V

El sole estaba en todo lo alto cuando, después de sortear un pequeño archipiélago pegado a los abruptos acantilados de los indigetes, avistamos la inmensa bahía donde relucía la helena Emporión. Todo parecía normal aquella tarde. El bajo sol primaveral derramaba sus tenues rayos sobre las extensas colinas, el vuelo de las aves costeras en busca de los desechos de la jornada pesquera, un mar en calma golpeando levemente los bravos peñascos... todo respondía a la imagen habitual vespertina de la costa ausetana(280) excepto por una intensa columna de polvo que se divisaba paralela a la Via Heraclea proveniente de la ciudadela de Rhode…

Según nos íbamos acercando al viejo asentamiento griego, nos fuimos percatando de la causa de dicha polvareda. Artemio y yo nos asomamos por la borda de estribor para ver mejor aquel extraño fenómeno. No cabía duda, tenía que ser él, Cneo Pompeyo y sus legiones consulares en su avance demoledor hacia el oriente hispano. Un jinete que cabalgaba altivo y solitario, con su amplia capa grana de cenefa dorada y su emplumada cimera roja del casco, precedía a una docena de signíferos(281), músicos y tribunos que configuraban la vanguardia del nutrido ejército del imperator y su inmensa impedimenta.

Ahí van de nuevo “las mulas de Mario” – le dije sarcástico a Artemio, refiriéndome a la tropas con el cruel apelativo que le adjudicaron sus coetáneos al sabio reformador del ejército romano; aquel cónsul, pariente de Sertorio, cambió las reglas de alistamiento y creó un ejército uniforme y cohesionado –

Y que lo digas, domine; esos hombres llevan una ciudad entera a cuestas, son como los caracoles – me respondió Artemio, medio asombrado, medio burlesco –

Cierto, amigo mío, cierto, pero son los caracoles más rápidos que he visto. Cada uno de ellos lleva al hombro cerca de noventa libras entre utillaje, armamento, su parte de la empalizada y los pertrechos para su manutención. Marchan sobre venticinco mille passuum al día, desde el alba hasta el atardecer, y antes del anochecer cavan un foso y levantan un nuevo campamento sin quitarse ni la hamata de encima…

Más que mulas, son toros, domine

Dejamos a nuestra derecha aquella inmensa serpiente de metal, sudor y polvo y viramos hacia el puerto grande, al cual se accedía a través de dos estrechas escolleras entre el antiguo y el nuevo fondeadero. Según nos internábamos en la gran rada natural que configuraba la inmensa dársena, quedamos admirados por las tres discordantes ciudades que conforman aquel magnífico conjunto.

Sí, no miento, la rada de Empoiae contiene tres poblaciones fundidas en una; la primera es la ciudad griega, la más antigua, el pequeño núcleo urbano apiñado en el islote en el que aquellos temerarios focenses fundaron su factoría a resguardo de posibles ataques indígenas; la segunda es la ciudad íbera, el castro de los indigetes que se establecieron en un peñasco enfrente del islote a pesar de sus reservas sobre los nuevos inquilinos. Buscaron su cercanía para realizar intercambios con ellos, aprender sus técnicas y progresar económicamente gracias al activo comercio; y, por último, está la ciudad nueva, la gran Emporiae, asentada en una loma menos de una milla tierra adentro sobre el que fue el primer campamento del cónsul Marco Porcio Catón, manteniendo en su recinto la forma típica cuadrangular de las nuevas urbes romanas de origen castrense. Allí es donde se yerguen orgullosos el foro, las termas, templos, edificios públicos y demás emblemas de la primera ciudad adscrita a la República romana en Hispania.

Echamos anclas frente a la ciudad vieja, al pairo, a cubierto del oleaje nocturno por la fina escollera del antiguo islote y el irregular istmo arenoso que ya lo unía físicamente a la costa. Fletamos un bote para bajar a tierra. Descendí de cubierta por la escala de proa hasta la chalupa auxiliar y recorrimos los escasos pasos que nos separaban de la playa en pocas brazadas de remo, encallando nuestra pequeña nave en las gruesas arenas de Emporión.

Una vez dentro de las angostas callejuelas de la vieja ciudad focense, le pregunté a un zafio pescador de mirada simiesca, que se encontraba en al entrada de la vieja ágora remendando sus aparejos de pesca, por la casa de Termógenes, el cambista de Cesárea. El rudo pescador me indicó en su tosco latín que el viejo usurero se había trasladado recientemente a la ciudad nueva, al barrio de los mercaderes, en el Decumano Máximo. Le agradecí su información y regresé al bote en donde me esperaban Artemio y cuatro hombres más.

Parece ser que nuestro anfitrión se ha cansado del salitre y se ha mudado a la ciudad, donde los nuevos ricos que aún permanecen demandarán de sus servicios más que estos andrajosos pescadores... – le dije a Artemio, visiblemente molesto por la falta de cordialidad de los oriundos del lugar -

Esta ciudad ya no crece, domine; desde que los cónsules eligieron Tarraco como punto de partida de sus campañas, el comercio y los mejores artesanos están emigrando al sur, hacia la populosa y flamante “capital” provincial, en detrimento de esta antigua colonia griega.

Lástima, siempre pasa lo mismo... Hoy ya es tarde para atracar y desembarcar género; es tontería pagar aranceles sólo por atar un barco a una piedra. Fondearemos aquí. Si los hombres desean bajar a tierra, organiza un turno de guardia y los que queden ociosos que tomen los botes y bajen a cenar en las fondas del islote.

Sea, domine. Distribuiré a los hombres en dos turnos para hoy y mañana y nos dirigiremos a una de esas tabernas pesqueras donde podremos reconfortar nuestras barrigas con alguna sopa marinera y un poco de pan recién hecho – me dijo Artemio con visible apetito –

Perfecto, Artemio. Te esperaré en esa fonda, la del cartel de madera con el atún grabado bajo el nombre – le contesté al siracusano antes de salir rumbo al bote –

Una hora después, Artemio había distribuido a la marinería y los infantes en dos turnos, acompañándonos el primero a la “Taberna de Lisipo”. La fonda en cuestión era un tugurio de pescadores que, como única atracción, tenía un inmenso caldero de bronce en el que una obesa y sonrosada indígena removía una humeante sopa de pescado de la que nos servimos dos cumplidas escudillas que apuramos mojando pan recién horneado. Después de rematar una jarra del afrutado vino blanco lacetano(282), despachamos a la tripulación hacia los botes, montando las tiendas en la playa al estilo cilicio, en donde hicimos noche. No nos apetecía dormir entre los chinches y piojos de aquellas insalubres fondas de la ciudad vieja.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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