AMOR TROMPERO
Había un viejo viejo refrán en el pueblo que decía: «Amor trompero, cuantas veo, tantas quiero». Hace tiempo que no lo oigo pero no he olvidado lo que quiere decir: el que no se enamora de una enamora a todas. Tal vez el hombre que no ha gozado la dicha de enamorarse de una mujer deba sufrir la desdicha de enamorarse de todas —así es Don Juan. Pero por mucho tiempo y aunque me enamoré muchas veces se me pudo aplicar el refrán porque no hacía más que salir a la calle y ver una muchacha (por lo regular eran entonces muchachas) y la seguía durante un rato, que a veces se hacía camino largo. Al principio no me atrevía a hablarles: las seguía solamente, sombra enamorada. Luego, con el tiempo, me animé a aparejarme a ellas y saludarlas, cortés pero no bizarro. A veces conseguía que me contestaran, otras veces sólo me respondía el silencio, Narciso sin Eco, o una mirada matadora o una frase de desdén habanera, que es la peor forma del desprecio: «¡Échate para allá!». «¡Qué se habrá creído!» «¡Descarado!» Pero nunca me pasó lo que a mi amigo, Jaime Soriano, descubridor de películas B y mujeres A.
Todo eso estaba en el futuro. Entonces (no sé cuándo entonces fue ahora porque una cosa que me chocó como extraordinaria en La Habana fue la costumbre del piropo que no existía en el pueblo: allá el contacto de muchachos con muchachas se hacía en el parque, donde paseábamos circularmente —paseando conseguíamos la circularidad del cuadrado pero no lo sabíamos— unos encontrados con las otras y todo el amor se iba en miradas y nadie se dirigía la palabra, mucho menos esas frases de hombre habanero que querían ser elogios a la carne y eran insultos públicos a las partes privadas) yo miraba a las muchachas, las seguía y les hablaba o no les hablaba, pero todas eran mis enamoradas —quiero decir que yo estaba enamorado de todas. Ocurría que había una pelea en casa (más bien mi madre peleando contra todos) o cualquier disgusto familiar o decepción que sufriera y me iba para la calle a airear la contrariedad caminando y en cuanto veía a una mujer o mejor muchacha se disipaba el estado de ánimo contrario, favorecida mi vela por el viento erótico. Al principio no era muy discriminante y me iba detrás de una muchacha que años después ni siquiera miraría. Pero por esa época yo era un amor trompero, un donjuán burlado.
Mi amor fugaz por las mujeres se alió a mi pasión eterna, el cine, y me hice un cateador, un rascabucheador, un tocador de damas en los cines. No fue mi idea buscar en el interior del cine el fruto prohibido sino de una Eva madura: esa ocasión fue en realidad mi iniciación. Recuerdo que estaba con mi hermano en el viejo cine Lira (que luego se haría pretencioso, aunque seguía siendo pequeño y cambiaría su nombre apolíneo por el apodo de Capri) viendo un cartón inusitado (un largometraje de los viajes de Gulliver, que se reducía a la estancia magnificada de Gulliver en Lilliput) y el cine estaba lleno de fiñes, que es la menor expresión habanera para un niño. Cuando pude hacerme consciente de lo que me rodeaba (fue una función continua, de tarde, y el cine era una verdadera cámara oscura), vi que me había sentado al lado de una mujer con un niño adosado. La mujer era grande y gorda, mayor en más de un sentido. Volví a las aventuras de Gulliver, ahora aceptado por los liliputienses como un gigante amable, pero perdí la noción de lo que estaba pasando en la pantalla porque la mujer viva me había puesto una mano en mi muslo. Fue una sensación de veras novedosa pero que no duró mucho tiempo porque ella retiró la mano, haciendo ver como si fuera un roce accidental. Seguí sentado sin hacer nada, sin siquiera mirar a la película, al cartón que me interesaba tanto porque era la contrapartida de una fábula favorita —Pulgarcito, diminuto vencedor de gigantes— y aquí era el gigante quien tenía que ser astuto para vencer a los enanitos belicosos, cuando la mujer se recostó hacia el brazo de mi luneta (era el brazo izquierdo suyo, el brazo derecho mío, es decir el que me pertenecía por derecho: esas preferencias en el cine las aprendí bien temprano, ya que desde mi pueblo solía haber discusiones y hasta peleas sobre a quién tocaba cuál brazo, y mi vecina no era una Venus de Milo) y pegó todas sus carnes a mi brazo, a mi carne no al brazo de madera. Estuvo arrimada a mí un tiempo y se separó al rato, como aburrida, pero luego volvió a hacer contacto con toda su carne (era la zona inmediatamente debajo de la axila, más bien la parte trasera pero sin llegar a ser su espalda) y me di cuenta de lo que quería. Mi hermano estaba inmerso en la película y yo no alcanzaba a ver el niño con la mujer, probablemente atento a los dibujos animados, de manera que no podía estar mirando para nosotros por el doble obstáculo, la translúcida pantalla y su opaca madre masiva —y dejé caer mi brazo que como por accidente también se posó en su gordo muslo. Ella no hizo nada, ni siquiera me miró, su vista fija al frente. Comencé a mover mi mano monte arriba, hacia la entrepierna, y mientras lo hacía sus muslos se hicieron enormes laderas. Rocé mi mano contra su entrepierna, donde debía estar su montaña de Venus pero no sentí nada porque era una superficie homogénea, sin relieves. Después, con los años, calculé que ella debía estar usando una faja, pero ésa era una máquina ortopédica que yo no conocía: las mujeres de mi familia (mi madre y mi prima) siempre fueron flacas. Rozaba yo la mano contra la tela tensa y no lograba asir nada. Pero la mujer se abrió de piernas (sentí el fuelle cuando hizo este movimiento propiciatorio, no lo vi porque todo este tiempo, mientras mi mano acariciaba inútil su falda, yo no miraba para ella sino que tenía los ojos clavados en la pantalla en blanco), indicándome mi próximo movimiento. Bajé la mano hasta el borde de su vestido y toqué carne. (Esta primera vez sentí la piel: otras veces, otras mujeres, sentiría sólo la superficie viscosa del nylon, que he detestado siempre, seda insidiosa). Comencé a hurgar ahora debajo de la tela sobre sus muslos que ella trataba de abrir propicios, pero la falda era estrecha (o ella era más gorda debajo de la ropa) y no lograba avanzar mi mano. Luchaba contra la tensión de la tela y al mismo tiempo la sentía a ella tratando de abrir las piernas. Pero yo no lograba penetrar la barrera carnosa y hurgar en ella se había convertido en una invitación imposible. La mano me sudaba (siempre me han sudado las palmas en los momentos decisivos de mi vida) y su muslo también estaba húmedo, lo que hacía todavía más difícil mi labor de zapa suave. En esa lucha, ese ajetreo estaba cuando sentí un tirón en mi otro brazo (por un momento pensé que era alguien del teatro o lo que es peor la policía: ya yo había oído los cuentos de policías contra rascabucheadores, esos contrabandistas de carne, ya fueran tocones o mirones, y siempre supe lo que era la policía secreta del sexo) cuando una voz que se hizo familiar enseguida dijo a mi oído, gritando: «Aquí llegamos». Era, por supuesto, mi hermano, ojos y orejas oportunos, anunciándome que en esta parte de la película habíamos entrado al cine. Tuve que dejar mi labor de amor, ni ganada ni perdida pero inicial, y abandonar mi rincón romántico. Pero antes de salir del cine pude ver, a la escasa luz intermitente que venía de Lilliput, la cara sur de mi Everest por conquistar: es decir, vi su perfil, que fue siempre lo que me dio, y me pareció que sonreía —pero es difícil discernir una sonrisa perfilada.
No sé si fue esta experiencia alpinista o el interés natural (aunque no hay nada natural en el sexo) en las muchachas, iniciado por una mujer, lo que hizo que mi amor trompero se desplazara definitivamente de las calles soleadas o desoladas a las salas oscuras (casi siempre iba al cine de tarde y la oscuridad formaba cavernas platónicas) del cine para interferir, con mi pasión por el cine, la realidad de la carne desvelándome del sueño del cine. Hubo todavía, claro, persecuciones al aire libre (de la ciudad considerada como un coto de caza del coito), el recorrer cuadras y cuadras detrás de una muchacha por el simple placer de seguir su estela —o tal vez por la eterna timidez que me impedía abordarlas. O la maniobra de dejar una guagua cogida pocas cuadras antes, tirarme de ella corriendo (ésta fue una pericia habanera de dejar el vehículo en marcha y aterrizar sano y salvo sobre asfalto y adoquines que tuve que aprender, como todas las otras técnicas del amor) por una muchacha entrevista rauda al pasar. O en la misma guagua, buscar un puesto vacío junto a una muchacha y sentarme primero con mucho cuidado, en el borde del asiento y luego ir abordando a la pasajera, capturando más espacio vital hasta los muslos promisorios —para encontrar muchas veces un fiasco. (Aunque en el futuro, muy en el futuro, hubo encuentros promisorios que yo mismo hice abortar en el fracaso). Hay la mulatica que cruzaba los arcos del Centro Asturiano rumbo al Parque Central, que resultó en principio tan abordable y terminó en nada, pero todavía queda ella en el recuerdo con su piel prieta y su voz dulce y sus ojos redondos y negros, asombrados ante el futuro, ahora el pasado.
Pero están, primordialmente, los cines más que el cine, con la mortificación de la busca sexual sólida interrumpiendo el disfrute de las sombras en la pantalla. Había una técnica que consistía en acostumbrar los ojos a la oscuridad del interior del cine después de la luz cegadora de afuera, como primer paso. Así me sentaba donde nunca me he sentado, en la última fila: desde niño, como todo verdadero aficionado, me senté en la primera fila o lo más próximo Posible a la pantalla. Luego venía a buscar a las espectadoras solas. Esto fue difícil de encontrar al principio porque no era costumbre en La Habana que las mujeres (mucho menos muchachas) fueran solas al cine, pero a mediados de los años cuarenta comenzaron a ir, sobre todo de día, muchachas solas o solitarias. Esta búsqueda había que hacerla con cautela. La tarea se hacía más difícil si me acompañaba mi hermano, que exigía o bien sentarse delante desde el principio —él también era un fanático— o quedarnos donde estábamos para toda la tanda —un fanático enraizado más que enragé. Muchos de mis fracasos iniciales fueron la culpa de esta compañía obligada. Después de localizada la posible muchacha aprochable, venía levantarse, buscar la fila apropiada y sentarse junto a ella como si fuera un hecho natural, no una operación cuidadosamente planeada. Ahora llegaba la aproximación peligrosa, que consistía en poner alguna parte del cuerpo propio en contacto con un cuerpo ajeno, bien un brazo medio desnudo (el mío, con camisa de mangas cortas que siempre usé hasta que se puso perentoriamente de moda llevar guayabera, maldita prenda que hacía a los gordos obesos y a los flacos esqueléticos) con el brazo a menudo todo desnudo de la vecina. Por ese tiempo ya había podido adivinar por el perfil próximo cómo serían las facciones (a veces me llevaba un chasco chocante: por eso no hay nada más perturbador para mí que un perfil que no concuerde con las facciones de frente), aunque el cuerpo continuaba siendo un misterio, acaso revelado a medias por el busto visible por encima de la línea de sombra de la fila delantera. Tal vez mi brazo pudiera pegarse por capilaridad a su codo, carne cálida, no callosa. O quizá la pierna hábilmente cruzada conseguiría que mi pie tocara su pantorrilla. (Sé que desmiembro a mi muchacha pero no es mi víctima y la mía es una labor de amor, no de odio). El más raro de los contactos era el de mi muslo con su cadera porque casi siempre lo impedía anafrodisíaco el brazo de la luneta. Muchas veces, después de iniciado el contacto (que nunca era inocente: las habaneras, tropicales al fin y al cabo, estaban muy conscientes de su cuerpo, la piel un aparato detector de intrusos) la dama se movía al extremo de su asiento o, lo que era peor señal, abandonaba su sitio y se iba a la luneta vecina o se mudaba unas filas más allá. Siempre se corría el riesgo de un escándalo, del alboroto, de la protesta airada que atrajera la presencia de la acomodadora, del regente del cine, del empresario, de la policía, de sabe Dios quién. Pero esto nunca me pasó, aunque sí ocurrió en el Rialto una revelación fabulosa: hubo un motín de una mujer tocada y encendieron las luces —para descubrir a varios presuntos espectadores a los que faltaba un zapato. El misterio casi criminal de esa ausencia se desvela en cuanto diga que una de las técnicas de rascabucheo (aunque no era eso, el simple contacto, lo que yo buscaba en lo oscuro sino amor, el amor, ese vencedor conquistado) en el cine era introducir un pie descalzo por la hendija de la luneta, la abertura que queda entre el espaldar y el asiento, y buscar las nalgas mullidas en la dura madera.
En el mismo Rialto, esta vez en una función nocturna en que exhibían El filo de la navaja, me senté como por casualidad (nada pasaba por azar con las mujeres en el cine, era todo técnica) junto a una muchacha que era una belleza en la oscuridad (más de una vez me pasó que al encenderse las luces o al salir a la calle, yo acechando a mi presunta presa, me encontraba con una versión joven de la bruja de Blancanieves cuando vieja) y mientras trataba de seguir las indecisiones de Tyrone Power entre la belleza posesiva de Gene Tierney y su búsqueda de la verdad (no hay duda de qué yo hubiera elegido entre lo físico y lo metafísico) yo intentaba al mismo tiempo apropincuarme a mi bella vecina, versión virgen de Gene Tierney. Terminó la tanda y se encendieron las luces y pude ver que ella era de veras bella. Pero vino a interponerse entre los dos el ridículo, esta vez impersonado por alguien que creía parecerse a Tyrone Power y había visto ya la película, era evidente, porque llevaba una boina y del brazo le colgaba un inútil impermeable —o al menos inusitado: en Cuba cuando llueve, llueve, y solamente en el campo llevan los guajiros con que protegerse de la lluvia, capas de agua de hule, y en La Habana, por lo menos en esta parte de La Habana en que queda el cine Rialto (que no es La Habana Vieja ni La Habana Nueva, ambas desnudas, descreídas del trópico) arquitectos conocedores construyeron, previsores, portales, columnadas, corredores por los que es posible caminar cuadras bajo la más espesa lluvia sin mojarse apenas. Este personaje recién venido, Tyrone Power tropical (a quien con los años y las amistades comunes llegué a conocer personalmente: no era mal muchacho, solamente engreído) escogió sentarse en el asiento que quedaba vacío al otro lado de la bella solitaria. Ya ella no tuvo más ojos para la pantalla (aun para la pantalla vacía en el intermedio) porque el aparecido era bien parecido y ella optó por su atención (que era escasa: la que se escurría por los intersticios de su narcisismo) en vez de haber hecho lo que debía y haberme escogido a mí. Con su acción contraria sólo se ganó este bosquejo —pero no puedo traicionar al recuerdo y dejar de decir que era realmente bella, aunque no tanto como la eterna Gene Tierney, mi cara más cara.
Hubo muchos intentos de buscar tanteando el amor en la oscuridad del cine, tal vez repitiendo lo que ocurría en la pantalla. Pero contarlos todos, siquiera enumerarlos, sería tedioso y además inútil, porque aun a la memoria puede traicionarla el recuerdo. A veces no hay más que un fragmento de mujer no de recuerdo, como la noche en el teatro Alkazar en que delante de mí estaba sentada una muchacha cuya cara nunca vi —solamente su espalda y sus hombros eran visibles. Llevaba uno de esos vestidos (o tal vez sería mejor hablar sólo de chambra) que se empezaban a usar por ese tiempo en los que la línea de la blusa quedaba por debajo de los hombros y por encima del busto, dejando una zona de la espalda y los hombros al descubierto delicioso. Era una espalda perfecta (tal vez de línea demasiado lánguida para mi gusto actual, los hombros un poco caídos) y estaba ahí mismo, delante de mí, al alcance de la mano. No me dejó ver la película (o no me acuerdo de nada) pero recuerdo esta espalda que aun en la penumbra gris del cine tenía un color canela y una lisura de la piel a la vista que casi se veía su olor en la oscuridad. Mi dedo recorría el espaldar del asiento, unos centímetros —menos, milímetros— por debajo de la carne ansiada de la muchacha. (Tenía que ser una muchacha: no podía ser una mujer con aquella piel tan turgente, joven). Volvía a pasar el dedo de izquierda a derecha y subía un poco, no mucho, no fuera ella a sentir la sombra de mi mano. No recuerdo su pelo y tampoco puedo decir por qué no me quedé hasta que ella se levantó, sola o solicitada, y dejó su asiento para verla completa. Tal vez esa espalda me bastaba. Tiendo a recordar las muchas piernas que he mirado, que he visto en mi vida, y por supuesto que no puedo contarlas todas, pero esta espalda de esa noche en el cine Alkazar se presenta como una visión única. De seguro que la vida la ha maltratado, el tiempo ajando, ultrajando su esplendor, los años la desfiguraron pero no pueden envejecer el recuerdo: esa espalda estará siempre en mi memoria y siento que hice bien en no tocarla, en no alcanzarla con mi dedo porque su destino era ser el epítome de las espaldas que he visto, que he deseado, que he registrado, y solamente hay otra que recuerde con tanto fervor al verla por primera vez —desnuda— pero ese recuerdo pertenece a otro tiempo, otro lugar y será revivido en otra parte, en otro libro.
Está la ocasión relevante en que tuve dinero (no recuerdo cómo alcancé ese caudal) para dejar lo que en La Habana se llamaba tertulia y en el pueblo se había llamado oficialmente el paraíso y el gallinero por sus ocupantes: las localidades más baratas de arriba para sentarme en luneta abajo en el Radiocine. Ponían (ése es otro habanerismo: en el pueblo se decía que daban una película, allá regalaban el cine, aquí apenas lo prestaban) El séptimo velo, que es una compleja historia de amores casi incestuosos y de celos y de mal mental. He visto la película otras veces pero recuerdo la primera vez que la vi porque mi voluntad carnal me hizo sentarme cerca de una muchacha con un muchachito adjunto —afortunadamente del otro lado de la barrera de belleza. No estaba yo sentado precisamente junto a ella porque entre ella y yo quedaba un asiento vacío. No podía llegar a ella con mi pierna a establecer un contacto, por lo que debía mirarla solamente y hacerlo de tanto en tanto para que no se me notara ofensivamente insistente y se cambiara ella de asiento. (O, de nuevo, llamar ella al acomodador o a la acomodadora —lo que era peor— o a ese temido regente que era casi un agente de la ley de la libido). Creo que en una o dos ocasiones ella me devolvió la mirada, como si hubiera sido prestada. O tal vez lo imaginé. Pero yo continué mirándola y al finalizar la película (era por la noche, no por la tarde, en una función continua: justamente llamadas así en La Habana: tuve que continuar más de una visión para gozar el privilegio de ver a la clara luz del día el objeto de mi amor trompero) salimos juntos. En el cine me había parecido bella, pero al salir a la calle la encontré radiante bajo la luz artificial: su pelo negro le enmarcaba la cara de una manera novedosa, su boca protuberante y húmeda y los ojos negros que miraban hondamente, haciéndose más negros al mirar, no absorbían la luz sino la reflejaban, enigmática como espejo oscuro. Caminó ella Galiano arriba (que era como decir mi camino indirecto: la distancia más larga entre dos puntos) y me atreví a saludarla y ella, milagro ecoico, me contestó. En la conversación (porque llegamos a entablar una conversación, sociedad secreta) descubrí que era hija de un bedel del Instituto. Puedo considerar ahora a un bedel como un conserje uniformado, pero entonces, en los días del bachillerato, era la policía del plantel y tenían bastante autoridad: podían, entre otras cosas (como los regentes de los cines) conducir a la dirección, de donde se solía salir expulsado —sobre todo si se era como yo un buen alumno, inofensivo al no pertenecer a ninguna de las varias bandas armadas, los tira-tiros, que habían hecho su cuartel en el Instituto y era, como siempre, un riesgo ser inocente. Cuando ella me dijo que era hija de un bedel comencé a pensar que mi conversación podía hacerse peligrosa (siempre he tenido tendencia a considerar las conversaciones como posiblemente peligrosas) y me alegré de no haber intentado ninguna aproximación física en el cine. Pero ella me gustaba más ahora y parecía estar sola (es decir, no tener novio, al ir al cine con un muchachito que debía ser su hermano menor) y ansiosa de compañía: he aquí el amor perfecto que yo buscaba en todas partes, pero especialmente en los cines, ahora el cuarto oscuro de las revelaciones. Caminando y hablando llegamos adonde ella vivía. Me despedí no sin antes conseguir que ella me dijera dónde podíamos vernos de nuevo. Ella escogió el Instituto, territorio hostil, a donde iría, según dijo, un día de éstos. En respuesta a su vaguedad esperé con precisa ansiedad su visita. Yo no sabía cuál de los bedeles (había, por supuesto, varios) era su padre, pero ella me dijo que trabajaba en la dirección, lo que quería decir que no era ninguno de los que hacían posta en la portada principal y estaría posiblemente localizado en la entrada lateral. En cada receso me iba hasta la puerta de la dirección para ver si veía de nuevo a mi carne descubierta, a la que tengo que llamar la muchacha a secas o la muchacha de los ojos negros como espejos o la muchacha del cine Radiocine —porque ella no me había dicho su nombre: era endemoniadamente complicado preguntarle el nombre a una muchacha entonces, que era como pedirle prestado una propiedad, algo impropio, y excepto las muchachas del bachillerato (cuyo nombre me sabía por el pase de lista) o las vecinas del solar o las muchachas del pueblo (cuyos nombres eran patrimonio familiar) no sabía el nombre, nunca lo supe, de la mayor parte de las muchachas de quienes estuve enamorado —lo que dice mucho del carácter de esos amores adolescentes, totalmente ladeados. Recuerdo por ejemplo ir a menudo a la salida del colegio de hembras (justa denominación) del Centro Gallego, a ver una muchacha que salía todos los días a las cinco y caminaba desde la calle Dragones y Zulueta hasta Teniente Rey y Bernaza donde vivía, a la que seguía el rastro luminoso que dejaba detrás su cuerpo en movimiento. Recuerdo haber hecho este recorrido estelar durante meses y no haber sabido jamás el nombre de esa muchacha: ella siempre fue la prieta del caballo (que es casi como decir la Dama Morena de los Sonetos) porque un día llevaba sobre la blusa de su uniforme un prendedor que era un caballo piafante, extraño adorno que fue una etiqueta. Esta muchacha de una belleza lozana andaluza se ha quedado fijada en mi recuerdo como un objeto amoroso y como tal tiene un nombre en mi harén imaginario que nada tiene que ver con su nombre verdadero. Esta otra muchacha del cine Radiocine, la que buscaba ahora todos los días, entre la breve escalera de piedra que accedía a la dirección (no entré nunca a la verdadera dirección: allí uno penetraba no en un recinto sino en un problema: recuerdo no haber estado en las oficinas más que dos o tres veces, una de ellas, memorable, para matricularme cuando ingresé en el Instituto, otra, también inolvidable, solamente a la antesala cuando, vestido con una improbable capa de nylon sin estar lloviendo y llevando bajo ella un cuchillo de cocina en la cintura, acompañé a Armando Hernández a rescatar a Alberto Acevedo, que estaba refugiado en la dirección porque los gángsters de la Asociación de Estudiantes lo habían amenazado de muerte por haber declarado Alberto que la bandera no era más que un trapo de colores: pero no es de política que quiero hablar ahora sino de amor en el lugar de las expulsiones) y los jardines exiguos de esa ala del edificio: no había allí un recinto rodeado de setos confusos donde ella pudiera esconderse: el único laberinto era el tiempo: tenía que escurrir mis visitas a esa zona amorosa entre una clase y otra, disparándome en cuanto terminaba la lección escaleras abajo como un endemoniado, excepto por las tardes cuando tenía más tiempo libre —aunque algunas tardes, tres veces a la semana, debía ir tan lejos como al parque Martí, a las paralizantes clases de educación física. No sé cuánto tiempo pasé en esa búsqueda, creo que hasta se me ocurrió volver al Radiocine, lo que era un ejercicio más estúpido que la gimnasia. Un día, sin embargo, mi busca se vio retribuida y de pronto me encontré —¿en la escalera, junto a la escalera, alrededor de la escalera?— a la muchacha del séptimo velo en toda su belleza morena: los ojos negros brillando en la mañana, más luminosos que el trópico, sus labios más protuberantes y húmedos que en la noche, facciones que exaltaba el marco brillante de su pelo. No recuerdo su cuerpo porque no le prestaba atención al cuerpo entonces: sólo las cabezas, las caras contaban como puntos de atracción, las bellas hechas busto. Ella hablaba con una mujer, no con una muchacha, no con una alumna sino con una mujer ya mayor (luego supe que una pareja cuidaba el Instituto y vivía en el edificio y pensé que debía ser su padre el bedel y aquella mujer los que vigilaban el plantel de noche, pero no me pareció que esa mujer fuera su madre, por una parte, y por otra sabía que ella, mi muchacha, no vivía en el Instituto) y esperé casi oculto (en el recuerdo la escena parece pertenecer al teatro primitivo, en que los actores se ocultan unos a otros entre la exigua escenografía, refugio imposible en la realidad, pero ¿qué tiene que ver la memoria con la realidad?) en el jardín o en el otro descenso de la escalera, que se dividía en dos accesos, temible simetría, a la puerta de la dirección. Después de un tiempo interminable (por supuesto que ya se había acabado el receso y tal vez hubiera pasado el próximo) la muchacha del cine Radiocine dejó a la mujer (afortunadamente no estaba con el niño inseparable, intruso en la noche) y vino hacia donde yo estaba, por entonces nada oculto sino bien visible en la mañana tropical que lo hace todo nítido. Me adelanté a su paso: «¿Qué tal?», le dije, sólo un saludo. Ella se detuvo un momento y me miró como si me viera por primera vez. Tal vez fuera la noche que me favorecía. Yo me di cuenta del olvido y le dije: «¿No te acuerdas de mí, del Radiocine, de El séptimo velo?». Ella no dejó de mirarme pero hubo una variante en su mirada y abrió los labios deliciosos como para decir algo —pero no dijo nada. Tal vez un tic. Me pareció que no entendió la referencia al cine. «El séptimo velo», dije didáctico, «la película esa en que el tío tortuoso se enamora como un enajenado de la sobrina sana a la que vuelve psicótica». Me detuve a tiempo: de dejarme le hubiera contado toda la trama traumática con mis referencias pedantes. Ella siguió mirándome, pero ahora cerró sus labios magníficos (sé que la edad es particularmente cruel con los labios, que los frunce, los reduce, los consume, pero quiero pensar que esta muchacha morena, la verdadera protagonista de El séptimo velo y no la rubia desvaída del cine, ha mantenido sus labios botados como los vi la primera vez, de perfil, y como se repetían ahora de frente a pesar de haberlos cerrado) y al momento los volvió a abrir, esta vez para hablar, que no debió haberlo hecho nunca. «Yo no lo he visto a usted en mi vida», fue todo lo que dijo, pero no tenía que decir más. Me quedé totalmente anonadado, desinflado, incapaz de decir una palabra y así, todavía con mi boca abierta de asombro, la vi dar media vuelta y desaparecer en la mañana, tal vez en la esquina del edificio del Instituto, tal vez en dirección del Centro Gallego, tal vez cruzando Zulueta hacia los portales —aunque bien podía estar caminando rumbo al olvido.
Lo que no me impidió seguir yendo al cine, a buscar a mi amor, a la muchacha posible que yo sabía que me esperaba en la oscuridad para compartir otras delicias que fueran algo más y algo menos que las que se veían en la pantalla.
Recuerdo todas las muchachas vistas solas o convenientemente acompañadas por chaperonas propicias (por un niño, por ejemplo o por otra muchacha más joven) en el cine en este tiempo adolescente, como recuerdo casi todas las películas que vi entonces. A veces recuerdo una película sin recordar a una muchacha particular y es porque esta película era romántica, es decir trataba del amor, el romance que yo acababa de descubrir, y era capaz de apreciar, cuando antes nada más que me gustaba la aventura, la peripecia o la música. Hay una película que es doblemente recordada porque está doblemente perdida. Hoy sé que se llama Humoresque, pero entonces se llamaba Melodía pasional y recuerdo su estreno, como recuerdo el cine en que se estrenó y que dejó de existir hace tiempo y con él desapareció uno de los jalones de La Habana: el viejo Encanto, situado justo en medio de mi campo de visión y sin embargo inaccesible como un espejismo durante mucho tiempo porque era una sala elegante y costaba más caro entrar que a los otros cines, con excepción del América. Fue en el Encanto que Joan Crawford se murió de una larga melodía que luego supe que era el epítome de la música romántica, «La muerte de amor» de Tristán e Isolda. Ya comenzaba a interesarme por la música europea, la que luego conocería como música clásica, y Humoresque me hizo una impresión duradera y falsa: es mejor el recuerdo que la visión de la película. Otra película a la que fui por la música (esta vez no por ser una comedia musical, a las que soy adicto todavía sino porque era la música clásica el tema de la película) fue Carnegie Hall Pero en este estreno, por casualidad o por designio (había desarrollado tal técnica que ya no sabía cuándo me sentaba junto a una muchacha porque lo había buscado o por pura suerte, como un cateador del Yukon en busca de una veta), me senté junto a una muchacha y a pesar de mi interés en la música pudo más la carne que Carnegie Hall Logré hablar con ella, haciéndole preguntas tan urgentes y decisivas como «¿Le gusta la música clásica?», cuando ella estaba viendo una película que era una especie de historia apócrifa del teatro de conciertos en Nueva York. Lo más asombroso fue que ella interrumpió su visión para contestarme y me dijo que sí, que le gustaba mucho la música clásica. Entablé una conversación, por entre la trama tenue y la mucha música, pero por una razón inexplicable o tal vez por el mismo aspecto de la muchacha o por el tono de sus respuestas no intenté aproximar mi brazo al suyo o hacer contacto de un pie con su pierna o mirarla intensamente. Así, cuando sonó la coda y acabó la película, éramos como amigos y salimos juntos —pero sufrí una decepción. El glamour existente en la sala semioscura (era el cine América con su cielorraso de falso planetario y había siempre una media luz añadida a las luces y sombras de la pantalla) desapareció en cuanto estuvimos en la calle, expuesta a la cruda luz eléctrica. Yo había visto su perfil en el cine (era lo que más veía entonces en el cine: un desfile de perfiles) y me pareció romo pero mono (ése es un adjetivo que empleo ahora, pero por aquel tiempo ni muerto lo habría usado) y su melena corta parecía lo que luego se llamó peinado paje. No vi nada de su cuerpo pero creo que he dicho que los cuerpos no existían en el cine, sesiones espiritistas eróticas. En la calle la nariz recortada de perfil y el pelado paje se mostraron como un conjunto de facciones de niña ñoña. Ya había en su voz del cine algo fañoso pero ahora era definitivamente voz de boba. Era una morona. Tal vez no fuera del todo idiota porque no la habrían dejado ir sola al cine pero estaba en las fronteras de ser una mongólica. Además caminando (porque seguí caminando con ella: no la iba a dejar sola abruptamente, además entonces yo no era despiadado con las mujeres: ni siquiera sé serlo todavía) me dijo que su hermano se llamaba Miguel Míguez y que estudiaba bachillerato. Sucedía que yo tenía un amigo (no demasiado amigo porque no estaba en mi año sino en uno superior) que se llamaba Miguel Míguez y no iba a haber dos aliterantes Miguel Míguez estudiando en el Instituto de La Habana al mismo tiempo: sería llevar la coincidencia onomástica demasiado lejos. Me alegré de no haber intentado siquiera la menor aproximación, física o sentimental, con aquella pobre muchacha que daba lástima nada más que verla. Hasta me pareció que cojeaba —¿o sería andar de retrasado? Fue una situación penosa y me curó de mi afición a las aventuras amorosas en el cine —pero sólo por un tiempo. ¿O debo decir unas noches?
Me costaba trabajo intentar algún aproche a una muchacha en el cine cuando iba con mi hermano, que era a menudo. Era entonces difícil cambiarse de asiento, de fila, atravesar casi medio patio de lunetas, como hacía yo cuando veía una muchacha sentada aparte o simplemente sola. Pero la maniobra se hacía un engorro cuando iba con un amigo (cosa que evitaba en lo posible: siempre me gustó ir solo, no solamente por las muchachas posibles sino por disfrutar el placer solitario del cine) y estas complicaciones se hacían un lío, un embrollo imposible de desenredar cuando iba con mi madre, a quien gustaba tanto el cine que ya en el pueblo de niño ella tenía un refrán que proponía olvidar la comida por el alimento visual de una película y decía, para que escogiéramos: «¿Cine o sardina?». En La Habana iba mucho con mi madre al cine, lo que presentaba problemas típicos más que edípicos. Imagínense pues los obstáculos que tuve que vencer cuando fui al Universal, a su tertulia, con un amigo, con mi madre y además con mi padre que no iba nunca al cine. No recuerdo por qué decidió acompañarnos esta vez. No fue porque ponían Sierra de Teruel, cine comunista, porque recuerdo bien la noche de su estreno, en ese mismo Universal de la plaza de las Ursulinas, ocasión en que registraban las carteras de las mujeres y cacheaban a los hombres como si fuera a ocurrir una guerra civil en el cine, confundidos público y película. Lo cierto es que no recuerdo qué fuimos a ver al Universal en multitud esa vez: la película está olvidada pero no la ocasión. Nos sentamos (mis padres y mi amigo, Carlos Franqui) en la segunda sección de la tertulia, pegados a la caseta de proyección. Yo no había descubierto todavía mi miopía, mal de ojos. Sí había habido casos de compañeros del bachillerato que se habían quejado de haberme saludado por la noche en el Paseo del Prado o tarde en la tarde (la peor hora para el miope, añadida a la pobre visión el crepúsculo coloidal) y que yo no había respondido el saludo. Esa noche en el cine Universal me di cuenta de que no veía de tan lejos y a mediados de la película, para asombro de mi madre, me levanté y dije: «No veo nada». Ella se alarmó pensando que me había atacado una ceguera súbita, Edipo tropical. «Quiero decir», dije, «que veo muy mal». Mi padre, como siempre, no expresó ninguna opinión y Franqui estaba hundido en las imágenes hasta el cuello. «¿Qué vas a hacer?», me preguntó mi madre, Zoilícita. «Me voy a sentar más alante». Tertulia abajo me fui con estas palabras, buscando ver mejor pero al mismo tiempo atento a mi coito de caza. Encontré un asiento, justo al lado de una muchacha que parecía estar sola, y aunque había alguien sentado a su diestra (no recuerdo si hombre o mujer, pero debió de ser una mujer, si no en celo siempre celosas) supe, con mi sexto sentido del sexo que estaba sola. Había llegado yo en medio de la película y parecía un movimiento calculado (en realidad había sido el menos calculado de mis movimientos con respecto a una muchacha en el cine) para sentarme junto a ella. Me miró. Ya yo la estaba mirando a ella. Llevaba el pelo largo que tanto se usaba en los años cuarenta (no cayéndole en cerquillo sobre la frente y moldeando su cara, como la muchacha del séptimo velo), tal vez con permanente, tal vez natural, y parecía linda. De entrada se veía muy modosa y yo me senté a ver la película o su continuación. Pero al cabo del rato pudo más mi amor trompero y empecé a arrimarme a la muchacha, a su brazo (que no descansaba en el brazo de la luneta que me pertenecía sino que colgaba junto a éste), poco a poco, hasta que sentí el calor del otro cuerpo que me avisaba que un brazo ajeno estaba próximo, ese tercer brazo que completaba mi unidad. Yo había aprendido a medir térmicamente la proximidad de otro cuerpo en el cine con precisión casi científica. Me ayudaba que ninguna muchacha llevaba manga larga y la carne estaba desnuda, irradiando calor erótico hasta mis brazos como antenas vibrátiles. Pegué mi brazo a su brazo y ella no quitó el suyo, ni siquiera lo eludió con un movimiento lateral, la más fácil forma del desdén. Aproximé más el brazo y ahora estuvimos en contacto, piel con piel, su calor vuelto mío. Como siempre mi cara debía de estar roja, sudándome la palma de las manos, latiéndome el corazón con tal fuerza que yo creía que se podía oír en todo el cine por sobre la banda sonora, sobresaltado el estómago, tumefacto mi pene: todo mi cuerpo esperando una acción enemiga y al mismo tiempo buscando una respuesta amiga —o al menos una actitud pasiva que equivalía a una declaración positiva.
El próximo movimiento mío en este ajedrez del amor sería ponerle una mano en un muslo: peón del rey a dama. Pero no lo ejecuté porque aunque ella era asequible seguía viéndose modosa. Lo que hice fue hablarle. Todo este tiempo, desde el mismo momento que recorrí el tablero y me senté a su lado en un gambito de juego de azar, yo estaba consciente de lo que me rodeaba, de la gente alrededor, de los vecinos próximos, que eran para mi el enemigo o cuando menos la oposición: ellos estaban concentrados alrededor de esta muchacha para comentar sus acciones —y por tanto las mías. Así me costó tanto trabajo hablarle como acercar mi brazo al suyo, el contacto verbal una forma de sexo oral. Siempre ocurría igual: era muy sensible al posible comentario vecino pero al mismo tiempo, como una compulsión, no podía evitar buscar a las muchachas en el cine, acercarme a ellas, apropincuarlas (dice el diccionario, ese cementerio de elefantes lingüísticos adonde van a morir las palabras, que esta palabra no se usa más que en sentido festivo, pero en mi pueblo era muy claro su sentido: arrimarse con segundas intenciones, que en mi caso, en esta época de mi vida, eran las primeras) y esperar anhelante sus respuestas. Le hablé a la muchacha del cine Universal (no había habido aquí otra así de asequible) y ella me contestó. Tenía una voz agradable, pero, aunque yo era un fanático del radio tanto como del cine hablado, no me impresionó: lo que me hizo impresión fue su cara cuando se volvió a mí para contestar mi pregunta, que era, original que soy, si le gustaba la película (de la que por supuesto yo había visto muy poco, con mi miopía incipiente que la distancia del fondo de la tertulia convertía en aguda y la atención prestada ahora a mi viva vecina), a lo que ella respondió que sí, que mucho. ¿Venía ella a menudo a este cine? Sí, si venía. ¿Venía sola? (Una manera de saber si estaba sola, de lo que no estaba seguro todavía: no, con esa mujer a su lado tan atenta a nuestra conversación). Casi siempre. Pero añadió: «Aunque mi padre no quiere». Esta última declaración me pareció un presagio, no sólo por la negativa paterna a que ella viniera sola al cine, sino porque enseguida imaginé un ogro peligroso dedicado a vigilar a su hija con cien ojos —si es que esta criatura de mi mitología erótica es posible: el ogro con atributos de argos. Sin embargo (estábamos lejos de la esfera de influencia de su padre) seguimos conversando. Yo había desarrollado ya un estilo para conversar en el cine, no para no molestar a los otros espectadores (había en La Habana entonces tan poco prurito en hablar en el cine como tienen los pekineses para conversar y comer durante una función de la ópera china: es más, los espectadores habaneros no sólo conversaban entre sí sino que muchas veces entablaban monólogos que parecían diálogos con la aparición en la pantalla: uno de mis recuerdos atesorados del cine no ocurrió en una película sino en el público: fue en el Radiocine, durante la exhibición de El diablo y la dama, que es el título que tuvo en español la versión francesa de Le diable au corps, en la escena en que el muchacho de la película, que es de veras un muchacho, se encuentra en la difícil posición de dictar las cartas que su amante de París escribe a su marido en el frente de batalla y al preguntar ella: «¿Qué pongo?», de algún lugar de la tertulia salió una voz poderosa que sugirió: «Querido Cornelio») sino para forzarla a ella, a la muchacha del cine, a una relación verbal demasiado violenta: yo también había aprendido esa técnica. Ahora dejé de hablarle para mirarla: ella me daba su perfil intermitente, apagado por un eclipse en la pantalla y a ratos iluminado por la luz reflejada en los blancos escasos de la película, que era evidentemente un melodrama en el que abundaban las sombras. De todas maneras, si yo no veía bien su cara podía adivinarla y además lo que se veía me gustaba. Ella estaba consciente de mi atención porque a veces me miraba con el rabo del ojo. Por fin la película terminaba: sin mirar a la pantalla, sin seguir la acción podía saberlo por la intensidad de la música: los músicos del cine, al revés de los niños victorianos, deben ser oídos y no vistos.
—¿Dónde te puedo ver? —le pregunté.
—Por favor —me dijo, vuelta a mí súbita—, no me acompañes.
Ella, espectadora expectante, también sabía que la película se acababa.
—Me puede ver mi padre —añadió.
Yo insistí:
—Pero te quiero volver a ver. ¿Cómo hacemos?
Ella lo pensó de perfil y todavía de perfil me dijo:
—Yo vivo en San Isidro, cerca de la Terminal. Número 422. Yo salgo a veces al balcón. Ahí me puedes ver.
—Yo quería decirle que yo no quería verla de lejos, en un balcón, mis ojos colgando del borde como Romeos miopes: yo quería volver a tenerla cerca, tanto como en el cine ahora, en el cine de nuevo: ése era mi lugar favorito para el romance: igual para las peripecias amorosas en la pantalla como para la pericia del amor en la vida. Pero ella no me dio tiempo: nada más sonar los acordes altos que indicaban la culminación de la película y ya ella estaba levantándose, yéndose. Yo también me levanté. Otras gentes se levantaron. Pensé en mis padres allá arriba cuando salía detrás de esta muchacha móvil, las luces encendiéndose ya, yo tratando de salvar los brotes de espectadores que surgían hacia la única salida, pensando si me verían mi familia y mi amigo, pero sin embargo empeñado en caerle detrás a esa muchacha que bajo las luces verticales del techo (hasta ahora sólo la había visto iluminada por las luces horizontales de la pantalla) se veía casi bella o por lo menos bonita, aunque no había podido verle toda la cara, antes un solo perfil, ahora la nuca y la cabeza. Pero en este momento había más gente a su alrededor, una verdadera turba que se interponía entre ella y yo: espectadores salidos, saliendo de lunetas: la oposición, una multitud en motín. De pronto, ya afuera, no en la calle sino en la acera todavía, la perdí de vista por las personas interpuestas. No lo dudé un momento. Atravesé la calle Sol y seguí por Monserrate, arriba o abajo: no sé bien, esta calle que tiene tantos nombres (Monserrate y luego Egido para terminar en el Malecón casi llamándose avenida de las Misiones y cuyo nombre oficial, el de las placas, es avenida de Bélgica: dédalo de títulos), no sé cuándo sube y cuándo baja. Sin hacerme estas reflexiones, rémora entonces, más tortuga que liebre, ya estaba atravesando la calle Luz y no la veía por ninguna parte, ni en Sol ni en Luz. Seguí caminando por Monserrate, dejando detrás el cine conteniendo a mi familia y a mi amigo, dirigiéndome a San Isidro como a mi presa, caminando cada vez más rápido, mirando ansiosamente adelante sin verla, sin siquiera atisbar su vestido (que no noté antes, que no puedo describir ahora pero estoy seguro de haber podido distinguir en la calle apenas iluminada: es curioso cómo Monserrate, tanto como Zulueta, se hacían más oscuras cerca de la Terminal aunque este edificio estaba bien alumbrado, por dentro, no por fuera), atravesando otras calles laterales, hasta que tuve a la vista la plaza con la Muralla, un trozo de ella, una ruina, una reliquia, llegando ya a San Isidro. No me costó trabajo encontrar el número 422, como no fue difícil recordarlo: eran los dígitos del día y el mes de mi nacimiento. El edificio, falso falansterio, estaba casi en la esquina de Monserrate y San Isidro. Pero no la vi a ella ni ninguna ventana iluminada que indicara su presencia: nadie a la vista, los balcones vacíos, la casa a oscuras. ¿Sería que ella no había llegado todavía, que la había pasado de largo en la calle sin verla, que había tomado otro derrotero? Decidí esperar. No sé cuánto tiempo esperé: entonces yo no usaba reloj: no tenía dinero para comprarme uno: por tanto no había necesidad de usarlo. Esperé un poco más. De pronto me acordé de mis padres, de mi amigo —y di media vuelta para regresar al cine. Cuando alcancé el Universal todo estaba apagado, pero en la puerta pude ver a mis padres y a mi amigo, aguardando, todavía mirando para la entrada del teatro como si esperaran que yo surgiera, Jonás del cine, del interior del leviatán muerto: no hay nada tan poco animado como un cine cerrado. Me vieron, primero mi padre que, como siempre, parecía indiferente o al menos resignado, luego mi madre, que se animó como una furia:
—¡Muchacho! ¿Dónde te metiste?
No sabía cómo explicar lo que había hecho. Afortunadamente, ella no me dejaba hablar:
—¡Primero te vas de nuestro lado y después desapareces sin dejar rastro!
Franqui, mi amigo, sonreía, no de la furia de mi madre sino de mi desaparición: él adivinaba dónde yo había estado. Sabía que me había ido con una muchacha pero no sabía el fracaso que había sido mi fuga: ejercicio más para mis dos pies que para mis diez dedos. Mi madre era dueña de un mal genio en la botella y ahora estaba furiosa además de asustada: mejor dicho, la furia había sustituido al susto, como siempre pasa con el miedo inútil. Yo me había desaparecido en el cine en una secuencia que le había resultado inquietante. Primero, había dejado el asiento vecino para irme sin mayor motivo para la parte delantera de la tertulia. Segundo, había salido de la sala disparado, sin que ella me viera. Tercero, me había esfumado por completo y ellos habían esperado como tontos fuera del cine a que yo saliera y cuando abandonó el teatro el último espectador (o tal vez los acomodadores, el portero, la taquillera, hasta el proyeccionista), todavía habían tenido que esperar allí por mi reaparición, que ahora se producía viniendo de donde menos me esperaban, de la dirección de la Terminal, vía del viajero, no del espectador. Mi madre no gritaba (ella nunca gritaba cuando estaba furiosa), sólo silbaba su frase «¿Dónde te metiste?». Mi padre no decía nada sino que, entre los silencios de la pregunta repetida de mi madre, carraspeaba limpiándose de la garganta imaginarios gargajos de embarazo y Franqui sonreía su sonrisa sabia: él sabía dónde yo estaba. Pero yo no podía decirle a mi madre dónde estuve, al menos no con todas las letras: yo conocía su temperamento, lo que ella era capaz de hacer en su furia, su genio suelto: había visto, no hacía mucho, en una discusión doméstica con mi tío, que era todo un hombre, cómo ella lo abofeteaba sonoramente acentuando sus argumentos con una bofetada final. Sin embargo, viendo que estábamos solos en el descampado de la plaza de las Ursulinas, que no había nadie ante quien embarazarme, que no veía muchacha alguna presenciar mi humillación de aspirante a adulto reducido al regaño, dije:
—Acompañé a una muchacha a su casa —lo cual, si no era toda la verdad y nada más que la verdad, era la verdad en parte.
—¿Así que acompañaste a una muchacha a su casa? —preguntó mi madre, convirtiendo mi declaración en una duda.
—Sí —dije afirmativo.
—Y nosotros aquí como bobos buscándote por todas partes, mientras tú acompañabas a una muchacha a su casa —ella sonaba ahora más furiosa si cabía, aunque menos sibilante.
—Sí —me preparé a mentir—, una compañera del bachillerato que me encontré por casualidad en el cine.
—¿Una compañera del bachillerato?
—Sí.
—¿Que encontraste en el cine así como así?
—Por casualidad.
—¿Por casualidad?
—Sí.
Pensé que la próxima acción de mi madre no sería verbal sino que me abofetearía en plena cara en plena calle —mejor dicho, en plena plaza. No podía alegar mis derechos porque con mi madre yo no tenía ninguno. Ni siquiera legalmente podía reclamar mis derechos porque no había cumplido dieciocho años todavía y entonces los derechos de la persona comenzaban a los veintiuno. Opté por el silencio, imitando a la noche y a mi padre. Mi madre siguió empeñada en su retórica interrogatoria que, como la policíaca, consistía en hacer las mismas preguntas varias veces. Pero de pronto arrancó a caminar, atravesando la plaza de las Ursulinas, rumbo a casa, seguida obedientemente por mi padre, y Franqui, más lento, me acompañaba en la retaguardia, todavía sonriente, siempre sabio. El incidente aparentemente había terminado.
Pero sólo acabó la rabia de mi madre, no mi amor que desató su furia y me encadenó. Decidí ir por San Isidro a tratar de ver a la muchacha móvil (no tenía para recordarla más que su perfil parco en las sombras), que vivía en el número 422. Fui a todas horas. Por la mañana, escapado del Instituto, amor furtivo. Por las tardes, fugitivo de las clases de educación física y de lo que era más atrayente, casi obsesionante, del juego de pelota, yo tratando todavía de formar parte si no del equipo interescolar al menos del team del Instituto, en que unos años jugaban contra otros. Por prima noche, dejando de oír el programa de El Spirit, que era mi favorito no sólo porque era una adaptación para radio de uno de los muñequitos mejores sino porque su tema musical, lema leteo, me deleitaba (iba a saber que era un motivo de la Sinfonía del Nuevo Mundo), y dejaba detrás todas esas caras costumbres para ir a ver si veía otra vez a aquella efigie entrevista. Hubo veces que hasta fui de noche (diciendo en casa que iba al cine) y me pasé horas frente al edificio, esperando verla asomarse a una ventana, salir al balcón, tal vez entrando en su casa. En otra época aquella vigilancia que se hacía vigilia habría resultado peligrosa, pero eran tiempos tibios —aunque no para el tiempo. Septiembre se convirtió en octubre y comenzó a llover, unas lloviznas pertinaces por no decir impertinentes que dificultaban mi pesquisa. No que la lluvia me importara —todo lo que me podría pasar era mojarme, empaparme, arriesgar un catarro, tal vez coger neumonía y morir, ¿qué es todo eso comparado al amor que dura más allá de la muerte? Pero había un problema insoluble, ¿cómo justificar estar parado en la esquina todo ese tiempo? Ni siquiera podía simular que esperaba el tranvía porque no pasaba el tranvía por esa calle sino por Monserrate, unos metros más allá de mi vigía. Finalmente, sin poder sostener mi posición, el jaque mate inminente, me di por vencido, declaré el juego perdido y no volví a la esquina de espera. A la suave, asequible espectadora del cine Universal, a la —¿por qué no decirlo?— muchacha mentirosa no la volví a ver.
Nil desperandum, como dice Horacio. ¿O es Mr. Micawber? Había otros cines y espectador esperé. Si una ventaja tenía Zulueta 408, aparte de la promiscuidad promisora, era estar en lo que era el centro de La Habana entonces y vivíamos rodeados de cines, aparte de otros espectáculos como el teatro de la vida, la comedia humana, y así había poco pan pero cientos de circos. Pegado a nuestro falansterio de funámbulos con su grand guignol grotesco estaba el edificio del teatro Payret, al lado justo al lado, tanto que era posible pasar de nuestra extensa azotea a la breve terraza trasera del teatro y muchas veces subía a ella a estudiar primero, luego a leer y muchas veces a mirar para el Parque Central que quedaba a unos cincuenta metros, tal vez menos, de la puerta de la casa. El teatro Payret exhibía entonces películas españolas pero unos años más tarde lo reformaron, destruyendo de paso su interior con palcos y el foso de la orquesta, construido en tiempos de la colonia, para convertirlo en un cine de estreno moderno de importancia. Al lado del Payret, divididos solamente por el pasaje y el Hotel Pasaje, estaba el pequeño cine Niza, que nunca conocí porque bien temprano me advirtieron (no sé si fue mi padre o mi madre, pero debió de ser mi madre, encargada de mi educación social) que no era un cine decente, no sólo por las películas que ponían (que después resultaban ser tan inocentes como sus títulos: Cómo se bañan las damas, Mariposas mancilladas y Lo que sus hijos deben saber —que según mi madre era lo que su hijo no debía saber—, que juzgadas por los enterados —siempre hubo un amigo que fue al cine Niza— eran bien decepcionantes, sobre todo la última, llena de chancros y de penes enfermos, ilustraciones de males venéreos) sino por la concurrencia, aparentemente compuesta enteramente por degenerados —aunque nunca me explicó ella su degeneración particular. Exactamente a una cuadra de distancia, por la misma acera, estaba el cine Montecarlo, que tenía tan mala reputación como el Niza: depravaciones en la pantalla, depravados en el público. El cine más al sur, el Bélgica, fue otro que nunca visité por su fama de infame, con el peor público de todos los cines nefandos de La Habana. Debió llamarse Ostende, para formar el trío deformado de cines como casinos. Casi enfrente estaba el Universal, dejado detrás por mi historia, no por la cronología. Volviendo al Prado, enfrente, un poco a la derecha del Payret, estaba el teatro Nacional, contenido dentro del Centro Gallego y sitio desde la colonia de un teatro con mejor reputación que acústica, ahora dedicado casi enteramente a dar películas mexicanas y argentinas. Prado más abajo estaba el Lara, aliado aliterante del Lira, que está en mi itinerario erótico pero por razones turbias, torvas. En la acera opuesta estaba el cine Plaza, agradable de concurrir, concurrido agradablemente hasta que fue destruido por la televisión, casi una metáfora futura, y convertido en estudio-teatro del Canal 4. Enfrente estaba el cine Negrete, un tubo largo, de mala visión, como un telescopio invertido, al que fui mayormente por la calidad de las películas que exhibió en los primeros años cincuenta. El cine más al norte y el último que quedaba en el Prado era el Fausto, al que fui mucho en los primeros años cuarenta, donde vi más de una película inolvidable gracias al patronazgo de Rubén Fornaris, el fausto Fausto fatal un día. Hacia el este el cine más lejano era el Habana, en la plaza Vieja, donde estuve pocas veces. Más cerca de la casa estaba el Cervantes, en la calle Lamparilla, al que también iba poco. El Ideal quedaba en la calle Compostela pero fui sólo una vez, olvidado. Volviendo a la vecindad, estaba el Actualidades, al que venía desde que vivía en Monte 822, venida que era una gran, grata tirada. Después, por supuesto, seguí yendo pues no quedaba más que a tres cuadras de casa. Más cerca estaba el Campoamor, pero había que tener cuidado físico con este teatro: aquí la depravada era la arquitectura, con una tertulia tan inclinada como para hacerla peligrosa: un paso en la oscuridad podía ser el último. El Campoamor tenía pretensiones de teatro, pero el único espectáculo vivo que vi allí fue un desfile erótico americano, el Minsky’s Burlesque Show, donde presencié mi primer striptease por la inolvidable Bubbles Darlene, ahora posiblemente abuela decaída pero entonces turgente, bella y audaz: se paseó por La Habana desnuda (es decir, tan desnuda como se permitía entonces en el striptease, con la llamada G-string, hoja de parra plástica que en La Habana se convirtió en la tirita), llevando encima solamente un impermeable de transparente nylon, caminando por las calles céntricas hasta que la arrestó la policía por atentar contra la moral ciudadana cuando todo lo que hacía era acabar con el aburrimiento cívico. Del Lira, que quedaba frente al Campoamor, ya he hablado como sitio de mi primera experiencia exploratoria, alpinismo amoroso. A igual altura, en la calle San Rafael, estaba el Cinecito, que exhibía noticieros y cartones, y en la misma San Rafael el cine doble llamado Rex Cinema y Duplex —el primero no exhibía más que noticiarios y documentales, pero el Duplex estrenaba películas y ambos tenían un gran lobby común que sería un día mi vestíbulo erógeno. Casi paralelos en la calle Neptuno, al comienzo, se veía el Rialto y un poco más arriba el Encanto y a un lado, en la calle Consulado, transversal, había tres cines, dos de ellos aparentemente en el mismo edificio, el Majestic y el Verdún, este último con la novedad habanera de poder correr su techo y quedar los espectadores nocturnos viendo cine «bajo las estrellas», como decía su propaganda. Más cerca de Neptuno estaba el Alkazar. No puedo decir a cuál de estos tres cines fui más a menudo. Más arriba en la calle Galiano (en realidad era la avenida de Italia pero nadie la llamaba por este nombre: en La Habana, sobre todo en La Habana Vieja y Central y aun en muchos barrios, en los barrios viejos, los habaneros nunca aceptaron los nombres nuevos de las calles y se siguieron llamando como al principio de la República o en la colonia, desmintiendo a las placas, los viejos nombres conservados por la tradición oral de la ciudad) estaba el Radiocine y el que era, en los primeros años cuarenta, el mejor cine de La Habana, el más lujoso y el más caro y el que ofrecía mejores estrenos y al que pude ir solamente muchos años después de vivir en La Habana con un pase de gracia: el América. El cine más al oeste era el Neptuno, en la calle de Neptuno inevitablemente, pero mucho más arriba de Galiano y al que iba raramente. Al suroeste el límite era el cine Reina, en la calle Reina por supuesto. Había otros cines más lejanos, como el Favorito y el Belascoaín en la calle Belascoaín, de seguro, y el Astral y el Infanta en la calle Infanta, tenía que ser, al que iba más raramente, y había, claro, los cines de los barrios extremos, como Los Ángeles, en Santos Suárez, al que fui más de una vez, o el Apolo en la Calzada de Jesús del Monte. Pero ésas eran excursiones y yo quiero hablar de incursiones íntimas y hacer un mapa de los cines en que vivía, describir la topografía de mi paraíso encontrado y a veces de mi patio de luneta. A todos estos cines iba buscando el entretenimiento, el sortilegio del cine, la magia blanca y negra pero también me conducía un ansia de amor.
Fue en el cine Lara que el cazador resultó cazado. El Lara estaba en el Paseo del Prado, en su comienzo, pero se hallaba situado, en el mapa moral, en una zona crepuscular, a la que también pertenecía (o había pertenecido) el Lira, que se iba a regenerar aún más hasta conseguir la rehabilitación arquitectónica y llegó a iniciar una nueva vida, con otro nombre, convertido en pretencioso cineclub los domingos. Pero el Lara nunca sufrió esa salvación del ejército del arte. Al Lara íbamos a menudo mi hermano y yo porque era barato y se podían ver buenas películas, muchas de ellas estrenadas en el Fausto o en el Rialto. Una noche (o tal vez fuera una tarde afuera) estábamos los dos sentados disfrutando peripecias o periplos, viajes, venturas, desventuras, aventuras, olvidados del calor y del reducido espacio de la sala, la pobre visión obviada por la concentración en lo que pasaba en la pantalla (siempre los acontecimientos en la pantalla ocurrían, nunca eran contados, el relato superado por la ocurrencia), ajenos a todo lo que nos rodeaba, hechos todo ojos —cuando de pronto sentí una mano posarse en mi muslo. Casi salté de sorpresa pero antes del sobresalto miré para ver quién era el dueño de la mano, pensando que tal vez había sido tocado por la gracia femenina como en el Lira iniciático y vi que la mano era enorme (tal vez su posesora fuera una mujer descomunal, del tamaño de las actrices, una estrella del cine encarnada), pero esta mano se continuaba en un brazo grueso peludo y pertenecía a una especie de gigante envejecido: era un hombre, mejor dicho un viejo, quien me había puesto la mano en el muslo. No había duda de cuáles eran las intenciones de mi vecino con la mano materializada y no me asombró mucho que fuera un hombre porque al Lara iban pocas mujeres: el pasmo vino de saberme tocado por un hombre. Decidí que lo mejor no era ofender con un escándalo (¿qué iba a decir? ¿Socorro, me tocan? ¿O auxilio, me asaltan?) sino efectuar una retirada. Se lo dije a mi hermano: «Tenemos que cambiar de asiento». «¿Por qué?» Mi hermano siempre quería saber el porqué de toda situación nueva o variante. No le podía explicar, entre otras cosas porque temía que el hombre, el viejo de al lado, oyera si me refería a su acción: era tan grande que me aterrorizaba su mera presencia, más temible que lo que había hecho o tratado de hacer. «No veo muy bien aquí», le contesté. «Pero yo veo bien», me dijo. «Pero yo no», repliqué. «Entonces mejor nos cambiamos», accedió él, que podía ser razonable, y nos levantamos y nos fuimos a sentar a otra parte, más cerca de la pantalla, por supuesto, entre gigantes inofensivos. Yo no me atreví siquiera a mirar para verle la cara al viejo tocador, pero nunca me olvidé de su aspecto formidable y del hecho de que fuera viejo, habituado como estaba a ver a los homosexuales como jóvenes y delicados o de mediana edad pasiva.
En el Lara ocurrieron otros encuentros con homosexuales agresivos pero no creo que fueran de la especie degenerada a que aludía mi madre. Después del incidente con el vecino enorme con su manaza avanzada fue que supe que el cine era teatro de raros gestos: extraños movimientos, permutas, tropismos: gente que se cambiaba frecuentemente de asiento y venía a sentarse en las primeras filas. Pero no eran fanáticos del cine sino amantes de los espectadores: su espectáculo no sucedía en la doble dimensión de la pantalla sino en las lunetas tridimensionales. Uno de estos parroquianos inquieto era un japonés. No sé cómo supe que era japonés y no chino, habida cuenta de que la proporción entre chinos y japoneses en La Habana era abrumadora en favor de los primeros. Tal vez tuviera que ver con esta identificación la guerra mundial entonces y el hecho de que para mí este japonés era un malvado, como sucedía siempre en el cine de la época, donde los japoneses aguardaban ocultos en las sombras a los americanos para sorprenderlos en emboscadas y lavarles bayonetas caladas en el vientre. En realidad este japonés del cine esperaba en la penumbra para meterte la mano en el bajovientre: era un succionador compulsivo, Drácula en pene, vampiro del bálano, que se dedicaba a la felación del espectador que lo permitía, en un juego de pasar de pasivo a ser activo. Un día me senté en la segunda fila, tal vez porque toda la primera fila estuviera ocupada, pues ya era una fanático inveterado, veterano de la primera fila, mientras más grandes las sombras, mejor la visión, al revés de la vida. De pronto, en un sueño que no sucedía en la pantalla, uno de los espectadores de la primera fila volvió la cabeza —y era el japonés villano. Vi que me miró de arriba abajo, luego volteó su brazo y vino a dejar caer su mano kamikaze en mi entrepierna. Me quedé tan pasmado como cuando el viejo gigante puso su mano en mi muslo, aunque para entonces ya había aprendido a reconocer al japonés canalla. Yo estaba solo en el cine: ni mi hermano ni un amigo me acompañaban y debía enfrentar al enemigo alevoso sin ayuda, como Robert Taylor en Bataan. Pero no sabía qué hacer con aquella mano que me estaba tocando ya, más que reposar inerte como la mano del ogro. ¿Y si mi pene traidor confraternizaba con el enemigo? No podía cambiarme de asiento porque estaba en medio de la fila, aparentemente atrapado entre los cómplices vecinos de luneta, evidentemente italianos y alemanes (es obvio que podía haberme puesto de pie y el hecho de que no se me ocurriera hacerlo o de que me sintiera impedido, casi inválido, necesita otra explicación) pero en el último momento acerté a coger la mano del japonés por la muñeca (no era muy ancha ni era peluda como la mano del cíclope —a quien imaginé mirando la pantalla con un solo ojo central— ni era viscosa, como los japoneses del cine: era una mano humana) y la levanté de entre mis piernas para depositarla en el respaldar de su luneta, calmadamente, sin premura pero firme, y el brazo de que pendía la mano quedó reposando en el respaldo, la mano beligerante desarmada ahora, para que la utilizara si quería en un harakiri masturbador. El japonés sevicioso se volvió hacia la pantalla pero no llegó a mirar la película porque se levantó enseguida y se fue —no del cine, supongo, sino a buscar otro espectador occidental que no resistiera sus avances asiáticos.
El tercer acontecimiento extraño en ese cine (o tal vez no fuera extraño, lo extraño era que nadie me hubiera advertido que el Lara podía ser un cine como el Bélgica, el Montecarlo y el Niza, como decían mis amigos entonces, un poco peligroso) pasó siendo mayor que cuando el asalto del japonés insidioso, mucho mayor que cuando los avances del viejo ogro ciclópeo. Ocurrió una vez, un día o una noche, pero es más probable que fuera una tarde de agosto, que estando en el Lara en la ocupación propia de mis sentidos en el cine sufrí unas ganas incoercibles de orinar y tuve que ir al baño para villanos pues ni siquiera tenía el letrero de Caballeros. Yo sabía lo repelentes que podían ser estos baños de cines de barrio, pues la educación de mis esfínteres la inicié en el Esmeralda, que era una joya hedionda, pero ya estaba habituado a los inodoros irónicos de Zulueta 408, que olían a todos los olores esenciales y ninguno era attar de rosas. Fui al baño que estaba a la derecha del patio de lunetas o como se llame esta localidad en cines como el Lara. El recinto fecal estaba alumbrado por un solo bombillo alto y la luz era irreal —o tal vez lo que ocurría allí era irreal y la fuente de luz fuera el alumbrado normal. Había tres urinarios y al fondo un inodoro a plena vista, sin puerta para encerrarse a liberar las partes privadas. No había nadie en el cuarto excepto por una pareja que estaba ocupada alrededor del primer mingitorio. Al principio no vi bien claro a la pareja y presumí que estaría orinando uno, el otro esperando su turno. Pero al proceder al segundo urinario (o tal vez el tercero: siempre me ha costado trabajo orinar con testigos, mi pene con pena) me pareció que sucedía algo extraordinario en el primer mingitorio y me volví a mirar. Vi a un hombre ya mayor (no tan viejo como el anciano gigante pervertido ni tan joven como el japonés perverso y bien podía tener treinta años) que se inclinaba sobre el otro hombre y advertí que su brazo bajaba y subía con una aplicación al trabajo casi tan religiosa como en El sembrador de Millet. La segunda figura era mucho más pequeña que el primer hombre y por un momento pensé que se trataba de un enano evirado, pero observé atentamente y precisé que no era otro hombre más bajo sino un niño. Yo tendría entonces unos diecisiete años y estaba en esa etapa en que cualquiera que no tuviera mi edad era un fiñe o un vejete, pero pude darme cuenta exacta de que era un niño que no tendría más de doce años. El hombre lo estaba masturbando y el niño se dejaba hacer con gran gusto, ambos sacando mutuo placer de la masturbación de uno solo. El hombre no se masturbaba ni el niño masturbaba a su vez al hombre, era el hombre solamente quien llevaba a cabo la masturbación y pude ver la expresión de gozo grande del niño. Al hombre no le podía ver la cara, inclinado como estaba en su labor, aplicado con arduo arte a la masturbación del menor: anónimo criminal del sexo, ciego segador, verdadero Jack the Reaper. De pronto me asaltó la exacta realidad del Lara: era un cine para buzos, esos que considerábamos en los temores sexuales de la edad como la más peligrosa forma del homosexual: un bugarrón que se dedicaba a perseguir niños —aunque aquí el bugarrón más bien era maricón y el niño estaba satisfecho de la relación, pasivamente activo. Pero de todas maneras el Lara era decididamente un cine para pederastas —ése fue mi descubrimiento en mi tercera experiencia sexual en el Lara, espectador del teatro de la vida invertida. No dejé de ir al Lara sin embargo: ponían tantas buenas películas tan baratas que era imposible privarme de la asistencia al único cine donde no era posible encontrarse junto con la ventura del cine la aventura de una muchacha asequible —a menos que fuera Gloria Grahame, sombra carnal.
Poco después volví al cine con mi madre, su genio controlado por mi ingenio, esta amante del cine que me llevó al teatro del pueblo a los veintinueve días de nacido, creándome un cordón umbilical con el cine, casi naciendo yo con una pantalla de plata en la boca, alienada por el lienzo de sombras cinescas, ella fiel esposa capaz de ser infiel a mi padre con el espectro proyectado de Franchot Tone, de Charles Boyer, de Paul Henreid —ahora íbamos los dos, como en los días primeros, como en la época de cine o sardina, rumbo a la cueva órfica. Estábamos en una etapa escasa (muchos fueron los tiempos difíciles por que atravesamos entonces y todavía habría otros por venir, pero ¿quién se quejaba de la vida diaria cuando teníamos el opio del cine, con sueños en blanco y negro y a veces, como en los sueños, a color, el olvido y el recuerdo sólo posibles a nosotros los adictos?) pero esa dificultad no era una impedimenta, era una fuerza de gravedad que nos impelía a ir al cine. Esta vez fuimos mi madre y yo nada más, al paraíso del cine Actualidades, que me había sido tan propicio, y esa noche el azar de los Adanes, que es una especie de dios tutelar, me instaló al lado de una Eva actual (en la jerga futura habanera sería una geva) que aun a la luz de las noches blancas del cine se veía que era una belleza petersburguesa. No hice nada al principio, más que mirarla con el rabo del ojo, práctica en la que me había hecho experto, mirada del cine. Pero al cabo del rato puse mi codo sobre el brazo del asiento común propio: es más, me pertenecía en exclusividad ya que ella se sentaba a mi derecha. Su brazo no estaba sobre el brazo del asiento pero reposaba cerca. Avancé el codo un poco más y otra vez un tanto, tanteando, hasta que hice contacto con su carne desnuda, tibia, promisoria —la tierna prometida. Ella dejó su brazo donde estaba. Confiado avancé el codo otro tanto para que el tacto fuera total. (Todavía quedaba qué hacer con ella una vez conquistada, estando como estaba acompañado por mi madre, pero antes de la conquista venía la exploración y ése era un problema que no me había planteado aún, que no estaba entre mis planes inmediatos: colonizar esa terra incógnita). Ahora mi codo era el tentáculo del pulpo que nadaba entre las dos aguas de la luz y la penumbra alternas. Sentía su carne, más bien la envoltura de su carne, su piel en contacto con la mía, mi codo aventurado tratando de alcanzar uno de sus senos, ya que daba el brazo por conquistado. Lo relato rápido pero me costó muchos minutos avanzar sin que la presa se asustara y huyera al otro extremo de su asiento. Ya yo había perfeccionado estas técnicas antes, cuando estuve en el cine sentado junto a otras muchachas y ahora que las ponía en práctica, que la estrategia se volvía táctica (palabra que tenía que ver con tacto, con contacto y al mismo tiempo con cautela), no iba a echarlo todo por tierra por un apresuramiento. Además estaba la presencia de mi madre por un lado, aunque ella como siempre se veía inmersa en lo que pasaba en la película, mientras yo me sumergía en el cine, tanto en las sombras de la pantalla como en los sólidos del teatro. De la parte de ella estaban sus padres, porque sin duda eran sus padres aquellos acompañantes sentados del otro lado de su presencia preciosa: una muchacha que se dejaba hacer avances físicos en el cine. De pronto sentí en el codo adelantado un punto penetrante que enseguida se extendió por el brazo y el antebrazo, llegando hasta la mano. Antes de sufrir el dolor tuve un contacto eléctrico: un punto frío que vibraba hacia el interior de mi carne. Mi reacción refleja fue quitar el codo y todo el brazo, alejándolo rápida, violentamente. Pero me contuve. Soporté el dolor (porque ahora la vibración se había definido como un punto doloroso) y dejé el brazo donde estaba. Miré sin embargo a la muchacha y vi que tenía una mano muy cerca de mi codo pero sin llegar a tocarlo. Me volví hacia ella y vi que mantenía, su mano en la misma posición y que reiteraba su casi contacto con mi codo. Fue cuando la vi sonreírse que me di cuenta de lo ocurrido y sentí el dolor hacerse más fuerte, una punzada. Ella me había clavado el codo. Con una gran sangre fría (como muchas de las mujeres asesinas —la bella Barbara Stanwyck en Double Indemnity, la luminosa Lana Turner de El cartero llama dos veces— de la pantalla, había ejecutado su acción con toda frialdad, deliberada y alevosa) me había metido un alfiler en el brazo. Ahora me dolía como carajo. Supe que me iba a seguir doliendo todavía porque ella no separaba su mano de mi codo, casi con caricia, enterrando el alfiler hasta la cabeza. Muy lentamente, como si no fuera nada; herida leve, casi como si no me hubiera enterado, picada de mosquito, yo estoico del cine, retiré poco a poco el codo que estuvo tan cerca de su seno, su sino, que ahora rozaba su brazo al pasar y que finalmente venía a descansar en el brazo de mi asiento, donde debió haber permanecido siempre. La vi dar un tirón al sacar el alfiler de entre mi carne y ya vengada volverse tan tranquila (mejor dicho, seguir en el mismo sitio en que estaba porque no se había alterado: no se movió para clavarme el alfiler, tal vez un imperdible), sonriendo siempre, como si la divirtiera lo que pasaba en la pantalla, que eran las angustias de Ella Raines (esa belleza bruna de ojos transparentes capaces de traspasar a Charles Laughton debió de ser ella), como si respondiera a una pregunta de su padre próximo, «¿Te gusta?», diciendo ella que sí, que mucho, aparentemente refiriéndose a la película, pero muy bien le podía haber preguntado por el placer de clavar cuchillos en carne humana. No recuerdo de esa noche, de los restos de ella, más que mi preocupación constante sobre si iba a tener tétanos por el pinchazo (profundo) del alfiler, no sufriendo tanto su dolor, que fue como una inyección en carne magra, sino la duda de si sobreviviría o no a la tetania, a la gangrena posible, a la septicemia segura que iba a contraer en cuanto volviera a casa. Debo decir que soy aprensivo en extremo, un hipocondríaco incurable, que me aterran todas las enfermedades posibles y algunas imposibles. En una metáfora, que no estoy hecho para esas aventuras en el cine que comienzan al entrar un largo pasadizo oscuro, donde al final hay una puerta que se abre a una plaza llena de luz, enceguecedora, alrededor de la cual esperan espectadores que no veo y después de atisbar una figura que me atrae con su postura, con sus movimientos sinuosos, insinuantes, intento inútilmente atraparla, intimar con una cogida, maniobra que repito muchas veces pero termino, toro mal toreado, con un descabello.
Pero así como en el cine hay malvadas y hay ingenuas, dentro del cine había mujeres malas y bellas buenas. Me encontré con una que no podría definir como ingénue pero tampoco era una femme fatale, cuando menos lo esperaba. Ese día yo venía de casa de mi mentor, aquel que había aceptado mi primer cuento (que era una burda parodia seria) y prometió publicarlo. No sólo lo hizo sino que se preocupó por mi educación literaria y si ésta no fue mejor es porque siempre he preferido vivir la vida a estudiar la literatura. Además me ofreció mi primer empleo seguro (hasta entonces había sido un errático corrector de pruebas, cogiendo los trabajos que dejaba detrás Franqui, bien para irse, como la primera vez, a una abortada expedición armada contra la República Dominicana, o, más seguro y más cerca, para conseguir un mejor trabajo, también corrigiendo pruebas) como su amanuense de noche, secretario sereno, que si bien tenía el inconveniente de hacerme difícil las sesiones de cine nocturnas (algunas decisivas, como las del Cine-Club de La Habana o importantes, como las funciones de cine de arte de la Universidad) me dejaban todo el tiempo diurno para estudiar. Pero ese día de que hablo, esa tarde yo había salido de su casa, que quedaba en la esquina donde la calle Amistad se encuentra con Trocadero, justo donde acababa el barrio de las putas, los bayús (esa misteriosa palabra habanera para marcar un burdel: nadie conoce su etimología ni su origen pero su sonido tiene la atracción del pecado y las exactas grafías del mal), llegaban casi hasta la puerta de su edificio y yo que sentía tanta fascinación con Colón (para escarnio póstumo del Descubridor, ése era el nombre del barrio de los bayús: el nombre estuvo antes de que la infamante o difamada y antigua profesión levantara sus tiendas allí, impropiedades horizontales, y perduró, más duradero el nombre que el pecado, cuando un ministro de Gobernación expulsó a las «oficiantes del vicio», como las llamó en su prosa pudorosa, y las dispersó, esparciéndolas por toda La Habana, y el barrio perdió su misterio inmoral que era todo su encanto), ahora lo atravesaba rápido y temeroso rumbo al Rex Duplex. Llevaba en la mano (entonces solía imitar al manco de Lepanto y cargaba mis libros siempre en un solo brazo) los préstamos que mi mentor me hizo ese día.
Mi misterioso mentor se llamaba Antonio Ortega y vino a Cuba como refugiado republicano de la Guerra Civil. Había sido profesor de ciencias naturales en el equivalente español del Instituto en Gijón o en Oviedo, no recuerdo bien, sí recuerdo que era nativo de Gijón y solía hablarme del bable y del orvallo. En La Habana había encontrado trabajo en la revista Bohemia, no como columnista de ciencias naturales sino, extraños del exilio, en la administración. Pero en España había escrito cuentos y publicado alguno: creo que hasta se ganó un premio local. De alguna manera supieron en la revista que tenía que ver con la literatura y después de un tiempo en que la pasó mal, como todos en esos finales de los años treinta y en los primeros años cuarenta, lo hicieron jefe de redacción, encargado de los artículos que no fueran de actualidad (es decir, literatura, no periodismo) y de los cuentos.
Lo conocí al llevarle el primer cuento que escribí (no literatura, sino una obscenidad con título) a la revista, a su viejo edificio de Trocadero, cuya arquitectura promiscua hacía asequible la jefatura de redacción a un perfecto intruso. Le entregué el cuento con un murmullo apresurado por mi timidez, expresando admiración por su novela de reciente publicación, Ready, que eran las aventuras de un perro en La Habana, el autor una suerte de Jack London doméstico. Como recibo me dijo que volviera la semana siguiente para darme su veredicto de trece y en esa fecha supe, a través de su cerrada pronunciación asturiana, que el cuento sería publicado en Bohemia (publica y serás condenado), pero al mismo tiempo me advirtió que yo necesitaba lecturas, lo que no era una sorpresa. Lo que sí me sorprendió es que ofreció facilitarme el acceso a su biblioteca privada. Era obvio que desde ese momento, él, que no tenía hijos, decidió adoptarme literariamente: me prestó libros, me descubrió autores de los que nunca había oído hablar —como Kafka, cuya Metamorfosis me hizo leer y yo entonces encontré menos interesante el relato largo que los otros cuentos del volumen, que eran para él menores: ahora sin embargo tiendo a pensar que tenía razón, y la verdadera transformación literaria está en la novela que da titulo al libro. Me sugirió otros autores, españoles especialmente, revelándome al agudo Silverio Lanza. Me fabricó un puesto de secretario privado, que era una sinecura o el cargo de interlocutor en sus conversaciones nocturnas que eran verdaderas veladas. Me presentó escritores cubanos (el único recordable ya ha sido celebrado no por mí en otra parte) y españoles exiliados de paso. Al que mejor recuerdo es a Luis Cernuda, vestido incongruentemente de tweed y fumando en pipa: la exacta imagen de un profesor inglés, quien mostró interés en lo que yo escribía o tal vez por mí porque me invitó a su hotel para el día siguiente pero al irse, Ortega me advirtió: «Tenga cuidado con ése, que le gustan los chicos», y no cumplí la cita porque me bastaba con los degenerados en el solar y en el cine Lara, lo que fue una evasión estúpida pero excusable, aunque siempre me intrigó saber cuál era el verdadero motivo del poeta (la pederastia o la poesía) y fue él, Ortega, quien me indujo a estudiar periodismo y olvidarme de la medicina a tomar. Finalmente, al comprar Bohemia a su rival la revista Carteles y ser nombrado él director, Ortega me encargó la crítica de cine, que fue durante años mi profesión de fe —pero eso queda en el futuro. En el presente están los libros prestados esa tarde y mi salida de su casa —debió de ser un sábado, estoy seguro de que fue un sábado porque le oí su larga letanía literaria, que es lo que eran nuestras conversaciones y salí de su casa, atravesando el barrio de Colón, caído en desgracia, por Amistad para buscar Virtudes y encontrar tras tres trotes mi meta, el Rex Cinema. Iba apretando los libros, caminando rápidamente porque su monólogo y monserga me habían demorado y temía llegar tarde a la función que reunía en una sola película mi vieja afición por Disney y mi nuevo amor por la música llamada clásica cuando debía llamarse romántica. Llegué al cine, atravesé el antevestíbulo y me precipité sobre la taquilla por mi ticket, pidiendo, pagando, poniendo las monedas en el minúsculo mostrador que hacía de la taquilla un breve vestíbulo ciego, y al ejecutar todos estos gestos que eran una sola acción invasora no advertí que estaba atropellando a otro parroquiano. Me di cuenta cuando era casi demasiado tarde que había una mujer: miré y vi una muchacha pagando su entrada antes que yo. Me miró y yo, tartamudeando, me excusé, reculé, retiré mis monedas y esperé a que le entregaran su entrada. No sé, no recuerdo si ella me sonrió entonces. Yo saqué por fin mi ticket, entré al gran vestíbulo y me dirigí a la izquierda, que era donde quedaba la puerta del Duplex —y me la encontré a ella en el camino, todavía sin entrar. El Rex Duplex (al revés del Rex Cinema, que era un solo cine largo con localidades de luneta solamente) tenía un lunetario y un primer piso, llamado balcón, que aunque costaban lo mismo, eran independientes. La muchacha casi estropeada por mi premura entregó su entrada y comenzó a subir las escaleras al balcón. Ya yo he dicho muchas veces cómo me gusta sentarme en el cine en la primera fila y creo que dije cómo odiaba ir a tertulia, obligado por mi escaso dinero para ir abajo. Ahora sin embargo comencé a subir las escaleras al balcón involuntariamente y entré en el cine junto con ella. Ese día que fui al Duplex estaba lejos de mí el ánimo amoroso, la persecución erótica, mi amor trompero puesto a dormir, la libido en los libros que cargaba, más interesado en disfrutar la película por que había esperado tanto tiempo (Fantasía se había estrenado en La Habana a principios de los años cuarenta pero, como Lo que el viento se llevó, desapareció astutamente de los caros cines de estreno, añadiendo expectación al espectáculo, para reaparecer ahora en el Duplex, como el hombre invisible, en sectores: ese día le tocaba el turno a la suite Cascanueces, de aquel que había sido mi compositor favorito), fragmento fascinante, faro fílmico. Así no puedo explicar qué me hizo subir detrás de aquella muchacha. O tal vez pueda ahora: el hábito anciano, la provocación de una mujer sola en el cine, mi vieja búsqueda del grial non-sancto. La vi perderse casi en la oscuridad pero mis ojos para el cine la siguieron hasta que se sentó. No dudé en sentarme a su lado. Por un momento presté atención a la pantalla, donde unos hongos animados bailaban un vals violento. Ya comenzaba mi rebelión contra Chaikovsky (al que había pasado de la admiración por Schubert, de su Serenata, y de Dvorak, cuyo nombre no sabía pronunciar todavía, fragmentos de su Sinfonía del Nuevo Mundo), a admirar no la Cuarta o la Quinta Sinfonía sino su Sexta, la Patética, de la que había oído una anécdota en un programa de radio matutino en que un supuesto conocedor (también comenzaba a rechazar a este locutor lírico aunque había sido mi introductor a cierta música ligera) versaba sobre el título y conversaba sobre la búsqueda de Chaikovsky del título apropiado a su composición y contó cómo su hermano Modesto se acercó a su ventana (que se suponía abierta) y sugirió: «Piotr, ¿por qué no le pones Sinfonía Patética?». Esta historia rusa serviría para alimentar mi risa (como el futuro apodo de Chachachaikovsky) en las conversaciones cultas que tenía con Silvio Rigor, que sabía tararear sinfonías conclusas y ante el que me presenté un día en el Instituto entonando el momento culminante del Don Juan de Richard Strauss, diciéndole: «Ése es mi tema musical», yo encarnando el mítico amante sevillano, pasado ahora por agua del Danubio (gracias al poema del húngaro Lenau), pretendiendo ser el avatar temático de Don Juan pero de cierta manera creyéndome que yo podía ser un donjuán. ¿Era eso lo que me hacía acercarme a esa muchacha mexicana (lo que parecía), más bien baja, nada delgada, de ojos dulces y una media sonrisa sinuosa, que era lo que había visto un momento frente a la taquilla y otro instante al entregar la entrada al portero? Era difícil hablar cuando todos los espectadores estaban interesados en lo que se oía desde detrás de la pantalla y lo que se oía era música mística (para esos espectadores todo oídos), a veces suave, llegando a ser pianissima, pero le dije lo que era de rigor: «¿Le gusta la música clásica?». Pude haberle preguntado si le gustaba Chaikovsky o si le gustaba Walt Disney o todavía hacer una síntesis de la tesis musical y la antítesis dibujada y preguntarle si le gustaba Fantasía pero eso fue todo lo que se me ocurrió preguntarle: si hay algo más predecible que Don Juan es un aprendiz de donjuán. «Sí», susurró ella después de una pausa que a mí me pareció punto final, «mucho». «A mí también», dije yo enseguida, entusiasmado con su respuesta. (Favor de notar que cuando mi acercamiento amoroso era verbal no había intentos de encimarme o de extender un codo exploratorio o una mano audaz). Pero ahora ella hizo «Sss», haciendo chis suavemente, indicándome beata que no se hablaba cuando sonaba Chaikovsky —o al menos eso fue lo que entendí. Estuve muy bien junto a ella, mirando Fantasía (ya también por esa época comenzaba a rechazar a Disney, que había sido mi alimento animado por muchos años, desde antes de Blancanieves), tal vez gozando sus valores que veinte años después en otra ciudad, en otro país, otro continente se iban a convertir en un descubrimiento, pero seguramente complacido de compartir aquel rincón del cine con aquella muchacha, a la que yo miraba de cuando en cuando. Fue una estancia breve la que tuvimos los dos en el balcón del Duplex: súbito se acabó Cascanueces y se encendieron las luces. Ella me dijo, a modo de despedida: «Me voy». «¿Tan pronto?», pregunté presuroso. «Sí», explicó ella, conocedora: «lo demás son noticieros». Era verdad. Ahora vendrían noticieros o tal vez documentales y luego repetirían el fragmento de Fantasía como componiendo un todo. Me levanté para dejarla pasar (habíamos ocupado una zona del balcón que era poco frecuentada, que estaba directamente arriba de la escalera y cuando ella escogió esa localidad pensé que prometía transformaciones, como diría Silvio Rigor, pero no sucedió nada: ni siquiera pude oler su perfume) y cuando pasó por mi lado, decidí seguirla fuera del balcón y escaleras abajo. Antes de salir, impulsivo, la tomé por el brazo un momento. «¿Viene la semana que viene?», le pregunté sin tutearla: era un adelantado físico pero no social. «Sí», me dijo, «estoy viendo toda Fantasía». «Yo también», le anuncié antes de extraerle una respuesta que podía ser una promesa: «¿El mismo día?». «Sí», dijo ella, «el mismo día». Quería saber su nombre porque de alguna manera intuía que una vez atravesada la puerta mágica y saliera a la calle real ella no iba a conversar conmigo, pero no sabía cómo decirle: ¿Cuál es tu nombre? o ¿Cómo te llamas?, ya que ambas preguntas implicaban un tuteo que me hacía demasiado audaz y prefería ser un caballero. Ya sé que había sido atrevido en otras ocasiones, que había llegado a la audacia, que me había vuelto hasta fresco, pero no con esta muchacha —a quien sin embargo todavía sostenía su brazo. Mis titubeos interrogativos me llevaron a la mínima expresión y dije: «¿Nombre?». Ella debió pensar que oía solamente un fragmento de una pregunta o tal vez ni siquiera lo pensó porque me dijo instantánea: «Esther Manzano». La oigo todavía y ocurrió hace treinta años. Recuerdo su figura, más bien regordeta o tal vez daba esta impresión por el vestido que llevaba, una suerte de sastre. Recuerdo su voz, que era apagada, y los dientes un poco botados, al pronunciar su nombre. Recuerdo sus ojos que era tal vez lo único verdaderamente bello en su cara. Pero lo que más recuerdo es su nombre (ni siquiera tengo el tacto de su brazo en mi memoria por su traje), escrito por mí con th porque así lo escriben muchas mujeres en La Habana, más cinemáticas que semíticas. Pero tal vez recuerde su nombre porque fue lo único que concedió, todo lo que me dio. Para sorpresa de nadie (no mía entonces, no tuya lector, ahora) no volví a verla: cuando solté su brazo se separó de mí para siempre. Seguí yendo al cine Duplex, completando Fantasía en secciones semanales, pero ella no apareció más. No sé qué le pasó, por qué no cumplió la promesa que se había hecho a sí misma más que a mí. Espero que no haya muerto, arrollada por un auto tan atropellante como fui yo al encontrarla, destruido el amor por la velocidad. Esther Manzano desapareció de mi vida como apareció: súbitamente en el cine Duplex, un sábado, a punto de ver Fantasía, habiendo visto Fantasía mejor dicho, un fragmento de Fantasía.
Del último encuentro me habían quedado la dulzura de la voz de una muchacha, quizás el color de sus ojos y la certeza de un nombre. Sólo eso y tal vez el nombre fuera falso. Más existencia podía encontrar en la pantalla y Gail Russell resultar más verdadera que Esther Manzano. Pero el hombre puede soportar una gran cantidad de irrealidad. Esa ocasión no me impidió soñar otros encuentros posibles, imaginar tal vez lo imposible: en un cine del barrio, no muy lejos de casa, me esperaba una mujer, más bien una muchacha, complaciente que había ido al cine compelida por el mismo deseo, yo que ahora no iba al cine como cuando era más muchacho a disfrutar la película o como iría después a presenciar el film (ya entonces hasta los nombres habían cambiado para mí y la película devenía film), sino a buscar ese amor que yo sabía que existía, que estaba seguro de encontrar, que me esperaba en uno de los cines vecinos. Fue así como después de muchas maniobras, de escasas escaramuzas, me encontré yendo al Majestic y como otras veces he olvidado la película pero no la ocasión. Esta vez tengo motivos para el olvido porque lo que ocurrió en este lado del cine fue más trascendente, lo que no pasaba a menudo: casi siempre lo que transcurría en la pantalla era para mí la vida y el teatro, el público, las lunetas eran una zona espectral que no tenía ninguna consistencia: como en las sesiones espiritistas, los seres eran las sombras. La ocurrencia comenzó como otras veces a la entrada pero sin ninguna promesa de acontecimiento, lo ordinario ocultando lo extraordinario. Alcancé la puerta al tiempo que entraba una muchacha sola. No sé cómo la vi, nictálope, con la muralla negra que era la oscuridad del cine al entrar de la violenta luz de afuera. Pero la vi sentarse en el medio patio. Todavía estaban levantados los espectadores que la dejaron pasar para ganar un asiento, cuando me apresuraba a sentarme a su lado, en la otra parte en la ribera donde debía de haber otros asistentes, invisibles más que ignorados por mí. El Majestic y su vecino Verdún, baratos, al revés del Alkazar o el Duplex, no tenían muy buena proyección y los reflejos de la pantalla no eran intensos, luz que agoniza. Así la veía a ella en penumbras. Llevaba el pelo largo hasta los hombros, como se usaba en los años cuarenta, influida tal vez por Rita Hayworth, aunque no pensé en ese posible modelo entonces sino en tratar de verle la cara o por lo menos de definir su perfil. No era una línea dibujada para perderme en su perspectiva, como ocurrió con la muchacha del cine Universal. Tenía una nariz corta y algo respingada. No podía definir sus labios, que tal vez no fueran botados, sobresaliendo por encima de la boca como la verdadera protagonista de El séptimo velo. Apenas si podía discernir sus ojos (¿hundidos, salientes, de qué color?) que estaban fijos en el horizonte dramático pero no debían tener las largas pestañas disneyanas de Esther Manzano. Hasta ahora no me había prestado la menor atención, ni siquiera pareció notar que me había sentado a su lado, que estaba allí, vivo, mirándola, y no pude ver su pupila viajar al borde en una mirada cinemática, y no sabría decir lo que me apresuró a abordarla, pirata pícaro. Quizá fuera que ella estaba sola o estar los dos en la misma oscuridad o ambas cosas. Tal vez técnica. Delante de nosotros había otros espectadores y de pronto, sin pensarlo, le dije a ella: «Aquí no se ve nada». Se volvió hacia mí y me dijo: «¿Cómo me dice?». Había un tono agresivo en su pregunta, tanto que intimidó mi intimidad por un momento. Por fin cobré ánimo para contestarle: «Digo que aquí se ve muy mal», lo que era cierto, con todas esas cabezas espectantes delante que hacían soñar con una guillotina horizontal. «Es verdad», dijo ella y se volvió a la pantalla. Entonces hice algo que solamente la timidez, que nos hace a veces audaces, me compelió a hacer. La cogí por el brazo. «¡Eh!», dijo ella, «¿pero qué cosa pasa?», habanera verbal. Ya todos los vecinos sabían que ocurría algo entre nosotros pero nadie dijo ni hizo nada, tal vez acostumbrados a las desavenencias entre parejas (después de todo habíamos entrado juntos), tal vez demasiado sumidos en el cine. «Vamos a cambiarnos de asiento» le anuncié y puedo jurar que nunca fui tan firme. Todavía me asombra mi audacia y mi energía, teniendo en cuenta mi edad, la educación que había recibido y mi natural tímido. Ella entonces hizo algo que cambió la situación en mi favor y eliminó mi embarazo: se puso en pie y se dejó llevar del brazo. Salíamos de la fila atropellando espectadores, pisando pies, dando traspiés. Salimos de la fila y yo comencé a buscar donde sentarnos solos. Encontré un sitio suficientemente alejado y solitario y hacia allí la conduje. Nos sentamos y fue entonces que me di cuenta que había cometido un error: nos habíamos sentado junto a la entrada del servicio de señoras, la luz del letrero genérico cayendo directamente sobre nosotros, la claridad bañando nuestros cuerpos: más el mío, magro, que estaba sentado más cerca de la puerta prohibida. Pero no había nada que hacer. Cambiar de nuevo de asiento podría incomodar a mi casi conquista (no sabía todavía si era una conquista o no pero lo sospechaba por la facilidad con que se dejó levantar del asiento), traer sabe Dios qué inconvenientes y decidí quedarme donde estábamos. Comenzamos por hablar pero debí decir los truismos más fáciles, las palabras de ocasión más irrisorias, las tonterías indicadas porque no recuerdo lo que dije, solamente recuerdo que entre mi monólogo monótono y los lejanos diálogos de los actores le había pasado el brazo por los hombros a mi muchacha (ya no tenía duda de que era una muchacha, si la tuve alguna vez, por su voz que recuerdo joven aunque no muy agradable: había algo de cuervo, de urraca, de cotorra en su fuerte dejo habanero, ese acento que yo todavía podía detectar a pesar de haber vivido tantos años en La Habana, el mismo que me había parecido tan extraño cuando con Eloy Santos encontré por primera vez su sonido, lleno de consonantes intermedias dobladas, arisco y, cosa curiosa, cantado, aunque los habaneros siempre decían que nosotros los de la provincia de Oriente cantábamos, lo que a pesar mío pude comprobar que era cierto años más tarde, cuando, después de no haber visitado el pueblo por nueve años, volví allá: era verdad: los comprovincianos cantaban y llegué a la conclusión de que los idiomas no se hablan sino se cantan, arias más que recitativos) y ninguno de los dos estábamos atendiendo a la película, mirándonos el uno al otro. Ella era la niña de mis ojos, ¿pero qué vería ella en la pantalla doble de mis pupilas? De pronto (el recuerdo comparte los saltos con los sueños y el cine y todos en esa época no tenían color: el recuerdo, los sueños y el cine eran en blanco y negro) nos estábamos besando. Yo que hacía poco que había besado a una muchacha por primera vez, aunque beso leve, beso de Beba, era a mi vez besado intensamente: era ella la que me estaba besando y trataba de abrir mi boca para introducir su carne, beso de lengua que nunca me habían dado y que aunque yo conocía por referencias (entre ellas las literarias: venidas de las novelitas galantes, no de lo que era mi favorita fuente de literatura: el cine: entonces en el cine nadie se besaba con la boca abierta, pese a la pasión, controlada por la censura) no me parecía un acto higiénico, que era por doble herencia paterna y materna una preocupación máxima: la higiene, la única protección contra la pobreza, que es como decir contra la vida ya que vivía pobremente: mi vida era la pobreza. Las reglas iban del impostergable lavarse las manos antes de comer (mi padre insistía al principio de la llegada a la ciudad, capital del vicio y del virus, que lo hiciera cada vez que viniera de la calle, pero tuvo que pactar en su guerra contra los microbios: una de las características de la pobreza en Zulueta 408 era que el agua corriente se hacía espasmódica y había que esperar que brotara, milagro repetido, una o dos horas al día y luego dejó de subir del todo y había que bajar a buscarla o irla a acopiar al amanecer a la pila pública que había en la plaza de Alvear justa justicia: Alvear fue el constructor del acueducto y en la placita tenía no sólo su monumento epónimo sino su escarnio anónimo, —a tres cuadras de casa, famosa fuente artificial que aparece al principio de una novela notable y un film notorio. Mi vida en La Habana, temprano en la mañana, estaba dominada por la preocupación, la obsesión de terminar de cargar el agua suficiente para el día en dos cubos, asesinos de las manos, antes de que comenzaran a congregarse los estudiantes a la puerta del Instituto, que había algunos que ya a las siete y media estaban esperando que abrieran las puertas y entre éstos sin duda debía de haber uno o dos conocidos y, lo que era peor, una conocida) a estipulaciones nunca expresadas porque mi padre era un fanático de la higiene tanto como del comunismo y mi madre una loca por la limpieza, que sin duda incluían para los dos la prohibición del sexo oral, la clase de besos que me estaba dando esta muchacha ahora, su lengua buscando la mía, ávida y violenta, empujándome hacia atrás en mi asiento (ella estaba casi encimada) y yo preocupado no tanto con la higiene como con la luz que caía directamente sobre esta zona hecha erógena de lunetas. Luego ella irresistible desabotonó, zafó uno a uno los botones de la portañuela (no eran todavía los rápidos días del zipper, también llamado en ciertos cuarteles cierre de cremallera, que es una frase —una frase para un nombre— que siempre me hizo reír) y buscó entre mis calzoncillos hasta encontrar mi cosa, ese independiente instrumento del deseo que tiene en La Habana tantos nombres, todos incongruentemente femeninos (pero como a su vez el sexo de la hembra tiene nombres machos hay que declarar a la verba más extraña que la fusión), algunos tan esotéricos como levana, sonido y furia sexual que no significan nada, palabra sin duda inventada porque aun las palabras más exóticas, como pinga, que el diccionario admite como nombre de una percha y añade que es voz usada en Filipinas, sin saber que quizá sea más usada en La Habana que en Manila pero no como percha ni pértiga, pero ¿de dónde viene la voz de levana, que tal vez se escriba lebana, para envidia de las lesbianas? Mientras, ella estaba buscando mi apéndice ciego si no ciclópeo, polifenómeno, encontrándolo y tirando de él ya que no podía extraerlo gentilmente debido a su urgencia y mi turgencia y a la estrechez de la abertura primero de mis calzoncillos y después de mi portañuela, halando, jalando, tratando de sacarlo (y me confunde que yo emplee nombres masculinos para lo que en La Habana se usan palabras femeninas: ¿una, contradicción de términos o tal vez el signo de la culturalización?) sin dejar de besarme, dando ahora un tirón final porque la había sacado (vuelvo a la feminidad del miembro) y no bien estaban fuera bálano, prepucio y glande cuando ya ella me estaba masturbando, pero tal como ella procedía era más hacerme una paja que masturbarme: yo me masturbaba, ella me hacía una paja, y aunque había mucho más arte en mi modo, había efectividad en su manera porque enseguida estaba consiguiendo ese murmullo inaudible para un segundo que precede a la venida, esa agitación que viene antes de la eyaculación, ese momento en que el pene busca una penetración que no existe más que en la imaginación de su glande, la ha estado buscando hace un coño y ahora sabe que no la conseguirá, idea fija en su prepucio que desecha, y circunciso él solo, bálano sin vagina, como con vida propia (con individualidad, en efecto) va a producir los movimientos siempre bruscos, siempre hacia arriba, siempre convulsos, que por una simpatía incomprensible del apéndice vermicular pasan al cuerpo y la agitación se generaliza, como se estaba propagando ahora en que el pene, al revés de la pila de agua de la plaza de Alvear, se convierte en un surtidor, en regadera, fuente natural brotando, manando, regando las inmediaciones, saltando por sobre la fila delantera, finalmente en manguera que se dispara en chorro hasta la impoluta pantalla, borrando a los actores, bañando a las actrices, desdibujando a los personajes (que me maten simiente), pegando en el espaldar de los asientos de delante, cayendo sobre mis piernas, en un movimiento inverso, cada vez menos intenso, ella sosteniendo el guisopo de mi pene asperjando apenas ahora y es entonces que oigo las frases que me ha estado diciendo esta muchacha, murmurando primero, después hablando alto, luego gritando: «Vas a ver» (claro que con su pronunciación habanera ella no decía «Vas a ver» del todo, cópula más que ligado), «Tú vas a ver», añadiendo el pronombre para individualizarme, «Tú vas a ver lo que es una mujer», la última frase la dijo casi ferozmente para intimidar al intimar mientras me masturbaba, al tiempo que mordía mi boca y me di cuenta de que no era muchacha lo que tenía al lado (no puedo decir que estaba entre mis brazos: más bien estaba yo entre los suyos) sino, como dijo ella, una mujer, tal vez la primera mujer que me encontraba, si exceptúo la sierra madre del cine Lira, escalada pero sin dar con su tesoro, y las mujeres de Zulueta 408: pero éstas fueron fantasías y nunca existieron sexualmente. Mientras que mi apresante (yo soy sin duda su presa) se hizo una mujer alrededor mío, la Dra. Jekyll transformada en Mrs. Hyde al beber mi brebaje —de la lluvia de leche alguna gota debió caer en su boca ávida, vida bebida—, Lana Turner transformándose en Ingrid Bergman. Trenzada, boa constrictora, pitonisa, ella seguía en la masturbación como si se masturbara a sí misma (en realidad no había visto masturbarse a una mujer todavía, masaje de seno y sexo, y sospechaba que no había mucha diferencia entre la masturbación masculina y femenina, sin saber que una era una manipulación horizontal y la otra un frote vertical, sin darme cuenta de la inexistencia de un miembro o reparar en la existencia de un esbozo de pene, ese clítoris médico llamado en La Habana pepita, como si fuera una semilla o una gota de oro de un tesoro: pero esos datos para el dedo no me pasaban por la mente entonces disfrutando como estoy, gozando como estoy, casi satisfecho como estoy) sacudiendo mi pene poderoso devenido pudoroso, su cuerpo poroso desertado ahora por la sangre antaño inundante, convirtiéndose en su mano en un barquillo empapado con el sorbete derritiéndose hacia abajo —pero es una voz vecina la que termina nuestro breve encuentro. Alguien está diciendo: «¡Qué barbaridad! ¡Las cosas que hay que ver!». Hay otras voces que se añaden declarando qué asquerosidad qué cochinada ya no se puede ni venir ni al cine y caímos en cuenta (o creo que ella cayó, como yo, levantándose del sueño sexual) que estábamos rodeados de señoras, de madres patrias, de miembros (perdón, palabra culpable) de familia que llevan sus hijos a la matinée, y que hemos ofrecido, nosotros dos, un espectáculo alterno, teatro arenga, tableau vivant, ayudados por la luz del letrero que dice (si los letreros hablaran) casi irónicamente «Damas» ahí al lado. Yo, temeroso de la ley como siempre, aun antes del síndrome de Soriano, tengo miedo de que venga el acomodador incómodo (¿pero había acomodador en el Majestic?, no lo recuerdo, no creo que pudieran permitirse el lujo de un Virgilio para cada Dante), el portero portátil, el malgenioso gerente del cine, acompañados por agentes del orden público, obvios y a la vez impenetrables policías que personifican la ley de tal modo que la menor contravención se convierte en un insulto a su persona. Mientras, mi pene se hizo penoso y se escurrió hacia su guarida, obediente ante la orden silente, y aprovechando su sumisión me abotoné la portañuela por temor a una insubordinación de mi miembro sedicioso, deseoso. Me senté correctamente (recordé con presciencia las lecciones que me dará un día un profesor de cinematografía, crítico pretencioso que era más bien un cronista de buenas costumbres, acerca de cómo había que sentarse en el cine: la espalda recta y pegada al espaldar, las piernas juntas y tocando en las rodillas, los pies apuntando al frente, la cabeza erguida en dirección a la pantalla, los ojos mirando el espectáculo fijamente) y obligué con mi acción reparadora a que mi compañera abandonara el abrazo amoroso y se sentara con corrección en su asiento. Los gritos escandalizados se apaciguaron, las exclamaciones se hicieron murmullos, el runrún devino susurro y finalmente reinó el silencio, no Universal pero sí Majestic. Ya podían las damas madres llevar a sus hijas damitas al baño o inodoro, aunque ese sitio sucio no sea ninguna de las dos cosas. Los caballeros podían envainar su envidia. El público amable todo podía asumir su carácter pasivo. Nosotros dos, esta mujer de la que ni siquiera sabía su nombre, la que no me había dicho más que frases amenazadoras de amor, y yo, que por fin había encontrado lo que busqué durante años en tantos cines, nos sumamos a la mayoría y pasamos de amantes apasionados a ecuánimes espectadores.
No recuerdo si vimos la película entera en esa función discontinua: creo que yo no la vi completa. Sí sé que salimos todavía de día y en la puerta, de nuevo cegado, esta vez por el sol aún vertical, otro proyector de imágenes, revelador, pude ver que mi amante momentánea no era una mujer: era una muchacha que estaba en camino de ser mujer pero era muy joven. Tengo que decir, lamentablemente, que la princesa se volvió cenicienta: no era una versión vertiginosa de Rita Hayworth: era todo menos bella. Su pelo estaba cortado a la moda por las horquetillas. Su nariz no era, como creí en el cine, respingada a la manera de Judy Garland pero chata: no era una nariz, era una ñata. Sus ojos no se parecían a los de Gail Russell: no eran feos pero lo que salía de entre ellos no era hermoso: su mirada era torva. Su boca se veía demasiado fina y ahora embarrada por el creyón corrido, que ni siquiera se preocupó en corregir antes de salir del cine y hacerse labios. Era más bien alta y delgada pero estaba pobremente vestida. Sus manos —que no se había lavado del engrudo tal vez fueran largas pero lo único que me atrajo, más bien me distrajo, de ellas fue que tenían unas manchas oscuras que iban del dorso hasta el brazo y no eran precisamente pecas. Ella me vio mirándole las manos, las manchas y me dijo como explicación: «La manteca». Esta frase críptica explicaba las máculas, todo: ella era una cocinera. «Yo vengo siempre los domingos», me dijo ella a continuación y era efectivamente domingo. «¿Tú vienes el que viene?», me preguntó en una promesa de cine seminal. Le dije que sí pero antes de contestarle había decidido que no la vería más. No puedo decir qué precipitó esta decisión. No seguramente que ella fuera cocinera: poco tiempo después una de mis distracciones favoritas: mi hobby y objetivo, sería la persecución de criaditas. ¿Tal vez fue el ofrecimiento de que ella me enseñaría lo que era una mujer magistral? Yo estuve buscando esa posible, imposible maestra muchos años, ¿cómo la iba a rechazar ahora? Quizá fuera la certeza de que la próxima vez nuestro encuentro tendría que terminar inevitablemente en la cama. ¿Estaría yo preparado para el amor horizontal? Estoy seguro de que mi negativa tiene una explicación y que las causas hay que encontrarlas arriba, pero ésta es la fecha y hora en que no he logrado saber por qué no volví jamás al Majestic los domingos. Tal vez temería la sabiduría de noción, expresada por Silvio, rigorista. Cuando le conté el cuento de la bella sonriente con el alfiler matador bajo la capa, me dijo: «Un día vas a encontrar tu Némesis en un cine».