MI ÚLTIMO FRACASO
Había en La Habana dos ceremonias iniciáticas que permitían pasar de la adolescencia a la adultez, alcanzar la hombría, «hacerse hombre» —una de esas circunstancias era una circuncisión espectacular. Esta primera ceremonia era puro relajo, pero el relajo habanero, conocido como criollo, admitía la chacota como forma de fornicación y la broma sicalíptica como modo de vida. El primer templo iniciático —acceder a él nos permitía poner la toga virial— era un teatro, el Shanghai (o para decirlo a la habanera, Changai) y como espectáculo descendía directamente del teatro bufo de la época colonial pero ahora adoptaba la mala palabra como expresión verbal máxima (y, a veces, única) y los cuadros pornográficos más íntimos como expresión teatral. Era en realidad una degeneración del antiguo teatro Alhambra, famoso en los años veinte y treinta, pero, como en toda degeneración, había en su decadencia una transformación, una permuta, una forma de creación. Sus personajes y sus situaciones llegaron a hacerse originales en su dramatización de la pornografía. Así no era difícil encontrarse en escena a una dama bien vestida, de finas maneras, participante doliente de un velatorio concurrido, que se llegaba hasta el Negrito y el Gallego (personajes tradicionales del teatro bufo, originados tal vez a fines de siglo), quienes de una manera no explicada también tomaban parte del velorio que iba pronto a convertirse en velada, para decirles ella mientras les ofrecía ceremoniosa y cumplida una tarjeta de visita: «Vengan a visitarnos un día, por favor. Mi marido es caprichoso y, por ende, bugarrón». Súbita revelación de perversiones sexuales que hacía saltar al Negrito para gritar: «¡Carajo!», y exaltarse el Gallego, que exclamaba ante aquella costumbre revelada (evidentemente propia del país) un estruendoso: «¡Joder!». Después ocurrían peripecias más o menos complicadas que el Gallego y el Negrito resolvían simulando un coito —de pie—, ya bien con la dama empingorotada (palabra que el Negrito hubiera recibido con un obsceno: «¡De pinga, caballeros!») o con una vieja que había olvidado la menopausia (y Nena la Chiquita demostraba en Zulueta 408 todos los días que el teatro bufo no era una farsa cómica sino una versión naturalista de la vida) por su ninfomanía, y terminaba el espectáculo con todos los personajes (había, además de los nombrados, un chino, extrañamente apodado el Narra, un maricón llamado el Cundango —más tarde sería la Loca—, una virgen dispuesta a perder su virginidad a cada momento, nombrada —la virgen, no la virginidad— Cachita o cualquier otro nombre de mujer virginal, y un viejo rijoso, apelado el Viejito, en este caso unido al nombre del actor, apellidado Bringuier) en escena bailando burlescos —número llamado invariablemente «Rumba Abierta por Toda la Compañía». En los entreactos había «Grupos Artísticos», que no eran más que cuadros vivientes en que se mostraba a las coristas coritas en un strip sin tease y con todos sus pelos y señales. A este espectáculo iniciático y mítico me llevó Eloy Santos, con la desaprobación rezongada de mi padre, hombre a quien nunca oí decir una mala palabra y que no fumaba ni bebía —prohibición que mantiene a los setenta y cinco arios de edad, a pesar del anuncio que se quería augurio de Eloy Santos de que un día sería un viejo verde —aunque no tendría que esperar tanto para que su vaticinio fuera verdad. A la puerta del teatro Changai (o Shanghai, como anunciaba el letrero luminoso que lo distinguía en la calle Zanja, en pleno barrio chino), pero ya dentro del teatro (no había vestíbulo, postema sin preámbulo: se entraba directamente de la calle al patio de lunetas) había una sección literaria, donde se vendían novelitas de relajo ilustradas con fotos y dibujos explícitos que no dejaban nada a la imaginación: una imagen pornográfica vale por mil palabras eróticas. Recuerdo una ilustración que me impresionó a pesar de mí mismo porque retrataba un coito entre dos mujeres y entonces yo consideraba a las lesbianas como el peor enemigo del hombre. Esta noción debía provenir del escándalo que produjo en el Instituto el descubrimiento de una escuela de lesbianas que tenían su cuartel general en el salón de espera, vedado a los varones, verdadero zenana donde algunas de las «hermanas mayores» habían tratado de seducir a una de las novatas, que se mostró, al revés de otras, renuente y tan decididamente heterosexual que hizo que se descubriera la masonería de lo que Silvio Rigor, con su autoridad verbal de siempre, dictaminó como una «tribu de tríbades», frase tan impresionante como la ilustración pornográfica. En esta foto las dos mujeres estaban trabadas una encima de otra, en un doble cunnilingus, pero la lesbiana de abajo sostenía su sexo prominente al levantar su torso y su vientre con los brazos y las piernas verticales, produciendo un plano de placer sobre el que se asentaba la mujer mayor, que a su vez extendía sus miembros, formando las dos un octópodo, la verdadera imagen de una araña erótica. Nunca he vuelto a ver esa fotografía en mis frecuentes viajes a la terra incógnita de Erótica, en mis paseos privados por los países afrodisíacos, en mi estudiada estadía en el incontinente sexual, pero no creo que fuera hecha en La Habana por su calidad de contrastes (las mujeres eran morenas), por sus valores plásticos, por su técnica fotográfica muy superiores a las de las ilustraciones usuales de las novelitas galantes. Le describí la foto a una mujer tiempo después —pero más, más tarde.
Fui al teatro Shanghai (o Changai) con cierto temor, con ese miedo adolescente a las puertas (las puertas prohibidas cerradas producen la ansiedad de que siempre pueden abrirse) a punto de ser abiertas por padrinos o por persona interpuesta a los muchos misterios de la vida. Salvé la entrada a la sala salaz no sin antes enfrentarme a la sensacional sorpresa del viejo don Domingo en funciones de portero, amable cancerbero canoso, que pareció no reconocerme. (Estoy seguro de que fingió no conocerme para mantener su dignidad de andar por casa, esa comunal casa descomunal que era Zulueta 408.) Recuperado de descubrir a nuestro senador en otro congreso, haciendo pasar personas como leyes, atravesé el umbral misterioso y de pronto me encontré en el templo de templar, dentro del domo drolático, allí donde era posible esa extraña unión del sexo y el humor, un milagro pagano, pues no hay acto más ceremonioso que el coito. Me divertí de veras, sobre todo con las parodias de canciones contemporáneas a las que se sometía a un ingenioso trastrueque de su letra textual por un injerto de malas palabras que sustituían los buenos versos y de un doble sentido que era sentido único. Así la «Guantanamera», trova tradicional, era trasvestida y su forma folklórica se transformaba en un refrán: «Aguántame la manguera». La letra del tango que dice: «Sabía que en el mundo no cabía», se convertía en: «Sabía que en el culo te cabía / Cuatro troles de tranvía / Y la pinga del conductor…». Estaba la otrora dama del velorio, ahora una mulata melódica, entonando una larga melopea a unas «morrongas moradas», que aparecían por dondequiera que ella iba, dejando detrás una estela de penes purpúreos y que tomé por una referencia pictórica (y pintoresca) a la sífilis, mal de amor. Hay otros ejemplos más descacharrantes, pero citarlos seria hacer listas —además que están los derechos de autor. Esa primera prueba de hombría habanera la pasé con altas calificaciones y, ya casado, fui a menudo, solo o acompañado pero nunca por una mujer, que no se veían entre el público pornográvido. (En época de carnaval solían asistir a las funciones capuchones misteriosos: no eran Montresors sino mis tesoros: mujeres curiosas disfrazadas para penetrar en ese templo que era lo contrario de una zenana: «Sólo para caballeros», como advertía un letrero en la puerta, que bien podía añadir: «Que pierdan toda vergüenza las que entraren». Siempre encontré al Shanghai, Changai divertido, y en una ocasión resultó instructivo. Años más tarde acompañé a un cineasta italiano que quería hacer un documental llamado La Habana de noche y oí con sorpresa a la salida, idéntica a la que me dio don Domingo a la entrada, que comparaba el espectáculo habanero con el teatro popular napolitano!)
La segunda prueba fue más difícil porque tenía que dejar de ser espectador para convertir en actuante —o por lo menos en actor. Fue ir por primera vez a un prostíbulo. Me llevó Carlos Franqui, quien pensaba que no había mucha diferencia en iniciarme de Faulkner a fucking. Vino con nosotros, también por primera vez, Pepito, más que mi amigo mi semejante, mi vecino del falansterio. Ya saben que yo conocía Colón, pero sólo superficialmente, al atravesarlo como una selva seductora, con flores perfumadas pero ponzoñosas. Había pasado por primera vez por el barrio con algunos compañeros de bachillerato, atrevidos, que solían hacer burlas a las putas que hacían el día. Uno de los chistes favoritos de un compañero más osado que los otros, Guido Canto, que no duró mucho en el Instituto, era conseguir (no sé cómo: todavía hoy no me lo explico, por lo que tiendo a creer el cuento de Frank Harris, memorista mentiroso, en que Maupassant te hacía pareja demostración) una erección a voluntad, visible por encima del pantalón y dirigiéndose a una puta parada en la puerta o detrás de su rejilla mozárabe a mostrarle su bulto entre las piernas y decirle: «Te la doy gratis» para ganarse nuestra risa invariable y la variable maldición de la mujer de la vida. Pero nunca había entrado en un burdel. Esa noche iba no sólo a entrar por primera vez en un bayú sino que me iba a acostar por primera vez con una mujer, ya que no podía decir que la refriega (eso fue lo que fue) con Nela en su catre precario fue acostarse y fue lo más cerca que estuve entonces del coito.
La reunión previa ocurrió inevitablemente con el grupo político-literario que se juntaba en la acera reaccionaria del Diario de la Marina, frente al capitolio iluminado, pero la noche no tenía la fosforescencia de las primeras noches habaneras, los reflectores proyectando una luz intensa y cruda. Hacíamos tiempo Franqui, Pepito y yo pata ir los tres hacia el barrio de Colón (debían de ser más tarde de las ocho y antes de las diez pero no recuerdo haber oído esa noche el estruendoso cañonazo de las nueve), nuestro destino, la meta, el teatro de la prueba privada. Finalmente dejamos la esquina de Teniente Rey y cogimos Prado abajo, hasta llegar a la calle Virtudes y por ella (por virtudes hacia el pecado) bajar hasta Crespo y la esquina de Trocadero —o sea, el corazón oculto pero palpitante de Colón. La calle, la esquina, las casas estaban a oscuras. Tocamos (es decir, tocó Franqui) a la puerta de una mansión colonial y el portón grueso se entreabrió al instante, como accionado automáticamente —al menos, así me pareció a mí. Asomó la cara una mulata que al vernos, a mí y a Pepito, preguntó:
—¿Son mayores ellos?
—Sí —dijo Franqui, mintiendo.
—No lo parecen —dijo la mulata, que debió mirarme más a mí que a Pepito.
—Bueno —dijo Franqui—, pero lo son.
—Mira que no queremos líos con la policía.
—Los vamos a tener si seguimos aquí.
Este argumento circular pareció convencer a la portera, cancerbero (veo que abundan en esta zona las referencias a esa creación mitológica feroz: es que tanto el Shanghai como el barrio de Colón eran sitios míticos habaneros de lo que las buenas costumbres llaman vicio) o lo que fuera ella. Abrió la puerta para permitirnos entrar y hubo un contraste como de cine entre la oscuridad de la calle y la iluminación dentro del bayú, su bullicio, su jolgorio: el exuberante regocijo de la vida alegre. Era un edificio de tres pisos, con un patio interior y balcones corridos que daban a lo que debió ser un jardín: la usual casa solariega de La Habana Vieja devenida domicilio del placer. Había un gran trasiego de mujeres con escasa ropa y decir poca para algunas pupilas era decir mucho: una o dos no llevaban más que pantaloncitos y hubo un momento en que se abrió uno de los cuartos cerrados y en la puerta apareció una mujer —mejor dicho, una muchacha— desnuda como Eva, su pendejera su hoja de parra. Todo parecía suceder al mismo tiempo y mientras Franqui hablaba con la matrona (palabra que había degenerado en La Habana de la «madre noble y generosa» del diccionario en proxeneta que regentea un burdel) yo miraba el espectáculo, mis ojos todo pupilas: nunca antes había visto tantas mujeres desnudas juntas (excepto en la lejanía del escenario del Shanghai o en mis imaginaciones eróticas más desaforadas) y todas dispuestas a lo que tantas eran renuentes: a la gaya ciencia de singar. Sin embargo por entre mi fascinación pude oír que Franqui decía algo que sonaba a es la primera vez y la matrona maestresala respondía olvídate del debut, pero no puedo jurar que ésas fueron las exactas palabras cruzadas porque yo no tenía oídos más que para el rumboso rumor de las mujeres que iban y venían con un fondo de mambo que llegaba desde la victrola multicolor en medio del salón, presidiendo luminosa y sonora el círculo de putería. Ahora la matrona se dirigió a mí —mejor dicho: a nosotros: ya había olvidado a Pepito con tanta carne cruda cerca— y llamó en alta voz a una Mireya —nombre que ha quedado en mis oídos como propio de putas— que vino hasta donde estaba ella antes de que la matrona añadiera: «Y Xiomara», otro nombre putesco desde entonces. «Ocúpense de los muchachos», agregó, apuntando para Pepito y para mí, aunque no había necesidad de hacer ese gesto indicador: todos los demás clientes que se podían ver en el bayú eran hombres hechos y derechos.
Pepito eligió a Mireya —o más bien Mireya eligió a Pepito— y yo me quedé con Xiomara. Podía haber escogido otra de las pupilas que se veían esparcidas por el salón, evidentemente desocupadas. Pero me gustó Xiomara de Xanadú (tal vez, fue el exotismo del nombre que ahora obliga a la asociación romántica: ya yo era afecto a la literatura) con su cuerpo bien hecho reducido en todo: en caderas, en tetas, en muslos. Además su cara, aunque no era linda, tampoco se podía decir que fuera fea enmarcada por su pelo rubio teñido, rubio borroso y algo en ella —¿las facciones, el modo de mirar, su andar?— la hacía aparecer (luego me di cuenta de que era solamente parecer) muy joven. Xiomara llevaba un refajo de raso por todo vestido y me sonrió cuando me dispuse a ir con ella: no tenía buenos dientes. Atravesamos el salón y nos dirigimos —es decir, se dirigió ella: era mi guía y yo me limitaba a seguirla— a la escalera, al fondo, que llevaba al segundo piso. Era la escalera común a esta clase de casa en La Habana Vieja, pero insisto en recordarla, no sé por qué, como una escalera de caracol: tal vez no sea el recuerdo sino mi imaginación. Después de recorrer el breve corredor, que me parece más largo en la memoria, ella abrió una puerta a un cuarto oscuro, que al encender la luz ella se convirtió en una habitación con una cama vacía pero no muy bien tendida: alguien había estado acostado en ella y no se había molestado en tenderla correctamente: mi madre habría objetado a tal chapucería. De esta reflexión sobre sábanas me sacó Xiomara, quien en cuanto entró al cuarto y como accionada por un resorte (me recordó la acción automática que abrió la puerta del burdel) se quitó el refajo y se quedó completamente desnuda (aunque aparentemente más recatada que la puta desnuda que atravesó el salón, Xiomara no llevaba blumers) pero su desnudez fue visible sólo un segundo: al tiempo que se desnudaba apagó la luz. Sin embargo en ese relámpago oscuro pude ver su cuerpo, que me recordaba —aunque estaba vertical y de frente— la visión casi curativa que había tenido en la azotea de la muchacha desnuda acostada en la cama del cuarto del hotel Pasaje. Ahora, por un instante, Xiomara la puta me recobró a la muchacha perdida. Pero fue nada más que un momento memorable, ya que al instante siguiente ella, Xiomara, estaba en la cama, profesionalmente esperando que yo completara el sabido (teóricamente) mítico monstruo de dos espaldas, que yo nunca había formado, ambos en la posición de misionero, ella apurándome con su mirada visible en el cuarto ahora no tan tenebroso. Era evidente que me apresuraba con su postura a que yo me desnudara, cosa que hice, para ella, con desesperante lentitud (oí chasquear sus dientes cariados), para mí con celeridad inusitada (siempre se me enredan los bajos de los pantalones en el tacón de cada zapato y casi me hacen perder el equilibrio que recobro con un paso o dos a un lado y a otro, casi conga), haciendo avanzar el momento en que penetraría, atravesando el umbral, el único misterio de la vida que podemos conocer y que estaba todavía por desvelar, si exceptúo los instintos infantiles y luego los imperfectos conocimientos adolescentes, meros arañazos en la puerta peluda. Me abalancé a la cama y después trepé por Xiomara con mi habitual habilidad que es chambona (según subo siento su perfume, que es de brillantina barata mezclado con esencia escasa: perfume de puta en el vocabulario habanero pero para mí el olor del deseo) pero al encaramarme sobre ella el ardor que sentí al principio, al verla desnuda, hada hetera, me desertó al cubrirla y en vez de tumescencia tuve flaccidez, una lasitud que no era adecuada a la prometida gran penetración —promesa para mí, para ella gaje del oficio. Ella luchó conmigo, ahora convertido en peso muerto, pero no hizo lo que era necesario: no ser mera física sino simpática, dar cariño, ofrecer amor aunque fuera comprado. Así estuvimos en ese falso coito unos pocos momentos que me parecieron estancias en la eternidad, frotándome inerte, inútil contra su pubis, menos lúbrico que las dos lesbianas arañas. Ella se cansó de luchar a pierna partida: «Bueno, bájate», fue lo que dijo finalmente, una orden ominosa, y la obedecí. Saltó de la cama y se echó el refajo sobre el cuerpo desnudo y sudado como un salto de cama, naturalmente. Encendió la luz y abrió la puerta mientras yo me estaba vistiendo todavía, los pantalones ahora enredados por arriba a los talones del pie desnudo, ella lista para el próximo parroquiano, yo profundamente humillado. He hablado a la ligera de lo que fue para mí entonces un encuentro con el fracaso: me esperaba todo (tal vez una eyaculación prematura en vez de un coito capaz, tal vez un mal menor) menos mi incapacidad total para funcionar. ¿Cómo después de innúmeras masturbaciones, de incontables erecciones solamente con hablar con Beba, de vanas venidas con Lucinda, de la eyaculación caudalosa en los muslos evasivos de Nela, me iba a encontrar actuando prácticamente como un impotente, yo presunto poderoso potente? Era tan irreal como la atmósfera del burdel y al mismo tiempo ambos vivos en mi memoria. Antes de dejar el cuarto, mientras ella cobraba el dinero regalado que yo busqué por unos momentos también frustrantes por los bolsillos de mi ropa, sin encontrarlo, enredándome ahora las manos en todos los intersticios vacíos de mis pantalones, hallándolo finalmente en el último momento, atiné a decirle sin mirarla: «Por favor que no se enteren mis amigos», y ella respondió, casi automáticamente: «Ni te preocupes». Ahora, a la luz desnuda del pasillo, pude ver que ya no era tan joven, que distaba mucho de parecerse a la muchacha tumbada bocabajo, tostada, toda de yodo, del Pasaje, cuya cara nunca había visto pero que estaba unida en mi imaginación a su cuerpo en la memoria, inolvidable toda. La iniciación había sido un fracaso del presente pero un triunfo del recuerdo.
A las dos semanas volví con Franqui y Pepito, compañeros de mi guarida, al mismo bayú, con la misma Xiomara (la frustración estaba unida a ella y eran inextricables: las dos se habían hecho obsesión: tenía que regresar a ella y hacerlo vencedor) y sucedieron las mismas cosas: mi timidez venciendo el erotismo, la flaccidez contra la tumescencia, el fracaso repetido convirtiéndose en fiasco. Creo que lo atribuí a una causa mayor: al miedo instigado en mí por mi madre, por toda la familia, por algunos amigos, a las putas, convertidas de mujeres malas en equivalentes de enfermas, capaces de contagiar su mal y presidiendo esos temores físicos un gran temor casi metafísico inducido por un término terrible: sífilis. Pero Xiomara tenía otra explicación, un diagnóstico. Al cobrar de nuevo por el trabajo que no había hecho («No se devuelve el dinero si se suspende la función»), me dijo: «Debes ir a ver un médico», que me asustó porque ella quería decir que algo estaba mal en mi cuerpo (tal vez fuera tan presciente de haber implicado que el mal estaba en mi mente), pero el susto duró sólo un momento: el tiempo que me tomó salir de la casa, de la calle Crespo, del barrio de Colón —yo sabía que no pasaba nada con mi sexo que el amor no pudiera curar.
Tiempo después —no recuerdo cuánto exactamente: el memorista sólo sabe que el tiempo es elástico— sucedió la tercera repetición de mi iniciación segunda pero esta vez yo fui mi propio maestro de ceremonia. Era el día de Navidad y habíamos estado bebiendo en casa, en nuestro cuarto de ese palacio poluto de Zulueta 408, una botella de vino exótico (o tal vez de ron doméstico: no recuerdo, solamente recuerdo, como graduación del alcohol, la desaprobación de mi padre, expresada en rezongos, en carraspeos y en miradas atravesadas) traída por Rine Leal, bebiéndola en compañía de Matías Montes, escritor en cierne, y con Rine, por supuesto. Finalmente decidí que la atmósfera adversa de mi padre, haciendo el lar latoso, era insoportable y salimos los tres del cuarto, del solar, dejando la botella vacía detrás: no era de gente decente beber por la calle, sobre todo a pico de botella. Ya tarde en la noche el trío en tragos trastabilló más que caminó por el precario borde de La Habana Vieja (era difícil guardar el equilibrio en esa zona ese día) que era la calle Zulueta, en la noche de Navidad (o tal vez Nochebuena: nadie celebraba la Navidad en Cuba, Cristo naciendo la noche antes de que lo hizo), bajo una lluvia inusitada en vez de una nevada, como pintan las postales que debe ocurrir en Navidad, aun las postales de Navidad habaneras, ciertamente decepcionados por la ausencia de nieve, como dejaban oír nuestros hipos a dúo y a veces a trío. Fue no lejos de casa, apenas a dos cuadras, yendo por el portal de la Manzana de Gómez (y es extraño cuántas veces dormido vuelvo a pasar entre estos portales que el sueño hace arquitectura interminable pero en esa zona de La Habana las columnas forman el horizonte urbano, un paisaje infinito), protegidos de la lluvia por los corredores pero no de la tentación de la Manzana de Gómez: fue allí, en la arcada solitaria, que nos enfrentamos de pronto con la negra más linda que había visto en mi vida —y yo había visto unas cuantas negras neumáticas, aun en el futuro me esperaba el encuentro con una verdadera Venus afro. Ésta de ahora no era una negra sino una negrita, alta, delgada, que se hizo más joven cuando la conocí— y al verla supe que debía ir tras ella, hablarle, intimar. Así les dije a Rine y a Matías: «Bueno, nos vemos», dando media vuelta y alejándome en el acto, en un acto que ellos no creyeron inusitado por lo repetido que era: no era la primera vez que yo dejaba a mis amigos, su compañía, la amistad por el afecto, para caerle detrás a una mujer, muchas veces sin alcanzarla mi amor trompero. Pero esta vez me aparejé pronto a la negrita y la saludé y ella me sonrió: estaba hecho, como se decía en La Habana, cuando algo salía bien, como si uno estuviera por hacer y solamente el éxito nos completara.
—Paseando sola tan tarde —le dije, dejando que la frase no fuera ni una pregunta ni una afirmación: simplemente una oración en la noche.
—Así parece —dijo ella, en el mismo tono.
—¿Y eso?
—Cosas de la vida —y volvió a sonreírse: era evidente que su sonrisa encerraba o desvelaba un misterio y no eran sus dientes que mostraba y ocultaba, iluminando y oscureciendo alternativamente su cara bella. Ella sabía algo que yo no sabía pero debía adivinar.
—¿Adónde vas? —le dije yo, tuteándola ya.
—Oh, por ahí.
—¿A ninguna parte?
Ella se detuvo y me miró de frente (ahora estábamos protegidos de la lluvia por los portales proxenetas del Centro Asturiano), aunque no me estaba enfrentado, y todavía sonriendo o sonriendo de nuevo me dijo, usando su única pregunta, devastadora, ante tantas preguntas mías, inocuas:
—¿Qué es lo que tú quieres?
Se me cayó el alma a los pies. De manera que era no una conquista sino una compra venta: ella era puta de la calle, una que hace la calle, una fletera —esa extraña palabra habanera que nunca nadie supo explicar su origen. ¿Qué tenía que ver una fletera con los fletes o una trotacalles con flirt, si derivaba del inglés? Pero yo no estaba para ejercicios en etimología y el ron reciente (o el vino) me hizo preguntarle, saltando por encima de mi timidez:
—¿Cuánto?
(Ustedes se preguntarán cómo había sabido yo que era una puta sólo por su porte y una pregunta. Pero es que ustedes no la tienen a ella delante como yo la tenía. Su pregunta era un programa, su postura una tarjeta de presentación, su cara unas cartas credenciales.)
Ella volvió a sonreírse y me dijo muy bajo, tanto que casi no me dejó oír la lluvia:
—Un peso —que quería decir un dólar, claro, pero que era más que un dólar entonces, al menos para mí: teoría de la relatividad económica, pero era extraordinariamente barata aun para los años cuarenta—. Eso sí —añadió apresurada—, tú pagas la posada.
No fue difícil encontrar una posada barata: yo no tenía para más y la que escogí en la calle Obrapía, cerca del Floridita, bar de lujo, era un hotelito de mala muerte y la habitación, ante cuyo aspecto escuálido el cuarto del bayú en el barrio de Colón resultaba una suite en el Hotel Nacional: no tenía baño y solamente había, en un rincón, una palangana y una jarra higiénica. (Habíamos pasado junto a otro hotel de passe —que era el mismo en que dormimos toda la familia una noche de agosto de 1941. Pero no entré en él no para evitar el carácter cíclico que hubiera tenido mi estancia erótica ahora sino porque pensé que resultaría más caro que éste en que me había metido finalmente). Nos quitamos la ropa (no recuerdo haber pedido una habitación ni haber entrado en ella ni haber cerrado la puerta por lo que bien podíamos estarnos desnudando en público) y esta vez sí pude ver cómo se desnudaba una mujer, que no había visto nunca antes: había visto mujeres ya desnudas pero no quitarse una la ropa pieza por pieza: ante este desnudarse de ahora lo que hizo la anafrodisíaca Xiomara era vulgar y violento: ésta se desnudó con lentitud deliberada y como era invierno llevaba bastante ropa que quitarse: fue un verdadero desvelamiento. Cuando finalmente se quedó desnuda me dejó pasmado: era un cuerpo de una perfección rara, con las largas piernas perfectas y el culo calipígico que siempre tienen las negras: alto y parado, luego las teticas de totem que la hacían casi el negativo de una Venus de Cranach. ¿Hay negras medievales? Esto lo pienso ahora, entonces pensé que ella era la promesa de Marta, la hija de Georgina, de Georgina misma joven encarnada en esta negrita, hecha carne. Aunque yo estaba todavía borracho pude gozar su desnudez el momento maravilloso que duró: ella, con frío africano, corrió hacia la cama y se metió bajo la sábana, dejando fuera sólo su cabeza conga que se veía más negra en la oscuridad (no puedo recordar quién apagó la luz, o a lo mejor el hotelito era tan pobre que no había luz: pero no: esto es imposible: ella debió de apagar la luz —¿o tal vez fui yo?, pero ciertamente no había luz) del cuarto. Fui hasta la cama, ya desnudo, y me metí bajo sus sábanas o bajo la sábana, ya que era ejemplar único, primero y luego fui arriba de ella, sintiendo sus huesos hacerse muelles de jóvenes que eran bajo mi cuerpo que entonces no pesaba mucho. Creo que por un momento me pregunté si seria así como yo perdería mi virginidad, preciosa a pesar mío, con una puta y no con la mujer amada que yo creía, quería. Después hubo una falsa penetración porque ocurrió lo que nunca me había ocurrido en los largos años de práctica con mi pene, maestro masturbador, cuando creía que la mano era la mejor amiga del hombre, lo que yo temía que me ocurriera con mi primera mujer verdadera, aun con una puta profesional, vino a pasar —con esta fletera amateur: un coito prematuro, eyaculación precoz es el término técnico.
«¿Ya?», preguntó la negrita núbil casi tímidamente al notar mi flaccidez. Al ver su cara tan joven era para hacerle la pregunta de preceptiva de la putería de que qué hacía una muchacha como ella en esta profesión, para seguir preguntándole, cubriendo ahora el embarazo, cuánto tiempo llevaba de puta, cómo había entrado en el negocio —y esas muchas preguntas largas fueron mi respuesta a la suya breve. Me contó cómo hacía dos años que estaba ejerciendo la prostitución —ella dijo, más directa, mejor: «En la putería»—, que había comenzado a los dieciséis años cortos, iniciada por un primo que cobraba parte del dinero al principio, pero ahora, desde unos pocos meses, ella hacía la calle sola, por su cuenta, sin darle cuentas a nadie. No era tan mal vivir. «Se llama meterse a la mala vida, pero no es tan mala», me dijo y se sonrió, su boca convertida toda en blancos dientes. Cobraba su dinero y ahora podía comprarse ropa y zapatos y perfume. (Su perfume barato era más poderoso que el que usaba Xiomara, pero esta Venus negra —nunca supe su nombre, ni siquiera su seudónimo putesco— olía mucho mejor que la mala puta blanca). «Además», dijo, «¡me divierto más!» (Ya lo he dicho: hasta encontré putas felices). De aquí pasó sin transición a ocuparse de mí, ya toda una profesional: «¿No quieres que echemos otro palo?», me preguntó, queriendo decir comenzar otro coito: ella era generosa: el primero ni siquiera tenía derecho a ser un palo, mucho menos una singada. Pero por alguna razón yo estaba contento. Sería el vino (o el ron de Rine) o la realización de que no había perdido mi virginidad del todo: todavía podía esperar ese amor perfecto, aspirar a él, merecer una mujer. No lo sé. Sólo sé que le di todo mi dinero, dejando un poco para pagar al chino fumado, esfumado, que nos abrió la puerta de la calle. Salimos los dos a Obrapía donde todavía llovía: llovía en Obrapía y en Monserrate, llovía en Zulueta y en el Prado y por, Jesús del Monte y El Vedado: llovía sobre toda la Habana.
—Pensé que esta noche no iba a hacer ningún negocio —dijo ella todavía en Obrapía.
—Ya tú ves —le dije yo, dejando la frase en el aire húmedo para que ella la completara con la letra de un bolero:
—Uno no sabe nunca nada.
Yo podía responder con la letra de otro bolero porque había llegado al conocimiento de mi sexualidad: «Tú serás mi último fracaso».