XII
Después de merodear infructuosamente por las apretadas callejuelas de la ciudad mirando los tenderetes de los alfareros y los magníficos cestos y mimbres de los esparteros, todos ellos en los aledaños de la entrada principal del edificio que alojaba al Consejo local y arrimando orejas a varios oligarcas sin ningún éxito, buscamos una fonda próxima al lugar en cuestión en la que reponer fuerzas y probar mejor suerte. Encontramos un establecimiento más o menos decente, aparentemente sin bichos ni hedores y bien ventilado entre la ronda de la muralla y la puerta del mar, el lugar habitual en donde se cobijaban mercaderes de paso procedentes de las ciudades ganaderas del interior de la Bastetania, legionarios de permiso salidos del acuartelamiento en la cercana Baria, navegantes extranjeros y demás pusilánimes forasteros en busca de un cuenco de puchero y una jarra de vino calientes.
Nos sentamos en un banco de madera de pino ajada y mal desbastada – tosco mobiliario para tosca gente, pensamos para nuestros adentros – que estaba cerca de un viejo hogar que había tiznado de hollín las encaladas paredes durante sus muchos años de servicio y en cuyo fondo crepitaban los restos de unos gruesos y nudosos troncos de olivera. La clientela era diversa, desde un par de comerciantes cilbicenos(417) de largas barbas rizadas, demasiado abrigados de lo normal para los rigores del invierno que nos abandonaba, a un grupo de jovenzuelos nativos ataviados de forma más acorde a la temperatura, ligeros de lanas pero fuertemente armados, cosa que nos alarmó pues no es muy habitual que en tiempos de paz los jóvenes recorran las calles de su ciudad pertrechados como si fuesen mercenarios cartagineses recién licenciados. Nuestras miradas se cruzaron y un sobresalto nos recorrió la espalda. Otra taberna de matones no, por favor…
Tanto Isbataris como Unibelos, indígenas de pura cepa no como yo, tenían las orejas bien despejadas escuchando las pláticas y conversaciones cruzadas de aquellos grupos de habitantes y forasteros sin detectar en ellas nada interesante o peligroso para nuestra integridad. Una moza menuda, recia, de sonrosados mofletes, cabellos oscuros y generosa en curvas, escote y encantos nos ofreció un estofado de aroma irrechazable del que pedimos tres generosas raciones, un cesto de pan blanco y una jarra de vino mezclado con miel oscura de Bigastri que ayudase a reconfortar nuestras panzas. Fue una oferta que no pudimos rechazar.
Poco después de que la apetecible y simpática tabernera nos trajese las viandas entraron en la fonda tres individuos encapuchados, sucios y cubiertos por unos gabanes pardos de viaje un tanto harapientos. Me fijé bien en aquellos extraños sujetos y algo me hizo presentir que no eran ni pastores, ni arrieros, ni mucho menos pacíficas gentes lugareñas. Aquellos sujetos calzaban deterioradas y polvorientas caligae – un tipo de calzado duro y exclusivamente militar – y ocultaban sus delatoras túnicas con unas tupidas y piojosas capas de lana en un vano intento de disimularlas, las cuales muy probablemente serían rojas y con los símbolos de la legión grabados en la manga… Además, desde que entraron no pasaron por alto repasar detenidamente con sus miradas rapaces a todos los allí congregados, incluidos nosotros. Una vez realizaron su examen preventivo se descubrieron mostrando sus desmejorados rostros. Entonces fue cuando reconocí a uno de ellos. El más alto del grupo era Manio Arrio Pertinax, uno de los centuriones veteranos que acompañaban incondicionalmente a Sertorio desde sus años de exilio en Mauritania. Ya nos habíamos visto cara a cara durante la primera de las arengas del general en el foro valentino hacía unos años cuando, impecablemente pertrechado, flanqueaba al sabino mientras declamaba su discurso en el podio del templo de Júpiter.
Manio era un hombre de principios, terco y noble, compañero de batallas del sabino y de mi padre desde las campañas contra los salvajes cimbrios en los bosques de la Galia Narbonense. Era un tipo de persona de las que presumía quedaban pocas en la capital de la República. Ya rondaría los cuarenta y cinco años, vetas plateadas poblaban sus sienes, pero sus brazos fuertes denotaban que, no por ello, estaba en baja forma física. Su corto pelo agradecido pero opaco, nariz aguileña y su barbilla cuadrada de mentón partido le delataban como presunto romano – ¿A qué se debía tanto celo? pensé instantáneamente... ¿Habría desertado el valiente y decente Manio? –
Me levante con cautela y me dirigí sigilosamente hacia él; cuando estaba a menos de un paso del grupo, me acerqué a su costado…
Mi querido Manio Arrio, puedes tomar asiento con unos amigos – le susurré en un cuchicheo – Tranquilo, con nosotros no tienes nada que temer…
¿Quién eres tú, muchacho, y cómo es que sabes mi nombre? – me contestó al instante, también en voz baja y un tanto alarmado –
Soy hijo de tu amigo Cayo Antonio Naso, el veterano valentino.
¡Por Júpiter y por todos los dioses! ¡Qué alegría de verte por estas tierras promiscuas! – exclamó atenuando su voz aquel veterano centurión, visiblemente contento y asiéndome fuertemente de los antebrazos –
Venid todos, sentaos conmigo y con mis hombres y conversaremos fuera del alcance de posibles orejas compradas por Metelo – le contesté, conduciéndolos hacia nuestra mesa –
¡Roscio! ¡Ovidio! Seguidnos – les dictó marcialmente a sus acompañantes –
Los tres recién llegados se acomodaron en las plazas libres de nuestra larga mesa, colocándose cerca del hogar para evaporar la fría humedad que llevaban adherida a sus capotes. Uno de ellos, pálido, ojeroso y encorvado, ocultaba con dificultad una herida en el costado. Una roncha roja carmesí de innegable procedencia se expandía por su túnica recorriendo el reguero su pierna hasta el nudo de la caliga. Iban muy mal pertrechados para ser legionarios, pues sólo conservaban el gladio y unas desgastadas caligae de su impedimenta reglamentaria. La moza trajo tres copas más y otros tres cuencos de guiso para ellos, que se frotaban las manos ateridas mientras rugían sus panzas tan sólo con el aroma de la marmita. Después de las presentaciones de rigor le pregunté por el motivo de su furtiva llegada…
Por el polvo que cubre vuestras caligae y esa herida mal curada de tu hombre, he de suponer que acabáis de llegar a la ciudad, y más bien de incógnito, querido Manio.
Por desgracia, aciertas, joven Antonio; venimos desde Cartago Nova a marchas forzadas.
¿Y a qué se debe ese furtivo viaje, si es que puedes contárnoslo?
Qué importa ya... – me respondió el centurión con la mirada perdida en el fuego que la rechoncha y sonriente asistenta estaba reavivando con un fuelle de piel – Hemos tenido que salir ignominiosamente de la ciudad porque Memmio, uno de los legados de Pompeyo, la ha tomado en un golpe de mano. Chico, cuídate mucho de hablar a favor del tuerto por estos lugares o tendrás problemas con los oligarcas locales. Desde que se sabe del avance arrollador de Pompeyo hacia el levante hispano, muchas ratas están abandonando el barco, sobretodo algunos terratenientes interesados que ven en el joven procónsul a un mejor socio para sus tratos que en las virtudes de nuestro Sertorio.
¿Cómo? ¿Dices que hemos perdido Cartago Nova? – le inquirió Isbataris un tanto perplejo – ¿Pero si esa plaza siempre le fue leal?
Así es, amigo; hace seis días.
¿Cómo ha podido suceder un desastre así? – le pregunté a Manio –
Una pequeña unidad de seis cohortes, asistida por caballería auxiliar vascona y dirigida por el tal Memmio, que según dicen es su cuñado, se segregó del ejército principal de Pompeyo después de una escaramuza cerca del Iberus. Así pues, mientras el grueso de las fuerzas pompeyanas avanza lentamente hacia tu tierra, esta escisión del ejército proconsular se encargó de contactar con los enviados de un oligarca traidor. Parece ser que el muy artero le ofreció al lugarteniente de Pompeyo la pleitesía de la ciudad y su estratégico puerto a cambio de ciertos favores mercantiles y un suculento porcentaje del botín decomisado.
No te ofendas, hispano, pero de todos es sabido lo voluble que es el espíritu de algunos indígenas – comentó el legionario herido, sujetándose su maltrecho costado –
No todos, romano – le espetó Unibelos un tanto molesto –
¡Gracias a los dioses! Razón tienes; si no fuese así, ahora estaríamos todos muertos – continuó narrando Manio, cabizbajo y visiblemente abatido – El caso es que hace cinco noches aposté la guardia y establecí los relevos como cada anochecer. Pero, durante la tercera vigilia, cuando toda la ciudad estaba sumida en silencio, un grupo de sicarios mastienos instigados por la avaricia de Baisetas, que es como se llama el vil traidor, accedieron a la muralla marina, la opuesta al famoso asalto de Escipión(418), y degollaron a mis centinelas. El resto de los asaltantes, cinco de las cohortes del legado Memmio guiadas por otro de los conjurados, se habían apostado cerca de las puertas, tal y como tenían convenido, puertas que no tardaron en abrirse de par en par para permitir la libre entrada del enemigo.
¿Y cómo escapasteis de semejante trampa? – preguntó intrigado Isbataris –
Mi optio, que el barquero le acoja sin percances, me despertó bruscamente cuando sonaron las trompas al detectar la patrulla de guardia que algo no marchaba bien en la muralla. Pude movilizar a parte de la guarnición, pero fue demasiado tarde. El testudo que habían formado las vanguardias de Memmio avanzaba implacablemente, acuchillando a diestro y siniestro por el Decumano sin que mis somnolientos hombres, mal pertrechados y aún aturdidos, pudiesen hacer nada para evitarlo. Formé a mi propia centuria en la explanada del foro, de espaldas al cerro sagrado consagrado a las divinidades, para presentar resistencia e intentar recuperarle terreno a los invasores. Pronto me apercibí de lo imposible de mi plan porque fuimos rebasados en los flancos por los bien entrenados legionarios con sus filas cerradas y su insondable muro de escudos. Di instrucciones a mi optio de retirarnos en orden hacia la puerta sur a golpe de silbato, por tramos, intentando mantener la posición para permitirle a los magistrados afines y civiles fieles a la causa una escapatoria de las represalias que, sin dudarlo, los nuevos dueños y sus serviles vascones les aplicarían sin ninguna piedad.
¡Qué desastre! – murmuré mirando fijamente mi cuenco vacío y repelado del apetitoso potaje –
Pues si, joven Antonio. Perdí a casi todos mis hombres aquella noche de mal recuerdo, acuchillados en tierra extraña por compatriotas alentados por traidores indígenas que se relamían viendo el botín que obtendrían del saqueo de las haciendas y propiedades de los partidarios sertorianos que quedasen atrapados. Mi optio cayó atravesado por un venablo cerca de la muralla mientras protegía a la familia itálica de un camarada y, con él, más de una centuria entre regulares y auxiliares. La noche, esa misma aliada de nuestra destrucción, fue la que nos ocultó en los cerros colindantes de la ciudad. Nos ocultamos de día, cuando las partidas de caballería vascona recorrían los alrededores en busca de proscritos y huidos a los que poder apresar y esclavizar, y caminábamos de noche, hacia el sur. Estamos atrapados. El ramal de la Via Heraclea que llega hasta Cartago Nova se encuentra en manos de las cohortes de Memmio, por lo menos desde la mansio de Eliocroca hasta la de Thiar. Unos pastores que, viendo nuestro desfallecimiento y lamentable estado de salud, nos dieron un poco de queso y nos ocultaron en uno de sus refugios, nos corroboraron las posiciones de las avanzadas de Memmio. Ya que la huída terrestre quedaba descartada, pensamos en llegar asta aquí, Aquilae, a Urci o Baria, lugares de paso de muchas naves amigas y posible punto de embarque hacia Dianium o Saguntum. Tenemos la obligación de informar y advertir de lo ocurrido a Sertorio y al Senado de Osca. Esta alevosía podría replicarse en otras plazas levantiscas de la Edetania o la Contestania – concluyó el centurión –
¿Y no pudistes recurrir a ninguna de las naves cilicias? Seguro que alguna de sus embarcaciones os podría haber sacado de allí – apuntó Isbataris –
Eso mismo pensaron los traidores, amigo – apuntó el centurión – Los indígenas asaltaron también un birreme cilicio de apoyo logístico que, casualmente, estaba fondeado en la dársena. Mataron a sus hombres y los arrojaron al mar. Dada la pésima conducta en tierra de su impresentable tripulación, no creo que supusiese un trauma para ninguno de ellos el degollar sin titubeos a los piratas asiáticos.
Pues dentro del infortunio que arrastráis, la caprichosa Fortuna os sonríe, amigos. Si así lo crees conveniente, os brindo pasaje en nuestras naves hasta Valentia, sed todos bienvenidos a nuestra expedición. Quizá así podrás contarle lo acontecido en Cartago Nova al mismo Sertorio en cuestión de unos pocos días.
Gracias, joven Antonio; serás recompensado por tu valiosa ayuda… pero… ¿Y vosotros? ¿De dónde venís?
Venimos de Italia y de África, Manio – le contesté – ya sabrás por mi padre que somos productores y comerciantes de vino; llevamos más de un mes de periplo por tierras lejanas. Llegamos ayer a las costas hispanas y… ¡dioses!, las primeras noticias que hemos tenido de la contienda son las tuyas… ¿Qué más detalles sabéis del avance de Pompeyo?
El último informe que recibí la mañana anterior al desastre fue que se seguía más allá del Iberus; ya había levantado definitivamente su campamento de Emporiae y se dirigía hacia la Layetania siguiendo la Via Heraclea.
Que los genios nos libren de que sólo encontremos cenizas en nuestro trayecto hacia el norte – pensé para mí –