VII
En el momento que me vi libre de responsabilidades le encargué a Artemio que supervisara el cumplimiento de las tareas para poder dedicarme a buscar noticias sobre la que un día fue Ifigenia Antonia Valentina. No veía a mi hermana desde nuestra feliz adolescencia. Después de la súbita muerte de mi madre y del inicio de la inestabilidad política de Hispania, la niña acabó siendo enviada al cuidado de mi tía Antonia la Menor en Nursia, curiosamente la misma ciudad sabina que vio nacer y crecer a Quinto Sertorio. Cuando estalló la confrontación entre Sila y el sabino en su primera etapa hispánica, y mi padre se adhirió sin tapujos a la rebelión, mi tía nos tildó de traidores y no le permitió a la bonita muchacha que volviese a tener contacto con Valentia. Según ella, cuando los hombres del dictador arrestaran y ejecutaran al tuerto y a sus secuaces, incluido mi insurrecto padre, la muchacha acabaría a causa de su gran atractivo físico como manceba de un degenerado patricio o como meretriz en algún lupanar de legionarios asilvestrados. Aquellos sucesos envejecieron súbitamente a mi padre y le costaron un disgusto a mi abuela tan grande que, en muy poco tiempo, su inquebrantable fortaleza se quebró. Murió poco después, pienso que de tristeza, al ver su familia rota por una contienda ajena. Así pues, la bella jovencita se crió y formó en una casa conservadora y fiel a los cónsules del estado, tomando esponsales antes de que estallase el conflicto con un joven tribuno de origen plebeyo que por aquellos años luchaba junto al prometedor Cneo Pompeyo en África persiguiendo a los partidarios de Mario allí exiliados. Que caprichosa es la diosa Fortuna; mi hermana pequeña se casó con un nuevo caballero romano, un tal Lucio Afranio.
Me dirigí a la curia de Ostia para preguntar la manera más rápida de poder localizar a mi hermana. El grueso y rapado funcionario que me atendió me indicó con bastante desgana que para averiguar su paradero lo mejor que podía hacer era obtener en el Registro General de la Prefectura en el Foro de Roma la situación exacta de la casa de los Afranio. Si no mal recordaba por una carta de mi tía anterior a la ruptura de relaciones, su domus estaba ubicada en una empinada calle del Aventino(300), en el centro del mundo, en una de las siete venerables colinas de Roma.
Alquilé un corcel en un amplio establo del Decumano Máximo, compré unas sencillas vituallas, tacos de queso de cabra, seco tasajo y un pellejo de vino en la tienda de comestibles de bajo de nuestra ínsula, y tomé la concurrida calzada que cerca de mediodía recogía a los arrieros cargados con verduras, carnes, aves de corral y fardos textiles de diversa procedencia en dirección al puerto. Un contubernio de legionarios marchaba tintineando su impedimenta a paso ligero precedidos por un altivo optio, creando un pasillo natural entre los afanados granjeros y sus acémilas repletas de jaulas y mercaderías, nobles damas portadas por recios esclavos en mullidas literas rumbo al mercado y demás transeúntes típicos del empedrado medio de comunicación que nos diferenciaba de los bárbaros de los bosques del frío norte y los ladinos asiáticos.