Vine a descubrir la música americana ya adolescente en Zulueta 408 (hubo un avance de lo que vendría en una película vista en el cine Actualidades, Sun Valley Serenade, que caminé desde la muy alejada cuartería de Monte 822 para verla —y, sobre todo, oírla), no sólo en las películas sino en las victrolas automáticas, como la radiante, multicolor, cromada Wurlitzer, que era como una metáfora de la ciudad, centrada en el vestíbulo del teatro Martí, entre innumerables pinballs, con sus guiños eléctricos, sus figuras iluminadas y su combinación de deporte y juego de azar, que debían haberme atraído más, pero según entraba en aquella cápsula cautivante, otro trompo del tiempo como el cine, me pegaba, virtualmente me adhería a la gramola, fonógrafo robot cuyo sistema de selección y cambios de discos me hechizó, movimientos mecánicos que preludiaban más que precedían el sonido sensual, cautivador pero antes debía esperar que alguien con dinero (yo no tenía ninguno) seleccionara uno de mis discos preferidos y si tenía suerte salía, como en un sorteo, mi favorito, entre los favoritos, «At Last», al fin al principio. Me hice un fanático de la orquesta de Glenn Miller (la culpa inicial la tuvo Sun Valley Serenade, pecadora originaria) y por un momento que dura más de un momento pareció que la música cubana o sus imitadoras mexicanas o puertorriqueñas iban a quedar definitivamente desplazadas en mi memoria (recordándolas, que es el mejor almacén para los récords, grabándolas en mi mente, tarareándolas con voz silente para todos, menos para mí) por el swing, nuevo sonido. Pero llegó triunfador por mucho tiempo el mambo. En la era de los primeros mambos no teníamos radio en casa todavía, pero cuando se convirtió en fiebre nacional primero y luego en moda internacional, mambomanía, ya los podía oír sincopando sus sones en nuestro radio, aparato mágico alrededor del que vivíamos, junto al cual me convertí definitivamente (ya había comenzado a serlo en el pueblo y después lo fui intermitentemente en los radios vecinos al alcance de mi oído oportuno: el de Nila en Monte 822, el de Isabel Escribá en Zulueta 408) en oyente de los romances radiales, no sólo de las series de aventuras sino hasta de los novelones que prefería mi madre y, uniendo dos formas de arte popular, fui asiduo escucha visual del programa Pantalla sonora que trasmitía, radializados, los argumentos de los últimos estrenos del cine!) en un melómano y así la música marcó muchos momentos de mi vida, antes y entonces y también en el futuro mediato. Los mambos fueron sustituidos, justa justicia, por el bolero, de regreso triunfal en la voz arcaica de Panchito Riset, volviendo desde el extranjero y del pasado con sus alargados plañidos en falsete —uno de los cuales yo iba a utilizar, bolero barato, en un cuento sobre el amor adolescente y el fracaso, nada menos. Después vino el descubrimiento (que tuvo avanzadas inesperadas y rápidas en la música incidental de los episodios de la radio) de un nuevo mundo sonoro: la música clásica, es decir de la música sinfónica europea y más tarde de sus imitaciones americanas y limitaciones cubanas. Pero ya de esta música no pude hablar con Beba.
Beba y yo llegamos a gozar de una idílica intimidad, a pesar de las innúmeras interrupciones de Trini (que ya había dejado detrás los jugueteos juveniles con Pepito y se había hecho novia en serio de un hombre —que debe permanecer en el anónimo porque era insignificante— que trabajaba en el Palacio Presidencial, a lo que ella y su madre daban gran importancia aunque él no era más que una especie de camarero glorificado, un mozo en Palacio: «Pero ve al Presidente», era la excitante razón de ser de ese novio y de paso de Trini y de su madre, no de Beba: ella era diferente —pese al acto de doblez que cometió conmigo siguió siendo distinta a su familia), en su cuarto, primero, a veces en el nuestro jugando algún juego de salón, de cuarto, damas chinas, damasquina daga amorosa, pretextos para proximidades. Un día, una tarde (lo sé precisamente por la sombra que proyectaba el sol, implacable ahora vencido, sobre el borde de la alta tapia) estábamos en la azotea, que cubría todo el edificio: era tan extensa que podíamos jugar allí a la pelota, deporte que de hecho practicamos muchas veces los muchachos vecinos, pero donde también había estudiado solo textos difíciles y en ocasiones acompañado por Pepe Peña mi condiscípulo (que viene a cuento porque él siempre alardeaba de su vasta memoria, que era «mejor que la de nadie», aunque hacía una concesión a la precisión de la mía y para probar ambas citó el título de un libro por el que se proponía preguntarme años más tarde diciendo solamente «El libro»: no llegó a someterme a esta prueba porque nos separaron los intereses comunes que eran diversos: a él le interesaba el estudio (de hecho era un excelente estudiante y llegó a ser un matemático notable), a mí me interesaba más la vida y después la literatura, pero ahora, treinta y cinco años después, puedo recordar su nombre nemotécnico: A través de la naturaleza: prueba ante la letra) y fue en ese rincón abierto donde establecimos nuestra intimidad Beba y yo muchas veces. Pero hay una ocasión particular en que paulatinamente dejamos de hablar y yo miraba su nariz, la única imperfección de su cara: era una de esas narices que parecen partidas por la naturaleza pero es que tienen el puente quebrado y ese defecto único le daba todo el carácter a su cara perfecta, con su óvalo largo, sus orejas pequeñas, su frente alta. Recuerdo que ella bajó la vista, mostrando sus párpados gruesos terminados en profusas pestañas (apenas si usaba maquillaje entonces) y arriba sus cejas sin depilar, curvadas naturalmente, y en ese momento, la contemplación pasiva se hizo acción activa y mi timidez, mi motor, me hizo acercar mi cara a la suya y rozar con mi boca sus largos labios carnosos —y ella no se movió: no devolvió mi beso pero se dejó besar y esto fue para mí un triunfo, la recompensa de años imaginando cómo besar su boca, viéndola desde pequeña hasta ahora que era una mujer, sus labios eternos porque no habían cambiado, y si antes eran enormes en su cara de niña, ahora completaban su belleza adulta. Yo no sabía besar, lo admito, pero pienso que aquél fue el beso perfecto, el que debía darle, el que tal vez ella estaba esperando (nunca lo supe exactamente) y no creo que lo sufrió pasivamente, que sólo lo toleró, sino que lo devolvió a su manera. A Beba no se le conocía novio ni interés por ningún hombre y que me prestara atención a mí, mero muchacho, más que una excepción era un acontecimiento. No la volví a besar más nunca porque a los pocos días vino una realidad extraña a interrumpir mi idilio.
A nuestra casa venían muchos comunistas, cosa natural, pero un día se apareció un comunista profesional: es decir, uno que trabajaba exclusivamente para el partido, cuyo empleo era el proselitismo. Se llamaba Carlos Franqui y resulta curioso que este visitante ocasional llegara a tener tanta importancia en mi vida, todavía más si se considera que nuestro conocimiento mutuo, cuando ocurrió, tuvo lugar bajo los peores auspicios. Franqui era un activista del Seccional de Tacón (misteriosa palabra seccional, casi tanto como accesoria), una de las divisiones habaneras del partido comunista. Zulueta 408 estaba comprendida en ese sector y era natural que Franqui viniera a visitar el solar y que escogiera como base nuestro cuarto, no sólo por ser mis padres viejos comunistas sino porque mi padre trabajaba en el periódico Hoy, sitio en que Franqui, escritor secreto, tenía puesta su mira. No me gustó Franqui la primera vez que lo vi, natural en mí que siempre he desconfiado de la amistad de extraños. O quizá fuera que presintiera ya que resultaría un intruso. En su segunda visita Franqui conoció a Beba y se interesó por conocer de cerca su belleza remota. Franqui (que nunca fue un tenorio típico sino lo contrario de un donjuán, que según creo no había tenido novia antes) se enamoró de Beba, se le declaró —y ella lo admitió. No sé si llegaron a darse algún beso (presumo que sí, naturalmente, y en aquel tiempo rabiaba ante la mera idea de que otro hombre rozara esos labios largos, peor todavía que lo hiciera este visitante histórico) y se hicieron novios formales. Yo que nunca he sido fácil a las lágrimas, ni siquiera cuando murió mi hermanita o mi bisabuelo o mi bisabuela, a quienes quería tanto, me encerré un día en uno de los baños a llorar de rabia y de celos, olvidándome en mi dolor de amor del hedor. Luego me atacó una fiebre que duró unos días y que no me cabe duda que tenía un origen viral. Pero tumbado en la cama, febril, casi delirando (siempre he sido víctima propicia al delirio y las fiebres solían entonces producirme extraños estados alucinantes que el Dr. De Quincey atribuyó al opio, el humo que hace soñar, alucinaciones en que las manos se me convertían en sólo hueso y la sangre se me hacía arena y sufría pesadillas paregóricas despierto) sentí que alguien se aproximaba lentamente, con cuidado y cuando esperaba a mi madre vi, invertida, la cara todavía amada de Beba. Se acercó más, bajando la cabeza y susurró a mi oído: «Sé por qué estás enfermo. Estás enfermo por mí. Pero quiero que sepas que yo no quiero a nadie más que a ti», dijo sólo eso y se fue. La furia me curó de la fiebre, me levanté y la busqué por todo el cuarto pero había desaparecido: se había ido ella pero no mi rabia: era una traidora que cometía una doble traición: me había traicionado a mi con Franqui y ahora traicionaba a Franqui conmigo. Antes podría haberle perdonado a Beba que me hubiera dejado por otro (después de todo ese otro era un hombre hecho y tenía trabajo: yo no era nadie y no tenía nada), pero ahora ella era imperdonable, una malvada. Felizmente su noviazgo con Franqui no duró mucho. Luego Franqui me contó que ella era distante y fría y sospechaba que fuera frígida. Todo terminó el día en que Franqui invitó al viejo Mauri —el remoto Pipo de años antes— y a Beba a un concierto de la Filarmónica. La pieza de resistencia del programa era El pájaro de fuego y, para asombro y embarazo de Franqui, el artista pintor Mauri, terminado ya el concierto, la gente dejando la sala, los músicos idos del escenario, seguía sentado en su butaca. Franqui le preguntó qué esperaba y el musical Mauri le dijo: «Falta que toquen El pájaro de fuego». Nunca me reí tanto, me reí con doble risa. No sé si esta gaffe la consideró Franqui una tara hereditaria o si ya estaba decepcionado de Beba, desilusión aumentada por su familia —Trini orgullosa de su novio palaciego, Manuela ignorante y vanidosa, Mauri pretencioso pintor de letreros— pero sí sé que fue por esos días que rompieron el compromiso. Nunca le pregunté a Franqui cuál fue la reacción de Beba, la de las canciones cansadas, a un concierto sinfónico. Pero puedo imaginarla: música clásica, música fúnebre.
De más está decir que nunca volví a tener ninguna intimidad con Beba. Seguimos siendo vecinos distantes hasta que su hermana Trini se casó con el camarero presidencial y se fueron a vivir todos a un apartamento de la calle Industria, no lejos de los cines Verdún y Majestic, predios de su padre. Por todo lo que sé Beba no se casó jamás. Franqui y yo nos hicimos amigos, luego, cuando dejó el seccional y empezó a trabajar en el periódico Hoy, muy amigos, después cuando se fue del periódico (destino literario que se hace político: dejó el trabajo por una disputa sobre una cuestión de estilo de prosa de partido que como corrector debía haber corregido) y por esta renuncia lo expulsaron del partido comunista, fuimos inseparables, los dos acusados de trotskistas y fundamos revistas literarias y cinematecas y organizaciones culturales, él convertido en un maestro y un condiscípulo conmigo en el mutuo aprendizaje del arte y la literatura. Pero ésa es otra historia, la del conocimiento, no la de la vida amorosa. Sí quiero revelar que nunca le dije a Franqui que yo estuve enamorado de Beba antes que él, que lo había precedido en besar aquella boca perfecta y pasiva y perversa. Tampoco le conté la historia de su visita incógnita a mi cama de enfermo: ésa permaneció secreta entre Beba y yo —hasta ahora. Y después de todo, esa aparición bien pudo haber sido un sueño.
Aunque objeto el ir y venir de algunas memorias modernas tanto como detesto la estricta cronología, hay una ocurrencia que tuvo lugar antes. Debió de pasar previo a mi romance (o más bien ausencia de romance) con Beba, pero su ubicación está en la misma azotea, ese vasto espacio en que Beba y yo estuvimos un momento juntos en un beso. Como en mi niñez, en mi adolescencia no fui muy robusto y aunque era adicto a los deportes, como juego, no era un muchacho sano y estuve enfermo muchas veces, mi vida en virus. En una ocasión tuve un catarro particularmente malo. Debió de ser alguna forma de gripe, cuando había dejado de llamarse trancazo pero no se conocía todavía como influenza, que me dejó con una gran debilidad, persistiendo el malestar insidioso, sin Dios dirá. Recuerdo que me pasaba los días sentado en un rincón, sin moverme, sin ganas de hacer nada. Tampoco probaba bocado y tenía muy preocupada a mi madre, que veía en mi figura encogida la imagen funesta de la muerte, atribulada por mi enfermedad, sin conocer lo mucho que vivimos los enfermos, que ella misma que no estuvo enferma un solo día de su vida me iba a preceder decenas de años a la tumba. Su congoja duró hasta que intervino Eloy Santos, que siempre confería una gran autoridad a sus palabras, tal vez porque hablaba y actuaba lentamente (era la persona que he visto demorarse más tiempo en tomarse un café negro, una tacita, y era quizás el único habanero que dejaba con su lentitud que el café se entibiara en la taza a pesar del calor ambiente y terminaba tomándolo ya frío, horas después de habérselo servido para eterna incomodidad de mi madre) y pronunciaba muy claramente a pesar de su acento sincopado habanero: virtudes de la enunciación y la parsimonia. Eloy Santos determinó que yo necesitaba tomar baños de sol —lo que parece una tautología física en el trópico. Pero en el tenebroso solar de Zulueta 408 no entraba el sol, sólo la luz ceniza, ubicua, y nuestro cuarto, que no tenía ventanas al exterior ni balcón a la calle, era particularmente oscuro. Mi madre decidió enseguida seguir el consejo sin duda sabio de Eloy Santos y escogió el lugar para mis baños de sol: la azotea por supuesto. Allá subí yo con paso indeciso, incrédulo, cargando una frazada vieja que extendía sobre los ladrillos cubiertos siempre de hollín y sobre ella me tumbaba. La extensa azotea lindaba por uno de sus extremos con el vacío, que era el pasaje que unía la calle Zulueta con el Paseo del Prado. Al otro lado del pasaje estaba el hotel llamado inevitablemente Pasaje y entre nuestra azotea y el presuntuoso pent-house del hotel se alzaba como las ruinas de un puente una estructura de hierro enmohecido que sostenía un techo de cristal, ahora completamente ruinoso, con grandes pedazos al aire libre y otros con fragmentos de vidrio todavía adheridos a la armazón metálica. Estas peligrosas estalactitas vítreas hechas por el hombre a veces se desprendían y se estrellaban contra el suelo del pasaje: sólo el azar habanero impidió que mataran o mutilaran a un viandante ignorante de los peligros que amenazaban el cruce del pasadizo. No veía esta construcción decididamente malvada porque tenía los ojos cerrados contra el sol cegador. Pero después de estar las que me parecieron horas staccato (sin embargo el beso de Beba duró una eternidad legata en un segundo y habría dado mi alma inmortal entonces por prolongarla) tumbado bocarriba y que sin duda no fueron más que unos pocos minutos, me di vuelta y me acerqué aburrido al borde de la azotea en busca de distracción visual en medio del monótono resplandor vibrátil. El sol ardía sobre mi espalda mientras miraba para el hotel Pasaje y sus habitaciones con las ventanas abiertas a los balcones colgando sobre la arcada. Cuando acostumbré mi vista a la luz de magnesio magnificado vi que los cuartos del frente estaban todos vacíos: era voz del vecindario que la decadencia del hotel Pasaje corría parejas con el deterioro del techo de vidrio del pasaje. Pero seguí recorriendo el hotel con la mirada: una hilera de cuartos abiertos deshabitados. De pronto, en la esquina del edificio, lejana y sin embargo bien visible, había, como en los otros cuartos, una cama central pero ésta era un lecho: sobre las sábanas estaba acostada una mujer —completamente desnuda. Yacía bocabajo, con uno de los brazos bajo su cabeza rubia, el otro extendido a lo largo de las piernas abiertas formando casi una Y. Su cuerpo era pequeño y prieto y perfecto. No supe si se hacía más oscuro por el contraste con las sábanas o por su cabeza incongruentemente blanca, pero ella se veía casi de color yodado. Sólo su pelo desentonaba —era rubia artificial sin duda en chocante oposición del oxígeno con el yodo, una imposible combinación química hecha posible por la moda ahora. Esta mujer (quiero creer que era una mera muchacha, casi una niña por su desnudo en miniatura, aunque tal vez fuera una ilusión óptica creada por la distancia: los cuerpos, aun los femeninos, tienden a disminuir según se alejan del observador hasta alcanzar el punto de fuga) tenía unos muslos que no eran gordos sino llenos y una espalda lisa, breve, con una cintura fina que terminaba en unas caderas estrechas que hacían más notables sus nalgas, verdadera calipigia. La canal de la espalda, ligeramente más pálida, casi se unía con la raja del culo, oscura y, como la vagina de Etelvina, misteriosa y sombría. Todo su cuerpo brillaba como si estuviera untado de vaselina o mejor de mantequilla y las carnes se veían todas prietas y apretadas. Era la segunda mujer que veía desnuda —la tercera si incluía a mi madre— y si las dos primeras estaban alejadas por los tabúes del incesto y la infección, esta de ahora era lejana y permaneció envuelta en tercer tabú terrible: ¿y si se volvía y miraba y me veía? Podría desatar su furia y alarmar al hotel y hasta alertar los perros guardianes que custodiaban el pent-house. No me moví de mi posición, que repetía la suya como si ella estuviera debajo de mí bocabajo, postura sexual que no iba a completar sino veinticinco años después. Me hice inmóvil con la pretensión de hacerme invisible, siguiendo la regla natural del camuflaje del cazador y el cazado que declara que lo que no se mueve, no se ve: sólo se ve el movimiento. Pero me hubiera gustado ver su cara, que nunca vi. La sola visión de aquel desnudo que todavía me parece ideal (color, carne, cuerpo) me curó de mi catarro y de mi acidia: La cura consistió en una masturbación casi pública (otros edificios más altos tenían vista a la azotea del solar, estaba el pent-house del hotel, había el riesgo de una vecina venida a tender su ropa), que empecé no bien volví a la frazada, bocarriba ahora, desafiando cara a cara a los posibles testigos, al sol y al cielo sempiterno. Por supuesto después de la eyaculación, que fue la culminación espasmódica de mi homenaje anónimo a esa diosa decúbito supina, no regresé al borde del miraje sino que bajé a casa, a limpiar el embarro: por eso detesto las masturbaciones yacentes. Subí a la azotea al día siguiente y al otro y al otro, supuestamente a continuar mi cura de sol pero en realidad a buscar la aparición —que no volví a ver nunca más. Busqué en vano con los ojos por toda la habitación, que continuaba abierta, pero solamente estaba la cama vacía, ya no más lecho. Esa visión única es sin embargo un tesoro: la guardé conmigo todos estos años y es solamente ahora, generoso súbito, que la comparto. Pero la ocasión tiene un final feliz, casi cómico, dado por mi madre, la pobre. Volvió Eloy Santos a la casa días más tarde a preguntar cómo me había ido con su cura y respondió mi madre con un retruécano involuntario: «Remedio santo».
En el cuarto que hacía esquina a la izquierda de la T, vista desde nuestro cuarto, vivía un músico de la Filarmónica que tocaba el violín. Era alto, delgado y rubianco. Muy fino, ceceaba al hablar y se quejaba a mi madre a menudo de la poca hospitalidad del entorno, queriendo decir el solar. Era lo que se llamaba entonces pájaro, luego se llamó pato y finalmente, por los últimos años cincuenta, loca. En dos palabras, era maricón. Compartía su cuarto con un hombre más joven, también alto, también delgado, con aspecto de andaluz profesional —que tal vez lo fuera pues estaba aprendiendo baile flamenco y se pasaba las horas taconeando rítmico y haciendo sonar castañuelas. A pesar de que los habaneros son ruidosos y han sido bautizados los hablaneros, el solar de Zulueta 408 era relativamente callado, sobre todo temprano en la tarde, y el solo sonido que rompía la quietud de la poca gente que quedaba en el edificio, con los hombres ausentes, irrumpiendo en alguna siesta ocasional era el zapateado continuo y el repique de las castañuelas, las dos conchas de madera castañeteando penetrantes, insistentes —instrumento que hasta entonces era para mí feudo femenino, asociado siempre con los barrocos buscanovios y la intensa mirada de Imperio Argentina, falsa andaluza. Por supuesto el futuro flamenco era maricón. Ambos artistas vivían, practicaban sus respectivos instrumentos —a horas distintas— y presumiblemente hacían el amor tras puertas cerradas, discretos y distinguidos. Ellos eran los únicos maricones de nuestro piso pero no estaban solos en el falansterio.
En realidad el piso estaba emparedado entre dos pisos en que pululaban los pederastas. En los cuartos de la azotea vivía (aparte de Elsita una negrita menuda y flaca y fea). Eliseo, un maricón maduro, muy serio, más bien fúnebre, quien al hablar con mi madre solía decir: «Zoila, los que tenemos este defecto», aludiendo a su mariconería como Hamlet a su «falta particular». Eliseo solía rondar la ventana que quedaba encima y frente a nuestros baños, tratando de espiar a través de las telas metálicas que aireaban los baños a los bañantes no a las bañistas. Más de una vez lo vi mirando furtivamente al baño que yo ocupaba, su cara triste vuelta ávida para volver a ser lívida por el fracaso de no poder penetrar con su mirada de marica las telas metálicas hechas tapias por el óxido y el polvo acumulado. En contraste con el soturno Eliseo vivió allá arriba un tiempo, un negrito flaco, huesudo, pequeño, que usaba espejuelos de aro de metal y era costurero de oficio. Parecía una versión venérea del venerable Gandhi y se llamaba Tatica pero se hacía llamar la costurera Tatica. Tatica era un delincuente habitual que había estado varias veces en la cárcel y contaba a mi madre (ella era muy buena para oír confesiones de mujeres y maricas) cómo se divertía en el Castillo del Príncipe. «Zoila», decía, «he pasado en el Príncipe los mejores años de mi vida», y se sonreía como si hablara del Hotel Nacional y no de una prisión horrible. «Me tratan como una verdadera dama». Tatica pasó poco tiempo en su cuarto de la azotea. Un día vinieron a buscarlo unos policías de paisano (nunca supe qué crimen había cometido esta vez) y mientras bajaba las escaleras como si fuera una escalinata de mármol se despedía de Eliseo, de Elsita, de mi madre diciendo: «Hasta luego, muchachas. Me voy de veraneo al Príncipe. ¡Cómo voy a gozar!», y parecía efectivamente feliz de volver a la cárcel. El otro inquilino de la azotea era Diego, un bugarrón profesional: se acostaba con maricones por dinero. Aunque por esa época compartía la superstición sexual popular en La Habana de que un bugarrón, al ser el miembro activo de la pareja, no era pederasta. Hoy sé que era tan homosexual como el culpable Eliseo y el inocente Tatica y que su profesión era una tapa, una coartada sexual.
En el piso de abajo, el primer piso, ese lugar oscuro y remoto al que no alcanzaba siquiera la luz ceniza, siempre en penumbras, estaba todo habitado por homosexuales. No tiene explicación racional esa congregación de cundangos. Con excepción de Venancia, la encargada, y sus hijas Fina y Chelo, y de Nersa y su madre y Emiliana (una mediotiempo rubia, de pelo largo y mucha pintura en la cara, solterona solitaria que sin embargo reunía a muchachas de la vecindad y del edificio, uniéndolas en un círculo del que era el centro, contándoles relatos románticos, tal vez leídos, tal vez inventados y de quien luego se llegó a rumorear que era invertida y tenía un cónclave de lesbianas jóvenes, zafia Safo de Zulueta: nunca se llegó a comprobar si era cierto pero entonces, puro puritano, me escandalizó, aunque ahora creo que el rumor era verdadero: Zulueta 408 era una colonia sexual) y la vieja Consuelo Monfor, que había sido cupletista y a quien yo respetaba por sus conocimientos musicales, que iban más allá de la zarzuela (un día fui a tararearle una melodía, oída por radio, que me acosaba y me dijo enseguida: «La Serenata de Schubert»), aparte de esas mujeres inquilinas el resto de los cuartos estaba habitado por hombres homosexuales, todos pasivos. Los maricones mantenían, como el matrimonio de músicos, un aspecto aceptable para el machismo cubano, aunque muchos eran de ese tipo de loca habanera que proclama a gritos con su voz, su caminado, sus maneras y aire exageradamente afeminado su condición de loca irredimible, agresiva social en su pasividad sexual. Uno de los maricones que vivía allí era un mulato ya entrado en años, calvo, discreto —pero que rompió su voto de silencio una Nochebuena que se emborrachó y empezó a gritar por los pasillos: «¡Candela! ¡Que me den candela! ¡Mucha candela!», queriendo decir que necesitaba fuego y no fuego fatuo sino fuego sexual. Al otro día, contrito, se excusó ante cada puerta, en un acto de humillación que le era tan necesario como la explosión de la noche anterior.
El incidente que alteró, mejor dicho, acabó, con la discreción de las locas de Zulueta 408 hizo notorio al edificio no sólo en La Habana sino en todo el país. El protagonista era un maricón músico, organista de la iglesia de La Salud, un hombre muy serio, muy comedido y muy católico. Este organista, que vendría a ser conocido póstumamente como el organillero, rebajando su calidad de músico al tiempo que era difamado después de muerto, levantó un hombre joven en el parque de los Enamorados (al que habría que dar su verdadero nombre de parque de los Mártires —¿o tal vez sería mejor llamarlo parque de los Mártires del Amor?). A juzgar por las fotografías era bastante feo, con cara casi carcelaria, que seria sin duda patibularia con los años, pero este aspecto tal vez fuera causado por esa invariable calidad criminal que tienen las fotos de la policía y aun las fotos de los periódicos que cubren el crimen, la llamada crónica roja —aunque este tenorio notorio llegó a estar en la primera plana de todos los periódicos.
Una mañana oímos por radio que habían aparecido en los portales del Centro Asturiano, a media cuadra de casa, dos muslos humanos burdamente envueltos en periódicos. Nos preguntamos si no sería un crimen político más, que abundaban entonces, las pandillas en que habían degenerado las organizaciones terroristas políticas de los años treinta matándose entre sí en las calles de La Habana. No era difícil imaginar que el muerto a que pertenecían aquellos despojos fuera un pandillero asesinado, aunque las armas usuales eran las pistolas y no el cuchillo. Después la radio anunció que habían sido encontrados dos brazos en otro portal no lejano. Por el mediodía llegó la noticia de que unos muchachos habían encontrado un torso humano (y, un detalle que hacía a la víctima difícilmente un hombre de acción, una zapatilla) en el jardín del Instituto. Cuando me iba con mi padre para el periódico (había conseguido un trabajo temporal traduciendo del inglés para el magazine de Hoy), vimos un grupo de gente en los jardines y nos acercamos a mirar nosotros también la curiosa cosa que era un torso humano cuarteado. Todavía la policía no había levantado el cadáver (o el trozo que quedaba de él) esperando por el forense, quien, como el marido engañado, es el último en llegar al lugar del crimen. Envuelto malamente en periódicos, rodeado de moscas y de gente, vi lo que bien podía ser un pecho de vaca: no quedaba nada de aspecto humano en aquellos restos. No me impresionó particularmente porque no relacioné aquel pedazo de carne con una persona. Por la noche nos enteramos de que la cabeza del descuartizado, ausente hasta ahora, había aparecido en la taza del inodoro del bar Payret, al doblar. Comentamos la noticia con el mismo interés que habíamos hablado en el pueblo, a principios de los años cuarenta, del descuartizamiento de Celia Margarita Mena por su amante el policía Hidalgo, que ocurrió en La Habana, en la misma calle Monte en que vivimos, unas cuadras más arriba hacia El Cerro. Todavía recuerdo como mi padre me señaló el lugar del crimen, un enorme y feo edificio de apartamentos o tal vez un falansterio como el nuestro. Hablamos del caso del trucidado (el habla contaminada por la prosa periodística) definitivamente identificado como un hombre ya mayor. Lo hicimos con la morbosidad que despierta un asesinato atroz pero sin sospechar lo cerca que nos tocaba. El domingo por la tarde (era verano y mi hermano ya estaba en el pueblo con mi abuela y mi bisabuela) fui al cine, como de costumbre, ahora con dinero para regalarme y ver un estreno. Vi La feria de las canciones, con uno de mis amores actrices, la pulcra pelirroja Jeanne Crain. Pero más que la película, más que la imagen coloreada de Jeanne Crain, recuerdo la salida, yendo ya por el Parque Central, y la sorpresa de encontrarme a mis padres, aparentemente de paseo, aunque sus caras revelaban preocupación y algo más: miedo. «Vinimos a buscarte», dijo mi madre, cosa que ya yo sabía al verlos de cerca. «Ha ocurrido una cosa terrible». Entonces no vivía más nadie con nosotros, por lo que pensé que algo le había ocurrido a mi hermano en el pueblo. Mi madre no dio tiempo a mi pregunta. «El descuartizador vive en casa», así llamaba ella, como yo, al cuarto, al edificio entero, al solar, al falansterio. «También el descuartizado. Es ese pobre hombre con que tuve la discusión por el agua». Ya comenzaba a escasear el agua en esta parte de La Habana, que apenas tenía fuerza para llegar al tercer piso, mucho menos a la azotea, y los vecinos tenían que ir todos con cubos a la pila del segundo piso, donde a veces la cola no mantenía el orden necesario, los buscadores de agua, como nómadas del desierto ante el espejismo de un oasis, desesperados por no poder llegar a tiempo para llenar su vasija. Fue en una de estas colas malformadas que el organista intentó pasar antes que mi madre. Yo no estaba presente porque ocurrió muy temprano en la mañana pero según ella el hombre había sido bastante desagradable, casi odioso. Ahora fui hasta la casa escoltado por mis padres, uno a cada lado como para guardarme del cuchillo asesino. La enorme entrada estaba custodiada por un policía, el portón que no se cerraba hasta las diez, dejando una puertecita lateral en la que estaba la cerradura, aparecía ahora trancado. Había más policías y fotógrafos y otros hombres que debían ser policías secretas y periodistas esparcidos por el pasillo del segundo piso, el lugar del crimen. Subimos hasta nuestro piso donde había agitación y también miedo. Recuerdo que no me dejaron salir de noche en muchos días. Pero más alarma que en ninguna parte había en el cuarto de enfrente. Allí se había mudado, cuando se fueron las chinas devenidas suntuosas concubinas, una familia negra compuesta por el buen viejo Valentin (que no era tan viejo: el adjetivo se debe a la aliteración), su mujer Angelita, que era enorme: una negra grande y gorda y siempre sonriente, riente, a carcajadas, su hermana Fermina y los tres hijos del matrimonio: Eloy, constantemente dispuesto a cantar una guaracha o un guaguancó, eterno bailarín y adelantado fanático de la música de Chapottin, Nela que era una mulata por generación espontánea, alta y nada fea y que tenía uno de los culos más voluminosos que he visto, esteatopigia que la hacía muy popular en el barrio, y su hermanita, que de tan enanita y despierta que era la llamaban por el apodo de Cominito. Ésta era una familia feliz, pobre pero de una gran riqueza folklórica. El viejo Valentín se hizo famoso en el solar por su consejo en tiempo de huracanes. «Contra el ciclón», solía decir, «no hay más que tres elementos: clavos, velas y agua», lema que repitió ad nauseam durante uno de los tantos ciclones que amenazaron La Habana y cruzaron por otra parte de la isla en esa época. Fermina, con su cara llena de arrugas y verrugas, acostumbraba a cubanizar todos los nombres de los actores que le gustaban. Así Robert Taylor se llamaba en su voz Roberto Tailor, Gregory Peck era Gregorio Peca y Clark Gable, de más difícil domesticación, se convirtió en Clarco Gabla. Un día tuvieron una dilatada discusión (toda la familia, menos Cominito que no hablaba, era dada a discutir) técnica en la que el viejo Valentín afirmaba que se decía impulsión a chorro, Angelita decía que era expulsión a chorro, Fermina estaba por repulsión a chorro y Eloy por emulsión a chorro. Nela no participaba de la discusión, nunca interesada en las palabras a menos que fueran de amor —lo que me alegró pues ya hacía tiempo que le había echado el ojo y ella no era indiferente a mis miradas. Hubo una gran consternación y tristeza en la familia cuando el viejo Valentín me llamó para que terciara en la discusión, como experto en palabras, y dijera quién tenía la razón sobre la propulsión, al declarar yo que nadie, que el término técnico era propulsión a chorro —frase en la que ninguno había pensado remotamente.
No puedo hablar de esta familia sin mencionar mi experiencia erótica con Nela. Ella era bastante sata, palabra habanera que quería decir coqueta pero de una manera que lindaba con la putería, sin significar putaísmo ni oficio de meretriz, sino mera salacidad —es decir, satería. Nela era más sata que santa y no había otra cosa que hacer que saturarla, desatarla. Ya ella había tenido sus encuentros con mi tío el Niño antes de casarse él y yo sabía que ella había aceptado también atenciones de más de uno en el edificio y en la calle. Pero al mismo tiempo que sata, Nela era difícil y apenas se podía pasar de un apretón, tal vez un beso veloz. Pasó el tiempo, años acaso, ocurriendo ocasionales encuentros con ella, persiguiéndola yo cada vez que era posible pero fuera de la vigilancia del viejo Valentín, que era un negro muy serio, severo, como suelen serlo algunos negros, tanto que hay mucho respeto, aun por los blancos más racistas, por un negro decente y digno. También estaba su hermano Eloy, que aunque todo lo que le interesaba era el baile perpetuo y la música incesante, tarareando un ritmo bailable cuando no había un radio sonando, aparato de trasmisión que en el solar devenía instrumento musical, a pesar de su coreomanía sabía lo deseable que era su hermana y vigilaba a Nela. Tal vez supiera que ella era una mujer, una muchacha, una mulata dominada por su sexualidad. Hasta la monumental Angelita, angelical en su euforia, tenía un ojo en su hija, como un monóculo sobre su culo único, joya a la espera de una estereotomía, protuberancia preciosa, jiba donosa —mientras mantenía el otro ojo en sus innúmeros motivos de risa. Muchas veces, eluyendo experto la vigilancia familiar, cité furtivamente a Nela a la azotea, predio de todos mis juegos, pero aunque acudió a las citas no pasó de escarceos y toqueteos. Pero un día descubrí que ella estaba a solas, en la casa, completamente sola: hasta Cominito había desaparecido, tal vez reducida a su más ínfima expresión: un mínimo comino, la familia como fugada olvidando su más preciada posesión. No me detuve a desvelar ese misterio sino que entré en el cuarto, me acerqué a Nela, ansiosa ella, yo ya rijoso, y comenzamos a besarnos sin siquiera saludar, sin hablar: no había nada que hablar con Nela, aun intentar una conversación sobre sexo era inútil con ella: era un animal para el sexo práctico y solamente la estricta vigilancia había evitado que se expresara abiertamente hasta ahora, creí yo. Con mucha lucha y hasta un poco de pancracio, forcejeos, insistencias, negativas hipócritas, logré que se quitara el vestido único y como no llevaba ajustadores (no los necesitaba) vi sus tetas que hacían contraste con sus enormes nalgas: eran pequeñas y puntudas y declaraban a qué pueblo pertenecían sus antepasados africanos, sus raíces raciales. La empujé hacia una de las camas (en estos cuartos siempre había cuatro camas: ¿número mágico o capacidad cúbica?) que estaba en la pared de la puerta, orientada en el mismo sentido que se abría, detrás de la hoja. Había besado sus gordos labios color de hígado y ahora besaba, más bien mamaba, sus teticas del tinte de su boca, con pezones prietos que continuaban la punta de la teta, diosa dahomeyana. Ella se revolcaba en la cama cuando yo traté de quitarle los pantaloncitos, apretando los masivos muslos, considerables pero menos carnosos que su culo, ahora debajo del cuerpo levantando su pubis esquivo. Ante tanta resistencia insinuante no quedaba más que la insistencia. Me saqué la polla, la picha, la pinga y los numerosos nombres que tiene el pene en Cuba, todos curiosamente femeninos, mientras la vagina se llama bollo, extracción experta de un solo golpe de mano. Intenté introducirle todos esos nombres que era una sola cosa, mi cosa, por un extremo del pantaloncito, tratando de pasar por una hendija lo que sólo cabía por una puerta, pero ella cerraba los muslos con tal tenacidad que desde entonces me hizo creer que no existe la violación si la comete una sola persona: es imposible penetrar a una mujer que realmente resiste. (En todo este tiempo sin tiempo la puerta estuvo abierta, nosotros solamente protegidos del pasillo y de un pasante curioso por la cortina que —propicia: era verano— colgaba inerte. Pero yo estaba consciente de que alguien de su familia podía entrar en cualquier momento, tal vez al instante siguiente). Sus movimientos que eran opuestos y dispuestos al mismo tiempo y mi ardor adolescente me hicieron venirme sobre aquellos muslos inmensos color café, tabaco, yodo oscuro, y broté, fuente feliz, en torrentes espasmódicos, mojando su piel, los pantaloncitos invencibles, su vientre que era una barriguita que hacía un gracioso pendant púdico a su trasero total. La eyaculación, en uno de los movimientos periódicos del pene, había rociado su cara y ahora ella pasaba su lengua larga por las manchas blancas sobre su cutis oscuro y seguía moviéndose: los mismos movimientos mecánicos que me impidieron quitarle los pantaloncitos al principio y luego penetrarla, siendo tal vez el primero en gozar su salacidad, eran ahora giros de placer solitario. Pero no era caso de quedarse allí, ser sorprendido, difamado y tal vez obligado a casarme si no a punta de escopeta al menos por la fuerza moral del viejo Valentín, por lo que guardé mi pene presto, abotoné la portañuela, me levanté de la cama y salí calmo del cuarto —dejando a Neta todavía ondulante en la camita que nos sostuvo milagrosamente por lo precaria que parecía ahora, ella moviéndose, meneándose mejor y aprovechando que el cuarto seguía vacío, que el pasillo estaba desolado, que la cortina caída a plomo la protegería de cualquier ojo observador, se disfrutaba sola sobándose un seno. Eso fue lo más cerca que estuve de acostarme (figurativamente porque realmente habíamos estado acostados: quiero decir de desflorarla) con Neta, quien probablemente siguió siendo virgen, su renuencia jamás anuencia, hasta que se casó con alguien del solar, de los portales de abajo, de las casas vecinas y de nuevo la familia fue feliz. Pero ahora eran individuos infelices. Estaban, como todos, más que todos, apoderados del miedo.
Todo estaba en los periódicos pero como siempre la verdad no estaba en los periódicos. Le costó a la policía solamente 48 horas resolver el caso, lo que no es asombroso dada la estupidez del descuartizador, que se las había arreglado para repartir los miembros en un radio de menos de cien metros. Pero hay que acreditar a la capacidad investigativa de la policía (ayudados por el cura de la iglesia de La Salud que reportó la ausencia de su trabajo por dos días del organista) que hubiera dado tan pronto con la casa del asesinado. Cuando entraron en su cuarto (fueron siguiendo una deducción que era más una intuición) obtuvieron una llave extra de Venancia la encargada para hacerlo. No notaron nada anormal hasta que uno de los técnicos —«criminólogo» lo llamaron los periódicos— encontró huellas de sangre en la pared y cuando aplicó sus detectores químicos halló que prácticamente todo el cuarto había estado manchado de sangre, las manchas lavadas cuidadosamente con agua —una hazaña en sí misma, habida la escasez de agua que había en el edificio. Dejaron el cuarto como lo habían encontrado, cerraron la puerta y dos agentes se sentaron en el cuarto de la encargada, cuya reja permitía dominar todo el pasillo. Había otros policías de paisano apostados en la calle, todos esperando al presunto asesino. Por fin apareció, caminando tranquilo, un hombre común y corriente, sin cargos de conciencia ni apariencia truculenta. Cuando enfiló por el pasillo Venancia (que lo veía todo) dijo que ése era el compañero de cuarto del organista. Lo prendieron antes de entrar al cuarto, sin hacer él la menor resistencia. En la jefatura de la policía secreta (que era la encargada de las investigaciones y cuyos agentes lo habían detenido: no había otra policía investigativa entonces, tiempos tranquilos, la policía nacional dedicada a guardar el orden y cuidar el tránsito) confesó enseguida. Había conocido al organista (que devino en la lamentable pero popular prosa de un columnista de músico sacro en mero organillero: parte del relato que sigue está reconstruido de los periódicos de la época) en el parque de los Enamorados y éste le había ofrecido su casa (su cuarto) y pagarle sus gastos. Le había prometido también (y aquí estaba el origen del crimen) darle dinero extra. Llevaron una relación más o menos estable por varios meses (el asesino cuidó mucho de establecer su identidad de bugarrón, de homosexual activo, el organista definido como el maricón, el homosexual pasivo, definiciones muy importantes para la mentalidad machista popular y, más decisivo, para su status en la inexorable estancia en la cárcel), pero últimamente el organista parecía desinteresado en su futuro asesino. No sólo no le daba el dinero prometido sino que llegó incluso a negarse a sufragarle sus gastos. El día del crimen (mejor dicho, la tarde), el próximo asesino había tenido una discusión, verbal pero violenta, con el organista, quien se había mostrado particularmente desagradable. El asesino inminente le pidió dinero una vez más y el proyecto de asesinado le dijo que no, que de ninguna manera, que fuera a buscar trabajo al parque. Furioso con esta salida, el casi asesino cogió un cuchillo cercano (su víctima estaba sentada en su usual mecedora, vistiendo su acostumbrado piyama, todavía sonriendo sarcástico) y sin dudarlo se lo hundió en el pecho. (La puñalada fue tan feroz que atravesó a la víctima de parte a parte, muriendo instantáneamente, y el cuchillo se clavó en el espaldar del mueble: pero el victimario no supo la profundidad de la herida ni sus consecuencias hasta horas más tarde). Al ver lo que había hecho, salió del cuarto, cogió una guagua en la esquina y se fue a la playa de Marianao, recorriendo allá los distintos centros de diversión y no regresó al solar hasta tarde en la noche. Al entrar en el cuarto se sorprendió no sólo de que su protector estuviera muerto sino de que siguiera allí, sentado en la misma mecedora, inmóvil, los ojos abiertos, su sonrisa en los labios y el cuchillo clavado en el pecho. Decidió hacer algo al respecto y lo que se le ocurrió, para ocultar el crimen y deshacerse del cadáver, fue descuartizarlo. (El cronista criminal calificó el descuartizamiento de «tarea macabra»). Empleó el mismo cuchillo con que lo había matado, que extrajo no sin esfuerzo. Para llevar a cabo el desmembramiento, que le tomó tiempo, se quitó primero toda la ropa. Cuando terminó de cuartear el cadáver descubrió que había una gran cantidad de sangre esparcida por el cuarto, el piso y las paredes. Se dio a la labor de lavarla, vistiéndose para ir a tirar el agua ensangrentada al vertedero. No encontró a nadie en el pasillo en los muchos viajes que dio al fondo del piso. Finalmente envolvió las extremidades descuartizadas en periódicos viejos y comenzó a repartirlas por los alrededores. No fue muy lejos pues los miembros tendían a salirse de su envoltura. (Nunca se dio cuenta de que una de las piernas llevaba todavía una zapatilla al pie). Así tuvo que dejar los muslos en los portales del Centro Asturiano y el torso en los jardines más alejados del Instituto —que estaba a solamente veinticinco metros de la entrada al edificio. Lo que le dio más trabajo repartir, cosa curiosa, fue la cabeza, que trató de ocultar en los servicios sanitarios del bar Payret. Primero la lanzó hacia la cisterna pero rebotaba siempre. («Una suerte de baloncesto macabro», añadió el columnista criminal a la descripción). Cansado de pelotear la cabeza y aprensivo de que entrara alguien al baño, trató de forzarla por la taza, inodoro adentro —cosa evidentemente imposible, pero no lo disuadió de su empeño enloquecido la idea de imposibilidad sino el hecho de que los periódicos, húmedos, se desprendían y la cabeza desnuda tenía todavía los ojos abiertos: esa mirada fija lo aterró y huyó. Nadie lo vio deshacerse de sus paquetes (lo que el periodista llamó «carga macabra»), pero en los varios viajes que dio a la calle, llevando sus miembros, siempre se encontró parado en la puerta lateral un negrito que lo saludaba. Llegó a pensar que este testigo inocente sospechaba y se preguntó si no tendría que matarlo también. Este negrito era Eloy, cogiendo fresco en la puerta de la calle, como hacía a menudo en el ardoroso verano habanero. De ahí el miedo retrospectivo que padeció, por los periódicos, Eloy y que compartieron no sólo su familia sino todos los inquilinos horrorizados por el crimen. Pero el horror dio lugar a la indignación. Uno de los periodistas más conocidos de La Habana, de Cuba, había escrito un editorial de primera plana en su periódico en que condenaba justamente el asesinato pero injustamente había llamado al solar el «cubil de Zulueta 408» (hubo, naturalmente, discusiones entre el viejo Valentín y su familia acerca del significado exacto de la palabra cubil), acusando al edificio —y a sus habitantes por implicación— como incubador del crimen, capaz de albergar a otros asesinos (¿y no a otros asesinados?), albergue pasado y futuro de lo que él llamaba la «hez de la sociedad». Aunque muchos no entendieron esta última frase, todos compartieron la furia contra la injusticia verbal de ser llamados delincuentes, de ser tildados de criminales, de ser condenados sin haber sido siquiera juzgados —sobre todo cuando la mayor parte de los habitantes de Zulueta 408 no tenían otra culpa que ser vecinos ocasionales de un asesino atroz. Tardó mucho tiempo en olvidarse no el crimen sino la calificación moral. Pero la vida continuó, más persistente que las palabras.
Sin embargo hay que admitir que había algo en el edificio, en el aire del falansterio, que esparcía la luz ceniza, quizás a causa de la promiscuidad forzosa, tal vez el carácter cubano o lo que la canción llamaba el embrujo del trópico que predisponía a la pasión púbica, al uso del sexo, a sus posibles variaciones (incluyendo el crimen) y lo hacían un plexo solar. Al cuarto en que vivían los músicos maricas, quienes dejaron de pronto su habitación poco tiempo después del caso del organista descuartizado, sin saberse sus razones, tal vez musicales, porque se habían mudado súbitos: desaparecieron silenciosos después de tanta melodía de violín y percusión de castañuelas, en esa esquina de pecado pederasta vino a vivir un hombre ya mayor, muy serio, de aspecto respetable, callado, de bigotito y con espejuelos de carey. Se llamaba Neyra a secas pero se hacía llamar el Dr. Neyra, la de ere antes del apellido confiriéndole mayor respetabilidad y su cuarto era su oficina (también vivía allí pero aseguraba insistente que tenía su casa propia en otra parte de la ciudad, indicando de paso que estaba en un barrio bueno) y fue el primer inquilino que instaló ese lujo tecnológico que era para nosotros un teléfono en Zulueta 408. El Dr. Neyra se creía importante y para muchos vecinos llegó a ser importante y le venían a consultar complicadas transacciones —cuyo carácter era un espeso misterio. Pasó el tiempo transicional y un día de asueto el Dr. Neyra invitó a los muchachos ya crecidos del piso a su oficina, que ahora él llamaba despacho, y vi el escritorio y el teléfono pero también noté la cama estrecha adosada. Casi enseguida el Dr. Neyra comenzó a hacer confesiones sobre su vida y milagros telefónicos. Era la primera persona que yo conocía capaz de hacer uso sexual del teléfono, Graham Bell reducido (o elevado) a alcahuete. Según el Dr. Neyra (y nosotros no lo dudamos entonces) llamaba a un número cualquiera (a veces estaba en la guía pero la mayor parte de las veces hacía llamadas al azar) y si salía al teléfono una mujer, después de saludarla cortés, comenzaba a hablar con ella de cosas sin importancia para entablar conversación, pero poco a poco la iba interesando en asuntos íntimos (aquí la voz del Dr. Neyra se hacía baja, grave, pastosa, tan intima la confesión como la conversación) y terminaba teniendo un romance con ella, todo por teléfono. No fallaba nunca. Ahora mismo tenía una chiquita (no me explico cómo sabía su edad si su política, técnica y arte amatoria consistían en no conocer personalmente a su pareja) que cuando hablaba con ella se ponía tan caliente al teléfono que terminaba ella haciéndose la paja. (Fue la primera vez que yo oí decir que las mujeres podían hacerse la paja como los hombres y recuerdo que por un tiempo no creí una palabra de lo que dijo el Dr. Neyra, simplemente porque no me cabía en la cabeza la noción de la masturbación en la mujer, hembra sin miembro). «Y yo tan tranquilo», añadía el Dr. Neyra. «Mi misión», ésa fue la frase que usó, «es hacer que ellas se vengan como locas». Nunca supe por cierto cómo resolvía sus necesidades sexuales el Dr. Neyra. Tal vez no tuviera ninguna: le bastaba con tener teléfono. Amor por control remoto.
De las otras personas que vivían en esa zona del piso, la T del pasillo, que tenían una vida sexual extraordinaria (aparte de la ordinaria vida sexual de la madre de Pepito, Joaquina, que aparentemente se entendía con el panadero que subía todas las mañanas a vender pan en el edificio) ninguna tan insólita como Nena la Chiquita. Ella era una mujer muy mayor, casi una vieja, sin un solo diente, que era la criada del viejo don Domingo. (Ése no era su nombre pero lo llamábamos don Domingo porque todos los domingos salía muy bien vestido a pasear por el Prado). Parecía un senador (o la imagen ingenua que teníamos de un congresista entonces, como un padre de la patria, un patricio, legislador por todos y para todos), alto, caminando estable y erguido, con copioso pelo blanco, pálido de piel, entrado en carnes allí donde todos o casi todos éramos entecos. Pasaba todos los días frente a nuestro cuarto, rumbo al baño vestido con una bata a la que la felpa raída no menguaba su antigua elegancia, una toga, la toalla al cuello como una bufanda blanca. Regresaba del baño con idéntico atuendo y el mismo paso orgulloso y elegante. En ambos viajes lo precedía Nena la Chiquita cargando el cubo con agua y la vasija vacía. Hay que usar, abusar de la imaginación para concebir que alguien que vivía en Zulueta 408 tuviera un criado, mucho menos imaginable que un hombre solo mantuviera una criada. Pero en ese círculo lo inimaginable era lo cotidiano y Nena la Chiquita era efectivamente su doméstica. Es más, en una ocasión don Domingo se refirió a ella como «mi ama de llaves». Era un caso de desaforado delirio de grandeza porque nadie nunca tuvo imaginación tan desbocada como para pensar que hubiera entre ellos una relación que no fuera la de señor y sirvienta, que hubiera un nexo de sexo entre don Domingo, tan bien plantado, tan caballero, tan orgulloso y Nena la Chiquita, que era casi lo que describió el editorialista para llamar a todos los habitantes del falansterio: la hez de la sociedad. Nadie sabía cuánto pagaba don Domingo a Nena la Chiquita, como nadie conocía el exacto oficio o profesión de don Domingo, que dormía hasta tarde y salía todas las noches temprano y regresaba después de medianoche. Era imposible que fuera proxeneta (él no podía ser un mero chulo: la palabra le quedaba pequeña para sus ínfulas) y regresaba muy temprano para ser sereno y ese trabajo estaba por debajo de su aspecto. A veces pensé que podía ser un contrabandista constante y rápido que hacía incursiones audaces y raudas cada noche. Pero esas imaginaciones eran sueños inducidos por el opio dominical de mis lecturas de Terry y los piratas y el problema a resolver era cómo catalogar a Nena la Chiquita —¿sería ella una versión vieja y caribe de la osada Dama del Dragón que acosaba a los navegantes del mar de la China? Sabíamos que Nena la Chiquita ganaba dinero porque mantenía al Diego que vivía en la azotea, adonde ella subía sin misterio a menudo. Un día, atacada por uno de los accesos de confesión estentórea a que eran dados algunos inquilinos (inexplicablemente para mí ya que había sido testigo de muchos paroxismos públicos que afectaban a Gloria, la arisca asiática, por ejemplo, quien en una ocasión gritó a todo pulmón en la placita: «¡A mí lo que me gusta es que me singuen bien!»), Nena la Chiquita vino de la azotea, saliendo del cuarto de Diego, adonde ya yo sabía a qué iba, exclamando a toda voz: «¡Yo soy la bien mamada! ¡A mí me maman muy bien!». Nadie vaya a creer que esto avergonzó lo más mínimo a Diego frente a los vecinos: al poco rato bajó la escalera de madera muy tranquilo, taconeando vigoroso contra los escalones como siempre, acentuando su masculinidad. Así no sólo don Domingo tenía un ama de llaves sino que ésta, una vieja nada menopaúsica, tenía un gigoló —y no era la Riviera sino Zulueta 408.
Tuve un encuentro breve pero inolvidable con la sexualidad inaudita de Nena la Chiquita. Aunque yo no era muy estable, solía bajar las escaleras a gran velocidad, a pesar de que, al poco tiempo de vivir en el edificio, me caí en el tramo que iba del primer piso a la calle y me partí un dedo al tratar de agarrar la baranda. Allí mismo tuve una segunda caída, menos seria pero más aparatosa: me golpeé en la espalda, un escalón se me clavó en la espina dorsal y no sé por qué efecto particular, tal vez los nervios, me quedé paralizado, inmóvil sobre la escalera, en la posición que había caído. Estaba paralizado pero podía hablar y hasta gritar, aunque la secretividad del primer piso, colmado de maricones que preferían permanecer en el anónimo, hacía inútil cualquier llamada de auxilio —de manera que me quedé quieto, las piernas estiradas, los brazos en cruz. Al poco rato, por azar o por Eros, venía de la calle nadie menos que Nena la Chiquita, que me vio desde la vuelta de la escalera y subió hasta donde estaba yo tumbado. Me preguntó qué hacía yo en la escalera, acostado, en semejante posición. Le conté la caída. «Hay que buscar ayuda», dijo enseguida pero no se movió de su sitio. Al principio no hizo nada pero lo que hizo al momento siguiente fue sorprendente: como si fuera a auscultarme, doctora dudosa, comenzó a pasarme la mano por el bajo vientre, luego bajó hasta la portañuela y me frotó las partes, sobándome con sus dos manos. Ni aunque estuviera en estado normal habría yo respondido al asalto sexual de Nena la Chiquita, tan vieja, tan desdentada, tan repelente. El terror a que me abriera los pantalones, me sacara el pene y comenzara a actuar (no tenía la menor duda de que empezaría a chuparlo, succión blanda, con su boca sin dientes), era superior al miedo de estar paralizado, tal vez para siempre, reducido a una silla de ruedas. Pero un pavor mayor me atacó: Nena la Chiquita había declarado que era la bien mamada: a lo mejor era también una buena mamadora y a pesar de la parálisis ya yo sabía que el pene tiene vida propia —¿y si respondiera a la tentación toda tacto de Nena la Chiquita y se erigiera en su propio monumento? En ese momento de pánico ella levantó la cabeza y dijo, mirando por encima de mi cabeza: «Se cayó». No me hablaba a mí sino a Venancia (que lo oía todo: no había oído el estruendo mío al caer, pero oyó el frote de Nena la Chiquita tratando de levantarme el pene) que había salido de sus cuartos, de sus cuarteles. Venancia se alarmó y juntas las dos me alzaron en peso (siempre fui flaco de joven) y me llevaron hasta su cuarto y me acostaron en su cama y Nena la Chiquita anunció que iba a buscar a mi madre —para mi alivio, mental y físico. Cuando vino mi madre, aterrada, ante sus ojos doblemente incrédulos (yo herido, yo sano) pude levantarme y caminar y hasta decir: «No fue nada». Nunca tuve otro efecto de la caída que mi encuentro sexual con Nena la Chiquita —y su recuerdo repugnante.
Mi segundo amor en el edificio tuvo por objeto a uno de los raros habitantes femeninos del primer piso y que nunca formó parte de la escuela de lesbianas futuras de la vieja Emiliana. Fue, tenía que ser, un amor de un solo lado. Ella era Chelo, la hermana de Fina, hija menor de Venancia, la que veía todo y oía todo y estaba siempre vigilante. Alguna señal de devolver mi amor tuvo que darme Chelo para venir a despedirnos a mi madre y a mí a la terminal una noche en que cogíamos el tren para ir de temporada al pueblo, aunque nuestra pobreza no nos permitía la elegancia de ir de veraneo (el pueblo era famoso en toda la zona por sus balnearios) sino solamente en viaje de visita al resto de la familia que quedaba viva, apenas nadie. Recuerdo nítidamente esa noche por la despedida de Chelo (que no tuvo nada de extraordinaria, en absoluto tolstoyana, limitándose ella a decirnos, a gritar con su voz adenoidal por encima de los bufidos de la vieja locomotora a vapor adiós que la pasen bien vuelvan pronto, sonriendo con su boca sensual, aumentada al morderse siempre ella el labio inferior y sus grandes ojos negros, rodeados de unas eternas ojeras malvas —que eran como el labio inferior de su mirada— y el pelo lacio cayéndole sobre la cara larga) por el sentimiento de amor que me embargó al momento del arranque estrepitoso del tren, aumentado por el interminable viaje que duraría toda la noche y todo el día entre paisajes cambiantes excepto al atravesar la sabana que era casi como cruzar Siberia en el Transiberiano de la literatura y que me haría fanático del viajar en tren para toda mi vida, pensando rítmicamente en Chelo Chelo Chelo, el ruido de las ruedas haciendo eterno el viaje y mi amor. Pero también estaba el recuerdo de la cara de Chelo, de su brazo tan fino agitando la mano blanca, ondeando brazo y mano hasta que nos perdimos de vista, de su cuerpo delgado hecho frágil por el contraste con sus grandes tetas —que no recuerdo haber notado entonces, ella delicada, sino en otra ocasión.
Chelo contrajo una rara enfermedad: estómago caído. Yo había oído hablar del colon caído, que cuando oí el nombre la primera vez me pareció tan cómico, mal casi como el que aseguraban los libros de historia que acaeció al Descubridor en su último viaje en cadenas: Colón caído. A Chelo se le había hundido el estómago por culpa de lo que era para mi su encanto: su delgadez. (Años después me puse a analizar por qué me enamoré de Chelo y descubrí que tenía su origen en su parecido con Ann Dvorak, la impronunciable, casi caquéctica hermana de Paul Muni en Caracortada, que fue uno de mis amores de sombras en mis años infantiles). Para curarse de su mal, Chelo debía reposar. Hacía su reposo en el segundo cuarto (ahora Venancia tenía tres cuartos como habitación, que era para el solar casi una suite: por una suerte de justicia doméstica la criada del falansterio vivía incomparablemente mejor que cualquiera de sus inquilinos) en una cama colocada frente a la puerta abierta para disipar su tedio: así podía ella mirar afuera y ver el tránsito de los inquilinos escalera arriba y abajo. A veces yo venía a aminorar su soledad y me sentaba a conversar con ella. Pero no lo hacía sólo por ser buen samaritano sino porque en su bata de reposar, una suerte de piyama o varios piyamas con el mismo diseño, un desmedido descote dejaba ver bastante de las desmesuradas tetas de Chelo. Yo me entretenía (olvidando de paso la historia que ella contaba o el cuento mío que debía hacer de contrapartida) mirando esos blancos globos gordos que colgaban hacia los lados, preguntándome a veces hasta dónde llegarían, viendo que desaparecían por el extremo último del escote. Pensaba que Chelo no era inocente a mis miradas, que ella sabía que yo estaba allí para mirar más que para oír, que más que sus ojos negros, con ojeras ahora más oscuras, su boca toda labios, lo que me interesaban eran sus ubres ubérrimas ubicuas: regadas por todo su pecho, lechosas, pálidas, palpitantes. Muchas veces estuve a punto de poner mi mano donde posaba mi mirada. Un día particularmente, en que Chelo me pidió que me sentara más cerca, en la cama, tentadoramente, peligrosamente, levanté el brazo audaz para hacer descender mi mano tímida dentro de ella y cuando estaba a punto de zambullir mis dedos náufragos entre aquella cantidad de carne blanca que ondulaba un mar erótico, oí detrás mío la voz de Venancia que decía: «Chelo, ¿no crees que hace demasiado calor?», con su fuerte acento gallego. Años después me iba a maravillar su discreción, su tacto, el hecho de que no me dijera que me levantara de la cama o que me fuera, sino que solamente lo implicara, acto tan ajeno a las costumbres contundentes del solar, en que nada se hacía por implicación sino por la expresión más directa, y el resultado de que tocara exactamente mi susceptibilidad, que era entonces descomunal, y me hiciera levantarme, despedirme de Chelo diciéndole que tenía que estudiar y saber que ella lo sentía, no sólo porque lo dijera sino porque era evidente en su expresión. Otras veces volví al cuarto en que Chelo reposaba en su cura, pero no volví a sentarme en su cama, nunca más estuve a punto de sobar sus senos, que se convirtieron en eso: senos: dejaron de ser tetas íntimas y se hicieron ajenos.
En el serife izquierdo de la T vivió una vez María Martí, otra de las Marías del solar, española, con un hijo gimnasta obsesivo, y ella poseedora de un temprano radio en que solía oír las atrocidades sonoras de El Monje Loco y su invariable introito: «Nadie supo, nadie sabe la maldad que engendra el corazón del Monje Loco-Jajajá». Nada más la hizo recordable porque se mudó pronto. El cuarto vino a ocuparlo un personaje más memorable que el Monje Loco por su carácter inofensivo dentro de un cuerpo malvado: era pequeño, de una fealdad sobrenatural: su calva, cabeza de domo, y sus ojos saltones más su minúscula barbilla lo hacían parecer un marciano de Wells. Ayudaban a esta impresión sus cortas piernas, su delgadez extrema y la característica de sus facciones borradas que hacían imposible saber su edad: lo mismo podía haber tenido cincuenta que cien años. Claro, no podía tener cien años cronológicos pero lo parecía. Era español, se llamaba Tomás y tenía una librería de viejo (vendía libros realmente viejos pero nunca valiosos) en los portales de Zulueta, en la misma cuadra nuestra. Se movía además con gran dificultad, caminando con un balanceo que pedía la cubierta de un barco, mientras sus brazos iban en otra dirección, cada uno por su parte pero ambos separados del cuerpo en ángulo recto que la doblez del codo hacían casi un triángulo. El torpe Tomás, como lo llamábamos, siempre dados a los apodos todos nosotros, comandados por mi sentido de la aliteración aguda, mudó a su cuarto un día de sorpresa a una de las mulatas más grandes que he visto: no sólo era alta sino que era corpulenta, pero empezando su corpulencia desde la cintura. Arriba apenas tenía tetas, mientras que abajo desplazaba unas caderas anchas (como una lancha, era la rima de risa nuestra), y grandes nalgas que formaban un culo enorme y muslos y piernas elefantiásicas que hacían juego al conjunto gigante. Los dos componían una pareja tan desigual que resultaba armoniosa: la masiva mulata prieta y el viejecito minúsculo y pálido. Los muchachos del piso siempre fantaseábamos sobre las palizas que propinaba Juana al torpe Tomás en la intimidad, a quien acostaba sobre su gran regazo para castigarlo, perdiéndose mínimo entre sus muslos máximos. Unos años más tarde y mis fantasías se habrían concentrado en la visión del acto sexual de la mulata monumental y el español enano encima: cópula con cachalote chocolate.
Si Juana es importante para mí es porque tenía una parienta que no parecía tener nada de negro, quien aparentemente había pasado años en Estados Unidos y hablaba con acento americano. Ella tenía dos hijos y, muy importante, uno de estos hijos era una hija. La madre, la parienta de Juana, tomando la partida por el súbdito, era conocida como la Americana, sufrió una tragedia que la marcó para siempre. Sucedió que en tiempos de Machado o tal vez después, ella mandó a su hijo mayor, que tenía entonces unos diez años de edad, a comprar a la esquina. No bien había salido el niño cuando hubo una explosión. Ella corrió a la calle entre el estruendo y la gente amontonada alrededor de un centro de expectación para encontrarse con lo que temía antes de abandonar la casa, peor que lo que temía: su hijo estaba muerto, despedazado por una bomba. Jamás se supo si éste tuvo la mala suerte de que la bomba estallara al pasar o si el niño la golpeó con el pie, la bomba parecida a una pelota. Lo que es cierto es que la madre nunca se recobró de esta pérdida y ahora que tenía dos hijos, cuidaba a su hijo con una atención enferma y apenas se ocupaba de su hija —que era digna de cuidado. Ella tal vez tuviera catorce años, tal vez dieciséis cuando la conocí, pero era de una única belleza adolescente. He visto muchas muchachas y mujeres después, gente profesionalmente bella, como actrices y coristas y modelos, en todas partes, y ninguna se aproximó a la belleza de Elena —Elenita para mi, lo que atenúa los paralelos homéricos y la hace más actual. Elenita era de un color canela claro en su cutis inmaculado, con una nariz fina y recta, grandes ojos negros que doblaban el negro de su pelo, que peinaba partido al medio, cayendo alrededor del óvalo exacto de su cara. Sin embargo lo que era más notable en su belleza era la perfección de sus labios, dibujados precisamente y al mismo tiempo llenos, yéndose por encima del dibujo en un borde plegado hacia su nariz, eran labios sensuales pero con un toque inocente, casi infantil, en los pliegues de la boca, no comisuras cosméticas sino diseño divino. Verla y enamorarme de ella fue la misma acción. Ella venía muchas veces sola y solía conversar con Nela, de quien se hizo amiga —tal vez le pareciera una versión joven de su tía Juana. Estas conversaciones no tenían lugar en el cuarto de Nela sino en la placita frente a nuestro cuarto. Mi hermano, con su pasión de tuberculoso (no he hablado cómo se contagió mi hermano de tuberculosis, convirtiéndose la enfermedad en el centro morboso de la familia, porque mi vida era un caos, concéntrico de estudios, aspiraciones literarias, relaciones familiares y su verdadero vórtice era el amor), también se enamoró de Elenita. Era claro que Elenita lo prefería a él, con su belleza y el vago aire romántico que le prestaba la tisis, y me retraje, dejando de oír la voz de ella, agradable y algo ronca y su risa libre, que desmentía la pesadumbre constante de su madre, que debía pesar sobre su adolescencia adorable. Por contraste todas las muchachas del solar, incluyendo a Beba, palidecían frente a Elenita. Un día, para mi sorpresa eterna, Nela me vino a hablar de Elenita. Nela debía saber que yo estaba perdidamente enamorado de ella: todo el mundo, creo, lo sabía, tanto lo proclamaban mis sentimientos. La sorpresa de la conversación con Nela es que casi pareció un recatado recado. Nunca olvidaré cuando ella me dijo que yo le gustaba a Elenita más que mi hermano: ella misma se lo había confesado. Debí dar saltos mortales, debí cantar canciones con palabras, debí componer un poema épico —pero sobre todo debía haberme acercado a Elenita con este nuevo conocimiento, tan inesperado, mi timidez vencida por la sabiduría, mi amor si no correspondido por lo menos alentado. Pero se interpuso un obstáculo que no fue la consideración a los sentimientos de mi hermano, que iban a ser heridos por la misma flecha de Cupido elenístico. Por alguna razón desconocida Elenita dejó entonces de venir por el solar y siempre pensé que su confidencia a Nela era el recordatorio de una coqueta, su tarjeta de despedida. Mi corazón se hizo evidente, tanto como mis nervios, cuando Elenita, poco tiempo después, subió en Galiano y Neptuno a la misma guagua que yo había cogido en el Parque Central, ómnibus predestinado, vehículo elegido por los dioses del amor: Eros, Ánteros. Cuando ella me vio vino a sentarse alegre a mi lado. Dichosos los ojos, estaba encantada de verme, cómo estaba yo. Me contó que la familia se había mudado para La Sierra, que era el Miramar del pobre, y olvidé adónde iba para ir con ella hasta su casa. Claro que mi timidez me impidió acompañarla hasta su casa y no pude anotar su dirección, desprovisto de lápiz y papel, y la confié a la memoria, madre de las musas pero ahora traidora personal: olvidé por completo dónde vivía. Así me vi una y otra vez recorriendo las calles entonces para mí elegantes de La Sierra días más tarde, sucesivos días, días alternos, tratando de encontrarla, fingiendo tropezarme con ella, en una casualidad fabricada que mi capacidad de actor revelaría enseguida como un fraude. Pero el encuentro nunca ocurrió, Elenita perdida pero nunca olvidada. Años después la vi en una tienda de Cuban curios, en La Habana Vieja. Se había hecho una mujer pero la reconocí enseguida. No hubo reacción de mi corazón impaciente porque aunque era una belleza criolla, con un dominio del inglés casi autóctono, no era la Elenita de mi adolescencia, la muchacha de mis sueños y mis desvelos. Más tarde la vi por la calle del brazo de un militar de alto grado. Era todavía más mujer, ahora ancha, cambiada pero con restos de su antigua belleza en su cara. La primera vez que la encontré no tuvo tiempo de verme, ocupada vendiendo souvenirs a turistas pero sin saberlo también me vendió a mi un recuerdo. La última vez miró en mi dirección, sin dejar el brazo de su aparente marido, y no me conoció: no podía reconocerme tanto habíamos cambiado los dos, sus ojos incapaces de brillar como en el pasado, imposibles de mirar al pasado, el pasado convertido en sabana de sal.
Al otro extremo de la T vivía otra María, María la Asturiana, madre de la puta de postín pero también de Severa, que no tenía nada de severa. O mejor, era Severa a su modo. María la Asturiana había sido convertida por mi madre al comunismo, tarea extraordinaria si se considera que María la Asturiana (siempre se la llamaba así, su nacionalidad española olvidada por la región en que nació, el nombre regional convertido en gentilicio) era analfabeta, incapaz siquiera de leer un letrero pero mostraba un entusiasmo por las actividades comunistas que aumentaba con los años. Severa tenía una belleza original en su familia: no tenía los ojos azules de su hermana o de su madre sino negros, como negro era su pelo que llevaba lacio y partido al medio, cayendo alrededor de su cara de óvalo largo, con una barbilla pronunciada pero partida, que era su mayor gracia pues sus labios eran finos y la nariz larga y recta, dándole un perfil, cosa curiosa, nada cantábrico y sí muy mediterráneo. Había algo antiguo en la cabeza de Severa. Tenía como su hermana las tetas grandes y el cuello largo pero era más bien alta. Su más definida característica era su carácter, que aprendí a respetar temprano y que es muy particular de muchas mujeres en Cuba. (Al revés de su hermana y de sus hermanos, que no vivían en el edificio, Severa era muy habanera). Consiste en una agresividad casi masculina, al hablar y al moverse y al enfrentarse con cualquier otra persona que presente un reto, sobre todo con los hombres. Severa era muy liberal con las malas palabras y tenía un sentido del humor agudo pero vulgar, eso que se llamó relajo, sustantivo tan usado en La Habana, en tantos sentidos, todos bordeando el tema erótico, cuando no cayendo en la pornografía, al mismo tiempo que insinúa la falta de respeto a todo. Cosa curiosa que la palabra venga del verbo relajar y signifique lo contrario de rígido: así era Severa. No había nada sagrado para ella y, al mismo tiempo que invitaba a aproximarse, alejaba con una actitud de cuidado conmigo, juego no jodo. Eso y su edad (su edad, ¡cielos! ¿Cuántos años podía tener Severa? ¿Veintisiete, veintiocho? En todo caso no era una mujer de treinta años) me hizo cobrarle respeto: ella podía hacer trizas a cualquier pretencioso pretendiente con una de sus salidas, sin darle entrada, lo que la mantenía aparte de las otras mujeres del solar al mismo tiempo que participaba ella de su vida visitando, recibiendo visitas, organizando juegos sociales (por ejemplo, largas loterías que animaban las veladas, en las que todos los muchachos del piso tomábamos parte: recuerdo una noche particular en que sentado jugando frente a Severa sentí que me frotaban la pierna con un pie desnudo: fue sólo un toque y debió de ser más que una alucinación una ilusión, una forma particularmente aguda del deseo, pues a los lados tenía muchachos entusiasmados con el juego y en el puesto opuesto estaba sólo ella y de seguro que no podía ser ella: mejor olvidarlo, que fue lo que hice), ella era en extremo sociable y sin embargo por su carácter se sabía que se quedaría soltera, sola, sería una solterona: una tía —y aquí llego por meandros al mar, por vía estrecha a la estrella, por digresión a la cuestión: no es de Severa de quien quiero hablar sino de su sobrina, Rosa, Rosita siempre, ella que fue mi último amor en Zulueta 408.
Rosita era hija de un hermano de Severa y no sé por qué razón incómoda vivía ella todo el tiempo en el cuarto de su abuela María la Asturiana. La conocí niña y prácticamente crecimos juntos pero nunca le presté la atención que entregué, por ejemplo, a Beba, hasta el día que vi que se había hecho una muchacha. Ella no era bella sino linda —mejor, mona. No era muy alta, lo que me venía muy bien: soy bajo, ya lo era aunque no lo supiera y todavía no sentía la atracción por las mujeres altas que iba a sufrir más tarde en mi vida. Rosita seguía siendo gordita de muchacha como lo había sido de niña, pero con una gran gracia ahora. Era muy tetona, lo que la hacía parecer más baja aún y tenía una cabeza redonda rodeada de rizos rubios naturales (nada de tintes ni de permanentes) con ojos azules y una sonrisa terminada en hoyuelos tan agradable como frecuente. Era una versión tamaño natural de Shirley Temple. No recuerdo cómo empecé a hablar con ella un día y me encontré con que tendíamos a hablar a solas, a pesar de la presencia casi constante de Severa, que parecía vigilar a su sobrina con más sospecha que solicitud. Rosita estudiaba comercio (que entonces quería decir taquigrafía y mecanografía y un poco de aritmética) en una academia al final del Prado, subiendo una cuadra por San Lázaro, a media cuadra del Malecón. Un día me dio permiso para que fuera con ella a aquella exótica Havana Business Academy. La acompañé, luego la escolté, más tarde le pregunté si podía esperarla a la salida de clases, me dijo que sí y así me vi matando el tiempo de espera sentado en el último banco del Paseo del Prado, allí donde los falsos laureles mueren verdaderos por el sol y el salitre, mirando hasta aprenderme cada detalle de la estatua al poeta Juan Clemente Zenea, más recordable por haber sido fusilado injustamente (¿pero hay alguien ajusticiado justamente?) durante la colonia que por sus poemas publicados —¿inolvidables los inéditos? El monumento no consistía solamente en su efigie: en la base había una musa desnuda (de intención Euterpe, de resultado Erato), alba, de impoluto mármol —ala que manos ocultas y expertas sombreaban a cada rato su monte de Venus, haciéndola una representación cruda del sexo femenino, añadido venéreo verista que borraban de continuo empleados municipales tal vez preparados especialmente para ello. Pero siempre volvían los anónimos artistas del carbón a hacerle un pubis negro a la estatua blanca. Allí estaba yo frente al grupo escultórico del poeta mártir y su musa ahora pulcra, luego procaz, capaz con mi presencia constante de ver a la indecencia y a la decencia en el ejercicio encontrado de sus labores de amor por la imagen del sexo explícito o esbozado. Luego, temeroso de que me acusaran de obscenidad (siempre tuve ese temor infundado que se hizo por fin fundado un día), ya que era evidente que no estaba entre los agentes detergentes de estatuas polutas y sintiendo oneroso el peso responsable de ser corresponsal privado de aquella guerra púbica, cambié de sitio de espera, yéndome más hacia el paseo. Pero cansado de estarme allí viendo las horas danzar sin hacer nada (antes por lo menos tenía la musa y sus formas femeninas y la lucha incierta por el carácter de su pubis, que unos mantenían impúber, otros deseaban púber) le dije a Rosita que vendría solamente a buscarla y ella no objetó mi intención —tampoco puso reparo a que dijera buscarla en vez de esperarla, pasando de un verbo pasivo a uno activo, en semántica sexual.
Pero Rosita no era mi tipo. Aunque yo no tuviera un tipo de mujer definido todavía, prefería las flacas (Chelo, por ejemplo, fue una elección natural, mientras que Beba, con caderas amplias, que tendía a la robustez que creo que alcanzó en sus veinte, fue una selección histórica o social), delgadas si se quiere más delicadeza, y hacia las mujeres esbeltas se dirigirá mi preferencia decidida un día. Ahora sin embargo me contentaba con coger a Rosita por uno de sus brazos bruñidos (solamente, bien entendido, al cruzar la calle o al dejar un tramo del paseo: no me atrevía a otra impropia manifestación de propiedad), apretando su carne blanca, blanda. Apenas si hablábamos. Ya había comenzado mi interés que fue condena por la cultura y, siendo muy joven, era extremista: no soportaba una conversación menuda, hablar por hablar, la cháchara: en una palabra (que siempre quiere decir más de una frase), empezaba a encontrar que se podía conversar muy poco con las muchachas que conocía y aunque siempre he preferido la conversación con mujeres (no sólo suelen ser más bellas que los hombres sino menos veraces pero más verdaderas), no encontraba muchas afinidades electivas femeninas, excepto por una o dos compañeras del bachillerato —que eran desgraciadamente tan feas que tenía que hacer un esfuerzo grande para mirarlas al hablar, olvidando mi nariz la halitosis y así volverme literalmente todo oídos. Rosita, rubia, baja, tetona, gordita, tonta y casi imposiblemente decente, era sin embargo deliciosa en que componía en carne y cutis la imagen de un personaje que yo había tomado de una novela leída años atrás, lectura que empezó como pornografía pura y terminó por ser un libro mayor, al que volvía siempre para tomar nota. En esta historia el héroe (todavía las novelas que leía tenían héroes) pasaba de la desgracia de la extrema pobreza (como la mía) a la gracia y la gloria gracias a las mujeres y por medio del periodismo (al que yo aspiraba). Este héroe triunfal fue mi ideal durante un tiempo y aunque yo distaba mucho de ser buen mozo y por supuesto no era francés, me identificaba con él al punto de compartir sus gustos en el amor: arribista afortunado siempre conservó una amante menuda, charlatana, de poco seso y mucho sexo: así me imaginaba yo a Rosita: ella era para mí la encarnación de esta representación literaria, versión virgen de Madame de Marelle. Ma boule de Swift. My Stella Rosae. Rosita se convirtió en mi amor, tal vez de un solo lado, aunque yo llegué a pensar que ella compartía secreta mis sentimientos. Mi sorpresa fue naturalmente extrema cuando Rosita me dijo de pronto un día: «Mejor no me acompañas más a las clases». Lo que resultó un jarro de agua fría en mi cara caliente. Además, yo no la acompañaba a clases, sino que la traía de clases. Era por supuesto inútil señalarle la distinción gramatical: no habría notado la diferencia. Se dio cuenta sin embargo de que había sido bien brusca. «Tú sabes», me dijo, «en el edificio están comenzando a comentar». Ella, como yo, evitaba llamar a Zulueta 408 por su verdadero nombre de solar y así la escalera, el pasillo, los balcones, los cuartos, los baños, los inodoros, la pila, colectivos, hablaban como uno de nosotros dos. Le iba a decir lo poco que importaba que comentaran, que dejara que la gente dijera, que sólo valía la verdad —y la verdad era que yo no hacía otra cosa que ir a esperarla platónico a esa remota academia, de la que por otra parte yo bendecía su lejanía: así tenía más tiempo de acompañar a casa a aquel conjunto de carne perfumada. (Siempre olió bien Rosita: a todas horas parecía recién bañada, pero sobre todo a la hora de la escuela, oliendo a jabón Pompeya, a perfume, a talco. Tal vez por la obsesión de mi madre con el aseo personal —llegaba ella a bañarse dos veces al día— y su uso de jabones olorosos y del perfume, llamado esencia en mi pueblo, fragancia frecuente en mi casa aun en los días de mayor pobreza, tengo fijación con los olores humanos y no hay cosa que deteste más que una persona que hieda, sobre todo una mujer que no huela bien —aunque he llegado a pasar por alto esta obsesión odorífera con dos o tres mujeres que conocí, que no olían precisamente a rosas. Pero no Rosita, pero no Rosita). Rosita, con sus hoyuelos, sus rizos rubios y sus ojos azules, era a su manera muy decisiva persona y su petición se hizo casi una orden: no pude volver a escoltarla. Lo más que llegué a hacer fue calcular la hora precisa en que debía atravesar el Parque Central y cruzarme en su paso. O visitar el cuarto de su abuela, a conversar con Severa, a oírle madurar sus cuentos verdes, en espera de la vuelta de Rosita. Un día en que el atardecer se había hecho noche subrepticiamente (debía ser invierno y, aunque apenas se nota la diferencia de temperatura en Cuba, soy muy sensible a los cambios de luz y en invierno los crepúsculos crecen cortos), estábamos conversando Severa y yo en su balcón, que enfrentaba no el pasaje sino el macizo edificio gris del Instituto de La Habana, plantel que yo estaba a punto de abandonar del todo, dejados detrás los estudios escolares por el aprendizaje de la literatura. No recuerdo qué nadería conversábamos. Severa haciendo chistes o satirizando sutil tal vez mi situación amorosa. Sólo recuerdo que Severa me dejó solo de pronto y entró al cuarto sin pretexto, donde no había nadie, su madre de visita en casa de sus hijos —o en un mítin comunista. Me entretuve mirando la calle, siguiendo el curso monótono de los tranvías hacia el infinito en que se encuentran, pensando, deseando tal vez la inminente entrada de mi Madame Marelle, cuando me sentí de súbito abrazado por detrás y dos tetas duras se me clavaron en la espalda. Me quedé paralizado, como la oportuna oruga víctima de una avispa ichneumón y al mismo tiempo estaba deleitado con lo que creía un repentino ataque amoroso, Rosita regresada, retractando su decisión, afirmando su amor apabullante. Mi sorpresa fue aún mayor cuando oí al oído la voz de Severa susurrando: «¿Qué dirían los periódicos si se cayera ahora mismo el balcón y los dos fuéramos a parar a la calle así abrazados?». No pude responder. O mejor dicho, la pregunta contenía en sí su respuesta y fue su acción lo que hizo mi sorpresa extraordinaria. Ya había olvidado el roce casi imperceptible en mi pierna que no podía venir más que de ella aquella noche en que jugábamos lotería, Severa convertida en mi mente en una mujer sexualmente inexpugnable por la fortaleza de su carácter, sus mismos chistes de doble sentido, su espíritu juguetón y distante a un tiempo, en un estereotipo de mujer masculina, transformada para mi en la tía eterna de Rosita. Me soltó enseguida, la picada paralizante completada y voló de nuevo al cuarto. En ese mismo momento, como en un melodrama malo, regresó Rosita de veras. Su entrada tuvo un efecto extraordinario. Nunca antes había acogido su presencia perfumada con indiferencia, pero ahora me resultaba inconveniente, entrometida, aborrecible —porque en un instante había llegado a desear a Severa como jamás había deseado a Rosita, si es que de veras la había deseado o había sido todo una visión vicaria, labor de amor literario. El incidente, el abrazo furtivo en el balcón, no se volvió a repetir y quedó como un secreto entre Severa y yo. Más que un secreto un enigma: nunca pude descifrar la actitud de Severa, pero con un solo gesto y una frase había borrado los múltiples intercambios, que creí significativos, que hubo entre su sobrina y yo: de golpe ella había dejado de existir —hasta no repetir su nombre ahora es consecuencia de aquel abrazo raro. Entonces no pude explicármelo. Con el tiempo llegué a la conclusión de que no fue más que una forma de parodia.
La historia de mi vida erótica en Zulueta 408, ese tramo del tránsito de mi vía crucis sexual, esa parte de mi pasión parece una larga iniciación al fracaso: hay demasiados encuentros con mujeres burlonas, falsas difíciles y difíciles fáciles. Pero hay que recordar que hablo de los años cuarenta, una época en que la sexualidad tropical no había sido asumida, al menos por las mujeres, como ocurriría en los cincuenta, años americanos. Todavía quedaban muchos rezagos de esa moralidad española que en mi niñez consideraba que una mujer que se teñía el pelo y se pintaba los labios y se untaba colorete era una puta. Eso ocurría en el pueblo pero también pasaba en La Habana, y a pesar de la promiscuidad propicia de Zulueta 408, allí también imperaba una moral profundamente hipócrita, por debajo de la aparente facilidad social y todas mis amigas cultivaban la virginidad como un don precioso, una suerte de dote. Pero había también lo que luego conocería por el exótico y exacto nombre de calientapollas, palabra nada cubana, que de hecho no existe en Cuba pero muy apta para describir a estas muchachas y mujeres que conocí de cerca pero no, ay, con la intimidad que yo deseaba. Una de estas mujeres era no por casualidad una muchacha venida del pueblo.
Una de estas calientapollas no tenía, cosa curiosa, virginidad que conservar. Era una mujer, no una muchacha, que estaría en sus veinte pasados, tal vez en los comienzos de sus treinta. Vivía, aparentemente sola, con una hija pequeña, frente a Beba y a Trini. Su cuarto era de puerta abierta con cortina y ella se ganaba la vida cosiendo. Como mi madre que bordaba, ella estaba la mayor parte del tiempo «pegada a la máquina», frase que parecía copiada de mi madre. Pero no se parecía a mi madre. Hoy diría que era bella, entonces me pareció exótica. Exótica en Cuba debía ser una sueca o alemana, pero mi vocabulario estaba sacado del cine y así Hedy Lamarr, embadurnada de maquillaje oscuro, era exótica en su imperecedera aparición como Tondelayo, la nativa de Malaya. Pero Elvira (ése era su nombre: nunca supe su apellido: en Zulueta 408, como en el partido comunista entonces y luego en Hollywood, todo el mundo se llamaba por su nombre) era a su manera exótica pero no se parecía a Hedy Lamarr, mi amor gigante y en dos dimensiones. El contacto con Elvira tuvo lugar muy temprano, mucho antes de mis aproximaciones a Beba y Rosita, y yo era entonces muy joven. No sé cuál fue el pretexto para entrar en su cuarto. Aunque no hacían falta pretextos en el solar para visitar a un vecino yo conservaba todavía mis costumbres del campo. Elvira era alta y delgada y llevaba el pelo por los hombros, ligeramente ondeado, al gusto de la época: Elvira imitaba a María Félix o tal vez la prefiguraba porque María Félix no era conocida en Cuba en esa época: quizá fuera que María Félix encarnaba el epítome de la belleza de los tiempos en América Latina. Pero María Félix fue celebrada como María Bonita mientras Elvira no era considerada bonita por los hombres del edificio y no creo que tampoco fuera bella con un criterio cubano. Ella, como mi madre, solía conversar mientras cosía y un día me preguntó de pronto si yo no tenía una noviecita. Le dije que no, lo que era la verdad. «Debieras tenerla: ya estás en edad. Además, que tú no eres mal parecido». (Esa declaración fue repetida, para mi asombro doble, por Beba, que le dijo a mi madre un día: «Zoila, ¿cómo tienes hijos tan lindos?», incluyendo a mi hermano en la pregunta que era una forma de elogio, pero aludiéndome directamente: fue esa observación lo que me hizo acercarme a Beba con intenciones, con algo de aliento pues yo me consideraba fatalmente feo, tanto que cuando la Niña, una de las muchachas del pueblo que vivían en el solar, declaró frente a nuestro cuarto, al reprocharle alguien que le gustara el hombre que después iba a ser su novio: «A ml me gustan los hombres feos», me dije que había entonces posibilidades para mí de tener novia, si no tan bella como la Niña, alguien que se le aproximara). Y he aquí que Elvira, viviendo sola, sin hombre conocido más que el remoto padre de su hija, yendo más allá que la Niña, casi tanto como lo haría Beba en el futuro, me anunciaba que no era mal parecido. Ella y yo conversábamos un día, recuerdo, y me hizo trasladarme de donde yo estaba sentado hacia un lugar no más cerca de su máquina en movimiento perpetuo pero sí propicio a hacerme más íntimo a su persona, con el pretexto (ahora pienso que fue un pretexto, entonces era un motivo) de que le ocultaba la luz. Al levantarme y sentarme de nuevo vi su vestido abierto (tal vez fuera una blusa: entonces no se usaban las camisas para mujeres) que dejaba a la vista su pecho plano y el comienzo de sus senos. Ella no usaba nada encima de ellos, tal vez por pobreza, tal vez porque la pieza era tan rara, tan calurosa que hasta su nombre cubano es extraño: ajustadores. ¿Ajustar qué, cuentas o tetas? Siempre preferí, cuando la descubrí, la palabra venida de Estados Unidos brassieres, aunque la palabra sostén tiene una brevedad y un sonido que me gustan, pero vine a descubrirla más tarde y me es de uso ajeno. Más engorrosa es la palabra francesa, soutien gorge. Su corpiño, como todas esas palabras anteriores, estaba evidentemente ausente. Miré bien y vi más que el inicio de sus senos, vi una de sus teticas y ella se echó hacia adelante, atendiendo tal vez a su costura o acomodando mi visión, y vi su teta entera, hasta el pezón puntudo. Siempre me ha emocionado la vista de una teta (también la de dos tetas: doble emoción) y ese día comencé a sentir que mi ánimo se hacía físico y se localizaba en la entrepierna. No me había pasado antes con Elvira, con quien tenía cierta amistad pero por quien no sentía nada. Ella se inclinó más aún y yo miré ávido, olvidando a su hija que jugaba en el balcón y sabiendo que estábamos protegidos de los vecinos por esa cortina que era siempre otra puerta. Mirando, ya sin decir nada, sin hablar, la conversación interrumpida por la visión, pude observar que sin dejar de atender a su labor, Elvira me estaba observando, atenta a mi reacción, y puedo jurar que se estaba sonriendo. Elvira, que tenía según mi madre fama de cochina, que aparentemente sufría esa forma poética (al menos su nombre me es grato) del mal infame: flores blancas, se convirtió en una hembra en celo tan violento que la hubiera sacado de entre su máquina incesante y tirado sobre la cama —y acabado con mi virginidad. Aunque ella me llevaba por lo menos diez años: eso era una generación para mí entonces, casi una vida. Pero yo era el claro objeto del deseo porque Elvira se sonreía con su sonrisa arcaica en su cara contemporánea. Impulsado por el sexo, me volví impúdico y me puse de pie, frente a la máquina, que era como decir frente a ella, casi frente a su cara con mi bulto, mostrándole la evidente erección que ella había provocado con sus historias de noviecitas necesarias, sus apreciaciones estéticas y el desplazamiento de mi persona para propiciar la visión de sus senos. El resto lo había completado la intimidad indolente que ella creaba conmigo. Elvira dejó de coser por primera vez desde que visitaba su cuarto, lo que era un acontecimiento: ¿ocurrirían transfiguraciones? Ella me miró a la cara, miró para mis entrepiernas y volvió a mirarme a los ojos. «Ahora siéntate», me dijo finalmente, como si dijera: Bueno, ya veo lo que eres capaz de hacer, ¿y ahora qué?, pero añadió: «Que no me dejas coser con tus distracciones». Su tono era de tan lejana indiferencia que me sentí insultado. Con su desdén Elvira me enfrió de un solo golpe de voz. Había sido un cubo de agua helada sobre mi calentura. La erección se desinfló instantáneamente, el bulto desapareció de entre mis piernas, pero no me senté. Di media vuelta, caminé unos pasos, levanté la cortina y salí del cuarto —nunca más volví a entrar en casa de Elvira. Así era yo de susceptible entonces.
Pero la peor —o tal vez la mejor— fue Lucinda, calientapollas extraordinaria. Ella era hermana de Balbina, cuñada de Carlitos, tía de Payeye y hermana menor de la Niña. Venían todos del pueblo. Balbina, Lucinda y la Niña, la que me hizo concebir esperanzas para nosotros los monstruos y que se había casado pronto con un hombre horrible, vivían en el cuarto que me reveló a Etelvina, la puta precoz, la fletera sifilítica, mi maja desnuda. El padre de las tres hermanas era español, tal vez asturiano, pero su madre era una mulata atrasada que había dejado una marca morena en sus hijas y, sobre todo, en sus hijos, que solamente logró disimular la Niña con su pelo teñido, falsa rubia temprana. Todos querían con locura a su padre que era una figura respetada en el pueblo, dueño de un café céntrico en que trabajaban los hijos. De cierta manera la venida de media familia a La Habana había sido un paso atrás social, condenados como estuvieron siempre a vivir en el solar (cuando nosotros nos mudamos todavía vivían allí) y por el pobre salario de Carlitos, afilador ambulante. Balbina era una mujer madura y atractiva, aunque tenía las nalgas más aplastadas que he visto nunca, seguramente herencia paterna. Desde los días juveniles, casi infantiles, en que Carlitos era objeto de bromas a sus espaldas («Cárlitos, amolador de cuchillitos»), Balbina fue el paradigma de la mujer desnalgada y nalgas a la Balbina se convirtió en una categoría del museo de medidas de mujeres. Lucinda no era tan alta como Balbina, era bastante baja y con caderas breves pero no tenía el culo achatado como Balbina sino más bien prominente: su figura era graciosa, aunque con una ausencia notable: no tenía una gota de senos: era tan planchada de tetas como Balbina de nalgas y no exagero si digo que nunca, antes o después, he visto una mujer con menos senos. La vi llevar toda clase de ropas: vestidos, blusas, hasta la vi en refajo un día y no tenía más que las marcas de las costillas, estrías en el raso. Su cara parecía polinesia, lo que no es extraño en muchas mulatas, con grandes labios carnosos y ojos rasgados. Tenía el pelo ondeado natural y la nariz chata pero graciosa. Solamente echaban a perder el agrado de su cara unos granos que le salían continuamente. Había hecho de todo para eliminarlos, inclusive practicó por un tiempo un antídoto asqueroso: por las noches se ponía saliva en cada barro y se lavaba cuidadosamente en la mañana. Nunca oí antes de un remedio semejante y tengo que decir que no le sirvió de mucho el unto. Con todo, babas y barros, Lucinda resultaba muy atractiva, pero por alguna razón (¿culpa de su cutis?) nunca tuvo novio y cuando lo consiguió finalmente el resultado de la relación fue casi una catástrofe. Era este novio nocivo chofer de alquiler de la piquera de Puerta Tierra, también terminal de los ómnibus llamados contradictoriamente Flecha de Oro: no podían ser más lentos y sucios. El pretendiente se llamaba Prendes, de nombre Alberto, y era joven, bastante bien parecido, serio y tan callado que resultaba taciturno. Le apodaban el Turco, tal vez, creía yo, porque se parecía a Turhan Bey, el eterno enamorado de María Montez. Pero Prendes llevaba una doble vida y cuando el robo notorio del banco del Paseo del Prado, extraordinario porque era uno de los primeros robos de banco que hubo en La Habana y porque los ladrones realizaron un robo récord al llevarse un millón de pesos, que equivalían entonces exactamente a la misma cantidad en dólares, se descubrió que el chofer del carro de la fuga era conocido como el Turco Prendes, de oficio taxista. De milagro no conectaron a Lucinda con el robo para que Zulueta 408 volviera a estar en los periódicos, precisamente en la crónica roja —y tal vez en editorial insidioso señalando a ese centro de infamia donde aun las mujeres son peligrosas.
Antes de que ocurriera el robo (que obligó a Lucinda avergonzada a irse por un tiempo al pueblo: el amor de un criminal incrimina), mucho antes de que conociera al Turco Prendes, fascinante y fatal, que la hizo a mis ojos María Montez por un día, yo solía tener una relación estrecha con ella, pero no todo lo estrecha que yo quería: me gustaba Lucinda, con cutis maltrecho y ausencia de senos y todo. A pesar de Balbina, de Carlitos y de Payeye, público presente, solíamos quedarnos solos los dos en su cuarto a menudo. Un día ella dijo que le gustaría leer una novelita y pensé en Maupassant, pensé en Chejov pero no pude pensar en Corín Tellado. «Tú sabes», especificó ella encantadora, «esas donde se hacen cosa». Antes de que ella precisara qué tipo de lectura le gustaría, yo sabía qué era lo que se conocía como novelita de relajo, definidas por sus autores anónimos como novelitas galantes. Me había encontrado un espécimen esotérico —titulado La lujuria de la boba—, cosa curiosa, debajo del colchón de la cama de mis padres. El hallazgo era inusitado por lo puritano que era mi padre y sospecho que su presencia pornográfica se debía a la curiosidad de mi madre, lectora ávida, pero estoy seguro de que ella no lo compró por las dificultades de adquisición que se hacían insalvables para una mujer. Nunca pude desvelar el máximo misterio de aquella aparición impresa que surgió sorpresiva de entre el bastidor cundido de chinches y la colchoneta inerte. Leí aquel librito con avidez y de nuevo subrepticiamente y me abrió una puerta erótica por la que entré a raudales. (Las memorias de una princesa rusa y mucho menos El satiricón estaban muy lejos de aquella literatura que podía considerar una experiencia nueva más que renovada). A esta iniciación siguieron otras novelitas, esta vez compradas por mí aunque su venta estaba prohibida por la ley (siempre seca de sexo) y había que descubrir la exacta librería de viejo (una particularmente provista estaba en la calle de Neptuno, frente al cine Rialto, oponiendo dos tentaciones: la letra impresa turgente y las sombras animadas) en que se vendían más que por debajo del mostrador, detrás en la trastienda, donde había toda una biblioteca licenciosa sin licencia. Leía una y otra vez cada tomito y siempre resultaban materia esencial para la masturbación. Sus argumentos eran variados, pero la fórmula fornicatoria era la misma: invariablemente el narrador (o todavía mejor, la narradora, como en La pepita de Pepita) terminaba acostándose con todo el mundo, inocente o culpable, incluido el mayordomo. Hubo una muestra temprana que por alguna razón particular fue fuente fabulosa de fantasías eróticas para mí. En ella dos mujeres (de la vida o aventureras, como ellas se llamaban) iban a patinar al parque del Maine, Malecón arriba, llevando incongruentes abrigos largos pues era invierno (¡abrigos, invierno, en Cuba!) y al patinar, no sobre el hielo imposible de imaginar sino sobre ruedas, una de ellas mostraba por la abertura del abrigo que no llevaba absolutamente nada debajo. Este hallazgo precioso lo hacía un hombre (un cateador sin duda, en busca de pepitas no de oro sino de carne eréctil) que acertaba a pasar por el lugar y allí mismo, en el parque público, ¡se acostaba con las dos! Era muy temprano en la mañana y no había nadie más por los alrededores, por lo que el trío (tríbades y un semental) cometía toda clase de actos indecentes y algunos inclusive contra natura.
Ésta fue una de las novelitas que leí a Lucinda, tal vez la primera. De más está decir que yo me excitaba con el sexo oral —pero no como Lucinda. No era tanta mi excitación porque yo tenía que atender a la lectura, al mismo tiempo que debía vigilar la puerta, observar la cortina atento a si venía alguien de la familia, no Carlitos, que siempre regresaba a la misma hora, cinco en punto de la tarde, sino tal vez Balbina, y en una ocasión se apareció acucioso Payeye a destiempo de la escuela, por lo que tuve que realizar una maniobra de ocultamiento rápido del material de lectura que fue casi una prestidigitación, disfrazar mi excitación y al mismo tiempo iniciar una conversación que pareciera continuación y no inicio. Lucinda se excitaba enormemente con estas lecturas libidinosas, pero creo que más la excitaba mi excitación, que pese a la labor de lectura o por ella misma, al interpretar el papel del sempiterno semental que se fornica a todo lo que se mueve, estímulo iniciado por las aventuras eróticas en la novelita y aumentado por la presencia de Lucinda, por su semisonrisa mientras oía, sentada siempre en su silla, sin otra muestra de su estado que su apenas sonrisa. Sus tetas inexistentes no se podían erguir, sus pezones ausentes no se hacían turgentes, sus piernas eternas en la misma posición, cerradas, apretadas una contra la otra, sus ojos que brillaban de malicia todo el tiempo pero no eran reveladores y así era su boca gorda la que indicaba su grado de placer en sus grandes labios distendidos. A veces mi excitación se hacía insoportable porque me imaginaba que era el pornógrafo, el protagonista de estas aventuras amorosas y Lucinda me acompañaba en cada cuadro, en todas las posiciones y muchas veces de perfil. Pero lo que me devolvía a la realidad de la página impresa, de la literatura, era que Lucinda no me dejaba acercarme nunca a ella en este estado de sitio, mucho menos tocarla estando en celo perpetuo, al que me inducía la lectura que debía recomenzar cada vez que intentaba una aproximación más allá del límite del cerco de metro y medio aparentemente imaginado pero muy real para ella, que no sólo se controlaba sino se reservaba. Lo más lejos que llegué fue a escurrirme hasta esta línea Maginot y extraer mi Bertha poroso y mostrar mi miembro formidable desde mi punto de vista a Lucinda, casi para su inspección: tumefacto, morado, de aspecto adolescente: mi cañón tan imaginario como su frontera. Ella lo miró con curiosidad medio médica, sin ningún interés erótico y no me permitió sacudírmelo, mucho menos tocarlo ella: el pene puede ser peligroso. Tan pronto como inicié la fricción, olvidado de Balbina vigilante, de Payeye parejero por púber y aun de Carlitos y sus cuchillos ahora amenazantes: ¡zas! abajo de un solo tajo, me dijo: «No, no, que vas a embarrarlo todo!». No se refería a nuestra relación de relajo sino al piso, al cuarto, a su universo doméstico, porque Lucinda —toda su familia, como mi madre: mal del pueblo— era pulcra, limpia aun en su libido.
Ésa fue la única vez que penetré su intimidad con mi pene, pero continuamos nuestro contacto sexual por las palabras, locutor libidinoso yo. Ahora me veía obligado, tiranía del sexo más que de las mujeres, a abandonar a mis amigos, a mis compañeros de juego, a mis condiscípulos con las excusas más desaforadas (la verdad era más extraña que mis ficciones) para ir a leerle a Lucinda —labores literarias, como quien dice. Debía además entrar en su cuarto sigilosamente —doble sigilo, el de la lectura, triple incluyendo la librería clandestina, sin que me viera nadie. Tenía además que comprar con mi poco dinero, sacarlo del ahorro para el cine, invertirlo en las novelitas —pero valía la pena. Le agradezco a Lucinda estos trabajos de amor. Aunque ella gozaba con mi situación de impotente potencia, oyendo atenta, mirando curiosa pero siempre cuidadosa de permanecer fuera de la situación, sin siquiera darme la satisfacción de una muestra de su excitación, con su inmovilidad y su cara de Mona Licenciosa, yo me cobraba todos los gastos, aun la calentura vana pensando, imaginando las cosas que ella hacía cuando se quedaba sola. Las lecturas libidas duraron un tiempo, hasta que apareció Alberto, alias el Turco, Prendes en su vida —y su cerebro (que en el habla popular habanera significaba sexo) tuvo su cuerpo. Después, cuando el Turco Prendes desapareció en la cárcel, a la vuelta de ella del pueblo, mis intereses, aun sexuales, eran otros para volver a ser lector lúbrico de Lucinda.
Había empezado a escribir y dejar de leer, pero hubo un momento en que se unieron el amor y la literatura y aunque en la práctica de uno y en el hacer de la otra no triunfó, uno sobre la otra sino que pudo más la sangre —pero aunque no fue la fuerza de la sangre metafórica sino la sangre real, estuvo también presente la sangre familiar. Aunque no voy a hablar de mi larga lucha con los dientes y el dolor, sí quiero anotar mi extrañeza ante lo poco que aparece en la literatura algo tan presente en la vida como una neuralgia molar: no recuerdo más que tres novelas, Ana Karenina, Á Rebours y Los Buddenbrook, donde el dolor de muelas sea un mal siniestro. Tal vez se explique porque un dolor de muelas parece cosa vulgar, pero curiosamente esas tres son novelas elegantes, pulcras y refinadas. Por otra parte se ha descrito minuciosamente la tuberculosis en literatura y yo, que la conozco de cerca, no creo que la tisis sea una enfermedad particularmente glamorosa o elevada, los pacientes entre esputos y hemoptisis —si es que puede exaltarse alguna enfermedad. He padecido mucho de mal molar, peor que el mal moral. Ahora me había sacado otra muela tarde en la tarde, y aunque siempre he tendido a sangrar, sé qué es una escaramuza de hemorragia y no una verdadera hemofilia. Ese día comencé como siempre a obsesionarme por el hecho de que horas después de la extracción todavía sangraba la herida, lo que mi madre, conocedora, llamaba la cesura. Para comprobar si sangraba o no, tocaba con mi lengua la herida y al hacerlo sacaba siempre sangre. También debía chuparme la sangre inocente. Mis padres se fueron para el cine (que mi padre odiaba entonces, como ahora hay gente que odia la televisión: reaccionarios a la imagen) y mi hermano debía de estar una vez más de vacaciones en el pueblo. Pero no me quedé solo. Vivía con nosotros entonces mi prima, la muchacha de ojos verdes obsesivos que mi madre llegó a adoptar, la que yo quería como una hermana (mi madre y yo evidentemente tratábamos de encontrar la hembra de la familia, dos veces presente y dos veces ausente en la muerte temprana), la que era para mí la niña legendaria que me descubrió el amor y los celos al mismo tiempo, a los seis años, con quien tuve la iniciación infantil, incompleta no sólo por la aparición adusta y súbita de mi, de nuestra abuela mutua, sino por la natural incapacidad para la práctica sexual que se padece a los seis años, el incesto incompleto. Esa noche me acosté pero no pude dormir, no sólo porque seguía sangrando sino porque de pronto se me hizo evidente que estaba solo con mi prima hermana en el mismo cuarto, envueltos en la oscuridad protectora que se hizo enseguida culpable. Desde mi cama extendí el brazo hacia la cama de mi prima y toqué su pierna y ella no se movió. Seguí avanzando la manó por sobre la rodilla, por los muslos y llegué a descubrir lo que era visible a los ojos del día pero que sólo la noche me revelaba: mi prima había dejado de ser mi primita, aquella niña de rara belleza, de grandes ojos verdes y boca bella que su madre y toda mi familia exhibía como nuestra respuesta a Shirley Temple. Era evidente que estaba despierta, que me dejaba hacer pero ella no respondía, cuando de niña había sido suya la iniciativa. Súbitamente sentí un golpe de sangre y tuve que levantarme a escupirla. Comprobé que no era demasiada sangre. De regreso no volví a la cama ni a mi intento incestuoso sino que sentí que debía sentarme a escribir. Ya yo había escrito uno o dos primeros cuentos y ahora sabía que iba a morir de seguro y antes de desangrarme, como Petronio, tenía que dejar un último mensaje, comunicación de una importancia extrema, testando. Encendí la luz y cogí papel y lápiz y comencé a escribir una historia que mezclaba mi todavía potente pasión por la pelota y las lecturas recientes. Así un pelotero viejo al que tocaba salvar su equipo de la derrota, bateaba un homer, haciendo llegar la bola más lejos que nunca antes, que nadie y mientras corría sufría un ataque al corazón y casi caía. Pero seguía corriendo las bases, casi dando tumbos, moribundo y con terrible trabajo conseguía llegar al home, pero al pisar la goma y así ganar el juego, moría. Escribiendo este doble testamento estaba convencido de que no había dudas de que era escritor, tal vez un gran escritor que componía su obra maestra y moría. De esta tarea torpe me sacó mi prima, sentada en la cama, diciendo: «¿Qué estás haciendo ahora?», no sé si se refería a la ocasión o a la hora. «Ven para acá» —y no supe si quería decir mi cama o la suya, mientras miraba esos labios que varias generaciones de mi familia, Infantes y Castros y Espinozas y Reynaldos, habían logrado componer para formar la obra maestra de su boca ahora abierta. Sentí que tenía que ir hasta ella y al mismo tiempo sabía que debía terminar mi cuento. De esta indecisión vino a sacarme un golpe de sangre mayor que los anteriores y tuve que levantarme a escupir lo que era una evidente hemorragia pero para mí parecía una hemoptisis chopiniana: entonces no conocía a Keats ni sabía de qué había muerto Chejov: mis referencias de muertos gloriosos vomitando sangre eran sólo imágenes del cine. El cuento quedó inconcluso y, para mi pesar momentáneo y alivio posterior, la virginidad de mi prima permaneció intacta para su eventual matrimonio —regresaron mis padres. No sabía de qué cine venían ellos que apenas salían juntos y nunca regresaban a deshora. Solamente supe del tiempo porque mi madre exclamó: «¿Qué haces despierto a esta hora?». A lo que pude responder, sin mentir, sin acudir a falsas excusas y sin inventar coartadas morales que salvaran el honor de la familia a la que estuve a punto de profanar su monumento: «Tengo una hemorragia». Mi madre, experta en muelas y migrañas, mal que he heredado de ella, inventó un remedio casero para restañar la sangre, pero seguí sangrando y todavía por la madrugada sangraba, ahora a borbotones. «No va a quedar más remedio que lo lleves al dentista», sentenció mi madre que daba todas las órdenes en la casa y mi padre comenzó a vestirse para acompañarme a la consulta. Recorrimos las calles vacías, silenciosas y oscuras: el dentista vivía en San Nicolás pero no me explico por qué cogimos por tantas calles laterales —o sí me explico: mi padre tenía el arte de Dédalo urbano de hacer de La Habana un laberinto de calles en zigzags. Costó trabajo despertar al dentista, que salió al balcón alarmado: ¿quién toca en mi puerta tan tarde en la noche? Al abrirnos negó la evidencia de una hemorragia diciendo que era solamente mi mente y a pesar de su cacofonía me sentí halagado de que alguien confiriera poderes sobrenaturales a mi imaginación y dotarla así de la facultad de producir el efecto de que la sangre imaginaria manara real del hueco en que estuvo mi muela, llenara mi boca y me hiciera escupir a borbotones. Pero cuando alumbró su consultorio vio que de veras tenía una hemorragia y sin alarmarse dijo: «La vamos a acabar enseguida», y canturreando (al revés de los pájaros y los tenores, los dentistas son capaces de cantar a cualquier hora) empezó a preparar un compuesto amargo que colocó en el hueco: «Polvo de tanino», explicó y taponeó todo con algodón. «Completo», determinó finalmente. No sé qué hice con el algodón y el polvo de tanino pero sí recuerdo que ya amaneciendo mi padre me llevó a una lechería de la calle San Lázaro, donde pidió un litro de leche y me hizo tomarlo todo. (Fue una de las pocas veces que estuve cerca de mi padre desde que llegamos a La Habana, cuando comencé a distanciarme por causas oscuras: tal vez fuera que crecía). Luego me explicó: «Lava la sangre». Por un momento creí que se refería a la sangre en mis venas, después pensé que era a la sangre de familia que hacía de mi prima y yo uno, luego a la sangre de escritor que me había probado a mí mismo esa noche —pero quería decir sólo la sangre del hueco de la muela que me había tragado, vampiro autárquico.
Ya había estado en todos los cuartos carnales (aun en el mío), en ocasiones hasta dos veces. Ahora todo pasaría en la placita frente a nuestro cuarto. Fue allí que ocurrió una de las revelaciones sexuales sorprendentes de mi adolescencia, aunque no tuvo que ver conmigo: yo fui un mero espectador. El protagonista de este misterio a mediodía fue Rosendo Rey, que había sido durante años el apacible inquilino del último cuarto del piso, que estaba junto a los baños, al que accedió después de Dominica y los suyos. Era el hombre más serio del solar y pasaba todos los días de regreso de su trabajo (nunca determiné cuál era) caminando erguido, trajeado casi siempre de blanco o de beige, su sombrero blanco de falso jipijapa calado correctamente en ángulo recto. No tenía la apostura de don Domingo pero tampoco su impostura, un falso hombre serio. Aventajaba al Dr. Neyra en que era más alto y no era un charlatán. Es más, era parco, lacónico, casi hermético. Cuando un día se cayó frente a nuestro cuarto, su verticalidad devenida súbita horizontalidad, en una caída aparatosa (que luego se mostraría como grave), cayendo a plomo al resbalar en el cemento húmedo (mi madre posiblemente habría llevado su manía de la limpieza, del baldeo, más allá de nuestra zona sanitaria) y se levantó sin una queja y caminó cojeando, todos los vecinos inmediatos testigos de su resbalón y estruendoso desplome lo sentimos mucho, más aún al saber luego que se había partido la rabadilla. Mi madre se interesó por él siempre, tal vez un poco culpable, preguntándole a menudo cómo se sentía, y Rosendo Rey respondía siempre con su acento gallego que iba mejor, mostrando de paso su estoicismo español, ya que iba peor: la fractura del cóccix se le complicó y tomó meses en sanar. Cuando yo era más muchacho y estaba con mis otros compañeros de juego alrededor de la fascinante luceta, suspendíamos la partida al verlo venir y casi siempre terminábamos ahí la competencia, ya que sabíamos que Rosendo Rey tenía que acostarse temprano pues se levantaba de madrugada para ir a su trabajo. Su fama de hombre serio aumentó cuando pasó el tiempo y no se le vio nunca meter mujeres en su cuarto, que debían ser necesariamente putas, pues Rosendo Rey ya no era joven y a pesar de su apostura distaba mucho de ser bien parecido: sólo su sonoro nombre era hermoso. Así mi sorpresa y la de todos los que fuimos testigos (estaban mi madre sin duda, Dominica y tal vez Zenaida) fue mucho mayor al haber tenido él un historial de seriedad y, como decía mi madre, de perfecto caballero. Esa tarde regresó más temprano, casi al mediodía, y venía mal acompañado —inmediatamente detrás le seguía Diego. Ambos pasaron sin decir una palabra: Rosendo Rey no saludó como hacía siempre, Diego, que no saludaba nunca, iba con una leve sonrisa en su cara que por un momento no supimos qué significaba. Rosendo Rey abrió su puerta y entró. Detrás de él pasó Diego y la puerta se cerró completamente: Rosendo Rey no usaba cortina. La puerta estuvo cerrada un buen tiempo. Todos los que estábamos en el patio nos quedamos esperando, casi sabiendo lo que ocurría. Al rato, largo, la puerta se abrió y salió Diego solo (o acompañado por su sonrisa) y pasó contando ostentoso billetes en su mano, dos, tal vez tres, satisfecho como aquel que ha hecho una buena faena. Enseguida supimos qué había ido a hacer Diego en casa de Rosendo Rey, con quien nunca había tenido relación ni el menor contacto, encerrados los dos: Diego, además de chulo de Nena la Chiquita, era un bugarrón profesional. Consecuentemente, el respetable Rosendo Rey, con su seriedad, su empaque y hasta su porte de caballero español, se revelaba de pronto como maricón. No sé si lo fue siempre y hasta ahora había conducido su vida privada como coto callado o con la suficiente discreción para que nadie supiera su secreto sexual. (Llegué a pensar que su mariconería se debía a la caída y la rotura de lo que comúnmente se conocía como el huesito de la alegría. En todo caso era un rey sin corona, en verdadero jaque mate por un peón. Pero la última palabra la tuvo Silvio Rigor, al conocer años después la revelación, emitiendo como un veredicto su frase favorita sobre la doble caída: «Obviamente fue una profanación del sacro»). De allí en adelante Diego fue visita corriente en aquel último o primer cuarto, en el que se encerraban los dos un rato pero no mucho tiempo: el amor que se atrevió a decir su nombre era siempre rápido. Nada cambió en el aspecto exterior de Rosendo Rey, lo que me intrigó. Ingenuamente yo esperaba que comenzara a depilarse las cejas, darse colorete y teñirse las canas de las patillas que dejaba ver bajo su perenne sombrero de pseudo-panamá: no era Von Aschenbach pero, pensándolo bien, tampoco Diego era Tadzio. Excepto por aquel día en que se reveló (yo pienso que fue entonces que él se descubrió) siguió saludando como de costumbre y pronto todos los testigos de su revelación nos acostumbramos a saber que practicaba enclaustrado su arte amatoria.
En ese patiecito tuvo lugar una aparición que me concernió directamente. Pero tengo que mencionar antes, brevemente, la revista literaria que fundamos, hicimos y escribimos varios amigos, algunos de ellos mis compañeros de estudios. La idea de la revista partió de Carlos Franqui y suya fue casi su realización. La publicación no duró más que cuatro números y se hundió en el olvido total, que es mayor que el olvido literario pero no peor. Pronto Franqui inventó un sucedáneo mayor, una suerte de sociedad artística y literaria que se llamó (con las mismas intenciones que la revista, con idéntica pretensión, casi con el mismo nombre: la revista se llamaba Nueva Generación) Nuestro Tiempo. Allí nos reunimos muchos aprendices de intelectual, de escritor, de artista, de músico, de espectador. Fue entre los músicos amateurs que hice mayor amistad, con mi amor a la música ganándole a una vieja pasión por la pintura. Entre los músicos que conocí estaba un joven abogado, que había sido campeón de trampolín de Cuba años atrás pero que había cometido el primer pecado musical de componer una piececita titulada Canción triste, más Lecuona que Schubert, que yo siempre le declaraba culpable ahora que sus pretensiones musicales eran más ambiciosas. Juan Blanco, bajo pero rubio y de ojos azules, tenía mucho éxito con las mujeres músicas, aunque era bastante feo. Por ese tiempo yo ya había salvado los complejos sociales que me atacaron antes por vivir en un solar. Así todos mis amigos, viejos y nuevos, venían a visitarme a mi casa, a nuestro cuarto, a disfrutar la hospitalidad de mi madre, a tomar su café, y se reunían en el patio, en la placita que era un ágora ahora. Juan Blanco estaba entre los que venían más a menudo. No me extrañó pues que una de sus musas se apareciera un día a visitarnos de buenas a primeras. Solamente me intrigó saber cómo había conseguido la dirección. Ella se llamaba Gloria Antolitía y parecía tan italiana como su apellido, aunque tal vez fuera una falsa italiana. En todo caso Juan Blanco llegó —tal vez extenuado por la persecución, ella una Dalila incansable tras este Sansón del sexo— a casarse con ella. Ese día particular (y que iba a cambiar tantas cosas en mi vida) Gloria Antolitía vino acompañada por su media hermana, que estaba de vacaciones de Semana Santa, antes de regresar al convento en la Calzada del Cerro donde estudiaba. Era alta, muy delgada, trigueña, de ojos hundidos pero radiantes y, sin sonreír, por entre los labios le salía un diente frío. Sus labios eran irregulares —demasiado fino el de arriba, demasiado carnoso el de abajo— y su nariz de frente era de puente demasiado grueso. Pero el cuello largo, la barbilla en punta graciosa y el dibujo de la nariz configuraban un perfil delicado. El conjunto contradictorio me resultó atractivo y aunque esa primera vez yo no le parecí gran cosa a ella, esta muchacha (era muy joven entonces, tal vez tuviera diecisiete años, no más) llegó a ser mi primera novia, mi primera mujer. Nada de eso pareció posible ese día, tanto que no lo he marcado entre mis fechas memorables, pero fue notable, tal vez el más significativo día de mi vida en el solar, la cuartería, el falansterio: la extraña luz ceniza que fue una vez malva se había hecho familiar, la atmósfera de pesadilla era el sueño cotidiano, los habitantes ajenos o peligrosos eran ahora amigos, el sexo se hizo amor y a su vez sexo de nuevo, pero la salida fue como una salvación.
Pocos meses después nos mudamos de La Habana Vieja, dejamos detrás sus riberas sin decir hasta luego sino adiós para vivir en El Vedado, en su extremo pero entre jardines y árboles, en una avenida, y pudimos salir a ver el cielo. Aunque no fuimos más pudientes (por un tiempo resultamos más pobres que antes, mi padre perdió su trabajo, la tuberculosis de mi hermano se agravó peligrosa, casi mortal) fue un cambio oceánico. La etapa de Zulueta 408, más que un tiempo vivido, fue toda una vida y debió quedar detrás como la noche, pero en realidad era un cordón umbilical que, cortado de una vez, es siempre recordado en el ombligo.