, rebuscado; todas las triquiñuelas saltan a la vista. Se nota un cerebro que ha tomado cantáridas. Erección de mala índole, como la de la gente que tiene los riñones rotos. ¡Ay, qué viejos son todos estos grandes hombres, qué viejos, babean en su ropa blanca! Además, han hecho todo lo necesario para llegar a eso. […]

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[Croisset] Miércoles, medianoche [1 de septiembre de 1852].

Querida, buena Louise, acabo de estar en Ruán (tenía que buscar un Casaubon en la biblioteca), y me he encontrado por casualidad con el joven Bouilhet; iba a ir a su casa a continuación. Me ha enseñado tu carta. Permite que te dé, o más bien os dé un consejo de amigo, y si algo confías en mi olfato, como dices, síguelo; te pido este favor por ti misma. No publiques el poema que él te ha dedicado. Aquí están mis razones: os cubriría de ridículo a los dos. Los periodiquillos que no tienen nada que hacer no dejarían de bromear sobre las miradas llameantes, los brazos blancos, el genio, etc., y sobre todo la Reina. «No toquéis a la Reina» se convertiría en proverbio. Esto te perjudicaría, puedes estar segura. Si al menos fueran buenos esos versos; pero es que el poema es bastante mediocre en sí mismo (yo lo conocía y por eso no te había hablado de él). Además, tú misma has protestado contra esa asociación de lo físico y lo moral, que encuentro aquí exagerada e incluso torpe.

Que no ensalza nuestros versos

Sino ensalzando nuestros bellos ojos.

Os asociarían en un montón de críticas. El poema, al ser el más flojo que Bouilhet ha compuesto hasta la fecha, le perjudicaría (piensa un poco en eso), y en cuanto a ti, aparte de la pequeña gloria momentánea al verlo impreso, te causaría quizás un daño más serio. Él no había reflexionado en todo esto, y sólo se reía de tu resolución. Hemos acordado que te hará uno más serio y más publicable. Eres una mujer hermosísima, pero eres aún mejor poeta, créeme. Sabría dónde encontrar otras que tengan el talle más fino, pero no conozco a ninguna de espíritu más elevado, siempre que el…, al que quiero, entre paréntesis, no lo haga decaer. Vas a rebelarte, lo sé perfectamente; pero te conjuro a que reflexiones, y es más, te suplico que sigas mi consejo.

Si hubieses tenido siempre como consejero a un hombre tan prudente como yo, no te habrían sucedido muchas cosas enojosas. Como artista y como mujer, no encuentro digna esa publicación.

El público no debe saber nada de nosotros. Que no se divierta con nuestros ojos, nuestro cabello y nuestros amores. (¡Cuántos imbéciles acogerán esos versos con una risotada!) Bastante disolvemos de nuestro corazón en la tinta, sin que lo sospeche el público. En arte, las prostituciones personales me indignan, y Apolo es justo: casi siempre hace languidecer ese tipo de inspiración; es algo común. (En el poema de Bouilhet no hay ni un rasgo nuevo; se nota, por debajo, una zarpa hábil; eso es todo.)

Consuélate, pues, y aguarda otro poema en que, de todos modos, se te cante mejor y de forma más duradera. Asunto convenido, ¿verdad?

Si alguien te insulta al respecto, ¿cómo contestar? Para este tipo de apoteosis hace falta una obra excepcional. Entonces dura, aunque esté dirigida a cretinos o jorobados. ¿Sabes qué es lo que más te falta? Discernimiento. Se adquiere poniéndose esponjas de agua fría en la cabeza, querida salvaje.

Haces y escribes casi todo lo que te pasa por el magín, sin preocuparte por la conclusión; ejemplo, el poema de los Fantasmas. Era una hermosa idea, y el comienzo magistral, pero la has reventado a placer. ¿Por qué la mujer especial, en vez de la mujer en general? En la primera parte, había que mostrar la indiferencia del hombre, y en la segunda, la impresión lúgubre de la mujer. Si sus fantasmas son más nítidos, es porque han pasado menos aprisa; es porque ha amado y el hombre no ha hecho más que gozar. En el uno es frío, en el otro es triste. Hay olvido en uno y ensoñación en el otro, asombro y añoranza. Así pues, hay que rehacerlo.

Ahora resulta que te vuelves buena. Lo que te es personal es más débil ahora que lo imaginado (has sido menos generosa al hablar de la mujer que del hombre). Me gusta que se comprenda lo que no es nosotros; el genio no es otra cosa, vieja amiga: tener la facultad de trabajar conforme a un modelo imaginario que posa ante nosotros. Cuando se ve bien, se reproduce.

La forma es como el sudor del pensamiento; cuando se agita en nosotros, transpira en poesía.

Vuelvo a los Fantasmas. Yo conservaría hasta el III, y haría un paralelismo más estricto. Es preciso también que se sientan con más claridad las dos voces que hablan. En una palabra, tu obra (tal como está) es, al principio, ancha como la humanidad, y al final, estrecha como el hueco entre los muslos.

No te dejes llevar tanto por tu lirismo. Aprieta, aprieta, que cada palabra dé en el blanco. El final de los Fantasmas babea y ya no tiene que ver con el principio. Con tal procedimiento, no hay razón para detenerte; en poesía no hay que soñar, sino dar puñetazos.

No te hago observaciones al margen sobre la segunda parte, porque no me gusta casi nada; lo que sí me gusta, en cambio, es tu buena carta de esta mañana. Me dices algo que va derecho a mi corazón: «Haré algo hermoso, aunque tenga que reventar». Al menos, ésa sí es una frase. Sigue siempre así, y te querré cada vez más, si es posible. Así, esencialmente, es como serás mi esposa legítima y fatal.

Bouilhet va a ocuparse de los diarios de Ruán. Son brutos, burros, etc. Publicar un artículo serio en una de esas hojas es tiempo totalmente perdido, de todos modos. ¿Acaso se lee en Ruán?

Quería hacer un retrato literario tuyo, si hubiera podido, no al estilo de Sainte-Beuve, sino como yo lo entiendo. Para eso habría tenido que releerte por completo; para mí sería un trabajo de un mes largo. Es como para Melanis, algún día le escribiré un prefacio. En cualquier caso, si me encuentras en un periódico de París una columna grande, te diré en ella dulzuras sinceras. Pero en cuanto a Ruán, además de que la cosa me repugna porque es Ruán (compréndelo), no te serviría de nada, no te haría vender un solo libro, ni ser apreciada por un solo ser humano.

¡Cómo me ha divertido la historia de Babinet! ¡Cómo te agradezco el habérmela enviado! Sus sueños parlantes son buenos, y su mujer vieja, echando sus seis polvos cada noche en los primeros tiempos, y cuyo pobre tesoro de las huríes se ve ahora abandonado. ¡Risible, risible, muy risible!

A propósito de Babinet, se me ocurren ideas al respecto. No se presta (en las ideas de la sociedad, y hay que pensar que sólo nosotros carecemos de esas ideas de sociedad) generalmente, digo, no se presta a una mujer El museo secreto de Nápoles, es decir, un álbum lúbrico, por nada. Eso crea entre el prestamista y la prestataria un compromiso (perdón, no quería hacer chistes, es un término jurídico). Hay un secretillo que nos ata, y referente al artículo, lo que es peor. Así que no te sorprendas si Babinet, uno de estos días, hace alguna tentativa. Todo el Instituto vendrá a arrodillarse en tu alfombra, está escrito. Por lo demás, ha tenido una bonita asociación de ideas. Buscaba El asno de oro. «No lo encuentro, pensó; veamos, ¿qué podría llevarle? Algo antiguo y sucio a la vez. ¡Ah! El museo secreto». Y se lo metió en el bolsillo.

El Capitán [d'Arpentigny] es un cuentista. Un hombre como él no se escandaliza por dos o tres palabras groseras que yo haya podido decir. Quiso charlar y verte la cara.

¡La carta de la señora Didier me ha divertido bastante! Ese fragmento de panfleto que cita quizá tenga razón. A lo mejor necesitamos a los bárbaros. La humanidad, anciano perpetuo, toma en sus agonías periódicas infusiones de sangre. ¡Qué bajo hemos caído! ¡Qué decrepitud universal!

Las tres XXX en tu carta, al cabo del nombre de David, me dan qué pensar. ¿Se parecerá al rey músico de la Biblia, de quien siempre he sospechado que tenía por Jonatán un amor ilícito? ¿Es lo que quisiste decir? Un hombre tan serio, por lo demás, debe ser calumniado. Si es casto, se le considera pederasta; es la regla. También yo tuve esa fama, en su día. También tuve la de impotente. Y Dios sabe que yo no era ni una ni otra cosa. […]

Estuve muy triste, los primeros días de mi regreso. Ahora estoy en forma; no hago más que empezar, pero al fin gira la rueda.

Hablas de las miserias de la mujer; estoy en ese ambiente. Verás que he tenido que bajar muy hondo en el pozo sentimental. Si mi libro es bueno, hará suaves cosquillas en muchas heridas femeninas; más de una sonreirá al reconocerse en él.

Habré conocido vuestros dolores, pobres almas oscuras, húmedas de melancolía encerrada, como vuestros traspatios de provincias, con los muros cubiertos de musgo.

Pero esto es largo… ¡largo! A veces mis brazos cansados se dejan caer. ¿Cuándo descansaré, siquiera unos meses? ¿Cuándo disfrutaremos uno del otro, a placer, en libertad? Ahí está de nuevo un año largo ante nosotros, y el invierno, tú con los ómnibus en las calles embarradas, las narices coloradas, los abrigos y el viento colándose bajo las puertas; yo con los árboles pelados, el Sena blanco, y seis veces al día, el barco de vapor que pasa.

Paciencia, trabajemos. Ya pasará el verano. Después del verano estaré casi en el final, y después iré a plantar mi tienda cerca de ti, en otro desierto, pero donde estés tú.

Me has colocado al final de tus Fantasmas. ¡También yo los tengo, sin llegar a ti, y más numerosos! Fantasmas poseídos, fantasmas deseados sobre todo, ahora sombras idénticas. He tenido amores de todo pelo, que olisqueaban en mi corazón como yeguas en los prados. He tenido otros enroscados sobre sí mismos, helados y largos como serpientes que digieren. He tenido más concupiscencias que cabellos perdidos. Pues bien, envejecemos, hermosa mía; seamos nuestro último fantasma, nuestra última mentira; ¡bendita sea, puesto que es dulce! Que dure mucho tiempo, puesto que es fuerte.

Adiós, te abrazo entera.

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[Croisset] Sábado, cinco de la tarde [4 de septiembre de 1852].

No estamos, al parecer, en buena situación material. Hay simpatía (simpatía quiere decir que sufren juntos); sin querer comparar mis preocupaciones con las tuyas, tengo mi pequeña dosis. Estoy tan fastidiado por mi entorno, que no he trabajado esta tarde. ¡Mi madre llora, se avinagra por todo, etc.! (¡Qué hermoso invento, la familia!) Viene a mi estudio a contarme sus disgustos domésticos. No puedo despacharla, pero tengo muchas ganas. Me he reservado en mi vida un círculo muy pequeño, pero cuando entran en él me pongo furioso, rojo.

Así, lo había soportado todo de Du Camp. Cuando quiso invadirme, alargué la zarpa. Hoy ella pretende que sus criados la insultan (lo que no es así). Tengo que arreglarlo todo, exhortarles a que vayan a disculparse, cuando no tienen culpa. Hay momentos en que estoy harto de todo esto. Además, voy a verme molestado (pero ya me apañaré para que no me fastidien) por una prima que viene aquí a pasar dos meses. ¡Ojalá pudiera uno vivir en una torre de marfil! ¡Y decir que el fondo de todo esto es ese desdichado dinero, ese bienaventurado metal plata, dueño del mundo! Si tuviera un poco más, me aliviaría de muchas cosas. Pero cada año disminuye mi bolsita, y el porvenir no es alegre a ese respecto. Siempre tendré para vivir, pero no como yo lo entiendo. Si el bueno de mi padre hubiera invertido de otro modo su fortuna, yo podría ser, si no rico, al menos acomodado; y en cuanto a cambiar su naturaleza, quizá sería una clara ruina. En cualquier caso, no necesitaba para nada los doscientos francos que me has mandado. ¿Los quieres? Mi primera idea, esta mañana, ha sido enviártelos de inmediato; pero contigo hay que ponerse guantes. He temido que lo tomaras como una respuesta tácita a tu carta de esta mañana, y que pensases que he creído ver en ello una especie de pequeño ruego indirecto. ¡Ésa es la razón! Pero no te cohibas y, sin vergüenza alguna, vuelve a pedírmelos, si pueden hacerte ilusión.

Yo no tengo deuda alguna, y por consiguiente no necesito nada ahora. En cuanto a los otros trescientos, ya me los devolverás para mandar imprimir los carteles de San Antonio. Convenido.

No me has contestado en lo referente a tu artículo. Envía a casa de Bouilhet, si quieres, el Museo secreto; se divertirá con él. Además, está algo calmado con relación a la señora Roger, y creo que va a ponerse a trabajar en serio en su drama. Su intención sigue siendo la de dejar Ruán este invierno. Ya no puede más con las clases (se está volviendo intratable, y con motivo), y no quiere volver a darlas, pero ¿cómo vivirá allá? ¿Te han parecido justas mis observaciones sobre los Fantasmas?

En la Revue de Paris —ve a leerla en seguida a una biblioteca— hay dos páginas amplias de Jourdan y dos citas; una de los Tableaux vivants, otra de El orgullo. El conjunto es elogioso, pero con algunos consejos singularmente parecidos a los de mi última carta. Así que, cuando leí el número al despertarme, a la mañana siguiente, me produjo un curioso efecto.

Du Camp no ha firmado el número. ¿Acaso porque en él te elogiaban? En la Crónica, con el tono más bajo, se insulta al Filósofo, sin razón, a propósito de nada. La continuación de la novela de Gozlan es innoble. ¡Qué colección tan triste! En cuanto a esa Crónica, que esos señores firman ahora con el nombre anónimo de Cyrano (¡sólo esa pretensión!), es una infamia. Cuando se habla a la gente de ese modo, al menos hay que llevar la tarjeta de visita en el sombrero. […]

Desde que nos dejamos he escrito ocho páginas de la segunda parte: la descripción topográfica de una aldea. Ahora voy a entrar en una larga escena de posada que me preocupa mucho. ¡Cómo me gustaría estar dentro de cinco o seis meses! Me habría desembarazado de lo peor, es decir, de lo más vacío, de los lugares en que más hay que golpear sobre el pensamiento para hacer que rinda.

También me entristece tu carta de esta mañana. ¡Pobre, querida mujer, cómo te quiero! ¿Por qué te ha dolido una frase que era, al contrario, la expresión del amor más sólido que un ser humano pueda sentir por otro? ¡Ay, mujer! ¡Sé menos mujer! ¡Sé mujer solamente en la cama! ¿Acaso no me inflama tu cuerpo cuando estoy en ella? ¿No me has visto contemplarte, boquiabierto, y pasar mis manos con deleite sobre tu piel? En el recuerdo, tu imagen me agita, y si no sueño contigo más a menudo, es porque no se sueña lo que se desea. Aspira bien el aire de los bosques esta semana, y mira las hojas en sí mismas; para entender la naturaleza, hay que ser tranquilo como ella.

No nos lamentemos de nada; quejarse de todo lo que nos aflige o nos irrita es quejarse de la esencia misma de la vida. Nosotros estamos hechos para describirla, y nada más. Seamos religiosos. A mí, todo lo enojoso que me ocurre, grande o pequeño, hace que me ciña cada vez más a mi eterna preocupación. Me aferro a ella con ambas manos, y cierro los ojos. A fuerza de llamar a la Gracia, acude. Dios se apiada de los sencillos, y el sol siempre brilla para los corazones vigorosos que se sitúan por encima de las montañas.

Me oriento hacia una especie de misticismo estético (si ambas palabras pueden ir juntas), y querría que fuese más fuerte. Cuando ningún estímulo nos viene de los demás, cuando el mundo exterior nos asquea, nos vuelve lánguidos, nos corrompe y nos embrutece, las personas honradas y delicadas se ven forzadas a buscar en sí mismas, en algún lugar, un sitio más limpio para vivir. Si la sociedad sigue como va, creo que volveremos a ver místicos, como los hubo en todas las épocas oscuras. Al no poder expandirse, el alma se concentrará. No están lejos los tiempos en que volverán los decaimientos universales, las creencias en el fin del mundo, la esperanza de un Mesías. Pero, al faltar la base teológica, ¿dónde estará ahora el punto de apoyo de este entusiasmo que se ignora? Unos buscarán en la carne, otros en las viejas religiones, otros en el Arte; y la humanidad, como la tribu judía en el desierto, adorará a toda clase de ídolos. Nosotros hemos venido demasiado pronto; dentro de veinticinco años, el punto de intersección, en manos de un maestro, será soberbio. Entonces la prosa (sobre todo la prosa, forma más joven) podrá interpretar una sinfonía humanitaria formidable. Libros como el Satiricón y El asno de oro pueden volver, con tantos desbordamientos psíquicos como aquéllos tuvieron desbordamientos sensuales.

Eso es lo que todos los socialistas del mundo no han querido ver, con su eterna predicación materialista. Han negado el dolor, han blasfemado de las tres cuartas partes de la poesía moderna, la sangre de Cristo que bulle en nosotros. Nada la extirpará, nada la agotará. No se trata de desecarla, sino de hacerle riachuelos. Si el sentimiento de la insuficiencia humana, de la vaciedad de la vida llegase a perecer (lo que sería consecuencia de su hipótesis), seríamos más tontos que los pájaros, que al menos se posan en los árboles. Ahora duerme el alma, ebria de las palabras que ha oído; pero tendrá un despertar frenético, en el que se entregará a alegrías de esclavo liberto, pues ya no tendrá a su alrededor nada que la moleste, ni gobierno, ni religión, ni fórmula alguna. Los republicanos de todo color me parecen los pedagogos más salvajes del mundo, ellos sueñan con organizaciones y legislaciones, con una sociedad como un convento. Creo, al contrario, que todas las reglas desaparecen, que las barreras caen, que la tierra se nivela. Quizás esta gran confusión traiga la libertad. El Arte, que siempre va por delante, ha seguido al menos esta marcha. ¿Qué poética se mantiene en pie ahora? Hasta la plástica se vuelve, cada vez más, casi imposible, con nuestras lenguas circunscritas y precisas y nuestras ideas vagas, mezcladas, inasibles. Todo lo que podemos hacer es, pues, a fuerza de habilidad, tensar con más fuerza las cuerdas de la guitarra, tantas veces rasgueadas, y ser sobre todo virtuosos, ya que la ingenuidad en nuestra época es una quimera. Además, lo pintoresco casi se va del mundo. No obstante, la Poesía no morirá; pero ¿cuál será la de las cosas del futuro? No la veo apenas. ¿Quién sabe? La belleza se volverá quizá un sentimiento inútil para la humanidad, y el Arte será algo que ocupará el espacio entre el álgebra y la música.

Como no puedo ver el mañana, me habría gustado ver el ayer. ¡Por qué no habré vivido, al menos, bajo Luis XIV, con una gran peluca, medias bien estiradas y en compañía del señor Descartes! ¡Por qué no habré vivido en la época de Ronsard! ¡Por qué no habré vivido en la época de Nerón! ¡Cómo habría charlado con los retóricos griegos! ¡Cómo habría viajado en los grandes carromatos por las vías romanas, y dormido por la noche en las posadas, con los sacerdotes de Cibeles vagabundeando! ¡Por qué no habré vivido, sobre todo, en la época de Pericles, para cenar con Aspasia coronada de violetas y cantando versos entre los muros de mármol blanco! Ah, todo eso ha terminado, ese sueño no volverá. Sin duda he vivido en todos esos lugares, en alguna existencia anterior. Estoy seguro de haber sido, bajo el imperio romano, director de alguna compañía de cómicos ambulantes, uno de esos tipos que iban a Sicilia a comprar mujeres para convertirlas en actrices, y que eran a la vez profesor, chulo y artista. En las comedias de Plauto tienen buenas jetas, esos granujas, y al leerlas me vuelven como recuerdos. ¿Has sentido eso alguna vez, el escalofrío histórico?

Adiós, te beso, todo tuyo, por todas partes.

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[Croisset] Medianoche del lunes [13 de septiembre de 1852].

He estado ausente dos días, viernes y sábado, y me he divertido poco. Ha habido que ir por fuerza a Andelys, a visitar a un antiguo compañero al que no había visto desde hacía varios años y a quien, de año en año, prometía visitar. De muy niño estuve muy unido a este buen muchacho que ahora es sustituto, casado, elíseo, hombre de orden, etc. ¡Ay, Dios mío! ¡Qué seres, los burgueses! Pero ¡qué felicidad tienen, qué serenidad! ¡Qué poco piensan en su perfeccionamiento, qué poco atormentados están por todo lo que nos atormenta!

Haces mal en reprocharme que no hubiera empleado mejor mi tiempo en ir a verte. Te aseguro que me habría causado un placer mucho mayor.

Pobre, querida Louise, ¡qué cartas tan tristes me escribes desde hace algún tiempo! Por mi parte, no estoy muy bromista. El interior y lo exterior, todo marcha de un modo bastante sombrío. La Bovary avanza a paso de tortuga; a veces me desespero. De aquí a unas sesenta páginas, es decir, dentro de tres o cuatro meses, temo que siga así. ¡Qué máquina tan pesada de construir es un libro, y sobre todo, qué complicada! Lo que estoy escribiendo ahora corre el riesgo de ser Paul de Kock, si no le doy una forma completamente literaria. Pero ¿cómo hacer un diálogo trivial que esté bien escrito? Sin embargo, hay que hacerlo, hay que hacerlo. Y luego, cuando me zafe de esta escena de posada, voy a caer en un amor platónico ya machacado por todo el mundo, y si le quito trivialidad le quitaré amplitud. En un libro como éste, una desviación de una línea puede apartarme completamente de la meta, hacer que falle del todo. En el punto en que estoy, la frase más sencilla tiene un alcance infinito para el resto. ¡Por eso le dedico tanto tiempo, tantas reflexiones, ascos, lentitud! Te dispenso de oír las miserias del hogar, de mi cuñado, etc. […]

¿Qué relatos son ésos? Es muy difícil, una narración en verso. ¿Está parado el drama? Mejor. Conocí un tiempo en que habrías hecho ya dos actos. Reflexiona, reflexiona antes de escribir. Todo depende de la concepción. Ese axioma del gran Goethe es el más sencillo y más maravilloso resumen y precepto de todas las obras de arte posibles.

Hasta ahora sólo te ha faltado la paciencia. No creo que la paciencia sea el genio; pero a veces es su signo, y lo sustituye. Ese viejo mendrugo de Boileau perdurará tanto como cualquiera, porque supo hacer lo que hizo. Desembarázate cada vez más, al escribir, de lo que no sea Arte puro. Ten a la vista el modelo, siempre, y ninguna otra cosa. Sabes lo suficiente como para poder ir lejos: te lo digo yo. Ten fe, ten fe. Quiero (y lo conseguiré) verte entusiasmada ante una pausa, un período, un encabalgamiento, ante la forma misma, en fin, abstracción hecha del tema, igual que te entusiasmabas antes por el sentimiento, por el corazón, por las pasiones. El Arte es una representación, no debemos pensar más que en representar. La mente del artista ha de ser como el mar, lo bastante vasta para que no se vean sus bordes, lo bastante pura para que las estrellas del cielo se reflejen en ella hasta el fondo.

Me parece que hace diez años que no te he visto. En cuanto flaqueo, me gustaría apretarte contra mí. Pero ¿luego? ¡No, no! Los días de fiesta, lo sé, van seguidos de despertares tristes. La propia melancolía es sólo un recuerdo que se ignora. Nos volveremos a ver dentro de un año, maduros y granitizados. No te quejes de la soledad. Esa queja es un halago al mundo (si reconoces que lo necesitas para vivir, es colocarte por debajo de él). «Si tratas de agradar, dice Epicteto, ya estás caído». Aquí añado yo: si te hacen falta los demás, es que te pareces a ellos. ¡Que no sea así! En cuanto a mí, la soledad sólo me molesta cuando vienen a molestarme o cuando mi trabajo flojea. Pero tengo recursos ocultos con los que me doy cuerda, y después hay una subida proporcional. Con mi juventud, he abandonado los verdaderos sufrimientos; han bajado a los nervios, eso es todo. Adiós, querida, bienamada amiga. Te beso larga, tierna, ampliamente. […]

101

[Croisset] Domingo, once de la noche [19 de septiembre de 1852].

Me permitirás, querida Louise, que no te felicite por tu olfato psicológico. Crees todo lo que la tía Roger te ha soltado, con una buena fe infantil. Es una presumida, esa señora. La petición que ha hecho de escribir a Bouilhet equivale, para mí, al gesto de abrir las piernas. ¿Se da cuenta ella? Ahí está el punto difícil de aclarar. No creo ni en su constitución perturbada por los excesos del marido ni en las noches pasadas «con su espíritu y su corazón», y me ha parecido sobre todo que ni era cierto, ni sentido; ella ama otra cosa.

La pasión cerebral durante diez años por Hugo me parece igualmente un camelo ciclópeo. El gran hombre tuvo que saberlo, y en consecuencia, aprovecharse, siendo lo golfo que es, a menos que esa pasión sea también una pose. Fíjate que ella nunca hace más que medias confidencias, que no confiesa nada referente a Énault. ¡Hay mucha miseria en el fondo de todo esto! Que mienta a sabiendas, es posible que no. No siempre se ve claro en uno mismo, y sobre todo cuando se habla, la palabra sobrecarga el pensamiento, lo exagera, incluso lo impide. ¡Las mujeres, además, son tan ingenuas, incluso en sus muecas, se toman tan en serio su papel, se incorporan con tanta naturalidad al papel que se han fabricado! Pero, por otra parte, está tan admitida la idea de que hay que ser casto, ideal, que sólo debe amarse el alma y que la carne es vergonzosa, que sólo el corazón es de buen tono. ¡El corazón! ¡El corazón! Ésa es una palabra funesta; ¡y qué lejos te lleva!

Las ganas de subir a tu casa, el día en que recibiste el premio, el coche esperando en el portal, bajo la lluvia, etc., eso es cierto, por ejemplo, así como el hastío del peso marital que hay que soportar. Pero no dice que bajo ese peso soñaba con otro hombre, y que, en medio de su asco, quizá disfrutaba debido a ello. Predicción: se acostarán, y al septuagésimo segundo polvo seguirá asegurándote aún que no hay nada, y que quiere solamente a nuestro amigo con el corazón o la cabeza. Ese buenazo de órgano genital es el fondo de las ternuras humanas; no es la ternura, pero es su substratum, como dirían los filósofos. Jamás mujer alguna ha amado a un eunuco, y si las madres quieren a sus hijos más que a los padres, es porque les han salido del vientre, y el cordón umbilical de su amor les queda en el corazón sin cortar.

Sí, todo depende de ahí, por mucho que nos humille. Yo también querría ser un ángel; estoy aburrido de mi cuerpo, y de comer, y de dormir, y de sentir deseos. He soñado con la vida de los conventos, con los ascetismos de los brahmanes, etc. Ese asco por los harapos es lo que ha hecho inventar las religiones y los mundos ideales del arte. El opio, el tabaco y los licores fuertes favorecen esa inclinación al olvido, por eso he heredado de mi padre una especie de piedad religiosa por los borrachos. Tengo, como ellos, la tenacidad de la inclinación, y las desilusiones al despertar.

¡Cómo me fastidia mi Bovary! Sin embargo, empiezo a apañarme un poco con ella. ¡Nunca en mi vida he escrito algo más difícil que lo que hago ahora, diálogos triviales! Esta escena de la posada a lo mejor me va a exigir tres meses, no lo sé. A veces me entran ganas de llorar, hasta tal punto siento mi impotencia. Pero antes reventaré sobre esta escena que escamotearla. He de situar a la vez en la misma conversación a cinco o seis personajes (que hablan), a otros varios (de los que se habla), el lugar donde están, toda la región, haciendo descripciones físicas de personas y objetos, y mostrar en medio de todo eso a un señor y una señora que empiezan (por coincidencia de gustos) a prendarse un poco uno del otro. ¡Y aún si tuviera espacio! Pero todo eso ha de ser rápido sin resultar seco, y desarrollado sin ser prolijo, guardándome a la vez para más adelante otros detalles que serían más llamativos ahí. Voy a hacerlo todo rápidamente, y a proceder por grandes esbozos de conjunto sucesivos; a fuerza de volver sobre ellos, quizá todo se apretará. La frase en sí me es muy penosa. ¡Tengo que hacer hablar, en estilo escrito, a gentes de lo más vulgar, y la corrección del lenguaje quita a la expresión todo pintoresquismo!

Vuelves a hablarme, pobre Louise querida, de gloria, de porvenir, de aclamaciones. Ese viejo sueño ya no me posee, porque me ha poseído demasiado. En esto, no tengo falsa modestia; no, no creo en nada. Dudo de todo, ¿y qué importa? Estoy muy resignado a trabajar toda mi vida como un negro, sin esperanza de recompensa alguna. Es una úlcera que me rasco, eso es todo. Tengo más libros en la cabeza de los que tendré tiempo de escribir de aquí a mi muerte, sobre todo al ritmo que voy. No me faltará ocupación (es lo importante). ¡Con tal que la Providencia me deje siempre fuego y aceite! En el siglo pasado, algunas gentes de letras, indignadas de las exacciones de que las gentes de teatro les hacían víctimas, quisieron poner remedio. Predicaron a Pirón que atara el cascabel. «Pues, en fin, no es usted rico, mi pobre Pirón», dijo Voltaire. «Es posible», contestó, «pero me importa un higo, como si lo fuera». Hermosa frase, y que hay que seguir en muchas cosas de este mundo, si uno no está decidido a saltarse la tapa de los sesos. Y además, aun admitida la hipótesis misma del éxito, ¿qué seguridad puede sacarse de ella? A menos de ser un cretino, uno se muere siempre con la incertidumbre de su propio valor y del de sus obras. El propio Virgilio, al morir, quería que se quemase la Eneida. A lo mejor habría obrado bien para su gloria. Cuando uno se compara con lo que le rodea, se admira; pero cuando alza los ojos más arriba, hacia los maestros, hacia lo absoluto, hacia el sueño, ¡cómo se desprecia uno! Estos días pasados he leído algo hermoso, a saber, la vida del cocinero Carême. No sé por qué transición de ideas había llegado yo a pensar en ese ilustre inventor de salsas, y tomé su nombre en la Biografía Universal. Como vida de artista entusiasta, es magnífica; daría envidia a más de un poeta. Algunas frases suyas: cuando le decían que cuidara su salud y trabajara menos, respondía: «El carbón nos mata; pero ¿qué importa? Menos días y más gloria». Y en uno de sus libros, donde confiesa ser goloso: «… pero sentía tan a fondo mi vocación, que no me detuve a comer». Ese detuve a comer es enorme en un hombre de cuyo arte se trataba. […]

Publicar, la gente de letras, París, todo eso me da náuseas cuando pienso en ello. Bien podría ser que yo jamás haga gemir a imprenta alguna. ¿Para qué tomarse tanto trabajo? Y además, la meta no está ahí. En cualquier caso, si algún día meto los pies en ese fango, será como lo hacía en las calles de El Cairo cuando llovía, con botas de cuero de Rusia que me subían hasta el vientre.

Es a ti a quien vuelve mi pensamiento cuando he hecho la ronda de mis sueños; me tiendo sobre ti como un viajero cansado en la hierba del prado que bordea su camino. Cuando despierto pienso en ti, y tu imagen, durante el día, aparece de vez en vez entre las frases que busco. ¡Oh, mi pobre y triste amor, quédate conmigo! ¡Estoy tan vacío! Si he amado mucho, a cambio, lo he sido poco (al menos en cuanto a mujeres), y tú eres la única que me lo has dicho. Las otras, por un momento, han podido gritar de placer o quererme como buenas chicas durante media hora o una noche. ¡Una noche! Eso es muy largo, casi ni me acuerdo. Pues bien, declaro que hicieron mal; yo valía más que otros muchos. ¡Les guardo rencor por no haberse aprovechado! Ese amor parlanchín e impetuoso, el nácar de la mejilla del que hablas, y los borbotones de ternura, como habría dicho Corneille, yo tenía todo eso. Pero me habría vuelto loco si alguien hubiese recogido ese pobre tesoro sin etiqueta. Así que es una suerte: ahora sería un estúpido. El sol, el viento y la lluvia se llevaron algo; mucho fue a parar bajo tierra; el resto te pertenece, anda; es todo tuyo, y bien tuyo. […]

102

Croisset, sábado por la noche [25 de septiembre de 1852].

No me repitas más que me deseas, no me digas todas esas cosas que me duelen. ¿Para qué?, ya que lo que es ha de ser, ya que no puedo trabajar de otro modo. Soy un hombre de excesos en todo. Lo que sería razonable para otro, me es funesto. ¿Acaso crees que no tengo ganas de ti, yo también, que no me hastía con frecuencia una separación tan larga? Pero te aseguro que un trastorno material de tres días me hace perder quince, que experimento todas las dificultades del mundo para concentrarme, y que, si he tomado esta decisión que te irrita, es en virtud de una experiencia infalible y reiterada. No estoy en vena todos los días hasta las once de la noche aproximadamente, cuando llevo ya siete u ocho horas trabajando, y en el año, después de largas series de días monótonos, al cabo de un mes o seis semanas de estar pegado a mi mesa.

Empiezo a funcionar un poco. Esta semana ha sido más tolerable. Al menos, entreveo algo en lo que estoy haciendo. Bouilhet, el domingo pasado, me dio por lo demás excelentes consejos después de leer mis esbozos; pero ¿cuándo habré acabado este libro? Dios lo sabe. De aquí a entonces iré a verte en los intervalos, en los momentos de parada. Si no te tuviera a ti, te aseguro que no pondría los pies en París, a lo mejor no antes de dieciocho meses. Cuando esté allí ya verás qué verdad es lo que digo en cuanto a mi manera de trabajar, ¡con qué lentitud!, ¡y qué dificultad! […]

Lo que he leído del panfleto no me ha entusiasmado: insultos gruesos y mucho chapeado de estilo. No ha dado tiempo a su ira para que se enfríe. Una vez más, no se escribe con el corazón, sino con la cabeza, y por bien dotado que esté uno, siempre hace falta esa vieja concentración que da vigor al pensamiento y relieve a la palabra. ¡Cuánto mejor habría podido decirse! Pero aguardo a la totalidad para hablarte con más detenimiento de ello. Me parece que eres severa para con Gautier. No es un hombre que haya nacido tan poeta como Musset, pero quedará más de él, pues no son los poetas los que perduran, sino los escritores. No conozco nada de Musset que sea de un arte tan elevado como el San Cristóbal de Écija. Nadie ha escrito fragmentos tan hermosos como Musset, pero sólo fragmentos, ¡no una obra! Su inspiración es siempre demasiado personal, huele a terruño, a parisino, a caballero; tiene a la vez la trabilla del pantalón tensa, y va despechugado. Un poeta encantador, de acuerdo; pero grande, no. En este siglo no ha habido más que uno, es el tío Hugo. Gautier tiene un mundo poético muy restringido, pero lo explota admirablemente cuando se dedica. Lee La guarida de la serpiente, eso sí que es auténtico y atrozmente triste. En cuanto a su Don Juan, no me parece que proceda del de Namouna, pues en él es todo exterior (los anillos que caen de los dedos enflaquecidos, etc.) y en Musset todo moral. Me parece, en resumen, que Musset ha rasgueado cuerdas más nuevas (menos byronianas) y, en cuanto al verso, es más consistente. Las fantasías que nos encantan (a mí el primero) en Namouna, ¿son buenas en sí? Cuando haya pasado la época, ¿qué valor intrínseco les quedará a todas esas ideas que han parecido descabelladas y han halagado el gusto del momento? Para ser duradera, creo que la fantasía ha de ser monstruosa, como en Rabelais. Cuando no se hace el Partenón, hay que acumular pirámides. Pero ¡qué lástima que dos hombres semejantes hayan caído al punto en que están! Pero si han caído es que debían caer. Cuando el velo se rasga, es que su trama no es sólida. Por mucha admiración que sienta yo por ambos (Musset me entusiasmó tiempo ha, pues halagaba mis vicios de espíritu: lirismo, vagabundeo, desenfado de la idea y del giro), son en resumidas cuentas dos hombres de segunda fila, y que no asustan, si se toman por entero. Lo que distingue a los grandes genios es la generalización y la creación. En un solo tipo resumen personalidades dispersas y aportan a la conciencia del género humano personajes nuevos. ¿Acaso no se cree en la existencia de Don Quijote igual que en la de César? Shakespeare es algo formidable a este respecto. No era un hombre, sino un continente, en él había grandes hombres, multitudes enteras, paisajes. Ésos no necesitan hacer estilo; son fuertes a pesar de todas las faltas, y a causa de ellas. Pero nosotros, los pequeños, sólo valemos por la ejecución terminada. Hugo, en este siglo, aplastará a todo el mundo, aunque esté lleno de cosas malas; pero ¡qué aliento! ¡Qué aliento! Me atrevo aquí a lanzar una propuesta que no me atrevería a hacer en parte alguna: es que los hombres muy grandes con frecuencia escriben muy mal, y mejor para ellos. No es en ellos donde hay que buscar el arte de la forma, sino en los segundos (Horacio, La Bruyère). Hay que saberse a los maestros de memoria, idolatrarlos, tratar de pensar como ellos, y luego separarse de ellos para siempre. En cuanto a instrucción técnica, se saca más provecho de los genios eruditos y hábiles. Adiós, mi carta me ha fastidiado todo el rato; no debe de tener sentido común.

Te beso desde la planta de los pies a la punta de los cabellos. Tuyo, querida Louise; mil besos más.

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[Croisset] Dos de la madrugada del viernes al sábado [1-2 de octubre de 1852].

[…] ¿Te he dicho que estuve, hace unos días, en un entierro (el de un tío de mi cuñada)? Empiezo a estar harto de lo grotesco de los funerales, pues es algo aún más tonto que triste. Volví a ver allí a muchas caras de Ruán olvidadas. ¡Qué cosa! Estaba junto a dos cuñados del difunto que charlaban sobre el tamaño de los árboles frutales. Como era en el cementerio donde están mi padre y mi hermana, me vino la idea de ir a ver sus tumbas. La visión me conmovió poco; allá no hay nada de lo que yo amé, sino solamente los restos de dos cadáveres que contemplé durante unas horas. Pero ellos están en mí, en mi recuerdo. La visión de una prenda que les perteneció me produce más efecto que la de sus tumbas. ¡Qué tópico, la idea de la tumba! Allí hay que estar triste, es la norma. Una sola cosa me conmovió, es ver en el pequeño recinto un taburete de jardín (igual que los que hay aquí) que mi madre, sin duda, mandó llevar. Hay una comunidad entre este jardín y el otro, una extensión de su vida sobre esa muerte, y como una continuidad de existencia común a través de los sepulcros. Los antiguos prescindían de todas esas porquerías de carroñas. El polvo humano, mezclado con aromas e incienso, podía guardarse encerrado entre los dedos, o echarse a volar hacia los rayos del sol, ligero como el polvo del camino real. Adiós, voy a acostarme, ya es hora. Tuyo, mil y mil besos de tu

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[Croisset] Jueves, una de la madrugada [8 de octubre de 1852].

La carta (incluida en la tuya de esta mañana) me ha producido un efecto singular. Toda esta tarde, a mi pesar, no podía evitar mirarla de nuevo y considerar su escritura. La conocía, sin embargo, pero ¿por qué no me había causado nunca esta impresión? Sin duda, el tema y la persona a quien estaba dirigida lo explican. Me afectaba de más cerca. En efecto, él debió de sentirse halagado, y por muy banales que sean las alabanzas que acostumbra a dispensar, éstas deben de ser sinceras. ¿Te has fijado qué bien cortada de estilo es esta carta, escrita a vuela pluma, qué cuadrado y conciso resulta todo? No he podido impedir, en mi satisfacción ingenua, enseñársela a mi madre, que la ha admirado. ¿Quieres que te la devuelva? Pero creo, en las circunstancias actuales, que es mejor que yo la conserve. Mi antiguo culto se ha refrescado. A uno le gusta verse bien tratado por los que admira. ¡Qué olvidados estarán todos los grandes hombres de hoy, cuando éste sea aún joven y resplandeciente!

La señora Didier me parece una mujer de mente corta, ella y sus amigos los republicanos; buenas gentecillas que nos han empujado al fango y que se quejan del camino, ahora resulta que vociferan como burgueses contra Proudhon, sin entender una sola palabra. Esta casta del National ha sido siempre tan estrecha como la del bulevar Saint-Germain. Son secos en literatura; en política se aferran también a un pasado perdido. Tampoco comparto su admiración por el señor Lamartine, al que compara, pobrecito, ¡con Tácito!

¡Tácito, él! Precisamente he leído ese retrato de Napoleón del que habla ella. En él, Lamartine le acusa de amar la buena mesa, de estar gordo, etc. Pero ¿cuándo se hará historia como debe escribirse novela, sin amor ni odio por ninguno de los personajes? ¿Cuándo se escribirán los hechos desde el punto de vista de una broma superior, es decir, tal como los ve Dios, desde arriba?

Es una mujer curiosa, por lo demás; representa bien ese cierto punto medio de la sociedad, estéril y decoroso.

La señora de Saint-Maur me parece estar en un buen momento; también ella lee a Tácito. ¡Qué furia por la serenidad! Me dices que te es difícil estudiarlo. Sin embargo, como lo artificial se constituye conforme a reglas, y se modela sobre un tipo, es más sencillo que lo natural, que varía según las individualidades. Te declaro, por mi parte, que no creo ni una palabra de todas sus espiritualidades. Su furor contra los machos, de momento, procede de alguna mordedura reciente. Que esté asqueada del pequeño Enault, es posible; pero eso es todo, en el fondo. Y a este respecto, permíteme que te envíe el axioma siguiente: las mujeres desconfían demasiado de los hombres en general, y no lo bastante en particular (empápate de esta verdad). Nos consideran a todos monstruos, pero en medio de los monstruos hay un ángel (un corazón de élite, etc.). No somos ni monstruos ni ángeles. Querría ver a un espíritu tan elevado como el tuyo, querida Louise, desembarazado de ese prejuicio que compartes. Vosotras, las mozas, jamás nos perdonaréis, y todas en general, desde las castas hasta las coquetas, chocáis siempre contra ese ángulo con obstinación fogosa. No entendéis nada de la prostitución, de su poesía amarga ni del inmenso olvido que de ella resulta. Cuando os habéis acostado con un hombre, os queda algo en el corazón, pero a nosotros, nada. Eso pasa, y un hombre de cuarenta años, podrido de sífilis, puede llegar ante su querida más virgen que una joven ante su primer amante. ¿No has observado lo juvenil de los sentimientos en los ancianos? Estar celosa de las putas es estarlo de un mueble. Todo se confunde, en efecto, en un océano cuyas olas son todas iguales. Pero vosotras tenéis aún vuestros ríos agotados que murmuran y cuyas corrientes desviadas se entrecruzan en la sombra bajo el ramaje nuevo. Si quisieras, te haría progresar en el conocimiento de nuestro sexo, al que no apoyo en absoluto, pero que explico; en este asunto, pasa como con París y provincias. Cuando me hablan mal del uno en perjuicio del otro abundo siempre en el sentido del que habla, y añado, al terminar, que pienso exactamente lo mismo de la otra parte en litigio.

Leo los viajes del presidente; es espléndido. Es preciso (y él lo hace bien) que se llegue a no tener ya ni una idea, a no respetar nada. Si toda moralidad es inútil para las sociedades del futuro, que, al estar organizadas como mecanismos, no necesitarán alma, él prepara el camino (hablo en serio, creo que es ésa su misión). A medida que la humanidad se perfecciona, el hombre se degrada. Cuando todo no sea ya más que una combinación económica de intereses bien compensados, ¿para qué servirá la virtud? Cuando la naturaleza sea tan esclava que haya perdido sus formas originales, ¿dónde estará la plástica?, etc. Mientras tanto, vamos a pasar a un buen estado opaco. Lo que me divierte en esto son las gentes de letras que creían ver volver a Luis XIV, a César, etc., en una época en que se ocuparían de arte, es decir, de estos señores. La inteligencia iba a florecer en un pequeño arriate anodino, cuidadosamente rastrillado por el señor Jefe Superior de Policía. ¡Ay! A Dios gracias, lo que queda de ellos no tiene la vida dura. Así que van a suprimir esos buenos diarios. ¡Lástima, eran tan independientes y tan liberales, tan desinteresados! Se burlaron del derecho divino y lo derribaron; luego exaltaron al pueblo, el sufragio universal, y finalmente llegó el orden. Hay que tener la convicción de que todo esto es tan bobo, gastado y vacío como el penacho blanco de Enrique IV y el roble de San Luis. ¡Muerte a los mitos! En cuanto a esa famosa frase: «¿Qué haréis después? ¿Qué pondréis a cambio?», me parece inepta e inmoral a la vez. Inepta, pues es creer que ya no brillará más el sol porque se hayan apagado las velas; inmoral, porque es calmar la injusticia con la cataplasma del miedo. ¡Y decir que todo esto, no obstante, procede de la literatura! ¡Pensar que lo peor del 93 viene del latín! La furia del discurso retórico y la manía de reproducir tipos antiguos (mal comprendidos) han empujado a naturalezas mediocres a excesos que no lo eran. Ahora vamos a volver a los jueguecitos de los antiguos jesuítas, al acróstico, a los poemas sobre el café o el ajedrez, a las cosas ingeniosas, al suicidio. Conozco a un alumno de la Escuela Normal que me ha dicho que habían castigado a uno de sus compañeros (que será dentro de seis meses profesor de retórica) como culpable de haber leído La nueva Eloísa, que es un mal libro. Estoy fastidiado por no saber lo que ocurrirá dentro de doscientos años.

Mándame, si quieres, agua de Taburel, pero es dinero perdido. El doctor Valerand, que es calvo, es hombre de una fe robusta, y además un asno de cuidado. Nada puede hacer salir el pelo (¡ni un brazo amputado!).

Trabajo algo mejor; a fines de este mes espero haber escrito mi posada. La acción transcurre en tres horas. Me habrá costado más de dos meses. En cualquier caso, empiezo a orientarme un poco; pero pierdo un tiempo incalculable, escribiendo a veces páginas enteras que después suprimo completamente, sin piedad, pues perjudican el movimiento. Para este párrafo, en efecto, es preciso que, al componer, abarque con la mirada al menos cuarenta. Una vez haya salido de ahí, dentro de unos tres o cuatro meses, cuando mi acción esté bien atada, marchará. La tercera parte deberá ser despachada y escrita de un solo tirón de pluma. Pienso en ello a menudo, y creo que ahí estará todo el efecto del libro. ¡Pero hay que desconfiar tanto de los sitios que parecen hermosos de antemano! Cuando nos veamos en Mantes, dentro de un mesecillo, recuérdame que te hable de la Acrópolis y cómo entiendo el tema.

En el último número de la Revue de Paris hay un poema de Bouilhet, que no conoces, dirigido a Rachel, puta (disculpe la palabra) conocida del poeta, y que hace tiempo le sirvió mucho, en todo caso. ¿La tía Roger había leído este poema? Y su misantropía, acaso, acababa de verse reforzada por la lectura de la susodicha obra, cuyo aroma revela la cosecha.

Adiós, querida Louise, adiós, mujer querida, te envío besos de todas clases. […]

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[Croisset] 9 de octubre de 1852, sábado, una de la mañana.

[…] Hace dos o tres días que esto va bien. Estoy haciendo una conversación entre un muchacho y una señora joven sobre la literatura, el mar, las montañas, la música, en fin, todos los temas poéticos. Podría tomarse en serio, pero tiene una gran intención de grotesco. Será, creo, la primera vez que se vea un libro que se burla de su primera dama joven y de su primer actor joven. La ironía no quita nada al patetismo; por el contrario, lo exacerba.

En mi tercera parte, que estará llena de cosas cómicas, quiero que se llore. […]