La máquina despótica bárbara
La instauración de la máquina despótica o del socius bárbaro puede ser resumida del siguiente modo: nueva alianza y filiación directa. El déspota recusa las alianzas laterales y las filiaciones extensas de la antigua comunidad. Impone una nueva alianza y se coloca en filiación directa con el dios: el pueblo debe seguir. Saltar a una nueva alianza, romper con la antigua filiación; esto se expresa en una máquina extraña, o más bien en una máquina de lo extraño que tiene como lugar el desierto, impone las más duras pruebas, las más secas, y manifiesta tanto la resistencia de un orden antiguo como la autentificación del nuevo orden. La máquina de lo extraño es a la vez gran máquina paranoica, puesto que expresa la lucha con el antiguo sistema, y gloriosa máquina célibe, en tanto que instala el triunfo de la nueva alianza. El déspota es el paranoico (ya no hay inconveniente en sostener semejante proposición, desde el momento en que uno se desembaraza del familiarismo propio de la concepción de la paranoia en el psicoanálisis y la psiquiatría y se ve en la paranoia un tipo de catexis de formación social). Nuevos grupos perversos propagan la invención del déspota (tal vez incluso los han fabricado para él), expanden su gloria e imponen su poder en las ciudades que fundan o que conquistan. Por todas partes por donde pasa el déspota y su ejército, doctores, sacerdotes, escribas, funcionarios, forman parte del cortejo. Se diría que la antigua complementariedad se ha deslizado para formar un nuevo socius: ya no el paranoico de selva y los perversos de aldea o de campamento, sino el paranoico de desierto y los perversos de ciudad.
En principio, la formación bárbara despótica debe ser pensada en oposición a la máquina territorial primitiva, y se establece sobre sus ruinas: nacimiento de un imperio. Pero, en realidad, podemos captar el movimiento de esta formación cuando un imperio se separa de un imperio precedente; o incluso cuando surge el sueño de un imperio espiritual, allí donde los imperios temporales caen en decadencia. Es posible que la empresa sea ante todo militar y de conquista, es posible que ante todo sea religiosa, la disciplina militar convertida en ascetismo y cohesión internos. Es posible que el mismo paranoico sea una dulce criatura o una fiera desencadenada. Mas siempre encontramos la figura de este paranoico y de sus perversos, el conquistador y sus tropas de élite, el déspota y sus burócratas, el hombre santo y sus discípulos, el anacoreta y sus monjes, el Cristo y su san Pablo. Moisés fue la máquina egipcia en el desierto, allí instala su nueva máquina, arca santa y templo transportable, y proporciona a su pueblo una organización religiosa-militar. Para resumir la empresa de san Juan Bautista, se dice: «Juan ataca la base de la doctrina central del judaísmo, la de la alianza con Dios por una filiación que se remonta a Abraham»[153]. Ahí está lo esencial: hablamos de formación bárbara imperial o de máquina despótica cada vez que se movilizan las categorías de nueva alianza y de filiación directa. Y, cualquiera que sea el contexto de esta movilización, en relación o no con imperios precedentes, ya que a través de estas vicisitudes la formación imperial se define siempre por un cierto tipo de codificación y de inscripción que se opone a las codificaciones territoriales primitivas. Poco importa el número de la alianza: nuca alianza y filiación directa son categorías específicas que manifiestan un nuevo socius, irreductible a las alianzas laterales y a las filiaciones extensas que declinaban la máquina primitiva. Lo que define la paranoia es este poder de proyección, esta fuerza para volver a partir desde cero, de objetivar una completa transformación: el sujeto salta fuera de los cruzamientos alianza-filiación, se instala en el límite, en el horizonte, en el desierto, sujeto de un saber desterritorializado que lo liga directamente con Dios y lo conecta al pueblo. Por primera vez se retira de la vida y de la tierra algo que va a permitir juzgar la vida y sobrevolar la tierra, principio del conocimiento paranoico. Todo el juego relativo de las alianzas y de las filiaciones es llevado a lo absoluto en esta nueva alianza y esta filiación directa.
Para comprender la formación bárbara es preciso relacionarla no con otras formaciones del mismo género con las que compite, temporal o espiritualmente, según relaciones que mezclan lo esencial, sino con la formación salvaje primitiva a la que suplanta y que aún continúa frecuentándola. Es de este modo que Marx define la producción asiática: una unidad superior del Estado se instaura sobre la base de las comunidades rurales primitivas, que conservan la propiedad del suelo, mientras que el Estado es su verdadero propietario de acuerdo con el movimiento objetivo aparente que le atribuye el excedente de producto, le proporciona las fuerzas productivas en los grandes trabajos y le hace aparecer como la causa de las condiciones colectivas de la apropiación[154]. El cuerpo lleno como socius ya no es la tierra, sino el cuerpo del déspota, el déspota mismo o su dios. Las prescripciones y prohibiciones que a menudo le vuelven casi incapaz de actuar lo convierten en un cuerpo sin órganos. Él es la única cuasi-causa, la fuente y el estuario del movimiento aparente. En lugar de separaciones móviles de cadena significante, un objeto separado ha saltado fuera de la cadena; en lugar de extracciones de flujo, todos los flujos convergen en un gran río que constituye la consumación del soberano: cambio radical de régimen en el fetiche o el símbolo. Lo que cuenta no es la persona del soberano, ni siquiera su función, que puede ser limitada. Es la máquina social la que ha cambiado profundamente: en lugar de la máquina territorial, la megamáquina de Estado, pirámide funcional que tiene al déspota en la cima, motor inmóvil, el aparato burocrático como superficie lateral y órgano de transmisión, los aldeanos en la base como piezas trabajadoras. Los stocks forman el objeto de una acumulación, los bloques de deuda se convierten en una relación infinita bajo la forma de tributo. Toda la plusvalía de código es objeto de apropiación. Esta conversión atraviesa todas las síntesis, las de producción con la máquina hidráulica, la máquina minera, la inscripción con la máquina contable, la máquina de escritura, la máquina monumental, el consumo, por último, con el mantenimiento del soberano, de su corte y de la casta burocrática. En vez de ver en el Estado el principio de una territorialización que inscribe a la gente según su residencia, debemos ver en el principio de residencia el efecto de un movimiento de desterritorialización que divide la tierra como un objeto y somete a los hombres a la nueva inscripción imperial, al nuevo cuerpo lleno, al nuevo socius.
«Llegan como el destino… existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos…» La muerte del sistema primitivo siempre llega del exterior, la historia es la de las contingencias y la de los encuentros. Como una nube llegada del desierto, llegan los conquistadores: «Imposible comprender cómo penetraron», cómo atravesaron «tantas altas y desérticas mesetas, tantas vastas y fértiles llanuras… No obstante están ahí y cada mañana parece crecer su número… Hablar con ellos, ¡imposible! No saben nuestra lengua»[155]. Pero esta muerte que viene de fuera es también la que subía de dentro: la irreductibiladad general de la alianza a la filiación, la independencia de los grupos de alianza, la manera como servían de elemento conductor a las relaciones económicas y políticas, el sistema de los rangos primitivos, el mecanismo de la plusvalía, todo esto ya esbozaba formaciones despóticas y órdenes de castas. ¿Cómo distinguir la manera como la comunidad primitiva desconfía de sus propias instituciones de jefatura, conjura la imagen del déspota posible que segregaría en su seno, y aquella en que amarra el símbolo vuelto irrisorio de un antiguo déspota que se impuso desde fuera, hace ya largo tiempo? No siempre resulta fácil saber si una comunidad primitiva reprime una tendencia endógena o la encuentra mal que bien después de una terrible aventura exógena. El juego de las alianzas es ambiguo: ¿estamos aún más acá de la nueva alianza o ya más allá, y como caídos en un más acá residual y transformado? (Cuestión anexa: ¿qué es la feudalidad?) Tan sólo podemos asignar el momento preciso de la formación imperial como el de la nueva alianza exógena, no sólo en el lugar de las antiguas alianzas, sino con respecto a ellas. Y esta nueva alianza es algo por completo diferente de un tratado, de un contrato. Pues la suprimido no es el antiguo régimen de las alianzas laterales y de las filiaciones extensas, sino tan sólo su carácter determinante. Subsisten más o menos modificadas, más o menos arregladas por el gran paranoico, puesto que proporcionan la materia de la plusvalía. Esto es lo que proporciona el carácter específico de la producción asiática: las comunidades rurales autóctonas subsisten y continúan produciendo, inscribiendo, consumiendo. Los engranajes de la máquina del linaje territorial subsisten, pero ya no son más que las piezas trabajadoras de la máquina estatal. Los objetos, los órganos, las personas y los grupos mantienen al menos una parte de su codificación intrínseca, pero estos flujos codificados del antiguo régimen son sobrecodificados por la unidad transcendente que se apropia de la plusvalía. La antigua inscripción permanece, pero enladrillada por y en la inscripción del Estado. Los bloques subsisten, pero se han convertido en ladrillos encajados y encastrados que ya no poseen más que una movilidad de encomienda. Las alianzas territoriales no son reemplazadas, sino tan sólo alianzadas a la nueva alianza; las filiaciones territoriales no son reemplazadas, sino tan sólo afiliadas a la filiación directa. Es como un inmenso derecho del primer nacido sobre toda la filiación, un inmenso derecho de primera noche sobre toda alianza. El stock filiativo se convierte en el objeto de una acumulación en la otra filiación, la deuda de alianza se convierte en una relación infinita en la otra alianza. Todo el sistema primitivo se halla movilizado, requisado por un poder superior, subyugado por nuevas fuerzas exteriores, puesto al servicio de otros fines; tan cierto es, decía Nietzsche, que lo que se llama evolución de algo es «una sucesión constante de fenómenos de sujeción más o menos violentos, más o menos independientes, sin olvidar las resistencias que sin cesar se producen, las tentativas de metamorfosis que se realizan para concurrir en la defensa y la reacción, por último, los resultados favorables de las acciones en sentido contrario».
A menudo se ha señalado que el Estado empieza (o vuelve a empezar) con dos actos fundamentales, uno llamado de territorialidad por fijación de residencia, otro llamado de liberación por abolición de las pequeñas deudas. Sin embargo, el Estado procede por eufemismo. La seudo territorialidad es el producto de una efectiva desterritorialización que sustituye los signos de la tierra por signos abstractos y convierte a la propia tierra en el objeto de una propiedad del Estado o de sus más ricos servidores y funcionarios (y no hay gran cambio, desde este punto de vista, cuando el Estado no hace ya más que garantizar la propiedad privada de una clase dominante de la que se distingue). La abolición de las deudas, cuando tiene lugar, es un medio de mantener la repartición de las tierras y de impedir la entrada en escena de una nueva máquina territorial, eventualmente revolucionaria y capaz de plantear o tratar en toda su amplitud el problema agrario. En otros casos en los que se realiza una redistribución, el ciclo de los créditos es mantenido, bajo la nueva forma instaurada por el Estado —el dinero. Pues, de seguro, el dinero no empieza sirviendo al comercio, o al menos no posee un modelo autónomo mercantil. La máquina despótica tiene esto en común con la máquina primitiva, la confirma a este respecto: el horror de los flujos descodificados, flujos de producción, pero también flujos mercantiles de intercambio y de comercio que escaparían al monopolio del Estado, a su cuadriculación, a su tampón. Cuando Etienne Balazs pregunta: ¿por qué no nació el capitalismo en China en el siglo XIII, donde todas las condiciones científicas y técnicas parecían sin embargo dadas?, la respuesta está en el Estado que cerraba las minas desde el momento que las reservas de metal se juzgaban suficientes y mantenía el monopolio o control estricto del comercio (el comerciante como funcionario)[156]. El papel del dinero en el comercio depende menos del propio comercio que de su control por el Estado. La relación del comercio con el dinero es sintética y no analítica. El dinero, fundamentalmente, es indisociable, no del comercio, sino del impuesto como mantenimiento del aparato del Estado. Allí mismo donde las clases dominantes se distinguen de este aparato y lo utilizan en provecho de la propiedad privada, el vínculo despótico del dinero con el impuesto permanece visible. Apoyándose en las investigaciones de Will, Michel Foucault muestra como, en algunas tiranías griegas, el impuesto sobre los aristócratas y la distribución de dinero entre los pobres son un medio para hacer llegar el dinero a los ricos, de ampliar singularmente el régimen de las deudas, de volverlo aún más fuerte, al prevenir y reprimir toda re-territorialización que pudiera realizarse a través de los datos económicos del problema agrario[157]. (Como si los griegos hubiesen descubierto a su modo lo que los americanos descubrieron después del New-Deal: que los elevados impuestos del Estado son propicios para los buenos negocios.) En una palabra, el dinero, la circulación del dinero, es el medio de volver la deuda infinita. He ahí lo que ocultan los dos actos del Estado: la residencia o territorialidad de Estado inaugura el gran movimiento de desterritorialización que subordina todas las filiaciones primitivas a la máquina despótica (problema agrario); la abolición de las deudas o su transformación contable abren la tarea de un servicio de Estado interminable que subordina todas las alianzas primitivas (problema de la deuda). El acreedor infinito, el crédito infinito ha reemplazado a los bloques de deudas móviles y finitos. Siempre hay un monoteísmo en el horizonte del despotismo: la deuda se convierte en deuda de existencia, deuda de la existencia de los sujetos mismos. Llega el tiempo en el que el acreedor todavía no ha prestado mientras que el deudor no para de devolver, pues devolver es un deber, pero prestar es una facultad —como en la canción de Lewis Carroll, la larga canción de la deuda infinita:
«Un hombre puede exigir desde luego lo que debe,
pero cuando se trata del préstamo,
sin duda alguna puede escoger
el momento que mejor le conviene»[158].
El Estado despótico, tal como aparece en las condiciones más puras de la producción llamada asiática, posee dos aspectos correlativos: por una parte, reemplaza a la máquina territorial, forma un nuevo cuerpo lleno desterritorializado; por otra parte, mantiene las antiguas territorialidades, las integra en concepto de piezas u órganos de producción en la nueva máquina. De golpe adquiere la perfección porque funciona sobre la base de las comunidades rurales dispersas, como máquinas preexistentes autónomas o semiautónomas desde el punto de vista de la producción; pero, desde este mismo punto de vista, reacciona sobre ellas al producir las condiciones de grandes trabajos que exceden el poder de las distintas comunidades. Lo que se produce sobre el cuerpo del déspota es una síntesis conectiva de las antiguas alianzas con la nueva, una síntesis disyuntiva que funde las antiguas filiaciones en la filiación directa, reuniendo a todos los sujetos en la nueva máquina. Lo esencial del Estado radica en la creación de una segunda inscripción mediante la cual el nuevo cuerpo lleno, inmóvil, monumental, inmutable, se apropia de todas las fuerzas y los agentes de producción; pero esta inscripción de Estado deja subsistir las viejas inscripciones territoriales, en concepto de «ladrillos» sobre la nueva superficie. De ahí se origina, por último, la manera como se realiza la conjunción de las dos partes, las partes respectivas que son la unidad superior propietaria y las comunidades poseedoras, la sobrecodificación y los códigos intrínsecos, la plusvalía apropiada y el usufructo utilizado, la máquina de Estado y las máquinas territoriales. Como en La muralla china, el Estado es la unidad superior trascendente que integra subconjuntos relativamente aislados, que funcionan separadamente, a los que asigna un desarrollo en ladrillos y un trabajo de construcción por fragmentos. Objetos parciales esparcidos enganchados al cuerpo sin órganos. Nadie como Kafka ha sabido mostrar que la ley no tiene nada que ver con una totalidad natural armoniosa, inmanente, sino que actuaba como unidad formal eminente y bajo ese concepto reinaba sobre fragmentos y pedazos (la muralla y la torre). Además el Estado no es primitivo, es origen o abstracción, es la esencia abstracta originaria que no se confunde con el comienzo. «El Emperador es el único objeto de todos nuestros pensamientos. Sería su objeto, quiero decir, si lo conociésemos, si sobre él tuviésemos el mínimo conocimiento… El pueblo no sabe qué emperador reina y ni siquiera está seguro del nombre de la dinastía… En nuestros pueblos, Emperadores desde hace tiempo difuntos suben al trono, y, como el que ya no vive más que en la leyenda, promulga un decreto cuya lectura el sacerdote realiza al pie del altar». En cuanto a los propios subconjuntos, máquinas primitivas territoriales, son lo concreto, la base y el comienzo concretos, pero sus segmentos entran aquí en relaciones con la esencia, toman, precisamente, esa forma de ladrillos que asegura su integración en la unidad superior y su funcionamiento distributivo, de acuerdo con los designios colectivos de esta misma unidad (grandes trabajos, extorsión de la plusvalía, tributo, esclavitud generalizada). Dos inscripciones coexisten en la formación imperial y se concilian en la medida que una está enladrillada en la otra, mientras que la otra, por el contrario, cimenta el conjunto y se ajusta a productores y productos (las inscripciones no necesitan hablar la misma lengua). La inscripción imperial recorta todas las alianzas y filiaciones, las prolonga, las hace converger en la filiación directa del déspota con el dios, la nueva alianza del déspota con el pueblo. Todos los flujos codificados de la máquina primitiva son llevados ahora hasta una embocadura donde la máquina despótica los sobrecodifica. La sobrecodificación es la operación que constituye la esencia del Estado y que mide a la vez su continuidad y su ruptura con las antiguas formaciones: el horror ante los flujos del deseo no codificados, pero también la instauración de una nueva inscripción que sobrecodifica y que convierte al deseo en el objeto del soberano, aun cuando fuera instinto de muerte. Las castas son inseparables de la sobrecodificación e implican «clases» dominantes que todavía no se manifiestan como clases, pero se confunden con un aparato de Estado. ¿Quién puede tocar el cuerpo lleno del soberano?, he ahí un problema de castas. La sobrecodificación destituye la tierra en provecho del cuerpo lleno desterritorializado y, sobre este cuerpo lleno, vuelve infinito el movimiento de la deuda. Es mérito de Nietzsche el haber señalado la importancia de un movimiento tal que empieza con los fundadores de Estados, esos «artistas con mirada de bronce que forjan un engranaje asesino e implacable», que levantan ante toda perspectiva de liberación una imposibilidad de hierro. No es que esta infinitivación pueda comprenderse, como dice Nietzsche, como una consecuencia del juego de los antepasados, de las genealogías profundas y de las filiaciones extensas —sino más bien cuando éstas se hallan cortocircuitadas, raptadas por la nueva alianza y la filiación directa: es ahí donde el antepasado, el señor de los bloques móviles y finitos, se halla destituido por el dios, el organizador inmóvil de los ladrillos y de su circuito infinito.
La representación bárbara o imperial
El incesto con la hermana es algo muy diferente que el incesto con la madre. La hermana no es un sustituto de la madre: una pertenece a la categoría conectiva de alianza, la otra, a la categoría disyuntiva de filiación. Si la primera está prohibida, lo está en la medida en que las condiciones de la codificación territorial exigen que la alianza no se confunda con la filiación; y para la segunda exigen que la descendencia en la filiación no se vuelque sobre la ascendencia. Por ello, el incesto del déspota es doble, en virtud de la nueva alianza y de la filiación directa. Empieza casándose con la hermana. Pero este matrimonio endogámico prohibido lo realiza fuera de la tribu, en tanto que él mismo está fuera de la tribu, fuera o en los límites del territorio. Esto es lo que Pierre Gordon mostraba en un extraño libro: la misma regla que proscribe el incesto debe prescribirlo a alguien determinado. La exogamia debe conducir a la existencia de hombres fuera de la tribu que están facultados para realizar un matrimonio endogámico y, por la virtud temible de ese matrimonio, para servir de iniciadores a los sujetos exógamos de ambos sexos (el «desflorador sagrado», el «iniciador ritual» en la montaña o al otro lado del agua)[159]. Desierto, tierra de noviazgos. Todos los flujos convergen hacia tal hombre, todas las alianzas se hallan recortadas por esta nueva alianza que las sobrecodifica. El matrimonio endogámico fuera de la tribu coloca al protagonista en la posición adecuada para sobrecodificar todos los matrimonios exogámicos en la tribu. Resulta evidente que el incesto con la madre tiene un sentido distinto: se trata esta vez de la madre de la tribu, tal como existe en la tribu, tal como el protagonista la encuentra al penetrar en la tribu o la recobra al volver de nuevo a ella, después de su primer matrimonio. Recorta las filiaciones extensas de una filiación directa. El protagonista, el héroe, iniciado o iniciante, se convierte en rey. El segundo matrimonio desenvuelve las consecuencias del primero, extrae sus efectos. El héroe empieza casándose con la hermana, luego se casa con la madre. Que los dos actos, en diversos grados, puedan ser aglutinados, asimilados, no impide que haya dos secuencias: la unión con la princesa-hermana, la unión con la madre-reina. El incesto va a dos. El héroe está siempre a horcajadas entre dos grupos, uno al que se va para encontrar a su hermana, el otro al que vuelve para recobrar a su madre. Este doble incesto no tiene como finalidad el producir un flujo, incluso mágico, sino sobrecodificar todos los flujos existentes y lograr que ningún código intrínseco, ningún flujo subyacente escape a la sobrecodificación de la máquina despótica; además, con su esterilidad garantiza la fecundidad general[160]. El matrimonio con la hermana se realiza fuera, es la prueba del desierto, expresa la separación espacial con respecto a la máquina primitiva; proporciona un desenlace a las antiguas alianzas; funda la nueva alianza al operar una apropiación generalizada de todas las deudas de alianza. El matrimonio con la madre es el retorno a la tribu; expresa la separación temporal con la máquina primitiva (diferencia de generaciones); constituye la filiación directa que se origina en la nueva alianza, al operar una acumulación generalizada de stock filiativo. Ambos son necesarios para la sobrecodíficación, como los dos cabos de una ligadura para el nudo despótico.
Detengámonos aquí: ¿cómo es posible tal cosa? ¿Cómo se ha hecho «posible» el incesto, y la propiedad manifiesta o el sello del déspota? ¿Qué es esta hermana, esta madre —las del propio déspota? ¿O bien la cuestión se plantea de otro modo? Pues concierne al conjunto del sistema de la representación, cuando cesa de ser territorial para volverse imperial. En primer lugar, presentimos que los elementos de la representación en profundidad han empezado a moverse: la migración celular ha empezado, va a llevar la célula edípica de un lugar de la representación a otro. En la formación imperial, el incesto ha dejado de ser lo representado desplazado del deseo para convertirse en la representación reprimente misma. Pues no hay duda, la manera como el déspota realiza el incesto y lo hace posible no consiste en modo alguno en eliminar el aparato represión general-represión; por el contrario, forma parte de él, tan sólo cambia sus piezas y siempre es en concepto de representado desplazado que el incesto viene a ocupar ahora la posición de la representación reprimente. En suma, una ganancia más, una nueva economía en el aparato reprimente represivo, una nueva marca, una nueva dureza. Fácil, demasiado fácil si bastase con volver el incesto posible y efectuarlo soberanamente para que cesasen el ejercicio de la represión y el servicio de la represión general. El incesto real bárbaro es tan sólo el medio de sobrecodificar los flujos de deseo, no de liberarlos. ¡Oh Calígula, oh Heliogábalo, oh memoria loca de los emperadores desaparecidos! Como el incesto nunca ha sido el deseo, sino tan sólo su representado desplazado tal como resulta de la represión, la represión general necesariamente ha de salir ganando cuando aquél viene a ocupar el lugar de la representación misma y se encarga en su concepto de la función reprimente (lo cual ya se veía en la psicosis, en la que la intrusión del complejo en la conciencia, según el criterio tradicional, no disminuía la represión del deseo). Con el nuevo lugar del incesto en la formación imperial, hablamos, pues, tan sólo de una migración en los elementos profundos de la representación, que va a convertirla en más extraña, más implacable, más definitiva o más «infinita» con respecto a la producción deseante. Pero esta migración nunca sería posible si correlativamente no se produjese un considerable cambio en los otros elementos de la representación, los existentes en la superficie del socius inscriptor.
Lo que singularmente cambia en la organización de superficie de la representación es la relación entre la voz y el grafismo: los más antiguos autores lo vieron claramente: el déspota realiza la escritura y la formación imperial convierte el grafismo en una escritura propiamente dicha. Legislación, burocracia, contabilidad, percepción de impuestos, monopolio de Estado, justicia imperial, actividad de los funcionarios, historiografía, todo se escribe en el cortejo del déspota. Volvamos a la paradoja que se desprende de los análisis de Leroi-Gourham: las sociedades primitivas son orales, no porque carezcan de grafismo, sino al contrario, porque el grafismo en ellas es independiente de la voz y marca sobre los cuerpos signos que responden a la voz, que reaccionan ante la voz, pero que son autónomos y no se ajustan a ella; en cambio, las civilizaciones bárbaras son escritas, no porque perdieron la voz, sino porque el sistema gráfico ha perdido su independencia y sus dimensiones propias, se ha ajustado a la voz, se ha subordinado a la voz, incluso extrae de ella un flujo abstracto desterritorializado que retiene y hace resonar en el código lineal de escritura. En una palabra, en un mismo movimiento el grafismo empieza a depender de la voz e induce una voz muda de las alturas o del más allá que empieza a depender del grafismo. A fuerza de subordinarse a la voz, la escritura la suplanta. Jacques Derrida tiene razón cuando dice que toda lengua supone una escritura originaria, si entiende por ello la existencia y la conexión de un grafismo cualquiera (escritura en el sentido amplio). Tiene razón también cuando dice que apenas se pueden establecer cortes, en la escritura en sentido estricto, entre los procedimientos pictográficos, ideogramáticos y fonéticos: siempre hay ajuste, alineamiento, con la voz, al mismo tiempo que sustitución de la voz (suplementariedad), además «el fonetismo nunca es todopoderoso, pues siempre el significante mudo ya empezó a trabajar». Tiene razón hasta cuando vincula misteriosamente la escritura al incesto. Sin embargo, no vemos ningún motivo para sacar de ello en conclusión la constancia de un aparato de represión sobre una máquina gráfica que procedería tanto por jeroglíficos como por fonemas[161]. Pues hay un corte que lo cambia todo en el mundo de la representación, entre esta escritura en sentido estricto y la escritura en sentido amplio, es decir, entre dos regímenes de inscripción por completo diferentes, grafismo que deja la voz dominante a fuerza de ser independiente aunque conectándose a ella, grafismo que domina o suplanta la voz a fuerza de depender de ella por procedimientos diversos y de subordinarse a ella. El signo primitivo territorial no vale más que por sí mismo, es posición de deseo en conexión múltiple, no es signo de un signo o deseo de un deseo, ignora la subordinación lineal y su reciprocidad: ni pictograma ni ideograma, es ritmo y no fuerza, zigzag y no línea, artefacto y no idea, producción y no expresión. Intentemos resumir las diferencias existentes entre estas dos formas de representación, la territorial y la imperial.
La representación territorial, en primer lugar, está formada por dos elementos heterogéneos, voz y grafismo: uno es como la representación de palabra constituida en la alianza lateral, el otro como la representación de cosa (de cuerpo) instaurada en la filiación extensa. Uno actúa sobre el otro, el otro reacciona ante el primero, cada uno con su propio poder que se connota con el del otro para realizar la gran tarea de la represión germinal intensa. Lo reprimido, en efecto, es el cuerpo lleno como fondo de la tierra intensa, que debe dar sitio al socius en extensión al que pasan o no pasan las intensidades en causa. Es preciso que el cuerpo lleno de la tierra tome una extensión en el socius y como socius. El socius primitivo de este modo se cubre con una red en la que no se cesa de saltar de las palabras a las cosas, de los cuerpos a las denominaciones, según las exigencias extensivas del sistema en longitud y en amplitud. Lo que llamamos régimen de connotación es un régimen en el que la palabra como signo vocal designa alguna cosa, pero en el que la cosa designada no deja de ser signo, ya que ella misma se surca de un grafismo connotado a la voz. La heterogeneidad, la solución de continuidad, el desequilibrio de los dos elementos, vocal y gráfico, es atrapado por un tercero, el elemento visual —ojo del que se puede decir que ve la palabra (la ve, no la lee) en tanto que evalúa el dolor del grafismo. J. F. Lyotard ha intentado describir en otro contexto un sistema de este tipo, en el que la palabra no tiene más función que la designadora y no constituye por sí sola el signo; lo que se convierte en signo es más bien la cosa o el cuerpo designado como tal, en tanto que revela un rostro desconocido definido sobre él, trazado por el grafismo que responde a la palabra; la separación entre ambos la llena el ojo, que «ve» la palabra sin leerla, en tanto que aprecia el dolor emanado del grafismo en pleno cuerpo: el ojo salta[162]. Régimen de connotación, sistema de la crueldad, ése creemos que es el triángulo mágico con sus tres lados, voz-audición, grafismo-cuerpo, ojo-dolor: donde la palabra es esencialmente designadora, pero donde el grafismo forma él mismo un signo con la cosa designada y donde el ojo va de uno a otro, extrayendo y midiendo la visibilidad de uno con el dolor del otro. Todo es activo, acciona, reacciona en el sistema, todo es uso y función. De tal modo que cuando se considera el conjunto de la representación territorial, uno se sorprende de constatar la complejidad de redes con que cubre al socius: la cadena de los signos territoriales no cesa de saltar de un elemento a otro, irradiando en todas las direcciones, emitiendo separaciones en todo lugar donde hay que extraer flujos, incluyendo disyunciones, consumiendo restos, sacando plusvalías, conectando palabras, cuerpos y dolores, fórmulas, cosas y afectos —connotando voces, grafías, ojos, siempre con un uso polívoco: una manera de saltar que no se limita a un querer decir, aún menos a un significante. Sí el incesto desde este punto de vista nos parece imposible es porque no es más que un salto necesariamente fracasado, este salto que va de las denominaciones a las personas, de los nombres a los cuerpos: por un lado, el más acá reprimido de las denominaciones que todavía no designan personas sino tan sólo estados intensivos germinales; por el otro, el más allá reprimente que no aplica las denominaciones a las personas más que prohibiendo a las personas que respondan a los nombres de hermana, madre, padre… Entre ambos, el poco profundo arroyo donde no pasa nada, donde las denominaciones no prenden en las personas, donde las personas se sustraen a la grafía y donde el ojo ya no tiene nada que ver, nada a evaluar: el incesto, simple límite desplazado, ni reprimido ni reprimente, sino tan sólo representado desplazado del deseo. Desde este momento resulta que las dos dimensiones de la representación —su organización de superficie con los elementos voz-grafía-ojo y su organización profunda con las instancias representante de deseo-representación reprimente-representado desplazado— tienen un destino común, semejante a un sistema complejo de correspondencias en el seno de una máquina social dada.
Ahora bien, todo esto se halla trastornado en un nuevo destino, con la máquina despótica y la representación imperial. En primer lugar, el grafismo se ajusta, se proyecta sobre la voz y se convierte en escritura. Al mismo tiempo, induce la voz ya no como la de la alianza, sino como la de la nueva alianza, voz ficticia del más allá que se expresa en el flujo de escritura como filiación directa. Estas dos categorías fundamentales despóticas son también el movimiento del grafismo que, a la vez, se subordina a la voz para subordinar la voz, para suplantarla. Desde ese momento se produce un aplastamiento del triángulo mágico: la voz ya no canta, pero dicta, edicta; la grafía ya no danza y cesa de animar los cuerpos, pero se escribe fijada en tablas, piedras y libros; el ojo se pone a leer (la escritura implica una especie de ceguera, una pérdida de visión y de apreciación, y ahora es el ojo quien se duele, aunque adquiera otras funciones). Sin embargo, no podemos decir que el triángulo mágico esté completamente aplastado: subsiste como base y como ladrillo, en el sentido en que el sistema territorial continúa funcionando en el marco de la nueva máquina. El triángulo se ha convertido en base para una pirámide cuyas caras hacen converger lo vocal, lo gráfico, lo visual en la eminente unidad del déspota. Si llamamos plan de consistencia al régimen de la representación en una máquina social, es evidente que este plan de consistencia ha cambiado, que se ha convertido en el de la subordinación y no en el de la connotación. He ahí, precisamente, lo esencial en segundo lugar: la proyección de la grafía sobre la voz ha hecho saltar fuera de la cadena un objeto transcendente, voz muda de la cual parece que toda la cadena ahora depende, y con respecto a la cual se linealiza. La subordinación del grafismo a la voz induce una voz ficticia de las alturas que ya no se expresa, a la inversa, más que por los signos de escritura que emite (revelación). Tal vez ahí radica el primer montaje de operaciones formales que conducirán a Edipo (paralogismo de la extrapolación): una proyección o un conjunto de relaciones bi-unívocas que conduce al agotamiento de un objeto separado, destacado, y la linealización de la cadena que se desprende de ese objeto. Tal vez ahí empieza la cuestión «¿qué quiere decir esto?» y empiezan a prevalecer los problemas de exégesis sobre los de uso y eficacia. ¿Qué ha querido decir el emperador, el dios? En lugar de segmentos de cadena siempre separables, un objeto separado del que depende toda la cadena; en lugar de un grafismo polívoco en el mismo real, una biunivocización que forma el trascendente del que sale una linealidad; en lugar de signos no significantes que componen las redes de una cadena territorial, un significante despótico del que vierten uniformemente todos los signos, en un flujo desterritorializado de escritura. Incluso se ha visto a algunos hombres beber ese flujo. Zempléni muestra como, en algunas regiones del Senegal, el islam superpone un plan de subordinación al antiguo plan de connotación de los valores animistas: «La palabra divina o profética, escrita o recitada, es el fundamento de este universo; la transparencia de la oración animista cede el sitio a la opacidad del rígido versículo árabe, el verbo se cuaja en fórmulas cuyo poder es asegurado por la verdad de la Revelación y no por una eficacia simbólica y de encantación… La ciencia del morabito remite en efecto a una jerarquía de nombres, de versículos, de cifras y de seres correspondientes» —y si es preciso, se introducirá el versículo en una botella llena de agua pura, se beberá el agua de versículo, se frotará con ella el cuerpo o se levarán las manos[163]. La escritura, primer flujo desterritorializado, bebible: ya que mana del significante despótico. Pues, ¿qué es el significante en primera instancia? ¿qué es con respecto a los signos territoriales no significantes, cuando salta fuera de sus cadenas e impone, superpone, un plan de subordinación a su plan de connotación inmanente? El significante es el signo devenido signo de signo, el signo despótico que ha reemplazado al signo territorial, que ha franqueado el umbral de desterritorialización; el significante es tan sólo el signo desterritorializado mismo. El signo devenido letra. El deseo ya no se atreve a desear, devenido deseo del deseo, deseo del deseo del déspota. La boca ya no habla, bebe la letra. El ojo ya no ve, lee. El cuerpo ya no se deja grabar como la tierra, pero se prosterna ante los grabados del déspota, la ultra-tierra, el nuevo cuerpo lleno.
Nunca agua alguna lavará al significante de su origen imperial: el señor significante o «el significante señor». Por más que se ahogue al significante en el sistema inmanente de la lengua, que se le utilice para evacuar los problemas de sentido y significación, que sea resuelto en la coexistencia de elementos fonemáticos donde el significado ya no es más que el resumen del valor diferencial respectivo de estos elementos entre sí; por más que se lleve a lo más extremado la comparación del lenguaje con el intercambio y la moneda y se la someta a los paradigmas de un capitalismo activo, nunca se impedirá que el significante introduzca su trascendencia y declare en favor de un déspota desaparecido que todavía funciona en el imperialismo moderno. Incluso cuando habla suizo o americano, la lingüística agita la sombra del despotismo oriental. No sólo Saussure insiste en esto: que lo arbitrario de la lengua fundamente su soberanía como una servidumbre o una esclavitud generalizada que sufriría la «masa». Sino que se ha podido demostrar que en Saussure subsisten dos dimensiones, una horizontal, en la que el significado se reduce al valor de los términos mínimos coexistentes en los que se descompone el significante, pero otra, vertical, en la que el significado se eleva al concepto que corresponde a la imagen acústica, es decir, a la voz tomada en el máximo de su extensión que recompone el significante (el «valor» como contrapartida de los términos coexistentes, pero también el «concepto» como contrapartida de la imagen acústica). En una palabra, el significante aparece dos veces, una vez en la cadena de los elementos con respecto a los que el significado siempre es un significante para otro significante, y una segunda vez en el objeto separado del que depende el conjunto de la cadena y que expande sobre ella los efectos de significación. No hay código fonológico, y ni siquiera fonético, operando sobre el significante en el primer sentido, sin una sobrecodificación operada por el propio significante en el segundo sentido. No hay campo lingüístico sin relaciones bi-unívocas entre valores ideográficos y fonéticos, o bien entre articulaciones de niveles diferentes, monemas y fonemas, que aseguran finalmente la independencia y la linealidad de los signos desterritorializados; este campo permanece definido por una trascendencia, incluso cuando es considerada como ausencia o lugar vacío, que realiza los pliegues, las proyecciones y subordinaciones necesarias y de la que mana en todo el sistema el flujo material inarticulado en el cual ella talla, opone, selecciona y combina: el significante. Es, por tanto, bastante curioso que se muestre tan bien la servidumbre de la masa con respecto a los elementos mínimos del signo en la inmanencia de la lengua, sin mostrar cómo la dominación se ejerce a través y en la trascendencia del significante[164]. Ahí, como en otras partes, se afirma sin embargo una irreductible exterioridad de la conquista. Pues si el propio lenguaje no supone la conquista, las operaciones de proyección, de doblamiento, que constituyen el lenguaje escrito suponen dos inscripciones que no hablan la misma lengua, dos lenguajes, uno de los cuales es el de los señores, el otro, el de los esclavos. Nougayrol describe esa situación: «Para los sumerios (tal signo), es el del agua; los sumerios leen este signo a, que significa agua en sumerio. Llega un acadio y pregunta a su señor sumerio: ¿qué es este signo? El sumerio le responde: es a. El acadio toma este signo por a, sobre este punto ya no hay ninguna relación entre el signo y el agua que, en acadio, se dice mu… Creo que la presencia de los acadios determinó la fonetización de la escritura… y que el contacto entre ambos pueblos era casi necesario para que saltase la chispa de una nueva escritura»[165]. No se puede enseñar mejor de qué modo una operación de bi-univocización se organiza alrededor de un significante despótico, de tal modo que de él mane una cadena fonética alfabética. La escritura alfabética no es para los analfabetos, sino por los analfabetos. Pasa por los analfabetos, esos obreros inconscientes. El significante implica un lenguaje que sobrecodifica a otro, mientras que el otro es codificado en elementos fonéticos. Y si el inconsciente implica el régimen tópico de una doble inscripción, no está est ructurado como un lenguaje, sino como dos. El significante parece que no mantiene su promesa, la de permitirnos el acceso a una comprensión moderna y funcional de la lengua. El imperialismo del significante no nos hace salir de la cuestión «¿qué quiere decir esto?», se contenta con rayar de antemano la cuestión y con hacer insuficientes todas las respuestas al remitirlas al rango de un simple significado. Rechaza la exégesis en nombre de la recitación, pura textualidad, cientificidad superior. Semejante a los perros jóvenes del palacio demasiado prestos a beber el agua de versículo y que gritan continuamente: ¡el significante, vosotros no habéis alcanzado el significante, permanecéis en los significados! El significante, sólo esto les hace gozar. Pero este significante-señor permanece siendo lo que es en la lejanía de las edades, stock trascendente que distribuye la carencia a todos los elementos de la cadena, algo común para una común ausencia, instaurador de todos los cortes-flujos en un solo y mismo lugar de un solo y mismo corte: objeto separado, falo-y-castración, raya que somete los sujetos depresivos al gran rey paranoico. Significante, terrible arcaísmo del déspota en el que todavía se busca la tumba vacía, el padre muerto y el misterio del nombre. Tal vez esto es lo que enardece la cólera de algunos lingüistas contra Lacan, no menos que el entusiasmo de los adeptos: la fuerza y la serenidad con que Lacan vuelve a conducir el significante a su fuente, a su verdadero origen, la edad despótica, y monta una máquina infernal que suelda el deseo a la ley, ya que, bien mirado, piensa, es bajo esta forma que el significante concuerda con el inconsciente y produce en él efectos de significado[166]. El significante como representación reprimente y el nuevo representado desplazado que induce, las famosas metáfora y metonimia, constituyen la máquina despótica sobrecodificante y desterritorializada.
El significante déspota tiene como efecto sobrecodificar la cadena territorial. El significado es precisamente el efecto del significante (no es lo que representa, ni lo que designa). El significado es la hermana de los confines y la madre del interior. Hermana y madre son los conceptos que corresponden a la gran imagen acústica, a la voz de la nueva alianza y de la filiación directa. El incesto es la operación misma de sobrecodificación en los dos cabos de la cadena en todo el territorio donde reina el déspota, de los confines hasta el centro: todas las deudas de alianza convertidas en la deuda infinita de la nueva alianza, todas las filiaciones extensas subsumidas por la filiación directa. El incesto o la trinidad real es, pues, el conjunto de la representación reprimente en tanto que procede a la sobrecodificación. El sistema de la subordinación o de la significación ha reemplazado al sistema de la connotación. En la medida en que el grafismo está volcado, proyectado, sobre la voz (este grafismo que no hace mucho se inscribía en los mismos cuerpos), la representación de cuerpo se subordina a la representación de palabra: hermana y madre son los significados de la voz. Pero, en la medida en que esta proyección induce una voz ficticia de las alturas que no se expresa más que en el flujo lineal, el propio déspota es el significante de la voz que opera, con sus dos significados, la sobrecodificación de toda la cadena. Lo que hacía imposible el incesto —a saber, que o bien teníamos las denominaciones (madre, hermana), pero no las personas o los cuerpos, o bien teníamos los cuerpos, pero las denominaciones se escapaban en el momento en que infringíamos las prohibiciones que implicaban— ha dejado de existir. El incesto se ha hecho posible en los esponsales de los cuerpos de parentesco y las denominaciones parentales, en la unión del significante con sus significados. La cuestión no radica en saber si el déspota se une a su «verdadera» hermana o a su verdadera madre. Pues su verdadera hermana es de cualquier modo la hermana del desierto, como su verdadera madre es de cualquier modo la madre de la tribu. Desde que el incesto es posible importa poco que sea simulado o no, puesto que de cualquier manera algo diferente es simulado a través del incesto. Y siguiendo la complementariedad que anteriormente hemos encontrado, de la simulación con la identificación, si la identificación es la de los objetos de las alturas, la simulación es la escritura que le corresponde, el flujo que mana de ese objeto, el flujo gráfico que mana de la voz. La simulación no reemplaza a la realidad, no vale por ella, pero se apropia dé la realidad en la operación de la sobrecodificación despótica, la produce sobre el nuevo cuerpo lleno que reemplaza a la tierra. Expresa la apropiación y la producción de lo real por una cuasi-causa. En el incesto, el significante hace el amor con sus significados. Sistema de la simulación, éste es el otro nombre de la significación y de la subordinación. Y lo que es simulado, luego producido, a través del incesto él mismo simulado, luego producido —tanto más real cuanto más simulado y a la inversa—, son como los estados extremos de una intensidad reconstituida, recreada. Con su hermana, el déspota simula «un estado cero del que surgiría el poder fálico», como una promesa «cuya presencia oculta hay que situar en el extremo del interior mismo del cuerpo»; con su madre, simula un superpoder en el que ambos sexos estarían al máximo de sus caracteres propios exteriorizados: el P-A Pa del falo como voz[167]. Se trata siempre de algo distinto en el incesto real: bisexualidad, homosexualidad, castración, trasvestis, como gradientes y pasos en el ciclo de las intensidades. Ocurre que el significante despótico se propone reconstituir lo que la máquina primitiva había reprimido, el cuerpo lleno de la tierra intensa, pero sobre bases nuevas o nuevas condiciones dadas en el cuerpo lleno desterritorializado del déspota mismo. Por ello, el incesto cambia de sentido o de lugar y se convierte en la representación reprimente. Pues de esto se trata en la sobrecodificación a través del incesto: que todos los órganos de todos los sujetos, todos los ojos, todas las bocas, todos los penes, todas las vaginas, todas las orejas, todos los anos, se enganchen al cuerpo lleno del déspota como en la cola del pavo real y tengan ahí sus representantes intensivos. El incesto real no es separable de la intensa multiplicación de los órganos y de su inscripción sobre el nuevo cuerpo lleno (Sade vio claramente este papel siempre real del incesto). El aparato de represión general-represión, la representación reprimente ahora se halla determinada en función de un peligro supremo que expresa el representante al que se refiere: que un solo órgano mane fuera del cuerpo despótico, se desenganche de él o lo eluda, y el déspota ve levantarse ante él, contra él, el enemigo por el que le llegará la muerte —un ojo con mirada demasiado fija, una boca con una sonrisa demasiado extraña, cada órgano es una protesta posible. Es al mismo tiempo que César medio sordo se queja de una oreja que ya no oye y ve recaer sobre él la mirada de Casio, «delgado y hambriento», y la sonrisa de Casio «que parece sonreír de su propia sonrisa». Larga historia que llevará al cuerpo del déspota asesinado, desorganizado, desmembrado, limado, a las letrinas de la ciudad. ¿No era ya el año el que separaba el objeto de las alturas y producía la voz eminente? ¿La trascendencia del falo no dependía del ano? Pero éste sólo se revela al final, como la última supervivencia del déspota desaparecido, el fondo de su voz: el déspota ya no es más que ese «culo de rata muerta colgado del techo del cielo». Los órganos han empezado a separarse del cuerpo despótico, órganos del ciudadano levantados contra el tirano. Luego se convertirán en los del hombre privado, se privatizarán sobre el modelo y la memoria del ano destituido, colocado fuera del campo social, obsesión de oler mal. Toda la historia de la codificación primitiva, de la sobrecodificación despótica, de la descodificación del hombre privado se mantiene en estos movimientos de flujo: el influjo germinal intenso, el sobreflujo del incesto real, el reflujo de excremento que lleva el déspota muerto a las letrinas y nos lleva a todos al «hombre privado» de hoy día —la historia esbozada por Artaud en la obra maestra Heliogábalo. Toda la historia del flujo gráfico va de la ola de esperma a la cuna del tirano, hasta la ola de mierda en su tumba-cloaca, «toda la escritura es marranería», toda escritura es esta simulación, esperma y excremento.
A pesar de todo, podríamos creer que el sistema de la representación imperial es más suave que el de la representación territorial. Los signos ya no se inscriben en plena carne, sino sobre piedras, pergaminos, monedas. Según la ley de Wittfogel de la «rentabilidad administrativa decreciente», amplios sectores son dejados semi-autónomos, en tanto que no comprometan el poder del Estado. El ojo ya no saca una plusvalía del espectáculo del dolor, ha dejado de apreciar; más bien se ha puesto a «prevenir» y vigilar, a impedir que una plusvalía escape a la sobrecodificación de la máquina despótica. Pues todos los órganos y sus funciones conocen un agotamiento que les relaciona y les hace converger en el cuerpo del déspota. En verdad, el régimen no es suave, el sistema del terror ha reemplazado al de la crueldad. La antigua crueldad subsiste, principalmente en los sectores autónomos o casi autónomos; pero ahora está enladrillada en el aparato de Estado, que ora la organiza, ora la tolera o la limita, para que sirva a sus fines y subsumirla a la unidad superior y sobreimpuesta de una ley más terrible. Sólo posteriormente la ley se opone o parece oponerse al despotismo (cuando el Estado se presenta a sí mismo como un conciliador aparente entre clases que se distinguen de él, y, por consiguiente, debe modificar la forma de su soberanía)[168]. La ley no empieza siendo lo que más tarde será o pretenderá ser: una garantía contra el despotismo, un principio inmanente que reúne las partes en un todo, que convierte a ese todo en el objeto de un conocimiento y de una voluntad generales, cuyas sanciones fluyen por juicio y aplicación sobre las partes rebeldes. La ley imperial bárbara posee dos características que más bien se oponen a aquéllas —las dos características que desarrolló Kafka: el rasgo paranoico-esquizoide de la ley (metonimia), según el cual la ley rige partes no totalizables y no totalizadas, tabicándolas, organizándolas como ladrillos, midiendo su distancia y prohibiendo su comunicación, actuando desde entonces en calidad de Unidad formidable, pero formal y vacía, eminente, distributiva y no colectiva; el rasgo maníaco depresivo (metáfora) según el cual la ley no da a conocer nada y no tiene objeto cognoscible, el veredicto no preexiste a la sanción y el enunciado de la ley no preexiste al veredicto. Las ordalías presentan estos dos rasgos en estado vivo. Como en la máquina de La colonia penitenciaria, la sanción escribe el veredicto y la regla. Por más que el cuerpo se libere del grafismo que le era propio en el sistema de la connotación, ahora se convierte en la piedra y el papel, la tabla y la moneda sobre las que la nueva escritura puede marcar sus figuras, su fonetismo y su alfabeto. Sobrecodificar, ésta es la esencia de la ley y el origen de los nuevos dolores del cuerpo. El castigo ha dejado de ser una fiesta de la que el ojo obtiene una plusvalía en el triángulo mágico de alianza y filiaciones. El castigo se convierte en venganza, venganza de la voz, de la mano y del ojo ahora reunidos en el déspota, venganza de la nueva alianza, cuyo carácter público no altera el secreto: «Haré ir contra ti la espada vengadora de la venganza de alianza…» Pues una vez más la ley, antes de ser un fingimiento garantizado contra el despotismo, es la invención, del propio déspota: es la forma jurídica que toma la deuda infinita. Hasta en los tardíos emperadores romanos veremos al jurista en el cortejo del déspota y a la forma jurídica acompañar la formación imperial, el legislador con el monstruo, Gayo y Cómodo, Papiniano y Caracalla, Ulpiano y Heliogábalo, «el delirio, de los doce Césares y la edad de oro del derecho romano» (tomar si es preciso el partido del deudor contra el acreedor para asentar la deuda infinita).
Venganza, como una venganza que se ejerce de antemano: la ley bárbara imperial aplasta todo el juego primitivo de la acción y la reacción. Ahora es preciso que la pasividad se convierta en la virtud de los súbditos enganchados al cuerpo despótico. Como dice Nietzsche, cuando muestra cómo el castigo se convierte en una venganza en las formaciones imperiales, era preciso «que una ingente cantidad de libertad fuese arrojada del mundo, o al menos quedara fuera de la vista, coaccionada a la fuerza a pasar al estado latente, bajo la presión de sus martillazos, de su tiranía de artistas…». Se produce un agotamiento del instinto de muerte que deja de ser codificado en el juego de las acciones y reacciones salvajes en las que el fatalismo todavía era algo accionado para convertirse en el sombrío agente de la sobrecodificación, el objeto separado que se cierne sobre cada uno, como si la máquina social se hubiese despegado de las máquinas deseantes: muerte, deseo del deseo, deseo del deseo del déspota, latencia escrita en lo más profundo del aparato de Estado. Ni un solo superviviente antes de que un solo órgano mane de este aparato o se deslice fuera del cuerpo despótico. No hay otra necesidad (ni otro fatum) que la del significante en sus relaciones con sus significados: ése es el régimen del terror. Lo que se considera que la ley significa, sólo lo sabremos más tarde, cuando haya evolucionado y tomado el nuevo rostro que parece oponerle al despotismo. Pero, desde el principio, la ley expresa el imperialismo del significante que produce sus significados como efectos tanto más eficaces y necesarios cuanto más se sustraen al conocimiento y más lo deben todo a su causa eminente. Ocurre aún que los cachorros reclaman el retorno al significante despótico, sin exégesis ni interpretación, cuando la ley quiere, sin embargo, explicar lo que ella significa, hacer valer una independencia de su significado (contra el déspota, dice). Pues a los perros, según las observaciones de Kafka, les gusta que el deseo despose estrechamente a la ley en el puro agotamiento del instinto de muerte, antes que oír a, es cierto, hipócritas doctores que explican lo que quiere decir todo esto. Pero todo esto, el desenvolvimiento del significado democrático o el enrollamiento del significante despótico, forma parte, no obstante, de la misma cuestión, ora abierta y ora rayada, la misma abstracción continuada, maquinaria de represión que siempre nos aleja de las máquinas deseantes. Pues nunca ha habido más que un solo Estado. ¿Para qué sirve esto? se difumina cada vez más y desaparece en la bruma del pesimismo, del nihilismo, ¡Nada, Nada! Y, en efecto, hay algo común en el régimen de la ley tal como aparece bajo la formación imperial y tal como evolucionará posteriormente: la indiferencia en la designación. Es propio de la ley significar sin designar nada. La ley no designa nada ni a nadie (la concepción democrática de la ley hará de ello un criterio). La relación compleja de designación, tal como hemos visto que se elaboraba en el sistema de connotación primitivo poniendo en juego la voz, el grafismo y el ojo, desaparece aquí en la nueva relación de subordinación bárbara.
¿Cómo subsistiría la designación cuando el signo ha dejado de ser posición de deseo para convertirse en este signo imperial, universal castración que suelda el deseo a la ley? El aplastamiento del antiguo código, la nueva relación de significación, la necesidad de esa nueva relación basada en la sobrecodificación, remiten las designaciones a lo arbitrario (o bien las dejan subsistir en los ladrillos mantenidos del antiguo sistema). ¿Por qué los lingüistas no cesan de volver a encontrar las verdades de la edad despótica? ¿Es posible, por último, que esta arbitrariedad de las designaciones, como anverso de una necesidad de la significación, no se refiera sólo a los súbditos del déspota ni siquiera a sus servidores, sino al déspota mismo, su dinastía y su nombre («El pueblo no sabe qué emperador reina ni sabe con certeza el nombre de la dinastía»)? Lo que significaría que el instinto de muerte es aún más profundo en el Estado de lo que se creía y que la latencia no sólo trabaja en los súbditos, sino también en los más altos engranajes. La venganza se convierte en la de los súbditos contra el déspota. En el sistema de latencia del terror, lo que ya no es activo, acciona o reacciona, «lo que se ha vuelto latente por la fuerza, encerrado, reprimido, rechazado al interior», ahora es resentido: el eterno resentimiento de los súbditos responde a la eterna venganza de los déspotas. La inscripción es «resentida» cuando ya no es accionada ni reaccionada. Cuando el signo desterritorializado se hace significante, una formidable cantidad de reacción pasa al estado latente. Toda la resonancia, toda la retención, cambian de volumen y de tiempo (el «a destiempo»). Venganza y resentimiento, he ahí no el comienzo de la justicia, sino su devenir y su destino en la formación imperial tal como la analiza Nietzsche. Y siguiendo su profecía ¿será el propio Estado ese perro que quiere morir? pero que también renace de sus cenizas. Pues, todo este conjunto de la nueva alianza o de la deuda infinita —el imperialismo del significante, la necesidad metafórica o metonímica de los significados, con lo arbitrario de las designaciones— asegura el mantenimiento del sistema y hace que un nombre suceda a un nombre, una dinastía a otra, sin que cambien los significados, ni que sea reventado el muro del significante. Por ello, el régimen de la latencia, en los imperios africanos, chino, egipcio, etc., fue el de las constantes secesiones y rebeliones, y no el de la revolución. Ahí también será preciso que la muerte sea sentida dentro, pero que llegue desde fuera.
Los fundadores de imperios lo han hecho pasar todo al estado latente; inventaron la venganza y suscitaron el resentimiento, esa contra-venganza. Y sin embargo, Nietzsche dice de ellos lo que ya decía del sistema primitivo: no es en ellos que la «mala conciencia» —entendamos Edipo— arraigó y empezó a crecer, la planta horrible. Simplemente, se dio un paso más en ese sentido: hicieron posible Edipo, la mala conciencia, la interioridad…[169] ¿Qué quiere decir Nietzsche, él que llevaba consigo a César como significante despótico y a sus dos significados, su hermana y su madre, y cada vez los sentía más pesados al acercarse a la locura? En verdad, Edipo empezó su migración celular, ovular, en la representación imperial: de representado desplazado del deseo se ha convertido en la representación reprimente misma. Lo imposible se ha vuelto posible; el límite inocupado se halla ocupado ahora por el déspota. Edipo ha recibido su nombre, el déspota zopo, que realiza el doble incesto por sobrecodificación, con su hermana y su madre como las representaciones de cuerpo sometidas a la representación verbal. Además, el Edipo está tramando cada una de las operaciones formales que lo harán posible: la extrapolación de un objeto separado; el double bind de la sobrecodificación o del incesto real; la bi-univocización, la aplicación y la linealización de la cadena entre señores y esclavos; la introducción de la ley en el deseo y del deseo bajo la ley; la terrible latencia con su «después» y su «a destiempo». Todas las piezas de los cinco paralogismos parecen así preparadas. Pero estamos muy lejos del Edipo psicoanalítico y los helenistas tienen razón al no tomar la historia que el psiconálisis cueste lo que cueste les cuenta a la oreja. Es la historia del deseo y su historia sexual (no hay otra); pero aquí, todas las piezas juegan como engranajes del Estado. El deseo no se da, ciertamente, entre un hijo, una madre y un padre. El deseo procede a una catexis libidinal de una máquina de Estado, que sobrecodifica las máquinas territoriales y, con una vuelta de rosca suplementaria, reprime las máquinas deseantes. El incesto se origina en esta catexis y no a la inversa, y no pone primero en juego más que al déspota, la hermana y la madre: él es la representación sobrecodificante y reprimente. El padre no interviene más que como el representante de la vieja máquina territorial, pero la hermana es el representante de la nueva alianza, la madre, el representante de la filiación directa. Padre e hijo todavía no han nacido. Toda la sexualidad ocurre entre máquinas, lucha entre ellas, superposición, enladrillado. Asombrémonos una vez más del relato contado por Freud. En Moisés y el monoteísmo ya percibe que la latencia es un asunto de Estado. Pero entonces no debe suceder al «complejo de Edipo», marcar la represión del complejo o incluso su supresión. Debe resultar de la acción reprimente de la representación incestuosa que todavía no es en modo alguno un complejo como deseo reprimido, ya que, por el contrario, ejerce su acción de represión sobre el propio deseo. El complejo de Edipo, tal como lo nombra el psicoanálisis, nacerá de la latencia, después de la latencia, y significa el retorno de lo reprimido en condiciones que desfiguran, desplazan e incluso descodifican el deseo. El complejo de Edipo no aparece más que después de la latencia; y cuando Freud reconoce dos tiempos separados por ella, sólo el segundo tiempo merece el nombre de complejo, mientras que el primero no expresa más que sus piezas y engranajes funcionando desde otro punto de vista, en otra organización. Ahí radica la manía del psicoanálisis con todos sus paralogismos: presentar como resolución o tentativa de resolución del complejo lo que es su instauración definitiva o su instalación interior, y presentar como complejo lo que incluso es su contrario. Pues, ¿qué será preciso para que Edipo se convierta en el Edipo, el complejo de Edipo? En verdad, muchas cosas —incluso aquellas que Nietzsche parcialmente presintió en la evolución de la deuda infinita.
Será preciso que la célula edípica acabe su migración, que no se contente con pasar del estado de representado desplazado al estado de representación reprimente, sino que de representación reprimente se convierta, por último, en el propio representante del deseo; y ello en calidad de representado desplazado. Será preciso que la deuda no se convierta solamente en deuda infinita, sino que sea interiorizada y espiritualizada como deuda infinita (el cristianismo y toda la pesca). Será preciso que padre e hijo se formen, es decir, que la tríada real «se masculinice», y ello como consecuencia directa de la deuda infinita ahora interiorizada[170]. Será preciso que Edipo-déspota sea reemplazado por Edipos-súbditos, Edipos-sometidos, Edipos-padres y Edipos-hijos. Será preciso que todas las operaciones formales sean tomadas de nuevo en un campo social descodificado y resuenen en el elemento puro y privado de la interioridad, de la reproducción interior. Será preciso que el aparato represión general-represión sufra una completa reorganización. Será preciso, pues, que el deseo, habiendo acabado su migración, conozca esta extrema miseria: el volverse contra sí mismo, la vuelta contra sí, la mala conciencia, la culpabilidad, que lo ata al campo social más descodificado tanto como a la interioridad más enfermiza, la trampa del deseo, su planta venenosa. En tanto que la historia del deseo no conozca este fin, Edipo frecuentará todas las sociedades, pero como la pesadilla de lo que todavía no ha llegado —su hora no habrá llegado. (¿No es siempre ahí donde radica la fuerza de Lacan?, haber salvado al psicoanálisis de la edipización violenta a la que él mismo vinculaba su destino, haber realizado esta salvación, aunque sea al precio de una regresión, aunque sea al precio de mantener el inconsciente bajo el peso del aparato despótico, de reinterpretarlo a partir de este aparato, la ley y el significante, falo y castración sí, ¡Edipo no!, la edad despótica del inconsciente.)
El Urstaat
Ciudad de Ur, punto de partida de Abraham o de la nueva alianza. El Estado no se formó progresivamente, sino que surgió ya armado, golpe maestro de una vez, Urstatt original, eterno modelo de lo que todo Estado quiere ser y desea. La producción llamada asiática, con el Estado que la expresa o constituye su movimiento objetivo, no es una formación distinta; es la formación de base, el horizonte de toda la historia. De todas partes nos llega de nuevo el descubrimiento de máquinas imperiales que precedieron a las formas históricas tradicionales y que se caracterizan por la propiedad del Estado, la posesión comunal enladrillada y la dependencia colectiva. Cada forma más evolucionada es como un palimpsesto: recubre una inscripción despótica, un manuscrito micénico. Bajo cada negro y cada judío, un egipcio, un micénico bajo los griegos, un etrusco bajo los romanos. Y sin embargo, qué olvido pesa sobre el origen, latencia que la toma con el propio Estado y donde a veces la escritura desapareció. Bajo la presión de la propiedad privada, luego de la propiedad privada, luego de la producción mercantil, el Estado conoce su decadencia. La tierra entra en la esfera de la propiedad privada y en la de las mercancías. Aparecen clases, por eso las dominantes ya no se confunden con el aparato de Estado, sino que son determinaciones distintas que se sirven de ese aparato transformado. Primero adyacente a la propiedad común, luego componente o condicionante, luego cada vez más determinante, la propiedad privada implica una interiorización de la relación acreedor-deudor en las relaciones de clases antagónicas[171]. ¿Pero cómo explicar a la vez esta latencia en la que entra el Estado despótico y esta potencia con la que se reforma sobre bases modificadas, para volver a animarse más «embustero», más «frío», más «hipócrita» que nunca? Este olvido y este retorno. Por una parte, la ciudad antigua, la comuna germánica, la feudalidad suponen los grandes imperios y no pueden ser comprendidas más que en función del Urstaat que les sirve de horizonte. Por otra parte, el problema de estas formas radica en reconstituir el Urstaat tanto como sea posible, teniendo en cuenta las exigencias de sus nuevas y distintas determinaciones. Pues, ¿qué significan la propiedad privada, la riqueza, la mercancía, las clases? La quiebra de los códigos. La aparición, el surgimiento de flujos ahora descodificados que manan sobre el socius y lo atraviesan de parte a parte. El Estado ya no puede contentarse con sobrecodificar elementos territoriales ya codificados, debe inventar códigos específicos para flujos cada vez más desterritorializados: poner el despotismo al servicio de la nueva relación de clases; integrar las relaciones de riqueza y de pobreza, de mercancía y de trabajo; conciliar el dinero mercantil con el dinero fiscal; en todo lugar volver a insuflar el Urstaat en la nueva situación. Y en todo lugar el modelo latente que ya no se podrá igualar, pero que no se podrá dejar de imitar. Resuena la advertencia melancólica del egipcio a los griegos: «Vosotros, griegos, nunca dejaréis de ser niños».
Esta situación especial del Estado como categoría, olvido y retorno, debe ser explicada. Ocurre que el Estado despótico originario no es un corte como los otros. De todas las instituciones es tal vez la única que surge ya montada en el cerebro de los que la instituyen, «los artistas de mirada de bronce». Por ello, en el marxismo, no se sabía demasiado qué hacer con ella: no entra en los cinco famosos estadios, comunismo primitivo, ciudad antigua, feudalidad, capitalismo, socialismo[172]. No es una formación más entre otras, ni el paso de una formación a otra. Se diría que está en retirada con respecto a lo que corta y con respecto a lo que recorta, como si fuese prueba de otra dimensión, idealidad cerebral que se sobreañade a la evolución material de las sociedades, idea reguladora o principio de reflexión (terror) que organiza en un todo las partes y los flujos. Lo que el Estado despótico corta, sobrecorta o sobrecodifica, es lo que viene antes, la máquina territorial, que reduce al estado de ladrillos, de piezas trabajadoras desde entonces sometidas a la idea cerebral. En este sentido, el Estado despótico es el origen, pero el origen como abst racción que debe comprender su diferencia con el comienzo concreto. Sabemos que el mito siempre expresa un paso y una separación. Pero el mito primitivo territorial del comienzo expresaba la separación de una energía propiamente intensa (lo que Griaule llamaba «la parte metafísica de la mitología», la espiral vibratoria) con respecto al sistema social en extensión que condicionaba y lo que pasaba de uno a otro —alianza y filiación. Pero el mito imperial del origen expresa otra cosa: la separación de ese comienzo con el origen mismo, de la extensión con la idea, de la génesis con el orden y el poder (nueva alianza), y lo que vuelve a pasar de la segunda a la primera, lo que es recogido por la segunda. J. P. Vernant muestra de ese modo que los mitos imperiales no pueden concebir una ley de organización inmanente al universo: necesitan plantear, e interiorizar, esta diferencia entre el origen y los comienzos o principios, el poder soberano y la génesis del mundo; «el mito se constituye en esa distancia, la convierte en el objeto mismo de su relato, trazando a través de la serie de generaciones divinas los avatares de la soberanía hasta el momento en que una supremacía, definitiva aquélla, coloca un término en la elaboración dramática de la dunesteia»[173]. De tal modo que, en el límite, ya no se sabe ciertamente lo que es primero y si la máquina territorial linajera no presupone una máquina despótica de la que extraía los ladrillos o que a su vez segmentariza. Y, en cierta manera, es preciso decir otro tanto de lo que viene después del Estado originario, de lo que este Estado recorta. Sobrecorta lo que viene antes, pero recorta las formaciones posteriores. Ahí también es como la abstracción que pertenece a otra dimensión, siempre en retirada y aquejada de latencia, pero que resuena y vuelve mucho mejor en las formas posteriores que le proporcionan una existencia concreta. Estado proteiforme, pero siempre un solo Estado. De ahí las variaciones, todas las variantes de la nueva alianza, sin embargo bajo la misma categoría. Por ejemplo, no sólo la feudalidad presupone un Estado despótico abstracto al que segmentariza según el régimen de su propiedad privada y el desarrollo de su producción mercantil, sino que éstas inducen, en cambio, la existencia concreta de un Estado propiamente feudal, en el que el déspota vuelve como monarca absoluto. Pues, es un doble error creer que el desarrollo de la producción mercantil basta para reventar la feudalidad (en muchos aspectos, por el contrario, la refuerza, le proporciona nuevas condiciones de existencia y de supervivencia) y creer que la feudalidad por sí misma se opone al Estado que, por el contrario, como Estado feudal, es capaz de impedir a la mercancía que introduzca la descodificación de flujos que sería ruinosa sólo para el sistema considerado[174]. En ejemplos más recientes, debemos seguir a Wittfogel cuando muestra hasta qué punto los Estados modernos capitalistas y socialistas participan del Estado despótico originario. Democracias, ¿cómo no reconocer en ellas al déspota que se ha vuelto más hipócrita y más frío, más calculador, ya que él mismo debe contar y codificar en lugar de sobrecodificar las cuentas? No sirve de nada hacer el inventario de las diferencias, a la manera de concienzudos historiadores: comunidades aldeanas aquí, sociedades industriales allí… Las diferencias no serían determinantes más que si el Estado despótico fuese una formación concreta entre otras, a tratar comparativamente. Pero él es la abstracción, que se realiza, ciertamente, en las formaciones imperiales, pero que no se realiza en ellas más que como abstracción (unidad sobrecodificante eminente). No toma su existencia inmanente concreta más que en las formas posteriores que le hacen volver bajo otras figuras y en otras condiciones. Común horizonte de lo que viene delante y de lo que viene después, no condiciona la historia universal más que con la condición de estar, no fuera, sino siempre al lado, el monstruo frío que representa la manera, cuya historia está en la «cabeza», en el «cerebro», el Urstaat.
Marx reconocía que había una manera cuya historia iba de lo abstracto a lo concreto: «las categorías simples expresan relaciones en las que lo concreto insuficientemente desarrollado tal vez se ha realizado, sin haber establecido todavía la relación más compleja que teóricamente se expresa en la categoría más concreta; mientras que lo concreto más desarrollado deja subsistir esta misma categoría como una relación subordinada»[175]. El Estado era primero esta unidad abstracta que integraba subconjuntos que funcionaban separadamente; ahora está subordinado a un campo de fuerzas cuyos flujos coordina y cuyas relaciones autónomas de dominación y subordinación expresa. Ya no se contenta con sobrecodificar territorialidades mantenidas y enladrilladas, debe constituir, inventar, códigos para los flujos desterritorializados del dinero, de la mercancía y de la propiedad privada. Ya no forma por sí mismo una o varias clases dominantes, él mismo está formado por estas clases que se han vuelto independientes y que lo delegan al servicio de su poder y de sus contradicciones, de sus luchas y de sus compromisos con las clases dominadas. Ya no es ley trascendente que rige fragmentos; debe diseñar mal que bien un todo al que devuelve su ley inmanente. Ya no es el puro significante que ordena sus significados, aparece detrás de ellos y depende de lo que él mismo significa. Ya no produce una unidad sobrecodificante, él mismo es producido en el campo de flujos descodificados. En tanto que máquina, ya no determina un sistema social, es determinado por el sistema social al que se incorpora en el juego de sus funciones. En una palabra, no cesa de ser artificial, pero se vuelve concreto, «tiende a la concretización», al mismo tiempo que se subordina a las fuerzas dominantes. Se ha podido demostrar la existencia de una evolución análoga en la máquina técnica cuando deja de ser unidad abstracta o sistema intelectual, que reina sobre subconjuntos separados, para convertirse en relación subordinada a un campo de fuerzas que se ejerce como sistema físico concreto[176]. Pero, precisamente, esta tendencia a la concretización en la máquina técnica o social ¿no es el movimiento mismo del deseo? Siempre volvemos a caer en la monstruosa paradoja: el Estado es deseo que pasa de la cabeza del déspota al corazón de los súbditos y de la ley intelectual a todo el sistema físico que en él se origina o se libera. Deseo del Estado, la más fantástica máquina de represión todavía es deseo, sujeto que desea y objeto de deseo. Deseo: operación que siempre consiste en volver a insuflar el Urstaat original en el nuevo estado de cosas, en volverlo inmanente, en lo posible, al nuevo sistema, interior a éste. Por lo demás, volver a partir de cero: fundar un imperio espiritual, allí y bajo las formas en que el Estado ya no puede funcionar como tal en el sistema físico. Así, cuando los cristianos se apropiaron del imperio, se volvió a encontrar esta dualidad complementaria entre los que querían reconstruir el Urstaat hasta donde fuese posible con los elementos que encontraban en la inmanencia del mundo objetivo romano, y luego los puros, aquellos que querían volver a empezar en el desierto, recomenzar una nueva alianza, recobrar la inspiración egipcia y siriaca de un Urstaat trascendente. ¡Qué extrañas máquinas surgieron sobre las columnas y en los troncos de los árboles! El cristianismo desarrolló, en este sentido, todo un juego de máquinas paranoicas y célibes, todo un tren de paranoicos y perversos que también ellos forman parte del horizonte de nuestra historia y pueblan nuestro calendario[177]. Son los dos aspectos de un devenir del Estado: su interiorización en un campo de fuerzas sociales cada vez más descodificadas que forman un sistema físico; su espiritualización en un campo supraterrestre cada vez más sobrecodificante que forma un sistema metafísico. En un mismo tiempo la deuda infinita debe interiorizarse y espiritualizarse, la hora de la mala conciencia se acerca, será también la hora del mayor cinismo, «esta crueldad contenida del animal-hombre reprimido en su vida interior, retirándose con espanto en su individualidad; encerrado en el Estado para ser domesticado…».
La máquina capitalista civilizada
El primer gran movimiento de desterritorialización apareció con la sobrecodificación del Estado despótico. Pero todavía no era nada al lado del otro gran movimiento, el que va a realizarse por descodificación de los flujos. Sin embargo, no bastan flujos descodificados para que el nuevo corte atraviese y transforme el socius, es decir, para que nazca el capitalismo. Flujos descodificados golpean al Estado despótico de latencia, sumergen al tirano, pero también lo hacen volver bajo inesperadas formas —lo democratizan, lo oligarquizan, lo segmentarizan, lo monarquizan, y siempre lo espiritualizan y lo interiorizan, con el Urstaat latente en el horizonte, de cuya pérdida no podemos consolarnos. Ahora pertenece al Estado recodificar mal que bien, por operaciones regulares o excepcionales, el producto de los flujos descodificados. Tomemos el ejemplo de Roma: la descodificación de los flujos de bienes raíces por privatización de la propiedad, la descodificación de los flujos monetarios por formación de las grandes fortunas, la descodificación de los flujos comerciales por desarrollo de una producción mercantil, la descodificación de los productores por expropiación y proletarización, todo está ahí, todo está dado, sin producir por ello un capitalismo propiamente hablando, sino un régimen esclavista[178]. O bien el ejemplo de la feudalidad: ahí también la propiedad privada, la producción mercantil, el aflujo monetario, la extensión del mercado, el desarrollo de las ciudades, la aparición de la renta señorial como dinero o el arriendo contractual de mano de obra no producen en modo alguno una economía capitalista, sino un fortalecimiento de las cargas y relaciones feudales, a veces un retorno a estadios más primitivos de la feudalidad, a veces incluso el restablecimiento de una especie de esclavismo. Es harto conocido que la acción monopolista en favor de las guildas y de las compañías no favoreció el desarrollo de una producción capitalista, sino la inserción de la burguesía en un feudalismo de ciudad y de Estado, que consistía en rehacer códigos para flujos descodificados como tales y en mantener al comerciante, según la fórmula de Marx, «en los poros mismos» del antiguo cuerpo lleno de la máquina social. Por tanto, no es el capitalismo el que implica la disolución del sistema feudal, sino más bien a la inversa: por ello fue preciso un tiempo entre ambos. Hay una gran diferencia a este respecto entre la edad despótica y la edad capitalista. Pues los fundadores del Estado llegan como el rayo; la máquina despótica es sincrónica, mientras que el tiempo de la máquina capitalista es diacrónica, los capitalistas surgen uno tras otro en una serie que funda una especie de creatividad de la historia, extraña casa de fieras: tiempo esquizoide del nuevo corte creativo.
Las disoluciones se definen por una simple descodificación de los flujos, siempre compensados por supervivencias o transformaciones del Estado. Se siente cómo la muerte sube desde dentro y cómo el mismo deseo es instinto de muerte, latencia, pero también cómo pasa del lado de estos flujos que virtualmente llevan una vida nueva. Flujos descodificados, ¿quién dirá el nombre de este nuevo deseo? Flujo de propiedades que se venden, flujo de dinero que mana, flujo de producción y de medios de producción que se preparan en la sombra, flujo de trabajadores que se desterritorializan: será preciso el encuentro de todos estos flujos descodificados, su conjunción, su reacción unos sobre otros, la contingencia de este encuentro, de esta conjunción, de esta reacción, que se producen una vez, para que el capitalismo nazca y para que el antiguo sistema muera esta vez desde fuera, al mismo tiempo que nace la vida nueva y que el deseo recibe su nuevo nombre. No hay más historia universal que la de la contingencia. Volvamos a esta cuestión eminentemente contingente que los historiadores modernos saben plantear: ¿por qué Europa, por qué no China? A propósito de la navegación de altura, Braudel pregunta: ¿por qué no los navíos chinos o japoneses, o incluso musulmanes? ¿Por qué no Simbad el marino? No es la técnica la que falta, la máquina técnica. ¿No es más bien el deseo el que permanece preso en las redes del Estado despótico, invertido en la máquina del déspota? «Entonces, el mérito de Occidente, bloqueado en la estrecha punta de Asia ¿radicaría en haber tenido necesidad del mundo, necesidad de salir de sus límites?»[179] No hay más viaje que el esquizofrénico (más adelante, el sentido americano de las fronteras: algo a sobrepasar, límites a franquear, flujos por hacer pasar, espacios no codificados por penetrar). Deseos descodificados, deseos de descodificación, siempre los hubo, la historia está llena de ellos. Pero he ahí que los flujos descodificados no forman un deseo, deseo que produce en lugar de soñar o de carecer, máquina deseante, social y técnica a la vez, más que por su encuentro en un lugar, su conjunción en un espacio que toma tiempo. Por ello, el capitalismo y su corte no se definen simplemente por flujos descodificados, sino por la descodificación generalizada de los flujos, la nueva desterritorialización masiva, la conjunción de los flujos desterritorializados. La singularidad de esta conjunción dio la universalidad del capitalismo. Simplificando mucho podemos decir que la máquina territorial salvaje partía de las conexiones de producción y que la máquina despótica bárbara se fundaba en las disyunciones de inscripción a partir de la eminente unidad. Pero la máquina capitalista, la civilizada, va a establecerse primero sobre la conjunción. Entonces, la conjunción ya no designa solamente restos que escaparían a la codificación, ni consumos-consumaciones como en las fiestas primitivas, ni siquiera el «máximo de consumo» en el lujo del déspota y de sus agentes. Cuando la conjunción pasa a primera fila en la máquina social, ocurre, por el contrario, que deja de estar vinculada tanto al goce como al exceso de consumo de una clase y convierte al propio lujo en un medio de inversión y vuelca todos los flujos descodificados sobre la producción, en un «producir para producir» que recobra las condiciones primitivas del trabajo con la condición, con la única condición, de incorporarlas al capital como al nuevo cuerpo lleno desterritorializado, el verdadero consumidor de donde ellas parecen emanar (como en el pacto del diablo descrito por Marx, «el eunuco industrial»: luego es a ti si…)[180].
En el centro del Capital Marx muestra el encuentro de dos elementos «principales»: de un lado, el trabajador desterritorializado, convertido en trabajador libre y desnudo, que tiene que vender su fuerza de trabajo; del otro, el dinero descodificado, convertido en capital y capaz de comprarla. Que estos dos elementos provengan de la segmentarización del Estado despótico en feudalidad y de la descomposición del sistema feudal mismo y de su Estado, todavía no nos proporciona la conjunción extrínseca de estos dos flujos, flujo de productores y flujo de dinero. El encuentro hubiera podido no realizarse, los trabajadores libres y el capital-dinero existiendo «virtualmente» cada uno por su parte. Uno de los elementos depende de una transformación de las estructuras agrarias constitutivas del antiguo cuerpo social, el otro, depende de otra serie que pasa por el mercader y el usurero tal como existen marginalmente en los poros de este antiguo cuerpo[181]. Además, cada uno de estos elementos pone en juego varios procesos de descodificación y de desterritorialización de muy diferente origen: para el trabajador libre, desterritorialización del suelo por privatización; descodificación de los instrumentos de producción por apropiación; privación de los medios de consumo por disolución de la familia y de la corporación; descodificación, por último, del trabajador en provecho del propio trabajo o de la máquina —y, para el capital, desterritorialización de la riqueza por abstracción monetaria; descodificación de los flujos de producción por capital mercantil; descodificación de los Estados por el capital financiero y las deudas públicas; descodificación de los medios de producción por la formación del capital industrial, etc. Veamos aún con más detalle de qué modo se encuentran los elementos, con conjunción de todos sus procesos. Ya no es la edad del terror ni de la crueldad, sino la edad del cinismo, que viene acompañada por una extraña piedad (ambos constituyen el humanismo: el cinismo es la inmanencia física del campo social, y la piedad, el mantenimiento de un Urstaat espiritualizado; el cinismo es el capital como medio para arrebatar el excedente de trabajo, pero la piedad es ese mismo capital como capital-Dios del que parece que emanan todas las fuerzas de trabajo). Esta edad del cinismo es la de la acumulación de capital, es ella la que implica tiempo, precisamente para la conjunción de todos los flujos descodificados y desterritorializados. Como demostró Maurice Dobb, es preciso en un primer tiempo una acumulación de títulos de propiedad, de la tierra por ejemplo, en una coyuntura favorable, en un momento en que esos bienes cuesten poco (desintegración del sistema feudal); y un segundo tiempo en el que esos bienes son vendidos en un momento de alza y en condiciones que hacen particularmente interesante la inversión industrial («revolución de los precios», reserva abundante de mano de obra, formación de un proletariado, acceso fácil a fuentes de materias primas, condiciones favorables para la producción de herramientas y máquinas)[182]. Toda clase de facfores contingentes favorecen estas conjunciones. ¡Cuántos encuentros para la formación de la cosa, lo innombrable! Sin embargo, el efecto de la conjunción es el control cada vez más profundo de la producción por el capital: la definición del capitalismo o de su corte, la conjunción de todos los flujos descodificados y desterritorializados, no se definen por el capital comercial ni por el capital financiero, que no son más que flujos entre otros, elementos entre otros, sino por el capital industrial. Sin duda, muy pronto el comerciante pudo accionar sobre la producción, ya fuese convirtiéndose él mismo en industrial en oficios basados en el comercio, ya fuese convirtiendo a los artesanos en sus propios intermediarios c empleados (luchas contra las guildas y los monopolios). Pero el capitalismo no empieza, la máquina capitalista no es montada, más que cuando el capital se apropia directamente de la producción, y el capital financiero y el capital mercantil ya no son más que funciones específicas correspondientes a una división del trabajo en el modo capitalista de la producción en general. Entonces volvemos a encontrar la producción de producciones, la producción de registros, la producción de consumos —pero precisamente en esa conjunción de los flujos descodificados que convierte al capital en el nuevo cuerpo lleno social, mientras que el capitalismo comercial y financiero bajo sus formas primitivas se instalaba tan sólo en los poros del antiguo socius del cual no cambiaba el modo de producción anterior.
Incluso antes de que la máquina de producción
capitalista sea montada, la mercancía y la moneda operan una
descodificación de los flujos por abstracción. Sin embargo, no del
mismo modo. En primer lugar, el intercambio simple inscribe los
productos mercantiles como los quanta particulares de una
unidad de trabajo abstracta. El trabajo abstracto colocado en la
relación de intercambio forma la síntesis disyuntiva del movimiento
aparente de la mercancía, puesto que se divide en los trabajos
cualificados a los que corresponde tal o cual quantum determinado.
Pero sólo cuando un «equivalente general» aparece como moneda se
accede al reino de la quantitas, la cual puede tener toda
clase de valores particulares o valer por cualquier clase de
quanta. Esta cantidad abstracta no debe sin embargo poseer un valor
cualquiera, de tal modo que todavía no aparezca más que como una
relación de tamaño entre quanta. En este sentido, la relación de
intercambio une formalmente objetos parciales producidos e incluso
inscritos independientemente de ella. La inscripción comercial y
monetaria permanece sobrecodificada e incluso reprimida por los
caracteres y los modos de inscripción previos de un socius
considerado bajo su modo de producción específico, que no conoce ni
reconoce el trabajo abstracto. Como dice Marx, ésta es la relación
más simple y más antigua de la actividad productiva, pero sólo
aparece como tal y se vuelve prácticamente verdadera en la máquina
capitalista moderna[183]. Por ello, antes, la inscripción
comercial monetaria no disponía de un cuerpo propio y se insertaba
tan sólo en los intervalos del cuerpo social preexistente. El
comerciante no cesaba de jugar por territorialidades mantenidas
para comprar allí donde es barato y vender donde es caro. Antes de
la máquina capitalista, el capital mercantil o financiero sólo está
en una relación de alianza con la producción no capitalista, entra
en esta nueva alianza que caracteriza a los Estados precapitalistas
(de ahí la alianza de la burguesía mercantil y bancaria con la
feudalidad). En una palabra, la máquina capitalista empieza cuando
el capital cesa de ser un capital de alianza para volverse
filiativo. El capital se vuelve capital filiativo cuando el dinero
engendra dinero o el valor una plusvalía, «valor progresivo, dinero
siempre brotando y creciendo, y como tal capital… El valor se
presenta de pronto como una substancia motriz de sí misma y para la
cual mercancía y moneda sólo son puras formas. Distingue en sí su
valor primitivo y su plusvalía, del mismo modo que Dios distingue
en su persona el padre y el hijo y que ambos forman sólo uno y son
de la misma edad, pues sólo por la plusvalía de diez libras las
cien primeras libras avanzadas se convierten en capital»[184]. Sólo
en esas condiciones el capital se convierte en el cuerpo lleno, el
nuevo socius o la cuasi-causa que se apropia de todas las fuerzas
productivas. Ya no estamos en el dominio del quantum o de la
quantitas, sino en el de la relación diferencial en tanto que
conjunción, que define el campo social inmanente propio al
capitalismo y confiere a la abstracción como tal su valor
efectivamente concreto, su tendencia a la concretización. La
abstracción no ha dejado de ser lo que es pero ya no aparece en la
simple cantidad como una relación variable entre términos
independientes, sobre sí misma ha tomado la independencia, la
calidad de los términos y la cantidad de las relaciones. Lo
abstracto impone la relación más compleja en la que se va a
desarrollar «como» algo concreto. Es la relación diferencial
Dy/Dx , en
la que Dy deriva de la fuerza de trabajo y constituye la
fluctuación del capital variable y en la que Dx deriva del capital
mismo y constituye la fluctuación del capital constante («la noción
de capital constante no excluye en modo alguno un cambio de valor
de sus partes constitutivas»). De la fluxión de los flujos
descodificados, de su conjunción, se desprende la forma filiativa
del capital x + dx. La relación diferencial expresa el fenómeno
fundamental capitalista de la transformación de la plusvalía de
código en plusvalía de flujo. Que una apariencia matemática
reemplace aquí a los antiguos códigos significa, simplemente, que
asistimos a una quiebra de los códigos y de las territorialidades
subsistentes en beneficio de una máquina de otra clase, que
funciona de otro modo. Ya no es la crueldad de la vida, ni el
terror de una vida contra otra, sino un despotismo
post-mortem, el déspota convertido en ano y vampiro: «El
capital es trabajo muerto que, semejante al vampiro, sólo se anima
chupando el trabajo vivo, y su vida es tanto más alegre cuanto más
succiona». El capital industrial presenta de este modo una
nueva-nueva filiación, constitutiva de la máquina capitalista, con
respecto a la cual el capital comercial y el capital financiero
ahora van a tomar la forma de una nueva-nueva alianza al asumir
funciones específicas.
El célebre problema de la baja tendencial de la tasa de ganancia, es decir, de la plusvalía con respecto al capital total, sólo puede comprenderse en el conjunto del campo de inmanencia del capitalismo y en las condiciones bajo las que una plusvalía de código es transformada en plusvalía de flujo. En primer lugar (de acuerdo con las observaciones de Balibar), ocurre que esta tendencia a la baja de la tasa de ganancia no tiene fin, sino que ella misma se reproduce al reproducir los factores que se oponen a ella. Pero, ¿por qué no tiene fin? Sin duda, por las mismas razones que hacen reír a los capitalistas y sus economistas cuando constatan que la plusvalía no es matemáticamente determinable. Sin embargo, no tienen motivos para regocijarse. Más bien deberían sacar en conclusión lo que tienen que ocultar: a saber, que no es el mismo dinero el que entra en el bolsillo del asalariado y el que se inscribe en el balance de una empresa. En un caso, signos monetarios impotentes de valor de cambio, un flujo de medios de pago relativo a bienes de consumo y a valores de uso, una relación bi-unívoca entre la moneda y un abanico impuesto de productos («a lo que tengo derecho, lo que me vuelve, luego es a mí…»); en el otro caso, signos de potencia del capital, flujos de financiamiento, un sistema de coeficientes diferenciales de producción que manifiesta una fuerza prospectiva o una evaluación a largo plazo, no realizable hic et nunc, y que funciona como una axiomática de las cantidades abstractas. En un caso, el dinero representa un corte-extracción posible en un flujo de consumo; en el otro, una posibilidad de corte-separación y de rearticulación de cadenas económicas en el sentido en que flujos de producción se apropian de las disyunciones de capital. Se ha podido demostrar la importancia, en el sistema capitalista, de la dualidad bancaria entre la formación de medios de pago y la estructura de financiación, la gestión de la moneda y la financiación de la acumulación capitalista, la moneda de cambio y la moneda de crédito[185]. Que la banca participe de ambos, es decir, como bisagra de ambos, financiación y pago, muestra tan sólo sus interacciones múltiples. Así, en la moneda de crédito, que implica todos los créditos comerciales o bancarios, el crédito puramente comercial tiene sus raíces en la circulación simple en la que se desarrolla el dinero como medio de pago (la letra de cambio con vencimiento determinado, que constituye una forma monetaria de la deuda finita). A la inversa, el crédito bancario opera una desmonetización o desmaterialización de la moneda y se basa en la circulación de órdenes de pago en lugar de la circulación del dinero, atraviesa un circuito particular en el que toma, después pierde, su valor de instrumento de cambio y en el que las condiciones del flujo implican las del reflujo, dando a la deuda infinita su forma capitalista; pero el Estado como regulador asegura una convertibilidad de principio de esta moneda de crédito, sea directamente por dependencia del oro, sea indirectamente por un modo de centralización que implica un garante del crédito, una tasa de interés única, una unidad de los mercados de capitales, etc. Se está en lo cierto, pues, cuando se habla de disimulación profunda de la dualidad de las dos formas del dinero, pago y financiación, los dos aspectos de la práctica bancaria. Pero esta disimulación no depende de un desconocimiento sino que expresa el campo de inmanencia capitalista, el movimiento objetivo aparente en el que la forma inferior y subordinada es tan necesaria como la otra (es necesario que el dinero esté en los dos cuadros) y en el que ninguna integración de las clases dominadas podría efectuarse sin la sombra de este principio de convertibilidad no aplicado, que sin embargo basta para hacer que el Deseo de la criatura más desfavorecida invierta o cargue con todas sus fuerzas, independientemente de cualquier conocimiento o desconocimiento económico, el campo social capitalista en su conjunto. Flujos, ¿quién no desea flujos y relaciones entre los flujos, y cortes de flujo? —que el capitalismo ha sabido hacer manar y cortar en esas condiciones del dinero desconocidas hasta él. Aunque es cierto que el capitalismo en su esencia o modo de producción es industrial, no funciona más que como capitalismo mercantil. Aunque es cierto que en su esencia es capital filiativo industrial, no funciona más que por su alianza con el capital comercial y financiero. En cierta manera, de la banca depende todo el sistema y la catexis o inversión de deseo[186]. Una de las aportaciones de Keynes radicó en reintroducir el deseo en el problema de la moneda; esto es lo que hay que someter a las exigencias del análisis marxista. Por ello, es desastroso que los economistas marxistas se reduzcan demasiado a menudo a consideraciones sobre el modo de producción y sobre la teoría de la moneda como equivalente general tal como aparece en la primera sección del Capital, sin dedicar suficiente importancia a la práctica bancaria, a las operaciones financieras y a la circulación específica de la moneda de crédito (en esto consistiría el sentido de un retorno a Marx, a la teoría marxista de la moneda).
Volvamos a la dualidad del dinero, a los dos cuadros, a las dos inscripciones, una en la cuenta del asalariado, la otra en el balance de la empresa. Medir los dos tipos de tamaño con la misma unidad analítica es una pura ficción, una estafa cósmica, como si midiésemos las distancias intergaláxicas o intra-atómicas con metros y centímetros. No hay ninguna medida común entre el valor de las empresas y el de la fuerza de trabajo de los asalariados. Por esa razón, la baja tendencial no tiene término. Un coeficiente de diferenciales es calculable si se trata del límite de variaciones de los flujos de producción desde el punto de vista de un pleno rendimiento, pero no lo es si se trata del flujo de producción y del flujo de trabajo del que depende la plusvalía. Entonces, la diferencia no se anula en la relación que la constituye como diferencia de naturaleza, la «tendencia» no tiene término, no tiene límite exterior al que podría llegar o incluso aproximarse. La tendencia sólo tiene límite interno y no cesa de pasarlo, pero desplazándolo, es decir, reconstituyéndolo, recobrándolo como límite interno a pasar de nuevo por desplazamiento: entonces, la continuidad del proceso capitalista se engendra en ese corte siempre desplazado, es decir, en esta unidad entre la esquizia y el flujo. Bajo ese aspecto, el campo de inmanencia social, tal como se descubre bajo la contracción y la transformación del Urstaat, no cesa de ampliarse y toma una consistencia por completo particular, que muestra el modo como el capitalismo supo interpretar para su provecho el principio general según el cual las cosas sólo marchan bien con la condición de estropearse, la crisis como «medio inmanente al modo de producción capitalista». Si el capitalismo es el límite exterior de toda sociedad, es porque para su provecho no tiene límite exterior, sino sólo un límite interior que es el capital mismo, al que no encuentra, pero que reproduce desplazándolo siempre[187]. Jean-Joseph Goux analiza exactamente el fenómeno matemático de la curva sin tangente y el sentido que puede tomar tanto en la economía como en la lingüística: «Si el movimiento no tiende hacia ningún límite, si el cociente de las diferenciales no es calculable, el presente ya no tiene sentido… El cociente de las diferenciales no se resuelve, las diferencias ya no se anulan en su relación. Ningún límite se opone a la rotura, a la rotura de esa rotura. La tendencia no encuentra término, el móvil nunca logra lo que el futuro inmediato le reserva; sin cesar es retrasado por accidentes, desviaciones… Noción compleja de una continuidad en la rotura absoluta»[188]. En la inmanencia ampliada del sistema, el límite tiende a reconstituir en su desplazamiento lo que tendía a hacer bajar en su emplazamiento primitivo.
Ahora bien, este movimiento de desplazamiento pertenece esencialmente a la desterritorialización del capitalismo. Como ha mostrado Samir Amin, el proceso de desterritorialización va, en este caso, del centro a la periferia, es decir, de los países desarrollados a los países subdesarrollados, que no constituyen un mundo aparte, sino una pieza esencial de la máquina capitalista mundial. Incluso es preciso añadir que el centro también tiene sus enclaves organizados de subdesarrollo, sus reservas y chabolas como periferias interiores (Pierre Moussa definía a los Estados Unidos como un fragmento del tercer mundo que ha logrado y guardado zonas inmensas de subdesarrollo). Si es cierto que en el centro se ejerce, al menos parcialmente, una tendencia a la baja o a la igualación de la tasa de ganancia que lleva a la economía hacía los sectores más progresivos y más automatizados, un verdadero «desarrollo del subdesarrollo» en la periferia asegura una alza de la tasa de la plusvalía como una explo tación creciente del proletariado periférico con respecto al del centro. Pues sería un gran error creer que las exportaciones de la periferia provienen ante todo de sectores tradicionales o de territorialidades arcaicas: por el contrario, provienen de industrias y plantaciones modernas, generadoras de fuerte plusvalía, hasta el punto de que no son los países desarrollados los que proporcionan capitales a los países subdesarrollados, sino al contrario. Tan cierto es que la acumulación primitiva no se produce sólo una vez a la aurora del capitalismo, sino que es permanente y no cesa de reproducirse. El capitalismo exporta capital filiativo. Al mismo tiempo que la desterritorialización capitalista se realiza desde el centro a la periferia, la descodificación de los flujos en la periferia se realiza por una «desarticulación» que asegura la ruina de los sectores tradicionales, el desarrollo de los circuitos económicos extravertidos, una hipertrofia específica del sector terciario, una extrema desigualdad en la distribución de las productividades y de las rentas[189]. Cada paso de flujo es una desterritorialización, cada límite desplazado, una descodificación. El capitalismo esquizofreniza cada vez más a la periferia. Lo cual no quiere decir, sin embargo, que en el centro la baja tendencial mantenga su sentido restringido, es decir, la disminución relativa de la plusvalía con respecto al capital total, asegurada por el desarrollo de la productividad, de la automación, del capital constante.
Este problema ha vuelto a ser planteado recientemente por Maurice Clavel en una serie de cuestiones decisivas y voluntariamente incompetentes. Es decir, cuestiones dirigidas a los economistas por alguien que no comprende cómo se ha podido mantener la plusvalía humana en la base de la producción capitalista, si se reconoce que las máquinas también «trabajan» o producen valor, que siempre han trabajado y cada vez trabajan más con respecto al hombre, el cual de ese modo deja de ser parte constitutiva del proceso de producción para volver adyacente a este proceso[190]. Hay, por tanto, una plusvalía maquínica producida por el capital constante, que se desarrolla con la automatización y la productividad y que no puede explicarse por los factores que se oponen a la baja tendencial (intensidad creciente de la explotación del trabajo humano, disminución de precios de los elementos del capital constante, etc.), puesto que estos factores, por el contrario, dependen de ella. Creemos, con la misma incompetencia indispensable, que estos problemas sólo pueden ser examinados en las condiciones de la transformación de la plusvalía de código en plusvalía de flujo. Pues, en tanto que definíamos los regímenes precapitalistas por la plusvalía de código y el capitalismo por una descodificación generalizada que la convertía en plusvalía de flujo, presentábamos las cosas de un modo somero, hacíamos como si la cuestión se solucionase de una vez por todas, en la aurora de un capitalismo que habría perdido todo valor de código. Sin embargo, no es así. Por una parte, subsisten códigos, incluso en calidad de arcaísmos, pero que toman una función perfectamente actual y adaptada a la situación en el capital personificado (el capitalista, el trabajador, el negociante, el banquero…). Sin embargo, por otra parte y más profundamente, toda máquina técnica supone flujos de un tipo particular: flujos de código a la vez interiores y exteriores a la máquina, formando los elementos de una tecnología e incluso de una ciencia. Son estos flujos de código los que también se hallan encajados, codificados o sobrecodificados en las sociedades precapitalistas de tal modo que nunca se independizan (el herrero, el astrónomo…). Mas la descodificación generalizada de los flujos en el liberalismo ha liberado, desterritorializado, descodificado los flujos de código al igual que los otros —hasta el punto que la máquina automática siempre los interiorizó en su cuerpo o su estructura como campo de fuerzas, al mismo tiempo que dependía de una ciencia y de una tecnología, de un trabajo llamado cerebral distinto del trabajo manual del obrero (evolución del objeto técnico). En ese sentido, las máquinas no hicieron el capitalismo, sino al contrario, el capitalismo hace las máquinas y no cesa de introducir nuevos cortes mediante los cuales revoluciona sus modos técnicos de producción.
A este respecto, todavía es preciso introducir varias correcciones. Pues esos cortes tardan tiempo y se extienden sobre una gran extensión. Nunca la máquina capitalista diacrónica se deja revolucionar a sí misma por una o varias máquinas técnicas sincrónicas, nunca confiere a sus sabios y técnicos una independencia desconocida en los regímenes precedentes. Sin duda, puede dejar a algunos sabios, por ejemplo, matemáticos, que «esquizofrenicen» en su rincón y puede hacer pasar flujos de código socialmente descodificados que estos científicos organizan en axiomáticas de investigación llamada fundamental. Pero la verdadera axiomática no está ahí (a los científicos se les deja tranquilos hasta un cierto punto, se les deja que hagan su propia axiomática; pero llega el momento de las cosas serias: por ejemplo, la física indeterminista, con sus flujos corpusculares, debe reconciliarse con «el determinismo»). La verdadera axiomática es la de la máquina social misma, que sustituye a las antiguas codificaciones y organiza todos los flujos descodificados, comprendidos los flujos de código científico y técnico, en provecho del sistema capitalista y al servicio de sus fines. Por ello, a menudo se ha señalado que la revolución industrial combinaba una tasa elevada de progreso técnico con el mantenimiento de una gran cantidad de material «obsolescente», con una gran desconfianza hacia las máquinas y las ciencias. Una innovación no es adoptada más que a partir de la tasa de ganancia que su inversión proporciona por disminución de los costes de producción; si no, el capitalista mantiene la maquinaria existente, libre para invertir paralelamente a ésta en otro campo[191]. La plusvalía humana guarda, pues, una importancia decisiva, incluso en el centro y en sectores altamente industrializados. Lo que determina la disminución de los costes y la elevación de la tasa de ganancia por plusvalía maquínica no es la innovación misma, cuyo valor es tan poco medible como el de la plusvalía humana. Ni siquiera es la rentabilidad de la nueva técnica considerada aisladamente, sino su efecto en la rentabilidad global de la empresa en sus relaciones con el mercado, y con el capital comercial y financiero. Lo que implica encuentros e intersecciones diacrónicos, como, por ejemplo, podemos verlo desde el siglo XIX entre la máquina de vapor y las máquinas textiles o las técnicas de producción del hierro. En general, la introducción de las innovaciones siempre tiende a ser retardada más allá del tiempo científicamente necesario, hasta el momento en que las previsiones de mercado justifican su explotación en gran escala. Incluso en ese caso, el capital de alianza ejerce una fuerte presión selectiva sobre las innovaciones maquínicas en el capital industrial. En resumen, allí donde los flujos están descodificados, los flujos particulares de código que han tomado una forma tecnológica y científica son sometidos a una axiomática propiamente social mucho más severa que todas las axiomáticas científicas, pero mucho más severa también que los antiguos códigos o sobrecódigos desaparecidos: la axiomática del mercado capitalista mundial. En una palabra, los flujos de código «liberados» en la ciencia y la técnica por el régimen capitalista engendran una plusvalía maquínica que no depende directamente de la ciencia y de la técnica, sino del capital, y que viene a añadirse a la plusvalía humana, constituyendo ambas el conjunto de la plusvalía de flujo que caracteriza al sistema. Los conocimientos, la información y la formación cualificada son partes del capital («capital de conocimientos») tanto como el trabajo más elemental del obrero. Y del mismo modo que en la plusvalía humana, en tanto que resultaba de los flujos descodificados, encontrábamos una inconmensurabilidad o una asimetría fundamental (ningún límite exterior asignable) entre el trabajo manual y el capital, o bien entre dos formas de dinero, aquí también, en la plusvalía maquínica resultante de los flujos de código científicos y técnicos, no encontramos conmensurabilidad alguna ni límite exterior entre el trabajo científico o técnico, incluso altamente remunerado, y la ganancia del capital que se inscribe en otra escritura. El flujo de conocimiento y el flujo de trabajo se hallan a este respecto en la misma situación determinada por la descodificación o la desterritorialización capitalista.
Mas, si es cierto que la innovación sólo es aceptada en tanto que implica un alza de la ganancia por baja de los costes de producción y que existe un volumen de producción suficientemente elevado como para justificarla, el corolario que podemos desprender es que la inversión en la innovación nunca basta para realizar o absorber la plusvalía de flujo producida tanto en un lado como en otro[192]. Marx mostró claramente la importancia del problema: el círculo siempre ensanchado del capitalismo sólo se cierra, reproduciendo a una escala siempre mayor sus límites inmanentes, si la plusvalía no es solamente producida o arrebatada, sino absorbida, realizada[193]. Si el capitalista no se define por el goce, no es tan sólo porque su finalidad radica en el «producir para producir» generador de plusvalía, sino también la realización de esta plusvalía: una plusvalía de flujo no realizada es lo mismo que no producida, y se encarna en el paro forzoso y el estancamiento. Con facilidad podemos realizar la cuenta de los principales medios de absorción fuera del consumo y la inversión: la publicidad, el gobierno civil, el militarismo y el imperialismo. El papel del Estado a este respecto, en la axiomática capitalista, aparece tanto mejor en cuanto que lo que absorbe no se substrae de la plusvalía de las empresas, sino que se añade al acercar la economía capitalista al pleno rendimiento en los límites dados y al ampliar a su vez esos límites, sobre todo en un orden de gastos militares que no compitan con la empresa privada, más bien al contrario (sólo la guerra logró lo que el New Deal no pudo conseguir). El papel de un complejo político-militar-económico es tanto más importante en cuanto garantiza la extracción de la plusvalía humana en la periferia y en las zonas apropiadas del centro, pero también en cuanto engendra él mismo una enorme plusvalía maquínica al movilizar los recursos del capital de conocimientos y de información y absorbe, por último, la mayor parte de la plusvalía producida. El Estado, su policía y su ejército forman una gigantesca empresa de antiproducción, pero en el seno de la producción misma, y condicionándola. Nos encontramos ante una nueva determinación del campo de inmanencia propiamente capitalista: no sólo el juego de las relaciones y coeficientes diferenciales de los flujos descodificados, no sólo la naturaleza de los límites que el capitalismo reproduce a una escala siempre más amplia en tanto que límites interiores, sino también la presencia de la antiproducción en la producción misma. El aparato de antiproducción ya no es una instancia trascendente que se opone a la producción, la limita o la frena; al contrario, se insinúa por todas partes en la máquina productora y la abraza estrechamente para regular su producción y realizar su plusvalía (de donde, por ejemplo, la diferencia entre la burocracia despótica y la burocracia capitalista). La efusión del aparato de antiproducción caracteriza a todo el sistema capitalista; la efusión capitalista es la de la antiproducción en la producción a todos los niveles del proceso. Por una parte, ella sola es capaz de realizar el fin supremo del capitalismo, que consiste en producir la carencia en grandes conjuntos, en introducir la carencia allí donde siempre hay demasiado, por la absorción que realiza de recursos sobreabundantes. Por otra parte, ella sola dobla al capital y al flujo de conocimiento con un capital y un flujo equivalente de imbecilidad, que también operan su absorción o su realización y aseguran la integración de los grupos o individuos al sistema. No sólo la carencia en el seno de lo demasiado, sino la imbecilidad en el conocimiento y la ciencia: veremos que es al nivel del Estado y del ejército donde se conjugan los sectores más progresivos del conocimiento científico o tecnológico y los arcaísmos débiles mejor encargados de funciones actuales.
Adquiere así todo su sentido el doble retrato que André Gorz traza del «trabajador científico y técnico», señor de un flujo de conocimiento, de información y de formación, pero tan bien absorbido por el capital que en él coincide el reflujo de una imbecilidad organizada, axiomatizada, que hace que, por la noche, cuando vuelve a su casa, encuentre sus pequeñas máquinas deseantes rebotando sobre un televisor, ¡desesperación![194] Ciertamente, el científico, el técnico en tanto que tal no tiene ninguna potencia revolucionaria, es el primer agente integrado de la integración, refugio de mala conciencia, destructuor forzoso de su propia creatividad. Tomemos el ejemplo aún más sorprendente de una «carrera» a la americana, con bruscas mutaciones, tal como nos la imaginamos: Gregory Bateson empieza huyendo del mundo civilizado haciéndose etnólogo, para seguir los códigos primitivos y los flujos salvajes; luego se dirige a flujos cada vez más descodificados, los de la esquizofrenia, de los que obtiene una teoría psiquiátrica interesante; después, aún en busca de un más allá, de otro muro por atravesar, se vuelve hacia los delfines, el lenguaje de los delfines, flujos aún más extraños y más desterritorializados. Pero, ¿qué hay al final del flujo del delfín, si no las investigaciones fundamentales del ejército americano que nos lleva a la preparación de la guerra y a la absorción de la plusvalía? Con respecto al Estado capitalista, los Estados socialistas son niños (e incluso niños que aprendieron algo de su padre sobre el papel axiomatizante del Estado). Pero los Estados socialistas tienen más dificultades para obstruir las huidas inesperadas de flujo, salvo por violencia directa. Lo que por el contrario se llama el poder de recuperación del sistema capitalista radica en que su axiomática es por naturaleza, no más flexible, sino más amplia y comprehensiva. Nadie en un sistema de esa clase puede dejar de estar asociado a la actividad de antiproducción que anima todo el sistema productivo. «Los que accionan y aprovisionan el aparato militar no son los únicos que están comprometidos en una empresa antihumana. Los millones de obreros que producen (lo que crea una demanda para) bienes y servicios inútiles están igualmente implicados, en diversos grupos. Los diversos sectores y ramas de la economía son tan interdependientes que casi todo el mundo se halla implicado de un modo u otro en una actividad antihumana; el granjero que proporciona productos alimenticios a las tropas que luchan contra el pueblo vietnamita, los fabricantes de los complejos instrumentos necesarios para la creación de un nuevo modelo de automóvil, los fabricantes de papel, de tinta o de antenas de televisión cuyos productos son utilizados para controlar y envenenar las mentes de la gente, etc., etc.»[195]. De ese modo se hallan obstruidos los tres segmentos de la reproducción capitalista siempre ampliada, que definen perfectamente los tres aspectos de su inmanencia: 1.°) el que extrae la plusvalía humana a partir de la relación diferencial entre flujos descodificados de trabajo y producción y se desplaza del centro a la periferia, manteniendo, sin embargo, en el centro vastas zonas residuales; 2 °) el que extrae la plusvalía maquínica, a partir de una axiomática de los flujos de código científico y técnico, en los lugares de «punta» del centro; 3.°) el que absorbe o realiza estas dos formas de la plusvalía de flujo, garantizando la emisión de ambos e inyectando perpetuamente la antiproducción en el aparato de producir. Se esquizofreniza en la periferia, pero no menos en el centro y en medio.
La definición de plusvalía debe ser modificada en función de la plusvalía maquínica del capital constante, que se distingue de la plusvalía humana del capital variable, y en función del carácter no medible de este conjunto de plusvalía de flujo. No puede ser definida por la diferencia entre el valor de la fuerza del trabajo y el valor creado por la fuerza de trabajo, sino por la inconmensurabilidad entre dos flujos a pesar de ser inmanentes el uno del otro, por la disparidad entre dos aspectos de la moneda que los expresan y por la ausencia de límite exterior a su relación, uno midiendo el verdadero poder económico, el otro midiendo un poder de compra determinado como «renta». El primero es el inmenso flujo desterritorializado que constituye el cuerpo lleno del capital. Un economista como Bernard Schmitt caracteriza este flujo de la deuda infinita con extrañas y líricas palabras: flujo creador instantáneo que los bancos crean espontáneamente como una deuda hacia sí mismos, creación ex nihilo que, en lugar de transmitir una moneda previa como medio de pago, hunde en una extremidad del cuerpo lleno una moneda negativa (deuda inscrita en el pasivo de los bancos) y proyecta al otro extremo una moneda positiva (crédito de la economía productiva sobre los bancos), «flujo de poder mutante» que no entra en la renta y no es destinado a compras, disponibilidad pura, no posesión y no riqueza[196]. El otro aspecto de la moneda representa el reflujo, es decir, la relación que establece con los bienes desde el momento en que adquiere un poder de compra por su distribución a los trabajadores o factores de producción, por su repartición en rentas o ingresos, y que pierde desde el momento en que éstos son convertidos en bienes reales (entonces todo vuelve a empezar mediante una nueva producción que primero nacerá bajo el primer aspecto…). Ahora bien, la inconmensurabilidad de los dos aspectos, del flujo y del reflujo, muestra que por más que los salarios nominales engloben la totalidad de la renta nacional, los asalariados dejan escapar una gran cantidad de ingresos captados por las empresas, y que a su vez forman por conjunción un aflujo, un aflujo esta vez continuo de ganancia, que constituye «en un solo chorro» una cantidad indivisible que mana sobre el cuerpo lleno, cualquiera que sea la diversidad de sus asignaciones (intereses, dividendos, salarios de dirección, compra de bienes de producción, etc.)[197]. El observador incompetente tiene la impresión de que todo este esquema económico, toda esta historia, es profundamente esquizo. Vemos perfectamente la finalidad de la teoría, que, sin embargo, se prohíbe toda referencia moral. ¿Quién es robado? es la cuestión seria sobreentendida que comunica con la cuestión irónica de Clavel «¿Quién está alienado?». Ahora bien, nadie es robado ni puede serlo (del mismo modo que Clavel decía que nunca se sabe del todo quién está alienado y quién aliena). ¿Quién roba? Seguro que no el capitalista financiero como representante del gran flujo creador instantáneo, ya que ni siquiera implica posesión y no tiene poder de compra. ¿Quién es robado? Seguro que no el trabajador ya que ni siquiera es comprado, puesto que es el reflujo o la distribución en salarios el que crea el poder de compra, en vez de suponerlo. ¿Quién podría robar? Seguro que no el capitalista industrial como representante del aflujo de ganancia, puesto que «las ganancias manan no en el reflujo, sino a su lado, en desviación y no en sanción del flujo creador de las rentas». ¡Cuánta flexibilidad en la axiomática del capitalismo, siempre preparado para ensanchar sus propios límites para añadir un nuevo axioma a un sistema anteriormente saturado! Usted quiere un axioma para los asalariados, la clase obrera y los sindicatos, veamos pues, y en lo sucesivo la ganancia manará al lado del salario, uno al lado del otro, reflujo y aflujo. Incluso se encontrará un axioma para el lenguaje de los delfines. Marx a menudo aludía a la edad de oro del capitalismo cuando éste no ocultaba su propio cinismo: al menos al principio no podía ignorar lo que hacía, arrebatar la plusvalía. Pero, cómo ha crecido ese cinismo cuando llega a declarar: no, nadie es robado. Pues entonces todo descansa sobre la disparidad entre dos clases de flujo, como en una sima insondable en la que se engendran ganancia y plusvalía: el flujo de poder económico del capital mercantil y el flujo llamado por irrisión «poder de compra», flujo verdaderamente impotente que representa la impotencia absoluta del asalariado al igual que la dependencia relativa del capitalista industrial. La moneda y el mercado es la verdadera policía del capitalismo.
En cierta manera, los economistas capitalistas no se equivocan cuando presentan a la economía como si estuviese perpetuamente «por monetizar», como si siempre fuese preciso insuflar desde fuera la moneda según una oferta y una demanda. Pues, es de ese modo que el sistema se mantiene y marcha, y llena perpetuamente su propia inmanencia. De ese modo, es el objeto global de una catexis de deseo. Deseo del asalariado, deseo del capitalista, tocio palpita de un mismo deseo basado en la relación diferencial de los flujos sin límite exterior asignable y en la que el capitalismo reproduce sus límites inmanentes a una escala siempre ampliada, siempre más abarcante. Por tanto, es al nivel de una teoría generalizada de los flujos que podemos responder a la cuestión: ¿cómo se llega a desear el poder, la potencia, pero también la propia impotencia? ¿Cómo un campo social semejante pudo ser cargado por el deseo? ¡De qué modo el deseo supera el interés llamado objetivo, cuando se trata de hacer manar y de cortar flujos! Sin duda, los marxistas recuerdan que la formación de la moneda como relación específica en el capitalismo depende del modo de producción que convierte a la economía en una economía monetaria. Falta que el movimiento objetivo aparente del capital, que no es en modo alguno un desconocimiento o una ilusión de la conciencia, muestre que la esencia productiva del capitalismo no puede funcionar más que bajo esta forma necesariamente mercantil o monetaria que la domina y cuyos flujos y relaciones entre flujos contienen el secreto de la catexis de deseo. Es al nivel de los flujos, y de los flujos monetarios, no al nivel de la ideología, que se realiza la integración del deseo. Entonces, ¿qué solución hay, qué vía revolucionaria? El psicoanálisis apenas tiene recursos, en sus relaciones más íntimas con el dinero, ya que registra guardándose de reconocerlo todo un sistema de dependencias económico-monetarias en el corazón del deseo de cada sujeto que trata y que por su cuenta constituye una gigantesca empresa de absorción de plusvalía. Pero, ¿qué vía revolucionaria, hay alguna? —¿Retirarse del mercado mundial, como aconseja Samir Amin a los países del tercer mundo, en una curiosa renovación de la «solución económica» fascista? ¿O bien ir en sentido contrario? Es decir, ¿ir aún más lejos en el movimiento del mercado, de la descodificación y de la desterritorialización? Pues tal vez los flujos no están aun bastante desterritorializados, bastante descodificados, desde el punto de vista de una teoría y una práctica de los flujos de alto nivel esquizofrénico. No retirarse del proceso, sino ir más lejos, «acelerar el proceso», como decía Nietzsche: en verdad, en esta materia todavía no hemos visto nada.
La representación capitalista
La escritura nunca fue objeto del capitalismo. El capitalismo es profundamente analfabeto. La muerte de la escritura, como la muerte de Dios o del padre, ya hace tiempo que se consumó, aunque el acontecimiento tarde en llegarnos y sobreviva en nosotros el recuerdo de signos desaparecidos con los que siempre escribimos. La razón es simple: la escritura implica un uso del lenguaje en general según el cual el grafismo se ajusta a la voz, pero también la sobrecodifica e induce una voz ficticia de las alturas que funciona como significante. Lo arbitrario del designado, la subordinación del significado, la trascendencia del significante despótico y, por último, su descomposición consecutiva en elementos mínimos en un campo de inmanencia descubierto por la retirada del déspota, todo eso marca la pertenencia de la escritura a la representación despótica imperial. Desde entonces, cuando se anuncia el estallido de la «galaxia Gutemberg» ¿qué se quiere decir exactamente? En verdad, el capitalismo se ha servido y se sirve de la escritura; no sólo la escritura concuerda con la moneda en tanto que equivalente general, sino que las funciones específicas de la moneda en el capitalismo pasaron por la escritura y la imprenta, y en cierto aspecto aun continúan pasando. Lo cual no quiere decir, sin embargo, que la escritura desempeñe típicamente el papel de un arcaísmo en el capitalismo, siendo entonces la imprenta Gutemberg el elemento que proporciona al arcaísmo una junción actual. Sino que el uso capitalista del lenguaje es de hecho de otra naturaleza y se realiza o se vuelve concreto en el campo de inmanencia propio al capitalismo mismo, cuando aparecen los medios técnicos de expresión que corresponden a la descodificación generalizada de los flujos, en lugar de remitir, aun bajo una forma directa o indirecta, a la sobrecodificación despótica. Este creemos que es el sentido de los análisis de Mac Luhan: haber enseñado lo que era un lenguaje de los flujos descodificados, por oposición a un significante que agarrota y sobrecodifica los flujos. Primero todo es bueno para el lenguaje no significante: ningún flujo fónico, gráfico, gestual, etc., ocupa un lugar de privilegio en este lenguaje que es indiferente a su substancia o a su soporte como continuum amorfo; el flujo eléctrico puede ser considerado como la realización de un flujo semejante cualquiera en tanto que tal. Pero una substancia se considera formada cuando un flujo entra en relación con otro flujo, definiendo el primero un contenido y el segundo una expresión[198]. Los flujos desterritorializados de contenido y de expresión están en un estado de conjunción o de presuposición recíproca, que constituye figuras como unidades últimas de uno y otro. Estas figuras no son del significante, ni siquiera son signos como elementos mínimos del significante; son no-signos, o más bien signos no significantes, puntos-signos de varias dimensiones, cortes de flujo, esquizias que forman imágenes por su reunión en un conjunto, pero que no guardan ninguna identidad de un conjunto a otro. Las figuras, es decir, las esquizias o cortes-flujos, no son del todo «figurativas»; llegan a serlo sólo en una constelación particular que se deshace en provecho de otra. Tres millones de puntos por segundo transmitidos por la televisión, de los cuales sólo algunos son retenidos. El lenguaje eléctrico no pasa por la voz ni por la escritura; el ordenador es una máquina de descodificación instantánea y generalizada. Michel Serres define en ese sentido la correlación entre el corte y el flujo en los signos de las nuevas máquinas técnicas de lenguaje, allí donde la producción está estrictamente determinada por la información: «Sea un cambiador routier… Es un cuasi punto que analiza, por recubrimientos múltiples, la longitud de una dimensión normal en el espacio de la red, las líneas de flujo de las que es receptor. En él se puede ir de cualquier dirección aferente a cualquier dirección eferente, y en cualquier sentido, sin encontrar jamás alguna de las otras direcciones… Nunca volveré, si quiero, al mismo punto, aunque sea el mismo… Nudo topológico en el que todo esté conexo sin confusión, en el que todo confluye y se distribuye… Ocurre que un nudo es un punto si se quiere, pero de varias dimensiones», que contiene y hace pasar los flujos en vez de anularlos[199]. Esta cuadriculación de la producción por la información manifiesta una vez más que la esencia productiva del capitalismo no funciona o no «habla» más que en el lenguaje de los signos que le imponen el capital mercantil o la axiomática del mercado.
Existen grandes diferencias entre semejante lingüística de los flujos y la lingüística del significante. La lingüística saussuriana, por ejemplo, descubre claramente un campo de inmanencia constituido por el «valor», es decir, por el sistema de las relaciones entre elementos últimos del significante; pero, además de que este campo de inmanencia supone aún la trascendencia del significante, aunque sólo se descubra por su retirada, los elementos que pueblan ese campo tienen como criterio una identidad mínima que deben a sus relaciones de oposición y que mantienen a través de las variaciones de todo tipo que les afectan. Los elementos del significante como unidades distintivas son regulados por «separaciones codificadas» que el significante a su vez sobrecodifica. Con lo cual se producen diversas consecuencias, aunque siempre convergentes: la comparación del lenguaje con un juego; la relación significado-significante en la que el significado se halla por naturaleza subordinado al significante; las figuras definidas como efectos del significante mismo; los elementos formales del significante determinados en relación con una substancia fónica a la que la escritura misma confiere un privilegio secreto. Creemos que, en todos estos puntos de vista y a pesar de algunas apariencias, la lingüística de Hjelmslev se opone profundamente a la empresa saussuriana y post-saussuriana. Porque abandona toda referencia privilegiada. Porque describe un campo puro de inmanencia algébrica que ya no es posible sobrevolar a través de ninguna instancia trascendente, incluso en retirada. Porque hace correr por este campo sus flujos de forma y de substancia, de contenido y de expresión. Porque sustituye la relación de subordinación significante-significado por la relación de presuposición recíproca expresión-contenido. Porque la doble articulación ya no se realiza entre dos niveles jerarquizados de la lengua, sino entre dos planos desterritorializados convertibles, constituidos por la relación entre la forma del contenido y la forma de la expresión. Porque en esta relación se alcanzan figuras que ya no son efectos de significante, sino esquizias, puntos-signos o cortes de flujo que revientan el muro del significante, pasan a su través y van más allá. Porque esos signos han franqueado un nuevo umbral de desterritorialización. Porque esas figuras han perdido definitivamente las condiciones de identidad mínima que definían los elementos del significante mismo. Porque el orden de los elementos es secundario con respecto a la axiomática de los flujos y de las figuras. Porque el modelo de la moneda, en el punto-signo o la figura-corte desprovista de identidad, no poseyendo más que una identidad flotante, tiende a reemplazar el modelo del juego. En una palabra, la particular situación de Hjelmslev en la lingüística y las reacciones que suscita se explican, creemos, por lo siguiente: Hjelmslev tiende a construir una teoría puramente inmanente del lenguaje, que rompe el doble juego de la dominación voz-grafismo, que hace correr forma y substancia, contenido y expresión según flujos de deseo, y corta esos fluj os según puntos-signos o figuras-esquizias[200]. En vez de ser una sobredeterminación del estructuralismo y de su vinculación al significante, la lingüística de Hjelmslev indica su destrucción concertada y constituye una teoría descodificada de las lenguas de la que también se puede decir, ambiguo homenaje, que es la única adaptada a la vez a la naturaleza de los flujos capitalistas y esquizofrénicos: hasta el momento, la única teoría moderna (y no arcaica) del lenguaje.
La extrema importancia del reciente libro de J. F Lyotard radica en que es la primera crítica generalizada del significante. En su proposición más general, en efecto, muestra que el significante se halla superado tanto, hacia el exterior, por las imágenes figurativos, como hacia el interior, pollas figuras que las componen, o mejor, por «lo figural», que viene a desquiciar las separaciones codificadas del significante, a introducirse entre ellas, a trabajar bajo las condiciones de identidad de sus elementos. En el lenguaje y la escritura misma, ora las letras como cortes, objetos parciales estallados, ora las palabras como flujos indivisos, bloques indescomponibles o cuerpos llenos de valor tónico, constituyen signos asignificantes que vuelven al orden del deseo, soplos y gritos. (Particularmente las investigaciones formales de la escritura manual o impresa cambian de sentido según que los caracteres de las letras o las cualidades de las palabras estén al servicio de un significante cuyos efectos expresan según reglas exegéticas o, al contrario, franqueen este muro para hacer correr flujos, instaurar cortes que desbordan o rompen las condiciones de identidad del signo, que hacen correr y estallar otros tantos libros en «el libro», entrando en configuraciones múltiples, cuyo ejemplo ya lo proporciona Mallarmé con sus ejercicios tipográficos —siempre pasar bajo el significante, limar el muro: lo que aún muestra que la muerte de la escritura es infinita, en tanto que sube y viene de dentro). Del mismo modo, en las artes plásticas, lo figural puro formado por la línea activa y el punto multidimensional y, por el otro lado, las configuraciones múltiples formadas por la línea pasiva y la superficie que engendra, de manera que se abran, como en Paul Klee, esos «entremundos que tal vez sólo son visibles para los niños, los locos, los primitivos». O bien en el sueño, Lyotard muestra en páginas muy bellas que lo que trabaja no es el significante, sino un figural por debajo, que hace surgir configuraciones de imágenes que se sirven de las palabras, las hacen correr y las cortan según flujos y puntos que no son lingüísticos y no dependen del significante ni de sus elementos regulados. Por todas partes, pues, Lyotard trastoca el orden del significante y de la figura. Las figuras no dependen del significante y de sus efectos: es la cadena significante la que depende de los efectos figurales, formada ella misma por signos asignificantes, aplastando a los significantes tanto como a los significados, tratando a las palabras como cosas, fabricando nuevas unidades, haciendo con figuras no figurativas configuraciones de imágenes que se hacen y se deshacen. Estas constelaciones son como flujos que remiten al corte de los puntos, como éstos remiten a la fluxión de lo que hacen manar o chorrear: la única unidad sin identidad es la del flujo-esquizia o del corte-flujo. Lyotard denomina deseo al elemento de lo figural puro, la «figura-matriz», que nos conduce a las puertas de la esquizofrenia como proceso[201]. Mas, ¿de dónde proviene, sin embargo, la impresión del lector de que Lyotard no deja de detener el proceso y de echar las esquizias a las orillas que acaba de abandonar, territorios codificados o sobrecodificados, espacios y estructuras, donde ya no aportan más que «transgresiones», perturbaciones y deformaciones a pesar de todo secundarias, en vez de formar y de llevarse más lejos a las máquinas deseantes que se oponen a las estructuras, a las intensidades que se oponen a los espacios? Ocurre que, a pesar de su tentativa por ligar el deseo a un sí fundamental, Lyotard vuelve a introducir la carencia y la ausencia en el deseo, lo mantiene bajo la ley de la castración con el riesgo de traer de nuevo con ella a todo el significante, y descubre la matriz de la figura en el fantasma, el simple fantasma que oculta a la producción deseante, a todo el deseo como producción efectiva. No obstante, al menos por un instante, la hipoteca del significante ha sido levantada: este enorme arcaísmo despótico que a tantos de nosotros hace gemir y doblegar, y que otros utilizan para instaurar un nuevo terrorismo, convirtiendo el discurso imperial de Lacan en un discurso universitario de mera cientificidad, esa «cientificidad» tan apropiada para realimentar nuestras neurosis, para agarrotar una vez más al proceso, para sobrecodificar Edipo por la castración, encadenándonos a las funciones estructurales actuales de un déspota arcaico desaparecido. Pues, de seguro, ni el capital ismo, ni la revolución, ni la esquizofrenia, pasan por las vías del significante, incluso y sobre todo en sus violencias más extremadas.
La civilización se define por la descodificación y la desterritorialización de los flujos en la producción capitalista. Todos los procedimientos son buenos para asegurar esta descodificación universal: la privatización de los bienes, de los medios de producción, pero también de los órganos del propio «hombre privado»; la abstracción de las cantidades monetarias, pero también de la cantidad de trabajo; la ilimitación de la relación entre el capital y la fuerza de trabajo, y también entre los flujos de financiación y los flujos de rentas o medios de pago; la forma científica y técnica tomada por los mismos flujos de código; la formación de configuraciones flotantes a partir de líneas y de puntos sin identidad discernible. La historia monetaria reciente, el papel del dólar, los capitales emigrantes a corto plazo, las monedas flotantes, los nuevos medios de financiación y de crédito, los derechos especiales de giro, la nueva forma de las crisis y de las especulaciones, jalonan el camino de los flujos descodificados. Nuestras sociedades sienten un vivo placer por todos los códigos, los códigos extranjeros o exóticos, pero es un placer destructivo y mortuorio. Aunque descodificar quiere decir, sin duda, comprender un código y traducirlo, es sobre todo destruirlo en tanto que código, asignarle una función arcaica, folklórica o residual, lo que hace del psicoanálisis y de la etnología dos disciplinas apreciadas en nuestras sociedades modernas. Sin embargo, cometeríamos un gran error si identificásemos los flujos capitalistas y los flujos esquizofrénicos, bajo el tema general de una descodificación de los flujos de deseo. Ciertamente, su afinidad es grande: en todo lugar el capitalismo hace pasar flujos-esquizos que animan «nuestras» artes y «nuestras» ciencias, tanto como se cuajan en la producción de «nuestros» enfermos, los esquizofrénicos. Hemos visto que la relación de la esquizofrenia con el capitalismo sobrepasaba de largo los problemas de modo de vida, de medio ambiente, de ideología, etc., y que debía ser planteada al nivel más profundo de una sola y misma economía, de un solo y mismo proceso de producción. Nuestra sociedad produce esquizos como produce champú Dop o coches Renault, con la única diferencia de que no pueden venderse. Pero, precisamente, ¿cómo explicar que la producción capitalista no cesa de detener el proceso esquizofrénico, de transformar al sujeto en entidad clínica encerrada, como si viese en ese proceso la imagen de su propia muerte llegada desde dentro? ¿Por qué encierra a sus locos en vez de ver en ellos a sus propios héroes, su propia realización? Y allí donde ya no puede reconocer la figura de una simple enfermedad, ¿por qué vigila con tanto cuidado a sus artistas e incluso a sus sabios, como si corriesen el riesgo de hacer correr flujos peligrosos para ella, cargados de potencialidad revolucionaria, en tanto que no son recuperados o absorbidos por las leyes del mercado? ¿Por qué forma a su vez una gigantesca máquina de represión general-represión con respecto a lo que sin embargo constituye su propia realidad, los flujos descodificados? Ocurre que el capitalismo, como hemos visto, es el límite de toda sociedad, en tanto que opera la descodificación de los flujos que las otras formaciones sociales codificaban y sobrecodificaban. Sin embargo, es su límite, o cortes relativos, porque sustituye los códigos por una axiomática extremadamente rigurosa que mantiene la energía de los flujos en un estado de ligazón al cuerpo del capital como socius desterritorializado, pero también e incluso más implacable que cualquier otro socius. La esquizofrenia, por el contrario, es el límite absoluto que hace pasar los flujos al estado libre en un cuerpo sin órganos desocializado. Podemos decir, por tanto, que la esquizofrenia es el límite exterior del propio capitalismo o la terminación de su más profunda tendencia, pero que el capitalismo no funciona más que con la condición de inhibir esa tendencia o de rechazar y desplazar ese límite, sustituyéndolo por sus propios límites relativos inmanentes que no cesa de reproducir a una escala ampliada. Lo que con una mano descodifica, con la otra axiomatiza. Ese es el modo como debemos volver a interpretar la ley marxista de la tendencia opuesta. De manera que la esquizofrenia impregna todo el campo capitalista de un cabo a otro. Pero éste lo que hace es ligar las cargas y las energías en una axiomática mundial que siempre opone nuevos límites interiores al poder revolucionario de los flujos descodificados. En semejante régimen resulta imposible distinguir, aunque sea en dos tiempos, la descodificación de la axiomatización que viene a reemplazar los códigos desaparecidos. Al mismo tiempo los flujos son descodificados y axiomatizados por el capitalismo. La esquizofrenia no es, pues, la identidad del capitalismo, sino al contrario su diferencia, su separación y su muerte. Los flujos monetarios son realidades perfectamente esquizofrénicas, pero que no existen y funcionan más que en la axiomática inmanente que conjura y rechaza esa realidad. El lenguaje de un banquero, de un general, de un industrial, de un cuadro medio o de un alto cuadro, de un ministro, es un lenguaje perfectamente esquizofrénico, pero que sólo funciona estadísticamente en la axiomática aplastante de ligazón que le pone al servicio del orden capitalista97. (Al nivel superior de la lingüística como ciencia, Hjelmslev no puede operar una vasta descodificación de las lenguas más que poniendo en marcha desde el principio una máquina axiomática basada en el número supuestamente infinito de las figuras consideradas.) ¿Qué ocurre entonces con el lenguaje «verdaderamente» esquizofrénico y con los flujos «verdaderamente» descodificados, desligados, que llegan a pasar el muro o el límite absoluto? La axiomática capitalista sirve tanto, se añade un axioma más, para los libros de un gran escritor cuyas características contables de vocabulario y de estilo siempre pueden ser estudiadas por máquina electrónica, como para el discurso de los locos que siempre podemos escuchar en el marco de una axiomática hospitalaria, administrativa y psiquiátrica. En una palabra, la noción de flujo-esquizia o de corte-flujo creemos que define tanto al capitalismo como a la esquizofrenia. Pero no totalmente del mismo modo. No son del todo lo mismo, difieren según que las descodificaciones sean recogidas o no en una axiomática, según que se permanezca en los grandes conjuntos que funcionan estadísticamente o que se franquee la barrera que los separa de las posiciones moleculares desligadas, según que los flujos del deseo alcancen ese límite absoluto o se contenten con desplazar un límite relativo inmanente que se reconstituye más allá, según que los procesos de desterrritorialización se doblen o no con re-territorializaciones que los controlan, según que el dinero arda o resplandezca.
¿Por qué no decir simplemente que el capitalismo reemplaza un código por otro, que efectúa un nuevo tipo de codificación? Por dos razones, una de las cuales representa una especie de imposibilidad moral, la otra, una imposibilidad lógica. En las formaciones precapitalistas se encuentran todas las crueldades y terrores, fragmentos de cadena significante están afectados por el secreto, sociedades secretas o grupos de iniciación —pero nunca hay nada inconfesable, propiamente hablando. Es con el capitalismo que empieza lo inconfesable: no existe operación económica o financiera que, si se supone traducida en términos de código, no hiciera estallar su carácter inconfesable, es decir, su perversión intrínseca o su cinismo esencial (la edad de la mala conciencia es también la del cinismo). Pero, precisamente, es imposible codificar tales operaciones: un código determina, en primer lugar, la calidad respectiva de los flujos que pasan por el socius (por ejemplo, los tres circuitos de bienes de consumo, de bienes de prestigio, de mujeres y de niños); el objeto propio del código radica, pues, en establecer relaciones necesariamente indirectas entre esos flujos cualificados y, como tales, inconmensurables. Tales relaciones implican extracciones cuantitativas de los flujos de diferentes clases, pero estas cantidades no entran en equivalencias que supondrían «algo» ilimitado, forman tan sólo compuestos ellos mismos cualitativos, esencialmente móviles y limitados, cuya diferencia de los elementos compensa el desequilibrio (así, la relación entre el prestigio y el consumo en el bloque de deuda finita). Todas estas características de la relación de código, indirecta, cualitativa y limitada, muestran claramente que un código nunca es económico y no puede serlo: por el contrario, expresa el movimiento objet ivo aparente según el cual las fuerzas económicas o las conexiones productivas son atribuidas, como si emanasen de ella, a una instancia extra-económica que sirve de soporte y de agente de inscripción. Eso es lo que Althusser y Balibar muestran tan claramente: cómo relaciones jurídicas y políticas son detenninadas a ser dominantes, en el caso de la feudalidad por ejemplo, ya que el excedente de trabajo como forma de la plusvalía constituye un flujo cualitativo y temporalmente distinto del trabajo y debe entrar desde ese momento en un compuesto cualitativo que implica factores no económicos[202]. O bien cómo las relaciones autóctonas de alianza y de filiación se ven determinadas a ser dominantes en las sociedades llamadas primitivas, en las que las fuerzas y los flujos económicos se inscriben sobre el cuerpo lleno de la tierra y a él se atribuyen. En una palabra, sólo hay código allí donde un cuerpo lleno como instancia de antiproducción se vuelca sobre la economía y se la apropia. Por ello, el signo de deseo, en tanto que signo económico que consiste en hacer correr y cortar los flujos, se dobla con un signo de poder (potencia)[203] necesariamente extra-económico, aunque tenga en la economía sus causas y sus efectos (por ejemplo, el signo de alianza en relación con el poder del acreedor). O, lo que viene a ser lo mismo, la plusvalía es determinada aquí como plusvalía de código. La relación de código no es, por tanto, solamente indirecta, cualitativa, limitada, también es por ello mismo extra-económica y opera bajo ese concepto los acoplamientos entre flujos cualificados. Implica desde ese momento un sistema de apreciación o de evaluación colectivos, un conjunto de órganos de percepción, o mejor de creencia como condición de existencia y de supervivencia de la sociedad considerada: así, la catexis colectiva de los órganos, que hace que los hombres sean directamente codificados, y el ojo apreciador, tal como lo hemos analizado en el sistema primitivo. Observemos que estos rasgos generales que caracterizan un código se vuelven a hallar precisamente en lo que hoy día se llama código genético; no porque dependa de un efecto de significante, sino al contrario porque la cadena que constituye no es ella misma significante más que secundariamente, en la medida que pone en juego acoplamientos entre flujos cualificados, interacciones exclusivamente indirectas, compuestos cualitativos esencialmente limitados, órganos de percepción y factores extra-químicos que seleccionan y se apropian de las conexiones celulares.
Otras tantas razones hay para definir el capitalismo por una axiomática social que en todos los aspectos se opone a los códigos. En primer lugar, la moneda como equivalente general representa una cantidad abstracta indiferente de la naturaleza cualificada de los flujos. Pero la equivalencia remite a la posición de un ilimitado: en la fórmula D-M-D, «la circulación del dinero como capital posee en sí misma su finalidad, pues sólo por este valor siempre renovado el valor continúa valiendo; el movimiento del capital, por tanto, no tiene límite»[204]. Los estudios de Bohannan sobre los tiv del Niger, o de Salisbury sobre los siane de Nueva Guinea, muestran de qué modo la introducción de la moneda como equivalente, que permite empezar con dinero y acabar con dinero, luego no acabando nunca, basta para perturbar los circuitos de flujos cualificados, para descomponer los bloques finitos de deuda y para destruir la base misma de los códigos. Falta, en segundo lugar, que el dinero como cantidad abstracta ilimitada no sea separable de un devenir-concreto sin el cual no se convertiría en capital y no se apropiaría de la producción. Hemos visto que este devenir-concreto aparecía en la relación diferencial; pero, precisamente, la relación diferencial no es una relación indirecta entre flujos cualificados o codificados, es una relación directa entre flujos descodificados cuya cualidad respectiva no le preexiste. La cualidad de los flujos resulta tan sólo de su conjunción como flujos descodificados; permanecerían puramente virtuales fuera de esta conjunción; esta conjunción es además la disyunción de la cantidad abstracta por la que se convierte en algo concreto. Dx y dy no son nada fuera de su relación, que determina a uno como pura cualidad del flujo de trabajo y al otro como pura cualidad del flujo de capital. Es, por tanto, la gestión inversa de la de un código, y expresa la transformación capitalista de la plusvalía de código en plusvalía de flujo. De ahí, el cambio fundamental en el régimen de la potencia (del poder). Pues, si uno de los flujos se halla subordinado y esclavizado al otro, es debido a que no están a la misma potencia (x e y2, por ejemplo) y a que la relación se establece entre una potencia y una magnitud dada. Esto es lo que se nos ha presentado al realizar el análisis del capital y del trabajo al nivel de la relación diferencial entre flujo de financiación y flujo de medios de pago o de ingresos; semejante extensión significaba tan sólo que no existe esencia industrial del capital que funciona como capital mercantil, financiero y comercial, y donde el dinero no toma más funciones que su forma de equivalente. Pero los signos de potencia (poder) cesan por completo de ser lo que eran desde el punto de vista de un código: se convierten en coeficientes directamente económicos, en lugar de doblar a los signos económicos del deseo y de expresar por su cuenta factores no económicos determinados a ser dominantes. Que el flujo de financiación esté a otra potencia que el flujo de los medios de pago significa que la potencia (el poder) se ha vuelto directamente económica. Y, del otro lado, del lado del trabajo pagado, es evidente que ya no hay necesidad de un código para asegurar el excedente de trabajo cuando éste se haya confundido cualitativa y temporalmente con el trabajo mismo en una sola y misma magnitud simple (condición de la plusvalía de flujo).
El capital como socius o cuerpo lleno se distingue, pues, de cualquier otro, en tanto que vale por sí mismo como una instancia directamente económica y se vuelca sobre la producción sin hacer intervenir factores extra-económicos que se inscribirían en un código. Con el capitalismo el cuerpo lleno se pone verdaderamente desnudo, como el propio trabajador, enganchado a este cuerpo lleno. Es en este sentido que el aparato de antiproducción deja de ser trascendente, penetra toda la producción y se hace coextensivo de ella. En tercer lugar, estas condiciones desarrolladas de la destrucción de todo código en el devenir-concreto hacen que la ausencia de límite tome un nuevo sentido. Ya no designa simplemente la caniidad abstracta ilimitada, sino la ausencia efectiva de límite o de término para la relación diferencial en la que lo abstracto deviene algo concreto. Del capitalismo decimos a la vez que no tiene límite exterior y que tiene uno: tiene uno que es la esquizofrenia, es decir, la descodificación absol uta de los flujos, pero no funciona más que rechazando y conjurando este límite. Además, tiene límites interiores y no los tiene: los tiene en las condiciones específicas de la producción y la circulación capitalistas, es decir, en el capital mismo, pero no funciona más que reproduciendo y ampliando estos límites a una escala siempre más vasta. Ahí radica la potencia (y el poder) del capitalismo: su axiomática nunca está saturada, siempre es capaz de añadir un nuevo axioma a los axiomas precedentes. El capitalismo define un campo de inmanencia y no cesa de llenar ese campo. Pero ese campo desterritorializado se halla determinado por una axiomática, al contrario que el campo territorial determinado por los códigos primitivos. Las relaciones diferenciales tal como son llenadas por la plusvalía, la ausencia de límites exteriores tal como es «llenada» por la ampliación de los límites internos, la efusión de la antiproducción en la producción tal como es llenada o satisfecha por la absorción de la plusvalía, constituyen los tres aspectos de la axiomática inmanente del capitalismo. En todo lugar, la monetización viene a llenar la sima de la inmanencia capitalista, introduciendo en ella, como dice Schmitt, «una deformación, una convulsión, una explosión, en una palabra, un movimiento de extremada violencia». De ahí se desprende, por último, una cuarta característica, que opone la axiomática a los códigos. Ocurre que la axiomática no necesita escribir en plena carne, marcar los cuerpos y los órganos, ni fabricar en los hombres una memoria. Al contrario que los códigos, la axiomática halla en sus diferentes aspectos sus propios órganos de ejecución, de percepción, de memorización. La memoria se ha convertido en una mala cosa. Sobre todo, ya no hay necesidad de creencia, sólo de labios para afuera el capitalista se aflige de que hoy día ya no se crea en nada. «Pues es así como decir: somos reales, enteros, sin creencia ni superstición; ¡de ese modo rebosas sin ni siquiera tener recipiente!» El lenguaje ya no significa algo que debe ser creído: indica algo que va a ser hecho, y que los taimados o los competentes saben descodificar, comprender a media voz. Además, a pesar de la abundancia de carnets de identidad, de fichas y medios de control, el capitalismo ni siquiera necesita escribir en libros para suplir las marcas desaparecidas de los cuerpos. Ello no son más que supervivencias, arcaísmo con función actual. La persona se ha vuelto realmente «privada», en tanto que deriva de las cantidades abstractas y deviene concrete en el devenir-concreto de estas mismas cantidades. Estas son las marcadas, ya no las personas: tu capital o tu fuerza de trabajo, el resto no tiene importancia, se te volverá a encontrar siempre en los límites ampliados del sistema, incluso si es preciso hacer un axioma sólo para ti. Ya no hay necesidad de cargar colectivamente los órganos, están suficientemente llenos de imágenes flotantes que no cesan de ser producidas por el capitalismo. Según una observación de Henri Lefebvre, estas imágenes proceden menos a una publicación de lo privado que a una privatización de lo público: el mundo entero se muestra en familia, sin que se tenga que abandonar la tele. Lo que confiere a las personas privadas, como veremos, un papel muy particular en el sistema: un papel de aplicación y ya no de implicación en un código. La hora de Edipo se acerca.
Aunque el capitalismo proceda por una axiomática y no por código, no hay que creer que reemplaza al socius, la máquina social, por un conjunto de máquinas técnicas. La diferencia de naturaleza entre ambos tipos de máquina subsiste, aunque las dos sean máquinas, propiamente hablando, sin metáfora. La originalidad del capitalismo radica más bien en que la máquina social tiene por piezas las máquinas técnicas como capital constante que se engancha al cuerpo lleno del socius, y no a los hombres, que se han vuelto adyacentes a las máquinas técnicas (de donde que la inscripción ya no se realice, o al menos ya no debería necesitarlo en principio, directamente sobre los hombres). Pero una axiomática no es en modo alguno por sí misma una máquina técnica, incluso automática o cibernética. Bourbaki lo dice claramente de las axiomáticas científicas: no forman un sistema Taylor, ni un juego mecánico de fórmulas aisladas, sino que implican «intuiciones» ligadas a las resonancias y conjunciones de las estructuras, y tan sólo son ayudadas por «las potentes palancas» de la técnica. Mucho más cierto es aún con respecto a la axiomática social: la manera como llena su propia inmanencia, como rechaza o acrecienta sus límites, como añade aún axiomas impidiendo que el sistema se sature, cómo sólo funciona bien chirriando, estropeándose, reparándose, todo ello implica órganos sociales de decisión, de gestión, de reacción, de inscripción, una tecnocracia y una burocracia que no se reducen al funcionamiento de máquinas técnicas. En una palabra, la conjunción de los flujos descodificados, sus relaciones diferenciales y sus múltiples esquizias o roturas, exigen toda una regulación cuyo principal órgano es el Estado. El Estado capitalista es el regulador de los flujos descodificados como tales, en tanto que son tomados en la axiomática del capital. En este sentido, concluye el devenir-concreto que creemos presidía la evolución del Urstaat despótico abstracto: de unidad trascendente se convierte en inmanente al campo de fuerzas sociales, pasa a su servicio y sirve de regulador de los flujos descodificados y axiomatizados. La concluye incluso de tal modo que, en otro sentido, representa una verdadera ruptura, un corte con él, al contrario que las otras formas que se habían establecido sobre las ruinas del Urstaat. Pues el Urstaat se definía por la sobrecodificación; y sus derivados, de la ciudad antigua al Estado monárquico, ya se encontraban en presencia de flujos descodificados o a punto de descodificarse, que sin duda volvían al Estado cada vez más inmanente y subordinado al campo de fuerzas efectivo; pero, justamente porque no estaban dadas las circunstancias para que estos flujos entrasen en conjunción, el Estado podía contentarse con salvar fragmentos de sobrecodificación y de códigos, con inventar otros, impidiendo incluso con todas sus fuerzas que se produjese la conjunción (y para el resto resucitar en la posible el Urstaat). El Estado capitalista se halla en una situación diferente: es producido por la conjunción de los flujos descodificados o desterritorializados y, si lleva al punto más alto el devenir-inmanente, es en la medida que ratifica la quiebra generalizada de los códigos, en la medida que evoluciona en su integridad en esta nueva axiomática de la conjunción de una naturaleza desconocida hasta entonces. Una vez, no inventa esa axiomática, puesto que se confunde con el capital mismo. Por el contrario, el Estado capitalista nace, resulta de ella; él tan sólo asegura su regulación, regula o incluso organiza sus fallos como condiciones de funcionamiento, vigila o dirige sus progresos de saturación y las ampliaciones correspondientes de límite. Nunca un Estado perdió tanto poder (potencia) para ponerse con tanta fuerza al servicio del signo de potencia (poder) económica. Y este papel el Estado capitalista lo tuvo muy pronto, aunque se diga lo contrario, desde el principio, desde su gestación bajo formas todavía semi feudales o monárquicas: desde el punto de vista del flujo de los trabajadores «libres», control de la mano de obra y de los salarios; desde el punto de vista del flujo de producción industrial y mercantil, otorgación de monopolios, condiciones favorables a la acumulación, lucha contra la sobreproducción. Nunca hubo capitalismo liberal: la acción contra los monopolios remite, en primer lugar, a un momento en que el capital comercial y financiero todavía estaba en alianza con el antiguo sistema de producción y en el que el capitalismo industrial naciente no puede asegurarse la producción y el mercado más que obteniendo la abolición de esos privilegios. No se presenta ahí ninguna lucha contra el principio mismo de un control estatal, y ello lo vemos claramente en el mercantilismo, en tanto que expresa las nuevas funciones comerciales de un capital que se ha asegurado intereses directos en la producción. Por regla general, los controles y regulaciones estatales no tienden a desaparecer o a esfumarse más que en caso de abundancia de mano de obra y de expansión inhabitual de los mercados[205]. Es decir, cuando el capitalismo funciona con un pequeño número de axiomas en límites relativos suficientemente amplios. Esto cesó hace tiempo y hay que considerar como un factor decisivo de esta evolución la organización de una clase obrera potente que exigía un nivel de empleo estable y elevado y que obligaba al capitalismo a multiplicar sus axiomas al mismo tiempo que debía reproducir sus límites a una escala siempre ampliada (axioma del desplazamiento del centro a la periferia). El capitalismo no ha podido digerir la revolución rusa más que añadiendo sin cesar nuevos axiomas a los viejos, axioma para la clase obrera, para los sindicatos, etc. Siempre está preparado para añadir nuevos axiomas, los añade incluso para cosas minúsculas, por completo irrisorias, es su propia pasión que no cambia en nada lo esencial. El Estado está determinado, entonces, a desempeñar un papel cada vez más importante en la regulación de los flujos axiomatizados, tanto con respecto a la producción y su planificación como a la economía y su «monetización», a la plusvalía y su absorción (por el propio aparato de Estado).
Las funciones reguladoras del Estado no implican ningún tipo de arbitraje entre clases. Que el Estado esté por completo al servicio de la clase llamada dominante es una evidencia práctica, pero que todavía no entrega sus razones teóricas. Estas razones son simples: desde el punto de vista de la axiomática capitalista no hay más que una sola clase con vocación universalista, la burguesa. Plejanov señala que el descubrimiento de la lucha de clases y de su papel en la historia proviene de la escuela francesa del siglo XIX, bajo la influencia de Saint-Simon; ahora bien, precisamente esos mismos que cantan la lucha de la clase burguesa contra la nobleza y la feudalidad se detienen ante el proletariado y niegan que pueda haber diferencia de clase entre el industrial o el banquero y el obrero, sino sólo fusión en un mismo flujo como entre la ganancia y el salario[206]. En verdad, ahí hay algo más que ceguera o denegación ideológicas. Las clases son el negativo de las castas y de los rangos, las clases son órdenes, castas y rangos descodificados. Releer toda la historia a través de la lucha de clases es leerla en función de la burguesía como clase descodificante y descodificada. Ella es la única clase en tanto que tal, en la medida en que lleva la lucha contra los códigos y se confunde con la descodificación generalizada de los flujos. Por esta razón ella se basta para llenar el campo de inmanencia capitalista. Pues, en efecto, algo nuevo se produce con la burguesía: la desaparición del goce como fin, la nueva concepción de la conjunción según la cual el único fin es la riqueza abstracta, y su realización bajo otras formas que la del consumo. La esclavitud generalizada del Estado despótico al menos implicaba señores y un aparato de antiproducción distinto de la esfera de la producción. Pero el campo de inmanencia burgués, tal como es definido por la conjunción de los flujos descodificados, la negación de toda trascendencia o límite exterior, la efusión de la antiproducción en la producción misma, instaura una esclavitud incomparable, una servidumbre sin precedentes: ya ni siquiera hay señor, ahora sólo esclavos mandan a los esclavos, ya no hay necesidad de cargar el animal desde fuera, se carga a sí mismo. No es que el hombre sea el esclavo de la máquina técnica, sino esclavo de la máquina social, ejemplo de ello es el burgués, que absorbe la plusvalía con fines que, en su conjunto, no tienen nada que ver con su goce: más esclavo que el último de los esclavos, primer siervo de la máquina hambrienta, bestia de reproducción del capital, interiorización de la deuda infinita. Yo también soy esclavo, tales son las nuevas palabras del señor. «El capitalista sólo es respetable en tanto que es el capital hecho hombre. En ese papel está dominado, como el atesorador, por la pasión ciega por la riqueza abstracta, el valor. Pero lo que en uno parece manía individual en el otro es efecto del mecanismo social del que tan sólo es un engranaje»[207]. Se argüirá que no por ello deja de haber una clase dominante y una clase dominada, definidas por la plusvalía, la distinción entre flujo de trabajo y flujo de capital, flujo de financiación y flujo de renta salarial. Pero ello sólo en parte es cierto, puesto que el capitalismo nace de la conjunción de ambos en relaciones diferenciales y los integra en la reproducción sin cesar ampliada de sus propios límites. De tal modo que el burgués tiene el pleno derecho de decir, no en términos de ideología, sino en la organización misma de su axiomática: sólo hay una máquina, la del gran flujo mutante descodificado, cortado de los bienes, y una sola clase de siervos, la burguesía descodificante, la que descodifica las castas y los rangos y saca de la máquina un flujo indiviso de renta, convertible en bienes de consumo o de producción, en los que se basan los salarios y las ganancias. En una palabra, la oposición teórica no radica entre dos clases, pues es la noción misma de clase, en tanto que designa el «negativo» de los códigos, lo que implica que no haya más que una. La oposición teórica radica en otra parte: entre los flujos descodificados tal como entran en una axiomática de clase sobre el cuerpo lleno del capital y los flujos descodificados que se liberan tanto de esta axiomática como del significante despótico, que franquean este muro y este muro del muro, y manan sobre el cuerpo lleno sin órganos. La oposición surge entre la clase y los fuera-clase. Entre los siervos de la máquina y los que la hacen estallar o hacen estallar sus engranajes. Entre el régimen de la máquina social y el de las máquinas deseantes. Entre los límites interiores relativos y el límite exterior absoluto. Si se quiere: entre los capitalistas y los esquizos, en su intimidad fundamental al nivel de la descodificación, en su hostilidad fundamental al nivel de la axiomática (de donde la semejanza, en el retrato que los socialistas del siglo XIX hacen del proletariado, entre éste y un perfecto esquizo).
Por ello, el problema de una clase proletaria pertenece en primer lugar a la praxis. Organizar una bipolarización del campo social, una bipolaridad de las clases, fue la tarea del movimiento socialista revolucionario. Por supuesto, podemos concebir una determinación teórica de la clase prolet aria al nivel de la producción (aquéllos a los que la plusvalía es arrancada) o al nivel del dinero (renta salarial). Pero estas determinaciones no sólo son ora demasiado estrechas, ora demasiado amplias; sino que el ser objetivo que definen como interés de clase permanece puramente virtual en tanto que no se encarne en una conciencia que ciertamente no lo crea, pero lo actualiza en un partido organizado, apto para proponerse la conquista del aparato de Estado. Si el movimiento del capitalismo, en el juego de sus relaciones diferenciales, radica en esquivar todo límite fijo asignable, en sobrepasar y desplazar sus límites interiores y operar siempre cortes de cortes, el movimiento socialista parece abocado necesariamente a fijar o asignar un límite que distinga el proletariado de la burguesía, gran corte que va a animar una lucha no sólo económica y financiera, sino política. Ahora bien, precisamente, la significación de semejante conquista del aparato de Estado siempre ha planteado y aún plantea un arduo problema. Un Estado supuestamente socialista implica una transformación de la producción, de las unidades de producción y del cálculo económico. Pero esa transformación sólo puede realizarse a partir de un Estado ya conquistado que se halla ante los mismos problemas axiomáticos de extracción de un excedente o de una plusvalía, de acumulación, de absorción, de mercado y de cálculo monetario. Por lo tanto, o bien el proletariado triunfa de acuerdo con su interés objetivo, pero realizándose esas operaciones bajo la dominación de su vanguardia de conciencia o de partido, es decir, en provecho de una burocracia y de una tecnocracia que valen por la burguesía como «gran ausente»; o bien la burguesía mantiene el control del Estado, libre para secretar su propia tecno-burocracia, y sobre todo para añadir algunos axiomas más para el reconocimiento y la integración del proletariado como segunda clase. Es perfectamente exacto decir que la alternativa no radica entre el mercado y la planificación, en tanto que la planificación se introduce necesariamente en el Estado capitalista y en tanto el mercado subsiste en el Estado socialista, aunque sea como mercado monopolista de Estado. Mas, ¿cómo definir la verdadera alternativa sin suponer todos los problemas resueltos? La obra inmensa de Lenin y de la revolución rusa consistió en forjar una conciencia de clase conforme al ser o el interés objetivo e imponer a los países capitalistas un reconocimiento de la bipolaridad de clase. Pero este gran corte leninista no impidió la resurrección de un capitalismo de Estado en el propio socialismo, ni impidió que el capitalismo clásico no continuase su verdadero trabajo de topo, siempre cortes de cortes que le permitían integrar en su axiomática secciones de la clase reconocida, aunque echando más lejos, en la periferia o en enclaves, los elementos revolucionarios no controlados (no más controlados por el socialismo oficial que por el capitalismo). Entonces la elección ya no se presentaba más que entre la nueva axiomática terrorista y rígida, rápidamente saturada, del Estado socialista y la vieja axiomática cínica, tanto más peligrosa como flexible y nunca saturada, del Estado capitalista. Pero, en verdad, la cuestión más directa no radica en saber si una sociedad industrial puede arreglárselas sin excedente, sin absorción de excedente, sin Estado planificador y mercantil e incluso sin un equivalente de burguesía: a la vez es evidente que no, pero también que la cuestión planteada en esos términos no está bien planteada. Tampoco radica en saber si la conciencia de clase, encarnada en un partido, en un Estado, traiciona o no el interés de clase objetivo al que se prestaría una especie de espontaneidad posible, ahogada por las instancias que pretenden representarla. El análisis de Sartre en la Crítica de la razón dialéctica nos parece profundamente justo, a saber, no hay espontaneidad de clase, sino sólo de «grupo»: de donde la necesidad de distinguir los «grupos en fusión» de la clase que permanece «serial», representada por el partido o el Estado. Y ambos no están a la misma escala. Ocurre que el interés de clase pertenece al orden de los grandes conjuntos molares; define tan sólo un preconsciente colectivo, necesariamente representado en una conciencia distinta de la que ni siquiera vale la pena preguntarse a este nivel si traiciona o no, aliena o no, deforma o no. El verdadero inconsciente, al contrario, está en el deseo de grupo, que pone en juego el orden molecular de las máquinas deseantes. Ahí radica el problema: entre los deseos inconscientes de grupo y los intereses preconscientes de clase. Sólo a partir de ahí, como veremos, se pueden plantear las cuestiones que indirectamente se desprenden de lo anterior, sobre el preconsciente de clase y las formas representativas de la conciencia de clase, sobre la naturaleza de los intereses y el proceso de su realización. Siempre Reich vuelve a plantearlo, con sus exigencias inocentes que reclaman los derechos de una distinción previa entre deseo e interés: «La dirección (no debe tener) tarea más urgente, aparte del conocimiento exacto del proceso histórico obl etivo, que la de comprender: a) qué ideas y qué deseos progresistas existen según las capas, profesiones, edades y sexos; b) qué deseos, angustias e ideas impiden el desarrollo de su aspecto progresista —ataduras tradicionales»[208]. (La dirección más bien tiende a responder: cuando oigo la palabra deseo, saco mi revólver.)
Ocurre que el deseo nunca es engañado. El interés puede ser engañado, desconocido o traicionado, pero no el deseo. De ahí el grito de Reich: no, las masas no han sido engañadas, desearon el fascismo, y eso es lo que hay que explicar… Sucede que uno desea contra su interés y el capitalismo se aprovecha de ello, pero también el socialismo, el partido y la dirección de partido. ¿Cómo explicar que el deseo se entrega a operaciones que no son desconocimientos, sino catexis inconscientes perfectamente reaccionarias? ¿Qué quiere decir Reich cuando habla de «ataduras tradicionales»? Estas también forman parte del proceso histórico y nos conducen a las funciones modernas del Estado. Las sociedades modernas civilizadas se definen por procedimientos de descodificación y de desterritorialización. Pero, lo que por un lado desterritorializan, por el otro lo re-territorializan. Estas neo-territorialidades a menudo son artificiales, residuales, arcaicas; sólo son arcaísmos con una función perfectamente actual, nuestra moderna manera de «enladrillar», de cuadricular, de volver a introducir fragmentos de código, de resucitar los antiguos, de inventar seudo-códigos o jergas. Neo-arcaísmos, según la formulación de Edgar Morin. Estas territorrialidades modernas son extremadamente complejas y variadas. Unas son más bien folklóricas, pero no dejan de representar fuerzas sociales y eventualmente políticas (de los jugadores de bolos a los cosecheros des liladores pasando por los antiguos combatientes). Otros son enclaves, cuyo arcaísmo tanto puede alimentar un fascismo moderno como desencadenar una carga revolucionaria (las minorías étnicas, el problema vasco, los catól icos irlandeses, las reservas de indios). Algunas se forman como espontáneamente, en la corriente misma del movimiento de desterritorialización (territorialidades de barrios, territorialidades de conjuntos urbanísticos, las «bandas»). Otras son organizadas o favorecidas por el Estado, incluso si se vuelven contra él y le plantean serios problemas (el regionalismo, el nacionalismo). El Estado fascista ha sido, sin duda, en el capitalismo, la más fantástica tentativa de re-territorialización económica y política. Pero el Estado socialista también tiene sus propias minorías, sus propias territorialidades, que se vuelven a formar contra él, o bien las suscita y las organiza (nacionalismo ruso, territorialidad de partido: el proletariado no pudo constituirse como clase más que sobre la base de neo-territorialidades artificiales; paralelamente, la burguesía se re-territorializa bajo las formas a veces más arcaicas). La famosa personalización del poder es algo así como una territorialidad que viene a doblar la desterritorialización de la máquina. Si es cierto que la función del Estado moderno es la regulación de los flujos descodificados, desterritorializados, uno de los principales aspectos de esta función consiste en re-territorializar, para impedir que los flujos descodificados huyan por todos los cabos de la axiomática social. A veces se tiene la impresión de que los flujos de capitales se enviarían de buen grado a la luna, si el Estado no estuviese ahí para volverlos de nuevo a la tierra. Por ejemplo: desterritorialización de los flujos de financiación, pero re-territorialización por el poder de compra y los medios de pago (papel de los bancos centrales). O bien el movimiento de desterritorialización que va del centro a la periferia viene acompañado de una re-territorialización periférica, de una especie de autocentramiento económico y político de la periferia, sea bajo las formas modernistas de un socialismo o capitalismo de Estado, sea bajo la forma arcaica de los déspotas locales. En último caso, es imposible distinguir la desterritorialización y la re-territorialización, están presas una en la otra o son como el haz y el envés de un mismo proceso.
Este aspecto esencial de la regulación por el Estado se explica aún mejor si vemos que está directamente basado en la axiomática económica y social del capitalismo en tanto que tal. La conjunción misma de los flujos desterritorializados dibuja neo-territorialidades arcaicas o artificiales. Marx mostró cual era el fundamento de la economía política propiamente hablando: el descubrimiento de una esencia subjetiva abstracta de la riqueza, en el trabajo o la producción —también se podría decir en el deseo («Se realizó un inmenso progreso cuando Adam Smith rechazó toda determinación de la actividad creadora de riqueza y no consideró más que el trabajo: ni el trabajo manufacturero, ni el trabajo comercial, ni la agricultura, sino todas las actividades sin distinción… la universalidad abstracta de la actividad creadora de riqueza»)[209]. En el caso del gran movimiento de descodificación o de desterritorialización: la naturaleza de la riqueza ya no es buscada en el lado del objeto, en condiciones exteriores, máquina territorial o máquina despótica. Pero Marx añade al punto que este descubrimiento esencialmente «cínico» se halla corregido por una nueva territorialización, como un nuevo fetichismo o una nueva «hipocresia». La producción como esencia subjetiva abstracta no es descubierta más que en las formas de la propiedad que la objetiva de nuevo, que la aliena re-territorializándola. No sólo los mercantilistas, aunque presintiendo la naturaleza subjetiva de la riqueza, la habían determinado como una actividad particular aún ligada a una máquina despótica «hacedora de dinero»; no sólo los fisiócratas, llevando aún más lejos ese presentimiento, habían ligado la actividad subjetiva a una máquina territorial o re-territorializada, bajo la forma de agricultura y de bienes raíces. Sino que incluso Adam Smith no descubre la gran esencia de la riqueza, abstracta y subjetiva, industrial y desterritorializada, más que re-territorializándola al punto en la propiedad privada de los medios de producción. (Y no se puede decir, en este aspecto, que la propiedad llamada común cambie el sentido de este movimiento). Más aún si no se trata ya de hacer la historia de la economía política, sino la historia real de la sociedad correspondiente, comprendemos mejor por qué el capitalismo no cesa de re-territorializar lo que desterritorializaba de primera mano. En El Capital Marx analiza la verdadera razón del doble movimiento: por una parte, el capitalismo no puede proceder más que desarrollando sin cesar la esencia subjetiva de la riqueza abstracta, producir para producir, es decir, «la producción como un fin en sí, el desarrollo absoluto de la productividad social del trabajo»; pero, por otra parte y al mismo tiempo, no puede hacerlo más que en el marco de su propio fin limitado, en tanto que modo de producción determinado, «producción para el capital», «valoración del capital existente»[210]. Bajo el primer aspecto, el capitalismo no cesa de superar sus propios límites, desterritorializando siempre más lejos, «dilatándose en una energía cosmopolita universal que trastoca toda barrera y todo lazo»; pero, bajo el segundo aspecto, estrictamente complementario, el capitalismo no cesa de tener límites y barreras que son interiores, inmanentes, y que, precisamente porque son inmanentes, no se dejan sobrepasar más que reproduciéndose a una escala ampliada (siempre más re-territorialización, local, mundial y planetaria). Por ello, la ley de la baja tendencial, es decir, de los límites nunca alcanzados ya que son siempre sobrepasados y siempre reproducidos, creemos que tiene como corolario, e incluso por manifestación directa, la simultaneidad de los dos movimientos de desterritorialización y de re-territorialización.
De ahí se desprende una consecuencia importante. La axiomática social de las sociedades modernas está cogida entre dos polos, y no cesa de oscilar de un polo a otro. Nacidas de la descodificación y de la desterritorialización, sobre las ruinas de la máquina despótica, están presas entre el Urstaat que querrían resucitar como unidad sobrecodificante y re-territorializante y los flujos desencadenados que las arrastran hacia un umbral absoluto. Vuelven a codificar con toda su fuerza, a golpes de dictadura militar, de dictadores locales y de policía todopoderosa, mientras que descodifican o dejan descodificar las cantidades fluyentes de sus capitales y de sus poblaciones. Están presas entre dos direcciones: arcaísmo y futurismo, neo-arcaísmo y ex-futurismo, paranoia y esquizofrenia. Vacilan entre dos polos: el signo despótico paranoico, el signo-significante del déspota que intentan reanimar como unidad de código; el signo-figura del esquizo como unidad de flujo descodificado, esquizia, punto-signo o corte-flujo. En uno agarrotan, en el otro se expanden y manan. A la vez no cesan de estar atrasadas y adelantadas con respecto a sí[211]. ¿Cómo conciliar la nostalgia y la necesidad del Urstaat con la exigencia y la inevitabilidad de la fluxión de los flujos? ¿Cómo hacer para que la descodificación y la desterritorialización, constitutivas del sistema, no lo hagan huir por un cabo u otro que escaparía a la axiomática y enloquecería a la máquina (en el horizonte un chino, un cubano lanza-misiles, un árabe desviador de aviones, un secuestrador de un cónsul, un Black-Panther, un Mayo 68, o incluso hippies drogados, pederastas encolerizados, etc.? Se oscila entre las sobrecargas paranoicas reaccionarias y las cargas subterráneas, esquizofrénicas y revolucionarias. Además, no sabemos demasiado bien cómo todo eso va de una parte a otra: los dos polos ambiguos del delirio, sus trasformaciones, la manera como un arcaísmo o un folklore, en tal o cual circunstancia, pueden estar cargados de súbito por un peligroso valor progresista. Cómo eso se vuelve fascista o revolucionario es el problema del delirio universal sobre el que todo el mundo se calla, en primer lugar, y sobre todo, los psiquiatras (no tienen idea de ello, ¿por qué deberían tenerla?). El capitalismo, y también el socialismo, están como desgarrados entre el significante despótico, que adoran, y la figura esquizofrénica, que les arrastra. Por tanto, tenemos plenos derechos para mantener dos conclusiones precedentes que parecía que se oponían. Por una parte, el Estado moderno forma un verdadero corte hacia adelante, con respecto al Estado despótico, en función de su realización de un devenir-inmanente, de su descodificación de flujo generalizado, de su axiomática que viene a reemplazar los códigos y sobre-códigos. Pero, por otra parte, nunca ha habido y no hay más que un solo Estado, el Urstaat, la formación despótica asiática, que constituye hacia atrás el único corte para toda la historia, puesto que incluso la axiomática social moderna no puede funcionar más que resucitándola como uno de los polos entre los que se ejerce su propio corte. Democracia, fascismo o socialismo, ¿cuál no está visitado por el Urstaat como modelo inigualable? El jefe de policía del dictador local Duvallier se llamaba Desyr[212].
Simplemente, no es con los mismos procedimientos que una cosa resucita y ha sido suscitada. Hemos distinguido tres grandes máquinas sociales que correspondían a los salvajes, a los bárbaros y a los civilizados. La primera es la máquina territorial subyacente, que consiste en codificar los flujos sobre el cuerpo lleno de la tierra. La segunda es la máquina imperial trascendente que consiste en sobrecodificar los flujos sobre el cuerpo lleno del déspota y de su aparato, el Urstaat: efectúa el primer gran movimiento de desterritorialización, pero porque añade su eminente unidad a las comunidades territoriales que conserva reuniéndolas, sobrecodificándolas, apropiándose del excedente de trabajo. La tercera es la máquina moderna inmanente, que consiste en descodificar los flujos sobre el cuerpo lleno del capital-dinero: ha realizado la inmanencia, ha vuelto concreto lo abstracto como tal, ha naturalizado lo artificial, reemplazando los códigos territoriales y la sobrecodificación despótica por una axiomática de los flujos descodificados y una regulación de estos flujos; efectúa el segundo gran movimiento de desterritorialización, pero esta vez porque no deja subsistir nada de los códigos y sobrecódigos. Sin embargo, lo que no deja subsistir lo recobra por sus propios medios originales; re-territorializa allí donde pierde las territorialidades, crea nuevos arcaísmos allí donde destruye los antiguos —y ambos se abrazan. El historiador dice: no, el Estado moderno, su burocracia, su tecnocracia, no se parecen al estado despótico antiguo. Evidentemente, ya que se trata de re-territorializar flujos descodificados en un caso, mientras que en el otro se trata de sobrecodificar flujos territorriales. La paradoja es que el capitalismo se sirve del Urstaat para efectuar sus re-territorializaciones. Mas, imperturbable, la axiomática moderna en el fondo de su inmanencia reproduce el Urstaat trascendente, como su límite vuelto interior, o uno de sus polos entre los que se ve determinada a oscilar. Además, bajo su carácter imperturbable y cínico, grandes fuerzas la trabajan, forman el otro polo de la axiomática, sus accidentes, sus fallos y sus posibilidades de estallar, de hacer pasar lo que descodifica más allá del muro de sus regulaciones inmanentes como sus resurrecciones trascendentales. Cada tipo de máquina social produce un cierto género de representación cuyos elementos se organizan en la superficie del socius: el sistema de la connotación-conexión en la máquina territorial salvaje, que corresponde a la codificación de los flujos; el sistema de la subordinación-disyunción en la máquina despótica bárbara, correspodiente a la sobrecodificación; el sistema de la coordinación-conjunción en la máquina capitalista civilizada, correspondiente a la descodificación de los flujos. Desterritorialización, axiomática y re-territorialización, estos son los tres elementos de superficie de la representación de deseo en el socius moderno. Entonces volvemos a tropezar con la cuestión: ¿cuál es en cada caso la relación entre la producción social y la producción deseante, una vez dicho que siempre hay entre ambas identidad de naturaleza, pero también diferencia de régimen? ¿Es posible que la identidad de naturaleza esté en el punto más alto en el régimen de la representación capitalista moderna, porque en él se realiza «universalmente» en la inmanencia y en la fluxión de los flujos descodificados? ¿Pero también porque la diferencia de régimen es la mayor y porque esta representación ejerce sobre el deseo una operación de represión más fuerte que cualquier otra, ya que, en favor de la inmanencia y de la descodificación, la antiproducción se extiende a través de toda la producción, en lugar de permanecer localizada en el sistema, desprendiendo un fantástico instinto de muerte que ahora impregna y aplasta el deseo? ¿Qué es esa muerte que sube siempre desde dentro, pero que debe llegar de fuera— y que, en el caso del capitalismo, sube con tanta potencia que no se ve bien todavía cuál es este afuera que va a hacerla llegar? En una palabra, la teoría general de la sociedad es una teoría generalizada de los flujos; es en su función que debemos estimar la relación entre la producción social y la producción deseante, las variaciones de esta relación en cada caso, los límites de esta relación en el sistema capitalista.
Por fin Edipo
En la máquina territorial o incluso despótica, la reproducción social económica nunca es independiente de la reproducción humana, de la forma social de esta reproducción humana. La familia es, pues, una praxis abierta, una estrategia coextensiva al campo social; las relaciones de filiación y de alianza son determinantes, o más bien «determinadas a ser dominantes». Lo marcado, inscrito, sobre el socius, en efecto, son los productores (o no productores) según el rango de su familia y su rango en la familia. El proceso de la reproducción no es directamente económico, pero pasa por los factores no económicos del parentesco. Esto no es cierto tan sólo con respecto a la máquina territorial, y los grupos locales que determinan el lugar de cada uno en la reproducción social económica según su rango desde el punto de vista de las alianzas y las filiaciones, sino también de la máquina despótica que dobla a estas últimas con las relaciones de la nueva alianza y de la filiación directa (de donde el papel de la familia del soberano en la sobrecodificación despótica, y de la «dinastía», cualesquiera que sean sus mutaciones, incertidumbres, que siempre se inscriben en la misma categoría de nueva alianza). Ya no podríamos decir exactamente lo mismo con respecto al sistema capitalista[213]. La representación ya no se relaciona con un objeto distinto, sino con la actividad productora misma. El socius como cuerpo lleno se ha vuelto directamente económico en tanto que capital-dinero; no tolera ningún otro presupuesto. Lo que está inscrito o marcado ya no son los productores o no-productores, sino las fuerzas y medios de producción como cantidades abstractas que se vuelven efectivamente concretas en su puesta en contacto o conjunción: fuerza de trabajo o capital, capital constante o capital variable, capital de filiación o de alianza… El capital ha tomado sobre sí las relaciones de alianza y de filiación. Se produce una privatización de la familia, según la cual deja de dar su forma social a la reproducción económica: sufre como un retiro de catexis; hablando como Aristóteles, ya no es más que la forma de la materia o del material humano que se halla subordinada a la forma social autónoma de la reproducción económica y va a ocupar el lugar que ésta le asigna. Es decir, que los elementos de la producción y de la antiproducción no se reproducen como los hombres mismos, sino que encuentran en ellos un simple material que la forma de la reproducción económica preorganiza de un modo por completo distinto de la que tiene como reproducción humana. Precisamente porque está privatizada, colocada fuera de campo, la forma del material o de la reproducción humana engendra hombres que sin dificultad se pueden suponer iguales entre sí; pero, en el campo mismo, la forma de la reproducción social económica ya ha preformado la forma del material para engendrar allí donde es preciso al capitalista como función derivada del capital, al trabajador como función derivada de la fuerza de trabajo, etc., de tal manera que la familia se halla de antemano recortada por el orden de las clases (es en este sentido que la segregación es el único origen de la igualdad…)[214].
Ese colocar fuera del campo social a la familia es también su mayor posibilidad social. Pues es la condición bajo la que todo el campo social va a poder aplicarse a la familia. Las personas individuales son, en primer lugar, personas sociales, es decir, funciones derivadas de las cantidades abstractas; se vuelven en su conjunción. Son, exactamente, configuraciones o imágenes producidas por los puntos-signos, los cortes-flujos, las puras «figuras» del capitalismo: el capitalista como capital personificado, es decir, como función derivada del flujo de capital, el trabajador como fuerza de trabajo personificada, función derivada del flujo de trabajo. El capitalismo llena así con imágenes su campo de inmanencia: incluso la miseria, la desesperación, la rebeldía, y por la otra parte, la violencia y la opresión del capital se vuelven imágenes de miseria, desesperación, rebeldía, viol encia u opresión. Pero a partir de las figuras no figurativas o de los cortes-flujos que las producen, esas imágenes no serán figurantes y reproductivas más que al informar un material humano cuya forma específica de reproducción vuelve a caer fuera del campo social que, sin embargo, la determina. Las personas privadas son, pues, imágenes de segundo orden, imágenes de imágenes, es decir, simulacros que reciben así la aptitud a representar la imagen de primer orden de las personas sociales. Estas personas privadas están formalmente determinadas en el lugar de la familia restringida como padre, madre, hijo. Pero, en lugar de que esta familia sea una estrategia que, a base de alianzas y filiaciones, se abra sobre todo el campo social, le sea coextensiva y recorte sus coordenadas, ya no es, diríamos, más que una simple táctica sobre la que se cierra el campo social, a la que aplica sus exigencias autónomas de reproducción y recorta con todas sus dimensiones. Las alianzas y filiaciones ya no pasan por los hombres, sino por el dinero; entonces la familia se vuelve microcosmos, apta para expresar lo que ya no domina. En cierta manera, la situación no ha cambiado; lo cargado a través de la familia es siempre el campo social económico, político y cultural, sus cortes y sus flujos. Las personas privadas son una ilusión, imágenes de imágenes o derivadas de derivadas. Mas, en otro aspecto, todo ha cambiado, ya que la familia, en lugar de constituir y desarrollar los factores dominantes de la reproducción social, se contenta con aplicar y envolver esos factores en su propio modo de reproducción. Padre, madre, hijo, se convierten así en el simulacro de las imágenes del capital («El Señor Capital, La Señora Tierra» y su hijo, el Trabajador…), de tal modo que esas imágenes ya no son del todo reconocidas en el deseo determinado a cargar tan sólo el simulacro. Las determinaciones familiares se convierten en la aplicación de la axiomática social. La familia se convierte en el subconjunto al que se aplica el conjunto del campo social. Como cada cual tiene un padre y una madre en calidad de privado, un subconjunto distributivo simula para cada uno el conjunto colectivo de las personas sociales que sujeta su campo y enturbia sus imágenes. Todo se vuelca sobre el triángulo padre-madre-hijo, que resuena respondiendo «papá-mamá» cada vez que es estimulado con las imágenes del capital. En una palabra, llega Edipo: nace en el sistema capitalista en la aplicación de las imágenes sociales de primer orden a las imágenes familiares privadas de segundo orden. Es el conjunto de llegada que responde a un conjunto de partida socialmente determinado. Es nuestra formación colonial íntima que responde a la forma de soberanía social. Todos nosotros somos pequeñas colonias y es Edipo quien nos coloniza. Cuando la familia deja de ser una unidad de producción y de reproducción, cuando la conjunción recobra en ella el sentido de una simple unidad de consumo, consumimos el padre-madre. En el conjunto de partida hay el patrón, el jefe, el cura, el poli, el recaudador de impuestos, el soldado, el trabajador, todas las máquinas y territorialidades, todas las imágenes sociales de nuestra sociedad; pero, en el conjunto de llegada, en el límite, ya no hay más que papá, mamá y yo, el signo despótico recogido por papá, la territorialidad residual asumida por mamá y el yo dividido, cortado, castrado. Esta operación de proyección, de plegado o de aplicación, es tal vez lo que hace decir a Lacan, traicionando voluntariamente el secreto del psicoanálisis como axiomática aplicada: lo que parece «jugar más libremente en lo que se llama diálogo analítico depende de hecho de un basamento perfectamente reducible a algunas articulaciones esenciales y formalizables»[215]. Todo está preformado, arreglado de antemano. El campo social en el que cada uno padece y actúa como agente colectivo de enunciación, agente de producción y de antiproducción, se proyecta, se vuelca sobre Edipo, en el que cada uno ahora se halla preso en su rincón, cortado según la línea que le divide en sujeto de enunciado y sujeto de enunciación individual. El sujeto de enunciado es la persona social y el sujeto de enunciación, la persona privada. «Luego» es tu padre, luego es tu madre, luego eres tú: la conjunción familiar resulta de las conjunciones capitalistas, en tanto que se aplican a personas privatizadas. Papá-mamá-yo, estamos seguros de encontrarlos en todo lugar, puesto que a ellos aplicamos todo. El reino de las imágenes, ésa es la nueva manera como el capitalismo utiliza las esquizias y desvía los flujos: imágenes compuestas, imágenes proyectadas sobre imágenes, de tal modo que al final de la operación, el pequeño yo de cada uno, relacionado con su padre-madre, sea verdaderamente el centro del mundo. Mucho más solapado que el reino subterráneo de los fetiches de la tierra o el reino celeste de los ídolos del déspota, es el advenimiento de la máquina edípica-narcisista: «Ni glifos, ni jeroglíficos, …queremos la realidad objetiva, real, …es decir, la idea-Kodak… Para cada hombre, cada mujer, el universo es tan sólo lo que rodea su absoluta pequeña imagen de él mismo o de ella misma… ¡Una imagen! Una instantánea-kodak es un film universal de instantáneas»[216]. Cada uno como pequeño microcosmos triangulado, el yo narcisista se confunde con el sujeto edípico.
Edipo, por último… es finalmente una operación muy simple, con facilidad formalizable. Todavía implica la historia universal. Hemos visto en qué sentido la esquizofrenia era el límite absoluto de toda sociedad, en tanto que hacía pasar flujos descodificados y desterritorializados que devuelve a la producción deseante, «al límite» de toda producción social. Y el capitalismo, el límite relativo de toda sociedad, en tanto que axiomatiza los flujos descodificados y re-territorializa los flujos desterritorializados. Además el capitalismo encuentra en la esquizofrenia su propio límite exterior, que no cesa de rechazar y conjurar, mientras que él mismo produce sus límites inmanentes que desplaza y agranda sin cesar. Pero el capitalismo necesita aún de otro modo un límite interior desplazado: precisamente para rechazar o neutralizar el límite exterior absoluto, el límite esquizofrénico, necesita interiorizarlo, esta vez restringiéndolo, haciéndolo pasar ya no entre la producción social y la producción deseante que se separa, sino por el interior de la producción social, entre la forma de la reproducción social y la forma de una reproducción familiar sobre la que ésta se vuelca, entre el conjunto social y el subconjunto privado al que éste se aplica. Edipo es este límite desplazado o interiorizado, el deseo se deja prender en él. El triángulo edípico es la territorialidad íntima y privada que corresponde a todos los esfuerzos de re-territorialización social del capitalismo. Límite desplazado, puesto que es el representado desplazado del deseo, tal fue siempre Edipo para cualquier formación. Pero en las formaciones primitivas este límite permanece inocupado, en la misma medida que los flujos están codificados y que el juego de las alianzas y de las filiaciones mant iene las familias amplias a la escala de las determinaciones del campo social impidiendo toda proyección secundaria de éstas sobre aquéllas. En las formaciones despóticas el límite edípico está ocupado, simbólicamente ocupado, pero no vivido o habitado, en la medida que el incesto imperial efectúa una sobrecodificación que a su vez sobrevuela todo el campo social (representación reprimente): las operaciones formales de proyección, volcado, extrapolación, etc., que más tarde pertenecerán a Edipo, ya se dibuj an, pero en un espacio simbólico en el que se constituye el objeto de las alturas. Sólo en la formación capitalista el límite edípico se halla no sólo ocupado, sino habitado y vivido, en el sentido en que las imágenes sociales producidas por los flujos descodificados se vuelcan, se proyectan efectivamente sobre imágenes familiares restringidas cargadas por el deseo. Es en este punto de lo imaginario que Edipo se constituye, al mismo tiempo que acaba su emigración en los elementos profundos de la representación: el representado desplazado se ha convertido como tal en el representante del deseo. Es evidente, por tanto, que este devenir o esta constitución no se realizan bajo las especies imaginadas en las formaciones sociales anteriores, puesto que el Edipo imaginario resulta de tal devenir y no a la inversa. No es por un flujo de mierda o una ola de incesto que llega Edipo, sino por los flujos descodificados del capital-dinero. Las oleadas de incesto y de mierda no lo derivan más que secundariamente, en tanto que acarrean esas personas privadas sobre las que los flujos de capital se vuelcan o se aplican (de donde la compleja génesis por completo deformada en la ecuación psicoanalítica mierda = dinero: de hecho, se trata de un sistema de encuentros o de conjunciones, de derivadas y de resultantes entre flujos descodificados).
Hay en Edipo una recapitulación de los tres estados o de las tres máquinas. Pues se prepara en la máquina territorial, como límite vacío inocupado. Se forma en la máquina despótica como límite ocupado simbólicamente. Pero no se completa y no se efectúa más que conviertiéndose en el Edipo imaginario de la máquina capitalista. La máquina despótica conservaba las territorialidades primitivas y la máquina capitalista resucita el Urstaat como uno de los polos de su axiomática, convierte al déspota en una de sus imágenes. Por ello todo se amontona en el Edipo, todo se recobra en el Edipo que es el resultado de la historia universal, pero en el sentido singular en el que ya está el capitalismo. Esa es toda la serie: fetiches, ídolos, imágenes y simulacros: fetiches territoriales, ídolos o símbolos despóticos, todo es retomado por las imágenes del capitalismo que las empuja y las reduce al simulacro edípico. El representante del grupo local con Layo, la territorialidad con Yocasta, el déspota con el mismo Edipo: «pintura abigarrada de todo lo que nunca ha sido creído». No es sorprendente que Freud haya ido a buscar en Sófocles la imagen central del Edipo-déspota, el mito convertido en tragedia, para hacerla radiar en dos direcciones opuestas, la dirección ritual primitiva de Totem y tabú, la dirección privada del hombre moderno que sueña (Edipo puede ser un mito, una tragedia, un sueño: siempre expresa el desplazamiento del límite). Edipo no sería nada si la posición simbólica de un objeto de las alturas, en la máquina despótica, no hiciese posible, en primer lugar, las operaciones de plegado y de proyección o volcado que lo constituyeron en el campo moderno: la causa de la triangulación. De ahí la extrema importancia, pero también la indeterminación, la indecibilidad, de la tesis del más profundo innovador en el psicoanálisis, ésa que hace pasar el límite desplazado entre lo simbólico y lo imaginario, entre la castración simbólica y el Edipo imaginario. Pues la castración en el orden del significante despótico, como ley del déspota o efecto del objeto de las alturas, es en verdad la condición formal de las imágenes edípicas, que se desplegarán en el campo de inmanencia que la retirada del significante pone a descubierto. ¡Llego al deseo cuando llego a la castración…! La ecuación deseo-castración significa, sin duda, una operación prodigiosa que consiste en volver a colocar el deseo bajo la ley del déspota, introduciéndole en lo más profundo la carencia y salvándonos de Edipo mediante una fantástica regresión. Fantástica y genial regresión: era preciso hacerla, «nadie me ayudó», como dice Lacan, para así sacudir el yugo de Edipo y llevarlo al lugar de su autocrítica. Pero ocurre como en la historia de los guerrilleros que, queriendo destruir un poste, equilibraron tan bien las cargas de plástico que el poste saltó y volvió a caer en su agujero. De lo simbólico a lo imaginario, de la castración a Edipo, de la edad despótica al capitalismo, hay inversamente el progreso que hace que el objeto de las alturas, sobrevolando y sobrecodificando, se retire, de lugar a un campo social de inmanencia en el que los flujos descodificados producen imágenes, y las proyectan. De ahí los dos aspectos del significante, objeto trascendente e interceptado tomado en un máximo que distribuye la carencia y sistema inmanente de relaciones entre elementos mínimos que vienen a llenar el campo puesto a descubierto (algo así como, según la tradición, se pasa del Ser parmenidiano a los átomos de Demócrito).
Un objeto trascendente cada vez más espiritualizado para un campo de fuerzas cada vez más inmanente, cada vez más interiorizado: ésa es la evolución de la deuda infinita —a través del catolicismo, luego la Reforma. La suma espiritualización del Estado despótico, la suma interiorización del campo capitalista definen la mala conciencia. Esta no es lo contrario del cinismo; es, en las personas privadas, el correlato del cinismo de las personas sociales. Todos los procedimientos cínicos de la mala conciencia, tal como Nietzsche, luego Lawrence y Miller, los han analizado para definir el hombre europeo de la civilización —el reino de las imágenes y la hipnosis, el torpor que propagan—, el odio contra la vida, contra todo lo que es libre, pasa y mana; la universal efusión del instinto de muerte —la depresión, la culpabilidad utilizada como medio de contagio, el beso del vampiro: ¿no tienes vergüenza de ser feliz? toma ejemplo de mí, no te soltaré hasta que también digas «es culpa mía», ¡ay! innoble contagio de los depresivos, la neurosis como única enfermedad, que consiste en volver enfermos a los otros— la estructura premisiva; ¡que yo pueda engañar, robar, estrangular, matar! pero en nombre del orden social, y que papá y mamá estén orgullosos de mí —la doble dirección dada al resentimiento, vuelta contra uno mismo y proyección contra el otro: el padre está muerto, por mi culpa, ¿quién lo ha matado? ésa es tu culpa, es el judío, el árabe, el chino, todos los recursos del racismo y de la segregación— el abyecto deseo de ser amado el lloriqueo de no serlo bastante, de no ser «comprendido», al mismo tiempo que la reducción de la sexualidad al «sucio secretito», toda esta psicología del sacerdote —no hay uno solo de estos procedimientos que no halle en Edipo su tierra nutricia y su alimento. No hay uno solo de esos procedimientos que no sirva y no se desarrolle en el psicoanálisis: éste como nuevo avatar del «ideal ascético». Una vez más aún, no es el psicoanálisis el que inventa a Edipo: sólo le proporciona una última territorialidad, el diván, como una última ley, el analista déspota y recaudador de dinero. Pero la madre como simulacro de territorialidad y el padre como simulacro de ley despótica, con el yo cortado, escindido, castrado, son los productos del capitalismo en tanto que prepara una operación que no tiene equivalente en las otras formaciones sociales. En todo lugar, por otra parte, la posición familiar es tan sólo un estímulo para la catexis del campo social por el deseo: las imágenes familiares sólo funcionan abriéndose sobre imágenes sociales a las que se acoplan o se enfrentan en el curso de luchas y compromisos; de tal modo que lo cargado a través de los cortes y segmentos de familias son los cortes económicos, políticos, culturales del campo en el que están hundidos (cf. el esquizoanálisis ndembu). De ese modo se da incluso en las zonas periféricas del capitalismo, donde el esfuerzo realizado por el colonizador para edipizar al indígena, Edipo africano, se halla contradicho por la fragmentación de la familia según las líneas de explotación y de opresión sociales. Pero es en el centro fláccido del capitalismo, en las regiones burguesas templadas, que la colonia se vuelve íntima y privada, interior a cada una: entonces el flujo de catexis de deseo, que va del estímulo familiar a la organización (o desorganización) social, está en cierta manera recubierto por un reflujo que vuelca la catexis social en la catexis familiar como seudo-organizador. La familia se ha convertido en el lugar de retención y de resonancia de todas las determinaciones sociales. Pertenece a la catexis reaccionaria del campo capitalista aplicar todas las imágenes sociales a los simulacros de una familia restringida, de tal manera que, en todas partes, ya no se halla más que el padre-madre: esa podredumbre edípica adherida a nuestra piel. Sí, he deseado a mi madre y he querido matar a mi padre; un solo sujeto de enunciación, Edipo, para todos los enunciados capitalistas, y, entrambos, el corte de doblamiento, de proyección, la castración.
Marx decía: el mérito de Lutero radica en haber determinado la esencia de la religión ya no del lado del objeto, sino como religiosidad interior; el mérito de Adam Smith y de Ricardo radica en haber determinado la esencia o la naturaleza de la riqueza ya no como naturaleza objetiva, sino como esencia subjetiva abstracta y desterritorializada, actividad de producción en general. Mas, como esa determinación se realiza en las condiciones del capitalismo, de nuevo objetivan la esencia, la alienan y la re-territorializan, esta vez bajo la forma de propiedad privada de los medios de producción. De tal modo que el capitalismo es sin duda lo universal de toda sociedad, pero sólo en la medida en que es capaz de llevar hasta un cierto punto su propia crítica, es decir, la crítica de los procedimientos por los que vuelve a encadenar lo que, en él, tendía a liberarse o a aparecer libremente[217]. Es preciso decir lo mismo de Freud: su grandeza radica en haber determinado la esencia o la naturaleza del deseo, ya no con respecto a objetos, fines e incluso fuentes (territorios), sino como esencia subjetiva abstracta, libido o sexualidad. Sólo que esta esencia todavía la relaciona con la familia como última territorialidad del hombre privado (de ahí la situación de Edipo, primero marginal en los Tres ensayos, luego se va cerrando cada vez más sobre el deseo). Parece como si Freud quisiese que se le perdonase su profundo descubrimiento de la sexualidad diciéndonos: ¡al menos ello no saldrá de la familia! El sucio secretito en lugar del gran horizonte entrevisto. El doblamiento familiarista en lugar de la deriva del deseo. En lugar de los grandes flujos descodificados, los pequeños arroyos recodificados en el lecho de mamá. La interioridad en lugar de una nueva relación con el exterior. A través del psicoanálisis es siempre el discurso de la mala conciencia y de la culpabilidad el que se eleva y halla su alimento (lo que se denomina curar). Y, al menos en dos puntos, Freud absuelve a la familia real exterior de toda culpa, para mejor interiorizar, culpa y familia, en el miembro menor, el hijo. Esos puntos son: el modo como plantea una represión autónoma, independiente de la represión general; el modo como renuncia al tema de la seducción del niño por el adulto, para introducir el fantasma individual que convierte a los padres reales en seres inocentes o incluso en víctimas[218]. Pues es preciso que la familia aparezca bajo dos formas: una en la que sin duda es culpable, pero sólo en la manera como el niño la vive intensamente, interiormente, y se confunde con su propia culpabilidad; la otra, en la que permanece como instancia de responsabilidad, ante la cual se es niño culpable y con respecto a la cual se convierte en responsable adulto (Edipo como enfermedad y como salud, la familia como factor de alienación y como agente de desalienación, aunque sea por el modo como es reconstituida en la transferencia). Eso es lo que Foucaut, en páginas extremadamente bellas, ha mostrado: el familiarismo inherente al psicoanálisis corona la psiquiatría clásica más bien que la destruye. Después del loco de la tierra y el loco del déspota, el loco de la familia; lo que la psiquiatría del siglo XIX había querido organizar en el asilo —«la ficción imperativa de la familia», la razón-padre y el loco-menor, los padres que no están enfermos más que de su infancia—, todo eso halla su conclusión fuera del asilo, en el psicoanálisis y el despacho del analista. Freud es el Lutero y el Adam Smith de la psiquiatría. Moviliza todos los recursos del mito, de la tragedia, del sueño, para volver a encadenar el deseo, esta vez en el interior: un teatro íntimo. Sí, Edipo es lo universal del deseo, el producto de la historia universal; pero con una condición que no es cumplida por Freud: que Edipo sea capaz, al menos hasta un cierto punto, de realizar su autocrítica. La historia universal no es más que una teología si no conquista las condiciones de su contingencia, de su singularidad, de su ironía y de su propia autocrítica. ¿Cuáles son esas condiciones, ese punto de autocrítica? Descubrir bajo la proyección familiar la naturaleza de las catexis sociales del inconsciente. Descubrir bajo el fantasma individual la naturaleza de los fantasmas de grupo. O, lo que viene a ser lo mismo, llevar el simulacro hasta el punto en que deja de ser imagen de imagen para encontrar las figuras abstractas, los flujos-esquizias, que entraña ocultándolos. Sustituir el sujeto privado de la castración, escindido en sujeto de enunciación y en sujeto de enunciado que remire tan sólo a los dos órdenes de imágenes personales, por los agentes colectivos que remiten por su cuenta a disposiciones maquínicas. Volver a verter el teatro de la representación en el orden de la producción deseante: toda la tarea del esquizoanálisis.