CAPÍTULO II
PSICOANÁLISIS Y FAMILIARISMO: LA SAGRADA FAMILIA
El imperialismo de Edipo
Edipo restringido es la figura del triángulo papá-mamá-yo, la constelación familiar en persona. Sin embargo, cuando el psicoanálisis lo convierte en su dogma, no ignora la existencia de relaciones llamadas preedípicas en el niño, exoedípicas en el psicótico, paraedípicas en otros. La función de Edipo como dogma, o «complejo nuclear», es inseparable de un forcing mediante el cual el teórico psicoanalista se eleva a la concepción de un Edipo generalizado. Por una parte, tiene en cuenta, para cada sujeto de ambos sexos, una serie intensiva de pulsiones, afectos y relaciones que unen la forma normal y positiva del complejo con su forma inversa y negativa: Edipo de serie, tal como Freud lo presenta en El Yo y el Ello, que permite, cuando es necesario, vincular las fases preedípicas al complejo negativo. Por otra parte, tiene en cuenta la coexistencia en extensión de los propios sujetos y de sus interacciones múltiples: Edipo de grupo que reúne familiares colaterales, descendientes y ascendientes (es de este modo que la resistencia visible del esquizofrénico a la edipización, la ausencia evidente del vínculo edípico, puede ser ahogada en una constelación que incluye a los abuelos, ya porque se estime necesaria una acumulación de tres generaciones para hacer un psicótico, ya porque se descubra un mecanismo de intervención todavía más directo de los abuelos en la psicosis, formándose de este modo Edipos de Edipo al cuadrado: padre-madre es la neurosis, pero la abuelita es la psicosis). En una palabra, la distinción entre lo imaginario y lo simbólico permite extraer una estructura edípica como sistema de lugares y funciones que no se confunden con la figura variable de los que vienen a ocuparlos en determinada formación social o patológica: Edipo de estructura (3 + 1), que no se confunde con un triángulo aunque realiza todas las triangulaciones posibles al distribuir en un campo determinado el deseo, su objeto y la ley.
Es evidentemente cierto que los dos modos precedentes de generalización no encuentran su verdadero alcance más que en la interpretación estructural. La cual convierte a Edipo en una especie de símbolo católico universal, más allá de todas las modalidades imaginarias. Convierte a Edipo en un eje de referencia tanto para las fases preedípicas como para las variedades paraedípicas y los fenómenos exoedípicos: la noción de «repudio», por ejemplo, parece indicar una laguna propiamente estructural, a favor de la cual el esquizofrénico es naturalmente colocado de nuevo en el eje edípico, en la órbita edípica, en la perspectiva de las tres generaciones por ejemplo, en la que la madre no pudo plantear su deseo frente a su propio padre, ni el hijo, desde entonces, frente a la madre. Un discípulo de Lacan puede escribir: vamos a considerar «los sesgos por los que la organización edípica desempeña un papel en las psicosis; a continuación, cuáles son las formas de la pregenitalidad psicótica y cómo pueden mantener la referencia edípica». Nuestra crítica precedente de Edipo, por tanto, corre el riesgo de ser juzgada por completo superficial y mezquina, como si se aplicase tan sólo a un Edipo imaginario y se refiriese al papel desempeñado por las figuras parentales, sin mellar en nada la estructura y su orden de colocación y funciones simbólicas. Sin embargo, el problema para nosotros radica en saber si es allí donde se instala la diferencia. ¿La verdadera diferencia no estará entre Edipo, estructural tanto como imaginario, y algo distinto que todos los Edipos aplastan y reprimen: es decir, la producción deseante —las máquinas del deseo que ya no se dejan reducir ni a la estructura ni a las personas, y que constituyen lo Real en sí mismo, más allá o más acá tanto de lo simbólico como de lo imaginario? En modo alguno pretendemos reemprender una tentativa como la de Malinowski, que señalaba cómo varían las figuras según la forma social considerada. Nosotros incluso creemos en este Edipo que se nos presenta como una especie de invariante. No obstante, la cuestión es por completo otra: ¿existe adecuación entre las producciones del inconsciente y este invariante (entre las máquinas deseantes y la estructura edípica)? ¿O bien el invariante no expresa más que la historia de un largo error, a través de todas sus variaciones y modalidades, el esfuerzo de una interminable represión? Lo que ponemos en cuestión es la furiosa edipización a la que el psicoanálisis se entrega, práctica y teóricamente, con los recursos aunados de la imagen y la estructura. Pues a pesar de los hermosos libros escritos por algunos discípulos de Lacan, nosotros nos preguntamos si el pensamiento de Lacan va precisamente en ese sentido. ¿Se trata tan sólo de edipizar incluso al esquizo? ¿O se trata de algo distinto, de lo contrario?[43] ¿Esquizofrenizar, esquizofrenizar el campo del inconsciente, y también el campo social histórico, de forma que se haga saltar la picota de Edipo y se recobre en todo lugar la fuerza de las producciones deseantes, y se reanuden en el mismo Real los lazos de la máquina analítica, del deseo y de la producción? Pues el propio inconsciente no es más estructural que personal, no simboliza ni imagina, ni representa: maquina, es maquínico. Ni imaginario ni simbólico, es lo Real en sí mismo, «lo real imposible» y su producción.
Pero, ¿qué es esta larga historia si la consideramos tan sólo en el período del psicoanálisis? Es una historia con dudas, desviaciones y arrepentimientos. Laplanche y Pontalis señalan que Freud «descubre» el complejo de Edipo en 1897 en su autoanálisis; pero que no nos da una primera fórmula teórica generalizada más que en 1923, en El Yo y el Ello; y que, entre ambas fechas, Edipo lleva una existencia más bien marginal, «arrinconado, por ejemplo, en un capítulo aparte sobre la elección de objeto en la pubertad (Ensayos) o sobre los sueños típicos (La interpretación de los sueños)». Lo que ocurre, dicen, es que un cierto abandono por parte de Freud de la teoría del traumatismo y de la seducción no inaugura una determinación unívoca de Edipo, sino la descripción de una sexualidad infantil espontánea de carácter endógeno. Ahora bien, todo ocurre como si «Freud no llegase a articular, uno y otro, Edipo y sexualidad infantil», ésta remitiendo a una realidad biológica del desarrollo, aquél remitiendo a una realidad psíquica del fantasma: Edipo es lo que se perdió «en provecho de un realismo biológico»[44].
Pero, ¿es correcto presentar las cosas de este modo? ¿El imperialismo de Edipo exigía tan sólo la renuncia al realismo biológico? ¿No fue sacrificado a Edipo algo mucho más poderoso? Pues lo que Freud y los primeros analistas descubren es el campo de las síntesis libres en las que todo es posible, las conexiones sin fin, las disyunciones sin exclusividad, las conjunciones sin especificidad, los objetos parciales y los flujos. Las máquinas deseantes gruñen, zumban en el fondo del inconsciente, la inyección de Irma, el tic-tac del Hombre de los lobos, la máquina de toser de Anna, y también todos los aparatos explicativos montados por Freud, todas esas máquinas neurobiológicas-deseantes. Este descubrimiento del inconsciente productivo implica dos correlaciones: por una parte, la confrontación directa entre esta producción deseante y la producción social, entre las formaciones sintomatológicas y las formaciones colectivas, a la vez que su identidad de naturaleza y su diferencia de régimen; por otra parte, la represión general que la máquina social ejerce sobre las máquinas deseantes, y la relación de la represión con esa represión general. Todo esto se perderá, al menos se verá singularmente comprometido, con la instauración del Edipo soberano. La asociación libre, en vez de abrirse sobre las conexiones polívocas, se encierra en un callejón sin salida de univocidad. Todas las cadenas del inconsciente dependen bi-unívocamente, están linealizadas, colgadas de un significante despótico. Toda la producción deseante está aplastada, sometida a las exigencias de la representación, a los limitados juegos del representante y del representado en la representación. Y ahí radica lo esencial: la reproducción del deseo da lugar a una simple representación, en el proceso de la cura tanto como en la teoría. El inconsciente productivo da lugar a un inconsciente que sólo sabe expresarse — expresarse en el mito, en la tragedia, en el sueño. Pero, ¿quién nos dice que el sueño, la tragedia, el mito, están adecuados a las formaciones del inconsciente, incluso teniendo en cuenta el trabajo de transformación? Groddeck, más que Freud, permanecía fiel a una autoproducción del inconsciente en la coextensión del hombre y la naturaleza. Como si Freud hubiese hecho marcha atrás ante este mundo de producción salvaje y de deseo explosivo, y a cualquier precio quisiese poner en él un poco de orden, un orden ya clásico, del viejo teatro griego. Pues, ¿qué significa: Freud descubre a Edipo en su autoanálisis? ¿En su análisis o en su cultura clásica goethiana? En su autoanálisis descubre algo sobre lo que se dice: ¡toma, esto se parece a Edipo! Y este algo, en primer lugar lo considera como una variante de la «novela familiar», registro paranoico mediante el cual el deseo hace estallar, precisamente, las determinaciones de familia. Por el contrario, sólo poco a poco convierte la novela familiar en una simple dependencia de Edipo y lo neurotiza todo en el inconsciente al mismo tiempo que edipiza, que cierra el triángulo familiar sobre todo el inconsciente. El esquizo, he ahí al enemigo. La producción deseante es personalizada, o más bien personologizada, imaginarizada, estructuralizada (hemos visto que la verdadera diferencia o frontera no pasaba por entre estos términos, que tal vez son complementarios). La producción ya no es más que producción de fantasma, producción de expresión. El inconsciente deja de ser lo que es, una fábrica, un taller, para convertirse en un teatro, escena y puesta en escena. Y no en un teatro de vanguardia, que ya lo había en tiempos de Freud (Wedekind), sino en el teatro clásico, el orden clásico de la representación. El psicoanalista se convierte en el director de escena para un teatro privado — en lugar de ser el ingeniero o el mecánico que monta unidades de producción, que se enfrenta con agentes colectivos de producción y de antiproducción.
El psicoanálisis es como la revolución rusa, nunca sabemos cuándo empezó a andar mal. Siempre es preciso remontarse más arriba. ¿Con los americanos? ¿con la primera Internacional? ¿con el Comité secreto? ¿con las primeras rupturas que señalan tanto renuncias de Freud como traiciones de los que rompen con él? ¿con el propio Freud, desde el descubrimiento de Edipo? Edipo es el viraje idealista. No obstante, no podemos decir que el psicoanálisis haya ignorado la producción deseante. Las nociones fundamentales de la economia del deseo, trabajo y catexis, mantienen su importancia, pero subordinadas a las formas de un inconsciente expresivo y no a las formaciones del inconsciente productivo. La naturaleza anedípica de la producción de deseo sigue presente, pero colocada en las coordenadas de Edipo que la traducen en «preedípica», «paraedípica», «cuasi-edípica», etc. Las máquinas deseantes siempre están ahí, pero no funcionan más que detrás del muro del gabinete. Detrás del muro o entre bastidores, éste es el lugar que el fantasma originario concede a las máquinas deseantes, cuando lo vuelca todo sobre la escena edípica[45]. Sin embargo, no dejan de hacer un estrépito infernal. El propio psicoanalista no puede ignorarlo. De este modo su actitud más bien es de negación: todo eso es cierto, pero a pesar de todo está el papá-mamá. En el frontón del gabinete está escrito: deja tus máquinas deseantes en la puerta, abandona tus máquinas huérfanas y célibes, tu magnetofón y tu bici, entra y déjate edipizar. Todo surge ahí, empezando por el carácter inenarrable de la cura, su carácter interminable altamente contractual, flujo de palabras contra flujo de dinero. Entonces basta con lo que se llama un episodio psicótico: una chispa esquizofrénica, un día llevamos nuestro magnetófono al gabinete del analista, stop, intrusión de una máquina deseante, todo está invertido, hemos roto el contrato, no hemos sido fieles al gran principio de la exclusión del tercero, hemos introducido el tercero, la máquina deseante en persona[46]. No obstante, cada psicoanalista debería saber que, bajo Edipo, a través de Edipo, detrás de Edipo, tiene que enfrentarse con las máquinas deseantes. Al principio, los psicoanalistas no podían no tener conciencia del forcing realizado para introducir Edipo, para inyectarlo en todo el inconsciente. Luego, Edipo se apropió de la producción deseante como si todas las fuerzas productivas del deseo emanasen de él. El psicoanalista se convierte de este modo en el perchero de Edipo, el gran agente de la antiproducción en el deseo. La misma historia que la del Capital y de su mundo encantado, milagroso (al principio también, decía Marx, los primeros capitalistas no podían no tener conciencia…).
Tres textos de Freud
Fácilmente podemos ver que el problema es en primer lugar práctico, que ante todo concierne al problema de la cura. Pues el violento proceso de edipización se traza precisamente en el momento en que Edipo todavía no ha recibido su plena formulación teórica como «complejo nuclear» y lleva una existencia marginal. Que el análisis de Schreber no sea in vivo no elimina para nada su valor ejemplar desde el punto de vista de la práctica. Ahora bien, es en este texto (1911) donde Freud se enfrenta a la cuestión más temible: ¿cómo atreverse a reducir al tema paterno un delirio tan rico, tan diferenciado, tan «divino» como el delirio del presidente — sabiendo que el presidente en sus Memorias sólo concede unas breves referencias al recuerdo de su padre? En varias ocasiones el texto de Freud señala hasta qué punto percibe la dificultad: en primer lugar, parece difícil asignar como causa, aunque sólo sea ocasional, de la enfermedad un «acceso de libido homosexual» sobre la persona del médico Flechsig; pero, cuando reemplazamos el médico por el padre y encargamos al padre la explicación del Dios del delirio, apenas podemos seguir por nosotros mismos esta ascensión, pues nos otorgamos derechos que no pueden justificarse más que por sus ventajas desde el punto de vista de nuestra comprensión del delirio. Sin embargo, cuanto más enuncia Freud estos escrúpulos más los rechaza, más los barre con una firme respuesta. Respuesta doble: no es por mi culpa que el psicoanálisis dé prueba de una gran monotonía y encuentre al padre por todas partes, en Flechsig, en el Dios, en el sol; la culpa está en la sexualidad y en su obstinado simbolismo. Por otra parte, no tiene nada de sorprendente el que el padre aparezca constantemente en los delirios actuales bajo las formas menos reconocibles y más ocultas, puesto que aparece en todas partes y de manera más visible en los mitos antiguos y las religiones que expresan fuerzas o mecanismos que actúan eternamente en el inconsciente. Debemos constatar que el presidente Schreber no conoció tan sólo el destino de ser sodomizado por los rayos del cielo mientras vivía, sino el postumo de ser edipizado por Freud. Del enorme contenido político, social e histórico del delirio de Schreber no se tiene en cuenta ni una sola palabra, como si la libido no se ocupase de esas cosas. Sólo se invocan un argumento sexual, que lleva a cabo la soldadura entre la sexualidad y el complejo familiar, y un argumento mitológico, que plantea la adecuación entre el poder productivo del inconsciente y las «fuerzas edificadoras de los mitos y las religiones».
Este último argumento es muy importante, y no es por casualidad que Freud aquí declare su acuerdo con Jung. En cierta medida este acuerdo subsiste después de su ruptura. Pues, si consideramos que el inconsciente se expresa adecuadamente en los mitos y las religiones (teniendo siempre en cuenta el trabajo de transformación), existen dos maneras de leer esta adecuación, pero estas dos maneras tienen en común el postulado que armoniza el inconsciente con el mito y que, desde el principio, substituyó las formaciones productivas por simples formas expresivas. La cuestión fundamental: ¿por qué volver al mito? ¿por qué tomarlo como modelo? es ignorada, rechazada. Entonces, la adecuación o es interpretada de manera anagógica, hacia «arriba»; o bien, a la inversa, de manera analítica, hacia «abajo», relacionando el mito con las pulsiones — pero, como las pulsiones están calcadas del mito, deducidas del mito teniendo en cuenta las transformaciones… Queremos decir que es a partir del mismo postulado que Jung se ve conducido a restaurar la religiosidad más difusa, más espiritualizada, y que Freud se encuentra confirmado en su ateísmo más riguroso. Freud tiene tanta necesidad de negar la existencia de Dios como Jung de afirmar la esencia de lo divino para interpretar la adecuación postulada en común. Sin embargo, volver la religión inconsciente o volver el inconsciente religioso es siempre inyectar lo religioso en el inconsciente (¿qué sería del análisis freudiano sin los famosos sentimientos de culpabilidad que se confieren al inconsciente?). Freud se mantenía en su ateísmo al modo de un héroe. Pero, a su alrededor y cada vez más, se le dejaba hablar respetuosamente, se dejaba hablar al viejo, libres para preparar o sus espaldas la reconciliación entre las iglesias y el psicoanálisis, para preparar el momento en que la Iglesia formaría sus propios psicoanalistas y se podría escribir en la historia del movimiento: ¡también nosotros somos todavía piadosos! Recordemos la gran declaración de Marx: el que niega a Dios sólo hace «algo secundario», pues niega a Dios para plantear la existencia del hombre, para colocar al hombre en el lugar de Dios (teniendo en cuenta la transformación)[47]. Pero el que sabe que el lugar del hombre está en otro lugar, en la coextensividad del hombre y la naturaleza, ése ni siquiera deja subsistir la posibilidad de una cuestión «sobre un ser extraño, un ser colocado por encima de la naturaleza y el hombre»: ya no necesita de esta mediación, el mito, ya no necesita pasar por esta mediación, la negación de la existencia de Dios, pues ha alcanzado las regiones de una autoproducción del inconsciente, donde el inconsciente es tan ateo como huérfano, inmediatamente huérfano, inmediatamente ateo. Y no cabe la menor duda de que el primer argumento nos conduciría a una conclusión parecida. Pues, al unir la sexualidad con el complejo familiar, al convertir a Edipo en el criterio de la sexualidad en el análisis, la prueba de ortodoxia por excelencia, el propio Freud planteó el conjunto de las relaciones sociales y metafísicas como un después o un más allá que el deseo era incapaz de cargar inmediatamente. Desde entonces es bastante indiferente que este más allá se derive del complejo familiar por transformación analítica del deseo o sea significado por éste en una simbolización anagógica.
Consideremos otro texto de Freud, más tardío, en el que Edipo ya está designado como «complejo nuclear»: Pegan a un niño (1919). El lector no puede evitar una impresión de inquietante extrañeza. Nunca el tema paterno ha sido menos visible y, sin embargo, nunca fue afirmado con tanta pasión y resolución: el imperialismo de Edipo se basa, en este caso, en la ausencia. Pues, en una palabra, de los tres tiempos del fantasma supuestos en la niña, el primero es tal que el padre todavía no aparece, y en el tercero ya ha aparecido: queda por tanto el segundo en el que el padre brilla con todo su esplendor, «netamente y sin equívocos» — pero precisamente «esta segunda fase nunca tiene existencia real; ha permanecido inconsciente, por lo que nunca puede ser recordada, y no es más que una reconstitución analítica, aunque una reconstitución necesaria». ¿De qué se trata, de hecho, en este fantasma? Alguien pega a unos muchachos, por ejemplo el educador, bajo la mirada de unas niñas. Desde el principio asistimos a una doble reducción freudiana, que no es en modo alguno impuesta por el fantasma, pero sí exigida por Freud a modo de presupuesto. Por una parte, Freud quiere reducir deliberadamente el carácter de grupo del fantasma a una dimensión puramente individual: es preciso que los niños golpeados sean en cierta manera el yo («substitutos del propio sujeto») y que el autor de los golpes sea el padre («substituto del padre»). Por otra parte, es preciso que las variaciones del fantasma se organicen en disyunciones cuyo uso debe ser estrictamente exclusivo: de este modo, habrá una serie-niña y una serie-niño pero disimétricas, el fantasma femenino tendrá tres tiempos siendo el último el de «los muchachos son golpeados por el educador», el fantasma masculino no tendrá más que dos tiempos siendo el último el de «mi madre me pega». El único tiempo común (el segundo de las niñas y el primero de los niños) afirma sin equívocos la prevalencia del padre en ambos casos, pero éste es el famoso tiempo inexistente. Y así ocurre siempre en Freud. Es preciso algo común a ambos sexos, pero para carecer tanto a uno como a otro, para distribuir la carencia en dos series no simétricas y fundar el uso exclusivo de las disyunciones: ¡tú eres chica o chico! Así ocurre con Edipo y su «resolución», diferentes en el chico y en la chica. Así ocurre con la castración y su relación con Edipo en ambos casos. La castración es a la vez el patrimonio común, es decir, el Falo prevalente y trascendente, y la exclusiva distribución que se presenta en las chicas como deseo del pene y en los chicos como miedo de perderlo o rechazo de la actitud pasiva. Este algo común debe fundamentar el uso exclusivo de las disyunciones del inconsciente —y enseñarnos la resignación: resignación ante Edipo, resignación ante la castración, renuncia de las chicas al deseo del pene, renuncia de los chicos a la protesta masculina, en una palabra, «asunción del sexo»[48]. Este algo común, ese gran Falo, la Carencia o la Falta de dos caras no superponibles, es puramente mítico: es como lo Uno de la teología negativa, introduce la carencia en el deseo y hace emanar las series exclusivas a las que fija un fin, un origen y un curso resignado.
Será preciso afirmar lo contrario: no existe nada común entre ambos sexos, y a la vez no cesan de comunicarse, de un modo transversal en el que cada sujeto posee ambos, pero tabicados, y comunica con uno u otro sexo de otro sujeto. Esta es la ley de los objetos parciales. Nada falta, nada puede ser definido como una falta, como una carencia; y las disyunciones en el inconsciente nunca son exclusivas, pero son objeto de un uso propiamente inclusivo que tendremos que analizar. Para afirmar lo contrario Freud disponía de un concepto, el de bisexualidad; pero no es una casualidad el que nunca pudiese, o quisiese, dar a este concepto la posición y la extensión analítica que exigía. Sin ni siquiera llegar ahí, una viva controversia se levantó cuando algunos analistas, siguiendo a Mclanie Klein, intentaron definir las fuerzas inconscientes del órgano sexual femenino mediante caracteres positivos en función de los objetos parciales y de los flujos: este ligero deslizamiento que no suprimía la castración mítica, pero que la hacía depender secundariamente del órgano en lugar de considerar que el órgano dependiese de aquella, encontró en Freud una gran oposición[49]. Freud mantenía que el órgano, desde el punto de vista del inconsciente, no podía comprenderse más que a partir de una carencia o de una privación primera y no a la inversa. Existe ahí un paralogismo propiamente analítico (que se volverá a encontrar con gran fuerza en la teoría del significante) que consiste en pasar del objeto parcial separable a la posición de un objeto completo como separado (falo). Este paso implica un sujeto determinado como yo fijo bajo tal o cual sexo, que necesariamente vive como una carencia su subordinación al objeto completo tiránico. Tal vez ya no es así cuando el objeto parcial es puesto por sí mismo sobre el cuerpo sin órganos, teniendo como único sujeto, no un «yo», sino la pulsión que forma con él la máquina deseante y que entabla relaciones de conexión, de disyunción, de conjunción con otros objetos parciales, en el seno de la multiplicidad correspondiente de la que cada elemento no puede definirse más que positivamente. Es preciso hablar de «castración» en el mismo sentido que de edipización, pues aquélla es su coronación: designa la operación por la que el psicoanálisis castra el inconsciente, inyecta la castración en el inconsicente. La castración como operación práctica sobre el inconsciente es obtenida cuando los mil cortes-flujos de máquinas deseantes, todas positivas, todas productivas, son proyectados a un mismo lugar mítico, al rasgo unitario del significante. Todavía no hemos acabado de cantar la letanía de las ignorancias del inconsciente. El inconsciente ignora la castración del mismo modo como ignora a Edipo, los padres, los dioses, la ley, la carencia… Los movimientos de liberación de las mujeres tienen razón cuando dicen: no estamos castradas, se os enmierda[50]. Y en lugar de salir airosos con la miserable astucia que consiste, para los hombres, en responder que ésta es la prueba de su castración — o en lugar de consolarlas diciendo que los hombres también están castrados, aunque alegrándonos de que lo estén en la otra cara, la que no es superponible—, debemos reconocer que los movimientos de liberación femenina presentan con ambigüedad lo que pertenece a cualquier exigencia de liberación: la propia fuerza del inconsciente, la catexis o carga del campo social por el deseo, el retiro de catexis de las estructuras represivas. Y tampoco se deberá argüir que la cuestión no radica en saber si las mujeres están castradas o no, sino en saber si el propio inconsciente «cree en ello», pues toda la ambigüedad radica ahí: ¿qué significa creencia aplicada al inconsciente, qué es un inconsciente que tan sólo «cree» en vez de producir, cuáles son las operaciones, los artificios, que inyectan al inconsciente «creencias» — ni siquiera irracionales, sino al contrario demasiado razonables y conformes con el orden establecido?
Volvamos al fantasma «pegan a un niño, unos niños son pegados»: es típicamente un fantasma de grupo, en el que el deseo carga el campo social y sus propias formas represivas. Si existe puesta en escena, es la puesta en escena de una máquina social-deseante cuyos productos no debemos considerar abstractamente, separando el caso de la chica y del chico, como si cada uno fuese un pequeño yo manteniendo su propio «affaire» con su papá y su mamá. Por el contrario, debemos considerar el conjunto y la complementariedad chico-chica, padres-agentes de producción y de antiproducción, a la vez en cada individuo y en el socius que preside la organización del fantasma de grupo. Es al mismo tiempo que los chicos se hacen golpear-iniciar por el educador en la escena erótica de la chiquilla (máquina de ver) y se gozan masoquísticamente en la mamá (máquina anal). De tal modo que no pueden ver más que convirtiéndose en chicas y las chicas no pueden experimentar el placer del castigo más que convirtiéndose en chicos. Es todo un coro, un montaje: de regreso al pueblo después de una expedición en el Vietnam, en presencia de las desconsoladas hermanas, los crápulas Marines se hacen pegar por el instructor, sobre cuyas rodillas está sentada la mamá, y se gozan de haber sido tan malos, de haber torturado tan bien. ¡Qué mal, pero qué bueno! Tal vez nos podamos acordar de una secuencia del film Dixseptième parallèle: en ella vemos al coronel Patton, el hijo del general, declarando que sus muchachos son formidables, que aman a su padre, a su madre y a su patria, que lloran en los servicios religiosos por sus compañeros muertos, bravos muchachos —luego el rostro del coronel cambia, gesticula, revela a un gran paranoico de uniforme que grita para acabar: y con ello tenemos verdaderos matadores… Es evidente que cuando el psicoanálisis tradicional explica que el instructor es el padre, y que el coronel también es el padre, y que incluso la madre también es el padre, vuelca todo el deseo sobre una determinación familiar que ya no tiene nada que ver con el campo social realmente cargado por la libido. Está claro que siempre hay algo del padre o de la madre tomado en la cadena significante, los bigotes del padre, el brazo levantado de la madre, pero siempre yendo a ocupar determinado lugar furtivo entre los agentes colectivos. Los términos de Edipo no forman un triángulo, existen reventados en todos los rincones del campo social, la madre sobre las rodillas del educador, el padre al lado del coronel. El fantasma de grupo está enchufado, maquinado, sobre el socius. Ser enculado por el socius, desear ser enculado por el socius, no deriva del padre y de la madre, aunque el padre y la madre desempeñen su papel como agentes subalternos de transmisión o de ejecución.
Cuando la noción de fantasma de grupo fue elaborada en la perspectiva del análisis institucional (en los trabajos del equipo de La Borde, en torno de Jean Oury), la primera tarea radicó en señalar su diferencia de naturaleza con respecto al fantasma individual. Entonces apareció que el fantasma de grupo era inseparable de las articulaciones «simbólicas» que definen un campo social en tanto que real, mientras que el fantasma individual volcaba el conjunto de este campo sobre datos «imaginarios». Si prolongamos esta primera distinción vemos que el propio fantasma individual está enchufado en el campo social existente, pero lo capta bajo cualidades imaginarias que le confieren una especie de transcendencia o inmortalidad al abrigo de las cuales el individuo, el yo, desempeña su seudo-destino: qué importa que yo muere, dice el general, si el ejército es inmortal. La dimensión imaginaria del fantasma individual posee una importancia decisiva sobre la pulsión de muerte, por lo que la inmortalidad conferida al orden social existente implica en el yo todas las catexis de represión, los fenómenos de identificación, de «superyoización» y de castración, todas las resignaciones-deseos (convertirse en general, convertirse en un bajo, medio o alto cuadro), comprendida en ellas la resignación de morir al servicio de este orden, mientras que la misma pulsión es proyectada hacia el exterior y volcada hacia los otros (¡muerte al extranjero, a los que no pertenecen a nuestro grupo!). El polo revolucionario del fantasma de grupo aparece, al contrario, en el poder vivir las propias instituciones como mortales, en el poder destruirlas o cambiarlas según las articulaciones del deseo y del campo social, al convertir la pulsión de muerte en una verdadera creatividad institucional. Pues ahí radica el criterio, al menos formal, entre la institución revolucionaria y la enorme inercia que la ley comunica a las instituciones en un orden establecido. Como dice Nietzsche, ¿iglesias, ejércitos, Estados, cuál de estos perros quiere morir? De lo que se deduce una tercera diferencia entre el fantasma de grupo y el fantasma llamado individual: éste último tiene por sujeto el yo en tanto que determinado por las instituciones legales y legalizadas en las que «se imagina», hasta el punto que, incluso en sus perversiones, el yo se adecúa al uso exclusivo de las disyunciones impuestas por la ley (por ejemplo, homosexualidad edípica). Pero el fantasma de grupo ya no tiene por sujeto más que las propias pulsiones y las máquinas deseantes que forman con la institución revolucionaria. El fantasma de grupo incluye las disyunciones, en el sentido en que cada uno, destituido de su identidad personal, pero no de sus singularidades, entra en relación con el otro siguiendo la comunicación propia a los objetos parciales: cada uno pasa al cuerpo del otro sobre el cuerpo sin órganos. Klossowski ha mostrado claramente, a este respecto, la relación inversa que divide el fantasma en dos direcciones, según que la ley económica establezca la perversión en los «intercambios psíquicos» o que, por el contrario, los intercambios psíquicos promuevan una subversión de la ley: «Anacrónico, respecto al nivel institucional de lo gregario, el estado singular puede según su intensidad más o menos fuerte efectuar una desactualización de la misma institución y a su vez denunciarla como anacrónica»[51]. Los dos tipos de fantasma, o más bien los dos regímenes, se distinguen, pues, según que la producción social de los «bienes» imponga su regla al deseo por intermedio de un yo cuya unidad ficticia está garantizada por los propios bienes, o según que la producción deseante de los afectos imponga su regla a instituciones cuyos elementos ya no son más que pulsiones. Si todavía es preciso hablar de utopía en este último sentido, a lo Fourier, ciertamente no es como modelo ideal, sino como acción y pasión revolucionarias. Klossowski, en sus obras recientes, nos indica el único medio para superar el paralelismo estéril en el que nos debatimos entre Freud y Marx: descubriendo la manera como la producción social y las relaciones de producción son una institución del deseo y como los afectos o las pulsiones forman parte de la propia infraestructura. Pues forman parte de ella, están allí presentes en todos los modos, creando en las formas económicas su propia represión así como los medios para romper con esta represión.
El desarrollo de las distinciones entre fantasma de grupo y fantasma individual muestra, finalmente, que no existe fantasma individual. Más bien existen dos clases de grupos-sujetos y los grupos sometidos — Edipo y la castración forman la estructura imaginaria bajo la que los miembros del sometido están determinados a vivir o fantasmasear individualmente su pertenencia al grupo. Es preciso añadir que las dos clases de grupos están en deslizamiento perpetuo, un grupo-sujeto está siempre amenazado por la sujeción, un grupo sometido en algunos casos puede verse obligado a asumir un papel revolucionario. No deja de ser inquietante ver cómo el análisis freudiano no retiene del fantasma más que sus líneas de disyunción exclusiva y lo aplasta en sus dimensiones individuales o seudo-individuales que por naturaleza le relacionan con grupos sometidos, en lugar de realizar la operación inversa extrayendo del fantasma el elemento subyacente de una potencialidad revolucionaria de grupo. Cuando aprendemos que el instructor, el educador, es el papá, y también el coronel, y también la madre, cuando de este modo se encierran todos los agentes de la producción y de la antiproducción sociales en las figuras de la reproducción familiar, comprendemos que la alocada libido no se arriesgue a salir de Edipo y lo interiorice. Lo interioriza bajo la forma de una dualidad castradora entre sujeto del enunciado y sujeto de la enunciación, característica del fantasma seudoindividual («Yo, como hombre, le comprendo, pero como juez, como patrón, como coronel o general, es decir, como padre, le condeno»). Pero esta dualidad es artificial, derivada, y supone una relación directa del enunciado con agentes colectivos de enunciación en el fantasma de grupo.
Entre el asilo represivo, el hospital legalista, por una parte, y el psicoanálisis contractual por otra, el análisis institucional trata de trazar su difícil camino. Desde el principio, la relación psicoanalítica está moldeada por la relación contractual de la medicina burguesa más tradicional: la fingida exclusión del tercero, el papel hipócrita del dinero al que el psicoanálisis aporta nuevas justificaciones bufonescas, la pretendida limitación en el tiempo que se desmiente a sí misma al reproducir una deuda hasta el infinito, al alimentar una inagotable transferencia, al alimentar siempre nuevos conflictos. Uno se sorprende al oír decir que un análisis terminado es por ello mismo un análisis fracasado, aunque esta proposición venga acompañada por una fina sonrisa del analista. Uno se sorprende al oír a un sagaz analista mencionar, de paso, que uno de sus «enfermos» todavía sueña con ser invitado a tomar el aperitivo en su casa, después de varios años de análisis, como si ahí no tuviera el signo minúsculo de una dependencia abyecta a la que el analista reduce a sus pacientes. ¿Cómo conjurar en la cura este abyecto deseo de ser amado, el deseo histérico y llorón que nos obliga a doblar las rodillas, nos acuesta en el diván y hace que allí nos quedemos? Consideremos un tercer y último texto de Freud, Análisis terminable e interminable (1937)[52]. No debemos seguir una sugestión reciente que afirma que sería mejor traducir «Análisis finito, análisis infinito». Pues finito-infinito pertenece casi a las matemáticas o a la lógica, mientras que el problema singularmente práctico y concreto es: ¿esta historia tiene un fin? ¿podemos acabar con un análisis, puede terminarse el proceso de la cura, sí o no? ¿puede concluirse o está condenado a una continuación hasta el infinito? Como dice Freud, ¿podemos agotar un «conflicto» actualmente dado, podemos prevenir al enfermo de conflictos posteriores, incluso podemos levantar nuevos conflictos con un fin preventivo? Una enorme belleza anima este texto de Freud: al mismo tiempo que algo desesperado, desencantado, cansado, hay una serenidad, una certeza de la obra realizada. Es el testamento de Freud. Va a morir y lo sabe. Sabe que algo no funciona en el psicoanálisis: ¡la cura tiende cada vez más a ser interminable! Sabe que pronto ya no estará allí para ver cómo cambia todo ello. Entonces, realiza la recensión de los obstáculos a la cura con la serenidad del que siente que ése es el tesoro de su obra, pero ya la ponzoña se ha introducida en ella. Todo iría bien si el problema económico del deseo fuese solamente cuantitativo; se trataría de reforzar el yo contra las pulsiones. El famoso yo fuerte y maduro, el «contrato», el «pacto» entre un yo a pesar de todo normal y el analista… Sin embargo, existen factores cualitativos en la economía deseante que precisamente obstaculizan la cura y con respecto a los cuales se reprocha no haberlos tenido suficientemente en cuenta.
El primero de estos factores es el «peñasco» de la castración, el peñasco con dos laderas no simétricas que introduce en nosotros un alveolo incurable y sobre el cual descansa el análisis. El segundo es una aptitud cualitativa del conflicto que hace que la cantidad de libido no se divida en dos fuerzas variables correspondientes a la heterosexualidad y a la homosexualidad, pero crea en la mayoría de la gente oposiciones irreductibles entre las dos fuerzas. El tercero, por último, de una importancia económica tal que relega las consideraciones dinámicas y tópicas, concierne a un tipo de resistencias no localizables: se podría decir que algunos sujetos tienen una libido tan viscosa, o más bien al contrario tan líquida, que nada llega a «cuajar» en ellos. Nos equivocaríamos si en esta observación de Freud no viésemos más que una observación de detalle, una anécdota. De hecho, se trata de lo más esencial del fenómeno del deseo, a saber, los flujos cualitativos de la libido. André Green, en unas bellas páginas, recientemente ha vuelto a abordar la cuestión presentándonos el cuadro de tres tipos de «sesiones cuyas dos primeras implican contra-indicación: sólo la tercera constituiría la sesión ideal del análisis»[53]. Según el tipo I (viscosidad, resistencia de forma histérica), «la sesión está dominada por un clima pesado, grave, cenagoso. Los silencios son de plomo, el discurso está dominado por la actualidad… es uniforme, es un relato descriptivo en el que nada que remita al pasado es discernible, es un relato que se desarrolla según un hilo continuo que no permite ninguna rotura… Los sueños son relatados… el enigma, que todo sueño es, es tomado en la elaboración secundaria que concede prelación al sueño como relato y como acontecimiento antes que al sueño como trabajo sobre pensamientos… Transferencia enviscada…». Según el tipo II (liquidez, resistencia de forma obsesiva), «la sesión está dominada por una extrema movilidad de representaciones de toda clase… la lengua está desatada, rápida, casi torrencial… todo pasa por ella, …el paciente también podría decir todo lo contrario de lo que dice sin que cambiase para nada lo fundamental de la situación analítica. Todo ello no tiene consecuencias, pues el análisis se desliza sobre el diván como el agua sobre las plumas de un pato. No existe ningún forzamiento por parte del inconsciente, ningún amarre en la transferencia. La transferencia aquí es volátil…». Queda pues el tercer tipo, cuyas características definen un buen análisis: el paciente «habla para constituir el proceso de una cadena de significantes. La significación no está fijada al significado al que remite cada uno de los significantes enunciados, pero está constituida por el proceso, la sutura, la concatenación de los elementos encadenados… Toda interpretación proporcionada por (el paciente) puede darse por un ya-significado en espera de su significación. Con este motivo la interpretación siempre es retrospectiva, como la significación percibida. Era, pues, aquello lo que esto quería decir…»
Lo grave es que Freud nunca pusiera en duda el proceso de la cura. Sin duda, es demasiado tarde para él, pero ¿para los demás?… Freud interpretó estos problemas como obstáculos a la cura y no como insuficiencias de la cura o como efectos, contra-efectos, de su procedimiento. Pues la castración como estado analizable (o inanalizable, último peñasco) es más bien el efecto de la castración como acto psicoanalítico. Y la homosexualidad edípica (la aptitud cualitativa hacia el conflicto) es más bien el efecto de la edipización, que la cura sin duda no inventa, pero precipita y acentúa en las condiciones artificiales de su ejercicio (transferencia). Y, a la inversa, cuando flujos de libido resisten a la práctica de la cura, más bien nos encontramos con el inmenso clamor de toda la producción deseante que con una resistencia del ello. Ya sabíamos que el perverso es difícil de edipizar: ¿por qué se deja, sin embargo, dado que ha inventado otras territorialidades, más artificiales e incluso más lunares que la de Edipo? Sabíamos que el esquizo no es edipizable, ya que está fuera de toda territorialidad, ya que ha llevado sus flujos al desierto. Pero, ¿qué es lo que queda cuando aprendemos que «resistencias» de forma histérica u obsesiva dan fe de la cualidad anedípica de los flujos de deseo en la propia tierra de Edipo? Esto es lo que muestra la economía cualitativa: los flujos chorrean, pasan a través del triángulo, desunen sus vértices. El tampón edípico no deja señal en esos flujos, como tampoco sobre la confitura o sobre el agua. Contra las paredes del triángulo, hacia el exterior, ejercen la irresistible presión de la lava o el invencible chorreo del agua. ¿Cuáles son las buenas condiciones de la cura? Un flujo que se deja sellar por Edipo; objetos parciales que se dejan subsumir bajo un objeto completo incluso ausente, falo de la castración; cortes-flujos que se dejan proyectar a un lugar mítico; cadenas polívocas que se dejan convertir en bi-unívocas, que se dejan linealizar, suspender, en un significante; un inconsciente que se deja expresar; síntesis conectivas que se dejan tomar en un uso global y específico; síntesis disyuntivas que se dejan tomar en un uso exclusivo, limitativo; síntesis conjuntivas que se dejan tomar en un uso personal y segregativo…; Pues, ¿qué significa «era, pues, aquello lo que esto quería decir»? Aplastamiento del «pues» sobre Edipo y la castración. Suspiro de alivio: ves, el coronel, el instructor, el educador, el patrón, todo esto quería decir aquello, Edipo y la castración, «toda la historia en una nueva versión»… No decimos que Edipo y la castración no sean nada: se nos edipiza, se nos castra, y no es el psicoanálisis quien inventó estas operaciones a las que tan sólo presta los recursos y procedimientos de nuevo cuño. Pero basta esto para hacer callar este clamor de la producción deseante: ¡todos somos esquizos! ¡todos somos perversos! todos somos Libidos demasiado viscosas o demasiado fluidas… y no por propio gusto, sino porque allí nos han llevado los flujos desterritorializados… ¿Qué neurótico un poco grave no está apoyado sobre el peñasco o la roca de la esquizofrenia, peñasco esta vez móvil, aerolito? ¿Quién no frecuenta las territorialidades perversas, más allá de los jardines de infancia de Edipo? ¿Quién no siente los flujos de su deseo y la lava y el agua? Y sobre todo ¿de qué estamos enfermos? ¿De la esquizofrenia incluso como proceso? ¿O bien de la neurotización violenta a la que se nos entrega y para la que el psicoanálisis ha inventado nuevos medios, Edipo y castración? ¿Estamos enfermos de la esquizofrenia como proceso —o de la continuación del proceso hasta el infinito, en el vacío, horrible exasperación (la producción del esquizofrénico-entidad), o de la confusión del proceso con un fin (la producción del perverso-artificio), o de la interrupción prematura del proceso (la producción del neurótico-análisis)? Se nos enfrenta a la fuerza con Edipo y la castración, se nos echa sobre ellos; sea para medirnos con esa cruz, sea para constatar que no somos mensurables por ella. Sin embargo, el mal de cualquier modo está hecho, la cura eligió el camino de la edipización, todo alfombrado de residuos, contra la esquizofrenización que debe curarnos de la cura.
La síntesis conectiva de producción
Dadas las síntesis del inconsciente, el problema práctico es el de su uso, legítimo o no, y de las condiciones que definen un uso de síntesis como legítimo o ilegítimo. Sea el ejemplo de la homosexualidad (aunque sea algo más que un ejemplo). Anteriormente señalábamos como, en Proust, las páginas célebres de Sodoma y Gomorra entrelazaban dos temas abiertamente contradictorios, uno sobre la culpabilidad fundamental de las «razas malditas», el otro sobre la inocencia radical de las flores. Con mucha rapidez se ha aplicado a Proust el diagnóstico de una homosexualidad edípica, por fijación a la madre, de dominante depresiva y culpabilidad sado-masoquista. De un modo más general, con demasiada rapidez se han descubierto contradicciones en los fenómenos de lectura, ya sea para declararlas irreductibles, o para resolverlas o mostrar que tan sólo son aparentes, según los gustos. En verdad, nunca hay contradicciones, aparentes o reales, sólo hay grados de humor. Y como la lectura misma posee sus grados de humor, del negro al blanco, con los que evalúa los grados coexistentes de lo que ella lee, el único problema siempre es el de una repartición sobre una escala de intensidades que asigna el lugar y el uso de cada cosa, cada ser o cada escena; hay esto y además aquello, y aclarémonos con ello y tanto peor si no nos gusta. Es posible que a este respecto la chabacana advertencia de Charlus sea profética: «¡A uno le importa un bledo su vieja abuela, eh, golfilla!» Pues, ¿qué ocurre en la Recherche, una sola y misma historia infinitamente variada? Está claro que el narrador no ve nada, no oye nada, es un cuerpo sin órganos, que no observa nada, pero que responde a los más mínimos signos, a la menor vibración, saltando sobre su presa. Todo empieza con nebulosas, conjuntos estadísticos de vagos contornos, formaciones molares o colectivas que implican singularidades repartidas al azar (un salón, un grupo de muchachas, un paisaje…). Luego, en estas nebulosas o estos colectivos, se dibujan unos «lados», se organizan series, se figuran personas en estas series, bajo extrañas leyes de carencia, ausencia, simetría, exclusión, no comunicación, vicio y culpabilidad. Luego, todo se mezcla de nuevo, se deshace, pero esta vez en una multiplicidad pura y molecular, en la que los objetos parciales, las «cajas», los «vasos», tienen todos igualmente sus determinaciones positivas y entran en comunicación aberrante según una transversal que recorre toda la obra, inmenso flujo que cada objeto parcial produce y recorta, reproduce y corta a la vez. Más que el vicio, dice Proust, inquietan la locura y su inocencia. Sí la esquizofrenia es lo universal, el gran artista es aquél que franquea el muro esquizofrénico y llega a la patria desconocida, allí donde ya no pertenece a ningún tiempo, a ningún medio, a ninguna escuela.
Así ocurre en un pasaje ejemplar, el primer beso a Albertine. El rostro de Albertine primero es una nebulosa, apenas extraída del colectivo de las muchachas. Luego aparece la persona de Albertine, a través de una serie de planos que son como sus distintas personalidades, el rostro de Albertine saltando de un plano a otro, a medida que los labios del narrador se acercan a la mejilla. Por último, en la proximidad total, todo se deshace como una visión sobre la arena, el rostro de Albertine estalla en objetos parciales moleculares, mientras que los del rostro del narrador reúnen el cuerpo sin órganos, ojos cerrados, nariz encogida, boca llena. O aún más, es el amor que cuenta la misma historia. De la nebulosa estadística, del conjunto molar de los amores hombres-mujeres, se desprenden las dos series malditas y culpables que dan fe de una misma castración bajo dos caras no superponibles, la serie de Sodoma y la serie de Gomorra, cada una excluyendo a la otra. Sin embargo, ésta no es la última palabra, puesto que el tema vegetal, la inocencia de las flores, nos proporciona otro mensaje y otro código: cada uno es bisexuado, cada uno posee los dos sexos, pero compartimentados, incomunicados; el hombre es tan sólo aquél en el que la parte masculina domina estadísticamente, la mujer, aquélla en la que la parte femenina domina estadísticamente. De tal modo que al nivel de las combinaciones elementales es preciso hacer intervenir al menos dos hombres y dos mujeres para constituir la multiplicidad en la que se establezcan comunicaciones transversales, conexiones de objetos parciales y de flujos: la parte masculina de un hombre puede comunicar con la parte femenina de una mujer, pero también con la parte masculina de una mujer, o con la parte femenina de otro hombre, o incluso con la parte masculina de otro hombre, etc. Ahí cesa toda culpabilidad, pues ésta no puede introducirse en esas flores. A la alternativa de las exclusiones «o bien… o bien», se opone el «ya» de las combinaciones y permutaciones en el que las diferencias vuelven a lo mismo sin cesar de ser diferencias.
Estadística o molarmente somos heterosexuales, pero personalmente homosexuales, sin saberlo o sabiéndolo, y por último somos trans-sexuados elemental o molecularmente. Por ello Proust, el primero en desmentir toda interpretación edipizante de sus propias interpretaciones, opone dos tipos de homosexualidad, o más bien dos regiones en las que sólo una es edípica, exclusiva y depresiva, pero la otra esquizoide anedípica, inclusa e inclusiva: «Unos, los que sin duda tuvieron la infancia más tímida, apenas se preocupan del tipo material de placer que reciben, con tal que puedan relacionarlo con un rostro masculino. Mientras que otros, sin duda poseedores de sentidos más violentos, conceden a su placer material imperiosas localizaciones. Aquellos tal vez con sus confesiones estarán en contra de la mayoría de la gente. Quizás viven menos exclusivamente bajo el satélite de Saturno, pues para ellos las mujeres no están enteramente excluidas como para los primeros… Los segundos buscan a aquéllas que prefieren a su vez a las mujeres, pues ellas pueden procurarles un muchacho y acrecentar el placer que experimentan al encontrarse con él; además, pueden, de la misma manera, sentir con ellas el mismo placer que con un hombre… Pues en las relaciones que mantienen con ellas desempeñan, para la mujer que ama a las mujeres, el papel de otra mujer, y la mujer les ofrece al mismo tiempo aproximadamente lo que encuentran en el hombre…»[54].
Lo que aquí se opone son dos usos de la síntesis conectiva: un uso global y específico, un uso parcial y no específico. En el primer uso el deseo recibe a la vez un sujeto fijo, yo especificado bajo tal o cual sexo, y objetos completos determinados como personas globales. La complejidad y los fundamentos de una operación tal aparecen mejor si consideramos las reacciones mutuas entre las diferentes síntesis del inconsciente según tal o cual uso. En efecto, en primer lugar la síntesis de registro pone, sobre su superficie de inscripción en las condiciones de Edipo, un yo determinable o diferenciable con relación a imágenes parentales que sirven de coordenadas (madre, padre). Se da una triangulación que implica en su esencia una prohibición constituyente, que condiciona la diferenciación de las personas: prohibición de realizar el incesto con la madre y de ocupar el lugar del padre. Sin embargo, con un extraño razonamiento se saca en conclusión que, puesto que está prohibido, por ello mismo sería deseado. En verdad, las personas globales, la forma misma de las personas, no preexisten a las prohibiciones que pesan sobre ellas y que las constituyen, como tampoco escapan a la triangulación en la que entran: a un mismo tiempo el deseo recibe sus primeros objetos completos y ve cómo le son prohibidos. Por tanto, es la misma operación edípica la que fundamenta la posibilidad de su propia «solución», por vía de la diferenciación de las personas conforme a lo prohibido, y la posibilidad de su fracaso o de su estancamiento, por caída en lo indiferenciado o en diferenciaciones que lo prohibido crea (incesto por identificación con el padre, homosexualidad por identificación con la madre…). Del mismo modo que la forma de las personas, la materia personal de la transgresión no preexiste a lo prohibido. Vemos, pues, la facilidad que posee lo prohibido para desplazarse a sí mismo, ya que desde el principio desplaza al deseo. Se desplaza él mismo, en el sentido que la descripción edípica no se impone en la síntesis de registro sin reaccionar sobre la síntesis de producción, y transforma profundamente las conexiones de esta síntesis al introducir nuevas personas globales. Estas nuevas imágenes de personas son la hermana y la esposa, después del padre y la madre. A menudo se ha señalado que lo prohibido existía bajo dos formas, una negativa que ante todo conduce a la madre e impone la diferenciación, la otra positiva, que concierne a la hermana y domina el intercambio (obligación de tomar como esposa a cualquiera menos mi hermana, obligación de reservar mi hermana para cualquier otro; dejar mi hermana a un hermano político, recibir mi esposa de un padre político)[55]. Y aunque a este nivel se produzcan nuevas estasis o caídas, como nuevas figuras de incesto y homosexualidad, no cabe la menor duda de que el triángulo edípico no poseería medio alguno para transmitirse y reproducirse sin este segundo grado: el primer grado elabora la forma del triángulo, pero sólo el segundo asegura la transmisión de esta forma. Tomo una mujer que no sea mi hermana para constituir la base diferenciada de un nuevo triángulo cuya cima, cabeza abajo, será mi hijo —lo que se llama salir de Edipo, pero también reproducirlo, transmitirlo antes de reventar solo, incesto, homosexual y zombi.
De este modo, el uso parental o familiar de la síntesis de registro se prolonga en un uso conyugal, o de alianza, de las síntesis conectivas de producción: un régimen de conjugación de las personas substituye a la conexión de los objetos parciales. En el conjunto, las conexiones de máquinas-órganos propias a la producción deseante dan sitio a una conjugación de personas bajo las reglas de la reproducción familiar. Los objetos parciales ahora parecen extraídos de las personas, en lugar de serlo de los flujos no personales que pasan de unos a otros. Ocurre que las personas se derivan de cantidades abstractas, en el lugar de los flujos. Los objetos parciales, en vez de una apropiación conectiva, se convierten en las posesiones de una persona y, si es preciso, en la propiedad de otra. Kant, del mismo modo que saca la conclusión de siglos de meditación escolástica al definir a Dios como principio del silogismo disyuntivo, saca la conclusión de siglos de meditación jurídica romana cuando define el matrimonio como el vínculo a partir del cual una persona se convierte en propietaria de los órganos sexuales de otra persona[56]. Basta consultar un manual religioso de casuística sexual para ver con qué restricciones las conexiones órganos-máquinas son toleradas en el régimen de la conjugación de las personas, que legalmente fija su extracción del cuerpo de la esposa. Pero, incluso mejor, la diferencia de régimen aparece cada vez que una sociedad deja subsistir un estado infantil de promiscuidad sexual, en la que todo está permitido hasta la edad en que el joven entra a su vez bajo el principio de conjugación que regula la producción social de hijos. Sin duda, las conexiones de la producción deseante obedecían a una regla binaria; e incluso hemos visto cómo intervenía un tercer término en esta binariedad, el cuerpo sin órganos que reinyecta el producir en el producto, prolonga las conexiones de máquinas y sirve de superficie de registro. Pero precisamente aquí no se produce ninguna operación bi-unívoca que eche la producción sobre representantes; ninguna triangulación aparece a este nivel que relacione los objetos del deseo con personas globales, ni el deseo con un sujeto específico. El único sujeto es el propio deseo sobre el cuerpo sin órganos, en tanto que maquina objetos parciales y flujos, extrayendo y cortando unos con otros, pasando de un cuerpo a otro, según conexiones y apropiaciones que cada vez destruyen la unidad facticia de un yo posesor o propietario (sexualidad anedípica).
El triángulo se forma en el uso parental y se reproduce en el uso conyugal. Todavía no sabemos qué fuerzas determinen esta triangulación que se inmiscuye en el registro del deseo para transformar todas sus conexiones productivas. Pero al menos podemos seguir, someramente, la forma cómo estas fuerzas proceden. Se nos dice que los objetos parciales están tomados en una intuición de totalidad precoz, del mismo modo que el yo en una intuición de unidad que precede a su realización. (Incluso en Melanie Klein, el objeto parcial esquizoide es relacionado a un todo que prepara la llegada del objeto completo en la fase depresiva.) Es evidente que una totalidad-unidad semejante no se establece más que sobre un cierto modo de ausencia, como ése del que «carecen» los objetos parciales y los sujetos de deseo. Desde ese momento ya todo está realizado: en todo lugar encontramos la operación analítica que consiste en extrapolar un algo transcendente y común, pero que no es un universal-común más que para introducir la carencia en el deseo, para fijar y especificar personas y un yo bajo tal o cual cara de su ausencia, e imponer a la disyunción de los sexos un sentido exclusivo. Así por ejemplo en Freud: para Edipo, para la castración, para el segundo tiempo del fantasma Pegan a un niño, o incluso para el famoso período de latencia en el que culmina la mixtificación analítica. Este algo común, transcendente y ausente, será llamado falo o ley, para designar «el» significante que distribuye en el conjunto de la cadena los efectos de significación e introduce en ellos las exclusiones (de ahí las interpretaciones edipizantes del lacanismo). Ahora bien, este significante actúa como causa formal de la triangulación, es decir, hace posible la forma del triángulo y su reproducción: Edipo también tiene como fórmula 3 + 1, el Uno del falo transcendente sin el cual los términos considerados no formarían un triángulo[57]. Todo ocurre como si la cadena llamada significante, formada por elementos en sí mismos no significantes, de una escritura polívoca y de fragmentos separables, fuese el objeto de un tratamiento especial, de un aplastamiento que sacase su objeto separado, significante despótico bajo cuya ley toda la cadena parece desde ese momento suspendida, cada eslabón triangulado. Se da ahí un curioso paralogismo que implica un uso trascendente de las síntesis del inconsciente: pasamos de los objetos parciales separables al objeto completo separado, de donde se derivan las personas globales por asignación de carencia. Por ejemplo, en el código capitalista y su fórmula trinitaria, el dinero como cadena separable se convierte en capital como objeto separado, que no existe más que bajo el aspecto fetichista del stock y de la carencia. Lo mismo ocurre con el código edípico: la libido como energía de extracción y de separación es convertida en falo como objeto separado, no existiendo éste más que bajo la forma trascendente de stock y de carencia (algo común y ausente que falta tanto a los hombres como a las mujeres). Es esta conversión la que hace volcar toda la sexualidad en el marco edípico: esta proyección de todos los cortes-flujos sobre un mismo lugar mítico, de todos los signos no significantes en un mismo significante mayor. «La triangulación efectiva permite la especificación de la sexualidad al sexo. Los objetos parciales no han perdido nada de su virulencia y de su eficacia. Sin embargo, la referencia al pene concede a la castración su pleno sentido. Por ella se significan posteriormente todas las experiencias externas vinculadas a la privación, a la frustración, a la carencia de los objetos parciales. Toda la historia anterior es refundida en una nueva versión a la luz de la castración»[58].
Esto es precisamente lo que nos inquieta, esta refundición de la historia, y esta «carencia» atribuida a los objetos parciales. ¿Y cómo no habrían perdido su virulencia y su eficacia, una vez introducidos en un uso de síntesis que permanece fundamentalmente ilegítimo a su respecto? No negamos que haya una sexualidad edípica, una heterosexualidad y una homosexualidad edípicas, una castración edípica — objetos completos, imágenes globales y yos específicos. Lo que negamos es que sean producciones del inconsciente. Además, la castración y la edipización engendran una ilusión fundamental que nos hace creer que la producción deseante real es justiciable de formaciones más altas que la integran, la someten a leyes transcendentes y le sirven una producción social y cultural superior: entonces aparece una especie de «desprendimiento» del campo social con respecto a la producción del deseo, en nombre del cual todas las resignaciones están desde un principio justificadas. Ahora bien, el psicoanálisis, al nivel más concreto de la cura, apoya con todas sus fuerzas este movimiento aparente. El mismo asegura esta conversión del inconsciente. En lo que llama preedípico ve un estadio que debe ser superado en el sentido de una integración evolutiva (hacia la posición depresiva bajo el reino del objeto completo), o debe ser organizado en el sentido de una integración estructural (hacia la posición de un significante despótico, bajo el reino del falo). La aptitud al conflicto de que hablaba Freud, la oposición cualitativa entre la homosexualidad y la heterosexualidad, de hecho es una consecuencia de Edipo: en vez de ser un obstáculo a la cura encontrada en el exterior, es un producto de la edipización, y un contra-efecto de la cura que la refuerza. En verdad, el problema no concierne a los estadios preedípicos que todavía tendrían a Edipo como eje, sino a la existencia y a la naturaleza de una sexualidad anedípica, de una heterosexualidad y una homosexualidad anedípicas, de una castración anedípica: los cortes-flujos de la producción deseante no se dejan proyectar en un lugar mítico, los signos del deseo no se dejan extrapolar en un significante, la trans-sexualidad no deja nacer ninguna oposición cualitativa entre una heterosexualidad y una homosexualidad locales y no específicas. Por todas partes, en esta reversión, la inocencia de las flores, en lugar de la culpabilidad de conversión. Pero en lugar de asegurar, de tender a asegurar la reversión de todo el inconsciente sobre la forma y en el contenido anedípicos de la producción deseante, la teoría y la práctica analítica no cesan de promover la conversión del inconsciente en Edipo, forma y contenido (en efecto, veremos lo que el psicoanálisis llama «resolver» Edipo). En primer lugar, promueve esta conversión realizando un uso global y específico de las síntesis conectivas. Este uso puede ser definido como trascendente e implica un primer paralogismo en la operación psicoanalítica. Si utilizamos una vez más términos kantianos es por una simple razón. Kant se proponía, en lo que él llamaba revolución crítica, descubrir criterios inmanentes al conocimiento para distinguir el uso legítimo y el uso ilegítimo de las síntesis de la conciencia. En nombre de una filosofía transcendental (inmanencia de los criterios) denunciaba el uso transcendente de las síntesis tal como aparecía en la metafísica. Del mismo modo, debemos decir que el psicoanálisis tiene su metafísica, a saber, Edipo. Y que una revolución, esta vez materialista, no puede pasar más que por la crítica de Edipo, denunciando el uso ilegítimo de las síntesis del inconsciente tal como aparece en el psicoanálisis edipiano, de modo que recobre un inconsciente transcendental definido por la inmanencia de sus criterios, y una práctica correspondiente como esquizoanálisis.
La síntesis disyuntiva de registro
Cuando Edipo se desliza en las síntesis disyuntivas del registro deseante, les impone el ideal de un determinado uso, limitativo o exclusivo, que se confunde con la forma de la triangulación — ser papá, mamá, o el hijo. Es el reino del O bien en la función diferenciante de la prohibición del incesto: allí es la mamá quien empieza, allá es el papá, y acullá eres tú mismo. Permanece en tu lugar. La desgracia de Edipo radica precisamente en no saber dónde empieza ese quién, ni quién es quién. Además, «ser padre o hijo» viene acompañado de otras dos diferenciaciones en los lados del triángulo, «ser hombre o mujer», «estar muerto o vivo». Edipo no debe saber si está vivo o muerto, si es hombre o mujer, antes de saber si es padre o hijo. Incesto: serás zombi y hermafrodita. Es en este sentido que las tres grandes neurosis llamadas familiares parecen corresponder a fallos edípicos de la función diferenciante o de la síntesis disyuntiva: el fóbico no puede saber si es padre o hijo; el obseso, si está muerto o vivo; el histérico, si es hombre o mujer[59]. En una palabra, la triangulación familiar representa el mínimo de condiciones bajo las que un «yo» recibe las coordenadas que le diferencian a la vez en cuanto a la generación, al sexo y al estado. Y la triangulación religiosa confirma este resultado de otro modo: así, en la trinidad, la desaparición de la imagen femenina en provecho de un símbolo fálico muestra cómo el triángulo se desplaza hacia su propia causa e intenta integrarla. Esta vez se trata del máximo de condiciones bajo las que las personas se diferencian. Por ello, nos importaba la definición kantiana que pone a Dios como principio a priori del silogismo disyuntivo, en tanto que todo se deriva de él por limitación de una realidad mayor (omnitudo realitatis): humor de Kant que convierte a Dios en el señor de un silogismo.
Lo propio del registro edípico radica en introducir un uso exclusivo, limitativo, negativo, de la síntesis disyuntiva. Estamos tan formados por Edipo que con dificultad podemos imaginar otro uso; e incluso las tres neurosis familiares no salen de él, aunque sufran por no poderlo aplicar. Por todas partes en el psicoanálisis, en Freud, hemos visto formularse esa afición por las disyunciones exclusivas. No obstante, resulta que la esquizofrenia nos da una singular lección extra-edípica, y nos revela una fuerza desconocida de la síntesis disyuntiva, un uso inmanente que ya no será exclusivo ni limitativo, sino plenamente afirmativo, ilimitativo, inclusivo. Una disyunción que permanece disyuntiva y que, sin embargo, afirma los términos disjuntos, los afirma a través de toda su distancia, sin limitar uno por el otro, ni excluir uno del otro, es tal vez la mayor paradoja. «Ya… ya» en lugar de «o bien». El esquizofrénico no es hombre y mujer. Es hombre o mujer, pero precisamente es de los dos lados, hombres del lado de los hombres, mujer del lado de las mujeres. Aimable Jayet (Albert Désiré, matrícula 54161001) letaniza las series paralelas de lo masculino y lo femenino, y se coloca de una parte y de otra: «Mat Albert 5416 ricu-le sultan Roman vesin», «Mat Désiré 1001 ricu-la sultane romaine vesine»[60]. El esquizofrénico está muerto o vivo y no las dos cosas a la vez, pero uno u otro al término de una distancia que sobrevuela al deslizar. Es hijo o padre y no uno y otro, pero uno al final del otro como los dos puntos de un bastón en un espacio indescomponible. Este es el sentido de las disyunciones en el que Beckett inscribe sus personajes y los acontecimientos que les suceden: todo se divide, pero en sí mismo. Incluso las distancias son positivas, al mismo tiempo que las disyunciones incluidas. Desconoceríamos por completo este orden de pensamiento si actuásemos como si el esquizofrénico substituyese las disyunciones por vagas síntesis de identificación de contrarios, como el último de los filósofos hegelianos. No sustituye síntesis disyuntivas por síntesis de contrarios, sino que sustituye el uso exclusivo y limitativo de la síntesis disyuntiva por un uso afirmativo. Está y permanece en la disyunción: no suprime la disyunción al identificar los contrarios por profundización, por el contrario, la afirma al sobrevolar una distancia indivisible. No es simplemente bisexuado, ni intersexuado, sino trans-sexuado. Está trans-vivomuerto, es trans-padrehijo. No identifica dos contrarios, sino que afirma su distancia como lo que les relaciona en tanto que diferentes. No se cierra sobre los contrarios, sino que se abre, y, como un saco lleno de esporas, las suelta como singularidades que indebidamente encerraba, de las que pretendía excluir unas y retener otras, pero que ahora se convierten en puntos-signos, afirmados por su nueva distancia. Inclusiva, la disyunción no se cierra sobre sus términos, al contrario, es ilimitativa. «Entonces ya no era esta caja cerrada que debería haberme conservado tan bien; un tabique se había derribado», liberando un espacio en el que Molloy y Moran ya no designan personas, sino singularidades que acuden de todas partes, agentes de producción evanescentes. Es la disyunción libre; las posiciones diferenciales subsisten perfectamente, incluso adquieren un valor libre, pero todas son ocupadas por un sujeto sin rostro y transposicional. Schreber es hombre y mujer, padre e hijo, muerto y vivo; es decir, es en todo lugar donde hay una singularidad, en todas las series y en todas las ramas marcadas con un punto singular, ya que él mismo es esta distancia que le transforma en mujer, al final de la cual ya es madre de una nueva humanidad y por fin puede morir.
Por esta razón, el Dios esquizofrénico tiene muy poco que ver con el Dios de la religión, aunque se ocupen del mismo silogismo. En Le Baphomet, Klossowski, al Dios como señor de las exclusiones y limitaciones de la realidad que se deriva de él oponía un anticristo, príncipe de las modificaciones que, por el contrario, determina el paso de un sujeto por todos los predicados posibles. Soy Dios no soy Dios, soy Dios soy Hombre: no se trata de una síntesis que en una realidad originaria del Hombre-Dios supere las disyunciones negativas de la realidad derivada, se trata de una disyunción inclusiva que realiza ella misma la síntesis derivando de un término a otro y siguiendo la distancia. No existe nada originario. Es como el célebre: «Es mediodía. La lluvia golpea las ventanas. No era mediodía. No llovía.» Nijinsky escribía: «Soy Dios no era Dios soy el clown de Dios.» «Soy Apis, soy un egipcio, un indio piel roja, un negro, un nicho, un japonés, un extranjero, un desconocido, soy el pájaro del mar y el que sobrevuela la tierra firme, soy el árbol de Tolstoi con sus raíces.» «Soy el esposo y la esposa, amo a mi mujer, amo a mi marido..»[61] Lo que cuenta no son las denominaciones parentales, ni las denominaciones raciales o las denominaciones divinas. Tan sólo importa el uso que se hace de ello. Nada de problema de sentido, sino tan sólo de uso. Nada de originario ni de derivado, sino una derivación generalizada. Podríamos decir que el esquizo libera una materia genealógica bruta, ilimitativa, en la que puede meterse, inscribirse, y orientarse en todos los ramales a la vez, en todos los lados. Derriba la genealogía edípica. Bajo las relaciones, progres ivamente, realiza vuelos absolutos sobre distancias indivisibles. El genealogista-loco divide el cuerpo sin órganos en una red disyuntiva. También Dios, que no designa más que la energía de registro, puede ser el mayor enemigo en la inscripción paranoica, pero también el mayor amigo en la inscripción milagrosa. De cualquier manera, la cuestión de un ser superior en la naturaleza y en el hombre no se plantea del todo. Todo está sobre el cuerpo sin órganos, lo que está inscrito y la energía que inscribe. Sobre el cuerpo inengendrado las distancias indescomponibles son necesariamente sobrevoladas, al mismo tiempo que los términos disjuntos son todos afirmados. Soy la carta y la pluma y el papel (es de este modo que Nijinski llevaba su diario) — sí, he sido mi padre y he sido mi hijo.
Por tanto, la síntesis disyuntiva de registro nos conduce al mismo resultado que la síntesis conectiva: también ella es capaz de dos usos, uno inmanente y el otro trascendente. ¿Por qué, también en este caso, el psicoanálisis apoya el uso trascendente que por todas partes introduce las exclusiones, las limitaciones en la red disyuntiva, y vuelca el inconsciente en Edipo? ¿Por qué es esto, precisamente, la edipización? Ocurre que la relación exclusiva introducida por Edipo no se desarrolla tan sólo entre las diversas disyunciones concebidas como diferenciaciones, sino entre el conjunto de estas diferenciaciones que impone y un indiferenciado que supone o indica. Edipo nos dice: si no sigues las líneas de diferenciación, papá-mamá-yo, y las exclusivas que las jalonan, caerás en la noche negra de lo indiferenciado. Comprendemos que las disyunciones exclusivas no son del todo las mismas que las inclusivas: Dios en ellas no tiene el mismo uso, ni las denominaciones parentales. Estas ya no designan estados intensivos por los que el sujeto pasa sobre el cuerpo sin órganos y en el inconsciente que permanece huérfano (sí, he sido…), pero designan personas globales que no preexisten a las prohibiciones que las fundamentan, y las diferencian entre sí y con relación al yo. De tal modo que la transgresión de lo prohibido se convierte correlativamente en una confusión de personas, en una identificación del yo con las personas, en la pérdida de las reglas diferenciantes o de las funciones diferenciales. Sin embargo, de Edipo debemos decir que crea ambas, las diferenciaciones que ordena y lo indiferenciado con que nos amenaza. Con el mismo movimiento, el complejo de Edipo introduce el deseo en la triangulación y prohíbe al deseo que se satisfaga con los términos de la triangulación. Obliga al deseo a tomar por objeto las personas parentales diferenciadas y prohíbe al yo correlativo que satisfaga su deseo con estas personas, en nombre de las mismas exigencias de diferenciación, esgrimiendo las amenazas de lo indiferenciado. Pero este indiferenciado lo crea como el reverso de las diferenciaciones que crea. Edipo nos dice: o bien interiorizarás las funciones diferenciales que dominan las disyunciones exclusivas, y así «resolverás» Edipo — o bien caerás en la noche neurótica de las identificaciones imaginarias. O bien seguirás las líneas del triángulo que estructuran y diferencian los tres términos — o bien harás que un término siempre se desenvuelva como si estuviese de más con relación a los otros dos y reproducirás en todos los sentidos las relaciones duales de identificación en lo indiferenciado. Pero, tanto de un lado como de otro, es Edipo. Y todo el mundo sabe lo que el psicoanálisis llama resolver (superar) Edipo: interiorizarlo para poderlo recobrar mejor en el exterior en la autoridad social, y con ello dispersarlo, pasándolo a los pequeños. «El niño no se convierte en un hombre más que resolviendo el complejo de Edipo, cuya resolución le introduce en la sociedad en la que encuentra, en la figura de la Autoridad, la obligación de revivirlo, esta vez con todas las salidas interceptadas. Entre el imposible retorno a lo que precede al estado de cultura y el malestar creciente que provoca éste, tampoco es seguro que pueda encontrarse un punto de equilibrio»[62]. Edipo es como el laberinto, uno no sale de él más que volviendo a entrar (o haciendo entrar a alguien). Edipo como problema o como solución es los dos cabos de una ligadura que detiene toda la producción deseante. Se aprietan las tuercas, ya no puede pasar nada de la producción, salvo un rumor. El inconsciente ha sido aplastado, triangulado, se le ha colocado ante una elección que no era suya. Todas las salidas bloqueadas: ya no existe un uso posible de las disyunciones inclusivas, ilimitativas. ¡Se han puesto padres al inconsciente!
Bateson llama double bind a la emisión simultánea de dos órdenes de mensajes, uno de ellos contradiciendo al otro (por ejemplo, el padre que dice al hijo: ¡vamos, critícame!, pero que claramente da a sobreentender que toda crítica efectiva, al menos un cierto tipo de crítica, será mal recibida). Bateson ve en ello una situación particularmente esquizofrenizante que interpreta como un «sinsentido» desde el punto de vista de las teorías de los tipos de Russell[63]. Más bien nos parece que el double bind, el doble atolladero, es una situación corriente, edipizante por excelencia. Y, con riesgo de formalizarla, remite a otra clase de sinsentido ruselliano: una alternativa, una disyunción exclusiva está determinada con respecto a un principio que constituye, sin embargo, los dos términos o los dos subconjuntos, y que él mismo entra en la alternativa (caso por completo diferente de lo que ocurre cuando la disyunción es inclusiva). Este es el segundo paralogismo del psicoanálisis. En resumen, el «double bind» no es más que el conjunto de Edipo. Es en este sentido que Edipo debe ser presentado como una serie, en la que oscila entre dos polos: la identificación neurótica y la interiorización llamada normativa. Tanto de un lado como del otro, Edipo es el doble atolladero. Y si aquí un esquizo es producido como entidad, es sólo como único medio para escapar a esta doble vía, en la que la normatividad carece tanto de salida como la neurosis, y la solución está tan bloqueada como el problema: entonces nos replegamos sobre el cuerpo sin órganos.
Parece que el propio Freud tuvo una clara conciencia de que Edipo era inseparable de un doble atolladero, o callejón sin salida, en el que precipitaba el inconsciente. Así, en la carta de 1936 a Romain Rolland: «Todo ocurre como si lo principal en el éxito radicase en llegar más lejos que el padre y como si siempre estuviese prohibido el que el padre fuese superado.» Lo vemos aún más claramente cuando Freud expone toda la serie histórico-mítica: en un cabo Edipo está anudado por la identificación asesina, en el otro está reanudado por la restauración y la interiorización de la autoridad paterna («restablecimiento del antiguo orden bajo un nuevo plan»)[64]. Entre ambos, la latencia, la famosa latencia, sin duda la mayor mixtificación psicoanalítica: esta sociedad de «hermanos» que se prohíben los frutos del crimen y se pasan todo el tiempo necesario en interiorizarlo. Pero se nos previene: la sociedad de «hermanos» es desapacible, inestable y peligrosa, debe preparar el reencuentro de un equivalente de la autoridad parental, debe hacernos pasar al otro polo. De acuerdo con una sugestión de Freud, la sociedad americana, la sociedad industrial con gestión anónima y desaparición del poder personal, etc., nos es presentada como una resurrección de la «sociedad sin padres». Con el encargo, por supuesto, de encontrar modos originales para la restauración del equivalente (por ejemplo, el sorprendente descubrimiento de Mitscherlich: de que la familia real inglesa, después de todo, no es una cosa mala…)[65]. Está claro, por tanto, que sólo se abandona un polo de Edipo para pasar al otro. La cuestión no radica en salir de él, neurosis o normalidad. La sociedad de los hermanos no recobra nada de la producción y de las máquinas deseantes; por el contrario, extiende el velo de la latencia. En cuanto a los que no se dejan edipizar, bajo una forma u otra, el psicoanalista está allí para llamar en su ayuda al asilo o a la policía. ¡La policía con nosotros!, nunca el psicoanálisis mostró mejor su afición por apoyar el movimiento de la represión social y participar en él con todas sus fuerzas. Que no se crea que hacemos alusión a aspectos folklóricos del psicoanálisis. No porque, por parte de Lacan, se tenga otra concepción del psicoanálisis hay que considerar como menor lo que en verdad es el tono dominante en las asociaciones más reconocidas: veamos al doctor Mendel, los doctores Stéphane, el estado rabioso en que caen y su llamada literalmente policial ante la idea de que alguien pretende escapar a la ratonera de Edipo. Edipo es como estos objetos que se convierten en tanto más peligrosos cuando ya nadie cree en ellos; entonces los polizontes entran para reemplazar a los sumos sacerdotes. El primer ejemplo profundo de un análisis de double bind, en este sentido, lo podemos encontrar en La cuestión judía de Marx: entre la familia y el Estado — el Edipo de la autoridad familiar y el Edipo de la autoridad social.
Edipo no sirve estrictamente para nada, salvo para ligar el inconsciente en los dos lados. Veremos en qué sentido Edipo es estrictamente «indecidible», según el lenguaje de los matemáticos. Estamos hartos de estas historias en las que se está bien por Edipo, enfermo de Edipo, y con diversas enfermedades bajo Edipo. Ocurre que un analista está hasta las narices de este mito que es bebedero y madriguera del psicoanálisis y por ello vuelve a las fuentes: «Freud finalmente no salió del mundo del padre, ni de la culpabilidad… Pero fue el primero que, dando la posibilidad de construir una lógica de la relación con el padre, abrió el camino para la liberación de este dominio del padre sobre el hombre. La posibilidad de vivir más allá de la ley del padre, más allá de toda ley, es tal vez la posibilidad más esencial que aporta el psicoanálisis freudiano. Pero, paradójicamente, y tal vez a causa del propio Freud, todo nos hace pensar que esta liberación, que el psicoanálisis permite, se realizará, ya se realiza, fuera de él»[66]. Sin embargo, no podemos compartir ni ese pesimismo ni ese optimismo. Pues es mucho optimismo pensar que el psicoanálisis posibilita una verdadera solución de Edipo: Edipo es como Dios, el padre es como Dios; el problema no se resuelve más que al suprimir el problema y la solución. El esquizoanálisis no se propone resolver Edipo, no se propone resolverlo mejor de lo que pueda hacerlo el psicoanálisis edípico. Se propone desedipizar el inconsciente para llegar a los verdaderos problemas. Se propone llegar a estas regiones del inconsciente huérfano, precisamente «más allá de toda ley», donde el problema ni siquiera puede plantearse. Por esto tampoco compartimos el pesimismo que consiste en creer que este cambio, esta liberación, no pueden realizarse más que fuera del psicoanálisis. Por el contrario, creemos en la posibilidad de una reversión interna que convierta a la máquina analítica en una pieza indispensable del aparato revolucionario. Además, parece que actualmente ya existen las condiciones objetivas.
Todo ocurre, pues, como si Edipo tuviese por sí mismo dos polos: un polo de figuras imaginarias identificatorias, un polo de funciones simból icas diferenciantes. Pero, de cualquier modo, se edipiza: si no se tiene a Edipo como crisis, se lo tiene como estructura. Entonces se transmite la crisis a otros y todo vuelve a empezar. Esta es la disyunción edípica, el movimiento de péndulo, la razón inversa exclusiva. Por ello, cuando se nos invita a superar una concepción simplista de Edipo basada en las imágenes parentales para definir funciones simbólicas en una estructura, por más que se reemplace el papá-mamá tradicional por una función-madre, una función-padre, no vemos bien lo que ganamos con ello, salvo fundamentar la universalidad de Edipo más allá de la variabilidad de las imágenes, unir todavía mejor el deseo con la ley y lo prohibido, y llevar hasta el final el proceso de edipización del inconsciente. Edipo encuentra aquí sus dos extremos, su mínimo y su máximo, según se le considere tendiendo hacia un valor indiferenciado de sus imágenes variables o hacia el poder de diferenciación de sus funciones simbólicas. «Cuando nos acercamos a la imaginación material, la función diferencial disminuye, tendemos hacia equivalencias. Cuando nos acercamos a los elementos formadores, la función diferencial aumenta, tendemos hacia valencias distintivas»[67]. Apenas nos sorprenderá el saber que Edipo como estructura es la trinidad cristiana, mientras que Edipo como crisis es una trinidad familiar insuficientemente estructurada por la fidelidad: siempre los dos polos en razón inversa, ¡Edipo for ever! [68] ¡Cuántas interpretaciones del lacanismo, abierta o estrictamente piadosas, han invocado de este modo un Edipo estructural para formar y cerrar el doble callejón sin salida, volver a conducirnos a la cuestión del padre, edipizar incluso al esquizo, y mostrar que un agujero en lo simbólico nos remitía a lo imaginario, y que, inversamente, manchas o confusiones imaginarias nos remitían a la estructura! Como decía un predecesor célebre a sus animales; ya lo habéis convertido en una cantinela… Por ello, por nuestra propia cuenta no podíamos marcar ninguna diferencia de naturaleza, ninguna frontera, ningún límite, entre lo imaginario y lo simbólico, como tampoco entre el Edipo-crisis y el Edipo-estructura, o entre el problema y la solución. Se trata tan sólo de un doble callejón sin salida correlativo, de un movimiento de péndulo encargado de barrer todo el inconsciente, y que sin cesar remite de un polo a otro. Unas tenazas que aplastan el insconsciente en su disyunción exclusiva.
La verdadera e innata diferencia no reside entre los simbólico y lo imaginario, sino entre el elemento real de lo maquínico, que constituye la producción deseante, y el conjunto estructural de lo imaginario y lo simbólico, que tan sólo forma un mito y sus variantes. La diferencia no radica entre dos usos de Edipo, sino entre el uso anedípico de las disyunciones inclusivas, ilimitativas, y el uso edípico de las disyunciones exclusivas, que este último uso toma de las vías de lo imaginario o de los valores de lo simbólico. Por eso era preciso escuchar las advertencias de Lacan sobre el mito freudiano de Edipo, que «no podría mantener indefinidamente el cartel en las formas de sociedad en las que se pierde cada vez más el sentido de la tragedia…: un mito no se basta si no soporta ningún rito, y el psicoanálisis no es el rito de Edipo». E incluso si nos remontamos de las imágenes a la estructura, de las figuras imaginarias a las funciones simbólicas, del padre a la ley, de la madre al gran Otro, en verdad tan sólo se ha hecho retroceder la cuestión[69]. Y si consideramos el tiempo empleado en este retroceso, Lacan todavía dice: el único fundamento de la sociedad de los hermanos, de la fraternidad, es la «segregación» (¿qué quiere decir?). De todos modos, no convenía apretar las tuercas allí donde Lacan acababa de aflojarlas; edipizar el esquizo, allí donde, por el contrario, acababa de esquizofrenizar hasta la neurosis, haciendo pasar un flujo esquizofrénico capaz de subvertir el campo del psicoanálisis. El objeto a irrumpe en el seno del equilibrio estructural a modo de una máquina infernal, la máquina deseante. Llega una segunda generación de discípulos de Lacan cada vez menos sensibles ante el falso problema de Edipo. Pero los primeros, si han sido tentados a volver a cerrar el yugo de Edipo, ¿no es en la medida en que Lacan parecía mantener una especie de proyección de las cadenas significantes sobre un significante despótico y parecía que lo suspendía todo de un término que faltaba, que faltaba a sí mismo y que reintroducía la falta en las series del deseo a las que imponía un uso exclusivo? ¿Era posible denunciar a Edipo como mito y, sin embargo, mantener que el complejo de castración no era un mito, sino al contrario algo real? (¿No era volver a tomar el grito de Aristóteles: «hay que detenerse», esta Anankb freudiana, este Peñasco?)
La síntesis conjuntiva de consumo
Hemos visto cómo en la tercera síntesis, síntesis conjuntiva de consumo, el cuerpo sin órganos era verdaderamente un huevo, atravesado por ejes, vendado por zonas, localizado por áreas o campos, medido por gradientes, recorrido por potenciales, marcado por umbrales. En este sentido creemos en la posibilidad de una bioquímica de la esquizofrenia (en vinculación con la bioquímica de las drogas), que cada vez será más capaz de determinar la naturaleza de este huevo y la repartición campo-gradiente-umbral. Se trata de relaciones de intensidades a través de las cuales el sujeto pasa sobre el cuerpo sin órganos y opera devenires, caídas y alzas, migraciones y desplazamientos. Laing está por completo en lo cierto al definir el proceso esquizo como un viaje iniciático, una experiencia trascendental de la pérdida del Ego que pone en boca de un sujeto: «En cierta manera había llegado al presente a partir de la forma más primitiva de la vida» (el cuerpo sin órganos), «miraba, no, más bien sentía ante mí un viaje espantoso»[70]. Ahí, ya no es cuestión de metáfora hablar de un viaje como hace un rato al hablar del huevo, y de lo que ocurre en él y sobre él, movimientos morfogenéticos, desplazamientos de grupos celulares, estiramientos, plegamientos, migraciones, variaciones locales de potenciales. Ni siquiera hay que oponer un viaje interior a los viajes exteriores: el paseo de Lenz, el paseo de Nijinsky, los paseos de las criaturas de Beckett son realidades efectivas, pero donde lo real de la materia ha abandonado toda extensión, como el viaje interior ha dejado toda forma y cualidad, para ya no hacer brillar tanto dentro como fuera más que intensidades puras conectadas, casi insoportables, por las que pasa un sujeto nómada. No es una experiencia alucinatoria ni un pensamiento delirante, sino una sensación, una serie de emociones y sensaciones como consumo de cantidades intensivas que forman el material de las alucinaciones y delirios subsiguientes. La emoción intensiva, el afecto, es a la vez raíz común y principio de diferenciación de los delirios y alucinaciones. También creeremos que todo se mezcla en estos devenires, pasos y migraciones intensos, toda esta deriva que remonta y desciende el tiempo — países, razas, familias, denominaciones parentales, denominaciones divinas, denominaciones históricas, geográficas e incluso hechos diversos. (Yo siento que) me convierto en Dios, me convierto en mujer, que era Juana de Arco y soy Heliogábalo, y el Gran Mongol, un chino, un piel roja, un templario, he sido mi padre y he sido mi hijo. Y todos los criminales, toda la lista de criminales, los criminales honestos y los deshonestos: Szondi antes que Freud y su Edipo. «Es tal vez al querer ser Worm que por fin seré Mahood. Entonces ya no tendré que ser Worm. A lo que sin duda llegaré al esforzarme por ser Tartempion.» Pero si todo se mezcla de ese modo, es en intensidad, no hay confusión de los espacios y de las formas puesto que precisamente están deshechos, en provecho de un nuevo orden, el orden intenso, intensivo.
¿Cuál es este orden? Lo que en primer lugar se reparte sobre el cuerpo sin órganos son las razas, las culturas y sus dioses. No se ha señalado suficientemente hasta qué punto el esquizo hacía historia, alucinaba y deliraba la historia universal, y dispersaba las razas. Todo delirio es racial, lo que no quiere decir necesariamente racista. No es que las regiones del cuerpo sin órganos «representen» razas y culturas. El cuerpo lleno no representa nada del todo. Por el contrario, son las razas y las culturas las que designan regiones sobre este cuerpo, es decir, zonas de intensidades, campos de potenciales. En el interior de estos campos se producen fenómenos de individualización, de sexualización. De un campo a otro se pasa franqueando umbrales: no se cesa de emigrar, se cambia de individuo como de sexo, y partir se convierte en algo tan simple como nacer y morir. Ocurre que se lucha contra otras razas, que se destruyen civilizaciones, a la manera de los grandes emigrantes: por allí donde pasan ya nunca crece nada — aunque estas destrucciones, como veremos, puedan hacerse de dos maneras muy distintas. ¿Cómo el rebasamiento de un umbral no implicaría, por otra parte, estragos? El cuerpo sin órganos se cierra sobre los lugares dándoselos. No podemos separar el teatro de la crueldad de la lucha contra nuestra cultura, del enfrentamiento de las «razas», y de la gran emigración de Artaud a México, sus poderes y sus religiones: las individuaciones no se producen más que en campos de fuerzas expresamente definidas por vibraciones intensivas, y que no animan personajes crueles más que como órganos inducidos, piezas de máquinas deseantes (los maniquís)[71].
Una temporada en el infierno, cómo separarla de la denuncia de las familias de Europa, de la llamada a destrucciones que no llegan con la suficiente rapidez, de la admiración por el presidiario, del intenso franqueamiento de los umbrales de la historia, de esta prodigiosa emigración, este convertirse-mujer, este convertirse-escandinavo y mongol, este «desplazamiento de razas y continentes», esta sensación de intensidad bruta que preside el delirio tanto como la alucinación, y sobre todo esta voluntad deliberada, obstinada, material, de ser «de raza inferior desde la eternidad»: «Conocí cada hijo de familia, …nunca he sido de ese pueblo, nunca he sido cristiano, …sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Soy una bestia, un negro… »
Tampoco podemos separar a Zaratustra de la «gran política» y de la animación de las razas que obliga a Nietzsche a decir: no soy un alemán, soy polaco. Aún ahí las individuaciones no se forman más que en complejos de fuerzas que determinan a las personas como otros tantos estados intensivos encarnados en un «criminal», no cesando de atravesar un umbral al destruir la unidad facticia de una familia y de un yo: «Yo soy Prado, soy el padre de Prado, me atrevo a decir que soy Lesseps: yo quisiera dar a mis parisinos, a los que quiero bien, una nueva noción, la de un criminal honesto. Yo soy Chambige, otro criminal honrado… Una cosa desagradable y que molesta a mi modestia, es que en el fondo yo soy todos los nombres de la historia»[72]. Nunca se trata, sin embargo, de identificarse con determinados personajes, como cuando equivocadamente se dice de un loco que «se creía que era…». Se trata de algo distinto: identificar las razas, las culturas y los dioses, con campos de intensidad sobre el cuerpo sin órganos, identificar los personajes con estados que llenan estos campos, con efectos que fulguran y atraviesan estos campos. De ahí el papel de los nombres, en su magia propia: no hay un yo que se identifica con razas, pueblos, personas, sobre una escena de la representación, sino nombres propios que identifican razas, pueblos y personas con umbrales, regiones o efectos en una producción de cantidades intensivas. La teoría de los nombres propios no debe concebirse en términos de representación, sino que remite a la clase de los «efectos»: estos no son una simple dependencia de causas, sino el rellenado de un campo, la efectuación de un sistema de signos. Lo podemos comprobar perfectamente en física, en la que los nombres propios designan determinados efectos en campos de potenciales (efecto Joule, efecto Seebeck, efecto Kelvin). Ocurre lo mismo en historia que en física: un efecto Juana de Arco, un efecto Heliogábalo — todos los nombres de la historia y no el nombre del padre.
Sobre la poca realidad, la pérdida de realidad, la falta de contacto con la vida, el autismo y la atimia, ya se ha dicho todo, los propios esquizofrénicos lo han dicho todo — prestos a introducirse en el molde clínico esperado. Mundo negro, desierto creciente: una máquina solitaria zumba en la playa, una fábrica atómica instalada en el desierto. Pero si el cuerpo sin órganos es este desierto, lo es como una distancia indivisible, indescomponible, que el esquizo sobrevuela para estar en todo lugar donde lo real es producido, en todo lugar donde lo real ha sido y será producido. Cierto es que la realidad ha dejado de ser un principio. Según un principio tal, la realidad del deseo era planteada como cantidad abstracta divisible, mientras que lo real era repartido en unidades cualificadas, formas cualitativas distintas. Pero, ahora, lo real es un producto que envuelve las distancias en cantidades intensivas. Lo indivisible es envuelto y significa que lo que lo envuelve no se divide sin cambar de naturaleza o de forma. El esquizo no tiene principios: no es algo más que siendo algo distinto. No es Mahood más que siendo Worm y no es Worm más que siendo Tartempion. No es una muchacha más que siendo un viejo que imita o simula a la muchacha. O, más bien, siendo alguien que simula un viejo que está simulando una muchacha. O más bien simulando alguien…, etc. Ese ya era el arte oriental de los emperadores romanos, los doce paranoicos de Suetotonio. En un libro maravilloso de Jacques Besse encontramos el doble paseo del esquizo, el viaje exterior geográfico siguiendo distancias indescomponibles, el viaje histórico interior siguiendo intensidades envolventes: Cristóbal Colón no calma a su tripulación rebelada y no se convierte en almirante más que simulando un (falso) almirante que simula a una puta que baila[73]. Pero debemos entender la simulación del mismo modo como hace un momento entendíamos la identificación. La simulación expresa estas distancias indescomponibles siempre envueltas en las intensidades que se dividen unas en otras cambiando de forma. Si la identificación es un nombramiento, una designación, la simulación es la escritura que le corresponde, escritura extrañamente polívoca en el mismo real. Lleva lo real fuera de su principio hasta el punto en que es efectivamente producido por la máquina deseante. Este punto en el que la copia deja de ser una copia para convertirse en lo Real y su artificio. Coger un real intensivo tal como es producido en la coextensión de la naturaleza y la historia, excavar el imperio romano, las ciudades mejicanas, los dioses griegos y los continentes descubiertos para extraer de ellos este siempre-más de realidad y formar el tesoro de las torturas paranoicas y de las glorias célibes — yo soy todos los pogroms de la historia y también todos los triunfos, como si algunos acontecimientos simples unívocos se dedujesen de esta extrema polivocidad: éste es el «histrionismo» del esquizofrénico, según la fórmula de Klossowski, el verdadero programa de un teatro de la crueldad, la puesta en escena de una máquina de producir lo real. En vez de haber perdido no se sabe qué contacto con la vida, el esquizofrénico es el que está más cerca del corazón palpitante de la realidad, en un punto intenso que se confunde con la producción de lo real, y que hace decir a Reich: «Lo que caracteriza a la esquizofrenia es la experiencia de este elemento vital, …en lo que concierne a su sensación de la vida, el neurótico y el perverso son al esquizofrénico lo que el sórdido tendero al gran aventurero»[74]. Entonces vuelve la cuestión: ¿quién reduce al esquizofrénico a su figura autista, hospitalizada, separada de la realidad? ¿Es el proceso o, al contrario, la interrupción del proceso, su exasperación, su continuación en el vacío? ¿Quién obliga al esquizofrénico a replegarse sobre un cuerpo sin órganos que se ha vuelto sordo, ciego y mudo?
Decimos: se cree Luis XVII. Nada de eso. En el caso Luis XVII, o más bien en el caso más bello del pretendiente Richemont, hay en el centro una máquina deseante o célibe: el caballo de patas cortas y articuladas, en el que se habría colocado al delfín para hacerlo huir. Y luego, por todo el alrededor, hay agentes de producción y de antiproducción; los organizadores de la evasión, los cómplices, los soberanos aliados, los enemigos revolucionarios, los tíos hostiles y celosos que no son personas, sino otros tantos estados de alza y de caída por los que el pretendiente pasa. Además, la genialidad del pretendiente Richemont: no trata simplemente de «dar cuenta» de Luis XVII, ni de dar cuenta de los otros pretendientes denunciándolos como falsos. Da cuenta de los otros pretendientes asumiéndolos, autentificándolos, es decir, haciendo también de ellos estados por los que ha pasado: yo soy Luis XVII, pero también soy Hervagault y Mathurin Bruneau que decían que eran Luis XVII[75]. Richemont no se identifica con Luis XVII, reclama la prima que corresponde al que pasa por todas las singularidades de la serie convergente alrededor de la máquina para raptar a Luis XVII. En el centro no hay un centro, como tampoco hay personas repartidas por el contorno. Nada más que una serie de singularidades en la red disyuntiva, o de estados intensivos en el tejido conjuntivo, y un sujeto transposicional en todo el círculo, pasando por todos los estados, triunfando sobre unos como sus enemigos, saboreando a los otros como sus aliados, amontonando en todas partes la prima fraudulenta de sus avatares. Objeto parcial: una cicatriz local, por otra parte incierta, es mejor prueba que todos los recuerdos de infancia de los que el pretendiente carece. Entonces la síntesis conjuntiva puede expresarse: ¡yo soy, pues, el rey! ¡es, pues, a mí a quien pertenece el reino! Pero este yo tan sólo es el sujeto residual que recorre el círculo y acaba sus oscilaciones.
Todo delirio posee un contenido histórico-mundial, político, racial; implica y mezcla razas, culturas, continentes, reinos: nos preguntamos si esta larga deriva no constituye más que un derivado de Edipo. El orden familiar estalla, las familias son rechazadas, hijo, padre, madre, hermana — «¡Hablo de familias como la mía que lo deben todo a la declaración de los derechos del hombre!», «Si busco mi más profundo contrario siempre encuentro a mi madre y a mi hermana; verme emparentado con semejante chusma alemana fue una blasfemia para la divinidad, …¡la más profunda objeción contra mi pensamiento del eterno retorno!» Se trata de saber si lo histórico-político, racial y cultural, tan sólo forma parte de un contenido manifiesto y depende formalmente de un trabajo de elaboración o si, por el contrario, debe ser seguido como el hijo de lo latente que el orden de las familias nos oculta. ¿La ruptura con las familias debe ser considerada como una especie de «novela familiar» que, precisamente, todavía nos conduciría a las familias, que nos remitiría a un acontecimiento o a una determinación estructural interior a la propia familia? ¿O bien es el signo de que el problema debe ser planteado de un modo por completo distinto, ya que se plantea en otra parte para el propio esquizo, fuera de la familia? ¿«Los nombres de la historia» se derivan del nombre del padre, y las razas, las culturas, los continentes, de los substitutos del papá-mamá, de las dependencias de la genealogía edípica? ¿Es que la historia tiene por significante al padre muerto? Consideremos una vez más el delirio del presidente Schreber. Ciertamente, el uso de las razas, la movilización o la noción de la historia se dan ahí de un modo distinto que en los autores que precedentemente invocábamos. Ocurre que las Memorias de Schreber están repletas de una teoría de los pueblos elegidos de Dios y de los pel igros que corre el pueblo actualmente elegido, los alemanes, amenazados por los judíos, los católicos, los eslavos. En sus metamorfosis y cambios intensos, Schreber se convierte en alumno de los jesuitas, en burgomaestre de una ciudad en la que los alemanes luchan contra los eslavos, en muchacha que defiende la Alsacia contra los franceses; por último, traspasa el gradiente o el umbral ario para convertirse en príncipe mongol. ¿Qué significa este devenir alumno, burgomaestre, muchacha, mongol? No hay delirio paranoico que no agite determinadas masas históricas, geográficas y raciales. Sería una equivocación sacar en conclusión, por ejemplo, que los fascistas son simples paranoicos; sería una equivocación, precisamente, porque en el estado actual de las cosas todavía llevaríamos el contenido histórico y político del delirio a una determinación familiar interna. Y lo que nosotros todavía encontramos más turbador es que todo este enorme contenido desaparezca enteramente del análisis realizado por Freud: ninguna huella subsiste, todo está aplastado, molido, triangulado en Edipo, todo está volcado sobre el padre, de manera que revele lo más crudamente posible la insuficiencia de un psicoanálisis edípico.
Consideremos todavía un delirio paranoico de carácter político particularmente rico, tal como lo relata Maud Mannoni. El ejemplo nos parece tanto más sorprendente en cuanto que profesamos una gran admiración por la obra de Maud Mannoni y por la manera como sabe plantear los problemas institucionales y antipsiquiátricos. He aquí, pues, a un oriundo de Martinica que en su delirio se sitúa frente a los árabes y la guerra en Argelia, a los blancos y los acontecimientos de mayo, etc.: «Me puse enfermo por el problema argelino. Cometí la misma tontería que ellos (placer sexual). Me han adoptado como hermano de raza. Tengo la sangre mongol. Los argelinos me han discutido en todas las realizaciones. He tenido ideas racistas… Desciendo de la dinastía de los galos. Por este motivo soy noble… Que se determine mi nombre, que se determine científicamente y a continuación podré establecer un harem.» Ahora bien, aún reconociendo el carácter de «rebeldía» y de «verdad para todos» implicado en la psicosis, Maud Mannoni requiere que el estallido de las relaciones familiares en provecho de temas que el propio sujeto declara racistas, políticos y metafísicos, tiene su origen en el interior de la estructura familiar en tanto que matriz. Este origen se encuentra, pues, en el vacío simbólico o «el repudio inicial del significante del padre». El nombre a determinar científicamente, y que frecuenta la historia, ya no es más que el nombre paterno. En este caso como en otros, la utilización del concepto lacaniano de repudio tiende a la edipización forzada del rebelde: la ausencia de Edipo es interpretada como una carencia del lado del padre, un agujero en la estructura; luego, en nombre de esta carencia, se nos envía al otro polo edípico, el de las identificaciones imaginarias en lo indiferencia do materno. La ley del double bind funciona despiadadamente, echándonos de un polo a otro, en el sentido de que lo que está repudiado en lo simbólico debe reaparecer en lo real bajo la forma alucinatoria. Pero de este modo todo el tema histórico-político es interpretado como un conjunto de identificaciones imaginarias bajo la dependencia de Edipo, o de lo que «carece» el sujeto para dejarse edipizar[76]. Ciertamente, la cuestión no radica en saber si las determinaciones o las indeterminaciones familiares poseen un papel. Es evidente que tienen uno. Pero, ¿es un papel inicial de organizador (o de desorganizador) simbólico del que se derivarían los contenidos flotantes del delirio histórico, como otros tantos pedazos de un espejo imaginario? ¿El vacío del padre, y el desarrollo canceroso de la madre y la hermana, es esto, la fórmula trinitaria del esquizo que le conduce a Edipo, coacción forzosa? Y sin embargo, como hemos visto, si existe un problema que no se plantea en la esquizofrenia es el de las identificaciones… Y si curar es edipizar, comprendemos los sobresaltos del enfermo que «no quiere curarse», y trata al analista como a un aliado de la familia, y luego de la policía. ¿El esquizofrénico está enfermo y separado de la realidad porque carece de Edipo, porque «carece» de algo en Edipo, o al contrario está enfermo a causa de la edipización que no puede soportar y que todo le obliga a sufrir (la represión social ante el psicoanálisis)?
El huevo esquizofrénico es como el huevo biológico: poseen una historia semejante y su conocimiento choca con las mismas dificultades, con las mismas ilusiones. En primer lugar se creyó, en el desarrollo y la diferenciación del huevo, que verdaderos «organizadores» determinaban el destino de las partes. Pero, por un lado, se percibió que toda clase de substancias variables tenían la misma acción que el stimulus considerado, por otro, que las propias partes tenían competencias o potencialidades específicas que escapan al stimulus (experiencia de injertos). De ahí la idea de que los stimuli no son organizadores, sino simples inductores: en caso extremo, inductores de cualquier naturaleza. Toda clase de substancias, toda clase de materiales, muertos, hervidos, triturados, tienen el mismo efecto. Lo que había permitido la ilusión eran los principios del desarrollo: la simplicidad del principio, consistente por ejemplo en divisiones celulares, podía hacer creer en una especie de adecuación entre lo inducido y el inductor. Pero sabemos perfectamente que algo siempre está mal juzgado cuando se juzga a partir de sus inicios, ya que está obligado, para aparecer, a simular estados estructurales, a meterse en estados de fuerzas que le sirven de máscara. Además, desde el principio podemos reconocer que realiza otro uso distinto y que ya carga bajo la máscara, a través de la máscara, las formas terminales y los estados superiores específicos que planteará para sí mismo posteriormente. Esta es la historia de Edipo: las figuras parentales no son en modo alguno organizadores, sino inductores o stimuli de cualquier valor que desencadenan procesos de naturaleza distinta, dotados de una especie de indiferencia ante el stimulus. Y sin duda podemos creer que, al principio (?), el stimulus, el inductor edípico es un verdadero organizador. Pero creer es una operación de la conciencia o del preconsciente, una percepción extrínseca y no una operación del inconsciente sobre sí mismo. Y, desde el principio de la vida del niño, ya se trata de otra empresa que atraviesa la máscara de Edipo, de otro flujo que fluye a través de todas sus grietas, de otra aventura que es la de la producción deseante. Sin embargo, no podemos decir que el psicoanálisis no haya reconocido esto en cierto modo. En su teoría del fantasma originario, de las huellas de una herencia arcaica y de las fuentes endógenas del super-yo, Freud afirma constantemente que los factores activos no son los padres reales, ni siquiera los padres tal como el niño se los imagina. Del mismo modo y con mayor razón, los discípulos de Lacan, cuando vuelven a tomar la distinción entre lo imaginario y lo simbólico, cuando oponen el nombre del padre a la imago, y el repudio que concierne al significante a una ausencia o carencia real del personaje paterno. No podemos reconocer mejor que las figuras parentales son inductores cualesquiera y que el verdadero organizador está, por otra parte, del lado de lo inducido y no del inductor. Pero ahí es donde empieza la cuestión, la misma que para el huevo biológico. Pues, en estas condiciones, ¿no hay más salida que restaurar la idea de un «campo», ya bajo la forma de un innato filogenético de preformación, ya bajo la forma de un a priori simbólico cultural vinculado a la prematuración? Peor aún: es evidente que al invocar un tal a priori no salimos en modo alguno del familiarismo en el sentido más estricto que grava todo el psicoanálisis; por el contrario, nos hundimos en él y lo generalizamos. Hemos colocado a los padres en su verdadero lugar del inconsciente, el de los inductores cualesquiera, pero continuamos confiando el papel de organizador a elementos simbólicos o estructurales que todavía son los de la familia y de su matriz edípica. Una vez más no salimos del atolladero: tan sólo hemos encontrado el medio de volver trascendente a la familia.
Este es el incurable familiarismo del psicoanálisis, enmarcando el inconsciente en Edipo, ligándolo a él de una parte a otra, aplastando la producción deseante, condicionando al paciente a responder papá-mamá, a consumir siempre el papá-mamá. Foucault, por tanto, tenía toda la razón cuando decía que el psicoanálisis acababa en cierta manera, realizaba, lo que la psiquiatría asilar del siglo XIX se había propuesto, con Pinel y Tuke: unir la locura a un complejo parental, vincularla «a la dialéctica semi-real, semi-imaginaria, de la familia»; constituir un microcosmos en el que se simbolizasen «las grandes estructuras masivas de la sociedad burguesa y de sus valores», Familia-Hijos, Falta-Castigo, Locura-Desorden; hacer que la desalienación pase por el mismo camino que la alienación, Edipo en los dos cabos, fundamentar de este modo la autoridad moral del médico como Padre y Juez, Familia y Ley; y llegar, por último, a la siguiente paradoja: «Mientras que el enfermo mental está enteramente alienado en la persona real de su médico, el médico disipa la realidad de la enfermedad mental en el concepto crítico de locura»[77]. Páginas luminosas. Añadamos que al envolver la enfermedad en un complejo familiar interior al paciente, y luego el complejo familiar mismo en la transferencia o en la relación paciente-médico, el psicoanalista freudiano hacía de la familia un cierto uso intensivo. Claro es que este uso desfiguraba la naturaleza de las cantidades intensivas en el inconsciente. Sin embargo, todavía respetaba en parte el principio general de una producción de estas cantidades. Por el contrario, cuando de nuevo fue preciso enfrentarse a la psicosis, la familia al mismo tiempo se volvió a desplegar en extensión, y fue considerada por sí misma como el gradímetro de las fuerzas de alienación y de desalienación. De este modo el estudio de las familias de esquizofrénicos ha vuelto a lanzar a Edipo haciéndole reinar en el orden extensivo de una familia desplegada, en el que cada uno no sólo combinaba más o menos bien su triángulo con el de los otros, sino que también en él el conjunto de la familia oscilaba entre los dos polos de una «sana» triangulación, estructurante y diferenciante, y las formas de triángulos pervertidos, realizando sus fusiones en lo indiferenciado.
Jacques Hochman analiza interesantes variedades de familias psicóticas bajo un mismo «postulado fusional»: la familia propiamente fusional, en la que ya no existe la diferenciación más que entre lo interior y lo exterior (los que no son de la familia); la familia escisional que instaura bloques, clanes, coaliciones en su propio seno; la familia tubular, en la que el triángulo se multiplica hasta el infinito, cada miembro posee el suyo que se ajusta a otros sin que se puedan reconocer los límites de una familia nuclear; la familia repudiante, en la que la diferenciación se halla a la vez como incluida y conjurada en uno de sus miembros eliminado, anulado, repudiado[78]. Comprendemos que un concepto como el de repudio funcione en este cuadro extensivo de una familia en la que varias generaciones, tres por lo menos, forman la condición de fabricación de un psicótico: por ejemplo, las desavenencias de la madre frente a su propio padre hacen que el hijo, a su vez, ni siquiera pueda «plantear su deseo» frente a la madre. De donde la extraña idea de que si el psicótico escapa a Edipo es porque lo es al cuadrado, en un campo de extensión que comprende a los abuelos. El problema de la cura se convierte en algo parecido a una operación de cálculo diferencial en la que se procede por despotencialización para recobrar las primeras funciones y restaurar el triángulo característico o nuclear — siempre una sagrada trinidad, el acceso a una situación de tres… Es evidente que este familiarismo en extensión, en el que la familia recibe las potencias propias de la alienación y de la desalienación, implica un abandono de las posiciones básicas del psicoanálisis en lo concerniente a la sexualidad, a pesar de la conservación formal de un vocabulario analítico. Verdadera regresión en provecho de una taxonomía de las familias. Podemos verlo claramente en las tentativas de psiquiatría comunitaria o de psicoterapia llamada familiar, que en efecto rompen con la existencia asilar, pero no dejan de mantener todos sus presupuestos, y reanudan fundamentalmente la psiquiatría del siglo XIX, según el slogan propuesto por Hochmann: ¡«de la familia a la institución hospitalaria, de la institución hospitalaria a la institución familiar, …retorno terapéutico a la familia»!
Pero, incluso en los sectores progresistas o revolucionarios del anális is institucional por una parte, de la antipsiquiatría por otra, subsiste el peligro de este familiarismo en extensión, de acuerdo con el doble callejón sin salida de un Edipo no restringido, tanto en el diagnóstico de familias patógenas en sí mismas como en la constitución de cuasi famil ias terapéuticas. Una vez dicho que ya no se trata de volver a formar marcos de adaptación o de integración familiar y social, sino de instituir formas originales de grupos activos, la cuestión que se plantea radica en saber hasta qué punto estos grupos de base se parecen a familias artificiales, hasta qué punto todavía se prestan a la edipización. Estas cuestiones han sido profundamente analizadas por Jean Oury. Estas cuestiones muestran que la psiquiatría revolucionaria, por más que rompa con los ideales de adaptación comunitaria, con todo lo que Maud Mannoni llama la policía de adaptación, todavía corre el peligro de volcarse a cada instante en el marco de un Edipo estructural cuya laguna se diagnostica y cuya integridad se restaura, santísima trinidad que continúa estrangulando la producción deseante y ahogando sus problemas. El contenido político y cultural, histórico-mundial y racial, permanece aplastado en el molinete edípico. Todavía se continúa tratando a la familia como a una matriz o, mejor, como un microcosmos, un medio expresivo válido por sí mismo, y que, por capaz que sea de expresar la acción de las fuerzas alienantes, las «mediatiza» precisamente al suprimir las verdaderas categorías de producción en las máquinas del deseo. Creemos que un punto de vista similar existe incluso en Cooper (Laing a este respecto se deshace mejor del familiarismo, gracias a los recursos de un flujo llegado de Oriente). «Las familias, escribe Cooper, operan una mediación entre la realidad social y sus hijos. Si la realidad social en cuestión es rica en formas sociales alienadas, entonces esta alienación será mediatizada por el hijo y experimentada por él como extrañeza en las relaciones familiares… Una persona puede decir, por ejemplo, que su mente está controlada por una máquina eléctrica o por hombres de otro planeta. Estas construcciones, sin embargo, son en gran medida encarnaciones del proceso familiar, que posee las apariencias de la realidad substancial, pero no es más que la forma alienada de la acción o de la praxis de los miembros de la familia, praxis que domina literalmente la mente del miembro psicótico. Estos hombres metafóricos del cosmos son literalmente la madre, el padre y los hermanos, que ocupan un lugar alrededor de la mesa del desayuno en compañía del pretendido psicótico»[79]. Incluso la tesis esencial de la antipsiquiatría, que plantea en el límite una identidad de naturaleza entre la alienación social y la alienación mental, debe comprenderse en función de un familiarismo mantenido, y no de su refutación. Pues, es en tanto que la familia-microcosmos, la familia-gradímetro, expresa la alienación social, que se considera que «organiza» la alienación mental en la mente de sus miembros, o de su miembro psicótico (y entre todos sus miembros, ¿«cuál es el que está bueno»?).
En la concepción general de las relaciones microcosmos-macrocosmos Bergson introdujo una discreta revolución a la que es preciso volver. La asimilación de lo vivo a un microcosmos es un antiguo lugar común. Pero si lo vivo era semejante al mundo, lo era, se decía, porque era o tendía a ser un sistema aislado, naturalmente cerrado: la comparación entre el microcosmos y el macrocosmos, por tanto, era la de dos figuras cerradas, una de las cuales se inscribía en la otra y se expresaba en ella. Al principio de L’Evolution créatrice, Bergson cambia por completo el alcance de la comparación al abrir los dos todos. Si lo vivo se parece al mundo es, por el contrario, en la medida en que se abre sobre la abertura del mundo; si es un todo lo es en la medida que el todo, el del mundo tanto como el de lo vivo, siempre está haciéndose, produciéndose o progresando, inscribiéndose en una dimensión temporal irreductible y no cerrada. Creemos que ocurre lo mismo con la relación familia-sociedad. No existe triángulo edípico: Edipo siempre está abierto en un campo social abierto. Edipo abierto a todos los vientos, a las cuatro esquinas del campo social (ni siquiera 3 + 1, sino 4 + n). Triángulo mal cerrado, triángulo poroso o rezumante, triángulo reventado del que se escapan los flujos del deseo hacia otros lugares. Es curioso que haya sido preciso esperar los sueños de colonizados para darse cuenta de que, en los vértices del seudo triángulo, la mamá bailaba con el misionero, el papá se hacía encular por los cobradores de impuestos, el yo se hacía pegar por un blanco. Es precisamente este acoplamiento de las figuras parentales con agentes de otra naturaleza, su abrazo como luchadores, el que impide que el triángulo vuelva a cerrarse, valer por sí mismo y pretender expresar o representar esta otra naturaleza de los agentes planteados en el propio inconsciente. Cuando Fanon encuentra un caso de psicosis de persecución vinculado a la muerte de la madre, se pregunta, en primer lugar, si está «en presencia de un complejo de culpabilidad inconsciente como Freud describió en La aflicción y la melancolía»; pero rápidamente descubre que la madre ha sido muerta por un soldado francés y que el propio sujeto asesinó a la mujer de un colono cuyo fantasma destripado va perpetuamente a arrastrar, despedazar, el recuerdo de la madre[80]. Siempre se puede decir que estas situaciones límite de traumatismo de guerra, de estado de colonización, de extrema miseria social, etc., son poco propicias para la construcción del Edipo, y que es precisamente por ello por lo que favorecen un desarrollo o una explosión psicótica. Sin embargo, nosotros sabemos bien que el problema radica en otro lugar. Pues, además de que se confiese que es preciso un cierto confort de la familia burguesa para proporcionar sujetos edipizados, siempre se rechaza la cuestión de saber lo que está realmente cargado en las condiciones confortables de un Edipo supuesto normal o normativo.
El revolucionario es el primero que puede decir con pleno derecho: Edipo, no lo conozco —ya que los trozos disjuntos permanecen pegados a todas las esquinas del campo social histórico, como campo de batalla y no como escena de teatro burgués. Tanto peor si los psicoanalistas rugen. Pero Fanon señalaba que los períodos con desórdenes no sólo tenían efectos inconscientes sobre los militantes activos, sino también sobre los neutrales y los que pretenden permanecer fuera del asunto, no mezclándose en la política. Lo mismo se puede decir de los períodos aparentemente apacibles: error grotesco es el creer que el inconsciente-niño no conoce más que papá-mamá y que no sabe «a su modo» que el padre tiene un jefe que no es un padre de padre, o incluso que su padre es un jefe que no es un padre… De tal modo que para todos los casos planteamos la siguiente regla: el padre y la madre no existen más que en pedazos y nunca se organizan en una figura o en una estructura capaces tanto de representar el inconsciente como de representar en él los diversos agentes de la colectividad, sino que siempre estallan en fragmentos que se codean con estos agentes, se enfrentan, se oponen o se concilian con ellos como en un cuerpo a cuerpo. El padre, la madre y el yo están enfrentados, y se enfrentan de forma directa con los elementos de la situación histórica y política, el soldado, el polizonte, el ocupante, el colaborador, el contestatario o el resistente, el jefe del trabajo, la mujer del jefe, que rompen a cada instante toda triangulación e impiden al conjunto de la situación que se vuelque sobre el complejo familiar y se interiorice en él. En una palabra, la familia nunca es un microcosmos en el sentido de una figura autónoma, incluso inscrita en un círculo mayor al que mediatizaría y expresaría. La familia por naturaleza está excentrada, descentrada. Se nos habla de familia fusional, escisional, tubular, repudiante. Pero, ¿de dónde provienen los cortes y su distribución que precisamente impiden que la familia sea un «interior»? Siempre hay un tío de América, un hermano oveja negra, una tía que se marchó con un militar, un primo en paro, en quiebra o en crac, un abuelo anarquista, una abuela en el hospital, loca o chocha. La familia no engendra sus cortes. Las familias están cortadas por cortes que no son familiares: la Comuna, el caso Dreyfus, la religión y el ateísmo, la guerra de España, la subida del fascismo, el estalinismo, la guerra de Vietnam, mayo del 68… todo lo cual forma los complejos del inconsciente, más eficaces que el Edipo sempiterno. Y se trata del inconsciente. Sí hay estructuras, no existen en la mente, a la sombra de un falo fantástico que distribuiría sus lagunas, pasos y articulaciones. Existen en lo real inmediato imposible. Como dice Gombrowicz, los estructuralistas «buscan sus estructuras en la cultura, yo en la realidad inmediata. Mi manera de ver está directamente relacionada con los acontecimientos de entonces: hitlerismo, estalinismo, fascismo… Estaba fascinado por las formas grotescas y terroríficas que surgían en la esfera de lo interhumano destruyendo todo lo que hasta entonces era venerable»[81].
Los helenistas tienen razón al recordar que, incluso en el venerable Edipo, ya se trataba de «política». Tan sólo se equivocan cuando concluyen que la libido, desde entonces, no tiene nada que ver con ello. Es todo lo contrario: lo que la libido carga (catexiza) a través de los elementos disjuntos de Edipo, y precisamente en la medida que estos elementos nunca forman una estructura mental autónoma expresiva, son estos cortes extrafamiliares, subfamiliares, estas formas de la producción social en relación con la producción deseante. El esquizoanálisis no oculta que es un psicoanálisis político y social, un análisis militante: y ello no porque generalice Edipo en la cultura, en las condiciones ridículas mantenidas hasta ahora. Sino, por el contrario, porque se propone mostrar la existencia de una catexis libidinal inconsciente de la producción social histórica, distinta de las catexis conscientes que coexisten con ella. Proust no se equivoca al decir que, en vez de realizar una obra intimista, va más lejos que los sostenedores de un arte populista o proletario que se contentan con describir lo social y lo político en obras «voluntariamente» expresivas. Por su parte, Proust se interesa por la manera como el caso Dreyfus, luego la guerra del 14, cortan las familias, introduciendo en ellas nuevos cortes y nuevas conexiones que implican una modificación de la libido heterosexual y homosexual (por ejemplo, en el medio descompuesto de los Guermantes). Corresponde a la libido el cargar el campo social con formas inconscientes y con ello alucinar toda la historia, delirar las civilizaciones, los continentes y las razas, y «sentir» intensamente un devenir mundial. No hay cadena significante sin un chino, un árabe, un negro que pasan la cabeza y vienen a turbar la noche de un blanco paranoico. El esquizoanálisis se propone deshacer el inconsciente expresivo edípico, siempre artificial, represivo y reprimido, mediatizado por la familia, para llegar al inconsciente productivo inmediato. Sí, la familia es un stimulus —pero un stimulus de cualquier valor, un inductor que no es ni organizador ni desorganizador. En cuanto a la respuesta, siempre viene de otra parte. Si hay lenguaje, lo hay del lado de la respuesta y no del estímulo. Incluso el psicoanálisis edípico ha reconocido la indiferencia de las imágenes parentales efectivas, la irreductibilidad de la respuesta a la estimulación que aquéllas realizan. Sin embargo, se ha contentado con comprender la respuesta a partir de un simbolismo expresivo todavía familiar, en lugar de interpretarlo en un sistema inconsciente de la producción como tal (economía analítica).
El gran argumento del familiarismo es: «al menos al principio…». Esta argumentación puede formularse explícitamente, pero también tiene una persistencia implícita en teorías que no obstante rechazan el punto de vista de la génesis. Al menos al principio, el inconsciente se expresaría en un estado de relaciones y de constelaciones familiares en el que se mezclarían lo real, lo imaginario y lo simbólico. Las relaciones sociales y metafísicas surgirían después, como un más allá. Y como el principio siempre vale por dos (es incluso la condición para no salir de él), se invoca un primer principio preedípico, «la indiferenciación primitiva de las etapas más precoces de la personalidad» en la relación con la madre, luego un segundo principio, Edipo mismo con la ley del padre y las diferenciaciones exclusivas que prescribe en el seno de la familia; por último, la latencia, la famosa latencia, tras la cual comienza el más allá. Pero como este más allá consiste en rehacer a otros el mismo camino (los hijos por llegar), y también como el primer principio no es llamado «preedípico» más que por señalar ya su pertenencia a Edipo como eje de referencia, es evidente que simplemente se han cerrado los dos cabos de Edipo y que el más allá o el después siempre serán interpretados en función de Edipo, con respecto a Edipo, en el marco de Edipo. Todo será volcado en él, como testimonian las discusiones sobre el papel comparado de los factores infantiles y de los factores actuales en la neurosis: ¿cómo podría ser de otro modo en tanto que el factor «actual» es concebido bajo esta forma del «después»? Sin embargo, sabemos que los factores actuales están ahí desde la infancia y que determinan las catexis libidinales en función de los cortes y de las conexiones que introducen en la familia. Por encima de las cabezas de los miembros de la familia, o por debajo, la producción deseante y la producción social experimentan en la experiencia infantil su identidad innata y su diferencia de régimen. Consideremos tres grandes libros de infancia: L’Enfant de Jules Vallès, Bas les coeurs de Darien, Mort à crédit de Céline. En ellos vemos cómo el pan, el dinero, el habitat, la promoción social, los valores burgueses y revolucionarios, la riqueza y la pobreza, la opresión y la rebelión, las clases sociales, los acontecimientos políticos, los problemas metafísicos y colectivos, ¿qué es respirar?, ¿por qué ricos?, son objeto de catexis en las que los padres tan sólo poseen el papel de agentes de producción o de antiproducción particulares, siempre pegados a otros agentes que no dejan de expresar que se enfrentan con ellos en el cielo y el infierno del niño. Y el niño dice: ¿por qué? El Hombre de las ratas no espera a ser un hombre para catexizar la mujer pobre y la mujer rica que constituyen el factor actual de su obsesión. Es por razones inconfesables que se niega la existencia de una sexualidad infantil, pero es también por razones poco confesables que se reduce esta sexualidad a desear la mamá y ocupar el lugar del papá. El chantaje freudiano consiste en esto: o bien reconoces el carácter edípico de la sexualidad infantil, o bien debes abandonar toda posición sobre la sexualidad. Sin embargo, ni siquiera a la sombra de un falo trascendente se colocan efectos inconscientes de «significado» sobre el conjunto de las determinaciones de un campo social; por el contrario, es la catexis libidinal de estas determinaciones la que fija su uso particular en la producción deseante y el régimen comparado de esta producción con la producción social, de donde se desprenden el estado del deseo y de su represión, la distribución de los agentes y el grado de edipización de la sexualidad. Lacan dice con justeza que en función de las crisis y de los cortes o rupturas de la ciencia existe un drama del sabio que a veces llega hasta la locura, y que «él mismo no podría incluirse en el Edipo, salvo poniéndolo en duda», por vía de consecuencia[82]. Cada niño es en este sentido un pequeño sabio, un pequeño Cantor. Y por más que remontemos el curso de las edades, nunca nos encontramos con un niño preso en un orden familiar autónomo, expresivo o significante. En sus juegos tanto como en sus alimentos, sus cadenas y sus meditaciones, incluso el niño de pecho se encuentra ya cogido en una producción deseante actual en la que los padres desempeñan el papel de objetos parciales, de testigos, de relatores y de agentes, en la corriente de un proceso que los desborda por todos lados, y que coloca al deseo en relación inmediata con una realidad histórica y social. Cierto es que nada es preedípico y que es preciso llevar hacia atrás a Edipo basta la primera edad, pero en el orden de una represión del inconsciente. Pero no es menos cierto que todo es anedípico en el orden de la producción; que existe lo no edípico, que lo anedípico empieza tan pronto como Edipo y se prosigue tan tarde, con otro ritmo, bajo otro régimen, en otra dimensión, con otros usos de síntesis que alimentan la autoproducción del inconsciente, el inconsciente huérfano, el inconsciente jugador, el inconsciente meditativo y social.
La operación de Edipo consiste en establecer un conjunto de relaciones bi-unívocas entre los agentes de producción, de reproducción y de antiproducción sociales por una parte, y los agentes de la reproducción familiar llamada natural. Esta operación se llama una aplicación. Todo ocurre como si se plegase un mantel y que sus 4 (+ n) esquinas estuviesen dobladas en 3 (3 + 1, para designar el factor trascendente que realiza el plegado). Desde ese momento es forzoso que los agentes colectivos sean interpretados como derivados o substitutos de figuras parentales, en un sistema de equivalencias que en todo lugar reencuentra al padre, la madre y el yo. (Y si consideramos el conjunto del sistema tan sólo alejamos la dificultad, al hacerla depender entonces del término trascendente, falo). Se produce entonces un uso defectuoso de la síntesis conjuntiva, que hace decir «luego era tu padre, luego era tu madre…». Y que sólo después se descubra que todo era ya el padre y la madre, no tiene nada de sorprendente, puesto que se supone que ya lo era desde el principio, pero que a continuación fue olvidado-reprimido, sin perjuicio de que se reencuentre después con respecto a la continuación. De ahí la fórmula mágica que señala la bi-univocización, es decir, el aplastamiento de lo real polívoco en provecho de una relación simbólica entre dos articulaciones: luego era aquello lo que esto quería decir. Se hace que todo parta de Edipo, por explicación, con tanta mayor certeza en cuanto todo remite a él por aplicación. Sólo en apariencia Edipo es un principio, ya como origen histórico o prehistórico, ya como fundación estructural. Es un principio por completo ideológico, para la ideología. De hecho, Edipo siempre y tan sólo es un conjunto de llegada para un conjunto de partida constituido por una formación social. Todo se aplica a él, en el sentido que los agentes y relaciones de la producción social, y las cataxis libidinales que les corresponden, son volcados en las figuras de la reproducción familiar. En el conjunto de partida hay la formación social, o más bien las formaciones sociales; las razas, las clases, los continentes, los pueblos, los reinos, las soberanías; Juana de Arco y el Gran Mongol, Lutero y la Serpiente azteca. En el conjunto de llegada no hay más que papá, mamá y yo. De Edipo como de la producción deseante es preciso decir: está al final, no al principio. Pero no por completo de la misma forma. Hemos visto que la producción deseante era el límite de la producción social, siempre contrariada en la producción capitalista: el cuerpo sin órganos en el límite del socius desterritorializado, el desierto en las puertas de la ciudad… Pero precisamente es urgente, es esencial, que el límite sea desplazado, se vuelva inofensivo y pase al interior de la propia formación social. La esquizofrenia o la producción deseante es el límite entre la organización molar y la multiplicidad molecular del deseo; es preciso que este límite de desterritorialización pase ahora al interior de la organización molar, que se aplique a una territorialidad facticia y sometida. Entonces presentimos lo que significa Edipo: desplaza el límite, lo interioriza. Antes un pueblo de neuróticos que un solo esquizofrénico logrado, no autistizado. Incomparable instrumento de gregarismo, Edipo es la última territorialidad sometida y privada del hombre europeo. (Además, el límite desplazado, conjurado, pasa al interior de Edipo, entre sus dos polos.)
Una palabra sobre la vergüenza del psicoanálisis en la historia y en la política. El procedimiento es harto conocido: se nos coloca ante el Gran Hombre y la Multitud. Se pretende hacer la historia con estas dos entidades, estos dos fantoches, el gran Crustáceo y la loca Invertebrada. Se coloca a Edipo al principio. En un lado se tiene al gran hombre definido edípicamente: por tanto, ha matado al padre, este asesinato que nunca acaba, ya para anonadarlo e identificarse con la madre, ya para interiorizarlo, colocarse en su lugar o reconciliarse con él (y, en detalle, otras tantas variantes que corresponden a las soluciones neuróticas, psicóticas, perversas o «normales», es decir, sublimatorias…). De cualquier manera, el gran hombre ya es mayor, puesto que en el bien o en el mal ha encontrado una determinada solución original del conflicto edípico. Hitler aniquila al padre y desencadena en sí mismo las fuerzas de la mala-madre, Lutero interioriza al padre y establece un compromiso con el super-yo. En el otro lado tenemos a la multitud, definida también edípicamente, por imágenes parentales de segundo orden, colectivas; el encuentro, por tanto, puede realizarse, Lutero y los cristianos del siglo XVI, Hitler y el pueblo alemán, en correspondencias que no implican necesariamente la identidad (Hitler desempeña el papel del padre por «transfusión homosexual» y con respecto a la multitud femenina; Lutero desempeña el papel de la mujer con respecto al Dios de los cristianos). Desde luego, para resguardarse de la justa cólera del historiador, el psicoanalista precisa que él no se ocupa más que de un cierto orden de causas, que hay que tener en cuenta «otras» causas, pero que él no puede hacerlo todo. Por otra parte se ocupa suficientemente de las otras causas para darnos una primera impresión: tiene en cuenta instituciones de una época (la Iglesia católica del siglo XVI, el poder capitalista en el siglo XX) aunque sólo sea para ver en ellas… imágenes parentales todavía de un nuevo tipo, asociando el padre y la madre, que van a ser disociadas y de otro modo reagrupadas en la acción del gran hombre y la multitud. Importa muy poco que el tono de estos libros sea freudiano ortodoxo, culturalista, arquetípico. Estos libros dan náusea. No los rechacemos diciendo que pertenecen al lejano pasado del psicoanálisis: todavía se escriben en nuestros días, y no pocos. Que no se diga que se trata de un uso imprudente de Edipo: ¿qué otro uso podríamos hacer de él? Ya no se trata de una dimensión ambigua del «psicoanálisis aplicado»; pues es todo Edipo, Edipo en sí mismo, el que ya es una aplicación, en el sentido estricto de la palabra. Y cuando los mejores psicoanalistas se prohíben las aplicaciones histórico-políticas, no podemos decir que las cosas vayan mucho mejor, puesto que se repliegan en el peñasco de la castración presentado como lugar de una «verdad insostenible» irreductible: se encierran en un falocentrismo que les determina a considerar la actividad analítica como si siempre debiera evolucionar en un microcosmos familiar, y todavía tratan las catexis directas del campo social por la libido como simples dependencias imaginarias de Edipo, en el que sería preciso denunciar «un sueño fusional», «un fantasma de retorno a la Unidad». La castración, dicen, he ahí lo que nos separa del político, he ahí lo que nos proporciona la originalidad, a nosotros analistas que no olvidamos que la sociedad también es triangular y simbólica.
Si es cierto que Edipo se obtiene por proyección o aplicación, presupone un cierto tipo de catexis libidinal del campo social, de la producción y de la formación de este campo. No hay Edipo individual como tampoco fantasma individual. Edipo es un medio de integración al grupo, tanto bajo la forma adaptativa de su propia reproducción que le hace pasar de una generación a otra, como en sus estasis neuróticas inadaptadas que bloquean el deseo en atolladeros ya dispuestos. Edipo florece además en los grupos sometidos, allí donde un orden establecido está catexizado en sus mismas formas represivas. Y no son las formas del grupo sometido las que dependen de proyecciones e identificaciones edípicas, sino todo lo contrario: son las aplicaciones edípicas las que dependen de las determinaciones del grupo sometido como conjunto de partida, y de su catexis libidinal (desde los trece años he trabajado, elevarse en la escala social, la promoción, formar parte de los explotadores…). Existe, pues, un uso segregativo de las síntesis conjuntivas en el inconsciente que no coincide con las divisiones de clases, aunque sea un arma incomparable al servicio de una clase dominante: es este uso el que constituye el sentimiento de «ser de los nuestros», de formar parte de una raza superior amenazada por los enemigos de afuera. Así el blanco descendiente de pioneros, el irlandés protestante que conmemora la victoria de sus antepasados, el fascista de la raza de los señores. Edipo depende de un sentimiento nacionalista, religioso, racista, y no a la inversa: no es el padre quien se proyecta en el jefe, sino el padre quien se aplica al jefe, ya para decirnos «no superarás a tu padre», ya para decirnos «lo superarás reencontrando a nuestros abuelos». Lacan ha mostrado claramente el vínculo de Edipo con la segregación. Sin embargo, no en el sentido en que la segregación sería una consecuencia de Edipo, subyacente a la fraternidad de los hermanos una vez muerto el padre. Por el contrario, el uso segregativo es una condición de Edipo, en la medida en que el campo social no se dobla sobre el vínculo familiar más que al presuponer un enorme arcaísmo, una encarnación de la raza en persona o en espíritu —sí, yo soy de los vuestros…
No es una cuestión de ideología. Existe una catexis libidinal inconsciente del campo social, que coexiste pero no coincide necesariamente con las catexis preconscientes o con lo que las catexis preconscientes «deberían ser». Por ello, cuando sujetos, individuos o grupos actúan claramente contra sus intereses de clase, cuando se adhieren a los intereses e ideales de una clase que su propia situación objetiva debería determinarles a combatir, no basta con decir: han sido engañados, las masas han sido engañadas. No es un problema ideológico, de desconocimiento y de ilusión, es un problema de deseo, y el deseo forma parte de la infraestructura. Las catexis preconscientes se hacen o deberían hacerse según los intereses de clases opuestas. Pero las catexis inconscientes se realizan según posiciones de deseo y usos de síntesis, muy diferentes de los intereses del sujeto que desea individual o colectivo. Estas pueden asegurar la sumisión general a una clase dominante, haciendo pasar cortes y segregaciones a un campo social en tanto que catexizado precisamente por el deseo y no por los intereses. Una forma de producción o de reproducción social, con sus mecanismos económicos o financieros, sus formaciones políticas, etc., puede ser deseada como tal, totalmente o en parte, independientemente del interés del sujeto que desea. No es por metáfora, incluso por metáfora paterna, que Hitler ponía en tensión a los fascistas. No es por metáfora que una operación bancaria o bursátil, un título, un cupón, un crédito pongan en tensión a gentes que no son tan sólo banqueros. ¿Y el dinero que crece, el dinero que produce dinero? Existen «complejos» económico-sociales que también son verdaderos complejos del inconsciente, y comunican una voluptuosidad de arriba a abajo de su jerarquía (el complejo militar industrial). Y la ideología, Edipo y el falo, no tienen nada que hacer en este caso, ya que dependen de ello en lugar de ser su principio. Se trata de flujos, stocks, cortes y fluctuaciones de flujos; el deseo está en todo lugar donde algo fluye y corre, arrastrando sujetos interesados, pero también sujetos ebrios o adormilados, hacia desembocaduras mortales.
Este es, pues, el objetivo del esquizoanálisis: analizar la naturaleza específica de las catexis libidinales de lo económico y lo político; y con ello mostrar que el deseo puede verse determinado a desear su propia represión en el sujeto que desea (de ahí el papel de la pulsión de muerte en el ramal del deseo y de lo social). Todo ello ocurre, no en la ideología, sino mucho más por debajo.
Una catexis inconsciente de tipo fascista, o reaccionario, puede coexistir con la catexis consciente revolucionaria. A la inversa, puede ocurrir (raramente) que una catexis revolucionaria, al nivel del deseo, coexista con una catexis reaccionaria de acuerdo con un interés consciente. De cualquier modo, las catexis conscientes e inconscientes no son del mismo tipo, incluso cuando coinciden y se superponen. Definíamos la catexis inconsciente reaccionaria como adecuada al interés de la clase dominante, pero procediendo por su cuenta, en términos de deseo, por el uso segregativo de las síntesis conjuntivas de las que Edipo resulta: soy de raza superior. La catexis revolucionaria inconsciente es tal que el deseo, aun en su propio modo, recorta el interés de las clases dominadas, explotadas, y hace correr flujos capaces a la vez de todas las segregaciones y sus aplicaciones edípicas, capaces de alucinar la historia, delirar las razas y abrazar los continentes. No, no soy de los vuestros, soy el exterior y el desterritorializado, «soy de raza inferior desde toda la eternidad… soy una bestia, un negro». Incluso en este caso se trata de un intenso poder de catexizar y contracatexizar en el inconsciente. Edipo salta porque sus propias condiciones han saltado. El uso nómada y polívoco de las síntesis conjuntivas se opone al uso segregativo y bi-unívoco. El delirio tiene como dos polos, racista y racial, paranoico-segregativo y esquizo-nómada. Y entre ambos se producen deslizamientos sutil es inciertos, en los que el inconsciente mismo oscila entre sus cargas reaccionarias y sus potencialidades revolucionarias. Incluso Schreber se considera Gran Mongol al franquear la segregación aria. De ahí la ambigüedad de los textos en los grandes autores cuando manejan el tema de las razas, fértil en equívocos como el destino. El esquizoanálisis debe desenredar este hilo. Pues leer un texto nunca es un ejercicio erudito en busca de los significados, y todavía menos un ejercicio altamente textual en busca de un significante, es un uso productivo de la máquina literaria, un montaje de máquinas deseantes, ejercicio esquizoide que desgaja del texto su potencia revolucionaria. El «¡Luego es!» o la meditación de Igitur sobre la raza, en esencial relación con la locura.
Recapitulación de las tres síntesis
Inagotable y siempre actual, el disparatorio de Edipo. Se nos dice que los padres murieron «a lo largo de millares de años» (vaya, vaya) y que la «interiorización» correspondiente de la imagen paterna se produjo durante el paleolítico y hasta los comienzos del neolítico, «hace alrededor de 8.000 años»[83]. Se hace historia o no se hace. Pero verdaderamente, en cuanto a la muerte del padre, la noticia no corre de prisa. Nos equivocaríamos si embarcásemos a Nietzsche en esa historia. Pues Nietzsche no es el que rumia la muerte del padre y pasa todo su paleolítico interiorizándolo. Por el contrario, Nietzsche está profundamente cansado de todas estas historias construidas alrededor de la muerte del padre, de la muerte de Dios, y quiere poner fin a los discursos interminables sobre este tema, discurso ya de moda en su tiempo hegeliano. Pero se equivocó; los discursos, por desgracia, han continuado. Nietzsche quería que se pasase por fin a las cosas serias. Da doce o trece versiones de la muerte de Dios para hacer buen peso y que ya no se hable más, para convertirlo en un acontecimiento cómico. Explica que este acontecimiento no posee estrictamente ninguna importancia, que verdaderamente no interesa más que al último papa: Dios, muerto o no, el padre, muerto o no, todo viene a ser lo mismo, puesto que la misma represión general y la misma represión prosiguen, aquí en nombre de Dios o de un padre vivo, allí en nombre del hombre o del padre muerto interiorizado. Nietzsche dice que lo importante no es la noticia de que Dios está muerto, sino el tiempo que tarda en dar sus frutos. Aquí el psicoanalista levanta la oreja, cree recobrar su terreno: es harto conocido que el inconsciente tarda en digerir una noticia, incluso se pueden citar algunos textos de Freud sobre el inconsciente que ignora el tiempo y conserva sus objetos como una tumba egipcia. Sólo que Nietzsche no quiere decir exactamente esto: no quiere decir que la muerte de Dios tarde en llegar al inconsciente. Quiere decir que lo que tarda tanto tiempo en llegar a la conciencia es la noticia de que la muerte de Dios no tiene ninguna importancia para el inconsciente. Los frutos de la noticia no son la consecuencia de la muerte de Dios, sino la noticia de que la muerte de Dios no tiene ninguna consecuencia. En otras palabras: que Dios, que el padre, nunca han existido (o si acaso hace mucho tiempo, quizás en el paleolítico…). Tan sólo se ha dado muerte a un muerto, muerto desde siempre. Los frutos de la noticia de la muerte de Dios suprimen tanto la flor de la muerte como el retoño de la vida. Pues, vivo o muerto, tan sólo es una cuestión de creencia, no salimos del elemento de la creencia. El anuncio del padre muerto constit uye una última creencia, «la creencia en la virtud de la increencia» de la que Nietzsche dijo: «Esta violencia manifiesta siempre la necesidad de una creencia, de un sostén, de una estructura…» Edipo-estructura.
Engels alababa la genialidad de Bachofen por haber reconocido en el mito las figuras del derecho materno y del derecho paterno, sus luchas y sus relaciones. Pero desliza un reproche que lo cambia todo: se diría que Bachofen cree en ellos, que cree en las Erinias, en Apolo y Atenea[84]. El mismo reproche y aún más podemos dirigir contra los psicoanalistas: se diría que creen en el mito, en Edipo, en la castración. Responden: la cuestión no radica en saber si nosotros creemos en ello, sino en saber si el propio inconsciente cree. Pero, ¿qué es este inconsciente reducido al estado de creencia? ¿Quién le inyecta la creencia? El psicoanálisis sólo puede convertirse en una disciplina rigurosa si pone entre paréntesis a la creencia, es decir, si realiza una reducción materialista de Edipo como forma ideológica. No se trata de decir que Edipo es una falsa creencia, sino que la creencia es necesariamente algo falso que desvía y ahoga la producción efectiva. Por ello los videntes son los menos creyentes. Cuando relacionamos el deseo con Edipo, nos condenamos a ignorar el carácter productor del deseo, lo condenamos a vagos sueños o imaginaciones que no son más que expresiones conscientes, lo relacionamos con existencias independientes, el padre, la madre, los genitores, que todavía no comprenden sus elementos como elementos internos del deseo. La cuestión del padre es como la de Dios: nacida de la abstracción, supone roto el vínculo entre el hombre y la naturaleza, el vínculo entre el hombre y el mundo, de tal modo que el hombre debe ser producido como hombre por algo exterior a la naturaleza y al hombre. Sobre este punto Nietzsche hace una observación muy parecida a las de Marx o Engels: «Estallamos de risa al ver en vecindad hombre y mundo, separados por la sublime pretensión de la palabrita y»[85]. Otra es la coextensividad, la coextensión del hombre y la naturaleza; movimiento circular por el que el inconsciente, permaneciendo siempre sujeto, se produce a sí mismo y se reproduce. El inconsciente no sigue las vías de una generación que progresa (o regresa) de un cuerpo a otro, tu padre, el padre de tu padre, etc. El cuerpo organizado es el objeto de la reproducción por la generación; no es su sujeto. El único sujeto de la reproducción es el propio inconsciente que se mantiene en la forma circular de la producción. La sexualidad no es un medio al servicio de la generación, sino que la generación de los cuerpos está al servicio de la sexualidad como autoproducción del inconsciente. No es la sexualidad la que representa una prima para el ego, a cambio de su subordinación al proceso de la generación, sino que al contrario, la generación es la consolación del ego, su prolongación, el paso de un cuerpo a otro a través del cual el inconsciente no hace más que reproducirse a sí mismo en sí mismo. En este sentido es preciso decir: el inconsciente desde siempre es huérfano, es decir, se engendra a sí mismo en la identidad de la naturaleza y el hombre, del mundo y el hombre. Es la cuestión del padre, la cuestión de Dios, la que se vuelve imposible, indiferente, en tanto viene a ser lo mismo afirmar o negar tal ser, vivirlo o matarlo: un solo y mismo contrasentido sobre la naturaleza del inconsciente.
Pero los psicoanalistas siguen produciendo el hombre abstractamente, es decir, ideológicamente, para la cultura. Edipo produce el hombre de ese modo y proporciona una estructura al falso movimiento de la progresión o de la regresión infinitas: tu padre y el padre de tu padre, bola de nieve de Edipo hasta el padre de la horda, Dios y el paleolítico. Edipo es lo que nos hace hombres, para lo mejor y para lo peor, dice el disparatorio. Allá arriba el tono puede variar, pero el fondo permanece igual: no escaparás de Edipo, no tienes más elección que entre la «salida neurótica» y la «salida no neurótica». El tono puede ser el del psicoanalista airado, del psicoanalista polizonte: los que no reconocen el imperialismo de Edipo son peligrosos desviantes, izquierdistas que deben ser entregados a la represión social y policial, hablan demasiado y carecen de analidad (doctor Mendel, doctores Stéphane). ¿A continuación de qué inquietante juego de palabras el analista se convierte en promotor de analidad? O bien el psicoanalista sacerdotal, psicoanalista piadoso que canta la incurable insuficiencia de ser: no ve usted que Edipo nos salva de Edipo, es nuestra miseria, pero también nuestra grandeza, según que sea vivido neuróticamente o que se viva su estructura, madre de la santa creencia (J. M. Pohier). O bien el tecno-psicoanalista, el reformista obsesionado por el triángulo que envuelve en Edipo los espléndidos regalos de la civilización, identidad, manía depresiva y libertad bajo una progresión infinita: «En el Edipo, el individuo aprende a vivir la situación triangular, prueba de su identidad, y al mismo tiempo descubre, ya sobre el modo depresivo, ya sobre el de la exaltación, la alienación fundamental, su irremediable soledad, precio de su libertad. La estructura fundamental de Edipo no debe ser tan sólo generalizada en el tiempo a todas las experiencias triangulares del hijo con sus padres, debe ser generalizada en el espacio a las otras relaciones triangulares además de las relaciones padres-hijos»[86].
El inconsciente no plantea ningún problema de sentido, sino únicamente problemas de uso. La cuestión del deseo no es «¿qué es lo que ello quiere decir?», sino cómo marcha ello. ¿Cómo funcionan las máquinas deseantes, las tuyas, las mías, qué fallos forman parte de su uso, cómo pasan de un cuerpo a otro, cómo se enganchan sobre el cuerpo sin órganos, como confrontan su régimen con las máquinas sociales? Un dócil mecanismo se engrasa, o al contrario se prepara una máquina infernal. ¿Qué conexiones, qué disyunciones, qué conjunciones, cuál es el uso de las síntesis? Ello no representa nada, pero ello produce, ello no quiere decir nada, pero ello funciona. En el desmoronamiento general de la cuestión «¿qué es lo que eso quiere decir?» el deseo efectúa su entrada. No se ha sabido plantear el problema del lenguaje más que en la medida en que los lingüistas y los lógicos han evacuado el sentido; y la más alta potencia del lenguaje ha sido descubierta cuando la obra ha sido considerada como una máquina que produce ciertos efectos, sometida a un cierto uso. Malcolm Lowry dice de su obra: es todo lo que usted quiera, desde el momento que funciona, «y funciona, estén seguros, pues yo la he experimentado» — una maquinaria[87]. Sin embargo, que el sentido no sea más que el uso sólo se convierte en un principio firme si disponemos de criterios inmanentes capaces de determinar los usos legítimos, por oposición a los usos ilegítimos, que por el contrario remiten el uso a un sentido supuesto y restauran una especie de trascendencia. El análisis llamado trascendental es precisamente la determinación de estos criterios, inmanentes al campo del inconsciente, en tanto que se oponen a los ejercicios trascendentes de un «¿qué es lo que ello quiere decir?». El esquizoanálisis es a la vez un análisis trascendental y materialista. Es crítico en el sentido que lleva la crítica a Edipo, o lleva a Edipo al punto de su propia autocrítica. Se propone explorar un inconsciente trascendental, en lugar de metafísico; material, en lugar de ideológico; esquizofrénico, en lugar de edípico; no figurativo, en lugar de imaginario; real, en lugar de simbólico; maquínico, en lugar de estructural; molecular, micropsíquico y micrológico, en lugar de molar o gregario; productivo, en lugar de expresivo. Se trata de principios prácticos como direcciones de la «cura».
Ya hemos visto anteriormente cómo los criterios inmanentes de la producción deseante permitían definir usos legítimos de síntesis, por completo diferentes de los usos edípicos. Y con respecto a esta producción deseante, los usos ilegítimos edípicos nos parecían multiformes, pero siempre giraban alrededor del mismo error y envolvían paralogismos teóricos y prácticos. En primer lugar, un uso parcial y no específico de las síntesis conectivas se oponía al uso edípico, global y específico. Este uso global-específico tenía dos aspectos, parental y conyugal, a los que correspondían la forma triangular de Edipo y la reproducción de esta forma. Descansaba sobre un paralogismo de la extrapolación que constituía, por fin, la causa formal de Edipo y cuya ilegitimidad pesaba sobre el conjunto de la operación: extraer de la cadena significante un objeto completo trascendente, como significante despótico del que toda la cadena entonces parecía depender, asignando una carencia o falta a cada posición de deseo, uniendo el deseo a una ley, engendrando la ilusión de un desprendimiento. En segundo lugar, un uso inclusivo o ilimitativo de las síntesis disyuntivas se opone a su uso edípico, exclusivo, limitativo. Este uso limitativo a su vez tiene dos polos, imaginario y simbólico, puesto que no deja elección más que entre las diferenciaciones simbólicas exclusivas y lo imaginario indiferenciado, correlativamente determinados por Edipo. Esta vez muestra cómo procede Edipo, cuál es el procedimiento de Edipo: paralogismo del double bind, del doble atolladero (o mejor valdría traducirlo, siguiendo una sugestión de Henri Gobard, «doble presa», como en una doble llave de catch, para así mostrar mejor el tratamiento al que se obliga al inconsciente cuando se le ata en los dos cabos, no dejándole más posibilidad que la de responder Edipo, recitar Edipo, en la enfermedad como en la salud, en sus crisis como en su desenlace, en su solución como en su problema; pues, de cualquier manera, el double bind no es el proceso esquizofrénico, sino, al contrario, Edipo, en tanto que detiene el proceso o lo hace girar en el vacío). En tercer lugar, un uso nómada y polívoco de las síntesis conjuntivas se opone al uso segregativo y bi-unívoco. También aquí este uso bi-unívoco, ilegítimo desde el punto de vista del propio inconsciente, posee como dos momentos: un momento racista, nacionalista, religioso, etc., que constituye por segregación un conjunto de partida siempre presupuesto por Edipo, incluso de una manera implícita; luego, un momento familiar que constituye el conjunto de llegada por aplicación. De donde el tercer paralogismo, de la aplicación, que fija la condición de Edipo al instaurar un conjunto de relaciones bi-unívocas entre las determinaciones del campo social y las determinaciones familiares, haciendo posible e inevitable de este modo el volcado de las catexis libidinales sobre el eterno papá-mamá. Todavía no hemos agotado todos los paralogismos que orientan prácticamente la cura en el sentido de una edipización furiosa, traición del deseo, reclusión del inconsciente en guardería infantil, máquina narcisista para pequeños yos charlatanes y arrogantes, perpetua absorción de plusvalía capitalista, flujo de palabras contra flujo de dinero, la historia interminable, el psicoanálisis.
Los tres errores sobre el deseo se llaman la carencia, la ley y el significante. Es un único y mismo error, idealismo que se forma una piadosa concepción del inconsciente. Y por más que interpretemos estas nociones en términos de una combinatoria que convierte a la carencia en un lugar vacío, y no en una privación, a la ley en una regla de juego, y no en un mandato, al significante en un distribuidor, y no en un sentido, no podemos impedir que arrastren tras de sí su cortejo teológico, insuficiencia de ser, culpabilidad, significación. La interpretación estructural rechaza toda creencia, se eleva por encima de las imágenes, no retiene del padre y de la madre más que funciones, define lo prohibido y la transgresión como operadores de estructura: pero ¿qué agua limpiará estos conceptos de su segundo plano, de sus mundos traseros — la religiosidad? El conocimiento científico como increencia es verdaderamente el último refugio de la creencia y, como dice Nietzsche, siempre hubo una sola psicología, la del sacerdote. Desde el momento que se introduce la carencia en el deseo se aplasta toda la producción deseante, se la reduce a no ser más que producción de fantasma; pero el signo no produce fantasmas, es producción de lo real y posición de deseo en la realidad. Desde el momento que se vuelve a unir el deseo a la ley, no sabemos si decir que es algo conocido desde siempre que no hay deseo sin ley, se recomienza en efecto la eterna operación de eterna represión, que cierra en el inconsciente el círculo de lo prohibido y la transgresión, misa blanca y misa negra; pero el signo del deseo nunca es signo de la ley, es signo de poder — y ¿quién se atrevería a llamar ley al hecho de que el deseo ponga y desarrolle su poder y que en todo lugar donde esté haga correr flujos y cortar substancias («Me guardo de hablar de leyes químicas, la palabra posee un trasfondo moral»)? Desde el momento que se hace depender al deseo del significante, se coloca al deseo bajo el yugo de un despotismo cuyo efecto es la castración, allí donde se reconoce el rasgo del propio significante; pero el signo del deseo nunca es significante, está en los mil cortes-flujos productivos que no se dejan significar en el rasgo unitario de la castración, siempre un punto-signo de varias dimensiones, la polivocidad como base de una semiología puntual.
El inconsciente es negro, dicen. A menudo se reprocha a Reich y a Marcuse su «rousseauísmo», su naturalismo: una determinada concepción demasiado idílica del inconsciente. Pero, ¿no atribuimos al inconsciente horrores que no pueden ser más que los de la conciencia, y de una creencia demasiado segura de sí misma? ¿Es exagerado decir que en el inconsciente necesariamente hay menos crueldad y terror, y de otro tipo, que en la conciencia de un heredero, de un militar y de un jefe de Estado? El inconsciente posee sus horrores, pero no son antropomórficos. No es el sueño de la razón el que engendra mostraos, sino más bien la racionalidad vigilante e insomne. El inconsciente es rousseauniano, siendo el hombre-naturaleza. ¡Cuánta malicia y astucia hay en Rousseau! Transgresión, culpabilidad, castración: ¿son determinaciones del inconsciente o la manera como un sacerdote ve las cosas? Y sin duda hay muchas más fuerzas además del psicoanálisis para edipizar el inconsciente, culpabilizarlo, castrarlo. Sin embargo, el psicoanálisis apoya el movimiento, inventa un último sacerdote. El análisis edipiano impone a todas las síntesis del inconsciente un uso trascendente que asegura su conversión. Por esto, el problema práctico del esquizoanálisis es la reversión contraria: llevar las síntesis del inconsciente a su uso inmanente. Desedipizar, deshacer la tela de araña del padre-madre, deshacer las creencias para llegar a la producción de las máquinas deseantes y a las catexis económicas y sociales donde se desempeña el análisis militante. Nada se realiza que no concierna a las máquinas. Lo cual implica intervenciones muy concretas: substituir la seudo neutral idad benevolente del analista edipiano, que sólo quiere y escucha al padre y la madre, por una actividad malévola, abiertamente malévola — me haces cagar con Edipo, si continúas detenemos el análisis, o bien un electrochoc, cesa de decir papá-mamá — por supuesto, «Hamlet vive en ti como Werther vive en ti», y también Edipo, y todo lo que tú quieras pero «tú haces crecer brazos y piernas uterinos, labios uterinos, un bigote uterino; al revivir los muertos reminiscentes tu yo se convierte en una especie de teorema mineral que demuestra constantemente la vanidad de la vida… ¿Naciste Hamlet? ¿No has hecho, más bien, nacer a Hamlet en ti? ¿Por qué volver al mismo?)»[88]. Al renunciar al mito, tratamos de colocar algo de alegría, algo de descubrimiento en el psicoanálisis. Pues se ha convertido en algo muy lúgubre, muy triste, interminable, ya realizado desde un principio. ¿Diremos que el esquizo tampoco es alegre? ¿Su tristeza no proviene de que ya no puede soportar las fuerzas de edipización, de hamletización, que le encierran por todas partes? Antes huir al cuerpo sin órganos y encerrarse en él, volverlo a cerrar sobre sí. La pequeña alegría es la esquizofrenización como proceso y no el esquizo como entidad clínica. «Usted ha convertido el proceso en un fin…» Si se obligase a un psicoanalista a entrar en los dominios del inconsciente productivo se sentiría en él tan desplazado, con su teatro, como una actriz de la Comédie Française en una fábrica, o un cura de la Edad Media en una cadena de un taller de producción. Montar unidades de producción, enganchar máquinas deseantes: todavía no se sabe lo que ocurre en esta fábrica, lo que es este proceso, sus ansias y sus glorias, sus dolores y sus alegrías.
Represión general y represión
Hemos intentado analizar la forma, la reproducción, la causa (formal), el procedimiento, la condición del triángulo edípico. Pero hemos descuidado el análisis de las fuerzas reales, de las causas reales de las que depende la triangulación. La línea general de la respuesta es simple, ha sido trazada por Reich: es la represión social, las fuerzas de represión social. Sin embargo, esta respuesta deja subsistir dos problemas e incluso les confiere una mayor premura: por una parte, la relación específica entre la represión y la represión general; por otra, la situación particular de Edipo en el sistema represión general-represión[89]. Los dos problemas están evidentemente vinculados porque si la represión se realizase sobre deseos incestuosos adquiriría por ello mismo una independencia y una primacía, como condición de constitución del intercambio o de toda sociedad, con respecto a la represión general que no concerniría más que a retornos de lo reprimido en una sociedad constituida. Por tanto, en primer lugar debemos considerar la segunda cuestión: ¿la represión se refiere al complejo de Edipo como expresión adecuada del inconsciente? ¿Es preciso decir con Freud que el complejo de Edipo, según sus dos polos, está o bien reprimido (no sin dejar huellas y retornos que chocarán con las prohibiciones), o bien suprimido (pero no sin pasar a los hijos, con los que la historia vuelve a empezar)?[90] Uno se pregunta si Edipo expresa efectivamente el deseo; si es deseado, la represión se refiere a él. Ahora bien, la argumentación freudiana nos deja pensativos: Freud toma una observación de Frazer según la cual «la ley no prohíbe más que lo que los hombres serían capaces de hacer bajo la presión de algunos de sus instintos; así por ejemplo, de la prohibición legal del incesto debemos sacar en conclusión que existe un instinto natural que nos empuja al incesto»[91]. En otras palabras, se nos dice: si está prohibido se debe a que es deseado (no habría necesidad de prohibir lo que no se desea…). Una vez más, esta confianza en la ley nos deja pensativos, la ignorancia de las astucias y procedimientos de la ley.
El inmortal padre de Mort a crédit exclama: ¿quieres hacerme morir, es eso lo que tú quieres, eh, dime? Sin embargo, no queremos nada de eso. No queremos que el tren sea papá y la estación mamá. Tan sólo queremos la inocencia y la paz y que se nos deje tramar nuestras pequeñas máquinas, oh producción deseante. Por supuesto, pedazos de cuerpos de madre y de padre están cogidos en las conexiones, denominaciones parentales surgen en las disyunciones de la cadena, los padres están ahí como estímulos cualesquiera que desencadenan el devenir de las aventuras, de las razas y de los continentes. Pero, qué extraña manía freudiana la de relacionar Edipo con lo que le desborda por todas partes, empezando por la alucinación de los libros y el delirio de los aprendizajes (el educador-substituto del padre, el libro-novela familiar…). Freud no soportaba ni una simple broma de Jung, como aquella de que Edipo no debía tener existencia real ya que incluso el salvaje prefiere una mujer joven y bonita antes que a su madre o su abuela. Si Jung lo traicionó todo no fue, sin embargo, por esta broma, que puede sugerir tan sólo que la madre funciona como una bella muchacha o la bella muchacha como madre, siendo lo principal para el salvaje o para el niño el formar y hacer marchar sus máquinas deseantes, hacer pasar sus flujos, operar sus cortes. La ley nos dice: No te casarás con tu madre y no matarás a tu padre. Y nosotros, sujetos dóciles, nos decimos: ¡luego esto es lo que quería! ¿Llegaremos a sospechar que la ley deshonra, que está interesada en deshonrar y en desfigurar al que presupone culpable, al que quiere culpable, al que quiere que se sienta culpable? Hacemos como si se pudiese deducir directamente de la represión la naturaleza de lo reprimido, y de la prohibición, la naturaleza de lo prohibido. Ahí radica típicamente un paralogismo, todavía uno más, cuarto paralogismo que habrá que llamar desplazamiento. Pues sucede que la ley prohíbe algo perfectamente ficticio en el orden del deseo o de los «instintos», para persuadir a sus sujetos que tenían la intención correspondiente a esta ficción. Incluso es la única manera como la ley puede morder al inconsciente y culpabilizarlo. En una palabra, no nos encontramos ante un sistema de dos términos en el que se podría deducir de la prohibición formal lo que está realmente prohibido. Nos encontramos en un sistema de tres términos en el que esta deducción se convierte por completo en ilegítima. Debemos distinguir: la representación reprimente, que ejerce la represión; el representante reprimido, sobre el que realmente actúa la represión; lo representado desplazado, que da de lo reprimido una imagen aparente y trucada en la cual se considera que el deseo se deja prender. Edipo es esto, la imagen trucada. La represión no actúa sobre él, ni conduce a él. Ni siquiera es un retorno de lo reprimido. Es un producto facticio de la represión. Es sólo lo representado, en tanto que es inducido por la represión. Esta no puede actuar sin desplazar el deseo, sin levantar un deseo de consecuencia, preparado para el castigo, y colocarlo en lugar del deseo antecedente al que conduce en principio o en realidad («¡Ah, luego era esto!»). Lawrence, que no se enfrenta a Freud en nombre de los derechos del Ideal, sino que habla en virtud de los flujos de sexualidad, de las intensidades del inconsciente, y que se entristece y se espanta de lo que está haciendo Freud cuando encierra la sexualidad en la guardería edípica, presiente esta operación de desplazamiento y protesta con todas sus fuerzas: no, Edipo no es un estado del deseo y de las pulsiones, es una idea, nada más que una idea que la represión nos inspira en lo concerniente al deseo, ni siquiera es un compromiso, sino una idea al servicio de la represión, de su propaganda o de su propagación. «El móvil incestuoso es una deducción lógica de la razón humana que recurre a este último extremo para salvarse a sí misma… Es primero y sobre todo una deducción lógica de la razón, incluso efectuada inconscientemente y que a continuación es introducida en la esfera pasional en la que se convierte en principio de acción… Ello no tiene nada que ver con el inconsciente activo, que centellea, vibra, viaja… Comprendemos que el inconsciente no contiene nada de ideal, nada que pertenezca al mundo de un concepto, y por consiguiente nada personal, puesto que la forma de las personas, del mismo modo que el ego, pertenece al yo consciente o mentalmente subjetivo. De modo que los primeros análisis son, o deberían ser, tan impersonales que las relaciones llamadas humanas no se pongan en juego. El primer contacto no es ni personal ni biológico, hecho que el psicoanálisis no ha llegado a comprender»[92].
Los deseos edípicos no están en modo alguno reprimidos, ni tienen que estarlo. Mantienen, sin embargo, una relación íntima con la represión, pero de otra manera. Son el cebo, o la imagen desfigurada, mediante la cual la represión caza al deseo en la trampa. Si el deseo está reprimido no es porque sea deseo de la madre y de la muerte del padre; al contrarío, si se convierte en este tipo de deseo es debido a que está reprimido, y sólo adopta esta máscara bajo la represión que se la modela y se la aplica. Por otra parte, podemos dudar de que el deseo sea un verdadero obstáculo a la instauración de la sociedad, como dicen los partidarios de una concepción cambista. Hemos visto a otros… El verdadero peligro radica en otro lugar. Si el deseo es reprimido se debe a que toda posición de deseo, por pequeña que sea, tiene motivos para poner en cuestión el orden establecido de una sociedad: no es que el deseo sea asocial, sino al contrario. Es perturbador: no hay máquina deseante que pueda establecerse sin hacer saltar sectores sociales enteros. Piensen lo que piensen algunos revolucionarios, el deseo en su esencia es revolucionario —el deseo, ¡no la fiesta! — y ninguna sociedad puede soportar una posición de deseo verdadero sin que sus estructuras de explotación, avasallamiento y jerarquía no se vean comprometidas. Si una sociedad se confunde con sus estructuras (hipótesis divertida), entonces, sí, el deseo la amenaza de forma esencial. Para una sociedad tiene, pues, una importancia vital la represión del deseo, y aún algo mejor que la represión, lograr que la represión, la jerarquía, la explotación, el avasallamiento mismos sean deseados. Es bastante molesto tener que decir cosas tan rudimentarias: el deseo no amenaza a una sociedad porque sea deseo de acostarse con su madre, sino porque es revolucionario. Lo cual no quiere decir que el deseo sea algo distinto de la sexualidad, sino que la sexualidad y el amor no viven en el dormitorio de Edipo, más bien sueñan en algo amplio y hacen pasar extraños flujos que no se dejan acumular en un orden establecido. El deseo no «quiere» la revolución, es revolucionario por sí mismo, y de un modo como involuntario, al querer lo que quiere. Desde el principio de este estudio mantenemos que la producción social y la producción deseante forman una sola unidad, pero difieren de régimen, de manera que una forma social de producción ejerce una represión esencial sobre la producción deseante y, además, que la producción deseante (un «verdadero» deseo) es capaz, potencialmente, de hacer estallar la forma social. Pero ¿qué es un «verdadero» deseo, ya que también la represión es deseada? ¿Cómo distinguirlos? — reclamamos los derechos de un análisis muy lento. Pues, no nos engañemos, incluso en sus usos opuestos, son las mismas síntesis.
Vemos perfectamente lo que el psicoanálisis espera de un pretendido lazo en el que Edipo sería el objeto de la represión, e incluso su sujeto a través del super-yo. El psicoanálisis espera de ello una justificación cultural de la represión, que la hace pasar al primer plano y ya no considera el problema de la represión general más que como secundario desde el punto de vista del inconsciente. Es por ello que los críticos han podido asignar una viraje conservador o reaccionario de Freud a partir del momento en que daba a la represión un valor autónomo como condición de la cultura que se ejerce contra las pulsiones incestuosas: Reich incluso dice que el gran viraje del freudismo, el abandono de la sexualidad, se efectúa cuando Freud acepta la idea de una angustia primera que desencadenaría la represión de manera endógena. Consideremos el artículo de 1908 sobre la «moral sexual cultural»: en él todavía no se nombra a Edipo, la represión se considera en función de la represión general, que suscita un desplazamiento y se ejerce sobre las pulsiones parciales en tanto que representan a su manera una especie de producción deseante, antes de ejercerse contra las pulsiones incestuosas u otras que amenacen al matrimonio legítimo. Pero a continuación es evidente que cuanto más el problema de Edipo y del incesto ocupe la delantera de la escena, más la represión y sus correlatos, la supresión y la sublimación, se fundamentarán en exigencias supuestas trascendentes de la civilización, al mismo tiempo que el psicoanálisis se hundirá más en una visión familiarista e ideológica. No tenemos por qué recomenzar el relato de los compromisos reaccionarios del freudismo e incluso su «capitulación teórica»: este trabajo se ha llevado a cabo varias veces, de manera profunda, rigurosa y matizada[93]. No vemos ningún problema particular en la coexistencia, en el seno de una misma doctrina teórica y práctica, de elementos revolucionarios, reformistas y reaccionarios. Nos negamos al «lo toma o lo deja», bajo el pretexto de que la teoría justifica la práctica, al nacer de ésta, o que no se puede discutir el proceso de la «cura» más que a partir de elementos sacados de la misma cura. Como si toda gran doctrina no fuese una formación combinada, hecha a base de piezas y pedazos, de códigos y flujos diversos entremezclados, de partes parciales y derivadas, que constituyen su propia vida o su devenir. Como si se pudiese reprochar a alguien el tener una relación ambigua con el psicoanálisis sin mencionar primero que el psicoanálisis está formado por una relación ambigua, teórica y prácticamente, con lo que descubre y las fuerzas que maneja. Si el estudio crítico de la ideología freudiana está hecho, y bien hecho, en cambio la historia del movimiento ni siquiera está esbozada: la estructura del grupo psicoanalítico, su política, sus tendencias y sus centros, sus auto-aplicaciones, sus suicidios y sus locuras, el enorme superyo de grupo, todo lo que ha pasado por el cuerpo lleno del maestro. Lo que se ha convenido en llamar la obra fundamental de Jones no revienta la censura, la codifica. Tres elementos coexisten: el elemento explorador y pionero, revolucionario, que descubría la producción deseante; el elemento cultural clásico, que lo basa todo en una escena de representación teatral edípica (¡el retorno al mito!); y por último, el tercer elemento, el más inquietante, una especie de extorsión sedienta de respetabilidad, que no ha cesado de hacerse reconocer e institucionalizar, una formidable empresa de absorción de plusvalía, con su codificación de la cura interminable, su cínica justificación del papel del dinero, y todas las fianzas que da al orden establecido. En Freud había todo esto, fantástico Cristóbal Colón, genial lector burgués de Goethe, Shakespeare, Sófocles, Al Capone enmascarado.
La fuerza de Reich radica en haber mostrado cómo la represión dependía de la represión general. Lo cual no implica ninguna confusión entre los dos conceptos, puesto que la represión general precisamente necesita de la represión para formar sujetos dóciles y asegurar la reproducción de la formación social, ello comprendido en sus estructuras represivas. Pero, en vez de que la represión general social deba comprenderse a partir de una represión familiar coextensiva a la civilización, es ésta la que debe comprenderse en función de una represión general inherente a una forma de producción social dada. La represión general sólo se ejerce sobre el deseo, y no sólo sobre necesidades o intereses, a través de la represión sexual. La familia es el agente delegado de esta represión, en tanto asegura una «reproducción psicológica de masas del sistema económico de una sociedad». Ciertamente, no deduciremos de ello que el deseo es edípico. Al contrario, es la represión general del deseo o la represión sexual, es decir, la estasis de la energía libidinal, las que actualizan a Edipo e introducen al deseo en este atolladero querido, organizado por la sociedad represiva. Reich fue el primero que planteó el problema de la relación del deseo con el campo social (iba más lejos que Marcuse, que lo trata con ligereza). Él es el verdadero fundador de una psiquiatría materialista. Al plantear el problema en términos de deseo, es el primero que rechaza las explicaciones de un marxismo sumario demasiado presto a decir que las masas han sido engañadas, embaucadas… Sin embargo, porque no había formado suficientemente el concepto de una producción deseante, no llegaba a determinar la inserción del deseo en la misma infraestructura económica, la inserción de las pulsiones en la producción social. Desde entonces, la catexis o carga revolucionaria le parecía tal que el deseo allí coincidía simplemente con una racionalidad económica; en cuanto a las catexis reaccionarias de masas todavía le parecía que remitían a la ideología, de tal modo que el psicoanálisis tenía por único papel el explicar lo subjetivo, lo negativo y lo inhibido, sin participar directamente como tal en la positividad del movimiento revolucionario o en la creatividad deseante (¿no era esto en cierto modo volver a introducir el error o la ilusión?). Queda que Reich, en nombre del deseo, introdujo un canto de vida en el psicoanálisis. En la resignación final del freudismo denunciaba un miedo a la vida, un resurgimiento del ideal ascético, un borbotón de cultura de la mala conciencia. Antes partir en busca del Orgón, decía, el elemento vital y cósmico del deseo, que continuar siendo psicoanalista en esas condiciones. Nadie se lo perdonó, mientras que Freud recibió el gran perdón. Fue el primero que intentó hacer funcionar conjuntamente la máquina analítica y la máquina revolucionaria. Y, al final, no tuvo más que sus propias máquinas deseantes, sus cajas paranoicas, milagrosas, célibes, de paredes metálicas guarnecidas de lana y algodón.
Que la represión se distingue de la represión general por el carácter inconsciente de la operación y de su resultado («hasta la inhibición de la rebelión se ha vuelto inconsciente»), esta distinción expresa perfectamente la diferencia de naturaleza. Pero de ello no podemos deducir ninguna independencia real. La represión es tal que la represión general se vuelve deseada, dejando de ser consciente, e induce un deseo de consecuencia, una imagen trucada de aquello a que conduce, que le da una apariencia de independencia. La represión propiamente dicha es un medio al servicio de la represión general. Aquello sobre la que se ejerce es también objeto de la represión general: la producción deseante. Pero, precisamente, la represión implica una doble operación original, una mediante la cual la formación social represiva (répressive) delega su poder a una instancia reprimente (refoulante), otra por la que, correlativamente, el deseo reprimido (reprimé) está como recubierto por la imagen desplazada y trucada que de él suscita la represión. Hay a la vez una delegación de represión por la formación social y una desfiguración, un desplazamiento, de la formación deseante por la represión. El agente delegado de la represión, o más bien delegado a la represión, es la familia; la imagen desfigurada de lo reprimido son las pulsiones incestuosas. El complejo de Edipo, la edipización, es por tanto el fruto de la doble operación. En un mismo movimiento, la producción social represiva se hace reemplazar por la familia reprimente y ésta da de la producción deseante una imagen desplazada que representa lo reprimido como pulsiones familiares incestuosas. La relación de las dos producciones es sustituida, de este modo, por la relación familia-pulsiones, en una diversión en la que se pierde todo el psicoanálisis. Podemos comprender, pues, el interés de esta operación desde el punto de vista de la producción social, que de otro modo no podría conjurar el poder de rebel ión y de revolución del deseo. Al presentarle el espejo deformante del incesto (¿eh, esto es lo que querías?), se avergüenza al deseo, se le deja estupefacto, se le coloca en una situación sin salida, se le persuade fácilmente para que renuncie «a sí mismo» en nombre de los intereses superiores de la civilización (¿y si todo el mundo actuase de ese modo, si todo el mundo se desposase con su madre, o guardase a su hermana para sí? ya no habría diferenciación ni intercambio posible…). Hay que actuar de prisa y pronto. Unpeuprofond ruisseau a calomnié el incesto.
Pero si comprendemos el interés de la operación desde el punto de vista de la producción social, no vemos tan bien lo que la posibilita desde el punto de vista de la propia producción deseante. No obstante, poseemos los elementos de una respuesta. Sería preciso que la producción social dispusiese, sobre la superficie de registro del socius, de una instancia capaz también de morder, de inscribirse también sobre la superficie de registro del deseo. Esta instancia existe: la familia. Pertenece esencialmente al registro de la producción social, como sistema de la reproducción de los productores. Y sin duda, en el otro polo, el registro de la producción deseante sobre el cuerpo sin órganos se realiza a través de una red genealógica que no es familiar: los padres no intervienen más que como objetos parciales, flujos, signos y agentes de un proceso que les desborda por todas partes. A lo sumo el niño «relaciona» inocentemente con los padres algo de la sorprendente experiencia productiva que mantiene con su deseo; pero esta experiencia no se relaciona con ellos en tanto que padres. Ahora bien, es ahí precisamente donde surge la operación. Bajo la acción precoz de la represión social, la familia se desliza, se inmiscuye en la red de genealogía deseante, aliena por su cuenta toda la genealogía, confisca el Numen (pero veamos, Dios es papá…). Actuamos como si la experiencia deseante «se» relacionase con los padres, y como si la familia fuese su ley suprema. Sometemos los objetos parciales a la famosa ley de totalidad-unidad que actúa como «careciente». Sometemos las disyunciones a la alternativa de lo indiferenciado o de la exclusión. La familia se introduce, pues, en la producción de deseo, y desde la más tierna edad opera un desplazamiento, una represión inaudita. Está delegada a la represión por la producción social. Y si puede deslizarse de ese modo en el registro del deseo es porque el cuerpo sin órganos en el que se realiza este registro ejerce ya por su cuenta, como hemos visto, una represión originaria sobre la producción deseante. Pertenece a la familia el aprovecharse de ello y el superponer la represión secundaria propiamente dicha, que le está delegada o a la que está delegada (el psicoanálisis ha mostrado claramente la diferencia entre estas dos represiones, pero no el alcance de esta diferencia o la distinción de su régimen). Por ello, la represión propiamente dicha no se contenta con reprimir la producción deseante real, sino que da de lo reprimido una imagen aparente desplazada, sustituyendo un registro del deseo por un registro familiar. El conjunto de la producción deseante no adopta la conocida figura edípica más que en la traducción familiar de su registro, traducción-traición.
Ora decimos que Edipo no es nada, casi nada (en el orden de la producción deseante, incluso en el niño), ora que está en todo lugar (en la empresa de domesticar el inconsciente, de representar el deseo y el inconsciente). Y ciertamente nunca hemos querido decir que el psicoanálisis inventase a Edipo. Todo nos demuestra lo contrario: los sujetos del psicoanálisis llegan totalmente edipizados, preguntan por él, se vuelven a preguntar… Recorte de prensa: Stravinsky declara antes de morir: «Mi desgracia, estoy seguro de ello, fue debida al alejamiento de mi padre y al poco afecto que mi padre me dio. Entonces decidí que un día le mostraría…» Si incluso los artistas se meten en él, nos equivocaríamos si nos molestásemos o si tuviésemos los escrúpulos ordinarios de un psicoanalista aplicado. Si un músico nos dice que la música no manifiesta fuerzas activas y conquistadoras, sino fuerzas reactivas, reacciones del padre-madre, ya no hay más que volver a tomar una paradoja cara a Nietzsche, modificándola apenas — Freud-músico. No, los psicoanalistas no inventan nada, aunque de otro modo hayan inventado mucho, legislado mucho, reforzado mucho, inyectado mucho. Lo que los psicoanalistas hacen radica tan sólo en apoyar el movimiento, añadir un último impulso al desplazamiento de todo el inconsciente. Simplemente hacen hablar al inconsciente siguiendo los usos trascendentes de síntesis que se le imponen a través de otras fuerzas — Personas globales, Objeto completo, gran Falo, terrible Indiferenciado de lo imaginario, Diferenciaciones simbólicas, Segregación… Los psicoanalistas tan sólo inventan la transferencia, un Edipo de transferencia, un Edipo de Edipo en sala de consulta, particularmente nocivo y virulento, pero donde el sujeto por fin tiene lo que quiere, y chupetea su Edipo sobre el cuerpo lleno del analista. Y esto ya es demasiado. Pero Edipo se hace en familia y no en la consulta del analista que no actúa más que como última territorialidad. Además, Edipo no es hecho por la familia. Los usos edípicos de síntesis, la edipización, la triangulación, la castración, todo ello remite a fuerzas algo más poderosas, algo más subterráneas que el psicoanálisis, que la familia, que la ideología, incluso reunidos. Ahí se dan todas las fuerzas de la producción, de la reproducción y de la represión sociales. En verdad, se precisan fuerzas muy poderosas para vencer las del deseo, conducirlas a la resignación, y para sustituir en todas partes lo que era esencialmente activo, agresivo, artista, productivo y conquistador en el propio inconsciente. En este sentido, como hemos visto, Edipo es una aplicación y la familia un agente delegado. E, incluso por aplicación, es duro, es difícil para un niño el vivirse como un ángulo,
Cet enfant,
il n’est pas là,
il n’est qu’un angle,
un angle à venir,
et il n’y a pas d’angle…
or ce monde du père-mère est justement ce qui doit s’en aller,
c’est ce monde dédoublé-double,
en état de désunion constante,
en volonté d’unification constante aussi…
autour duquel tourne tout le système de ce monde
malignement soutenu par la plus sombre organisation[94].
Neurosis y psicosis
En 1924, Freud proponía un criterio de distinción simple entre neurosis y psicosis: en la neurosis el yo obedece a las exigencias de la realidad sin perjuicio de reprimir las pulsiones del ello, mientras que en las psicosis se encuentra bajo el dominio del ello, sin perjuicio de romper con la realidad. Las ideas de Freud a menudo tardaban un cierto tiempo en llegar a Francia. Sin embargo, ésta no; en el mismo año, Capgras y Carrette presentaron un caso de esquizofrenia con ilusiones de sosias; en él, la enferma manifestaba un marcado odio hacia la madre y un deseo incestuoso hacia el padre, pero en condiciones de pérdida de realidad en la que los padres eran vividos como falsos padres, «sosias». De ello sacaban la ilustración de la relación inversa: en la neurosis la función objetal de la realidad es conservada, pero con la condición de que el complejo causal sea reprimido; en la psicosis el complejo invade la conciencia y se convierte en su objeto, al precio de una «represión» que ahora se realiza sobre la realidad misma o la función de lo real. Sin duda, Freud insistía en el carácter esquemático de la distinción; pues la ruptura también se encuentra en la neurosis con el retorno de lo reprimido (la amnesia histérica, la anulación obsesiva), y en la psicosis aparece una renovación de realidad con la reconstrucción delirante. Pero Freud nunca renunció a esta simple distinción[95]. Parece importante, por otra parte, que por una vía original recobre una idea cara a la psiquiatría tradicional: la idea de que la locura está fundamentalmente vinculada a una pérdida de la realidad. Convergencia con la elaboración psiquiátrica de las nociones de disociación, de autismo. Quizás por ello la exposición freudiana conoció una difusión tan rápida.
Ahora bien, lo que nos interesa es el papel preciso del complejo de Edipo en esta convergencia. Pues, si es cierto que los temas familiares a menudo irrumpen en la conciencia psicótica, no nos sorprenderá tanto, según una observación de Lacan, que Edipo haya sido descubierto en la neurosis donde se consideraba que estaba latente, antes que en la psicosis donde, por el contrario, estaría patente[96]. Pero, ¿no es en la psicosis donde el complejo familiar aparecería precisamente como estímulo de cualquier valor, simple inductor que no posee el papel de organizador, y las catexis intensivas de realidad atacarían cualquier otra cosa (el campo social, histórico y cultural?) Al mismo tiempo, Edipo invade la conciencia y se disuelve en sí mismo, mostrando su incapacidad para ser un «organizador». Desde ese momento, basta que la psicosis se mida con esta medida trucada, que la pongamos bajo este falso criterio, Edipo, para que se obtenga el efecto de pérdida de realidad. No es una operación abstracta: se impone al psicótico una «organización» edípica, aunque para asignar en él, dentro de él, la carencia. Es un ejercicio en plena carne, en plena alma. Ante ello, reacciona con el autismo y la pérdida de realidad. ¿Es posible que la pérdida de realidad no sea el efecto del proceso esquizofrénico, sino el efecto de su edipización forzada, es decir, de su interrupción? ¿Hay que corregir lo que hace un momento decíamos, y suponer que algunos toleran la edipización peor que otros? El esquizo no estaría enfermo en Edipo, de un Edipo que surgiría tanto más en su conciencia alucinada cuanto más faltase en la organización simbólica de «su» inconsciente. Por el con trario, estaría enfermo de la edipización que se le ha hecho sufrir (la más sombría organización) y que ya no puede soportar, en marcha para un lejano viaje, como si se le condujese continuamente a Becon, el que desvía los continentes y las culturas. No sufre por un yo dividido, un Edipo reventado, sino al contrario porque se le devuelve a todo lo que abandonó. Caída de intensidad hasta el cuerpo sin órganos = 0, autismo: el psicótico no posee otro medio para reaccionar ante la barrera de todas sus catexis de realidad, barrera que le pone el sistema edípico represión general-represión. Como dice Laing, se les interrumpe en el viaje. Perdieron la realidad. Pero, ¿cuándo la perdieron? ¿en el viaje o en la interrupción del viaje?
Así, pues, es posible otra formulación de una relación inversa: habría como dos grupos, los psicóticos y los neuróticos, los que no soportan la edipización y los que la soportan e incluso se contentan con ella, evolucionando en ella. Aquellos sobre los que el sello edípico no prende, y aquellos sobre los que prende. «Creo que mis amigos arrancaron al principio de la Nueva Edad en grupo, con fuerzas de explosión práctica que les lanzaron a una desviación paternalista que yo creo viciosa… Un segundo grupo de aislados, de los que formo parte, constituido sin duda por centros de clavículas, fue alejado de toda posibilidad de triunfo individual desde el momento en que asumieron arduos estudios en ciencia infusa. En lo que me concierne, mi rebelión frente al paternalismo del primer grupo me ha colocado desde el segundo año en una dificultad social cada vez más agobiante. ¿Eh, crees que estos dos grupos son capaces de unión? No quiero nada de estos sinvergüenzas del paternalismo viril, no soy vindicativo… En cualquier caso, si he ganado, ya no habrá lucha entre el Padre y el Hijo… Hablo de las personas de Dios, naturalmente, y no de los prójimos que se toman por…» [97] Lo que se opone a través de los dos grupos es el registro del deseo sobre el cuerpo sin órganos increado y el registro familiar sobre el socius. La ciencia infusa en psicosis y las ciencias neuróticas experimentales. Es el círculo excéntrico esquizoide y el triángulo neurótico. Es, en general, las dos clases de uso de síntesis. Son las máquinas deseantes, por una parte, y la máquina edípica-narcisista, por otra. Para comprender los detalles de esta lucha, hay que considerar que la familia corta, no cesa de cortar en la producción deseante. Inscribiéndose en el registro del deseo, deslizando en él su presa, opera una vasta captación de las fuerzas productivas, desplaza y reorganiza a su manera el conjunto de cortes que caracterizaban a las máquinas del deseo. Todos esos cortes los hace recaer en el lugar de la universal castración que la condiciona a ella misma («un culo de rata muerta», dice Artaud, «colgado del techo del cielo»), pero también las redistribuye según sus propias leyes y las exigencias de la producción social. La familia corta según su triángulo, distinguiendo lo que es de la familia y lo que no lo es. También corta dentro, siguiendo las líneas de diferenciación que forman las personas globales: allí está papá, allí está mamá, allí estás tú, y además tu hermana. Corta aquí el flujo de leche, es el turno de tu hermano, haz caca aquí, corta allí el río de mierda. La primera función de la familia es de retención: se trata de saber lo que va a rechazar de la producción deseante, lo que va a retener de ella, lo que va a empalmar en los caminos sin salida que conducen a su propio indiferenciado (cloaca), lo que va a llevar, por el contrario, a las vías de una diferenciación enjambrable y reproducible. Pues la familia crea tanto sus vergüenzas como sus glorias, tanto la indiferenciación de su neurosis como la diferenciación de su ideal que no se distinguen más que en apariencia. Y durante este tiempo ¿qué hace la producción deseante? Los elementos retenidos no entran en el nuevo uso de síntesis que les impone una transformación tan profunda sin hacer resonar todo el triángulo. Las máquinas deseantes están en la puerta y cuando entran lo hacen vibrar todo. Además, lo que no entra quizás incluso hace vibrar más. Reintroducen o intentan reintroducir sus cortes aberrantes. El niño resiente la tarea a la que se le invita. Pero ¿qué meter en el triángulo, cómo seleccionar? La nariz del padre y la oreja de la madre ¿pertenecería eso al asunto, puede ser retenido, proporcionaría un buen corte edípico? ¿Y la bocina de la bicicleta? ¿Quién forma parte de la familia? Es propio del triángulo el vibrar, el resonar, bajo la presión tanto de lo que retiene como de lo que rechaza. La resonancia (allí incluso ahogada o pública, vergonzosa o gloriosa) es la segunda función de la familia. La familia es a la vez ano que retiene, voz que resuena, y también boca que consume: sus tres síntesis propias, puesto que se trata de empalmar el deseo con los objetos ya hechos de la producción social. Compre las magdalenas de Combray para tener resonancias.
Pero, de pronto, no podemos mantenernos en la simple oposición de dos grupos, que permitiría definir la neurosis como un trastorno intra-edípico y la psicosis como una huida extra-edípica. Ni siquiera basta con constatar que los dos grupos son «capaces de unión». Lo que se convierte en problema es más bien la posibilidad de discernirlos directamente. ¿Cómo distinguir la presión que la reproducción familiar ejerce sobre la producción deseante de la que la producción deseante ejerce sobre la reproducción familiar? El triángulo edípico vibra y tiembla; pero ¿es en función de la presa que está a punto de asegurarse en las máquinas del deseo, o bien es en función de estas máquinas que eluden su huella y le obligan a soltar la presa? ¿Dónde está el límite de resonancia? Una novela familiar expresa un esfuerzo por salvar la genealogía edípica, pero también un libre empuje de genealogía no edípica. Los fantasmas nunca son formas impuestas, son fenómenos de límite o de orilla preparados para verterse por un lado o por el otro. En una palabra, Edipo es estrictamente indecidible. Podemos encontrarlo tanto mejor en todo lugar donde es indecible; es precisamente en este sentido que se dice que no sirve estrictamente para nada. Volvamos a la bella historia de Nerval: quiere que Aurelia, la mujer amada, sea la misma que Adriana, la niña de su infancia; las «percibe» como idénticas. Y Aurelia y Adriana, ambas en una, es la madre. ¿Se dirá que la identificación, como «identidad de percepción», es aquí signo de psicosis? Nos volvemos a encontrar entonces con el criterio de realidad: el complejo no invade la conciencia psicótica más que al precio de una ruptura con lo real, mientras que en la neurosis la identidad permanece en las representaciones inconscientes y no compromete la percepción. Pero ¿qué hemos ganado inscribiéndolo todo en Edipo, incluso la psicosis? Un paso más y Aurelia, Adriana y la madre, es la Virgen. Nerval busca el límite de vibración del triángulo. «Usted busca un drama», dice Aurelia. No se inscribe todo en Edipo sin que todo, en el límite, no huya fuera de Edipo. Las identificaciones no eran identificaciones de personas desde el punto de vista de la percepción, sino identificaciones de nombres en regiones de intensidad que dan la salida a otras regiones más intensas todavía, estímulos cualesquiera que desencadenan un viaje por completo diferente, estasis que preparan otros pasos, otros movimientos donde ya no se encuentra la madre, sino la Virgen y Dios: por tres veces he atravesado vencedor el Aqueronte. Por ello, el esquizo aceptará que se le reduzca todo a la madre, ya que esto no tiene ninguna importancia: está seguro de poder sacarlo todo de la madre y de retirar de ahí, para su uso secreto, todas las Vírgenes que se habían introducido.
Todo se convierte en neurosis, o todo se vierte en psicosis: por tanto, no es de este modo que debe plantearse la cuestión. Sería inexacto guardar para las neurosis una interpretación edípica y reservar a las psicosis una explicación extra-edípica. No hay dos grupos, no hay diferencia de naturaleza entre neurosis y psicosis. Pues de cualquier modo la producción deseante es la causa, causa última ya de las subversiones psicóticas que rompen a Edipo o lo sumergen, ya de las resonancias neuróticas que lo constituyen. Un principio semejante adquiere todo su sentido si se le relaciona con el problema de los «factores actuales». Uno de los puntos más importantes del psicoanálisis fue la evaluación del papel de estos factores actual es, incluso en la neurosis, en tanto que se distinguen de los factores infantiles familiares; todas las grandes disensiones estuvieron relacionadas con esta evaluación, presentándose las dificultades en varios aspectos. En primer lugar, la naturaleza de estos factores (¿somáticos, sociales, metafísicos?, ¿los famosos «problemas de la vida», por los que se volvía a introducir en el psicioanálisis un idealismo desexualizado muy puro?). En segundo lugar, la modalidad de estos factores: ¿actúan de manera negativa, primativa, por simple frustración? Por último, su momento, su tiempo: ¿no era evidente que el factor actual surgía después, y significaba «reciente», en oposición a lo infantil o a lo más antiguo que se explicaba suficientemente mediante el complejo familiar? Incluso un autor como Reich, tan preocupado por relacionar el deseo con las formas de producción social, y por ello mismo preocupado también por mostrar que no hay psiconeurosis que no sea también neurosis actual, continúa presentando los factores actuales como si actuasen por privación represiva (la «estasis sexual»), y surgiendo después. Lo cual le lleva a mantener una especie de edipismo difuso, ya que la estasis o el factor actual privativo tan sólo define la energía de la neurosis, pero no el contenido que remite por su parte al conflicto infantil edípico, ese antiguo conflicto que se encuentra reactivado por la estasis actual[98]. Pero los edipistas no dicen nada distinto cuando señalan que una privación o frustración actuales no pueden ser experimentadas más que en el seno de un conflicto cualitativo interno más antiguo, que no intercepta tan sólo los caminos prohibidos por la realidad, sino también aquellos que deja abiertos y que el yo se prohíbe a su vez (fórmula del doble atolladero): ¿«encontraríamos ejemplos» que ilustrasen el esquema de las neurosis actuales «en el prisionero o el encerrado en campos de concentración o en el obrero agobiado de trabajo? Cierto es que no proporcionarían un contingente numeroso… Nuestra tendencia a lo sistemático nos impide aceptar sin inventario las iniquidades evidentes de la realidad, sin intentar descubrir en qué el desorden del mundo resulta del desorden subjetivo, incluso si está inscrito con el tiempo en estructuras más o menos irreversibles»[99]. Comprendemos esta frase y, sin embargo, no podemos evitar encontrar en ella un tono inquietante. Se nos impone la siguiente elección: o bien el factor actual es concebido de manera privativa exterior (lo cual es imposible), o bien se hunde en un conflicto cualitativo interno necesariamente relacionado con Edipo… (Edipo, fuente donde el psicoanálisis se lava las manos de las iniquidades del mundo).
En otra vía, si consideramos las desviaciones idealistas del psicoanálisis, vemos una interesante tentativa para conceder a los factores actuales un estatuto que no es ni privativo ni ulterior. Ocurre que las dos preocupaciones se encontraron ligadas en una aparente paradoja, por ejemplo en Jung: la preocupación por acortar la cura interminable dedicándose al presente o a la actualidad del trastorno, y la preocupación por ir más lejos que Edipo, más lejos incluso que lo pre-edípico, por llegar más arriba — como si lo más actual fuese también lo más original, y lo más rápido, lo más lejano[100]. Jung presenta los arquetipos a la vez como factores actuales que desbordan precisamente las imágenes familiares en la transferencia y como factores arcaicos infinitamente más antiguos, con una antigüedad distinta a la de los propios factores infantiles. Sin embargo, nada ganamos con eso, pues el factor actual no cesa de ser privativo más que a condición de gozar de los derechos del Ideal, y no cesa de ser un «después» más que a condición de convertirse en un «más allá», que debe ser significado anagógicamente por Edipo en lugar de depender de él analíticamente. De manera que el «después» se vuelve a introducir necesariamente en la diferencia de temporalidad, como manifiesta el sorprendente reparto propuesto por Jung: para los jóvenes, cuyos problemas son familiares y amorosos, ¡el método de Freud!, para los no tan jóvenes, cuyos problemas son de adaptación social, ¡Adler!, y Jung, para los adultos y los viejos cuyos problemas son los del Ideal…[101]; y ya hemos visto lo que es común a Freud y Jung, siempre el inconsciente medido por los mitos (y no por las unidades de producción), aunque la medida se realice en dos sentidos opuestos. Pero, ¿qué importa finalmente que la moral o la religión encuentren en Edipo un sentido analítico y regresivo, o el Edipo un sentido anagógico y prospectivo en la religión o la moral?
Decimos que la causa del trastorno, neurosis o psicosis, radica siempre en la producción deseante, en su relación con la producción social, su diferencia o su conflicto de régimen con ésta, y los modos de catexis que en ella operan. La producción deseante en tanto que presa en esta relación, este conflicto y estas modalidades, éste es el factor actual. Este factor, también, no es ni privativo ni ulterior. Constitutivo de la vida plena del deseo, es contemporáneo de la más tierna infancia, y lo acompaña a cada paso. No viene de improviso después de Edipo, no supone para nada una organización edípica, ni una preorganización preedípica. Al contrario, Edipo depende de él, ya como estímulo de cualquier valor, simple inductor a través del cual se establece desde la infancia la organización anedípica de la producción deseante, ya como efecto de la represión-represión general que la reproducción social impone a la producción deseante a través de la familia. Actual, por tanto, no se designa así por qué es más reciente, ni por oposición a antiguo o infantil, sino por diferencia con «virtual». Y lo virtual es el complejo de Edipo, ya porque deba ser actualizado en una formación neurótica como efecto derivado del factor actual, ya porque esté desmembrado y disuelto en una formación psicótica como el efecto direcSo de este mismo factor. Es en este sentido que la idea del «después» nos parecía un último paralogismo en la teoría y la práctica psicoanalíticas; la producción deseante activa, en su mismo proceso, carga desde el principio un conjunto de relaciones somáticas, sociales y metafísicas que no suceden a relaciones psicológicas edípicas, sino que se aplicarán, por el contrario, al subconjunto edipico definido por reacción, o bien lo excluirán del campo de catexis o de carga de su actividad. Indecidible, virtual, reactivo, así es Edipo. No es una formación reactiva. Formación reactiva ante la producción deseante: nos equivocaríamos si considerásemos esta formación por ella misma, de modo abstracto, independientemente del factor actual que coexiste con ella y ante el cual reacciona.
Sin embargo, esto es lo que hace el psicoanálisis al encerrarse en Edipo y al determinar progresiones y regresiones en función de Edipo, o incluso con respecto a él: así la idea de regresión preedípica por la que a veces se intenta caracterizar la psicosis. Es como un ludión; las regresiones y las progresiones sólo se efectúan en el interior de los vasos artificialmente cerrados de Edipo y dependen, en verdad, de un estado de fuerzas cambiantes, pero siempre actual y contemporáneo, en la producción deseante anedípica. La producción deseante no tiene más existencia que la actual; progresiones y regresiones son tan sólo las realizaciones de una virtualidad que siempre se halla tan perfectamente llenada como puede serlo en virtud de los estados de deseo. Entre los pocos psiquiatras y psicoanalistas que han sabido instaurar con los esquizofrénicos, adultos o niños, una relación directa realmente inspirada, Gisela Pankow y Bruno Bettelheim trazan nuevos caminos por su fuerza teórica y su eficacia terapéutica. No es una casualidad, por otra parte, que ambos pongan en duda la noción de regresión. Tomando el ejemplo de los cuidados corporales proporcionados a un esquizofrénico, masajes, baños, paños calientes, Gisela Pankow se pregunta si se trata de llegar al enfermo en el punto de su regresión, para proporcionarle satisfacciones simbólicas indirectas que le permitirían reanudar con una progresión, volver a tomar una marcha progresiva. Ahora bien, no es cuestión, dice, «de dar cuidados que el esquizofrénico no recibió cuando era bebé. Sino que se trata de proporcionar al enfermo sensaciones corporales táctiles y otras que le conduzcan a un reconocimiento de los límites de su cuerpo… Se trata del reconocimento de un deseo inconsciente, y no de la satisfacción de éste»[102]. Reconocer el deseo es precisamente volver a poner en marcha la producción deseante sobre el cuerpo sin órganos, allí mismo donde el esquizo se había replegado para hacerlo callar y ahogarlo. Este reconocimiento del deseo, esta posición de deseo, este Signo, remite a un orden de producción real y actual, que no se confunde con una satisfacción indirecta o simbólica y que, tanto en sus paradas como en sus puestas en marcha, es tan distinto de una regresión preedípica como de una restauración progresiva de Edipo.
El proceso
Entre neurosis y psicosis no existe diferencia de naturaleza, ni de especie, ni de grupo. No más que la psicosis, no podemos explicar la neurosis edípicamente. Es más bien lo contrario, es la neurosis la que explica a Edipo. Entonces, ¿cómo concebir la relación psicosis-neurosis? ¿No depende de otras relaciones? Todo cambia según que llamemos psicosis al propio proceso o, al contrario, una interrupción del proceso (¿y qué clase de interrupción?). La esquizofrenia como proceso es la producción deseante, pero tal como es al final, como límite de la producción social determinada en las condiciones del capitalismo. Es nuestra «enfermedad», la de nosotros, hombres modernos. Fin de la historia, no tiene otro sentido. En ella se unen los dos sentidos del proceso, como movimiento de la producción social que llega hasta el final de su desterritorialización y como movimiento de la producción metafísica que transporta y reproduce el deseo en una nueva Tierra. «El desierto está creciendo… el signo está cerca…» El esquizo lleva los flujos descodificados, les hace atravesar el desierto del cuerpo sin órganos, donde instala sus máquinas deseantes y produce un derrame perpetuo de fuerzas actuantes. Ha pasado el límite, la esquizia, que siempre mantenía la producción de deseo al margen de la producción social, tangencial y siempre rechazada. El esquizo sabe partir: ha convertido la partida en algo tan simple como nacer o morir. Pero al mismo tiempo su viaje es extrañamente in situ. No habla de otro mundo, no es de otro mundo: incluso al desplazarse en el espacio es un viaje en intensidad, alrededor de la máquina deseante que se erige y permanece aquí. Pues es aquí donde el desierto se propaga por nuestro mundo, y también la nueva tierra, y la máquina que zumba, alrededor de la cual los esquizos giran, planetas de un nuevo sol. Estos hombres del deseo (o bien no existen todavía) son como Zaratustra. Conocen increíbles sufrimentos, vértigos y enfermedades. Tienen sus espectros. Deben reinventar cada gesto. Pero un hombre así se produce como hombre libre, irresponsable, solitario y gozoso, capaz, en una palabra, de decir y hacer algo simple en su propio nombre, sin pedir permiso, deseo que no carece de nada, flujo que franquea los obstáculos y los códigos, nombre que ya no designa ningún yo. Simplemente ha dejado de tener miedo de volverse loco. Se vive como la sublime enfermedad que ya no padecerá. ¿Qué vale, qué valdría aquí un psiquiatra? En toda la psiquiatría, sólo Jaspers y luego Laing han sabido lo que significaba proceso y lo que significaba su realización (por ello han sabido alejarse del familiarismo que es el hecho ordinario del psicoanálisis y de la psiquiatría). «Si la especie humana sobrevive, los hombres del futuro considerarán nuestra ilustrada época, me imagino, como un verdadero siglo de obscurantismo. Sin duda, serán capaces de degustar la ironía de esta situación con más sentido del humor que nosotros. Se reirán de nosotros. Sabrán que lo que nosotros llamábamos esquizofrenia era una de las formas bajo las que — a menudo por mediación de gente por completo corriente — la luz empezó a aparecer a través de las fisuras de nuestros espíritus cerrados… La locura no es necesariamente un hundimiento (breakdown); también puede ser una abertura (breakthrough)… El individuo que realiza la experiencia trascendental de la pérdida del ego puede o no perder el equilibrio de diversas maneras. Entonces puede ser considerado como loco. Pero estar loco necesariamente no es estar enfermo, incluso si en nuestro mundo los dos términos se han vuelto complementarios… Desde el punto de partida de nuestra seudo salud mental, todo es equívoco. Esta salud no es una verdadera salud. La locura de los otros no es una verdadera locura. La locura de nuestros pacientes es un producto de la destrucción que nosotros les imponemos y que se imponen ellos mismos. Que nadie se imagine que nos encontramos ante la verdadera locura, o que nosotros estamos verdaderamente sanos de la mente. La locura con la que nos encontramos en nuestros enfermos es un disfraz grosero, una caricatura grotesca de lo que podría ser la curación natural de esta extraña integración. La verdadera salud mental implica de un modo o de otro la disolución del ego normal…»[103]
La visita a Londres es nuestra visita a la Pitonisa. Allá abajo está Turner. Al mirar sus cuadros comprendemos lo que quiere decir franquear el muro y, sin embargo, permanecer, hacer pasar flujos de los que ya no sabemos si nos llevan a otro lugar o si vuelven a nosotros. Los cuadros se escalonan en tres períodos. Si el psiquiatra tuviera algo que decir, podría hablar sobre los dos primeros, aunque, en verdad, estos son los más razonables. Las primeras telas son catástrofes de fin del mundo, avalancha y tempestad. Turner empieza por ahí. Las segundas son como la reconstrucción delirante, donde se oculta el delirio, o más bien van a la par con una alta técnica heredada de Poussin, Lorrain, o de tradición holandesa: el mundo es reconstruido a través de arcaísmos que poseen una función moderna. Pero algo incomparable ocurre al nivel de los cuadros del tercer grupo, de la serie de los que Turner no enseña, que mantiene secretos. Ni siquiera podemos decir que está muy avanzado con respecto a su época: algo que no pertenece a ninguna época y que nos llega desde un eterno futuro, o huye hacia él. La tela se hunde en sí misma, es atravesada por un agujero, un lago, una llama, un tornado, una explosión. Podemos volver a encontrar aquí los temas de los cuadros anteriores, su sentido ha cambiado. La tela está verdaderamente rota, rajada por lo que la agujerea. Tan sólo sobrenada un fondo de niebla y oro, intenso, intensivo, atravesada en profundidad por lo que viene a rajarla en su amplitud: la esquizia. Todo se mezcla, y ahí se produce la abertura, el agujero (y no el hundimiento).
Extraña literatura anglo-americana: de Thomas Hardy, de Lawrence a Lowry, de Miller a Ginsberg y Kerouac, los hombres saben partir, mezclar y confundir los códigos, hacer pasar flujos, atravesar el desierto del cuerpo sin órganos. Franquean un límite, derriban un muro, la barra capitalista. Y ciertamente fracasan en la realización del proceso, no cesan de fracasar en ello. Se cierra el callejón sin salida neurótico —el papá-mamá de la edipización, América, el retorno al país natal — o bien la perversión de las territorialidades exóticas, y además la droga, el alcohol — o peor aún, un viejo sueño fascista. Nunca el delirio osciló mejor entre un polo y otro. Pero, a través de los callejones sin salida y los triángulos, corre un flujo esquizofrénico, irresistible, esperma, río, cloaca, blenorragia u ola de palabras que no se dejan codificar, libido demasiado fluida y demasiado viscosa: una violencia en la sintaxis, una destrucción concertada del significante, sinsentido erigido como flujo, polivocidad que frecuenta todas las relaciones. El problema de la literatura está mal planteado, a partir de la ideología que sustenta o de la recuperación que de ella realiza un orden social determinado. Se recupera a la gente, pero no las obras, que siempre despertarán a un nuevo joven adormecido y echarán su fuego más lejos. En cuanto a la ideología, ésta es la noción más confusa ya que nos impide captar la relación de la máquina literaria con un campo de producción y el momento en que el signo emitido agujerea esta «forma de contenido» que intentaba mantenerla en el orden del significante. Ya hace bastante tiempo, sin embargo, que Engels mostró, a propósito de Balzac, de qué modo un autor es grande, ya que no puede impedirse que tracen y hagan correr flujos que revientan el significante católico y despótico de su obra, y que necesariamente alimentan en el horizonte una máquina literaria. Esto es el estilo, o más bien la ausencia de estilo, la asintaxis, la agramaticalidad: momento en el que el lenguaje ya no se define por lo que dice, y menos por lo que le hace significante, sino por lo que le hace correr, fluir y estallar — el deseo. Pues la literatura es como la esquizofrenia: un proceso y no un fin, una producción y no una expresión.
Incluso ahí, la edipización es uno de los factores más importantes en la reducción de la literatura a un objeto de consumo adecuado al orden establecido e incapaz de dañar a nadie. No se trata de la edipización personal del autor y de sus lectores, sino de la forma edípica a la que se intenta esclavizar la propia obra, para convertirla en esta actividad menor expresiva que segrega ideología según los códigos sociales dominantes. De este modo se considera que la obra de arte se inscribe entre los dos polos de Edipo, problema y solución, neurosis y sublimación, deseo y verdad — uno regresivo, bajo el que trama y redistribuye los conflictos no resueltos de la infancia, otro prospectivo, por el cual inventa las vías de una nueva solución que concierne al futuro del hombre. Es una conversión interior a la obra la que la constituye, se dice, como «objeto cultural». Desde este punto de vista, ni siquiera hay por qué aplicar el psicoanálisis a la obra de arte, puesto que la propia obra de arte constituye un psicoanálisis logrado, «transferencia» sublime con virtualidades colectivas ejemplares. Resuena la hipócrita advertencia: un poco de neurosis es bueno para la obra de arte, una buena materia, pero no la psicosis, sobre todo no la psicosis; distinguimos el aspecto neurótico eventualmente creador y el aspecto psicótico, alienante y destructor… Como si las grandes voces, que supieron real izar una abertura en la gramática y en la sintaxis y convertir todo el lenguaje en un deseo, no hablasen desde el fondo de la psicosis y no nos mostrasen un punto de huida revolucionario eminentemente psicótico. Es justo confrontar la literatura establecida con un psicoanálisis edípico: la literatura despliega una forma de super-yo propia más nociva todavía que el super-yo no escrito. Edipo es literario antes de ser psicoanalítico. Siempre habrá un Breton contra Artaud, un Goethe contra Lenz, un Schiller contra Hölderlin, para superyoizar la literatura y decirnos: ¡cuidado, no más lejos!, ¡nada de «faltas de tacto»!, ¡Werther sí, Lenz no! La forma edípica de la literatura es su forma mercantil. Libres somos de pensar que incluso hay menos deshonestidad en un psicoanálisis que en esa literatura, pues el neurótico a secas realiza una obra solitaria, irresponsable, ilegible y no vendible, que, por el contrario, debe pagar para que sea no sólo leída, sino traducida y reducida. Al menos comete una falta económica, una falta contra el tacto, y no esparce sus valores. Artaud decía acertadamente: toda la escritura es marranería —es decir, toda literatura que se toma por fin, o se fija fines, en lugar de ser un proceso que «surca la caca del ser y de su lenguaje», acarrea débiles, afásicos, iletrados. Ahorrémonos al menos la sublimación. Todo escritor es un vendido. La única literatura es la que mina su paquete, fabricando falsa moneda, haciendo estallar el super-yo de su forma de expresión y el valor mercantil de su forma de contenido. Pero unos responden: Artaud no es literatura, está fuera de ella porque está esquizofrénico. Los otros: no está esquizofrénico porque pertenece a la literatura, y a la más grande, a la textual. Unos y otros al menos tienen en común el poseer la misma concepción pueril y reaccionaria de la esquizofrenia y la misma concepción neurótica mercantil de la literatura. Un crítico malicioso escribe: es preciso no comprender nada del significante «para declarar perentoriamente que el lenguaje de Artaud es el de un esquizofrénico; el psicótico produce un discurso involuntario, trabado, sometido: lo contrario, pues, en todos los aspectos, de la escritura textual». Pero, ¿qué es este enorme arcaísmo textual, el significante, que somete la literatura a la marca de la castración y santifica los dos aspectos de su forma edípica? Y ¿quién dice a este malicioso que el discurso del psicótico es «involuntario, trabado, sometido»? No es que sea al contrario, gracias a Dios. Pero estas oposiciones son singularmente poco pertinentes. Artaud es el despedazamiento de la psiquiatría, precisamente porque es esquizofrénico y no porque no lo sea. Artaud es la realización de la literatura, precisamente porque es esquizofrénico y no porque no lo sea. Hace tiempo que reventó el muro del significante: Artaud el Esquizo. Desde el fondo de su sufrimiento y de su gloria tiene derecho a denunciar lo que la sociedad hace con el psicótico que descodifica los flujos del deseo («Van Gogh el suicidado de la sociedad»), pero también lo que hace con la literatura, cuando la opone a la psicosis en nombre de una recodificación neurótica o perversa (Lewis Carroll o el cobarde de las bellas letras).
En este muro o este límite esquizofrénicos muy pocos efectúan lo que Laing llama su abertura: «gente por completo corriente», sin embargo… Pero la mayoría se acerca al muro y retroceden horrorizados. Antes volver a caer bajo la ley del significante, marcados por la castración, triangulados en Edipo. Desplazan, pues, el límite, le introducen en el interior de la formación social, entre la producción y la reproducción sociales que ellos cargan y la reproducción familiar sobre la que vuelcan, a la que aplican todas las catexis. Introducen el límite en el interior del dominio así descrito por Edipo, entre los dos polos de Edipo. No cesan de involucionar y evolucionar entre estos dos polos. Edipo como último peñasco y la castración como alveolo: última territorialidad, aunque sea reducida al diván del analista, antes que los flujos descodificados del deseo que huyen, fluyen y nos arrastran, ¿dónde? Esa es la neurosis, desplazamiento del límite, para crearse una pequeña tierra colonial para sí. Pero otros quieren tierras vírgenes, más realmente exóticas, familias más artificiales, sociedades más secretas que dibujan e instituyen a lo largo del muro, en los lugares de perversión. Otros, asqueados del carácter de utensilio de Edipo, pero también de la pacotilla y del estetismo perverso, alcanzan el muro y saltan sobre él, a veces con una gran violencia. Entonces se inmovilizan, se callan, se repliegan sobre el cuerpo sin órganos, todavía territorialidad, pero esta vez por completo desértica, en la que toda la producción deseante se detiene o, paralizada, finge detenerse: psicosis. Estos cuerpos catatónicos caen en el río como plomos, inmensos hipopótamos fijos que no volverán a la superficie. Con todas sus fuerzas se han confiado a la represión originaria, para escapar al sistema represión general-represión que fabrica los neuróticos. Pero una represión más desnuda se abate sobre ellos, que los identifica al esquizo de hospital, el gran autista, entidad clínica que carece de Edipo. ¿Por qué la misma palabra, esquizo, para designar a la vez el proceso en tanto que franquea el límite y el resultado del proceso en tanto que choca con el límite y se da de golpes para siempre con él? ¿Para designar a la vez la abertura eventual y el hundimiento posible, y todas las transiciones, las intrincaciones de uno a otro? De las tres aventuras precedentes, la de la psicosis es la que guarda una relación más estricta con el proceso: en el sentido en que Jaspers muestra que lo «demoníaco», normalmente reprimido (réprimé) - reprimido (refoulé), irrumpe a favor de tal estado o suscita estados tales que sin cesar corren el riesgo de hacerle caer en el hundimiento y la disgregación. Ya no sabemos si es al proceso al que hay que llamar realmente locura, no siendo la enfermedad más que su disfraz o caricatura, o si la enfermedad es la única locura cuyo proceso debería curarnos. Pero en cualquier caso, la intimidad de la relación aparece directamente en razón inversa: el esquizo-entidad surge tanto más como un producto específico en cuanto que el proceso de producción se encuentra desviado de su curso, brutalmente interrumpido. Por esta razón, no podíamos establecer ninguna relación directa entre neurosis y psicosis. Las relaciones entre neurosis, psicosis, y también perversión, dependen de la situación de cada una con respecto al proceso y de la manera como cada una representa un modo de interrupción, una tierra residual a la que uno todavía se agarra para no ser transportado por los flujos desterritorializados del deseo. Territorialidad neurótica de Edipo, territorialidades perversas del artificio, territorialidad psicótica del cuerpo sin órganos: ora el proceso es cogido en la trampa y gira en el triángulo, ora se toma a sí mismo por fin, ora se persigue en el vacío y sustituye su realización por una horrible exasperación. Cada una de estas formas tiene como fondo a la esquizofrenia, la esquizofrenia como proceso es lo único universal. La esquizofrenia es a la vez el muro, la abertura del muro y los fracasos de esta abertura: «Cómo debemos atravesar ese muro, pues no sirve para nada golpearlo fuerte, debemos minar ese muro y atravesarlo con la lima, lentamente y con paciencia, a mi entender»[104]. Y lo que se ventila no es tan sólo el arte o la literatura. Pues, o bien la máquina artística, la máquina analítica y la máquina revolucionaria permanecerán en las relaciones extrínsecas que las hacen funcionar en el marco amortiguado del sistema represión general-represión, o bien se convertirán en piezas y engranajes unas de otras en el flujo que alimenta una sola y misma máquina deseante, fuegos locales pacientemente encendidos por una explosión generalizada —la esquizia y no el significante.