FUNCIÓN CONTINUA

La vi, la volví a ver años después, cuando era aparentemente demasiado tarde porque ella estaba ya dentro del lobby. No había entrado todavía, creo —nada hay tan ilusorio como la luz malva del crepúsculo en La Habana. Pero aunque ella tenía intención de entrar sin duda al cine estaba aún comprando su boleto: una mano desmembrada y epicena le ofrecía la entrada al paraíso mientras ella tanteaba monedas de plata en su cartera. No, me parece que ella estaba buscando el dinero dentro de la quincalla que era su bolso, dando de lado de momento al ticket tentador. Pero, pensándolo bien, bien podía ya haber pagado y ahora estaba solamente devolviendo el vuelto a su monedero, el tique (así lo llamaría ella, habanera popular que debía de ser) tomado, ticketeniente. Ésos eran meros detalles. Lo trascendente es que antes me dio la espalda pero ahora me había mirado de reojo, de medio lado, al sesgo: al estilo de las vampiresas del cine silente, pero la única manera en que una mujer puede mirar a un hombre desconocido en esa Arabia apodada Feliz donde debía vivir, sus sábanas su tienda. Me miró oblicuamente mientras exhibía su perfil (antes sólo me mostró su espalda), luego el cálido creciente de su cara canela se levantó ligeramente por sobre el horizonte oscuro del habitáculo o cubículo de la taquilla haciendo lucir su calmada barbilla altanera, rasgando sus ojos como vírgulas y contrastando la mancha amarilla de su pelo (rizado creo, melena me parece, oxigenado estoy seguro) que enmarcaba sus perfectas facciones bañadas en tintura de yodo, de la misma manera minuciosa que la negra caja cuadrada resaltaba su largo, lánguido cuello: un medallón de bronce exhibido en terciopelo, tantalizante.

Me miró de nuevo por un instante (apenas veinticuatro veces en un segundo) y luego bajó los párpados púdicos y sonrió en secreto, invitante y sin embargo sin dirigirse a nadie. Por supuesto que era una franca invitación al vals de la vida, tal vez al cine y es posible que fuera hecha para mí. Aunque podría estar dirigida a otra persona. No sabría decir: las hembras de La Habana habían pasado de la voz pasiva a la activa al conjugar el verbo amar en pocos tiempos. No me quedó otro remedio que volverme a mi alumno Fausto y darle en pleno Prado una duradera lección de arte angélico:

—Te dejo Fausto por el fausto —queriendo decir el Fausto porque ella se movía más allá de las puertas vaivén y dentro de la sala a oscuras, también llamada Fausto, Teatro Fausto, el cine Fausto para ella. Él, mi afín, al fin dijo entre dientes: —¡Mierda! —dijo Fausto: —¡Es una mierda! —y añadió todavía: —¡Vete a la mierda! —usando esa palabra que tanto gusta a los habaneros que han llegado a crear un cenador de caca, el comemierda. En ese momento resultaba yo un mal Mefistófeles para un falso Fausto y abandonando su auto, tan usado por mí, el blanco convertible raudo, le dije, respondiendo a sus frases frustradas con mi felicidad: —Me voy a la miel —dando a entender que perseguía, que seguía aquella dulzura, bombón o caramelo que entró en ese recinto encantado que es un cine. Y, con la condenación de Fausto, me bajé de su carro del todo que ya cruzaba ignorante los costurones que quedaban de las líneas del tranvía en la calle Colón, vestigios de una civilización desaparecida que nunca conoció, y casi corría Paseo del Prado arriba para dar de lado al poeta fusilado con su musa mórbida, eternizados en su momento, su monumento, bronce que penetra al mármol y dejar detrás al parque de los mártires del amor, perdiéndose en el Malecón del mar y del recuerdo. Cortado está el vástago que podría tirar derecho.

Debí de comprar la entrada y meterme en el cine a la velocidad de la luz por la puerta vaivén bajo el letrero que advertía «Infantes no admitidos», porque cuando la oscuridad de dentro, siempre en contraste con la claridad de afuera, fuera natural o artificial, me golpeó como una pared gaseosa pude ver, entre un destello de la pantalla (que abrió en ese momento una grieta en el muro negro) y el vacío de la oscuridad, vi su vestido blanco que se alzaba espectral para sentarse ella sin estrujar la falda, ni hacer un acordeón de las crinolinas que llevaba bajo del vestido, sayuelas sucesivas, esclava ella de la moda. No tuve que correr para alcanzar su imagen y tranquilamente me senté detrás de ella primero, luego, sin pretexto visible (sólo había sombras en el cine, inmóviles en la platea, móviles en la pantalla), me levanté para sentarme en su fila, después cambié de asiento una vez más y vine a posarme a su lado, técnica que era experiencia adquirida en días y noches en el cine buscando el amor a oscuras como un iluminado. Si el sexo santificara hacía rato que habría sido santo. Pero ella no miró nunca para mí y llegué a pensar que me había equivocado no de asiento sino de mujer, que la mirada de afuera era sólo una mirada más al final del día, vacía de ojos y frenesí que significaba nada. No le dije una palabra. Ninguna introducción, presentación de credenciales o mero saludo. Ni siquiera el rudo ritual que se quería fino y fácil: —¿Está ocupado este asiento?— antes de sentarme, que además salía sobrando a esa hora en ese cine. No le dirigí la palabra, solamente miradas. La miré al principio como si me asombrara de que ella estuviera a mi lado, con tantas lunetas vacías alrededor. Después la volví a mirar como si la reconociera, preguntándome dónde había visto antes esa cara color de yodo entre ondas oxigenadas. Me puse a mirarla durante más tiempo, de reojo, luego fijamente de frente, aprendiéndome su perfil perfecto de memoria, su perfilm eterno, su perfil, y concluí que veía un camafeo más que una medalla. Al mismo tiempo, mientras miraba, pensé en todas las connotaciones del camafeo, desde el perdurable perfil hasta su división en sílabas gratas o ingratas: cama para ella, feo para mí. Pero dejé de mirar su cara para mirar su rodilla que se veía fosforescente en la media penumbra de sus piernas (es asombrosa la cantidad de cosas que se pueden ver a la intermitente medialuz del cine, una vez acostumbrados los ojos al parpadeo luminoso de las imágenes), cabalgando una pierna sobre la otra, moviéndose alternas pero dejando siempre una rodilla a flote de la oscuridad, como la décima parte de un cálido iceberg de carne que navegaba inmóvil en la sombra promisoria. Miré tanto su rodilla que empecé a pensar en la palabra rodilla, en sus siete letras mágicas, en que lo mismo podía llamarse redondilla, en por qué se llamaría rodilla y no peñón o domo de yodo o balón sólido, pensé en la rodilla platónica y en las veces que había encarnado en muchedumbre de mujeres muertas, en multitud de muchachas vivas, en la rodilla metafísica y finalmente regresé feliz a la rodilla física, a aquella rodilla, a su dueña, en ella y en mi mano y su rodilla, mi mano en la rodilla, y de pronto pasé de la teoría a la práctica y le puse una mano en la rodilla, mi mano en su rodilla y ella no dijo nada. Había seguido el viejo, olvidado por sabido consejo de Ovidio: sólo que en vez de una romana en el circo ella era una habanera en el cine. Ella por toda reacción me miró solamente y aunque ahora no distinguí bien sus facciones porque en la película debía de ocurrir una de esas noches blancas del cine en que la luna de mediodía produce sombras a medianoche y aunque mis ojos estaban fijos en la visión de su rodilla, ahora eclipsada por mi mano, supe que ella me miraba, como me miró afuera en la tarde vernal. Quité la mano de la rodilla porque mano y rodilla estaban húmedas, resbaladizas con el sudor de mi ansiedad y de mis palmas tropicales, y antes de pensar qué hacer con mi mano mojada me vi colocarla (mi mano se había hecho autónoma, independiente de su autor) sobre uno de sus senos —o sobre la tela sobre su teta. Ella se río, no se sonrió, se rió a carcajadas que la sacudían, incluyendo a mi mano en su temblor de teta. Pero no se reía de mi acto sino de una acción que ocurría frente a ella allá en la pantalla. (Era un cartón de Pluto más allá de un abismo, en el aire, ingrávido). Se rió más, se rio un rato y cuando terminó de reírse, como en una extensión del fin de la carcajada, me quitó la mano de sobre su seno y la devolvió a donde estaba primero, que era mi rodilla, flaca y vestida. Vi mi mano reflejando la luz de la pantalla salir de entre sus senos y posarse sobre mi pantalón, escoltada en parte del viaje por su mano. Luego pude presenciar cómo su mano volaba hasta mi mano, la atrapaba de nuevo entre sus dedos desnudos y volvió a colocarla donde estuvo después, que era su rodilla, blanda, verdaderamente muelle. Eso fue lo que hizo. Cuando quitó mi mano de sobre su seno creí que iba a protestar, a decirme algo, que su mano viajaría veloz de mi rodilla a mi cara, que me clavaría las uñas, alfileres, dagas, que armaría un escándalo, que hasta llamaría al acomodador ausente, al portero formidable, aun al taquillero sin sexo. Pero no hizo más que lo que hizo —o tal vez un poco más. Me palmeó mi mano dos veces, ambas manos sobre su rodilla, mi mano como una lasca de jamón húmeda en el sandwich de su carne amable.

Lo extraño no fue mi miedo seguido de mi júbilo sino la posición de los dos en el espacio mientras discurríamos en el tiempo acelerado de la película y el tiempo demorado del cine. Estoy seguro de que al entrar me senté a su izquierda pero la mano que ahora ella ponía sobre su rodilla era mi mano izquierda, maniobra que no pudo realizar tan fácilmente si yo hubiera estado sentado a su izquierda. De manera que debía de estar sentado a su derecha en este momento, aunque puedo jurar que unos pocos minutos antes ella estaba sentada a mi derecha. Nunca pude explicarme este cambio sino como una transfiguración. Pero para cualquier propósito práctico se debe considerar que yo estaba sentado a su derecha y tenía mi mano (colocada por su mano) izquierda húmeda sobre su tensa rodilla derecha, su pierna visible y palpable montada sobre su pierna en la sombra, impalpada, las dos piernas situadas en las zonas llamadas umbra y penumbra por los selenélogos. Al depositar mi mano sobre su rodilla (cualquiera que ésta fuese) ella se rió de nuevo, sin mirarme, por lo que de nuevo debió de reírse de algo que ocurría no en tres sino en dos dimensiones y allá arriba —o tenía cosquillas. Casi enseguida después de esta risa o risita desmontó la pierna y mi mano bajó con su rodilla, convertidos brazo (mío) y pierna (suya) en un solo miembro móvil. Mi mano se desplazó con su rodilla hasta que mis dedos tocaron con la yema la piel estirada de su otra rodilla, ahora a idéntico nivel que su rodilla primera (izquierda o derecha) y mi mano (también indiferenciable por la confusión de posiciones). Entonces ella comenzó a juntar sus rodillas, como hacen las niñas bien y muchas mujeres malas que no quieren mostrar las entrepiernas, de manera que no sólo las yemas sino también las uñas y los nudillos y sus articulaciones y la piel sobre ellos (que constituían mi mano, con falanges, falanginas, falangetas, etc., según la lección de anatomía de la doctora Miranda) tocaban su rodilla otra, se clavaban en su carne, se aplastaban contra sus huesos (que sentí por primera vez: antes todo había sido suavidad y blandura) y ella juntó todavía más las rodillas y apretó la mano entre ellas y siguió haciendo presión hasta que mi mano estuvo en contacto con ella como la nuez con el cascanueces y me hizo daño y me dolió de veras, tanto que casi grito, alarido que hubieran ahogado las risas del cine. Con mucho esfuerzo pude escurrir la mano de entre sus rótulas casi rota. Es decir, retiré los dedos pero no saqué la palma sudada ni quité la mano tullida. Ella se rió a carcajadas y debió de ser de Pluto una vez más, sus hazañas invisibles para mí porque yo ahora estaba mirando sus senos que subían y bajaban demasiadas veces seguidas para ser efecto de su respiración —y tampoco era su risa. Fue entonces que abrió las piernas. Sé que abrió las piernas porque no las abrió una vez sino varias veces y sus muslos hicieron fuelle y el aire que se escapó de entre sus piernas sopló sobre mi mano como un vaho benigno, un monzón milagroso. No moví la mano. Estaba bien allí adherida por capilaridad a su rodilla y balanceada y fresca en su verano carnal ahora. Al menos eso creí yo —pero no era lo que pensaba mi mano, Frankenstein femenino.

Vi que ella (mi mano) se movió sola por sobre las ligas (curioso que no notara hasta ahora, hasta el cambio de piel de la rodilla al muslo, que ella llevaba medias de nylon, tan toscas al tacto, que solamente sintiera esta viscosidad seca al pasar sobre el camellón de sus ligas antiguas baratas apretadas enrolladas casi sobre la choquezuela, fea palabra) y sentí sus muslos fríos, no realmente fríos sino frescos, pulidos, tersos, suaves, blandos, que comenzaron, mientras mi mano reptaba autómata por ellos, sin escapárseme como peces sorprendidos ya que eran carne avisada y comenzaron a hacerse tibios cálidos calientes ardiente quemante calcinante mientras mi mano (debía haber dicho siempre la mano) empezó a luchar por separarlos sin darse cuenta ella (la mano) de que allí eran ya inseparables, que era su cuerpo lo que debía abrir si quería encontrar la meta: fue entonces que descubrí, debajo de tanto tul y ningún nylon, su desnudez íntima. Ahora ella se convirtió en una cajita peluda de música de olores —¿o fue en la caja mágica?

No habíamos hablado, yo no había tratado de hablar con ella antes (donde sobran los gestos, no nacen la palabras) pero en ese momento yo traté de hablarle, yo le hablaba, le hablo todavía, pero ella no respondió. Nada más que se reía, mueca de Mona Lisa demente. Traté de hablarle otra vez y no me dejó: no me tapó la boca ni me puso un dedo sobre los labios ni me chistó. No hizo nada para que yo no le hablara, pero era tan evidente que no quería más que mirar a la pantalla que, nada más de abrir la boca, hice una O o una A —y la cerré de nuevo. Pero tenía que hablarle, no quedaba otro remedio, era importante, imperioso, imprescindible. Yo no podía regresar a casa sin mi anillo.

—Mi anillo de compromiso…

Era mi voz al fin —o al principio. Pero no me hizo caso.

—Mi alianza. (Es galicismo).

Hablé más alto pero todavía no hizo caso. Hablé tan alto ahora que estaba gritando cuando me mandaron a callar, que alguien silbó chis, sonado inusitado viniendo del público. Saqué mi mano del todo por entre ojo, labios, pelos, viniendo de la otra cara. Me senté correctamente. Me pasé, higiénico, la mano mancillada por la pierna derecha de mis pantalones. Miré a la pantalla —y no vi nada.

—¿Qué pasa?

Era ella, que hablaba por primera vez, pero no me miraba. Casi creí que hablaba con Pluto. Tan cerca estábamos —no el uno del otro ahora sino siempre los dos de la pantalla.

—¿Qué pasó?

Ni me miraba de reojo, su mirada fascinante en el crepúsculo (palabra obscena) de La Habana.

—¿Qué te detuvo?

La miré bien pero ella seguía de perfil, atenta a la acción, al movimiento, al tránsito de Pluto.

Mi anillo.

—¿Qué cosa?

—Se me perdió mi anillo…

Ella se rió ahora. Se rió más y después miró para mí por primera vez desde que entramos al cine.

—… de bodas. Se me cayó.

Ella se rió aún más y más que nunca se rió con los motivos de Pluto.

—Dentro —dije bajo.

—Ya lo sé, bobo.

Se río, se reía, se reirá para siempre, como una muñeca de carnaval.

—¿Qué hago ahora? —dije en un lamento que expresaba la lástima de volver a casa sin mi anillo de bodas y enfrentar a mi mujer con mi afrenta. Además estaba mi madre, juez severo.

—Búscalo.

Me quedé pasmado, sin saber qué hacer ni qué decir. Pero ella me llevó de la mano —es decir, transportó mi mano por entre medias de nylon, ligas anticuadas, sayuelas a la moda y sus muslos macizos, de mármol miel.

—Anda, búscalo.

Al hacerlo, al obedecerla, o un momento antes, la miré y vi que estaba otra vez dentro de la pantalla, concentrada en la contemplación y la fiesta. Me di a mi tarea grata. Busqué bien por los costados, los dedos resbalando por entre bordes húmedos. Al tacto sentí el cambio de ambiente, de piel, de cuerpo. Metí una mano exploradora y los bordes me apretaron la muñeca, tanto como las rodillas me habían atrapado la mano antes. Probé y podía mover los dedos.

Busqué hacia el fondo y di con un obstáculo o un tope. Pero el anillo no aparecía por ninguna parte. Volví a buscar por todas partes. Nada. Busqué más. Ni rastro de mi anillo y era el que me unía en sagrado matrimonio. Molesto saqué la mano bruscamente y la muñeca se enganchó en un saliente.

—¡Maldita sea!

—¿Qué pasó ahora?

Ella había dejado de mirar la pantalla del todo. Aun al claroscuro del cine se veía que estaba molesta.

—Se me zafó el reloj.

—Bueno, ¿y qué?

—¿Cómo que y qué? Se me desprendió de la muñeca con manilla y todo y no quiero perderlo. Es un regaló de mi padre.

Mentía para que sonara no como un reloj sino como un objeto de valor sentimental. Se dará una recompensa a quien lo devuelva.

Agáchate y recógelo.

¿Recogerlo? Pero si se me cayó donde mismo perdí el anillo.

Ve y búscalo.

Tal vez no oí bien.

—¿Ir…?

Pero ella regresó a la pantalla, no sin antes hacer un gesto de fastidio.

—Eso si tú quieres. A mí me da igual.

Maldije (en voz baja) mi suerte. Ahora no sólo tenía que buscar mi anillo de bodas sino el reloj de mi padre. ¡Qué lata, los objetos de familia! Mientras tanto en la pantalla ella se reía espasmódica. Parece fácil encontrar un reloj donde antes se ha perdido un anillo, pero no lo es, en absoluto. Empecé a buscar, tanteando y reconociendo al tacto los sitios por donde había buscado anteriormente. No había nada. Nada nada. Pero nada. Además ya me dolía la columna vertebral por la posición y el brazo de su luneta que se me clavaba en una costilla. Decidí bajar hasta el suelo. Me metí como pude entre el espaldar de la fila de delante y mi asiento y, evitando sus rótulas distantes pero peligrosas, me agaché despacio para no molestarla. Estaba incómodo realmente en cuclillas y me arrodillé. Al hacerlo planté mi rodilla —sobre uno de sus pies.

—¡Ay! Pero chico, ¿qué es lo que pasa ahora?

Levanté la cabeza y empecé a tratar de explicarle en susurros, pero desde abajo se veía todavía más furiosa, imponente, su pelo amarillo casi llameante. La mía no era una buena posición para ser convincente, de hinojos, farfullando, atrapado entre sus piernas y la fila delantera de lunetas.

—Se trata de—

—¿Quieres dejarme ver la película, quieres?

Estuve a punto de corregirla, de explicarle que no era una película pero era mejor aclarar mi posición:

—Es que es mi reloj. Primero mi anillo y ahora mi reloj…

—¡Ay hijo, pero qué posesivo que eres! Mi reloj, mi anillo. ¿Quién te manda?

¿Qué responder a la retórica del dialecto? Decidí que lo mejor era concentrarme en la búsqueda evitando su cuerpo. (Si no hay lógica en mi narración es porque había locura en mi método). Metí bien la mano pero no encontraba nada.

Nada-nada. ¿Dónde habrían ido a parar mi reloj y mi anillo? Ella debía saber. Le toqué un brazo para llamar su atención pero no atendía. Lo único que le interesaba era el maldito espectáculo —y así me encontré blasfemando al maldecir el cine en un cine. Me quedé paralizado por el terror religioso. Pero al cabo del rato, y viendo que desde la pantalla no caía un rayo de luz que me cegaba, reuní suficiente ánimo para moverme y la toqué de nuevo. Pero ella no atendía nada que no fuera Pluto, por lo que estiré el brazo a todo lo que daba para que lo viera, traté de colocarlo entre ella y la pantalla, interrumpiendo su línea de visión. Pero el brazo no me alcanzó para llegar a sus ojos y aunque moví los dedos era evidente que no me veía. Cansado, empecé a bajar el brazo cuando mi mano tropezó accidentalmente con uno de sus senos. Saltó como si fuera una afrenta.

—¿Qué carajo es ahora?

Detesto a las mujeres que dicen malas palabras pero no estaba en una posición para mostrarle mi aversión. Además, no la habría visto.

—¿Ppuedo… puedo…?

Lo que me salió fue pena, que es una combinación cubana de dolor y de vergüenza.

—¿Qué es lo que es?

—¿Puedo… con la otra… mano?

—Claro que puedes, siempre que no me toques.

—Pero para buscar tengo que tocar.

—No digo ahí abajo, digo en otras partes.

Me parecía absurdo pero no confuso. Ahora, a mi propósito.

—¿Puedo con las dos manos?

—¡Acaba ya de hacerlo!

Era una orden y la acaté. Busqué con las dos manos ansiosamente, extensamente, minuciosamente también y sólo encontré mi pasmo. Me asombró que costara tan poco trabajo esta operación exploratoria. Metódico que era primero busqué el lado izquierdo con la mano derecha y el lado derecho con la mano izquierda, palmo a palmo —o centímetro a centímetro, empleando el sistema decimal. No encontré nada. Nada nada. Decidí cruzar las manos y hacer que la izquierda buscara a la izquierda y viceversa, siguiendo a la antipatía de los contrarios, la simpatía de los semejantes. ¡Nada! Rastreé toda la zona, rastrillé el terreno, escarbé y nada que estás en la nada fue lo que encontré. Saqué mis manos espeleólogas y suspiré —aspiré con fuera pero espiré con mayor fuerza aún porque el olor se hizo dolor: reacción ante el esmegma, estigma fétido.

—¿Te quieres callar? —era ella arriba como una diosa tronante.

—Pero si no dije nada —dije humilde.

—De hacer todos esos ruidos. Van a creer otra cosa y nos van a sacar de aquí. ¡O todavía peor!

Ella no dejaba de tener razón pero yo había dejado de tener anillo y reloj, de un golpe de Dédalo que no abolirá el bazar.

—¿Y yo qué hago ahora? —la consulté.

—No sé, pero hazlo en silencio.

—Ni anillo ni reloj.

En desespero dramático me llevé las manos a la cabeza, usando su secreción secreta como vaselina y vi —las mangas de mi camisa, sueltas, al pairo más allá del borde marino de mi chaqueta.

—¡Mis yugos!!!

Mandaban a callar de todas partes del cine, en un comportamiento extraordinario, como si estuviéramos en una iglesia y todos los congregados fueran feligreses feroces —¡yo era el pagano en el templo!

—¡Está bueno ya!

Era ella, no el cine, enojada conmigo, contra mí, furiosa, hecha una furia ahora. Mejor, era una hidra con todas estas cabezas vociferantes —megera, harpía, erinnia, Gorgona, Salomé, Mesalina, Agripina, bruja de Macbeth, Catalina de Médicis, Catalina Grandísima, Eva Perón, Ilse Koch y, finalmente, adelantada a su tiempo, Madame Mao —de mujeres múltiples inclinadas hacia mí terribles. Pero por su color de yodo, aumentado en contraste con su pelo oxigenado, era Kali manoteante, en una de sus cuatro manos una espada fulgurante. Silbaba como una olla de presión:

—¡Sssssiteinteresssssasssenessssassscosasss entra a buscarlassss de una sssssantíssssimavesss!

—¿CÓMO?

Pero no respondió. No abrió su boca sino su cartera y la espulgaba.

—¡Toma!

Me tendía algo metálico. ¿Su espada? ¿El cáliz de Kali? ¿Una cuchara?

—¿Qué cosa es esto? —pregunté antes de tomar aquel objeto ofrenda.

—¡Mi linterna, qué va a ser!

Me la dejó en la mano golpeando con ella la palma, duro, y al mismo tiempo abrió las piernas todo lo que pudo, colocando cada corva en los brazos opuestos de su asiento. Sentí que la cabeza se me alargaba hacia atrás, que mis espejuelos tenían aro de carey, que me crecía un bigote siniestro. ¡Ah, las cosas que se podían hacer en los cines de La Habana! Vi que ella me había dejado de prestar atención para concentrarse una vez más en lo que ocurría en la tela blanca poluta. Encendí la linterna que abrió un hoyo de luz blanca donde anteriormente era todo tacto. Antes de asomarme tuve un ataque de presciencia y desatando el cordón de uno de los zapatos amarré bien las patas de mis quevedos por detrás de mi cabeza y entre las orejas. Avancé decidido. A mi espalda rugió un león —o tal vez fueron tres leopardos al unísono.

En el momento que metí la cabeza toda sensación cesó —ruidos, texturas, olores, sabor amargo. Todo menos la visión que proyectaba mi, su, linterna, que alumbraba bastante aunque no era mucho más grande que la Pelikan en mi bolsillo —¿en mi bolsillo?— sí, en mi bolsillo de la chaqueta sempiterna firmemente prendida estaba. (Esta construcción gramatical era una influencia alemana de mi pluma, evidentemente). Hice bien en meter la linterna primero pero hice mal en llevar los brazos por delante. Al levantar la cabeza entraron también (involuntariamente) mis hombros estrechos y al tratar de sacarlos por temor a quedarme trabado hice un movimiento de palanca —para conseguir exactamente lo contrario al efecto deseado. (Doppler). Caí resbalando hacia adentro. Pero no perdí la linterna.

Me levanté para saber que cojeaba de mi pie que siempre se mostraba independiente, con vida propia. Pero lo sentí mojado, pegajoso. ¿Me habría herido? Alumbré mis pies y vi que me faltaba un zapato, el izquierdo, el otro estaba bien atado. Antes de empezar a buscar mi zapato me entretuve mirando lo bien que se veía la media gris haciendo contraste con el suelo rojo y rociado. Olvidando mi esteticismo súbito dirigí la linterna hacia las paredes primero, que brillaron rosadas, coralinas o reflejando puntos de color escarlata. Hacia el fondo la luz se perdió en una curva morada. Alumbré la entrada pero el zapato no se veía por ningún lado. ¿Sería posible que lo hubiera perdido fuera? Gateé como pude por la rampa mucosa hasta el orificio por el que había caído y traté de mirar hacia el exterior. Solamente vi un vestíbulo a oscuras con una campana malva arriba y unas colgaduras moradas a los lados. Iba a trasponer el umbral cuando de pronto hubo como un temblor —¿de tierra?— y resbalé hacia dentro, casi hasta el fondo del salón. Pero no perdí la linterna.

Me puse en pie de nuevo y traté de encontrar la rampa de entrada, a la que ya no podía llamar La Rampa, invisible ahora. Era evidente que había resbalado hasta otro ámbito. Eché a andar en la dirección que me pareció más exacta hacia la salida y enseguida me di cuenta de que en vez de salir iba hacia adentro. Alumbré paredes, techo y rincones por igual, minucioso, y tomé nota mental de lo que parecía una morada morada. Aunque el color variaba a veces del púrpura oscuro al rosa pálido y el suelo se hizo primero granuloso y luego estriado, siempre estuve en una cueva blanda. Ni el anillo ni el reloj ni los yugos aparecieron. Pero al recorrer el salón paso a paso y trazar su topografía supe que estaba en una pieza en forma de pera. Mi éxito será mi salida.

Llegué a una bifurcación y siguiendo el consejo campesino que recomienda no dejar trocha por aprocha decidí coger el camino de la derecha, que se veía más amplio. Caminé unos diez pasos —aunque no puedo decir cuántos pasos había desde la entrada era evidente que estaba en el recinto del espacio perdido— y me di de manos a boca, lugar común, con una pared lisa toda rojo cardenal. ¿Sería ésta una capilla? Pero una inspección detenida mostró que por las paredes bajaban largas rayas rojas, irregulares y finas. No había nada allí, ni rastros de los objetos a encontrar. Di la vuelta mirando siempre al suelo húmedo, la vista fija en la roletas de luz que eran mi adelantado. Al regresar a la horqueta, a la izquierda, vi como una mota blanca que desapareció en la curva. Parecía —me da horror decirlo— una pata de conejo animada —o tal vez su rabo raudo. Corrí hasta la esquina pero no vi rastro ni rabo. ¿Sería una alucinación? Nadie respondió a mi pregunta y descubrí que estaba solo. O casi solo: tenía a mi linterna por compañía: cuando uno está solo hasta la luz de una linterna es alma amiga. Torcí la esquina para encontrarme con otra bifurcación. Me hallaba en un laberinto, sin duda, y siguiendo una regla que establecí en ese momento, desdeñé el camino ancho por el estrecho. A los pocos pasos de andar por esta vereda me encontré con un cul-de-sac. (También llamado blind alley y callejón sin salida en el exterior). ¿Estaría perdido? ¡Imposible! El que se ha encontrado nunca se pierde. La salida está ahí a la derecha. ¿A la derecha? ¿Es a la derecha o a la izquierda que está la salida a la realidad del cine? Iba a buscar una moneda para tomarla como brújula y decidir mi rumbo a cara o cruz, cuando de nuevo tembló la tierra, toda la caverna se sacudió y me vi empujado por movimientos cada vez más sísmicos —hacia el fondo ¿o hacia el frente? Esta ocasión logré mantener un equilibrio precario y tampoco solté mi linterna acompañante. Patiné a regular velocidad hasta un saloncito color vino agrio y justo en medio cesaron los temblores como habían comenzado, de golpe. ¿Dónde estaría ahora? El cul-de-sac, blind alley o callejón sin salida había pasado por mi lado empujado por muros color violeta y mucosas columnas enfermas y modulores blandos. Decidí reflexionar sobre mi situación y mi derrotero —más que nada porque tenía miedo a moverme de allí. Derrotero suena más a derrota que a ruta y derrotado hice lo que hacen todos los vencidos que no creen en el cielo: miré al suelo. Allí, tan inesperada aparición como la desaparición de mis objetos y mi pérdida, había un libro, más bien un librito. Lo tomé como un signo: siempre había creído en la salvación por los libros. Me incliné a recogerlo y a la luz de la linterna, que me pareció de pronto mágica, pude ver que estaba encuadernado en piel y era un tomo antiguo. En su portada había una inscripción en latín, que es para mí griego, que decía: Ovarium, corpus luteus, labium majus, tubae Falloppi, matrix —no entendía una palabra o tal vez entendía una, la última, que sin duda se refería a la imprenta. ¡Era un libro sobre libros! Pero debajo de esta inscripción había dos iniciales: AS, aparentemente las siglas del autor, desconocido o demasiado conocido para poner su nombre. Compuse una breve lista de autores posibles al preguntarme quién podía ser. ¿Adolphe Sax? No me parecía un tomo de instrumentos musicales, a pesar de la tuba latina. Tenía la impresión de que la solución era simple. ¿Askenazis y Sefardíes? ¿Sophonisba Angusciola invertida? ¿Ánima Sola? ¡Ah qué enigma entrambaspiernas! Desesperaba pero esperaba. ¿Esas iniciales no serían acaso…? ¡Claro! ¡Eso era! ¡Ábrete, Sésamo! La A y la S eran una indicación de Arriba la Salida. Abrí el librito para comprobar la certeza de mi acierto o aserto —y lo que encontré fueron fragmentos escogidos de un diario o cuaderno de bitácora, que nunca se sabe con las notas de abordo.

Domingo, 16 de agosto. Nada nuevo. Mismo tiempo. Vientos ligeramente frescos. Cuando desperté, mi primer pensamiento fue para observar la intensidad de la luz. Vivo en el temor de que la luz se atenúe y desaparezca del todo.

Mis piernas temblaban. Al principio pensé que eran mis nervios pero luego caí en cuenta de que temblaba el suelo bajo mis pies. Tuve que regresar a la lectura de las notas del pobre narrador con luz escasa.

Mi tío echó sondas varias veces, atando uno de los picos más pesados al final de una cuerda que dejó caer a doscientas brazas. No hay fondo. Tuvimos dificultad en subir la sonda. Cuando el pico estuvo de nuevo a bordo, Hans me mostró unas huellas profundas en su superficie. Era como si la pieza de hierro hubiera sido comprimida entre dos cuerpos duros.

Miré al guía.

«Tánder», dijo.

No entendí y me volví hacia mi tío, sumido en sus cálculos. Decidí no molestarlo y regresé al islandés, quien abriendo y cerrando su boca varias veces me hizo comprender. «¡Dientes!», dije atónito, mirando detenidamente a la barra de hierro.

Sí, eran definitivamente marcas de dientes, impresas en el metal. Las quijadas que los contienen deben de ser increíblemente poderosas. ¿Serian los dientes de un monstruo de una especie prehistórica que vive allá abajo, un monstruo mucho más voraz que el tiburón, más formidable que la ballena?

Trataba de alumbrar el papel y leer al mismo tiempo pero (los que han intentado esta forma de lectura lo saben muy bien) era prácticamente imposible, con el suelo tan resbaladizo, irregular y sometido de cuando en cuando a ligeros temblores. Además las pilas debían de estar cediendo porque la luz era más débil ahora. Decidí, para mejor ver, sostener la linterna entre mis dientes y acercar el diario de a bordo a la boca.

Miércoles, 19 de agosto. Afortunadamente, los vientos que soplan fuerte nos permitieron alejarnos del escenario de la batalla.

Jueves, 20 de agosto. Vientos variables Nor-Nordeste. Temperatura elevada. Velocidad, nueve nudos.

Hacia el mediodía oímos ruidos distantes, un rugido continuo que no pudimos identificar…

Transcurrieron tres horas. El rugir parecía el de una cascada distante. Se lo dije a mi tío, que movió su cabeza negativamente, pero yo estaba seguro de tener razón y me pregunté si no estaríamos navegando hacia alguna catarata que nos hundiría en el abismo. No dudaba que este método de descenso le gustaría a mi tío, porque sería vertical, pero por mi parte…

De todas maneras, definitivamente había un fenómeno sonoro a unas millas mar afuera, porque el sonido rugiente se hizo claramente audible…

Miré hacia arriba, hacia los vapores suspendidos en la atmósfera y traté de penetrar su interior…

Luego examiné el horizonte, que aparecía ininterrumpido y libre de niebla. Su apariencia no había cambiado en absoluto. Pero si el ruido venía de una caída de agua, de una catarata, si toda el agua caía en una fosa interior, si ese ruido era producido por el sonido del agua al caer, entonces debía haber corrientes, y su creciente velocidad me daría la medida del peligro que nos amenazaba. Consulté la corriente: ninguna. Eché una botella vacía al agua: no se movió…

«Ha visto algo», dijo mi tío.

«Sí, creo que sí».

Hans bajó del mástil y tendió su brazo hacia el horizonte.

«Der nere».

«¿Hacia allá?», repitió mi tío.

Tomando su telescopio oteó el horizonte detenidamente por un minuto que me pareció una eternidad.

«¡Sí, sí!», gritó.

«¿Qué se ve?».

«Un gran chorro de agua que se levanta sobre las ondas».

«¿Otro monstruo marino?»

«Tal vez».

«Entonces debemos poner proa más al Oeste, ¡porque ya sabemos lo peligrosos que pueden ser estos monstruos prehistóricos!»

«No, sigamos adelante», dijo mi tío.

Me volví a Hans, pero él sostenía el timón con inflexible determinación. Pero si a la distancia que nos separaba del animal —que estimé por lo menos en treinta millas náuticas— podíamos ver la columna de agua que expelía, entonces debía ser de dimensiones sobrenaturales. La más ordinaria prudencia habría aconsejado la huida, pero no habíamos venido tan adentro a ser prudentes.

Nos apresuramos, por tanto. Mientras más nos acercábamos al chorro, más grande parecía. ¿Qué monstruo, nos preguntamos, podía coger tal cantidad de agua y soltarla a chorros sin un momento de interrupción?

A las ocho de la noche estábamos a menos de cinco millas. Su enorme, oscuro, escarpado cuerpo surgía del mar como una isla. Ilusión óptica o miedo, pero me daba la impresión de que tenía más de una milla de largo. ¿Qué podría ser este cetáceo que ni Cuvier ni Brumenbach sabían de él? Estaba inmóvil y aparentemente dormido: el mar parecía incapaz de moverlo y las olas eran las que rompían contra sus costados. La columna de agua, lanzada hasta una altura de unos quinientos pies, caía en forma de lluvia como un rugido ensordecedor. Y aquí estábamos nosotros, apresurándonos como lunáticos hacia este poderoso monstruo que ni cien ballenas al día serían suficientes para dejarlo satisfecho!

Domingo, 23 de agosto. ¿Dónde estamos? Hemos sido arrastrados con increíble rapidez.

¿Adónde vamos?

Hace cada vez más calor. Miré el termómetro, registraba (el número es ilegible).

Lunes, 24 de agosto. ¿No terminará esto nunca? ¿Esta densa atmósfera, ahora que ha cambiado, va a mantenerse en esta condición?

Durante tres días no hemos podido cruzar palabra. Abríamos la boca y movíamos los labios pero no salía sonido alguno. No podíamos hacernos oír ni gritando en los oídos… Mi tío se acercó y pronunció unas cuantas palabras. Creo que dijo, «Estamos perdidos, pero no estoy seguro… Apenas habíamos levantado su cabeza cuando una bola de fuego apareció…»

El miedo nos paralizó. La bola de fuego, mitad blanca, mitad azul y del tamaño de una concha de diez pulgadas, se movía lentamente…

Un hedor de gas nitroso llenó el aire entrando en las gargantas y colmando los pulmones hasta sofocarnos… De pronto hubo un fogonazo. La bola había estallado y estábamos cubiertos por innumerables lenguas de fuego. Todo se hizo oscuro. Apenas tuve tiempo de ver a mi tío tumbado sobre la balsa y a Hans al timón pero «escupiendo fuego» bajo la influencia de la electricidad que lo saturaba.

¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos?

Martes, 25 de agosto. He salido de un largo sopor… Puedo oír un nuevo rugido. ¡Seguramente es el agua rompiendo contra las rocas! Pero entonces…

Aquí no pude seguir leyendo los fragmentos fantásticos no porque fuera interrumpido por los elementos sino porque el librito se acabó, editio brevis. Nunca me enteré de la naturaleza del monstruo: ¿animal, vegetal o mineral? ¿Quiénes eran estos viajeros en esa balsa sobre la laguna, lago o laguito? ¿De dónde venía ese aire azufrado? Misterios del texto. Tampoco pude descifrar las iniciales en la tapa. La A bien pudo significar Ariadna y tal vez me ayudara a salir de esta trampa teatral el tomo. Pero ¿y la S qué significaba? ¿Sodoma, sonda, solo? ¡Ah, qué enigma fétido! Fue en este soliloquio que hubo otra sacudida sísmica, mayor que las anteriores. ¿Seria una ola de Love? ¿Cuánto mediría el péndulo de La Coste ahora? ¿Vendría la discontinuidad del punto moho? ¿Habríamos llegado al grado 9 de la Escala (modificada) de Mercani? ¿Cuántos richters de magnitud alcanzaría el seísmo? Ninguna de estas preguntas pudo ser contestada porque una sacudida como de 10 puntos Fumagalli me hizo perder el equilibrio y caer al suelo, sísmico pero siempre suave. Otro temblor todavía mayor me acostó sobre una alfombra acogedora. Luego hubo otro espasmo en la caverna y otro y otro más, cada vez más fuertes. ¡Era un cataclismo! Mi cuerpo (y yo con él) comenzó a moverse, a desplazarse sobre el suelo, primero a la derecha, luego a la izquierda, después volvimos a su centro para resbalar enseguida hacia adelante y finalmente salir despedidos con fuerza de despegue —¡hacia atrás! ¡Santos cielos!, ¿adónde iremos a parar? ¿Adónde? Viajaba ahora a mayor velocidad sobre el suelo encharcado, a veces deslizándome como un trineo, otras navegaba sobre un colchón de aire como un hovercraft anacrónico, otras volaba en una alfombra mágica. Ahora rodaba, pegaba contra las paredes pálidas, dando nuevos tumbos contra columnas cálidas, contra muros muelles, para luego torcer una esquina redonda y volver a deslizarme, a correr, a volar a velocidad vertiginosa. Nunca había soltado la linterna, que era la luz, pero fue precisamente en este momento en que perdí el libro. Empecé a girar en un torbellino sin centro. Stop! Luego hubo como un choque en una falla, un estertor en la espelunca y caí libremente en un abismo horizontal. Aquí llegamos.

Londres, 1975-1978