APÉNDICE
BALANCE-PROGRAMA PARA MAQUINAS DESEANTES
1. Diferencias relativas de las máquinas deseantes con los gadgets — con los fantasmas o sistemas proyectivos imaginarios — con las herramientas o sistemas proyectivos reales — con las máquinas perversas, que, sin embargo, nos encauzan hacia las máquinas deseantes.
Las máquinas deseantes no tienen nada que ver con los gadgets, o pequeños inventos de concurso Lépine, ni con fantasmas. Mejor, tienen que ver, pero en el sentido inverso, ya que los gadgets, los hallazgos y los fantasmas son residuos de máquinas deseantes sometidos a leyes específicas del mercado exterior del capitalismo, o del mercado interior del psicoanálisis (pertenecen al «contrato» psicoanalítico reducir los estados vividos del paciente, traducirlos en fantasmas). Las máquinas deseantes no se dejan reducir ni a la adaptación de máquinas reales, o de fragmentos de máquinas reales, a un funcionamiento simbólico, ni al sueño de máquinas fantásticas de funcionamiento imaginario. Tanto en un caso como en otro, asistimos a la conversión de un elemento de producción en un mecanismo de consumo individual (los fantasmas como consumo psíquico o lactancia psicoanalítica). Es evidente que en los gadgets y en los fantasmas el psicoanálisis se halla a gusto, pudiendo desarrollar en ellos todas sus obsesiones edípicas castradoras. Pero esto no nos dice nada importante sobre la máquina y su relación con el deseo.
La imaginación artística y literaria concibe numerosas máquinas absurdas: ya por indeterminación del motor o de la fuente de energía, ya por imposibilidad física de la organización de las piezas trabajadoras, ya por imposibilidad lógica del mecanismo de transmisión. Por ejemplo, el Dancer-Danger de Man Ray, subtitulado «la imposibilidad», presenta dos grados de absurdidad: los grupos de ruedas dentadas no pueden funcionar, como tampoco la gran rueda de transmisión. En la medida que esta máquina se considera que representa el torbellino de un bailarín español, podemos decir: traduce mecánicamente, por el absurdo, la imposibilidad para una máquina de efectuar por sí misma tal movimiento (el bailarín no es una máquina). Pero también podemos decir: ahí debe haber un bailarín como pieza de máquina; esta pieza de máquina no puede ser más que un bailarín; ésa es la máquina de la que el bailarín es una pieza. Ya no se trata de enfrentar al hombre y la máquina para evaluar sus correspondencias, sus prolongamientos, sus posibles o imposibles sustituciones, sino de hacerlos comunicar a ambos para mostrar cómo el hombre forma una pieza con la máquina, o forma pieza con cualquier otra cosa para constituir una máquina. Esta otra cosa puede ser una herramienta, o incluso un animal, u otros hombres. No es, sin embargo, por metáfora que hablamos de máquina: el hombre forma máquina desde que esta característica es comunicada por recurrencia al conjunto del que forma parte en condiciones bien determinadas. El conjunto hombre-caballo-arco forma una máquina guerrera nómada en las condiciones de la estepa. Los hombres forman una máquina de trabajo en las condiciones burocráticas de los grandes imperios. El soldado de infantería griego forma máquina con sus armas en las condiciones de la falange. El bailarín forma máquina con la pista en las condiciones peligrosas del amor y la muerte… No partimos de un empleo metafórico de la palabra máquina, sino de una hipótesis (confusa) sobre el origen: la manera como algunos elementos están determinados a formar máquina por recurrencia y comunicación; la existencia de un «filo maquínico». La ergonomía se aproxima desde este punto de vista cuando plantea el problema general ya no en términos de adaptación o de sustitución — adaptación del hombre a la máquina y de la máquina al hombre—, sino en términos de comunicación recurrente en sistemas hombres-máquinas. Cierto es que en el momento mismo que cree limitarse a un acercamiento puramente tecnológico, levanta los problemas de poder, de opresión, de revolución y de deseo, con un vigor involuntario infinitamente mayor que en los acercamientos adaptativos.
Se da ahí un esquema clásico inspirado por la herramienta: la herramienta prolongación y proyección de lo viviente, operación por la que el hombre se libera progresivamente, evolución de la herramienta a la máquina, cambio en el que la máquina se vuelve cada vez más independiente del hombre… Pero este esquema tiene muchos inconvenientes. No nos proporciona ningún medio para captar la realidad de las máquinas deseantes y su presencia en todo este recorrido. Es un esquema biológico y evolutivo que determina a la máquina como si llegase de pronto en determinado momento en una línea mecánica que empieza con la herramienta. Es humanista y abstracto, aísla las fuerzas productivas de las condiciones sociales de su ejercicio, invoca una dimensión hombre-naturaleza común a todas las formas sociales a las que así se prestan relaciones de evolución. Es imaginario, fantasmático, solipsista, incluso cuando se aplica a herramientas reales, a máquinas reales, puesto que descansa por completo en la hipótesis de la proyección (Roheim, por ejemplo, adopta este esquema y muestra claramente la analogía entre la proyección física de las herramientas y la proyección psíquica de los fantasmas)[288]. Nosotros creemos, por el contrario, que hay que plantear desde el principio la diferencia de naturaleza o innata entre la herramienta y la máquina: una como agente de contacto, la otra como factor de comunicación; una como proyectiva y la otra como recurrente; una, refiriéndose a lo posible y a lo imposible, la otra a la probabilidad de un menos-probable; una, operando por síntesis funcional de un todo, la otra por distinción real en un conjunto. Formar pieza con algo es muy diferente de prolongarse o proyectarse, o hacerse reemplazar (caso en el que no hay comunicación). Pierre Auger muestra que hay máquina desde que hay comunicación entre dos porciones del mundo exterior realmente distintas en un sistema posible aunque menos probable[289]. Una misma cosa puede ser herramienta o máquina, según que el «filo maquínico» se apropie de ella o no, pase o no por ella: las armas hoplitas existen como herramientas desde la vieja antigüedad, pero se vuelven piezas de una máquina, con los hombres que las manejan, en las condiciones de la falange y de la polis griega. Cuando se relaciona la herramienta con el hombre, de acuerdo con el esquema tradicional, se elimina toda posibilidad para comprender cómo el hombre y la herramienta se convierten o ya son piezas distintas de máquina con respecto a una instancia efectivamente maquinizante. Creemos, además, que siempre hay máquinas que preceden a las herramientas, siempre filos que determinan en tal momento qué herramientas, qué hombres entran como piezas de máquina en el sistema social considerado.
Las máquinas deseantes no son proyecciones imaginarias en forma de fantasmas, ni proyecciones reales en forma de herramientas. Todo el sistema de las proyecciones deriva de las máquinas y no a la inversa. ¿Definiremos, entonces, a la máquina deseante por una especie de introyección, por una cierta utilización perversa de la máquina? Tomemos el ejemplo secreto de la red: llamando a un número de teléfono no asignado, empalmado a respondedor automático («este número no está asignado…»), podemos oír la superposición de un conjunto de voces pululantes, llamándose o respondiéndose entre sí, entrecruzándose, perdiéndose, pasando por encima, por debajo del respondedor automático, mensajes muy cortos, enunciados según códigos rápidos y monótonos. Hay el Tigre, incluso se dice que hay un Edipo en la red; chicos llaman a chicas, chicos llaman a chicos. Con facilidad reconocemos la forma misma de las sociedades perversas artificiales, o sociedad de Desconocidos: un proceso de re-territorialización se engancha a un movimiento de desterritorialización asegurada por la máquina (los grupos privados de radio-emisores presentan la misma estructura perversa). Cierto es que las instituciones públicas no ven ningún inconveniente en estos beneficios secundarios de una utilización privada de la máquina, en fenómenos de franja o de interferencia. Pero al mismo tiempo hay algo más que una simple subjetividad perversa, incluso de grupo. Por más que el teléfono normal sea una máquina de comunicación, funciona como una herramienta en tanto que sirve para proyectar o prolongar voces que no forman parte de la máquina. Pero aquí la comunicación alcanza un grado superior, en tanto que las voces forman pieza con la máquina, se convierten en piezas de la máquina, distribuidas y clasificadas de forma aleatoria por el respondedor automático. Lo menos probable se construye sobre el fondo de entropía del conjunto de las voces que se anulan. Desde este punto de vista, no hay tan sólo utilización o adaptación perversa de una máquina social técnica, sino superposición de una verdadera máquina deseante objetiva, construcción de una máquina deseante en el seno de la máquina social técnica. Es posible que las máquinas deseantes nazcan así en los márgenes artificiales de una sociedad, aunque se desarrollen de otro modo y no se parezcan a las formas de su nacimiento.
Comentando este fenómeno de la Red, Jean Nadal escribe: «Esa es la máquina deseante que creo más lograda y más completa de las que conozco. Lo contiene todo: el deseo en ella funciona libremente, sobre el factor erótico de la voz como objeto parcial, en el azar y la multiplicidad, y se engancha a un flujo que irradia el conjunto de un campo social de comunicación, a través de la expansión ilimitada de un delirio o de una deriva». El comentador no tiene toda la razón: hay máquinas deseantes mejores y más completas. Pero las máquinas perversas en general tienen la ventaja de presentarnos una oscilación constante entre una adaptación subj etiva, una desviación de una máquina social técnica y la instauración objetiva de una máquina deseante — aún un esfuerzo si queréis ser republicanos… En uno de los más bellos textos escritos sobre el masoquismo, Michel de M’Uzan muestra cómo las máquinas perversas del masoquista, que son máquinas propiamente hablando, no se dejan comprender en términos de fantasma, o de imaginación, como tampoco se explican a partir de Edipo o de la castración por vía de proyección: no hay fantasma, dice; sino, lo que es diferente, programación «esencialmente estructurada fuera de la problemática edípica» (por fin un poco de aire puro en el psicoanálisis, algo de comprensión para los perversos)[290].
2. Máquina deseante y aparato edípico: la recurrencia contra la represión-regresión.
Las máquinas deseantes constituyen la vida no edípica del inconsciente. Edipo, gadget o fantasma. Picabia llamaba a la máquina, por oposición, «hija nacida sin madre». Buster Keaton presentaba su máquina-casa, en la que todas las habitaciones están en una, como una casa sin madre: todo se realiza por máquinas deseantes, la comida de los solteros (L’Epouvantail, 1920). ¿Es preciso comprender que la máquina sólo tiene un padre y que como Atenea nace ya armada de un cerebro viril? Se necesita mucha buena voluntad para creer con René Girard que basta el paternalismo para poder salir de Edipo y que la «rivalidad mimética» es verdaderamente lo otro del complejo. El psicoanálisis no ha cesado de desmigajar a Edipo, o multiplicarlo, o bien dividirlo, oponerlo a sí mismo, o sublimarlo, desmesurarlo, elevarlo al significante. Descubrir lo preedípico, lo postedípico, el Edipo simbólico, nos deja igual. Se nos dice: Pero veamos, Edipo no tiene nada que ver con papá-mamá, es el significante, es el nombre, es la cultura, es la finitud, es la falta-de-ser que es la vida, es la castración, es la violencia en persona… Desternillémonos de risa. No hacen más que continuar la vieja tarea, cortando todas las conexiones del deseo para mejor volcarlo en papás-mamás sublimes e imaginarios, simból icos, lingüísticos, ontológicos, epistemológicos. En verdad, no hemos dicho ni la cuarta parte de lo que habría que decir contra el psicoanálisis, su resentimiento frente al deseo, su tiranía y su burocracia.
Lo que, precisamente, define a las máquinas deseantes es su poder de conexión hasta el infinito, en todos los sentidos y en todas las direcciones. Es incluso por ello que son máquinas, atravesando y dominando Varias estructuras a la vez. Pues la máquina posee dos características o potencias: la potencia de lo continuo, el filo maquínico donde determinada pieza se conecta con otra, el cilindro y el pistón en la máquina de vapor, o incluso, según una línea germinal más lejana, la rueda en la locomotora; pero también la ruptura de dirección, la mutación de tal modo que cada máquina es corte absoluto con respecto a lo que reemplaza, como el motor de gas con respecto a la máquina de vapor. Dos potencias que forman una, puesto que la máquina en sí misma es corte-flujo, siendo el corte siempre adyacente a la continuidad de un flujo que separa de los otros proporcionándole un código, haciéndole acarrear tales o cuales elementos[291]. Además, no es en provecho de un padre cerebral que la máquina no tiene madre, sino en provecho de un cuerpo lleno colectivo, la instancia maquinizante sobre la que la máquina instala sus conexiones y ejerce sus cortes.
Los pintores maquínicos han insistido en que no pintaban máquinas como sustitutos de naturalezas muertas o de desnudos; la máquina no es objeto representado del mismo modo que su dibujo no es representación. Se trata de introducir un elemento de máquina, de tal modo que forme pieza con otra cosa sobre el cuerpo lleno de la tela, aunque sea con el cuadro mismo, para que sea, precisamente, el conjunto del cuadro el que funcione como máquina deseante. La máquina inducida siempre es otra que la que parece representada: veremos que la máquina procede por semejante «desenganche» y así asegura la des-territorialización propiamente maquínica. Valor inductivo de la máquina, o más bien transductivo, que define la recurrencia y se opone a la representación-proyección: la recurrencia maquínica contra la proyección edipica es el lugar de una lucha, de una disyunción, como podemos verlo en el Aeroplap(l)a o la Automoma, o también en la Machine à connaître en forme Mère de Victor Brauner[292]. En Picabia, el dibujo forma una pieza con la inscripción heteróclita, de tal modo que debe funcionar con ese código, con ese programa, induciendo una máquina que no se le parece. Con Duchamp, el elemento real de máquina está introducido directamente, valiendo por sí mismo o por su sombra, o por un mecanismo aleatorio que induce entonces a las represent aciones subsistentes a cambiar de rol y de status: Tu me. La máquina se distingue de toda representación (aunque siempre podamos representarla, copiarla, de una manera que por otra parte no ofrece ningún interés), y se distingue de ella porque es Abstracción pura, no figurativa y no proyectiva. Léger mostró claramente que la máquina no representaba nada, sobre todo no por sí misma, ya que ella misma era producción de estados intensivos organizados: ni forma ni extensión, ni representación ni proyección, sino intensidades puras y recurrentes. Unas veces sucede, como en Picabia, que el descubrimiento de lo abstracto conduce a los elementos maquínicos, otras veces ocurre lo contrario, como para muchos futuristas. Pensemos en la vieja distinción de los filósofos, entre los estados representativos y los estados afectivos que no representan nada: la máquina es el Estado afectivo y es completamente falso decir que las máquinas modernas tienen una percepción, una memoria, las máquinas no tienen más que estados afectivos.
Cuando oponemos las máquinas deseantes a Edipo no queremos decir que el inconsciente sea mecánico (las máquinas son más bien la metamecánica), ni que Edipo no sea nada. Demasiadas fuerzas y gente mantienen a Edipo, demasiados intereses en juego: sin Edipo, en primer lugar, no habría narcisismo. Edipo todavía hará levantar muchas quejas y piídos. Animará investigaciones cada vez más irreales. Continuará alimentando sueños y fantasmas. Edipo es un vector: 4, 3, 2, 1, 0… Cuatro es el famoso cuarto término simbólico, 3; es la triangulación, 2 con las imágenes duales, 1 es el narcisismo, 0, la pulsión de muerte. Edipo es la entropía de la máquina deseante, su tendencia a la abolición externa. Es la imagen o la representación deslizada en la imagen, el cliché que detiene las conexiones, agota los flujos, introduce la muerte en el deseo y sustituye los cortes por una especie de emplasto — es la Interruptora (los psicoanalistas como saboteadores del deseo). Debemos sustituir la distinción entre contenido manifiesto y contenido latente, la distinción entre reprimente y reprimido, por los dos polos del inconsciente: la máquina esquizo-deseante y el aparato paranoico edípico, los conectores del deseo y los represores. Sí, Edipo, lo encontrarás cuando quieras, cuando se introduzca para hacer callar las máquinas (forzosamente, puesto que Edipo es a la vez el reprimente y lo reprimido, es decir, la imagen-cliché que detiene al deseo y se encarga de él, y lo representa detenido. Una imagen, sólo podemos verla… Es el compromiso, pero el compromiso no deforma menos ambas partes, a saber, la naturaleza del represor reaccionario y la naturaleza del deseo revolucionario. En el compromiso, las dos partes son pasadas a un mismo lado, por oposición al deseo que permanece en el otro lado, fuera de compromiso).
En dos libros sobre Julio Verne, Moré encontraba sucesivamente dos temas que presentaba simplemente como distintos: el problema edípico que Julio Verne vivía como padre y como hijo y el problema de la máquina como destrucción de Edipo y sustituto de la mujer[293]. Pero el problema de la máquina deseante, en su carácter esencialmente erótico, no radica en modo alguno en saber si alguna vez una máquina podrá dar «la ilusión perfecta de la mujer». Radica, al contrario, en la cuestión: ¿en qué máquina meter a la mujer, en qué máquina se mete una mujer paira convertirse en el objeto no edípico del deseo, es decir, sexo no humano? En todas las máquinas deseantes la sexualidad no consiste en una pareja imaginaria mujer-máquina como sustituto de Edipo, sino en la pareja máquina-deseo como producción real de una hija nacida sin madre, de una mujer no edípica (que no sería edípica ni para sí misma ni para los otros). Prestar a la novela en general una fuente edípica — nada indica que la gente se canse de un ejercicio narcisista tan divertido, psicocrítico, Bastardos, Niños hallados. Es preciso decir que los autores más grandes favorecen este equívoco, precisamente porque Edipo es la falsa moneda de la literatura o, lo que viene a ser lo mismo, su verdadero valor mercantil. Sin embargo, en el mismo momento que parecen hundidos en Edipo, eterno gemido-mamá, eterna discusión-papá, están lanzados de hecho a otra empresa huérfana, montando una máquina deseante infernal, relacionando el deseo con un mundo libidinal de conexiones y de cortes, de flujos y de esquizias que constituyen el elemento no humano del sexo, y en el que cada cosa forma una pieza con el «motor deseo», con un «engranaje lúbrico», atravesando, mezclando, revolviendo estructuras y órdenes, mineral, vegetal, animal, infantil, social, deshaciendo cada vez las figuras irrisorias de Edipo, llevando siempre más lejos un proceso de desterritorialización. Pues, ni siquiera la infancia es edípica; no lo es del todo, no tiene la posibilidad de serlo. Lo edípico es el abyecto recuerdo de infancia, la pantalla. Y finalmente, el mejor modo como un autor manifiesta la inanidad y la vacuidad de Edipo es cuando llega a inyectar en su obra verdaderos bloques recurrentes de infancia que vuelven a cebar las máquinas deseantes, en oposición a las viejas fotos, a los recuerdos-pantalla que saturan la máquina y convierten al niño en un fantasma regresivo para uso de viejecitos.
Lo podemos ver perfectamente en Kafka, ejemplo privilegiado, tierra edípica por excelencia: el polo edípico que Kafka agita y blande bajo la nariz del lector, es la máscara de una empresa más subterránea, la instauración no humana de una máquina literaria completamente nueva, hablando con propiedad, máquinas para hacer letras y desedipizar el amor demasiado humano, máquina que empalma el deseo al presentimiento de una máquina burocrática y tecnocrática perversa de una máquina ya fascista, en la que los nombres de la familia pierden su consistencia para abrirse al imperio austríaco abigarrado de la máquina-castillo, a la situación de los judíos sin identidad, a Rusia, América, China, a continentes situados más allá de las personas y de los nombres del familiarismo. Podemos demostrar lo mismo a propósito de Proust: los dos grandes edípicos, Proust y Kafka, son edípicos de risa y los que toman a Edipo en serio siempre pueden incorporarles sus novelas y tristes comentarios como para morirse. Pues adivine lo que pierden: lo cómico de lo sobrehumano, la risa esquizo que agita a Proust o Kafka detrás de la mueca edípica — el devenir-araña o el devenir-coleóptero.
En un texto reciente, Roger Dadoun desarrolla el principio de los dos polos del sueño: sueño-programa, sueño-máquina o maquinaria, sueño-fábrica, donde lo esencial es la producción deseante, el funcionamiento maquínico, el establecimiento de conexiones, los puntos de fuga o de desterritorialización de la libido hundiéndose en el elemento molecular no humano, el paso de flujos, la inyección de intensidades — y luego el polo edípico, el sueño-teatro, el sueño-pantalla, que sólo es objeto de interpretación molar y donde el relato del sueño ya ha dominado al sueño mismo, las imágenes visuales y verbales a las secuencias informales o materiales [294]. Dadoun muestra cómo Freud, con La Science des Rêves, renuncia a una dirección que todavía era posible en el momento del Esquisse, implicando desde entonces al psicoanálisis en los atolladeros que erigió para las condiciones de su ejercicio. En Gherasim Luca y en Trost, autores extrañamente desconocidos, ya hallamos una concepción antiedípica del sueño que creemos muy bella. Trost reprocha a Freud haber descuidado el contenido manifiesto del sueño en provecho de una uniformidad de Edipo, haber frustrado el sueño como máquina de comunicación con el mundo exterior, haber unido el sueño al recuerdo más bien que al delirio, haber montado una teoría del compromiso que despoja al sueño y al síntoma de su alcance revolucionario inmanente. Denuncia la acción de los represores o regresores como representantes de los «elementos sociales reaccionarios» que se introducen en el sueño a favor de las asociaciones llegadas del preconsciente y de los recuerdos-pantalla llegados de la vida diurna. Ahora bien, estas asociaciones, no más que estos recuerdos, no pertenecen al sueño; incluso por ello, el sueño se ve obligado a tratarlos simbólicamente. No lo dudemos, Edipo existe, las asociaciones siempre son edípicas, pero precisamente porque el mecanismo del que dependen es el mismo que el de Edipo. Además, para recobrar el pensamiento del sueño, que forma una unidad con el pensamiento diurno en tanto que ambos sufren la acción de represores distintos, hay que romper, precisamente, las asociaciones: Trost propone con este fin una especie de cut-up al modo de Burroughs, que consiste en relacionar un fragmento de sueño con cualquier pasaje de un manual de patología sexual. Corte que reanima el sueño y lo intensifica, en lugar de interpretarlo, y proporciona nuevas conexiones al filo maquínico del sueño: no se arriesga nada, puesto que en virtud de nuestra perversión polimorfa, el pasaje aleatoriamente escogido siempre formará una máquina con el fragmento de sueño. Sin duda, las asociaciones se reforman, se encierran entre las dos piezas, pero será preciso aprovecharse del momento, por breve que sea, de la disociación para hacer emerger al deseo en su carácter no biográfico y no memorial, más allá o más acá de sus predeterminaciones edípicas. Es esta dirección la que precisamente indican Trost o Luca en textos espléndidos, liberar un inconsciente de revolución, tendido hacia un ser, hombre y mujer no edípico, el ser «libremente mecánico», «proyección de un grupo humano por descubrir», cuyo misterio es el de un funcionamiento y no de una interpretación, «intensidad laica del deseo» (nunca se ha denunciado tan bien el carácter autoritario y piadoso del psicoanálisis)[295]. El fin supremo de M.L.F. ¿no radica, en este sentido, en la construcción maquínica y revolucionaria de la mujer no edípica, en lugar de la exaltación desordenada del mariorcado y de la castración?
Volvamos a la necesidad de romper las asociaciones: la disociación no sólo como carácter de la esquizofrenia, sino como principio del esquizoanálisis. El mayor obstáculo para el psicoanálisis, la imposibilidad de establecer asociaciones, es por el contrario la condición del esquizoanálisis —es decir, el signo de que por fin hemos llegado a elementos que entran en un conjunto funcional del inconsciente como máquina deseante. No es sorprendente que el método llamado de libre asociación nos lleve constantemente a Edipo; está hecho para eso. Pues, en vez de manifestar una espontaneidad, supone una aplicación, una proyección que hace corresponder un conjunto cualquiera de partida con un conjunto artificial o memorial de llegada, determinado de antemano y simbólicamente como edípico. En verdad, todavía no hemos hecho nada mientras no hayamos logrado elementos que no son asociables, o mientras no hayamos captado los elementos bajo una forma en la que ya no son asociables. Serge Leclaire da un paso decisivo cuando presenta un problema que, dice, «todo nos lleve a no considerar de frente… se trata, en suma, de concebir un sistema cuyos elementos están ligados entre sí precisamente por la ausencia de todo lazo, y entiendo por ello todo lazo natural, lógico o significativo», «un conjunto de puras singularidades» [296]. Sin embargo, preocupado por permanecer en los límites estrictos del psicoanálisis, da hacia atrás el paso que acababa de dar hacia adelante: presenta el conjunto desligado como una ficción, sus manifestaciones como epifanías que deben inscribirse en un nuevo conjunto reesctructurado, aunque sea por la unidad del falo como significante de la ausencia. No obstante, esa era la emergencia de la máquina deseante, eso por lo que se distingue de las ligazones psíquicas del aparato edípico y de las ligazones mecánicas o estructurales de las máquinas sociales y técnicas: un conjunto de piezas realmente distintas que funcionan juntas en tanto que realmente distintas (ligadas por la ausencia de lazo). Semejantes aproximaciones de las máquinas deseantes no nos las proporcionan los objetos surrealistas, epifanías teatrales o gadgets edípicos, que no funcionan más que introduciendo en ellos asociaciones — en efecto, el surrealismo fue una vasta empresa de edipización de los movimientos precedentes. Pero las encontraremos más bien en algunas máquinas dadaistas, en los dibujos de Julius Goldberg o, en la actualidad, en las máquinas de Tinguely: ¿cómo obtener un conjunto funcional rompiendo todas las asociaciones? (¿Qué significa «ligado por la ausencia de lazo»?)
El arte de la distinción real en Tinguely se obtiene por una especie de desenganche como procedimiento de la recurrencia. Una máquina pone en juego varias estructuras simultáneas que atraviesa; la primera estructura comporta al menos un elemento que no es funcional con respecto a ella, pero que lo es tan sólo en la segunda. Este juego, que Tinguely presenta como esencialmente alegre, asegura el proceso de desterritorialización de la máquina y la posición del mecánico como parte más desterritorializada. La abuela que pedalea en el auto bajo la mirada maravillada del niño —niño no edípico cuyo propio ojo forma parte de la máquina— no hace avanzar el vehículo, pero acciona al pedalear la segunda estructura que corta madera. Otros procedimientos de recurrencia pueden intervenir o añadirse, como el envolvimiento de las partes en una multiplicidad (así por ejemplo, la máquina-ciudad, ciudad en la que todas las casas están en una casa, o la máquina-casa de Buster Keaton en la que todas las habitaciones están en una habitación). O también la recurrencia puede ser realizada en una serie que relaciona de un modo esencial a la máquina con los restos y residuos, sea porque destruye sistemáticamente su propio objeto como los Rotozaza de Tinguely, sea porque capta las intensidades o energías perdidas como el proyecto de Transformador de Duchamp, sea porque se compone de restos como el Junk Art de Stankiewicz o el Merz y la máquina-casa de Schwitters, sea, por último, porque se destruye o se sabotea a sí misma y porque «su construcción y el comienzo de su destrucción son indiscernibles»: en todos estos casos (a los que habría que añadir la droga como máquina deseante, la máquina junkie) aparece una pulsión de muerte propiamente maquínica que se opone a la muerte regresiva edípica, a la eutanasia psicoanalítica. En verdad, todas estas máquinas deseantes son profundamente desedipizantes.
Además, son relaciones aleatorias que aseguran esta ligazón sin lazo de los elementos realmente distintos en tanto que tales o de sus estructuras autónomas, según un vector que va del desorden mecánico al menos probable y que se llamará «vector loco». Aquí vemos la importancia de las teorías de Vendryes que permiten definir las máquinas deseantes por la presencia de semejantes relaciones aleatorias en la misma máquina y como si produjesen movimientos brownoides del tipo paseo o draga[297]. Es precisamente por la realización de relaciones aleatorias que los dibujos de Goldberg aseguran a su vez la funcionalidad de los elementos realmente distintos, con el mismo gozo que en Tinguely, risa-esquizo: se trata de sustituir un circuito memorial simple, o un circuito social, por un conjunto que funciona como máquina deseante sobre vector loco (en el primer ejemplo, «Para no olvidarse de que debe llevar una carta a su mujer», la máquina deseante atraviesa y programa las tres estructuras automatizadas del deporte, la jardinería y la jaula para pájaros; en el segundo ejemplo, Simple ReducingMachine, el esfuerzo del batelero del Volga, la descompresión del vientre del millonario que está comiendo, la caída del boxeador en el ring y el salto del conejo están programados por el platillo en tanto que define lo menos probable o la simultaneidad del punto de partida y de llegada).
Todas estas máquinas son máquinas reales. Hocquenghem está en lo cierto cuando dice: «Allí donde el deseo actúa ya no hay lugar para lo imaginario» ni para lo simbólico. Todas estas máquinas ya están ahí, no cesamos de producirlas, de fabricarlas, de hacerlas funcionar, pues son deseo, deseo tal cual es — aunque se precisen artistas para asegurar su presentación autónoma. Las máquinas deseantes no están en nuestra imaginación, están en las mismas máquinas sociales y técnicas. Nuestra relación con las máquinas no es una relación de invención ni de imitación, no somos ni los padres cerebrales ni los hijos disciplinados de la máquina. Es una relación de poblamiento: poblamos las máquinas sociales técnicas con máquinas deseantes y no podemos hacerlo de otro modo. Debemos decir a la vez: las máquinas sociales técnicas no son más que conglomerados de máquinas deseantes en condiciones molares históricamente determinadas; las máquinas deseantes son máquinas sociales y técnicas devueltas a sus condiciones moleculares determinantes. Merz de Schiwitters es la última sílaba de Komerz. En vano nos preguntaremos sobre la utilidad o la no utilidad, la posibilidad o la imposibilidad de estas máquinas deseantes. La imposibilidad (y aún rara vez), la inutilidad (y aún rara vez), sólo aparecen en la presentación artística autónoma. No veis que son posibles puesto que están, de cualquier modo están ahí, y nosotros funcionamos con ellas. Son eminentemente útiles, puesto que constituyen en ambos sentidos la relación entre la máquina y el hombre, la comunicación entre ambos. En el mismo momento que dices «es imposible», no ves que tú la haces posible, al ser tú mismo una de esas piezas, justamente la pieza que creías que faltaba para que ya funcionase, el dancer-danger. Discutes su posibilidad o utilidad, pero tú ya estás en la máquina, formas parte de ella, has metido en ella el dedo, el ojo, el ano o el hígado (versión actual de «Vous êtes embarqués…»).
Podríamos creer que la diferencia entre las máquinas sociales técnicas y las máquinas deseantes es, en primer lugar, una cuestión de tamaño, o de adaptación, siendo las máquinas deseantes pequeñas máquinas, o, grandes máquinas, adaptadas a pequeños grupos. No es en absoluto un problema de gadget. La tendencia tecnológica actual, que sustituye la primacía termodinámica por una cierta primacía de la información, viene acompañada de una reducción del tamaño de las máquinas. En un texto también pleno de alegría, Ivan Illich muestra que las grandes máquinas implican relaciones de producción de tipo capitalista o despótico, e implican la dependencia, la explotación, la impotencia de los hombres reducidos al estado de consumidores o de sirvientes. La propiedad colectiva de los medios de producción no cambia para nada este estado de cosas y tan sólo alimenta a una organización despótica estalinista. Además, Illich le opone el derecho de cada uno a utilizar los medios de producción, en una «sociedad convivial», es decir, deseante y no edípica. Lo que quiere decir: la utilización más extensiva por el mayor número de gente, la multiplicación de pequeñas máquinas y la adaptación de las grandes máquinas a pequeñas unidades, la venta exclusiva de elementos maquínicos que deben ser reunidos por los mismos usuarios-productores, la destrucción de la especialización del saber y del monopolio profesional. Es evidente que cosas tan diferentes como el monopolio o la especialización de la mayoría de los conocimientos médicos, la complicación del motor de automóvil, el gigantismo de las máquinas no responden a ninguna necesidad tecnológica, sino tan sólo a imperativos económicos y políticos que se proponen concentrar poder y control en las manos de una clase dominante. No se sueña con un retorno a la naturaleza cuando se señala la inutilidad maquínica radical de los coches en las ciudades, su carácter arcaico a pesar de los gadgets de su presentación, y la modernidad posible de la bicicleta, en nuestras ciudades tanto como en la guerra de Vietnam. Ni siquiera es en nombre de máquinas relativamente simples y pequeñas que debe hacerse la «revolución convivial» deseante, sino en nombre de la misma innovación maquínica que las sociedades capitalistas o comunistas reprimen con todas sus fuerzas en función del poder económico y político[298].
Uno de los artistas más grandes de máquinas deseantes, Buster Keaton, supo plantear el problema de una adaptación de máquina de masas a fines individuales, de pareja o de pequeño grupo, en El Crucero del Navigator, donde los dos protagonistas «deben enfrentarse a un equipo de menaje utilizado generalmente por varios centenares de personas (el pañol es un bosque de palancas, motones e hilos)»[299]. Cierto es que los temas de la reducción o de la adaptación de las máquinas no son suficientes por sí mismos y que valen para algo más, como lo demuestra la reivindicación para todos de utilizarlas y controlarlas. Pues la verdadera diferencia entre las máquinas sociales técnicas y las máquinas deseantes no radica, evidentemente, en el tamaño, ni siquiera en los fines, sino en el régimen que decide el tamaño y los fines. Son las mismas máquinas, pero no es el mismo régimen. No hay que oponer al régimen actual, que pliega la tecnología a una economía y a una política de opresión, un régimen en el que la tecnología se supondría liberada y liberadora. La tecnología supone máquinas sociales y máquinas deseantes, unas en otras, y por sí misma no tiene ningún poder para decidir cuál será la instancia maquinizante, deseo u opresión del deseo. Cada vez que la tecnología pretende actuar por sí misma toma un cariz fascista, como en la tecno-estructura, ya que no sólo implica catexis económicas y políticas, sino también libidinales, completamente dirigidas hacia la opresión de deseo. La distinción de los dos regímenes, como el del anti-deseo y el del deseo, no se reduce a la distinción entre colectividad e individuo, sino a dos tipos de organización de masas, donde individuo y colectivo no entran en la misma relación. Entre ambos hay la misma diferencia que entre lo macrofísico y lo microfísico — teniendo en cuenta que la instancia microfísica no es el electrón-máquina, sino el deseo maquinizante molecular, del mismo modo que la instancia macrofísica no es el objeto técnico molar, sino la estructura social molarizante anti-deseante, anti-productiva, que actualmente condiciona el uso, el control y la posesión de los objetos técnicos. En el régimen actual de nuestras sociedades, la máquina deseante sólo es soportada en tanto que perversa, es decir, en el margen del uso serio de las máquinas, y como beneficio secundario inconfesable de los usuarios, de los productores o anti-productores (goce sexual del juez al juzgar, del burócrata al acariciar sus dossiers…). Pero el régimen de la máquina deseante no es una perversión generalizada, es más bien lo contrario, una esquizofrenia general y productiva, por fin feliz. Pues de la máquina deseante debemos decir lo que dice Tinguely: a truly joyous machine, by joyous I mean free.
3. Máquina y cuerpo lleno: las catexis de la máquina.
Nada más oscuro, cuando uno se interesa detalladamente, que las tesis de Marx sobre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. A grandes rasgos se comprende: de las herramientas a las máquinas, los medios humanos de producción implican relaciones sociales de producción que, no obstante, les son exteriores y de los que tan sólo son el índice. Pero, ¿qué significa «índice»? ¿Por qué haber proyectado una línea evolutiva abstracta que se considera que representa la relación aislada del hombre y la Naturaleza, en la que se capta a la máquina a partir de la herramienta y la herramienta en función del organismo y de sus necesidades? Entonces es forzoso que las relaciones sociales parezcan exteriores a la herramienta o a la máquina y les impongan desde fuera otro esquema biológico rompiendo la línea evolutiva según organizaciones sociales heterogéneas[300] (es principalmente este juego entre fuerzas productivas y relaciones de producción el que explica la extraña idea de que la burguesía en un momento dado fue revolucionaria). Nosotros creemos, al contrario, que la máquina debe ser pensada inmediatamente con respecto a un cuerpo social y no con respecto a un organismo biológico humano. Si es de este modo, no podemos considerar a la máquina como un nuevo segmento que sucede al de la herramienta, en una línea que tendría su punto de partida en el hombre abstracto. Pues el hombre y la herramienta ya son piezas de máquina en el cuerpo lleno de una sociedad considerada. La máquina es, en primer lugar, una máquina social constituida por un cuerpo lleno como instancia maquinizante y por los hombres y las herramientas que están maquinadas en tanto que distribuidas sobre este cuerpo. Hay, por ejemplo, un cuerpo lleno de la estepa que maquina hombre-caballo-arco, un cuerpo lleno de la ciudad griega que máquina hombres y armas, un cuerpo lleno de la fábrica que máquina a los hombres y las máquinas… De dos definiciones de la fábrica dadas por Ure, y citadas por Marx, la primera remite las máquinas a los hombres que las vigilan, la segunda remite las máquinas y los hombres, «órganos mecánicos e intelectuales», a la fábrica como cuerpo lleno que los maquina. Ahora bien, la segunda definición es la literal y concreta.
No es por metáfora ni por extensión que los lugares, los equipos colectivos, los medios de comunicación, los cuerpos sociales, son considerados como máquinas o piezas de máquinas. Al contrario, es por restricción y por derivación que la máquina sólo va a designar una realidad técnica, pero justamente en las condiciones de un cuerpo lleno muy particular, el cuerpo del Capital-dinero, en tanto que da a la herramienta la forma del capital fijo, es decir, distribuye las herramientas en un representante mecánico autónomo, y da al hombre la forma del capital variable, es decir, distribuye los hombres en un representante abstracto del trabajo en general. Ajuste de cuerpos llenos pertenecientes a una misma serie: el del capital, el de la fábrica, el del mecanismo… (O bien el de la ciudad griega, el de la falange, el del escudo para dos puños.) No debemos preguntar cómo la máquina técnica sucede a las simples herramientas, sino cómo la máquina social, y qué máquina social, en lugar de contentarse con maquinar hombres y herramientas, vuelve posible y necesaria a la vez la emergencia de máquinas técnicas. (Antes del capitalismo había muchas máquinas técnicas, pero el filo maquínico no pasaba por ellas, precisamente porque se contentaba de manera esencial con maquinar hombres y herramientas. Del mismo modo, en toda formación social hay herramientas que no están maquinadas, porque el filo no pasa por ellas, y que lo están o lo estarán en otras formaciones: por ejemplo, las armas hoplitas.)
La máquina comprendida de este modo se define como máquina deseante: el conjunto de un cuerpo lleno que maquina y de los hombres y herramientas sobre él maquinados. De ello se desprenden varias consecuencias que tan sólo podemos indicar en calidad de programa.
En primer lugar, las máquinas deseantes son las mismas que las máquinas sociales y técnicas, pero son como su inconsciente: manifiestan y movilizan, en efecto, las catexis libidinales (catexis de deseo) que «corresponden» a las catexis conscientes o preconscientes (catexis de interés) de la economía, de la política y de la técnica de un campo social determinado. Corresponder no significa parecerse: se trata de otra distribución, de otro «mapa», que ya no concierne a los intereses constituidos en una sociedad, ni al reparto de lo posible y lo imposible, de las coacciones y las libertades, todo lo que constituye las razones de una sociedad. Pero, bajo esas razones, hay las formas insólitas de un deseo que carga los flujos como tales y sus cortes, que no cesa de reproducir los factores aleatorios, las figuras menos probables y los encuentros entre series independientes en la base de esta sociedad, y que desprenden un amor «por sí mismo», amor del capital por sí mismo, amor de la burocracia por sí misma, amor de la represión por sí misma, y todo tipo de extrañas cosas como «¿Qué desea un capitalista en el fondo?» y «¿Cómo es posible que los hombres deseen la represión no sólo para los otros, sino para sí mismos?», etc.
En segundo lugar, que las máquinas deseantes sean como el límite interior de las máquinas sociales técnicas, lo comprendemos mejor si consideramos que el cuerpo lleno de una sociedad, la instancia maquinizante, nunca está dado como tal, sino que siempre debe ser inferido a partir de los términos y de las relaciones puestas en juego en esta sociedad. El cuerpo lleno del capital como cuerpo que echa brotes, Dinero que produce Dinero, nunca está dado por sí mismo. Implica un pasaje al límite, donde los términos se reducen a sus formas simples absolutamente solidificadas, y las relaciones, reemplazadas «positivamente» por una ausencia de víncul o. Por ejemplo, para la máquina deseante capitalista, el encuentro entre el capital y la fuerza de trabajo, el capital como riqueza desterritorializada y la fuerza de trabajo como trabajador desterritorializado, dos series independientes o formas simples cuyo encuentro aleatorio no cesa de ser reproducido en el capitalismo. ¿Cómo la ausencia de lazo o vínculo puede ser positiva? Volvemos a encontrarnos con la cuestión de Leclaire que enuncia la paradoja del deseo: ¿cómo algunos elementos pueden estar ligados precisamente por la ausencia de lazo? En cierta manera podemos decir que el cartesianismo, con Spinoza o Leibniz, no ha cesado de responder a esta cuestión. Es la teoría de la distinción real, en tanto que implica una lógica específica. Los elementos últimos o las formas simples pertenecen al mismo ser o a la misma substancia porque son realmente distintos y enteramente independientes unos de otros. Es en este sentido que un cuerpo lleno substancial no funciona del todo como un organismo. Y la máquina deseante es precisamente eso: una multiplicidad de elementos distintos o de formas simples ligadas sobre el cuerpo lleno de una sociedad, precisamente en tanto que están «sobre» ese cuerpo o en tanto que son realmente distintos. La máquina deseante como paso al límite: inferencia del cuerpo lleno, liberación de las formas simples, asignación de las ausencias de lazo: el método del Capital de Marx va en esta dirección, pero los presupuestos dialécticos le impiden llegar al deseo como participante de la infraestructura.
En tercer lugar, las relaciones de producción que permanecen en el exterior de la máquina técnica son, por el contrario, interiores a la máquina deseante. No es que sea cierto en calidad de relaciones, sino en calidad de piezas de la máquina, de las que unas son elementos de producción y las otras elementos de antíproducción[301]. J.-J. Lebel cita imágenes del film de Genet que forman una máquina deseante de la prisión: dos detenidos en células contiguas, uno de los cuales sopla humo en la boca del otro, por un canuto que pasa por un pequeño agujero del muro, mientras que un vigilante se masturba a la vez que mira. El vigilante es a la vez elemento de antiproducción y pieza mirona de la máquina: el deseo pasa por todas las piezas. Lo cual quiere decir que las máquinas deseantes no están pacificadas: hay en ellas dominaciones y servidumbres, elementos mortíferos, piezas sádicas y piezas masoquistas yuxtapuestas. Precisamente en la máquina deseante, esas piezas o elementos adquieren como todas las otras sus dimensiones propiamente sexuales. No es que la sexualidad, como querría el psicoanálisis, disponga de un código edípico que vendría a doblar las formaciones sociales, o incluso a presidir su génesis y su organización mentales (dinero y analidad, fascismo y sadismo, etc.). No hay simbolismo sexual y la sexualidad no designa otra «economía», otra «política», sino el inconsciente libidinal de la economía política en tanto que tal. La libido, energía de la máquina deseante, carga como sexual toda diferencia social, de clase, de raza, etc., ya para garantizar en el inconsciente el muro de la diferencia sexual ya, al contrario, para reventar este muro, abolirlo en el sexo no-humano. En su violencia misma, la máquina deseante es una prueba de todo el campo social por el deseo, prueba que tanto puede llevar al triunfo del deseo como a la opresión de deseo. La prueba consiste en lo siguiente: dada una máquina deseante, ¿cómo convierte en una de sus piezas a una relación de producción o a una diferencia social y cuál es la posición de esa pieza? ¿El vientre del millonario en el dibujo de Goldberg, el vigilante que se masturba en la imagen de Genet? El jefe secuestrado, ¿no es una pieza de máquina deseante-fábrica, una forma de responder a la prueba?
En cuarto lugar, si la sexualidad como energía del inconsciente es la catexis del campo social por las máquinas deseantes, ocurre que la actitud frente a las máquinas en general no expresa en modo alguno una simple ideología, sino la posición del deseo en función de los cortes y de los flujos que atraviesan este campo. Por esa razón, el tema de la máquina tiene un contenido tan fuertemente, tan abiertamente sexual. Alrededor de la primera guerra mundial se enfrentaron las cuatro grandes actitudes con respecto a la máquina: la gran exaltación molar del futurismo italiano que cuenta con la máquina para desarrollar las fuerzas productivas nacionales y producir un hombre nuevo nacional, sin poner en cuestión las relaciones de producción; la del futurismo y constructivismo rusos que piensan la máquina en función de nuevas relaciones de producción definidas por su apropiación colectiva (la máquina-torre de Tatlin o la de Moholy-Nagy, que expresan la famosa organización de partido como centralismo democrático, modelo en espiral con cima, correa de transmisión, base; las relaciones de producción continúan siendo exteriores a la máquina que funciona como «índice»); la maquinaria molecular dadaísta que por su propia cuenta efectúa una inversión como revolución de deseo, ya que somete las relaciones de producción a la prueba de las piezas de la máquina deseante y libera de ésta un gozoso movimiento de desterritorialización más allá de todas las territorialidades de nación y de partido; por último, un antimaquinismo humanista que quiere salvar el deseo imaginario o simbólico, volverlo contra la máquina, libre para volcarlo sobre un aparato edípico (el surrealismo contra el dadaísmo, o bien Chaplin contra el dadaísta Keaton)[302].
Precisamente porque no se trata de ideología, sino de una maquinación que pone en juego todo un inconsciente de período y de grupo, el lazo o vínculo de estas actitudes con el campo social y político es complejo, aunque no sea indeterminado. El futurismo italiano enuncia claramente las condiciones y las formas de organización de una máquina des eante fascista, con todos los equívocos de una «izquierda» nacionalista y guerrera. Los futuristas rusos intentan deslizar sus elementos anarquistas en una máquina de partido que los aplasta. La política no es el fuerte de los dadaístas. El humanismo efectúa un retiro de catexis de las máquinas deseantes, aunque éstas continúan funcionando en él. Sin embargo, alrededor de estas actitudes se ha planteado el propio problema del deseo, de la posición de deseo, es decir, de la relación de inmanencia respectiva entre las máquinas deseantes y las máquinas sociales técnicas, entre esos dos polos extremos donde el deseo carga formaciones paranoicas fascistas o, al contrario, flujos revolucionarios esquizoides. La paradoja del deseo radica en que siempre sea preciso un análisis tan largo, todo un análisis del inconsciente, para desenredar los polos y desgajar las pruebas revolucionarias de grupo para máquinas deseantes.