TODO VENCE AL AMOR

Amor vincit omnia: el amor lo vence todo. Virgilio conocía el cielo y el infierno (especialmente el infierno) pero no sabía nada del amor. Si su frase fuera verdadera yo no podría recordar las veces que todo venció a mi amor —y tuvo lugar más de una vez: no fue sólo la desilusionante Catia Bencomo y su rechazo: ocurrieron otros desdenes. Está por ejemplo el fiasco, el fracaso, la derrota total con Carmen Silva. Ella era una figura del Lyceum: al menos pareció surgir de su salón de música como Venus de entre las ondas Martenot. Es cierto que yo la había visto antes (un día saliendo del teatro Auditorium: Lyceum, Auditorium: tantos nombres latinos casi justifican la torcida cita de Virgilio y la metáfora venusina) pero fue en el Lyceum que me enamoré de ella. Ocurrió en el entreacto de un concierto de música de cámara, pero no recuerdo el programa pleno de ripienos y concertantes, aunque sí recuerdo que fui con mi madre, melómana memorable. Había llovido temprano esa tarde, uno de esos aguaceros como el amor: intensos y repentinos y fugaces, que convirtieron a Lorca en espectador de La Habana, y la noche tenía la transparencia y la frescura y el aroma de la noche habanera después de la lluvia. Supongo que así son todas las noches tropicales, pero para mí han quedado como la noche habanera. Oímos la primera parte del concierto y después —dejando a mi madre en su asiento— fui a reunirme con varios amigos (más bien conocidos), entre los que estaba Varas, cuyo nombre parecía un programa pues era un mulato largo y flaco que tocaba el bajo en la Filarmónica, el arco continuándose en su brazo esquelético. Fue él quien me presentó a Carmina, que se llamó en ese momento Carmen Silva. «Nombre para bailar», le dije yo, pero ella misma sugirió que la llamara Carmina. «Como todos mis amigos» —y así se llama desde entonces. En un momento de la conversación ella, que era muy impulsiva y encantadora entonces, me pidió prestado mi pañuelo, para secarse el sudor de la frente nerviosa creía yo, pero lo que hizo fue llevárselo a la boca y oprimirlo entre sus labios, imprimiendo claramente un beso. Para mí fue una sorpresa social (fue también sorprendente gesto para Varas, lo vi) y cuando ella me devolvió el pañuelo diciendo habaneramente: «Vaya», no pude decir nada (no sabía si dar las gracias y por poco le digo «De nada») sino quedarme con el pañuelo estampado en la mano, sin saber qué hacer con él aunque sabiendo en realidad que debía atesorarlo: que fue lo que hice y aunque entonces no tenía muchos pañuelos (y nadie que no haya vivido en el trópico sabe lo necesarios que son allá los pañuelos) lo guardé con la huella de los labios carmesís (ése tenía que ser el color del beso de Carmina) durante mucho tiempo.

En otra ocasión Carmina estaba, tenía que ser, en el Lyceum, en la biblioteca creo, tal vez salida de un ensayo, y le dije audaz que la acompañaría a su casa. No sé cómo mi timidez se atrevía a tanto: creo que de no haber sido tan tímido no habría sido así de atrevido. Cogimos el tranvía, que iba casi vacío, y estuvimos horas (aunque a mí me parecieron minutos) viajando sobre rieles y bajo cables como por pentagrama gracias a la conversación musical de Carmina. Ella vivía en Santos Suárez, que es como decir, desde el Lyceum, que estaba en El Vedado, en las antípodas. Carmina me advirtió que yo debía quedarme en la parada del tranvía y no acompañarla hasta su casa porque sus padres eran «enchapados a la antigua» —así dijo, enchapados por chapados, pero yo decidí olvidar lo oído por la visión presente de su belleza: ella tenía el pelo negro, partido al medio y los ojos claros y aunque se veía que imitaba a Hedy Lamarr, mi fetiche femenino favorito, era también muy suya, su imagen más propia que apropiada. Estaban además sus labios indelebles que reían mucho, dejando ver una dentadura blanca, perfecta, saludable, que era su mayor atractivo. ¿Cómo iba yo a imputarle que enchapara en oro viejo a sus padres con todos sus encantos, además de su cuerpo, con sus senos grandes que ella dejaba mostrar apenas (otra interdicción paterna, seguro) aunque se intuían ingrávidos? Pero luego descubriría que Carmina no sólo cometía pecados verbales (la moral materna no llegaba al lenguaje) sino que construía malas metáforas. Un día, señalando al cielo cuando pasaba un avión, exclamó: «¡Mira ese pájaro de acero!». Lo pude permitir por razones opuestas: para entonces no estaba enamorado ya de Carmina y todavía hoy, cuando veo un avión en vuelo, no dejo de decir, aunque sea para mí mismo: «¡Mira ese pájaro de acero!» y reírme de la leve (leve entonces, hoy elevada como ese pájaro que pasa) cursilería de Carmina, contraria a Catia.

Recuerdo otra ocasión memorable con Carmina. Ocurrió en el conservatorio (es notable lo musical que era yo entonces: siempre a la caza de un concierto o de un ensayo, ya que era muy pobre para tener discos y mucho menos tocadiscos), donde nos reunimos un pequeño grupo en la oficina de Affan Díez, que aunque era músico (también tocaba el bajo: por esa época todos mis amigos músicos eran de la sección de cuerdas: en esa reunión estaba Eloy Elosegui que tocaba la viola en la Filarmónica) se encargaba de las publicaciones del conservatorio, escribiendo las notas de programas y haciendo el emplanaje de carteles y avisos. Ese día estaba conmigo Silvano Suárez, compañero de bachillerato que escribía, pero la única mujer en el grupo era Carmina (aunque siempre que pienso en ella la veo sola: de seguro la noche del beso por poder había unas cuantas mujeres más en el Lyceum, aparte de mi madre) y estaba sentada con las piernas cruzadas y la falda subida más arriba de las rodillas, que era entonces el colmo del atrevimiento, hasta audacia, ella moviendo sus piernas blancas y bien hechas y al mismo tiempo echando la cabeza hacia atrás y riéndose de todo, aun lo que no era un chiste para mostrar sus dientes deliciosos. Fue ahí que sentí realmente amor por Carmina que era la vitalidad misma: la fuerza fascinante de la vida, verdadera fuente de la juventud.

La noche en que vi El tercer hombre caminé desde el cine Infanta hasta Zulueta 408 que quedaba realmente lejos. Iba impresionado por el amor imposible de Joseph Cotten por Alida Valli, con la escena última, en que ella viene andando desde el fondo de la pantalla y se toma todo su tiempo para caminar el tramo interminable y pasa delante de él, que la espera siempre a un lado del camino y ella ni siquiera lo mira. Así, como él, calamitoso Cotten, escritor engañado por su único amigo y despreciado por la mujer amada, me sentía yo caminando de regreso a mi casa, todavía tocado por la música de cítara (que ya conocía mucho antes de que se estrenara, cuando fui con Germán Puig a uno de los peligrosos pubs del puerto nada más que a oír el «Tema de Harry Lime»), llevando conmigo su final infeliz. Cuando llegué a casa tenía un telegrama (mensaje que había alarmado mucho a mi madre, para quien los telegramas eran avisos avernales) que decía FELIZ CUMPLEAÑOS y estaba firmado CARMINA. No sé como pudo ella saber cuándo era mi cumpleaños (no lo era todavía) y mucho menos cuál era mi dirección, que yo nunca le di. Pero el telegrama no dejó de conmoverme a pesar de los misterios que invocaba. No pude comunicarle a Carmina cómo me sentía (no tenía su teléfono y su dirección era imprecisa) pero al día siguiente me fui hasta su calle, buscando su casa sin conocer el número, sabiendo solamente que estaba en lo alto de Enamorados. Me paseé arriba y abajo, con un sol que quemaba los sesos y cuando ya me iba a volver a La Habana vi salir de una casa en la loma una muchacha y pensé desde lejos (yo estaba en ese momento en la parte baja de la calle) que era Carmina y caminé cuesta arriba apurado —pero cuando me acerqué a la muchacha no era una muchacha sino una mujer y por supuesto no era Carmina.

Fui a ver si la veía en el conservatorio esa tarde. Me llegué allá como último recurso y sin esperanza de encontrarla pero no bien hube entrado tropecé con ella en un pasillo, conversando con un muchacho que era evidentemente un estudiante de armonía: había algo de metrónomo en la forma que balanceaba su cabeza al conversar: no asentía, medía el tempo. No sé qué cara puse para expresar mi contento por el telegrama, pero Carmina me obvió la dificultad —al mismo tiempo que hizo trizas el encanto del momento— diciendo: «Es una menudencia», cuando quería decir que era una minucia —¿tal vez? ¿O aludía ella a morcillas y longanizas y no a trivialidad? Había que tener cuidado al interpretar el carmen de Carmina. Pero sus dientes blancos y parejos, sonoros al reír ella, me hicieron olvidar el malapropismo de su lengua. No salimos ese día, solamente la acompañé hasta el tranvía, ya que no quería que fuera con ella siquiera a las inmediaciones de su casa, su padre un centinela perdido rondando la barriada.

Por entonces era muy amigo de nosotros (quiero decir tanto mío como de mi hermano y de mi madre y tal vez de mi padre) Haroldo Gramadié, compositor de música seria (para diferenciarla de la popular: supongo que los compositores de mambos y boleros se morían de risa al piano) y profesor de contrapunto y armonía en el conservatorio. Un día que nos visitó, al irse él decidí acompañarlo hasta la parada de guaguas en Prado y Neptuno. Por el camino, bajo el sol de la tarde que calentaba la cabeza tanto como el sol del mediodía cerca de casa de Carmina —evidentemente el mismo sol habanero— decidí preguntarle qué opinaba de Carmina. Yo quería saber sobre su carácter, su personalidad, y estaba dispuesto a confesarle a Haroldo que me había enamorado de ella, pero respondió:

—¿Carmina? Tiene mucho talento y si llegara a aplicarse seria una buena pianista. Tiene musicalidad, capacidad expresiva y buenas manos y retiene la partitura que lee con gran facilidad. Si fuera más seria podría llegar como concertista.

¿Ven ustedes? Yo por supuesto no dije nada más porque la pregunta que yo le hice no podía tomarse en un sentido musical, pero la respuesta de Haroldo era característica: él jamás pensó en la mujer sino en la música. Cualquier cosa que yo quisiera saber de Carmina tendría que preguntárselo a alguien que no compusiera una Serenata por Julieta (como Haroldo) y no apareciera en parte alguna una muchacha en la ventana a la luz de la luna. Pensé entonces interrogar a Affan Díez que no era amigo mío pero era al menos un conocido mutuo y él debía saber algo de la vida de Carmina. Pero decidí en contra: ¿qué iba a saber Affan de Carmina si ni siquiera ella era su alumna?

Vinieron los días de lira en que la orquesta de la emisora CMQ iba a dar un concierto todo Bach —quiero decir Juan Sebastián Bach para evitar equívocos, confusiones clásicas con sus hijos armónicos. Entonces duraba todavía la guerra melódica entre Pro Arte Musical y la Filarmónica por un lado y un grupito de compositores cubanos que se habían parapetado tras la fachada blanca del conservatorio municipal. Ahora se unía como guerrilla grave la orquesta de la CMQ, que antes no estuvo nunca enfrascada en lucha laudable por hacer oír otra música que no fuera la de Beethoven, Brahms y Bruckner, que eran los compositores conscriptos por Pro Arte y la Filarmónica. Como señal de beligerancia contra las Tres Bes la orquesta de la CMQ había escogido al Gran B, a Bach el viejo (y ya pueden ustedes deducir la naturaleza sonora de esta guerrita de grupos musicales, en la que Bach resultaba subversivo!) Yo fui con Haroldo (que hasta entonces se había reído de las pretensiones musicales del director de la Orquesta CMQ, quien de Martínez Mantisi había italianizado su nombre en Mántichi) a todos los ensayos. No era la primera vez que oía yo a Bach (su Tocata y Fuga, por ejemplo, estaba hasta en la sopa de Fantasía), pero no había oído antes ninguno de los conciertos de Brandeburgo, compuestos para hacer dormir a un gran hombre, y mucho menos sus suites sonoras. Ahora la orquesta de CMQ iba a estrenar —la música barroca en el trópico— el concierto de Brandeburgo número 4 y la Suite número 3. Para mí fueron estos ensayos momentos memorables (no por la ejecución del director, podium como paredón, que podía pedir, gritando a la orquesta, durante los ensayos de la Suite en Re, solamente exigía a sus músicos: «¡Forte!», «¡Piano!», y me hacía reír para mis adentros pensar que en un momento confuso gritara: «¡Pianoforte!», y se colgara en la cuerda sola), no sólo por la revelación de la música (desde entonces el Concierto de Brandeburgo número 4 es una de mis fugas favoritas) sino porque en uno de los ensayos (tenían lugar casi siempre por la tarde, cuando el estudio quedaba vacío) que duró hasta la noche, se apareció (y ésa es la palabra: fue una aparición) Carmina, catulia, vestida con una bata blanca con un escote que permitía ver casi la mitad de sus senos y por reflexión imaginarse la otra media esfera. Dejé a Haroldo en un descanso —del ensayo y me acerqué a ella (no recuerdo si estaba sola o acompañada como siempre pero no la veo más que a ella, radiante recuerdo) y me sonrió su hermosa, ancha sonrisa, que era casi una risa, dientes en sordina, una carcajada silenciosa entonces. Me senté junto a ella y cuando terminó el ensayo ni siquiera me despedí de Haroldo sino que salí, salimos, bajando por La Rampa que no era todavía La Rampa, caminando ese tramo de La Habana donde termina El Vedado y comienza Infanta, luego por San Lázaro abajo, calle oscura que ella iluminaba, y unas pocas cuadras más allá me dijo: «Tengo que llamar a mi casa» —lo que fue una buena nueva: ella llamaba a su casa: eso quería decir que se quedaría conmigo —y así fue. Por teléfono mintió con una pericia nueva:

—Estoy con una amiga —dijo—. Acabamos de salir de un intermedio en los ensayos —«¿Intermedio en los ensayos?», pensé yo pero no lo perifoneé— y van a seguir ensayando. Voy a llegar un poco más tarde. ¿Está bien?

Estaba bien y colgó. Yo hubiera querido tener dinero para invitarla a comer, pero todo lo que pude comprar como comida fue un pan (ella llamaba desde la panadería La Candeal, que se hizo un monumento en mi memoria: a un pan desconocido) o tal vez dos panes y ofrecerle uno a ella —¿o fue la mitad de uno, el milagro del pan repartido? Ella parecía feliz comiendo con su boca carmín y mordiendo la masa universal como conocimiento caminamos de San Lázaro al parque Maceo y luego bajamos todo el Malecón al Prado y por Prado arriba hasta Neptuno, donde ella cogió su tranvía tarde. Una buena caminata, pero durante todo su curso Carmina no hizo un solo comentario que pudiera considerarse cursi ni dijo un malapropismo ni llamó al poeta con su musa de mármol (poluta) Juan Clemente Zanaco. Solamente en un momento musical comentó: «Creo que Bach va a convertirse en un músico famoso». ¿Qué decir después de esto? Pero no era una nota grave. Quiero decir que no echó a perder la noche perfecta y cuando subió al tranvía (yo debía haber subido con ella, accesiva (los malapropismos son contagiosos: mal apropóstito) como estaba, pero la esquina quedaba a una cuadra de casa y además tenía tan poco dinero que temía que me ocurriera lo que pasó un domingo por la mañana que iba para la Filarmónica, a oír a Brahms o a Bruckner, justo con el dinero de la entrada más barata y el pasaje de regreso y subió a la guagua una amiga, más bien una conocida, y me vi obligado a pagarle el pasaje: coda: que tuve que regresar a pie desde el Auditorium hasta casa, por aceras y asfalto: la pobreza, está visto, no permite la galantería). Esa noche yo estaba más enamorado que nunca de Carmina.

Nos volvimos a ver esa semana, cita que no cuento porque es privada y además está olvidada, pero luego pasaron dos semanas en que Carmina no apareció por parte alguna: no iba al conservatorio entre semana, tampoco a la Filarmónica el domingo, y yo no tenía virtualmente a nadie a quien preguntar por ella. Por fin reapareció un día, con su sonrisa más amplia, sus ojos más grandes y más bella que nunca y me dijo:

—Adivina qué.

¿Qué podía ser?

—Ni idea —le dije.

—Vamos, adivina.

Era una esfinge con secretera.

—No puedo.

—Te voy a dar los detalles. La universidad, el cine, el curso de verano.

No tenía la menor idea. Volví a decírselo, deseando que me devorara con su boca de labios de Carmina.

—Pero si está todo ahí —me aseguró.

—Por vencido —le dije yo.

—Bueno —me dijo ella—, ya que eres tan octuso.

Ella quiso decir probablemente obtuso pero por poco me llama pulpo: octopus: yo que sería para ella todo ojos pero nunca manos o brazos.

—Te lo voy a decir con todas sus letras: me llevé una beca para estudiar cine en los cursos de verano de la universidad.

¡Ésa sí que era una sorpresa! La esfinge producía una revelación. Yo sabía cómo se optaba por las becas: había que escribir una crítica a un estreno dado y enviarla a la universidad y entre los concursantes repartían diez becas: lo sabía porque yo me había ganado una beca el año anterior. Pero me parecía no improbable sino imposible que Carmina se ganara una beca con una crónica de cine: es más, dudaba que siquiera pudiera escribir una nota, no musical sino crítica. La esfinge con secretario. Ella debió leer todo esto en mi cara, escrutable oriental que soy, pero sólo vio sorpresa.

—Te sorprendí, ¿no, verdad?

Tuve que admitir por lo menos que estaba sorprendido, cuando en realidad estaba atónito.

—Mañana tengo que ir a lo de la matrícula —me dijo y yo lo tomé por una invitación a acompañarla—. A las diez de la mañana —añadió—. Va a ser sensacional estar en ese curso —dijo con entusiasmo—. ¡Estoy loca porque empiece!

—Sí —le dije por decir algo relativo—, te va a gustar. Dan muchas películas durante el curso.

—Ah, verdad —dijo ella—, que tú eres un inveterado.

Posiblemente ella quiso decir un veterano o un iniciado y combinó las dos palabras y le salió inveterado, una palabra por dos. Es posible. Lo cierto es que dijo inveterado. Ésa fue casi su última palabra.

A la mañana siguiente yo estaba sentado en la plaza Cadenas, en el centro de la universidad, frente a las oficinas de matriculación, mucho antes de las diez. Era muy agradable la atmósfera apacible de la placita, con los gorriones alrededor del banco, vivaces y tímidos y al mismo tiempo temerarios, aves urbanas, y esperando por Carmina se me ocurrió un cuento que luego escribí utilizando el tema del amor y de la espera. Pero ella se demoró menos en la vida que en la ficción y la vi subiendo los escalones que conducen a las oficinas. Corrí hasta ella y antes de que entrara al edificio, sin aliento pero con manos, la cogí del brazo. Pareció sorprendida y me dijo:

—¡Ah, eres tú! —como si esperara a otra persona. Añadió—: Voy a inmatricularme.

¿Estaría yo oyendo bien? Tan temprano en la mañana, además.

—Ya sé —le dije—. Vine a ayudarte.

—Ah, no, bobo —dijo ella—. Ni te ocupes, que yo sé cómo hacerlo. Es igual que en el conservatorio.

Es cierto que era fácil matricularse en la escuela de verano, aunque hubiera siempre un poco de confusión con los becados ganadores del concurso.

—Voy a entrar ahora —me dijo.

—Bueno —dije yo—, espero a que acabes.

Ella pareció un poco agitada.

—A lo mejor me demoro. Si quieres te vas.

—No —le dije yo, más adhesivo que agresivo—, te espero. Mira —y señalé—, te espero sentado en la plaza.

—Está bien —dijo ella y en su tono había duda mezclada con resignación.

Caminé despacio de vuelta a la plaza y me senté entre los gorriones, habaneros viejos, y bajo el sol que ya se hacía intenso, el sol de la mañana convertido en mediodía por el verano. Pero a mí me gustaba el sol, aun el sol de La Habana que a las diez de la mañana calienta como si fuera fuego y a las doce es un verdadero lanzallamas vertical. Al poco rato, que a mí me pareció mucho tiempo, apareció Carmina, bajando los escalones del edificio, sonriéndose, mejor, riéndose al llegar hasta mí casi en carcajadas.

—Ya está todo irresuelto —me dijo. ¿Cómo no se daba cuenta de que esas partículas antepuestas a los verbos los negaban más que reafirmarlos como ella evidentemente pretendía? Tal vez lo había cogido de esos locutores de radio que dicen intitulado por titulado. No sé por qué pero lo cierto es que resultaba, ¿cómo decirlo?, irritante. Se sentó a mi lado y miró al suelo.

—Tú sabes —me dijo—, tengo que decirte algo —y se calló.

—¿Qué es? —pregunté.

—Bueno, es que, tú sabes, espero a alguien.

De seguro que sería una amiga. Una tocadora de celesta o de arpa del conservatorio, celestinas o arpías.

—¿A quién? —pregunté.

—Bueno —dijo ella—, es una persona que tú conoces.

¿Qué amiga suya podía conocer yo? No se me ocurría ninguna pues la había conocido entre hombres y entre hombres la había visto siempre.

—Tengo —dijo ella—, tengo que decirte que es una persona especial.

Milagro que no dijo especializada.

—Pero ¿quién es?

—Bueno —dijo ella, misteriosa musical—, ya tú la verás y la reconocerás.

¿A qué toda esa intriga, ese anuncio de personas enmascaradas en su reticencia? No comprendía nada. Pero del fondo de la plaza, atravesando las columnas dóricas o jónicas (nunca sé distinguir los órdenes griegos) que servían de fachada clásica a la universidad, de entre lo que se llamaba el pórtico académico, emergió una figura que en el fuerte sol de la mañana vibró como con luz propia un momento, se hizo nítida, luego familiar y finalmente incongruente: era Asan Díez, llamado a veces Affan Real. Me pregunté qué vendría a hacer allí tan lejos del conservatorio, de los programas de música y de la música a programa. Cuando estuvo cerca me saludó con un saludo entre contento y cortado, como si fuera él quien no me esperara a mí. Yo respondí a su cómo estás con un bien y usted. Nunca pude tutear a Affan Díez. Hacía tiempo que nos conocíamos, hasta lo había visitado en lo que él llamaba su guarida (me alegré que no dijera cubil), que era una especie de estudio en escarlata en la plaza del Vapor, encima del mercado maloliente, que compartía con un amigo, Arturo Cámara, un dibujante comercial que era recordable porque tenía un hermano compositor y todo lo que componía era música de cámara. Pero yo no podía tuteara Affan por mucho esfuerzo que hiciera. Ahora él se dirigió a Carmina:

—¿Todo resuelto?

—Oh sí —dijo Carmina—, hace rato. Estábamos aquí cogiendo el fresco.

Cogiendo el sol debía de decir ella ya que fresco no había ninguno a pesar de lo alta que quedaba la plaza Cadenas, en lo que se llamaba, con cliché cubano, la Colina Universitaria o, cambiando de clásicos, la Séptima Colina, como si La Habana fuera Roma cuando La Habana era amor. Affan vino más cerca y se sentó en el banco —¡junto a Carmina! La situación, sin saber por qué, se hizo tensa. No dijo nada, no comentó nada (de hecho una de las características de Affan Díez era que hablaba muy poco: idiosincracia que yo le envidiaba, pues al no hablar casi, cuando abría la boca, aun para bostezar, todo el mundo estaba dispuesto a escucharlo: lo contrario de lo que me ocurre a mí, que hablo demasiado y nadie me oye), no habló nada. De pronto (juro que ocurrió súbitamente) tuve una revelación: la esfinge desvelada: Affan era su amanuense: él había escrito la crítica con que Carmina ganó la beca: ellos dos tenían una vieja intimidad: Carmina y Affan eran amantes —y recordé la ocasión en que Carmina estaba de visita en las oficinas de Affan, cuando fuimos allá Silvano Suárez y yo y definitivamente me enamoré de ella ese día. Ahora estaba claro: era yo quien sobraba en aquella reunión en la plaza hostil: yo me había invitado. Affan no era un intruso, el tercero en discordia: no había que tocarle el tema de Harry Lime: estaba allí por derecho propio: Carmina le pertenecía. Nunca en mi vida he sufrido una revelación más fulminante: fue un impacto directo. Me ha ocurrido muchas veces que los cabos distantes se atan solos en mi mente y llego a la verdad de una manera súbita, sabiendo que los elementos que aparecen inconexos están ligados íntimamente. Ésa era la verdad oculta hecha ahora evidente: Affan y Carmina estaban ligados íntimamente.

No sé cómo salí de aquella situación, cómo abandoné la plaza, cómo dejé la universidad, cómo bajé la escalinata asesina que al subir era como escalas musicales y regresé a Zulueta 408, pero de alguna manera lo hice, sintiendo el ridículo como otra piel sobre mi cuerpo, conociendo lo falsa que fue mi posición, sabiendo que mi amor estaba puesto equivocadamente en Carmina. Yo, que la tenía a ella por la virgen de La Víbora, supe —no, quise intuir— que ella y Affan se habían acostado ya, que no era solamente una relación platónica pasajera, que sus besos no los daba en pañuelos sino en su boca. ¡Pero Affan Díez estaba casado!, me dije, como un idiota, y alguien dentro de mí, una segunda voz me corrigió: ¿Y eso qué tiene que ver? Pero para una parte de mi ser, entonces, los hombres casados eran fieles hasta la muerte y las muchachas como Carmina permanecían vírgenes hasta el matrimonio, antes intocables. Ahora resultaba que nada de esto era verdad, que tenía razón mi segunda voz, mi censor cínico.

Fue esta voz interior hecha oído interno lo que me permitió oír la confesión de Carmina una noche de concierto en el conservatorio, en que ella me vino a ver y me sacó de entre el público (los conciertos en el conservatorio parecían no empezar nunca: sinfonías sin comienzo) y me llevó a un aula aledaña y me contó cuánto amaba a Affan, cómo hacía tiempo que los dos se amaban y solamente se interponía entre ellos su matrimonio, su mujer que era profesora del conservatorio, que le hacía la vida imposible a Carmina porque sabía que ella y Affan se amaban por siempre jamás. «Como Tristán y Deseo», dijo Carmina sabiamente confundiendo a Iseo. Esa noche me pidió que la acompañara pues no podía soportar la idea de que la mujer de Affan estuviera en el mismo concierto. ¿Cómo una disonancia?, le iba a preguntar yo pero hubiera sido cruel viendo no sólo el estado de nervios en que estaba Carmina sino observando que se había maquillado demasiado, perdiendo la frescura fragante de su piel que era una marca de fábrica: ya no lucía tan bella como cuando la conocí.

Algún tiempo después Carmina sufrió una crisis religiosa. Tal vez tuvo que ver con su manía misionera la pérdida de la virginidad y «vivir en pecado». Algo me dejó entrever ella pero me lo decía tan temprano que era casi imposible atender a sus palabras. Cogió la costumbre de llamarme (ya para entonces nos habíamos mudado de La Habana para El Vedado y teníamos teléfono, la tecnología como lujo) los domingos bien temprano en la mañana para decirme que dejara de vivir en pecado (el primer día creí que dijo: «Deja de vivir en El Vedado») y fuera a misa, a comulgar y a confesar: todo dicho en una voz agitada, como si tuviera muy poco tiempo no al teléfono sino por vivir. Pero le quedaba mucha vida. De hecho lo comprobé una mañana al salir de La Filarmónica y estar no sé por qué razón (tal vez porque por allí vivía Haroldo Gramadié) en un café de la calle 10 casi esquina a Línea, lejos del Auditorium y cerca del cementerio, con Juan Blanco, y ver a Carmina atravesando la calle, casi irreconocible por la cantidad de maquillaje que usaba, con los ojos muy pintados, la cara una máscara, como una mujer de cuarenta años cuando Carmina no debía tener todavía veinte. La iba a llamar pero Juan Blanco, que conocía bien a Carmina y a Affan Díez y a su mujer Carmen, compositora (éste es un toque casi irónico: no había manera de que Affan se traicionara cuando llamaba Carmen a una de sus dos mujeres), me dijo: «No, no. Déjala, que está completamente loca». Le pedí que me explicara la razón de que Carmina hubiera enloquecido en tan poco tiempo y Juan Blanco, que es bastante irónico, me respondió: «La razón de su sinrazón es su afán». Pero ésta no fue la última vez en que vi a Carmina: la vi muchas veces más, unas loca y otras cuerda, y la historia terminó bien para ella aunque no para mí: Carmen concedió el divorcio a Affan para que se casara con Carmina, lo que hicieron y vivieron, como contaría Carmina, felices por nunca jamás.

Hubo otra ocasión en que todo venció el amor —o mejor dicho ella venció a mi amor. Ocurrió antes pero no mucho antes y ella se llamaba Virginia Mettee y era rubia, y es sorprendente que fuera la única rubia natural que conocí aunque después de todo es posible que tampoco ella fuera rubia natural. Virginia (ella se llamaba en realidad Carmen Virginia pero hemos tenido plétora de Cármenes) estuvo en el bachillerato. Cuando digo que estuvo quiero decir que ya no estaba. Ahora representaba a la familia su hermana, que era más linda (Virginia no era bella: era, como se vino a decir después, pálida e interesante) pero remota: ella había coincidido conmigo en mi aula y a todos los alumnos nos gustaba aunque nos mantenía a distancia su aire alejado. Virginia, por el contrario, era muy cercana y cálida y fue la primera mujer de verdad con la que tuve una relación, cualquiera que haya sido. En el Instituto se decía que su hermana (es decir, Virginia) se había casado y divorciado en menos tiempo de lo que se dice sí. Yo no lo creía: lo que yo pensé al conocerla es que era una muchacha independiente, muy poco preocupada por el qué dirán y muy segura de sí misma —lo que la convertía en una mujer.

No conocía Virginia en el Instituto (yo no creo que ella fuera por allí ya ni de visita, aunque tal vez visitara el salón de espera de alumnas: privilegios de mujer: los alumnos no teníamos salón de estar, si se exceptúan los locales de la Asociación de Estudiantes, que más que club era un cuartel de cuatreros), la conocí en la biblioteca del Centro Asturiano, aledaña pero alejada. Comenzaba el ciclo de las luces en que había dejado de estudiar para ocuparme de mi educación y desertado las aulas por las bibliotecas. Como la del Instituto no estaba muy munida, a menudo iba a la del Centro Asturiano, a usar libros como botas de siete lenguas. Tal vez fue obra del azar de lecturas que coincidiéramos en la misma mesa o tal vez yo escogí matrero sentarme cerca de ella. Lo cierto es que estábamos sentados casi frente a frente, tratando yo de internarme en la jungla pero distraído por su cabeza exótica, mostrando sólo el tope de su iceberg rubio, cuando ella levantó de pronto los ojos del libro y con ellos su yelmo dorado y me preguntó como si nos hubiésemos conocido de toda la vida:

—¿Qué lees?

A mí me sorprendió tanto su pregunta como si ella hubiera gritado «¡Fuego!» o, todavía más adecuado, «¡Ataja!», a mí, ladrón de miradas furtivas.

—¿Quién, yo? —fue lo que dije.

—Sí —dijo Virginia, que todavía no se llamaba Virginia y era solamente una muchacha de estatura mediana (eso lo vi al levantarse pero sentada se veía más bien pequeña), rubia, un si es no es fea.

—Ah —dije yo finalmente, recobrado para cobrar aplomo—, Burroughs.

—¿Quién? —dijo ella, extrañada, más bien extraviada.

—Edgar Rice Burroughs. Tarzán el hombre mono.

—Ah —dijo ella—, Tarzán. Yo creía que eran nada más que películas y muñequitos. No sabía que había libros también.

—Fueron libros antes que nada —dije yo, explicando más que excusando mi selección de lecturas. (Esto ocurría antes de mi relación con Carmina, cuando aún yo no había descubierto la literatura moderna y mi pasión por Tarzán me condujo a la biblioteca del Centro Asturiano donde tenían las obras obsesivas de Edgar Rice Burroughs, respetuosamente encuadernadas en piel de mono). Sospeché que era mi turno en interesarme por lo que leía Virginia que aún no se llamaba Virginia.

—¿Y usted qué lee? —pregunté yo con esta actitud al parecer pedantesca, dantesca en las relaciones humanas que siempre me ha impedido tutear a una persona inmediatamente, aun a una beata Beatriz, aun a una actriz.

—¿Y por qué tan formal? —dijo Virginia—. Trátame de tú. Mi nombre es Carmen Virginia Rodríguez Mettee, pero todo el mundo me llama Virginia.

Yo le dije mi nombre.

—Me gusta —me dijo.

—Yo lo encuentro odioso —le dije—, pero es una tara.

—¿Cómo?

—Lo heredé de mi padre.

—Pues a mí me gusta. Tiene carácter. Ah, estoy leyendo Las flores del mal, Baudelaire.

—Ya lo sé —le dije sonriendo.

—Claro —dijo ella—, pero a mí me gusta ser clara.

¿Qué querría decir?

—No todo ese misterio con Tarzán el de los monos —y se sonrió. Ah, era eso—. Lo bueno que tiene esta biblioteca no es que se pueda leer sino que se puede hablar.

—Tal vez el bibliotecario sea sordo. En el Instituto tenemos uno que es tuerto.

—Sí —dijo ella—, el viejo Polifemo. El pobre. Es de lo más buena persona.

—¿Entonces usted, tú, estudias también en el Instituto?

—Estudié. La que estudia ahora es mi hermana.

Me dijo su nombre que era diferente al suyo, más simple, y así supe que era hermana de la belleza retraída, renuente y radiante.

—Ah sí —dije—, estamos en la misma aula.

—No se nota el parecido, ¿verdad?

—No —mentí—, hay un cierto aire de familia.

—No hay nada, tú —dijo ella empleando esa forma familiar habanera de colocar el pronombre al final de la oración, que tanto usaba Olga Andreu—. Mi hermana es bella y buena y hasta modesta. Yo no soy ninguna de esas cosas. En lo único que nos parecemos es que somos rubias las dos y hasta en eso hay diferencias.

Era cierto: el pelo de su hermana era una melena que le caía sobre los hombros, suave, sedosa a la vista. Virginia llevaba el pelo corto, como casco, y rizado con permanente.

—¿Tú tienes hermanos? —me preguntó.

—Sí —le dije—, uno.

—¿Mayor o menor que tú?

—Menor.

—Ah, como mi hermana. Entonces tú sabes lo que sufrió Caín por culpa de Abel.

No dije nada: no iba a hablar tan pronto de mi familia y de las relaciones bíblicas.

—¿Tú creías que Caín y Abel son exclusivamente masculinos? Pues quiero que sepas que también hay Caína y Abela. Así somos mi hermana y yo. Ella, la pobre, es tan dulce, tan tímida, tan modosa. Yo soy la oveja negra de la familia, tanto que he estado tentada de teñirme el pelo de negro varias veces. Si no fuera por la lata que da.

Se quedó callada por un momento.

—Bueno, yo cultivo mis flores —dijo, y abrió el libro y volvió a leer, como con furia ahora: verso versus verso. La imité, escalando la Escarpa Mutia con agilidad de viejo lector de aventuras bajo palabras. De pronto ella se puso en pie, casi Virginia violenta.

—Me voy —me anunció—. ¿Te quedas?

¿Era una invitación a acompañarla? Yo no lo sabía del todo pero decidí contra el libro y en favor de Virginia, de la vida.

—Sí —le dije—, yo también me voy.

Nos dirigimos juntos hacia la mesa de recepción y entregamos los libros, recorriendo luego los barrocos recovecos del Centro Asturiano, descendiendo la escalera mustia hasta salir a la calle. Ya no había gente del Instituto por los alrededores: era demasiado tarde para las clases diurnas y demasiado temprano para las nocturnas, esas clases cuya sola mención me deprimía.

—¿Qué tienes que hacer ahora? —me preguntó.

—¿Yo? Nada. ¿Por qué?

—Me acompañas por La Habana Vieja.

—Sí —le dije, y pensé que vivía en La Habana Vieja—. ¿Por qué calle? —le pregunté ya que parados en una esquina del Centro Asturiano se nos abrían las múltiples posibilidades en O de Obrapía, Obispo y O’Reilly.

—Vamos por Obispo —dijo—, hay menos tufo de guaguas.

Y la palabra guagua sonó exótica en los labios de la lectora de Baudelaire. Bajamos por Obispo, flanqueados por librerías —en un libro descubrí a Virginia y caminábamos entre libros, y de libros hablamos esa tarde.

—¿Qué te parece Baudelaire? —me preguntó. Hoy podría decirle: Me interesa más su carnal Nadan y salir así del paso de tan tremenda, pregunta. Entonces le dije la verdad, veraz que era:

—No lo he leído.

—¡Que no lo has leído! —dijo ella entre incrédula y escandalizada—. ¿Pero cómo es posible?

Tuve el ánimo de decir:

—Cosas de la vida —iba a añadir que estaba perdido con Tarzán en la selva africana pero no dije más.

—Es la vida misma —me ilustró ella—. Claro que una vida terrible. Las mujeres no fueron buenas con él —hizo una pausa y agregó—: Yo podría haber ayudado a Baudelaire.

Era una declaración increíble de no haberla oído con mis orejas impávidas, pero pese a su petulancia Virginia resultaba intrigante: era capaz de vestir de blanco y negro y decir: «Llevo medio luto por la vida», pero también se veía posible de padecer una pasión intensa. Ella misma era intensa. Estaba, además del lado espiritual, su cuerpo: era mediana ahora y tenía un busto erguido y piernas macizas y bien hechas que se veían al andar en sus sandalias. Llevaba un vestido con un escote alto, que luego se estrechaba en la cintura, para hacerse más amplio abajo y sin embargo se le podían adivinar las tetas duras y las nalgas firmes bajo la tela de verano. Años más tarde, cuando hube leído a Baudelaire, se me ocurrió que me habría gustado ver son corps mis á nu.

Antes de terminar de recorrer la calle Obispo ya yo estaba enamorado de Virginia: era de admirarse lo fácil que me enamoraba entonces. En ese tiempo llegaba a enamorarme de una muchacha que pasaba de largo y había varias muchachas del bachillerato de las que me había enamorado, aunque era un amor anónimo. Tal vez la más prominente (en mi afecto) fuera Corona Docampo, que era una lozana gallega, su pelo y sus ojos negros, con su falda corta de hacer gimnasia (por designio malvado de los profesores de educación física, los muchachos y las muchachas no sólo hacían ejercicio en gimnasios separados sino hasta en días diferentes y de haberse salido con la suya habríamos hecho calistenia en planetas distantes) y las piernas largas y atléticas: me enamoré de ella en cuanto pude pero por supuesto nunca se lo dije. Sólo cuando ocurrió su drama que era peor que una tragedia pude acercarme a ella y fue para preguntarle, como todo el mundo, cómo estaba. Corona viajaba, en tiempo de carnaval, adornando con su cuerpo una carroza que cogió fuego accidentalmente y ella resultó gravemente quemada, no en la cara pero sí en el cuello, en los brazos (antes inmaculados) y las piernas. Tal vez tuviera quemaduras en otras partes pero si su cuerpo no cambió tanto sí cambió mucho su conducta: ahora ya no era la Corona triunfal de antes, sino que había tristeza en sus ojos jóvenes que habían visto tan de cerca la muerte: varias muchachas que iban en la carroza murieron abrasadas. Pero no he venido a hablar de Corona Docampo sino de Virginia Mettee, quien, sin embargo, se parecía a Corona después del accidente: había en ella algo triste, como una tragedia en su futuro: eso fue lo que me hizo enamorarme de ella. Por ese tiempo me afectaba mucho la poesía y si no era Baudelaire eran los boleros: con la letra de un bolero, la espera en el parque por Carmina y las piernas y el pelo de Virginia escribí ese cuento que titulé con un letrero en un cine.

Pero ahora, es decir entonces, caminando todavía por Obispo, aunque dejadas detrás las librerías, me sentía bien, oyendo cómo Virginia hablaba de la vida:

—¿Tú no has pensado en la vida?

No le respondí porque estaba claro que no era una pregunta: era ruda retórica.

—Quiero decir —dijo ella—, ¿desde el borde de la muerte?

Pude decirle muchas cosas a Virginia sobre la vida y la muerte, contarle cómo ya a los doce años había contemplado seriamente el suicidio al creerme que había fallado el examen de ingreso al bachillerato, decirle cómo sentado cerca de una ventana del tercer piso del Instituto calculaba la posibilidad de trepar hasta ella por los pupitres y tirarme a la calle. Pero yo no estaba caminando con Virginia para hacerle revelaciones, ni siquiera para decirle cómo siempre me salvaban las mujeres de la muerte, cómo salía de casa deprimido, dudando de la vida, obsedido con el suicidio y al cruzar por delante una falda, un par de piernas y dos tetas (hoy no podría decir siquiera que era un conjunto armonioso) cambiaba mi estado de ánimo y el almost Hamlet pasaba a convertirse en proyecto (nunca logrado) de Don Juan.

—Baudelaire es el único hombre que conozco —iba diciendo Virginia como si conociera a Baudelaire personalmente, Charlot para ella— que entiende a las mujeres.

No le dije nada entonces (¿cómo hacerlo, sin conocer a Baudelaire, casi sin conocer a Virginia?) pero hoy podría haberle dicho, esprit de l’escalier du temps, que si el odio es una forma de conocimiento entonces Baudelaire entendía a las mujeres. Hasta habría añadido la frase célebre en que declara que la mujer es natural y por tanto abominable y la resume como lo contrario del ideal, del dandy.

—«¡Qué me importa que seas buena! ¡Sé bella y sé triste!» —era Virginia citando, recitando—. Me lo está diciendo a mí, ¿te das cuenta?

Yo no me daba cuenta ni sabía cómo Baudelaire podía comunicarse con ella, sin médium, pero tendía a darle la razón al poeta psifilítico y recomendar a Virginia que fuera bella y triste y se callara. En realidad ahora sé que Virginia nunca pudo ser bella, pero entonces, esa tarde, ese crepúsculo largo porque caminábamos dentro de él, la encontré bella y me pareció muy apropiado que fuera triste. «Si», le dije, tratándole de decir que me daba cuenta. Lo siguiente que dijo fue asombroso pero solamente en el contexto: «Ah, ahí está mi guagua», y sin siquiera despedirse salió corriendo hacia el vehículo que ya se ponía en marcha, al final de la calle Obispo, pues ahora estábamos en el Malecón casi, habiendo pasado por el hotel Ambos Mundos, por el Ayuntamiento, por la plaza de Armas, yo sin darme cuenta, sumergido en el aura de Virginia, bañado en su temperamento, ido, de seguro en el amor más profundo porque es súbito —lo que ella llamaría, si hablara francés, un coup de foutre. ¿Cuándo la vería de nuevo? ¿La habría perdido? ¿Tal vez fugada con Carlitos Baudelaire en el globo de Nadar? Seguramente que regresaría al día siguiente a la biblioteca de Bebel: la mujer ha nacido libre y en todas partes la encontramos carcelera. Recorrí el Malecón hasta el Paseo del Prado y por Prado arriba, dejando detrás el monumento escandalar al poeta Juan Clemente Zeugma y a su masa de mármol, regresé a casa, no sin antes mirar las ventanas encendidas de la biblioteca del Centro Asturiano con cierta tristeza. ¡Ah, el esplín de La Habana!

Al día siguiente no fui a clases sino que me instalé temprano en la biblioteca del Centro Asturiano. Esta vez no me moví, hombre que imita al mono, de liana en liana, sino que me interné en Hojas de yerba: así si ella se empeñaba en tomar la comunión con Baudelaire, podría yo conversar del Old Walt. (Por esa época pasaba yo por una etapa, sin duda influido por Silvio Rigor, en la que todos mis héroes eran viejos: el viejo Ludwig van, el viejo Juan Sebastián no Elcano, el viejo Wolfgang Amadeo, el viejo Claudio Aquiles y por supuesto el viejo Ricardo, para fundir más que confundir.) Pero esa tarde ella no vino al salón de lectura. Me llegué hasta el Instituto para ver si la veía, pues me confesó que a veces visitaba el Instituto. «Por añoranza», explicó ella. «Querencia», pensé yo. Pero aunque pasé lento por el hall anterior a la escalera y miré hacia la sala de estar, vi algunas muchachas pero ninguna era esa mujer, Virginia viva. En la biblioteca (no iba a entrar a esa hora en una de las aulas, en plena clase) me encontré con Silvino Rizo, que era bastante buen amigo mío, que seguiría siéndolo por muchos años hasta que cometió una leve (o grave, según se mire) traición. Pero ¿para qué son los amigos sino para traicionarlos? Silvino estaba estudiando, creo, estoy seguro: él era bastante torpe, por eso era tan buen estudiante: lo interrumpí en su combate mudo con un libro de texto que detesto. Hablé con Silvino todo lo que se podía hablar en la biblioteca del Instituto donde el bibliotecario tuerto era todo oídos. Le pregunté si por casualidad conocía a Carmen Virginia Rodríguez Mettee —y comprobé que todos esos nombres hacían demasiado ruido. Me dijo que sí, aunque en realidad lo que respondió fue: «Un bombón». Silvino Rizo acostumbraba a hablar en bajo habanero: «Un caramelito rubio». Claro que la conocía y me dijo, en susurros (no por discreción sino por temor al oído ubicuo del bibliotecario), todo lo que sabía de ella. Por supuesto, lo primero que me dijo fue que era hermana de su hermana, cosa que me puso impaciente: nada hay más viejo que una noticia vieja. Pero me dio datos nuevos, importantes, casi escandalosos: uno sobre todo: Virginia no era virgen, era de veras divorciada. Silvino, además, la consideraba fácil. Para mí esto era casi un insulto, pero lo toleré al recibirlo no como chisme sino como información. Virginia, según Silvino, había dejado los estudios (ella estaba un año o dos por encima de nosotros: «Ella», añadió innecesariamente, «es ya mayorcita»), para casarse pero se había cansado de la vida de casada antes que de los estudios. Todavía rondaba el Instituto. «Buscando», me dijo Silvino sibilino, sin precisar qué: tal vez buscara su paraíso perdido. Silvino no sabía más pero añadió, metiéndose en lo que no le importaba: «¿Tú no te vas a enamorar de ella, no?». Por supuesto que le dije: «Por supuesto que no». Y él agregó: «Sigue así que vas bien». Yo decidí hablar de otra cosa pero, cuando él insistió en hablar de los estudios, le dije que me tenía que ir y añadí: «Hasta luego». A lo que contestó él, puro habano: «Taluego tú».

Me fui a casa. No tuve más que cruzar la calle entre tranvías y como ya eran cerca de las cinco, hora en que salían del Instituto los alumnos —es decir, muchos de mis compañeros—, entré al edificio con sigilo. Tenía desarrollada una técnica para ejecutar esta maniobra que consistía en caminar por el portal pegado a la pared y hacer como que seguía calle arriba o abajo y de pronto, de un salto inesperado, entrar lateralmente por la puerta grande. Así hice esta vez (cabía además la posibilidad de que estuviera Virginia por los alrededores) y subí los dos pisos pero no entré en nuestro cuarto sino que seguí al fondo y trepé por la escalera de madera que conducía a la azotea. Arriba me llegué hasta el muro, junto a la base de hierro del anuncio lumínico, y miré para la calle: desde allí podía ver a la izquierda la fachada lateral y un pedazo del ala sur del Centro Asturiano. También podía subir a la azotea aledaña y ver el Parque Central y toda la mole monumental del Centro Asturiano. Esta vez me quedé en nuestra azotea, viendo salir a los estudiantes y mirando hacia las ventanas iluminadas del Centro Asturiano (eran justamente las de la biblioteca), a ver si veía a Virginia. Los últimos estudiantes salieron del Instituto, de entre la fachada, de su pequeño portal, y luego la calle Zulueta se quedó desierta, animada de cuando en cuando por las tortugas tranvías y los autos liebres en su loca carrera que siempre gana el perdedor. Estuve un rato más en el muro, esperando no sabía qué, en realidad sufriendo ese goce —o gozando ese dolor— que es el amor que goza decir su nombre. Se hizo de noche dondequiera menos en el letrero luminoso y bajé a casa antes de que cerraran la puerta de la azotea.

Claro que volví a vera Virginia. Estaba de nuevo en la biblioteca del Centro Asturiano y seguía leyendo a Baudelaire. Hoy se veía bella, con su melena corta, rubia y lacia (sí, ya sé: me contradigo: antes dije que tenía permanente, pero es con el pelo corto y lacio como yo la recuerdo esa segunda vez que la vi: tal vez nunca llevó permanente, tal vez nunca tuvo el pelo lacio, pero tengo que ser fiel a mi memoria aunque ella me traicione) y me saludó con una sonrisa contenta, casi alegre. Me senté frente a ella para verla bien aunque sentado a su lado fuera mejor para conversar: así como estábamos ahora mediaba la mesa. De pronto me acordé de que me había olvidado de pedir mi libro y fui al buró del bibliotecario a sacar el mismo viejo Whitman de ayer. Estaba conversando con ella (no recuerdo qué, naderías terriblemente importantes para mí) cuando vino el bibliotecario hasta nosotros y dijo: «Aquí tiene Hojas de yerba», y me entregó el libro, rústico. Fue en ese momento que Virginia dijo:

—Ah, lees a Walt Whitman —pronunciando perfectamente el nombre.

—Sí —le dije en broma vieja—, estoy atrasado en mis lecturas.

—No, si es muy bueno —dijo ella.

—¿Qué cosa? ¿Whitman, Hojas de yerba o qué?

—Ponerse al día —dijo ella.

Hubo un silencio —producido por mí, por supuesto— y al cabo de un rato ella dijo:

—Es por eso que me interesas —yo no dije nada—. No por leer a Whitman, sino porque tienes una mente interesante.

¿Cómo carajo lo sabía ella, que no había hablado conmigo ni veinte palabras, contando las citas de Baudelaire? Pero al mirarme con sus ojos color caramelo me derritió, me derrotó: ya no hubo ira ni incomodidad posible: yo estaba enamorado de Virginia. Imperceptiblemente casi su pie rozó mi pierna y tuve una erección instantánea, inusitada para mí, ya que mi amor por Virginia era espiritual, puro y platónico. Pero ella volvió a cruzar las piernas y de nuevo su zapato se frotó un momento contra mi pantalón y mi pierna. «Perdona», dijo ella, marcando que me había tocado. «¿Perdonar qué?», le dije yo y ella se sonrió sabia. Ahora sé que sabía más que Carmina con sus besos marcados en pañuelos y sus malapropismos en la boca. Entonces recordé la confidencia de Silvino de que Virginia era divorciada y fácil y la miré con otros ojos.

Cuando la tarde terminaba y ella había acabado de estudiar Las flores del mal pétalo a pétalo (me parecía demasiado lo que se demoraba en cada verso, en cada página), de aprenderse de memoria a Baudelaire, cuando terminó de Beaudeleer sugerí dar un paseo. «Ah, sí», dijo ella, «será bueno». Lo mejor era coger Prado abajo, así nos alejábamos de mi casa y nos acercábamos al parque de los Mártires, llamado también, no hay que olvidarlo, de los Enamorados. Devolvimos nuestros libros y salimos del Centro Asturiano, atravesamos el Parque Central y enfilamos por el Paseo del Prado. Los pájaros comenzaban a posarse en sus árboles: venían por cientos, miles, y oscurecían el atardecer y el cielo sobre Prado y Neptuno. Eran aves aviesas, que escogían estos árboles del inicio del Prado precisamente para aturdir la tarde con su piar multiplicado y luego, cuando finalmente se asentaban, a prima noche, cagar el paseo y los paseantes por igual, maldecidos como aves de mal agujero que expelían malvada mierda. Pero ahora que nosotros caminábamos bajo los árboles y por la almenada alameda no había pájaros perversos y lo consideré un buen augurio. Virginia casi no habló durante todo el trayecto. ¿Habría olvidado a Baudelaire muerto tanto como lo hizo Nadar en vida? Ella era en ese momento una de las mujeres que atormentaron a Baudelaire con su vacuidad y yo encarnaba al poeta maldito. Éstas son, por supuesto, reflexiones actuales, entonces sólo pensaba en llegar al parque definitivamente de los Enamorados y sugerir tomar asiento en uno de sus bancos, de preferencia lejos del Prado y su maquinal ruido y, sobre todo, de las luces. Por un momento pensé en cogerle una mano pero mi timidez me lo impidió. Iba pensando todo el tiempo en cómo cogerle una mano, pensando con tal intensidad que llegué a pensar indistintamente en el verbo coger y en el nombre mano. Tanto pensé en manos que eché mano a su mano, pero antes de que ella me lo reprochara en un verso sin palabras, antes de que me mirara, antes de que volviera la cabeza en mi dirección solté su mano como si fuera de asbesto. Fue entonces que ella me habló:

—¿Tú quieres coger mi mano?

—Oh no —le respondí de estúpido—, fue solamente un impulso incontenible.

Iba a agregar que ya había logrado dominar la bestia desbocada del deseo, ese paciente oculto en cada médico —metáfora que aun entonces me pareció desatada. Así lo que dije fue:

A mí no me gusta la gente que pasea cogida de la mano —pero no completé la frase con una imagen: «como si llevaran esposas». Estaba mintiendo y entonces creía, Goebbels encogido, que mientras más breve una mentira, más creíble. Ella me creyó, al menos creo que me creyó.

—Si supieras —dijo— que a mí tampoco.

Ella quería decir que a ella tampoco le gustaba la gente que se cogía de la mano como esposas, pero tuve que insistir.

—¿Qué?

—¿Qué de qué? —dijo ella y se sonrió.

—¿A ti tampoco qué?

—Ah. Que a mí tampoco me gusta pasear cogida de la mano de alguien. Sobre todo de un hombre.

Me alarmé. ¿Sería ella una lesbiana, Safo macha amante del poeta? Pero no, era muy joven, una hembra. Noté que había dicho la palabra hombre en vez de muchacho, como hubiera dicho una muchacha de su edad: casarse no la había hecho una esposa pero divorciarse la había hecho una mujer. Llegamos al fin del Prado. Cruzamos rumbo al castillo de la Punta y era inevitable coger por el parque de los Enamorados Mártires. Antes, por supuesto, había que atravesar la calle, esquivando el tránsito, La Habana allí una ciudad de muchas máquinas y pocas luces. Ya en el parque sugerí, como un impromptu cuando era un estudio:

—¿Por qué no nos sentamos un ratico?

Me molestó a mí mismo el empleo del diminutivo, pero lo que quise decir es que no estaríamos tanto tiempo sentados allí como para permitir a la oscuridad descender sobre nosotros, imponiéndonos su presencia proxeneta. (Ahora puedo burlarme de la prosopopeya pero entonces casi pensé en esos términos). Ella me miró y sonrió: «Bueno», dijo. Nos sentarnos en el primer banco que encontramos: todos estaban vacíos: no era hora de los enamorados entusiastas todavía, tiempo de tímidos ahora. Ya sentados ella cruzó la pierna (su cuerpo blanco bajo su vestido amarillo: creo que era amarillo o tal vez fuera blanco con puntos amarillos, pero no había duda sobre su cuerpo: era blanco) y pude ver su nada esbelta pantorrilla, de su tobillo terso a su rodilla redonda. Enseguida desvié la vista para mirar su cara, que se veía casi bella en el crepúsculo. «Debo decírselo», me dije. «Después de todo ella ya lee a Baudelaire». Seguí: «¿Qué diría Baudelaire en situación semejante?». Hoy podría ser mi propio apuntador y decirme, dile: «… los grandes cielos que hacen soñar en eternidad». ¿Cómo, en maternidad? «No, no: en eternidad». Hubiera sido demasiado grandioso, por poco pomposo. Además a mí no me interesaba la eternidad entonces sino el momento. Dile en ese caso: «Al inclinarme hacia ti, reina adorada, creía respirar el perfume de tu sangre». Pero no, era demasiado íntimo, además hoy comprendo que ella me habría creído un vampiro vago. Era preferible que ella fuera la vampiresa activa. Dile entonces: «Cuando con los ojos cerrados, en una tarde calurosa de otoño, respiro el olor de tu seno caluroso». Los senos son menos íntimos que la sangre pero tal vez más obscenos. Además el poema se titula Un perfume exótico y ya había aprendido que se era exótico en el trópico para París pero no para La Habana. «Invítala entonces al viaje», propongo, «allá donde todo es belleza, orden, lujo y voluptuosidad». Decidí hace tiempo no hacerte caso ahora y no pretendí que había leído a Baudelaire. En su lugar y a mi vez le hice la pregunta profunda que hago a menudo a las mujeres:

—¿En qué piensas?

Ella miraba al sol de otoño ya caído violentamente detrás del horizonte y del espejo del mar y no se volvió para decirme:

—Oh, en nada en particular.

Le iba a decir pero pensabas en algo cuando ella dijo, sin esperar mi pregunta:

—Bueno, en realidad pensaba que nunca me había sentado en este parque.

Lo dijo con un leve tono de desdén, quizá de asco, y no dejaba de tener razón al sentirse incómoda. Aunque el parque estaba limpio era un lugar poluto, tal vez por las eyaculaciones, y no me extrañaría que se viera un condón usado sobre la yerba, como una flor si no del mal por lo menos maloliente.

—¿Quieres que nos vayamos? —le pregunté.

—Eso te iba a sugerir. Por favor, acompáñame hasta la guagua.

La vecindad del verbo sugerir, tan poco habanero, y el nombre guagua era típica de su conversación: la lectora de Baudelaire vivía en La Habana. Caminamos por el borde este del parque hasta pasar el Ministerio de Estado, palacio rococó, y luego el anfiteatro, pastiche clásico, ambos edificios exóticos en una ciudad que ignoraba que estaba en el trópico. Seguimos por los otros parques de palmeras domesticadas, caminando ya en la oscuridad, cuando tan bien hubiera venido llevarla de la mano. Soñé soltar su mano para pasar el brazo ávido por su espalda consentidora y llevarla así ayuntada y de vez en cuando besar su cara, ese cutis sin mancha. Pero todo lo que hicimos, despertar doloroso, fue caminar, marchar más bien hasta llegar a la esquina donde se detienen las guaguas, casi hacen una pausa peligrosa, y esperar yo que ella cogiera ese vehículo violento, yendo a no sé dónde y es curioso que nunca le pregunté a Virginia dónde vivía. Ella tenía cara de vivir en El Vedado o en lo mejor de La Víbora pero no tenía aspecto de vivir más allá del río, en Miramar o en La Sierra o en el reparto Kohly, donde todo es calma, lujo y orden. Tal vez viviera sola, ahora que era divorciada, aunque lo más probable es que conviviera, buena burguesa, con su familia, con su madre y con su hermana. De todas maneras ella no (contagio de su conversación) sugería soledad y creo que pensé que ya me había atrevido a mucho, cogiéndole una mano fugaz, sentándola precariamente en el parque de los Enamorados, para preguntarle además su dirección. Tal vez fue por eso que no viajé con ella sin invitación —o quizá fuera porque no tuviera dinero. En todo caso la miré subir a su ruta 15, vi desaparecer sus dos piernas blancas y robustas, su vestido blanco (siempre vistiendo de blanco o casi blanco, haciendo más blanca la blancura de su piel), su rabo rubio que se movía al caminar de un lado al otro, sin tener la quietud de still-life del pelo de su hermana, melena inquieta entonces, desapareciendo toda ella exótica en el interior habanero de la guagua. Caminé por O’Reilly arriba hasta casa sin preguntarme qué hacia ese irlandés insólito intruso en medio de mi Habana.

Al otro día fui a la biblioteca del Centro Asturiano, como de costumbre ahora, y me encontré a Virginia en el salón de lectura —pero no estaba sola. No la acompañaba el eterno Baudelaire sino otra persona. A su lado estaba Krokovsky y ellos dos conversaban en voz baja, desmintiendo la sordera anterior del bibliotecario. Hablaban animadamente y como quería interrumpir la conversación me senté frente a ella.

—Hola —dijo ella alegremente—. ¿Ustedes se conocen?

—Sí, claro —dijo Krokovsky antes de que yo contestara, aunque de todas maneras él habría hablado siempre primero porque yo había decidido que no iba a hablar esa tarde, ni siquiera con ella. ¿De qué hablarían cuando yo llegué? ¿De Baudelaire? ¿De poesía francesa? Lo dudaba con la cara de Krokovsky, además de su acento que era un leve arrastrar de las erres, que lo hacía más extranjero que su aspecto. Me molestaba que ella estuviera hablando con Krokovsky, porque demostraba su pobre discriminación. Si por lo menos fuera alguien menos feo, pero Krokovsky, con ese cabezón y su enorme nariz y su sudor constante, era casi obsceno. Entiéndanme: yo no tengo nada contra los judíos, es más: muchos de mis amigos, de mis compañeros de estudios, del Instituto y antes en las clases nocturnas de inglés, que se daban en la calle Habana (la Habana dentro de La Habana) entre Muralla y Sol: en el mismo centro del barrio judío, eran judíos y allí y en el bachillerato compartía con ellos, con:

Moisés Chucholicki

Rodolfo Stein

Salomón Lutzky

Max Szerman (que él luego escribió Sherman)

León Silverstein (quien devendría Larry Silvers en USA)

Samuel Cherches

Isaac Cherson

Saúl Entenberg

Morris Karnovsky

Aarón Rosenberg

Manuel Maya

David Pérez

Salomón Mitrani

y la inolvidable Cheyna Beizel, con sus enormes tetas, siempre crecientes y siempre lunas llenas.

Hay muchos más colegiales judíos cuyos nombres olvido, pero no olvido el de Krokovsky (como no logro olvidar el nombre de Boris Borovsky, el único judío jodedor que conocí para mi desgracia), nunca Krokovsky, carajo Krokovsky, coño Krokovsky: causa de la ruina de mi monumento (o momento) de amor por Virginia. El inolvidable Krokovsky se levantó y anunció:

—Me tengo que ir.

—¿Tan pronto? —dijo Virginia como si Krokovsky fuera otro, como si su acento fuera francés, como si fuera otro Baudelaire.

—Sí —afirmó él—, tengo que hacer.

No dijo que tenía que estudiar porque sabía que ése era el único verbo verboten en el Instituto: si lo pronunciabas era una condena sin veredicto: te acusaban de filomático enseguida, que era el nombre de un mal peor que la letra: no había que estudiar en el bachillerato o al menos había que hacer como que no se estudiaba: a causa de ello estaba Silvino Rizo oculto en la biblioteca en hora de clases, como en un ghetto gentil. Ésta fue la razón por que Krokovsky dijo que tenía que hacer, como un ama de casa, cuando tenía que estudiar.

—Hasta otro grato —me dijo sin pararse en paronomasias, pero yo no dije nada: no iba a hablar esa tarde—. A lo mejor nos vemos mañana —y, claro, estaba hablando con Virginia.

—Sí —dijo ella sonriente—, claro que sí. Debemos.

Krokovsky acabó de irse sonriendo con su cabeza hinchada y yo me quedé allí, desinflado, sentado frente a Virginia, regado por todo mi asiento, sin decir nada, mirándola pero sin verla.

—¿Qué tal? —dijo ella. Yo no iba a hablar esa tarde pero mellow Virginia me habló con tal dulzura que no pude menos que responderle automáticamente:

—Ahí —que no era decir aquí ni allá: no indicaba ningún lugar del espíritu.

—No sabía que conocías a Krokovsky —me dijo.

—Sí —le dije, que era lo menos que podía decir de Krokovsky.

—Tiene una mente interesante —era Virginia la que hablaba, por supuesto: todo el mundo tenía una mente interesante para ella y con mayor razón debía sospechar que la gran cabeza de Krokovsky contenía una cantidad proporcional de mente interesante: toda materia, tan gris como la personalidad de su poseedor. ¿Por qué no le hablé de grandes cabezas vacías? Debí decirle que el cerebro de Anatole France era tan pequeño como el de un pingüino adulto. Tal vez la mención a France, a la literatura, a la literatura francesa, le habría interesado y retenido y detenido de hacer lo que estaba haciendo ahora, que era recoger sus libros (Baudelaire, supongo), o mejor dicho su libro único (Baudelaire, supongo), el que leía o se aprendía de memoria: par coeur mis à nu.

—¿Ya te vas? —le pregunté, más celoso que ocioso.

—Sí —me dijo—, tengo que llegar temprano a casa.

Se levantó, entregó su libro y salió —mejor dicho, salimos los dos porque todo este tiempo la había acompañado sin decir nada y como no había pedido un libro, no me habían entregado un libro y no tenía así libro que devolver: un hombre libre de libros presa de su pasión. Bajamos las escaleras y ahí mismo en la esquina del Centro Asturiano estaba la parada de todas las guaguas de La Habana y del mundo, y de un solo movimiento Virginia abandonó la acera y montó a una moviéndose con tal rapidez que no pude siquiera saber qué rabia de ruta era. Sólo tuvo tiempo para avisarme: «Adiós». Fue apropiado que me dijera adiós y no hasta luego porque no volví a ver a Virginia, no de cerca. La vi de lejos, subido a la azotea, ahora nido de odio, al día siguiente, a las cuatro. La vi salir del Instituto, lo que era inusitado. Pero no iba sola: iba con Krokovsky, lo que era grotesco. Krokovsky que tenía, como yo, una mente interesante, la seguía más que la acompañaba. Virginia siempre caminó rápida, aun en las caminatas que dio conmigo: si no lo mencioné antes es para conservar el grato recuerdo de un paseo, ahora hecho una ingrata vía crucis al verlos entrar juntos al Centro Asturiano. Los seguí a los dos con mi vista de águila parapetada en un promontorio, mi escarpa muda. En realidad me ayudaban mis espejuelos y el haber subido a la azotea del teatro Payret para observar la ventana de la biblioteca y verlos finalmente sentarse uno al lado del otro, conversando, en voz baja innecesaria —íntimos, hipócritas lectores, no mis semejantes, jamás mis hermanos.

No fue Beba Far quien me curó del mal de Virginia Mettee: fue el veneno de Virginia su propio antídoto, pero Beba Far inspiró mis próximos trabajos de amor perdidos. Tal vez no fuera exacto en una cronología pero lo es en mi memoria que mide mi tiempo. En el recuerdo está la primera vez que vi a Beba, apenas entrevista, en el lobby (más bien el saloncito) del Royal News donde Germán Puig y Ricardo Vigón sostenían su Cine-Club de La Habana, que era heroico pero tenía un nombre muy grande para su cantidad de realidad de sueños: la salita de proyecciones del noticiero Royal News —que también era pretencioso con su nombre real inglés. Fue allí en una de sus noches tórridas (el Royal News no podía permitirse el lujo necesario del aire acondicionado) que vi a Beba from afar aunque estábamos casi encimados y esa vez ha durado en mi memoria tanto como las peripecias de Buster Keaton en la pantalla luego: era también la primera vez que veía a ese comediante único: era una sesión homenaje pero nosotros resultábamos homenajeados. La vi antes de empezar la función, en el lobby. Este recinto tenía una pared de espejos, tal vez para agrandar ilusoriamente su tamaño, pero añadía a la promiscuidad al doblar los cuerpos expectantes. Esa multiplicación sólo estuvo justificada cuando se reflejó la anatomía melancólica de Beba Far, desplegando su esplendor estático. Aunque ella debía de tener mi edad (tal vez diecisiete, tal vez dieciocho años) era una mujer, mucho más mujer que Virginia Mettee y todo lo contrario en apariencia: aunque era muy blanca de piel, tenía el pelo muy negro y era lo que se llamó una «belleza real» (¿contagio nominal del Royal News?), de brazos gordos pero bien torneados y piernas mejor hechas que los brazos, con caderas amplias y cintura estrecha y —un busto voluminoso, prominente— en una frase habanera, estaba buena. Pero esa primera visión doble no tuvo consecuencias. ¿Cómo me iba a imaginar que Beba Far sería tan importante para mi, tan decisiva, tan total que me enamoraría de ella, que la amaría locamente, que me llevaría casi a la muerte de amor?

Yo había conocido primero a su hermana Queta, que era una rubia bovina, tranquila, tal vez demasiado pasiva, que iba a la Biblioteca Nacional que estaba entonces en el Castillo de la Fuerza, la fortaleza militar más antigua de América —la pluma venciendo a la espada sin proponérselo. Iba a la biblioteca a veces a estudiar oculto y recuerdo un día que estudiando física, encerrado en el salón de lectura (que debió ser la estación de los oficiales de la fortaleza, con sus vigas desnudas y sus paredes mohosas) todo el día, sin almorzar, y al salir a las seis de la tarde, con tanta física tuve una reacción química, como una iluminación, lo que para un creyente seria una experiencia mística, en la que la explanada del castillo, la añeja calle aneja y la plaza colonial vibraban con una luz extraña que no tenía nada que ver con el crepúsculo, no una luz exterior sino una luz que salía de mis ojos, destacando el paisaje urbano antiguo con una luz nueva. Pero eso ocurrió mucho antes de descubrir los libros. En esta época, ahora ya yo no iba a estudiar encerrado en la biblioteca sino a aprender a leer. Fue allí que continué mi lectura de la obra de Faulkner (iniciada por el regalo de Las palmeras salvajes por Carlos Franqui, tiempo antes, libro que me fascinó, aunque tiempo después iba a saber que esta fascinación se debió no sólo a Faulkner escritor sino también a Borges traductor), leyendo Mientras yo agonizo, espléndida en la traducción argentina, libro que le di a leer a Jorge Roche, pianista prodigio por quien yo tenía admiración como músico (todos los escritores aspiran a la condición de músicos), veneración que terminó cuando después de leer él una página, me dijo: «Parece Azorín», y deduje que debía dar conciertos con partitura. Fue por esa época en que Roche hizo derroche de lectura ciega, leyendo de oído, que conocí a Queta, que era una doncella de Degas: es decir, tenía tantas facciones feas, corrientes y a la vez exudaba una cierta belleza encantadora, que me distraía de la lectura. Leyendo y mirando a Queta, apareció un día un muchacho bien parecido, que se tomó, allí en la biblioteca, ciertas libertades con ella: hablándole al oído, tocándola y besando y ella riendo tanto, que sentí celos (entonces era capaz de sentir celos por una muchacha a la que había poseído sólo con la mirada), los primeros celos producidos por las hermanas Far —que se convirtieron en ridículo secreto al decirme Queta, días después, que la frescura era fraternal: ese visitante ocasional era su hermano, entonces un actor incipiente y al que llegué a conocer y a estimar y es todavía un amigo. A Queta la vi muchas veces, inclusive una noche, un lunes de noche, me senté junto a ella en el casi desierto balcón de la Filarmónica: encuentro extraño porque debíamos haber ido los dos a la Filarmónica el domingo anterior, ayer por la mañana a la fuerza de la gravedad económica, pero ahora estábamos oyendo a dúo una pobre pavana de Nin-Culmell, hermano musical de Anaïs Nin, memorista erótica, cosas todas que yo ignoraba entonces. Pero mi ignorancia no se limitaba a los Nin. Seguí saliendo con Queta, rubia desvaída, sin conectarla con Beba, belleza bruna, durante un tiempo. La última vez que la vi verdaderamente fue cuando me detuvo en plena calle en el Prado. Mientras en el paseo el poeta Juan Clemente Zine y su séptima musa seguían sólidos y estables, por los lados los autos nos pasaban veloces, ruedas chirriando, sonando el claxon, insultándonos sus choferes procaces y Queta audaz, tan tranquila y a la vez muy intensa, me decía: «Tu crítica de La Strada es estupenda. Muy maravillosa. Estoy orgullosa de ti», yo sin saber no sólo qué decir sino qué hacer, más movido por las máquinas que conmovido por ella, intentando darle las gracias por el elogio excesivo y al mismo tiempo tratando de salvar, más que la cara ante los insultos, la vida delante de los autos asesinos. Quizás haya visto a Queta después, de seguro que tuve muchas oportunidades de verla en esa aldea agigantada, pero ésa es la última vez que la recuerdo memorable, como al comienzo, con su sonrisa que alguien podría llamar zonza pero yo quiero creer sabia: sonrisa sabia: ésa era la característica de Queta.

Del Prado en el futuro tengo que saltar al Parque Central en el pasado, aledaños en el espacio, alejados en el tiempo: a su mismo centro, que está a unos metros apenas de mi casa pero que se ha vuelto una tierra extraña. Había allí una caseta temporal, propiedad del Ministerio de Educación, pero donde se exhibían aperos de labranza (suena raro, verdad, pero estoy seguro de que ésa era la exhibición) y Carlos Franqui, en un rapto de sabiduría o de locura, consiguió que la Dirección de Cultura prestara la caseta para «hacer teatro». Este permiso consistía en dejar que el Grupo Prometeo se instalara en el Parque Central y en vez de dar una función teatral al mes, cobrando, ofreciera una cada noche, gratis. No sé cómo Franqui se agenció la carpintería hábil y la madera suficiente para construir un tinglado donde se subieran los actores. Sé bien dónde quedaban los camerinos —o mejor dicho, el camerino único. Era el cuarto de Zulueta 408 en que vivíamos: allí, por voluntad de mi madre y contra la opinión de mi padre, se cambiaban los actores y se maquillaban las actrices y viceversa, saliendo todos disfrazados por entre los portales del teatro Payret a surgir en pleno Parque Central, a la urbe y a la turba. Al principio se erigió una tarima provisional fuera de la caseta y las representaciones, regresando a sus orígenes, tenían lugar a la luz del día. Las primeras obras puestas en, es un decir, escena fueron el entremés de Cervantes Los habladores y El mancebo que casó con mujer brava, más o menos de don Juan Manuel. Recuerdo regresar de uno de mis primeros trabajos —corrector de pruebas en El Universal: «Diario de Oriente que se edita en Occidente»— y encontrar en mi camino el tumulto rodeando la escena improvisada. «Yo soy Patronio, criado de mi señor», declamaba un actor afeminado y del público alguien exclamaba: «Tú lo que eres Patonio», para regocijo general y recreación del teatro como diálogo de la escena y los espectadores, como en el Renacimiento. Luego, cuando se hizo el tablado dentro de la caseta, las representaciones ganaron lamentablemente en seriedad, mero teatro moderno. Allí tuvo lugar mi verdadero encuentro íntimo con las actrices, para mi delicia, con su costumbre de saludar besando, que incomodaba a Silvano Suárez («No me gustan esos besos frívolos. Si me besan, coño, que signifique algo»), novel autor de La máquina rota, también representada y factótum futuro de Francisco Morín, que dirigía Prometeo y las puestas en escena. Una noche, haciendo de traspunte, ocurrió un incidente intrigante. Silvano, que era alto y rubio, debió despertar interés en más de un actor (sé que lo despertó por lo menos en una actriz, que llegó a besarlo con significado) y estando en cuclillas entre bastidores, libreto en mano pasando el texto, de pronto una mano desconocida (no pudo identificar siquiera su sexo nunca) le tocó suave pero intencionadamente las nalgas. No hay peor insulto habanero y el escándalo de Silvano, apuntador alborotado, por poco arruina la representación —pero no apareció el acariciante anónimo. (Si me detengo en este interludio teatral es porque tiene que ver directamente con mi encuentro fatal con Beba Far: de no haber existido uno no habría tenido lugar el otro). Las representaciones —exitosas como es fácil suponerse, ya que eran gratis y se daban en ese centro de ocio que era el Parque Central, además de ser cruce obligado de peatones y vehículos y viajeros— terminaron en un incidente que solamente los tiempos (los meros morales cuarenta) explican. Ocurrió con la representación de El retablillo de don Cristóbal, que Lorca quería para títeres y Moran lo veía para actores de cachiporra —al menos en esta ocasión fue puesto por personas, prevaleciendo el director sobre el poeta. Pero la farsa tuvo por escenario La Habana entera. Ahora gozábamos de la adición técnica de altoparlantes que difundían las voces de los actores por todo el parque, los portales vecinos, el Paseo del Prado, magnificando el mensaje. Esta emisión era pura locura locuaz (el teatro como radio) pero entonces todos estábamos locos con la cultura. Así cuál no sería la sorpresa de los viandantes al oír saliendo como de la nada o del todo, tanto era el estruendo de las voces: «… y en el ojito / del culito / tengo un rollito / con veinte duritos». O peor aún: «… y quiero que se case / porque ya tiene dos pechitos / como dos naranjitas / y un culito / como un quesito / y una urraquita que le canta y le grita». O el colmo: «Y usted es vieja / que se limpia el culito con una teja». Imagínense (con la mala palabra que es en Cuba culo) el escándalo, con el carajórum y la calentura de don Cristóbal, además del calentamiento de Rosita, con su urraca desatada y los culitos ubicuos. Era casi el secreto escatológico del teatro Shanghai difundido por altavoces. Ahí mismo terminó la temporada del teatro libre en el Parque Central: el Ministerio de Educación (es decir, la Dirección de Cultura) decidió dar mejor uso (aperos rudos pero mudos) a la caseta que fue por unas semanas (no llegamos al mes y medio) nuestra versión estática de La Barraca.

Pero no terminaron mis días teatrales y aunque no quiero hablar más que de La Habana, de sus venturas y desventuras y de la aventura urbana, ésta fue una ocasión, invasión inversa, en que la ciudad salió al campo. Se acercaba Semana Santa, que era celebrada con especial esplendor en Trinidad, una ciudad magnífica en tiempos coloniales, ahora convertida en una especie de museo —por supuesto contra la voluntad de los trinitarios, ya que nadie quiere vivir en un museo. Misteriosamente (con el mismo misterio con que consiguió la caseta del Parque Central), Franqui trajo un día una invitación especial del ayuntamiento de Trinidad para Prometeo —y sus adláteres, entre los que estaba yo. Iría el Grupo a montar una representación religiosa, cierta versión de la Pasión de cuyo autor no queda memoria: tal vez fuera el mismo Judas. Nos pagarían el pasaje por ferrocarril hasta Trinidad (no había carretera que llegara a la reclusa ciudad colonial: ir a ella era viajar en el tiempo: ya yo la conocía por una excursión que hizo el Instituto hasta allá, expedición que terminó con los llamados «estudiantes revolucionarios» (en realidad gángsters) que habían ocupado la Asociación de Estudiantes, copando los fondos, y ahí se pasaban el día armando y desarmando pistolas, jugando a mano armada (recuerdo por lo menos uno de estos espurios estudiantes, llamado aliteralmente Arsenio Ariosa, que se mató de un tiro en la sien al perder en la ruleta rusa) y llegando hasta asesinar a pobres peatones con la desgracia de pasar frente a las oficinas durante esa hora homicida, sin que la policía interviniera para nada: eran tiempos violentos, como siempre fueron los tiempos habaneros) gritando, decepcionados por encontrar calles empedradas y casas con techo de tejas y muros encalados, ruinas para ellos, que en venganza aullaban una canción de despedida: «Trinidad, yo me cago en tu madre / Yo no vuelvo más, Trinidad», amenazando con tirotear el pueblo: cómo yo me encontré en tal compañía sería otro contar, aunque puedo resumirlo en una frase: amor por el pasado, que se convirtió en pasado por el amor: ahí en Trinidad pasaría mi primera luna de miel, viaje de desamor pero esta vez segunda sería una encrucijada erótica) y tendríamos además las comidas y el alojamiento gratis. El Grupo creció con la promesa y casi había ahora más espectadores que actores en él. Para mi fortuna (o tal vez mi infortunio) entre los agregados estaban Queta y Beba Far.

Llegó el día, mejor dicho, la noche de la partida, y ya estábamos en la Terminal cuando Franqui me confió que Becker (el incógnito Becker, del que supe años después que no se llamaba Bécquer, con rima, como creía, sino que su nombre era corrupción de Baker, el poeta devenido panadero primitivo: le conocí bien a Becker) le había enviado un telegrama comunicándole que el municipio había cancelado la invitación. Nunca se supo precisamente por qué: se adujo falta de fondos pero nuestra presencia en Trinidad demostraría que no era verdad o por lo menos exacto. ¿Qué hacer? Franqui decidió actuar como un conquistador, Cortés que no atiende a Velázquez, y no darse por enterado del telegrama y proseguir hasta el tren, tomando la ciudad por asalto. Eso sí: ni una palabra a nadie, sobre todo a los actores, volubles vedettes. Solamente sabríamos la verdad Franqui, Morín, Silvano y yo: el cuarteto del secreto. Así, sentados ya en el tren, a la espera de su partida que no llegaba nunca, oímos por los altavoces una frase obscena: «Llamada para Carlos Franqui». Franqui me miró y los dos supimos al mismo tiempo qué quería decir la llamada. Franqui pretendió no oírla. De nuevo se repitió el reclamo y Dulce Velazco, una actriz que parecía tener permanentemente (pese a su permanente rubio) cuarenta años y era además de aspecto cómico y tan redicha que era la imagen exacta de la burguesa habanera (ahora me pregunto, ¿qué podía hacer Dulce Velazco en La Pasión, ya fuera según san Marcos o según san Mateo o de autor anónimo?), abandonó su asiento y se acercó a Carlos para decirle, casi confidencialmente: «Franqui, perdóneme, pero me parece que lo llaman por los magnavoces». Ya yo iba a decir: «Se trata de otro Carlos Franqui», cuando el verdadero Franqui se levantó y se dirigió pasillo abajo hacia la salida del vagón. Yo lo acompañé y Morín y Silvano me siguieron. En el andén hubo una pequeña conferencia táctica. Se acordó que si Franqui respondía a la llamada —que tenía que ser del misterioso Becker—, habría que cancelar el viaje. Lo mejor era proceder como con el telegrama y no darse por enterado de ninguno de los dos mensajes y la llegada a Trinidad sería un hecho consumado. La otra alternativa era aceptar el fracaso y dar por perdidos los días de ensayo, el vestuario (adquirido por Morín sabe Dios dónde, sabe el diablo cómo) y el entusiasmo, tan importante, más necesario que todo lo demás —es esencial ir con Dios hacia Cristo. A Silvano no se le escapó el carácter cortesiano de las tácticas de Franqui y propuso: «También podemos quemar las naves —es decir, el tren». Volvimos al vagón. Todavía una vez más antes de la salida pudimos oír los altavoces perifoneando inútilmente pero tan comprometedores como en el Parque Central: «Llamada urgente para Carlos Franqui». Vi a Dulce Velazco a punto de levantarse, venir hacia nosotros y decir con cara de cristiana mística: «Oigo voces».

Llegamos a Trinidad por la mañana y lo primero que hicimos todos en grupo —Prometeo que trae la luz de La Habana a las tinieblas trinitarias— fue caminar hasta el ayuntamiento, que en Trinidad quedaba entre un recoveco de calles que a mí siempre me parecieron ruinas circulares. Fue Franqui quien franqueó las puertas del cabildo. Estuvo un rato dentro y después regresó diciendo: «Hay que ver a Becker», críptico pero predecible, y salimos del laberinto de calles empedradas a una plaza y una casa de piedra. Franqui subió las escaleras y yo escalé un escalón o dos detrás de él, oyéndole decir una y otra vez a una reja de hierro bordado más que forjado: «¿Béquel?», en su pronunciación villaclareña, que no cree en eres. Pero Becker o Bécquer o Béquel, fantasma telegráfico, nunca se materializó. De allí Franqui se dirigió, seguido por todos, a un palacio que parecía particular y salió de él al poco rato, sonriendo su sonrisa socarrona. Todo estaba arreglado. Nos íbamos a alojar en una especie de asilo de ancianos que había sido dejado libre —¿Fuga de fósiles, viaje de viejos?— hacía apenas unos días y comeríamos en un establecimiento municipal. Era evidente que nos trataban como a miembros de una orden de mendicantes: hacíamos votos de vagabundos. Aparentemente, a quien había ido a ver Franqui era al alcalde a su casa, quien, por supuesto, no estaba nunca en el ayuntamiento en Semana Santa, Trinidad ciudad católica no pagana como La Habana.

Todo este tiempo, yo apenas noté a Beba. Es más, a veces, de haberme preguntado alguien si ella venía con nosotros, no habría podido responder afirmativa o negativamente. Pero ella se iba a cobrar esta ignorancia y manifestarse como una revelación rotunda. La hora del almuerzo llegó afortunadamente (no habíamos desayunado) y fuimos a una especie de restaurante campestre sin árboles y mesas con hules olorosos: nuestro comedor colectivo. Nos sirvieron, camareros callados, arroz, frijoles y boniato, sin postre. Lo que me hizo recordar el relato doblemente blasfemo en Trinidad, en Semana Santa) de cuando Cristo multiplicó los panes y los peces y, después de este milagro maravilloso, uno de los comensales se dirigió a Jesús para decirle: «Pero cómo, Señor, ¿no hay postre?». Dulce Velazco sufrió una suerte similar y al ver la comida exclamó asqueada: «Fécula, fécula, fécula», subiendo su voz engolada en cada fécula y fue todo lo que dijo y no comió. Los demás nos comimos esa corriente comida cubana, hecha por el hambre ambrosía y no mero milagro. La tarde la dedicamos a pasear por la ciudad, con Franqui de guía: él había sido delegado comunista en Trinidad y la conocía muy bien. Dándome de conocedor, decidí recorrerla por mi cuenta, acompañado por Rine Leal, ahora agregado cultural, como yo, pero quien sería luego un centurión romano en La Pasión y me explicó su técnica teatral: «Quien hace un centurión hace un ciento». Por supuesto, no bien dejé detrás a Franqui, me perdí en la ciudad que era para mí una isla, Creta, no Trinidad. Después de muchas vueltas concéntricas, en el meollo del laberinto, encontré un burro. Rine encontró otro. Ambos burros eran de alquiler y como costaban poco los alquilamos. Los burros conocían su pueblo como un pesebre y nos llevaron a las afueras, a recorrer las murallas o los tramos de una muralla en ruinas. Todo iba muy bien, yo sobre mi burro, jinete jiménez, cuando apareció un niño, después apareció otro y finalmente era una banda: una pandilla de chiquillos que se dedicaron a caernos detrás como deporte y a pinchar a los burros en la barriga con varas villanas y de los vientres vulnerables pasaron a las partes ocultas. Los burros comenzaron a patear primero y luego de dar coces sin lograr eliminar la molestia íntima, decidí intervenir y amenazar a los maleantes con las peores represalias —lo que fue suficiente para que introdujeran la verga en el ano del asno, que se paró en sus dos patas delanteras y me volteó. Desde el suelo pude oír no sólo las risas de los rufianes sino también las carcajadas de Rine, desleal: era inútil poner en su lugar al enemigo cuando hasta los amigos estaban de su parte. Después de levantarme y tratar de desmontar a Rine con la fuerza de mi mirada, sin lograrlo tiré una patada en dirección del más cercano canalla y éste y sus amigos replicaron a pedradas y a duras penas pude refugiarme detrás del burro. El incidente culminó cuando una de las piedras dio a Rine en pleno pecho y éste cargó en su burro contra la banda, que se dio a la desbandada, evidentemente menos peligrosa que las pandillas habaneras. Regresamos (yo caminando, con mi burro cogido de la mano, guiado por el burro de Rine, todavía montado) al sitio donde los alquilamos. Así terminó la tarde.

Esa noche supimos lo que era la incomodidad añadida a la injuria del albergue que fue asilo. No es que hubiera chinches (como las que me asaltaron, bichos de Blefuscu, en otra ciudad del interior en mis días de surveyero), sino que se desató de pronto una ola fría sobre el país, extraña en Semana Santa, cuando siempre sopla el viento sur, llamado precisamente de Cuaresma. Pero esta vez el norte azotaba sobre todo la provincia de Las Villas, en particular la zona de Trinidad y ya más directamente nuestro alojamiento. Cuando nos lo dieron, el contento de tener un techo no nos permitió ver que las camas estaban desnudas excepto por un colchón pelado, sin sábana ni almohada, mucho menos una frazada. Dormiríamos —teóricamente— siguiendo un código de conducta estricto: los hombres en la planta baja, las mujeres en el piso de arriba: La Habana iba a enseñarle a Trinidad lo que era la moral de grupo: seríamos Prometeo pero no promiscuos. Dije teóricamente porque nadie pudo dormir esa noche, a pesar de acostarnos con la ropa puesta, que era la vestimenta del verano habanero que dejamos detrás. Al día siguiente y como remedio al frío —lo semejante cura lo semejante— alguien propuso una excursión a Topes de Collantes, un pico cercano donde había un sanatorio para tuberculosos (versión tropical de la montaña mágica) comenzado años atrás y dejado sin terminar: todo en Trinidad estaba en ruinas: el pasado y el futuro. Había que subir en automóvil: los viejos carros, más bien cacharros, que había en la ciudad, trepando torpes por el camino vertical. En nuestra máquina coincidimos, por primera vez y en apretada compañía (todo lo hacíamos comprimidos esa vez en Trinidad) Beba y yo, pero estaban además Margarita Fiallo, Ernesto Miret, Franqui, Morín y el chofer local aplastado contra el timón. Miret estuvo de muy buen humor haciendo chistes todo el trayecto pero me puso del peor humor a mí, cada vez más cejijunto, con el ceño fruncido, tan intolerante, intolerable que en un momento Morín me dijo que yo estaba tan serio porque me había dejado robar el show de chistes por Miret. Pero no era verdad. La verdad la supe después, para mi sorpresa, y era que estaba celoso, anticipadamente, porque Beba se reía con su dentadura prominente de cada cosa que decía Miret. El viaje a la montaña, con sus helechos arborescentes y sus orquídeas silvestres y sus plantas exóticas, se convirtió para mí en una suerte de tortura, no el dulce dolor de los celos sino ese sentimiento confuso que anticipa los celos cuando todavía no hay amor.

Mientras llegaba el día de la representación (jueves santo) seguíamos dedicados a hacer de turistas. Fuimos al puerto de Casilda, que es la vía de acceso a Trinidad por el mar. Trinidad misma esta construida tierra adentro pero en tiempos de la colonia era por Casilda que venían (y salían) las mercancías a la ciudad. A un extremo del puerto, abierta al mar Caribe, está la hermosa península del Ancón (triste travelogue). Allá fuimos (en lenta lancha) a establecer una cabeza de playa en este «Varadero del sur» (en Cuba todas las playas son versiones de Varadero), que resultó inolvidable en más de un sentido. El sol no dejaba que se sintiera el frío, que por demás no había sido ese día tan intenso como la primera noche, y decidimos bañarnos. Los hombres lo hicimos en calzoncillos, ya que nadie había pensado, lógica simbólica, en traer trusa. Las mujeres, por su parte, improvisaron trajes de baño con pañuelos atados sobre su ropa interior. Solamente Queta se bañó en refajo y hay que haber conocido esta época hipócrita para saber qué atrevimiento era el suyo al bañarse nada más que con aquella pieza íntima, tan seductora. Al principio, mientras cogía sol, se veía discreta porque el refajo era de raso, pero al entrar en el agua —mejor dicho, al salir— se revelaba su cuerpo desnudo por transparencia, por pezones interpuestos. Sin embargo yo no tuve ojos más que para Beba, que se hizo un bikini exclusiva con dos pañuelos pero nunca entró al agua, su piel increíblemente blanca al doble sol del cielo y el reflejo en la arena radiante, en pálido, cálido contraste con su pelo negro. Cansados de ver a esta sirena seca nos acercamos algunos bañistas —quiero decir, hombres— en grupo a ella y decidimos bautizarla: juegos de agua. Creo que fue Silvano quien la agarró por debajo de los brazos (retrospectivamente, dos días después, ¡cuánto habría dado por estar en el lugar de sus manos!), yo la cogí por ambos pies —¿por qué no por las piernas?, tal vez demasiada intimidad para mí, intimidado— y alguien más la cargó por medio cuerpo, mientras ella, riéndose, protestaba apenas. Fuimos todos con nuestra carga preciosa hasta la orilla, penetramos en el mar y la dejamos caer, haciendo un chasquido el chapuzón. Pero cuando Beba se recobró de la zambullida y salió sonriente del agua, el chapuzón se hizo chasco: todos los ruidosos retozones hicimos silencio súbito, paralizados por su presencia —verla fue ver surgir (y ahora no era mera metáfora) a Venus de entre las olas. Me pareció que nunca había visto una mujer tan bella.

Esa noche sucedieron dos hechos no conectados entre sí pero relacionados, aunque no tienen nada que ver con mi camino de perfección del arte de amar: son mera diversión: per aspera ad amor. Fuimos a comer un grupo en el que estaban Beba y Queta, por nuestra cuenta. No era un restaurante que se pareciera remotamente a los de La Habana (aun los de La Habana pobre que yo pudiera frecuentar con mi nada saneado salario) pero comimos bien, incluso Beba, que parecía difícil para escoger cualquier cosa. Pero Queta resultó imposible: sólo comió arroz. A la salida, caminando por las calles apenas iluminadas, tropezando, levantando piedras a cada paso, Queta me confió que no podía comer carne porque siempre veía a la vaca a punto de ser sacrificada cada vez que cortaba un bisté. Estuve de acuerdo con ella que era inhumano (Queta me corrigió: «Inanimal») comer carne, aunque llevaba mi tripa repleta de carne de vaca, sin vagas visiones vegetarianas. Beba caminaba delante con Silvano y a la escasa luz de las casas yo podía ver su cuerpo moviéndose armonioso para caminar entre cantos. No sé si estaba completando su imagen en mi memoria pero cada vez me gustaba más ver a Beba a mi alrededor —aunque ella era mucho menos muchacha que Virginia y ya Virginia era toda una mujer, mientras que yo con mis diecinueve años todavía no cumplidos parecía un adolescente sin arte y sin retrato.

Al llegar al hostal (o lo que fuera) advertimos un extraño movimiento. Había ocurrido un incidente melodramático que al final resultó cómico. Varios actores fueron al centro del pueblo y entraron en un café y pronto hubo a su alrededor una atmósfera hostil: el machismo municipal se manifestaba crudo contra los recién venidos, en esa ocasión todos demasiado finos de maneras y gestos ante aquellos toscos. El mayor de los actores, ninguno de carácter, se dio cuenta del error de entrada y trató de corregirlo con un error de salida, mal mutis, como siempre pasa a los actores con un papel pobre. Dijo en voz baja a sus amigos: «Caballeros», luego me contó que él casi había dicho como siempre «Muchachas», pero así lo relató esta vez, «se están formando a nuestro alrededor negros nubarrones, anuncio de tormenta. Paguen lo más tranquilamente que puedan y salgamos de aquí uno a uno». Así hicieron pero la canalla del café los siguió a la calle y a través de medio pueblo. Los actores caminaban rápidos pero sus seguidores, que conocían cada canto rodado, se hacían perseguidores. Pronto corrían a salvo de sus vidas, los actores convertidos en corredores. Los perseguidos alcanzaron el hostal, esta vez refugio, acogiéndose a su asilo —donde dormía Franqui y Ernesto Miret, actor heterosexual, estaba sentado en su cama: «Comiendo mierda», explicó él habaneramente. Al oír el tumulto se despertó Franqui y Miret lo acompañó a la entrada, donde los actores sin aliento trataban de reconstruir, dramáticos, su ordalía. Pero no tenían que contar de la cacería: sus perseguidores acababan de llegar, dispuestos a completar la caza. Franqui no lo pensó dos veces y se armó de la tranca para cerrar la puerta —pero en vez de cerrarla la abrió y salió a la acera. Miret lo siguió y sacó una piedra de la calle sin dificultad. Cuando los rufianes se vieron enfrentados por gente armada, dieron media vuelta y echaron a correr y de perseguidores se convirtieron en perseguidos, pues Franqui casi los alcanza, todavía en calzoncillos, olvidado de su vestimenta y de que estaba en la calle real de la ciudad, llegando ya al parque principal. Fue Miret quien le dio alcance y lo convenció de la conveniencia de regresar al hostal al mostrarle su estado: un forastero semidesnudo con una estaca en la mano no era ciertamente el aspecto que convenía a un enviado cultural venido de La Habana con un grupo teatral a escenificar la vida, pasión y muerte de Jesucristo. Al oír el cuento, completado por Miret en su estilo escatológico, Silvano se moría de risa (aunque luego, en el futuro cercano, tendría una experiencia dolorosa de lo que es la chusma cubana en acción, cuando el Grupo Prometeo —Morín nunca escarmentaba— fue a actuar en un cine no lejos de La Habana y se encontraron actores y director que la representación tendría lugar al final de la película y por público tuvieron a los maleantes del pueblo, que desde el paraíso los expulsaron de la escena y a la salida del teatro los bombardearon a pedradas, una de las cuales le dio a Silvano en la canilla, incapaz ahora no sólo de caminar sin cojear sino de reír sin dolor) y yo también oí el doble cuento regocijado. Luego uno de los actores acosados, cuyo nombre no hay que mencionar porque es famoso, mirando mariconamente a Franqui, ya vestido, me dijo embelesado: «¡Ése es mi héroe!». Lo que no le impidió casarse, dos años después, con la heroína de La Pasión, María Magdalena miope.

Por fin llegó la noche de la puesta en piedra, como llamaría Miret después a la representación, de La Pasión, que tendría lugar en los portales del Palacio Brunet, sus soportales haciendo de escena y el interior sirviendo de camerinos y bastidores y bambalinas. Miret sería Cristo y este sorprendente actor había tomado, contra lo que se pudiera suponer, su papel muy en serio, como siempre ocurre con La Pasión, en que su protagonista llega a creerse que es no una versión de jesús sino el Nazareno encarnado. Pero ocurrió que Miret tenía que venir descalzo desde el interior a oscuras y tropezó con una de las piedras del piso que sobresalía incrédula y no pudo evitar exclamar, al tiempo que salía a escena: «¡Me cago en Dios!». Casi se oyó en el público y yo no pude olvidar nunca el espectáculo privado de ver a Cristo blasfemando. Curioso de saber cómo terminaba La Pasión, me quedé hasta el final. La representación fue conmovedora, al menos para el gusto católico de los trinitarios que colmaban la calle y la plaza aledaña y aplaudieron con eco in lontano. Después de la función hubo el sentimiento anticlimático de haber venido tan lejos para una sola actuación. «Lo mismo le pasó al Señor, señores», dijo Miret, consolando a los actores, «y todavía dijo: “Perdónalos, Dios mío, que no saben lo que hacen”. Bien podía estarse refiriendo Él a todos nosotros». Afortunadamente no íbamos a tener que sufrir a un actor con la cruz de Cristo a cuestas: Miret estuvo esa noche más dicharachero que en el viaje a la montaña: era evidente que disfrutaba su doble pasión, el amor al teatro y el humor. A pesar de su buen tipo, de su distinción natural, no hizo la carrera de actor que todos pensábamos que haría: terminó trabajando de conductor en una guagua habanera. Pero estoy seguro de que convirtió su ómnibus en vehículo dramático: la commedia è infinita.

Al día siguiente salimos de Trinidad en tren, tarde en la tarde. Dejamos detrás las casas coloniales, el museo de arquitectura cubana barroca y la extraña nostalgia que produce esa ciudad aislada en el tiempo: dejamos de lado las féculas, el hostal inhóspito y la incomodidad de esa excursión impuesta (Becker nunca fue Baedeker) pero también dejaba de frente el contacto estrecho con Beba y me fui sabiendo que no sería igual en La Habana. En el tren ocupamos el último vagón y ya por la noche salí a la plataforma a pesar del frío que se hizo intenso después de Cumbres, para mí borrascosas. De pie allí no sentí la puerta que se abría a mi espalda pero sí oí la voz que me dijo: «¿Qué, contemplando el paisaje?». No había paisaje alguno que ver, mucho menos contemplar: todo era oscuridad afuera, pero sentí alegría al reconocer la voz en off: era Beba. Creo que le dije «Anjá» o tal vez fuera más explícito: entonces yo solía ser, cuando podía, mas bien gárrulo con las mujeres. Sé que me había vuelto y visto su figura plena llenando el marco de la puerta y colmando mis ojos. Le propuse sentarnos en los escalones de la plataforma, escalera al vacío ahora, y ella accedió. Eran muy estrechos los peldaños y por fuerza estábamos en contacto, sus muslos tocando los míos, su vestido subido hasta la rodilla, dejando ver las piernas de una hermosura habanera (hoy día las encontraría gordas pero entonces me parecían perfectas), moldeándole las caderas cadenciosas al caminar, ahora contiguas. «Te gusta contemplar la naturaleza», me dijo, como si mirara su cuerpo con mis ojos. «Como a mí», añadió. Se refería por supuesto al campo abierto, pero allí no había naturaleza alguna que contemplar ni siquiera atisbar, excepto por los matojos que crecían a la orilla de la vía férrea y que las luces del tren alumbraban rápidos. Sin embargo me fascinó el sonido de sus palabras: ella hablaba con voz baja, suave, que era muy personal, y se oía por encima del ruido rítmico del tren, casi estruendo en estéreo, y creaba una intimidad instantánea allí afuera, los dos solos: era la primera vez que estaba a solas con Beba y fue entonces que me enamoré de ella: tuvo que ser entonces: debió de ser entonces. Lamentablemente nuestra soledad de dos duró poco. Salió a la plataforma Queta, seguida por otra de las muchachas de la excursión, no recuerdo cuál pero no era una actriz como María Suárez, que se habría dado cuenta de que, si tres son una turba, cuatro son una promiscuidad —y el amor es enemigo de lo promiscuo: dos forman una pareja, la perfección. Inevitablemente nuestro diálogo tuvo que transformarse en conversación, lamentablemente inane, pero recuerdo que Queta, mirando a la vía, dijo: «El tren produce vértigo horizontal», que me pareció una noción nueva. Fue entonces que reparé que estábamos Beba y yo, pero sobre todo yo, sin un punto de apoyo en Beba ahora, en peligro por el asiento precario de los escalones y las muchas curvas, en que la fuerza centrífuga podría habernos lanzado del tren y me sentí bien creyendo que los dos volaríamos fuera, juntos, para caer en una zanja mullida abrazados y allí —de esta imaginación íntima me sacó la voz de Beba que decía: «Me voy para adentro». Quise pedirle que se quedara un rato más en nuestro dolce Far niente pero estaban las otras muchachas y no dije nada. Las tres entraron en concierto al vagón y yo me quedé en la plataforma desierta, sentado, solo. Luego me puse de pie y caminé hasta el otro lado, bajando los escalones por el costado del tren donde los bandazos del vagón último eran mayores, sujeto a la barandilla, mirando hacia adelante. Cruzábamos un puente con enorme estruendo y sentí una gran gana de lanzarme del tren: era un deseo malsano y solitario, opuesto al deseo sano con Beba, pensando qué me pasaría al caer, sintiendo mi cuerpo golpear con violencia brutal los arcos de hierro del puente, tratando de idear qué dirían todos cuando yo desapareciera, pero sobre todo imaginando qué diría, pensaría, sentiría Beba —y tuve que ejercer mucho control sobre mí mismo, ayudado por ese idéntico íncubo interior que me impulsaba, para no saltar del tren que ahora parecía ir a velocidad de vértigo vertical.

Ya en La Habana mi ocupación primordial fue seguirle los pasos a Beba. El Cine-Club había dejado el Royal News para refugiarse en unos precarios locales en el Paseo del Prado, junto al cine Plaza, competencia leal. Fui a una función con la seguridad de encontrar a Beba, pero lo que encontré fue la nota necrológica ofrecida alegre por Germán Puig de que Beba estaba «aparentemente enamorada» de Juan Blanco, que no era entonces un hombre sino un nombre, pero me alarmó que Beba Blanco sonaba posible. No lo pude creer, como no creí la afirmación contraria de Germán de que Beba estaba en realidad enamorada de Beba. «Es una narcisista», me dijo Germán, y recordé con desagrado su placer solitario en la playa, tendida en la arena mientras todos nos bañábamos, sonriente, contenta con el aire, pensé, pero nunca con su aspecto no ante los demás sino de ella para ella. La desolación de la noche la vino a colmar, a calmar Bernardo Iglesia, que conocía los incidentes ocurridos a los actores del Grupo Prometeo. Bernardo era oculista (no era mi oculista todavía pero lo sería pronto) y tenía un insensato sentido del humor. Esa noche vino a decirme confidencialmente: «Hay un prometeo en el baño», y añadió: «Acompáñame, por favor, que tengo miedo a estar solo». Fui con él hasta el baño y entró en uno de los infames cubículos y no bien cerró la puerta gritó: «¡No, prometeo, no me hagas nada, prometeo, que la carne es débil! ¡Prometeo! ¡Por favor, te lo suplico! ¡Prometeo!». Gritó tanto que vinieron asistentes al cine al baño y me encontraron a mí en la puerta, mientras del cubículo cerrado salían ruidos de una lucha libertadora. De pronto se abrió la puertecita y salió Bernardo, calmo caradura, quien dijo al grupo de dobles espectadores: «Era un prometeo pero decidió irse al teatro» —Bernardo Iglesia acogido al sagrado de su nombre, que no lo salvó, como a nadie nada, de la nada.

Luego vinieron los tiempos de Nuestro Tiempo, de su gestación y coordinación, concebidas y realizadas por Franqui. De las reuniones en el conservatorio, carmen de Carmina, se pasó a ocupar los viejos estudios de Mil Diez, la emisora comunista clausurada por el Gobierno y heredada por Nuestro Tiempo, gracias a Franqui, emprendedor Carlos. La estación tenía un estudio-teatro y un gran salón, pero había que limpiar y acondicionar aquellos locales que habían estado cerrados tanto tiempo. A esta tarea nos dimos todos, el grupo de amigos que habían originado la revista Nueva Generación (desaparecida en el olvido), la gente del Grupo Prometeo y otros muchos nuevos (al menos para mí) intelectuales y artistas, provistos ahora de escobas y trapeadores y cubos con agua. Pero por supuesto no es de ellos que quiero hablar sino de mi objeto amoroso: Beba Far vistiendo pantalones (entonces las mujeres en La Habana no usaban pantalones visibles, es decir largos, excepto cuando pasaba un ciclón y estas aventureras sartoriales eran llamadas cicloneras, que creaban las tormentas que venían a ver entre los mirones que las contemplaban a ellas, a las sacaplatas, no al meteoro: recuerdo una vez que fui a mirar las cicloneras viendo un ciclón cuando, pese a los avisos alarmantes de que soplaría el ciclón sobre La Habana —el anuncio era del Observatorio Nacional y por tanto no había que tomarlo en serio: los meteorólogos no saben nada del tiempo—, comenzó a levantarse una mar gruesa mientras yo miraba a una muchacha flaca en pantalones estrechos viendo venir el ciclón: la observadora me acusó a un policía, estacionado en el Malecón para vigilar a los mirones que perturbaban con sus ojos a las cicloneras, impidiéndoles a ellas disfrutar el espectáculo de la naturaleza hostil: fui puesto preso allí mismo y encerrado en una celda baja y precaria y en ese momento se levantó un ras de mar y pronto el agua invadió el calabozo y me llegaba al cuello: ya estaba a punto de ahogarme cuando abrieron la celda y la policía me soltó por compasión cristiana, no por ser inocente: toda mirada es culpable: pero en mi obsesión observadora volví al Malecón en busca de cicloneras que mirar y no encontré ninguna muchacha sino una señora tormenta: el ciclón en pleno poder destructor: las casas volaban a pedazos, el techo primero, las paredes después, finalmente la puerta. Del Malecón milagroso me dirigí a una de las plazas y buscando protección entre los árboles me agarré al tronco desnudo de una palma, que era liso y duro, como el de una mujer madura, y abracé aquella forma curva como mi sola salvación, pero el viento violento arreció haciendo trizas las hojas de la palmera, como quien corta una melena al rape, luego arrancó de cuajo el tronco y, con sus raíces aéreas, subí en la palmera por parques y por prados, sin soltar aquel cuerpo trucidado en un vuelo vertiginoso, ido con el huracán), sólo que ahora, por razón de estar cubiertas, sus carnes parecían perfectas. «Es mucha mujer para ti», había dicho Silvano, casi Silvino, en una revelación que por poco acaba nuestra amistad. Pero a veces, antes en Trinidad, ahora con ella limpiando las paredes del futuro Nuestro Tiempo su tierno trasero vuelto hacia mí, llegaba a pensar yo también: «Mucha mujer», me dije, maldije.

Nuestro Tiempo nos acercó en su periodo de formación pero nos apartó una vez que la sociedad cultural comenzó a funcionar: veía menos a Beba: Beba far from me. Tuvo también una extraña enfermedad que la alejó aún más (con el tiempo, años después, se sabría que era esquizofrenia, un mal que uno veía entonces descrito en los libros de psiquiatría y visualizados en el cine pero no en la vida vivida: en su crisis Beba se creía dividida en dos, no dos Bebas sino dos medias Bebas que se buscaban sin encontrarse: tal fue el relato familiar pero si era fiel o falso nunca lo supe) y yo llegué a hacerme amigo de Juan Blanco, quien me confesó un día que jamás estuvo interesado en Beba. Cuando ella regresó a nuestro círculo había cambiado: tenía las mismas formas pero contenían una mujer distante. Recuerdo que me acerqué a ella y me alejó sin un gesto, separándose interiormente, y aunque estuvimos solos y llegamos a estar reunidos, nunca fue como aquella noche en el tren, en la plataforma trasera, sentados en los escalones escasos, ella pegada a mí, yo casi cogiendo su mano: los dos juntos, alejados de todo, inmóviles mientras la tierra se movía a nuestro alrededor vertiginosa. Ahora era ella sola la que estaba alejada.

Hubo una ocasión más en que estuvimos juntos, pero preferí entonces que no hubiera ocurrido. Irónicamente, Juan Blanco dio una fiestecita para celebrar la apertura de su apartamento nuevo en El Vedado, que estaba casi a la salida del barrio, en Paseo y Zapata en una esquina que me sería fatalmente familiar tiempo después. Juan Blanco tenía como pretexto para la ocasión la audición de la Novena Sinfonía (íntegra) y reunió a un grupo de amigos y de amigas, más amigas que amigos, curiosamente. Allí fue donde Queta hizo su notorio número de salto mortal con una salida inmortal, al echarse para atrás en el balance que era el único mueble (excepto por el tocadiscos costoso) de la sala y decir su famosa frase final. Exclamó ella, momentos antes de reclinarse con énfasis en el precario balance: «¡Este Beethoven es un monstruo encadenado!», y terminó su metáfora con un eslabón en el aire, cayendo hacia atrás, dando de cabeza contra el piso, el pesado balance volcado sobre ella para alarma de todos —que luego se convirtió en carcajada de cada cual al comprobar que Queta estaba sana y salva y todavía enredada en la cadena beethoveniana. Pero hubo otra frase íntima no menos estrepitosa que tuvo la virtud insidiosa de atentar contra mi amor por Beba, hecha por ella misma, con más ruido y frenesí que la sentencia encadenante amenazó la vida de Queta. Fuimos los dos al balcón, yo como quien busca la plataforma del último vagón, y Beba mirando a lo lejos dijo: «Mira a Venus, el lucero del alba». Yo miré y no vi a Venus (que no podía ser a esa hora el lucero del alba ni del anochecer en el trópico porque serían las nueve de la noche y era invierno) sino un bombillo brillando prosaico en una azotea vecina. Esa manifestación de beatería venusina me pareció entonces intolerable y casi hizo trizas mi amor por Beba, la mujer perfecta: ahí estaba la forma, sus formas, pero el contenido había cambiado y sin embargo no fue ella, su anticuerpo, su alma los inoculadores de la vacuna contra mi amor, sino su cuerpo, ese que me había llevado a identificarla con Venus, no el lucero del alba, sino la diosa del amor.

Para celebrar la apertura de la sociedad cultural tuvo lugar una exposición de pintura en los salones de Nuestro Tiempo, pero, viviendo en nuestra Habana, se dio un baile inaugural. Fui a la exposición pero no al baile porque, aunque me gusta ver bailar, no quería ver a Beba bailando —inevitablemente con otro. En ambas funciones estuvo presente el presidente de Nuestro Tiempo, predeciblemente (el más presentable, el más presidenciable) Haroldo Gramadié, uno de los creadores de la sociedad y uno de sus destructores cuando se puso al servicio del Partido Socialista Popular y Franqui y yo y varios más dejamos lo que había sido casi una hermandad prefidelista, convertida ahora en una organización pantalla comunista. Pero no es de política ni de cultura ni aun de política cultural que hablo sino del amor y de sus formas y de las formas de mi amor, aun de las formas vacías de amor. En el baile Haroldo bailó con Beba, ya que él era un compositor serio pero un buen bailarín. Me lo contó después y cuando yo creía que me iba a hablar de difusas fusas y semifusas y de acordes perfectos, me habló disonante de Beba, tal vez porque los ritmos eran cubanos y las melodías no tenían nada que ver con contrapunto y armonía, su especialidad. Salió a bailar con ella cierto danzón tardío (bien pudo ser un mambo medio y hasta un temprano chachachá en ese año 1950) y en una cadencia Beba, buena bailarina, se demoró demasiado y como no era el cedazo de los antiguos danzones en que se permitía al bailador detenerse para dejar que su pareja se diera un golpe de abanico que no aboliría el azoro, Haroldo quiso saber qué detenía a Beba en su pasillo, cuando vio frente a ellos un gran espejo Beba había dejado de bailar para mirarse al espejo detenida. Haroldo observó que ella estaba complacida con lo que veía y tenía razón para estarlo: estaba Beba bella realmente esa noche, pero al mismo tiempo pudo comprobar que tenía en sus brazos la imagen del espejo: Beba era una encarnación femenina de Narciso. Haroldo Gramadié, triple traidor, que había sido tan exclusiva, excesivamente técnico en su apreciación de Carmina, se extendió en consideraciones que me tocaban pero que yo no quería oír porque a la vez me dolían. Habló de cómo Beba no era capaz de querer a nadie que no fuera ella misma y, devenido súbito sexólogo, me dijo que el único sexo posible al narcisista era la masturbación —pero aquí se detuvo su penetración: a mí no me seducía el sexo de Beba: yo sólo quería su amor, aunque significara ser un Eco para su Narciso invertido. Volví a Virgilio y vi que era sabio de veras: rindámonos al amor, dice, que todo lo vence: «Et nos cedamus amori omnia vincit amor».