VIII
Mis tres compañeros de fatigas querían volver en cuanto la ocasión lo permitiese a Dianium. Era peligroso intentar atravesar el cerco pompeyano, y más después de que toda la guarnición estuviese sobre aviso de que habían entrado intrusos. Pasaron dos meses sin que sucediese nada digno de mención. Con las primeras tormentas los dos optimates levantaron sus campamentos y se replegaron hacia sus cuarteles de invierno. Pompeyo se replegó hacia la Galia, mientras que Metelo, pensando más en sus caprichos que en la próxima campaña, puso dirección hacia su amada Corduba. Una vez libres los caminos, pero sin demasiado tiempo antes de que cayesen las primeras nieves, volvimos a juntarnos para tomar una decisión. Teníamos sólo un tema que resolver. El destino final de nuestro querido Sexto Antonio.
El día antes de su viaje de vuelta hacia la Contestania nos sentamos bajo el techado de cañas de una de las tascas de la plaza. Con una jarra de vino fuerte de Borsao y unas roscas de anís y pasas debatimos sobre quien se quedaba con él. Andobales, con sus métodos tan sutiles, había conseguido que Sexto firmase un documento de cesión de todas las tierras que habían incautado de forma tan miserable a la familia. Así pues, Lucio, Antonia y yo volvíamos a tener los títulos de propiedad de los viñedos y del solar familiar de Valentia. Mi hermano custodiaría el documento entregándolo en la basílica de Dianium hasta que la guerra acabase.
Teníamos sentado a un desconocido y servil Sexto al lado nuestro, con su nueva imagen de esclavo sumiso, para que sus orejas captaran todo lo que teníamos planeado decir. La venganza sabe mejor cuando te tomas tu tiempo para degustarla…
Tío Andobales, ¿Te lo quieres quedar para la vendimia?
No, está gordo, blando y no tiene fuerza, sólo grasa. Con esas finas manos no me vale ni para pasar la ligo(526). No me duraría ni dos yugeras.
Es cierto. No me lo imagino encorvado en el trigal de mis padres dándole a la falcícula(527). Escuchad, yo creo que deberíais vendérselo a Cedicio Broccho, el batanero del puerto de Saguntum. Siempre necesita nuevos esclavos para enjuagar las togas en sus balsas de orines. Se le mueren muchos al año de fiebres y tiene que subir los precios para compensarlo – recomendó Antonino –
Pasaría lo mismo que decía mi tío, duraría menos de una luna y encima quedaríamos mal con un amigo. Hasta podría denunciarnos. Creo que tengo la solución perfecta. Nos lo llevaremos de vuelta a Dianium – apuntó Lucio –
¿Te lo vas a quedar tú para la factoría de salazones? – le pregunté a mi hermano, mirando como los ojos de Sexto se salían de sus cuencas sólo de pensar en los horrorosos destinos que estábamos barajando –
No, sólo lo tendré allí hasta que abran las rutas marítimas. Un poco de ejercicio en los brazos revolviendo entrañas de pescado a pleno sol le vendrá bien para su siguiente destino.
¿El molino de aceite de Solanio Cano? – preguntó Antonino –
No, algo mucho mejor: los remos del “Tritón” de Bomílcar.
¡Magnífico! Estoy seguro de que el cómitre de nuestro querido amigo sabrá darle todo el cariño que merece – le dije a mi hermano después de coger de la barbilla a Sexto para que escuchase con claridad donde dejaría sus huesos – Sexto, vas a ver mundo… ¡Alegra esa cara de puerco que tienes!
Sí, además no dudo de los buenos modales de nuestros amigos cilicios. No le quedará sano ni el ojo del culo. Con lo blandito y sonrosado que lo tiene será la ramera de los demás galeotes – sentenció mi hermano ante la mirada iracunda de Sexto –
Me despedí del grupo al día siguiente. Mi tío estaba dispuesto a empezar de nuevo en sus campos de Kelin, Antonino se había enrolado en la administración de mi hermano, y Sexto, mi querido y sensible primo, se dirigía a lo más parecido al Averno que existe en nuestro mundo. Aquel año no tenía en mente pasar el invierno con mi hermano. Fue un grave error. Quién podía haber sabido que a raíz de los acontecimientos que se sucedieron en poco tiempo no tendría ya nueva ocasión de volver a verle.
Sertorio me propuso que le ayudase en la administración de la región, un tanto maltrecha desde que Perpenna se había encargado de la recaudación de tributos. Sus hombres eran menos amables con los indígenas de lo que Sertorio deseaba, habiéndose producido algún que otro roce entre varios oligarcas celtíberos y los funcionarios de Perpenna. Así pues, cuando mi hermano y mi tío Andobales salieron hacia el sureste camino de Gracurris, nosotros replegamos en dirección a Osca, la capital del sabino y el lugar en el que tenía ubicado su Senado de exiliados.
Cecilio Metelo festejó su regreso en Corduba aquel invierno como si de un rey helenístico se tratase. La excusa para tal despliegue de celebraciones fue la derrota de una escisión del ejército de Sertorio dirigida por Manlio con la que entabló combate cerca de Complutum durante su trayecto de vuelta. El suceso fue a causa de que la milicia indígena, frente a la inoperancia del oficial romano que la dirigía, se dispersó ante la arrolladora fuerza de las legiones proconsulares. Por ello, el presuntuoso Metelo se hizo también nombrar imperator, e incluso acuñó moneda con su nombre, absolutamente envanecido por haber derrotado él sólo a uno de los oficiales de Sertorio. Obligó a todas las ciudades desde Occilis a Corduba que realizasen sacrificios en los altares. Valiente alarde de impotencia senil.
Un rico comerciante de especies de Leucante, al que se conocía en la región por Didio Crispido, y que asistió como invitado al banquete que organizó en Corduba el orondo Metelo, nos contó una tranquila tarde al calor del resol vespertino qué tipo de eventos organizaba el gordo y amanerado patricio. El muy prepotente apareció en la sala de audiencias de la basílica, lugar elegido para el multitudinario ágape, vestido como un inmenso Alejandro, ciñendo una corona gramínea de oro puro que, previamente, había descendido desde el techo de manos de una colosal imagen de Victoria gracias a un complejo mecanismo de poleas. Un coro de niños y mujeres cantaban himnos de victoria mientras el trabajado artilugio colocaba la corona sobre las sienes del ufano Metelo. El comerciante en cuestión compartió diván con Cayo Urbino, uno de sus cuestores que, de sus propias palabras, calificó de “por encima de las costumbres romanas” e incluso “de las de cualquier mortal”[77] la parafernalia de Metelo.
El caprichoso patricio adornó las estancias de la villa con tapices y estatuas, erigió un tablado en el jardín para una representación histriónica un tanto subida de tono, sus esclavos esparcieron azafrán por el pavimento, rociaron con rosas los triclínios y otras costumbres propias de los viejos templos. Tras el extenso y soberbio banquete Urbino, natural del Lacio y admirador del parco Catón, estaba colérico. Le llegó a decir al comerciante “¿Y dónde, esto, dónde? No en Grecia o en Asia, donde el lujo puede corromper a la propia austeridad, sino en una provincia salvaje y bárbara…(528)
Aquellos excesos innecesarios provocaron todavía más escarnio en las filas sertorianas, considerando a Quinto Cecilio Metelo más como un triste actor teatral de afeminados modales que como un legado arrogante y eficiente. Pero, a pesar de su patético rival, el talante sereno de Sertorio estaba apagándose irremediablemente.