VII

La ciudad de Valentia era relativamente nueva pues, cuando nació mi hermano, las piedras del foro tenían poco más de veinte años. En aquellos tiempos era una ciudad en plena ebullición. El techado y las celas del templo de Júpiter eran aún provisionales, hechas de madera y cañas, y algunos libertos y mercaderes seguían malviviendo en tiendas de lona temporales en descampados alrededor de las edificaciones principales entre el nuevo foro y el ancho cauce del río.

Yo nací durante la cuarta vigilia del segundo día de las calendas de Juno, el año del primer consulado de Cayo Mario y de Casio Longino(136). Aquel fue un año muy duro para las legiones de la República, combatiendo con dureza en las áridas llanuras de África al esquivo y astuto Yugurta(137). Pero peor fue aún para el cónsul Casio; el muy alevoso murió en la Galia Cisalpina frente a los bárbaros celtas y los restos de su ejército fueron perdonados de una muerte atroz al pasar denigrantemente desarmados bajo el yugo galo.

Las hostilidades parecían reproducirse por todos lados en aquellos años tan agitados. La primera ocasión que vi a mi padre llegar de campaña sigue viva en mi recuerdo. Aquella vez volvió de servir a las Águilas en Castulo luciendo una corona mural[16], con un título de propiedad de un esclavo de espaldas enormes bajo el brazo y una sobrepaga de tres mil sestercios como su parte del botín del asalto de Isturgi. Era bien entrado el otoño pues recuerdo como el viento racheado empujaba las hojas secas y la tierra sobre las losas del foro. Llegó junto a un grupo de compañeros maltrechos también de permiso, con un brazo en cabestrillo y una fea cicatriz mal curada bajo el pómulo derecho. Después de llegar a casa, arrodillarse en el vestíbulo ante nuestros lares y penates, dedicarles una sorda plegaria, descalzarse sus polvorientas cáligas y tumbarse un momento en el frescor del banco del atrio se dirigió a su cubículo, se cambió su maloliente túnica reglamentaria y acudió a las termas para desincrustarse la suciedad de su magullada piel. Después de un tonificante baño caliente se dedicó un buen rato a visitar a las familias de un par de camaradas caídos. Aquella misma noche, ya limpio, ungido, saciado y, quizá por ello, de mejor humor, nos contó después de la cena como había ganado aquel importante galardón. Yo era muy pequeño para entender aquello, pero fue mi hermano, que siempre contaba orgulloso a sus amigotes la gloriosa gesta de nuestro padre, quien tiempo después me lo relató a todo detalle:

Padre… ¿Qué ha sucedido en la Oretania? – pregunto Lucio – Gneo Vitelio Corvino, el hijo del herrero, tu compañero de centuria, estaba llorando esta tarde frente a su casa…

Pues algo terrible, hijo; ya sabéis que el padre de Corvino estaba destinado junto a mí a las órdenes del tribuno Quinto Sertorio en la guarnición de Castulo…

¿Tan grave ha sido, esposo? – le preguntó mi madre –

Por desgracia sí, cariño. Allí las cosas se nos estaban poniendo muy, muy complicadas. La tropa, aburrida y hastiada de tanto enclaustramiento y vida fácil, yendo de borrachera en borrachera, soliviantaba en exceso a la población indígena. De hecho, hubo que aplicarle disciplina severa a más de un exaltado. Al ver tan degradada conducta, un ruin oligarca local de la vecina Isturgi, de nombre Indikortes, harto de tanto abuso, urdió un plan siniestro para confabularse con los conjurados y asesinar a toda la guarnición en cuanto les fuese posible. Así fue como una horrible noche la población se sublevó contra la tropa, acuchillando a los centinelas y permitiendo que guerreros isturgitanos entrasen en la ciudad y fuesen degollando a muchos de nuestros compañeros de casa en casa. Uno de ellos fue el pobre Corvino. No pudo defenderse. Pero unos cuantos pudimos rehacernos y escapar, entre ellos el tribuno Sertorio y yo.

Pero padre, ¿Tuvisteis que huir de la ciudad? – preguntó mi hermano –

No, Lucio. Lo que ocurrió fue muy distinto. Nuestro tribuno, que mantuvo la calma de un lince en todo momento, nos reagrupó a las afueras de la ciudad, cerca de las puertas pero lejos del campo visual de los insurrectos, tras un tupido bosquecillo de acebuches que se extendía a pocos pasos de la puerta norte. Otro individuo menos brillante y más párvulo que él habría optado por salir por piernas de aquel infierno y buscar refugio en la cercana guarnición de Obulco. Pero el tribuno Sertorio no es de ese tipo de hombres. Con la misma templanza que el gran Escipión demostró durante el desastre de Cannas(138), nos reorganizó a empujones imprimiéndonos el coraje que muchos habíamos perdido. Formó a los supervivientes en varios contubernios, uno de ellos lo puso bajo mi mando, y entramos de nuevo sigilosamente en la ciudad. Apostamos centinelas en la puerta norte, inexplicablemente vacía, para evitar volver a caer en la misma trampa y, una vez aseguradas el resto de las puertas, nos dedicamos a masacrar sin clemencia a nuestros ingenuos verdugos que ya estaban celebrando ebrios de vanidad y vino su efímero éxito.

Parece increíble, que temperamento más indómito y más estúpido… – apuntó nuestra madre, íbera de casta y orgullosa del arrojo inconsciente de los indígenas – Cariño, ya habrás comprobado que los oretanos son gentes valerosas y entregadas. Precisamente de allí, de Castulo, era la bella Himilce, la mujer de Aníbal. Eran los mercenarios más bizarros del púnico, su guardia juramentada.

Cierto, y bien orgullosos estaban de ello esos bastardos. No había día en la cantina que algún mocoso provocador no nos lo echase en cara. Pero lo mejor aún no os lo he contado. Después de rebanarle el cuello a todo varón con capacidad de llevar armas, Sertorio nos reunió frente a la hoguera en la que quemábamos a nuestros camaradas abatidos. Nos hizo dejar allí todo equipamiento reglamentario que nos identificase como romanos y cambiarlo por las raídas y sucias vestiduras de los enemigos muertos además de tomar sus enseñas, cascos, falcatas, caetrae y dardos. Así lo hicimos, saliendo de Castulo hacia Isturgi vestidos y armados como celtíberos. Al llegar a las proximidades de sus puertas, los vigías de la ciudad instigadora no se alarmaron de vernos, reconociendo vagamente en la opaca oscuridad de la noche las ropas, estandartes y armas propias de sus gentes. Aparentemente, sus victoriosos guerreros volvían a casa después de aniquilar unos pocos romanos. Nada más lejos de la realidad. Una buena cantidad de indígenas salieron incautos, entre chanzas y charangas, a recibirnos con jarras de vino. Demasiado tarde se percataron de la cruda realidad. Ensartamos a la mitad de ellos ante las puertas, abiertas de par en par para recibir a sus guerreros triunfantes. Yo fui el primero en trepar el murete de piedra despachando estocadas a destajo y subir al torno del rastrillo, bloqueándolo para que el resto de la cohorte pudiese entrar y sumarse a la carnicería. Fue un empacho de sangre y rabia, hijos míos. Cada día le ruego a los dioses que jamás tengáis que presenciar nada así. Los pocos habitantes que sobrevivieron a la matanza se entregaron a nosotros y se los entregamos a un tratante de esclavos de Cartago Nova para que los vendiese a las minas o a la armada y nos pagase nuestra parte del botín.

¿Cuánto os dieron por ellos? – preguntó mi madre –

Tres mil sestercios me dieron por la mujer que me tocó en el reparto, una celtíbera de buenas carnes que a buen seguro acabará sirviendo de concubina en una villa rústica bastetana. Me he quedado con un buen ejemplar, ese cabrón…

¡Cayo! ¡Están los niños delante! Ya no estás en la cantina del campamento... – le reprendió mi madre –

Bueno… ¡Por los cojones de Marte! Chicos, no habéis oído nada; ese cabrón…

Mi madre le dio un cachete por su reincidencia y todos nos reímos. Todos menos los dos esclavos domésticos, cual dos sombras impasibles y rígidas como estatuas con placa identificativa que no habrían perdido el respeto ni pisándoles las manos. Alguna vez habían recibido una buena zurra de Emilio por mucho menos. Y por supuesto aquel misterioso y obtuso indígena encadenado. Varias noches soñé con sus brillantes ojos lobunos. Me daba miedo. Mi padre, al tanto de que la presencia de aquel coloso perturbaba mi sueño, acabó vendiéndoselo a un lanista de Tarraco. Seguramente dejó su siniestra mirada asesina en la palestra de algún patricio.

…que está encadenado en el corral me vendrá muy bien para pisar uvas. Es fuerte. El muy bruto me levantó por el aire y me empotró contra un ventanuco. Me rompió el brazo. Menos mal que Quinto le estampó el pomo de su gladio en la cara. Si no hubiese intervenido, ese animal me habría triturado a palos.

¿No ha venido ese valiente tribuno contigo? – le preguntó mi abuelo, encantado de escuchar aquel animado relato que le hacía rememorar su juventud – Me gustaría mucho conocerle.

No, padre, y no será por mi enconado ofrecimiento. Al conocerse esta historia en el campamento del procónsul en Corduba, éste envió un extenso informe a sus superiores alardeando de sus grandes capacidades. El informe causó el efecto deseado y el Senado lo promovió hace un mes para el cargo de cuestor en la Cisalpina; es un gran paso en su cursus honorum. Además, el quería volver a Italia. Sé que su madre está sola en Nursia, sus hermanos murieron y se siente responsable de la villa familiar.

Una lástima, padre; espero que venga algún día por aquí – le dijo Lucio, siempre deseoso de poder conocer algún día a un héroe de carne y hueso, un titán de la talla de los que narraba nuestro simpático preceptor; el destino haría que años después su deseo se convirtiese en pesadilla –

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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