XI
Llegamos al embarcadero en el que Cesio montaba guardia con los fanales de popa y proa encendidos. Desde los incidentes de Tarentum toda la tripulación se mostraba especialmente cautelosa con lo concerniente a la seguridad de la nave. Subimos a bordo, le informamos de la situación y establecimos entre los cuatro oficiales el plan a acometer durante los próximos días. Salvo catástrofe, Isbataris llegaría al día siguiente y se encontraría una eventualidad muy diferente a la esperada. Con aquel nuevo cambio confiábamos estar de vuelta en la Edetania al mismo tiempo que llegaban las afanadas golondrinas, entre la Floralia y los idus de Maius(388). Con tanta acción, no había tenido tiempo de pensar sobre el desarrollo de los acontecimientos en Hispania; llevábamos más de un mes fuera de nuestra tierra y sin noticias de cómo estaba resultando la primera campaña de Pompeyo. Hicimos noche abordo ya que, a tenor de las últimas experiencias, no nos apetecía volver a deambular por las calles desiertas de ninguna ciudad extraña.
Al día siguiente desayunamos livianamente en cubierta. Dejé a Epinondas al mando de la nave con instrucciones precisas para Isbataris mientras Unibelos y yo nos introducimos en el caótico tránsito de enseres, personajes y bestias que actuaban en el viejo puerto siracusano. Pagamos las abultadas tasas de atraque al funcionario local y seguimos nuestro camino hacia la acrópolis, buscando la taberna recomendada en la que negociar nuestra estancia. No tenía pérdida, la encontramos sin demasiada dificultad.
“El Sarmiento” se encontraba cerca del majestuoso templo de Atenea. Estaba ubicado en la parte más alta de la ciudad, presidiendo con su serena armonía el conglomerado de tejados que se amontonaban en su derredor. Entramos en la populosa taberna después de dejarle un par de monedas de cobre a un fornido africano que regulaba el acceso al local. Quedé gratamente sorprendido por la diáfana sala principal, muy bien decorada con frescos inspirados en los misterios dionisíacos, pintada con tonos cálidos y cuyo elaborado techo de madera estaba sustentado por columnas jónicas. El propietario de aquel negocio era, tal y como había descrito Partocles, un indígena siciliano de corta talla y espalda cargada, moreno, muy velludo y de cejas pobladas, ataviado con un mandil de cuero ribeteado sobre un quitón bermellón de manga corta. Al decirle que veníamos de parte del venerable e iracundo médico, mudó su seco semblante, invitándonos a tomar asiento junto a él, y nos ofreció sin chistar una jarra de vino. Negociamos con él nuestro alojamiento y llegamos a un acuerdo fácilmente en el que por poco más de diez ases diarios tendríamos cama y un plato de caliente.
Una vez cerrado el acuerdo nos dirigimos al famoso templo. Es éste un imponente edificio sobre un podio de mármol rosáceo en el que seis robustas columnas jónicas sostienen un frontón decorado. En dicho friso relucían, frente al azul intenso de la mañana, los dorados reflejos de los serpentinos cabellos de Medusa que decoraban el umbo del inmenso escudo de Atenea Partenos(389). Todo el podio del templo está labrado con relieves de la protectora de la sabiduría junto a los héroes y los dioses. A la cela privada se accede por unas fabulosas puertas policromadas, de más de diez pies de altura, engastadas con oro y marfil. En su interior pudimos ver, difusa, la imponente silueta de la gran diosa sabia y guerrera, con el yelmo hacia atrás, la vara apoyada en su cadera y el escudo a sus pies. Unas sacerdotisas nos invitaron a desalojar la zona debido a que estaban comenzando ciertas ceremonias sacras y privadas no accesibles para los no iniciados. Dejamos un generoso óvolo en el arca del templo y, siguiendo una costumbre que Artemio me había contagiado, solicitamos de una de las acolitas que realizase el sacrifico de un tordo que habíamos adquirido a la salida de la fonda en un puesto de aves del mercado ambulante. La bella consagrada degolló el pájaro con maestría sobre el ara vertiendo su escasa sangre sobre el blanco mármol. Una vez muerta el ave, abrió su vientre para interpretar sus vísceras. Cuando culminó el rito, echó los restos del pájaro al pebetero en el que el fuego sagrado consumía los exvotos de los fieles. Nos auguró un trayecto de vuelta menos agitado que el de ida bajo la protección de la benévola diosa representada por la sabia lechuza.
Eso esperábamos… eso necesitábamos.