LA MUCHACHA MÁS LINDA DEL MUNDO

¿Me perdonarán la hipérbole? Tienen que perdonármela: de joven uno siempre es excesivo y si ella no era la muchacha más linda del mundo, por lo menos me lo parecía. Estaba, según decía Silvio Rigor, como para empezar por una pata de la cama —aunque esa frase es posterior, del tiempo en que uno se atrevía a mezclar la exageración con el sexo. Entonces, la época de que hablo, había más bien timidez al expresarse de las muchachas, sobre todo si importaban. Si no importaban, no importaba nada lo que se dijese (o pensase) de ellas. Esta muchacha de que hablo, Julia (pero yo la llamé siempre Julieta) Estévez, importaba mucho porque era la muchacha más linda del bachillerato. Quizás habría una que fuera más bonita de cara y otra que tuviera mejor cuerpo, pero ninguna reunía, como ella, la cara y el cuerpo y, aunque era más bien baja, estaba hecha a escala y su figura perfecta era la de una tanagra. (Ésa es una palabra que aprendí después: entonces ella era una muñeca.) Había sido declarada la Novata del Año en el Instituto, lo que indicaba que su belleza era apreciada por más de uno, es decir, por muchos —y yo la había conocido ya en el segundo año (aunque la había visto por primera vez y aprendido a distinguir de lejos desde el primero) cuando coincidimos en la misma aula. Ella se destacó en mí en la fiesta de despedida de año —que se celebraba la última semana y el último día antes de las vacaciones de Navidad—, cuando subió al estrado para hacer lo que sabía, que era recitar, y declamó un poema serio, con cómico acento español, que decía: «Cuando tú pisas las uvas, ¡qué bien estallan, morena!». Lo que hacía el poema más irreal que sus zetas y sus elles es que ella era rubia. Tal vez no rubia púbica pero sí lo bastante blanca como para que su pelo rubio pareciera natural.

Fue cuando yo empecé a desinteresarme por los estudios y me pasaba todo el tiempo de clases en la biblioteca del Instituto leyendo literatura, que hice amistad con ella, que a veces acostumbraba a leer en la biblioteca: yo la admiraba mientras leía y a mi vez era mirado por el monóculo penetrante de Polifemo. La vi un día salir de clases, del edificio, del portal con Ricardo Vigón, que comenzaba a ser amigo mío (tal vez ni siquiera comenzara a serlo y fue cuando fue por fin mi amigo que recordé aquella salida y el golpe casi de celos que me dio verlos juntos) y así supe que ella se interesaba más por los muchachos que otras muchachas de su edad y de su clase (hablo en sentido académico, no social, pero la ambigüedad podía ser anfibología para mí). Luego la vi varias veces con el hombre (para mí era un hombre porque estaba dos o tres años por delante de mí en el bachillerato) que llegaría a ser su marido. Otro día coincidimos en la biblioteca del Lyceum, a la que yo acababa de descubrir, Colón de la cultura, viajando tan lejos de casa, de cuya biblioteca circulante me hice socio ese día, y había más de una persona allí en la sala de lectura y por los amplios ventanales entraba el fresco y el rumor de los árboles pero, inoportuno, venía el ruido rítmico de las pelotas de tenis golpeadas por raquetas —árboles, pelotas y raquetas invisibles para los lectores. Allí estaba Julieta y fue la vez que advertí que más que blanca era dorada y fue adorada. Lamentablemente había más de una persona en la sala de lectura: estaba con ella Martha Vesa, a quien por su gordura y tamaño llamábamos Marta Obesa, que después con sus trenzas rubias y sus ojos azules y su pasión por la música (y el conocimiento mío, nuestro, de las óperas de Wagner) hizo que la apodáramos, definitivamente, la Valquiria, que era como escribíamos y leíamos la palabra Walkyrie. Ese día conversamos (es curioso cuánto se podía conversar en las bibliotecas de La Habana entonces), entre todos los temas del mundo, de la belleza, y yo, pedante, cité a Platón citando a Sócrates para oponerme a su idea de que la belleza no puede localizarse en algo pequeño y ofrecí al mosquito, tan bello como una mariposa (no sé por qué no escogí a la mariposa: tal vez porque el mosquito es no sólo más pequeño sino porque su belleza no es evidente, desplegada y gratuita como la de la mariposa, y puede además ser mortal), pues el mosquito es pequeño pero bello. (Julieta habría sido mejor ejemplar pero habría cometido el doble pecado de personalizar y de avanzar desenmascarado). Era pura provocación, desde luego, y Julieta reaccionó a mis palabras con la atención que yo quería que me prestara a mí mismo. Hablamos también del arte —para ella, del Arte— y yo dije que el arte era una mentira que el artista hacía aparecer verdadera. (Entonces yo no sabía quién era Wilde y Oscar era para mí una estatuilla dorada, como Julieta, sólo que famosa). Ella casi se enfureció (y lució más bella que la primera vez que vi su belleza brillar) y exaltada dijo: «¡Cómo vas a decir semejante cosa! ¡El Arte es la verdad!». La mentira era mi argumento y lo cierto es que ella había leído con pasión más que atención Mi vida, de Isadora Duncan (entonces casi todas las muchachas interesadas en el Arte habían leído Mi vida varias veces y juraban por Isadora Duncan como yo luego por Isidore Ducasse), libro que yo también había leído, más que nada por sus zonas eróticas. Sabía, sobre todo, todo sobre el affaire de Isadora y el violinista feo y jorobado, Quasimodo de su señora, con el que hace ella de todo en su auto, a pesar de su repulsión física, llevada Isadora solamente por la intensidad del deseo del otro. Esta anécdota yo la atesoraba (en especial pensando en las muchachas que habían leído a Isadora —siempre llamada por ellas Isadora y nunca Duncan— que eran además bonitas o cuando menos atractivas) porque, me decía, si el violinista giboso pudo conquistar a la bella bailarina, yo, que no tenía joroba (aunque tampoco tocaba el violín, es verdad), bien podía emularlo con alguna de las sacerdotisas de aquella diosa del amor libre. Es cierto que también pensé escribir una versión de Mi vida, pero mi vida sería un libro cerrado que al abrirse se vería lleno de actos inocentes escritos con palabras culpables. Ése era mi proyecto, mi realización era ahora Julieta Estévez que contestaba con pasión, argüía con graciosa gesticulación, acentuaba encantadora sus puntos de vista y me hizo olvidar mis argumentos (que eran mero aderezo, construcciones cosméticas, como diría Silvio Rigor) para concentrarme en su cara bella. No recuerdo quién más estaba en el simposio en que Sócrates comía la última cena. Lo que recuerdo es a la atroz Valquiria uniéndose a Julieta y haciendo las dos un dúo de contralto y soprano contra mis argumentos contra natura, mientras yo me batía en retirada silenciosa, solamente mirando, admirando la belleza de Julieta: la verdad más bella que la ficción. Fue desde entonces que empecé a buscar su compañía, a pesar de mi timidez —y la busqué y la hallé. Yo sabía que ella vivía en la calle Inquisidor, no lejos de la Alameda de Paula, todavía por restaurar, con su belleza decaída (las ruinas me encontrarán impávido: me interesa más la beldad viva) y aunque no sabía el número de su casa, deduje, experto crede Romeo, dónde encontrar a Julieta: la esquina de Inquisidor y Sol, en que paraba el tranvía, era un buen lugar para esperarla, para encontrarla sin dejar ver que la buscaba —y fue allí donde la encontré un día, una tarde de verano (siempre era verano entonces en La Habana), atardecer glorioso aunque ella no fuera Gloria. Julieta me vio y se sonrió sorprendida: sabía que yo no tenía nada que hacer por esa parte de La Habana Vieja —al menos eso fue lo que pensé que ella pensaba, viéndome por transparencia, hombre de vidrio que soy, licencioso vidriera. Conversamos y, aunque no le confesé qué hacía por esa Habana, ella me reveló su secreto: estaba esperando el tranvía. Seguimos conversando y cuando llegó su tranvía llamado coincidencia (para ella, para mí era intención), subí detrás de ella. Julieta, claro, se dio cuenta de que yo montaba al tranvía por ella y no porque necesitara viajar. No sé dónde fue ella, no sé dónde fuimos los dos, solamente recuerdo que donde quiera que fuera la acompañé. La tarde se hace dorada en el recuerdo pero era que era realmente dorada, las casas en el atardecer cobrando color de cuadro de Bellini, al que prestaba contraste el cielo luminoso. (Puedo seguir, seguir con estas descripciones pictóricas, haciendo del tiempo paisaje, no pasaje, pero prefiero hablar de la carne hecha verba). Julieta habló de muchas cosas y una de las cosas de que habló fue de poesía, que le interesaba a ella tanto y aunque me encantaba el sonido de su voz, pude participar, hacer diálogo su monólogo, no para decirle que mucha poesía era sólo prosa rimada, sino para acordar con ella, buscando en su discurso no la discusión sino un íntimo concurso. Cuando me despedí nos prometimos, mutuamente, otro encuentro, pero no recuerdo si la promesa fue expresa o sólo tácita.

La volví a encontrar muchas veces al buscarla, sin saber entonces que ella estaba destinada a jugar un papel importante por no decir decisivo en mi vida: no sólo a la dádiva del amor (ése lo regalaba a cualquier extraña pasajera) sino a la entrega de mi virginidad. (Luego, más tarde, sabría que ella había sido la misma musa para distintos amigos amorosos, incluso de amigos que no existían todavía, que estaban en el futuro de mi conocimiento). Pasó el tiempo y los encuentros se hicieron frecuentes pero parecían no conducir a nada, ¿cómo decir?, palpable. Pero un día recibí una llamada por teléfono. No a mi teléfono, que no teníamos teléfono ni pensábamos ni soñábamos tenerlo, sino al de Fina, la novia de mi tío (todavía no se habían casado) y del piso de abajo subió Fina a decirme que me llamaban. Mi asombro fue extraordinario, pero cuando pregunté que quién era y Fina me dijo que una mujer, se hizo doble asombro y al añadir una tal Julia (por un momento no pude hacer coincidir ese nombre con la imagen de Julieta), el asombro fue triple salto mortal de mi corazón. Nunca entendí cómo ella, Julieta, supo el número del teléfono de Fina ni cómo se enteró que era novia de mi tío. (Tal vez preguntó a la operadora, dando mi dirección, que ella sabía, que supo a pesar de la resistencia más que reticencia a dar mi dirección por esa época, no por sentido de la privacidad sino por todo lo contrario: vivía no en una casa privada sino en un edificio público, anunciado hasta en las páginas editoriales de un diario de la mañana. No sé por qué le di a ella mi dirección, esa impronta infamante, Zulueta 408. O sí sé por qué: quería tener comunicación directa con ella, estar a su alcance, que supiera el mayor número de cosas sobre mí —golpe de datos para abolir el azar). Fui al teléfono con temor a la presencia constante de Venancia, la futura suegra de mi tío, y su voz, la de Julieta, sonó tan dulce a mi oído único que me olvidé de la encimada suegra de mi tío. Ella quería verme —¿podía yo venir a su casa? Por supuesto que le dije que sí, que cuanto antes, que me ponía en marcha ya—, lo que hice. Por el camino (bajando por Teniente Rey hasta Compostela, a alcanzar Sol, pasarla, llegar a Luz, seguir, para acceder a Inquisidor) iba pensando que ella estaría sola y que era por eso que me llamaba: claro que se producirían intercambios, diálogos, variaciones sobre el tema del amor —quién sabe si hasta llegaríamos a la cama camera. En eso pensaba, pensé hasta que toqué el timbre de su apartamento. (Ella vivía en una de esas casas de La Habana Vieja que se había construido sin embargo en este siglo: un largo apartamento con su sala y balcón a la calle y luego un larguísimo pasillo exterior que comunicaba con los cuatro cuartos y al fondo con el comedor y la cocina. Hago esta pequeña digresión topográfica del terreno del amor no por afán arquitectónico sino para facilitar la situación de una escena que vendrá después en su exacto teatro doméstico). Ella abrió la puerta: me esperaba ansiosa: estaba más linda que nunca, con un vestido amarillo descotado al frente que dejaba ver el nacimiento de sus senos. Se veía dorada como la manzana de oro: golden delicious. Se sonrió mostrando sus dientes parejos y perfectos, con encías tan rosadas como sus labios.

—¡Qué rápido viniste! —me dijo como saludo.

—Sí —admití—, vine rápido.

No le dije que había venido casi corriendo, no sólo por la expectación de encontrarme con ella sino porque estaba lloviendo. Ella cerró la puerta y caminó hasta la sala. Se sentó en el sofá invitándome al escoger este mueble a que yo me sentara a su lado, un sofá para dos. Lo hice rápidamente, sentándome casi antes que ella. No se veía a nadie en la casa. ¿Estaría realmente sola? ¿Llegaríamos a algo? ¿Se producirían transfiguraciones, figuraciones, figuras? Pero pronto sufrí una doble desilusión. Del fondo vino con ruido de tacones una persona que llegó a la sala, me vio y se dirigió a la puerta, la que abrió y salió por ella a la escalera y a la calle y a La Habana Vieja bajo la lluvia. Nunca supe quién fue esa sombra que pasa: si visitante íntimo o pariente pobre. El segundo chasco se produjo cuando ella expresó un tolle lege: de alguna parte de su cuerpo sacó un libro y me dijo:

—Léeme.

Ni siquiera me lo pidió por favor: era una encomienda real: ella me extendía el libro y tendría que leerle. El tomo, cuando lo tomé en mis manos, se volvió una antología de poesía —en inglés. Ella me lo dio ya con una marca: había introducido su índice dentro del libro, indicando una página. Antes de poder verla, me dijo:

—Es Eliot. Tienes que leerme su poema.

Efectivamente, su marca de dedo en la página indicaba que era la sección de la antología de poesía inglesa dedicada a Eliot y el poema que tenía señalado era Ash Wednesday —¿pero cómo leérselo? Además, ¿era para esto nada más que me había llamado con tanta urgencia? ¿Un toma léeme, no tómame? Quiero advertir que aún hoy día mi pronunciación del inglés recuerda más a la de Conrad que a la de Eliot —a quien solía llamar Elliott—, que hablando de Conrad recordaba, atenuante de su admiración, el espeso acento polaco que padecía el novelista, verdadera halitosis oral, el americano poeta preciosista en su pronunciación inglesa imitada. En ese tiempo mi inglés era un mazacote inaudible o demasiado audible en su atroz pronunciación habanera y aunque podía leerlo muy bien para mí, nunca, excepto en clases, lo había leído para otra persona. Traté de convencer a Julieta de que no se podía leer así a Eliot. Pero ella no entendía mi español o no atendía a mis argumentos. «Quiero oír cómo suena», me ordenó. Por fin cedí a su mandato (nunca fue una petición, mucho menos un ruego) y comencé a leer:

«Bee caused eyed doe not to hop to turn a game», y en mi pronunciación producía una parodia cruel como abril de Eliot. Por fin terminó el poema en borborigmos más que entre ritmos. Ella encontró excelente el poema y mi lectura: es evidente que aunque fuera actriz (luego llegaría a actuar con bastante éxito, sobre todo en La lección, de Ionesco, haciendo una creación de la niña que, entre un dolor de muelas, da y recibe una lección, mientras los espectadores conocen que la cultura conduce a lo peor) no tenía oído: mi lectura fue un desastre, que me dejó en la boca un sabor de ceniza ese miércoles. Doble desastre porque ahora se hacía patente que ella me había convocado solamente para que yo leyera el poema y conociendo su carácter (que podía, en ocasiones, ser muy firme) no traté de llevar mi visita al terreno baldío del sexo.

Pasaron varios años entre establecer una relación con Julieta y conseguir mis propósitos, el único propósito que tenía con ella, el propósito. Así, terminó el bachillerato y nuestra amistad sobrevivió a la separación de carreras: yo asistía a la escuela de periodismo y ella estudiaba arte dramático. Hubo invitaciones suyas tan inusitadas como la lectura del poema de Eliot y no menos literarias. Una de ellas fue ir al cementerio de Colón (Colón que estaba en La Habana, ciudad que pareció descubrir, en todas partes, en el amor y en la muerte). Julieta era una enamorada de los cementerios y decía que conocía un rincón de Colón que era ideal para la meditación. Las rimas impensadas de las líneas precedentes se completaron con mi negación a ir al cementerio de Colón: sólo en cadenas me habrían llevado allí vivo. Ni aunque hubiera podido hacer sobre una tumba lo que me proponía en una cama habría ido al cementerio de Colón con ella: detesto los cementerios y aborrezco las personas que dicen que les gustan los cementerios. Tuve que hacer una excepción con Julieta porque su belleza hacía perdonar todas las exigencias de su alma eslava de su cuerpo.

Por este tiempo Julieta me presentó a su amiga (es curioso, Julieta realmente no tenía amigas). Silvia Sáenz, que era escultora o empezaba a esculpir. Salí con Silvia varias veces, entre ellas una salida a las canteras (era de esperarse: como si Miguel Ángel invitara a sus íntimos a otro sitio que no fuera Carrara) de Casablanca, a ver si la exploración marmórea devenía conocimiento carnal. Aparte de una o dos revelaciones sobre Julieta (que de paso desvelaron a Silvia como una estatua desnuda: no mucho más tarde fue evidente que a ella le interesaban más las mujeres que los hombres) no ocurrió nada y después de esas versiones y diversiones nuestra amistad languideció sensiblemente por su perversión. Pero por Silvia supe que Julieta, ya desde niña, mostraba su vanidad y sus inclinaciones. Las dos habían ido al mismo colegio privado y Silvia recordaba muy bien el día que Julieta se apareció en el aula con un lazo amarillo enorme en el pelo rubio y le dijo a la maestra, no le preguntó: «No es verdad, señorita, que yo soy la más linda del colegio». Julieta tendría entonces diez o doce años, pero ya revelaba su seguridad en su belleza. Ocurrió también el día que la cogieron «haciendo cositas» (como decía Silvia) con un muchacho que visitaba el colegio, que era una escuela sólo para niñas, pero el muchacho (más bien un muchachito: según Silvia, mucho más joven que ellas y Julieta fue la seductora: lo que creo) era pariente de la directora. Silvia me hizo otros cuentos y confesiones pero algunos yo ya los conocía por Julieta, como su relación (que fue aparentemente de dirección doble: una de las pocas incursiones de Silvia en la heterosexualidad) con Diosdado Noel (ése era, sorprendentemente, su verdadero nombre), pintor de profesión, que afectaba una tuberculosis perenne que nunca se hizo tisis galopante, vestido siempre de luto (vestirse de negro ¡y en La Habana!, doble despropósito: pues la burla habanera no permitía que esas extravagancias se cometieran impunes), con su barba cuidada y su melena romántica: Víctor Hugonorrea llamaban a este papá Noel. Uno de los cuentos (que ya me había hecho Julieta: a ella le encantaba contar sus aventuras) colocaba a Diosdado en un bote, con Silvia y Julieta a cada banda, remando cerca de Cojimar, venciendo no solamente el soleado mar sino la burla marinera de los pescadores ante el atuendo del remero —y el cuento terminó, según Silvia, cuando ella pidió ser desembarcada, embarazada por la impudicia más que la impericia del pintor, y Julieta y Noel se perdieron de vista, no mar afuera sino dentro del bote. La historia de Julieta contiene un incidente que no tiene la misma historia contada por Silvia. Noel, pintor que debía de ser poeta decadente, insistía en que Julieta besara a Silvia, casi inocentemente según Julieta, pero su negativa (la de Julieta) molestó tanto a Silvia que ésta exigió ser desembarcada inmediatamente. Tiendo a creer la versión de Julieta no sólo por su veracidad sino porque ella tenía una decidida vocación heterosexual y varios cuentos contados por ella lo confirman. Una de estas historias tiene por protagonista a un amigo mío, el poeta hermético Orlando Artajo, y a su mujer (que entonces no era su mujer). María Escalante, actriz. Según Julieta, cuando Orlando y María eran novios, la invitaron a ella a hacerles la visita al apartamento de soltero de Orlando, que estaba en la esquina de Malecón y Prado, en una casa que por razones diversas estuvo habitada por muchos artistas y no pocos maricones, y a veces sucedía que ambas actividades concurrían en un mismo inquilino, artista pederasta. Julieta, la del espíritu erótico, después de estar conversando un rato en la habitación única que era estudio, sala y dormitorio, fue invitada por Orlando a pasar a la cama. Ella, Julieta, que tenía por costumbre no asombrarse nunca ante una expresión sexual (y ella no tenía duda de que Orlando no la invitaba al sueño), se extrañó de aquella proposición de Orlando, delante de María, novios que eran, casi a punto de casarse, y como ella mostrara su extrañeza fue la propia María quien le pidió a Julieta que se tendiera en el lecho (María siempre fue escogida en su vocabulario), aclarando que la invitación la había hecho Orlando por ella: ¡era María quien quería acostarse con Julieta! Las admiraciones son mías, no de Julieta: fue a mí a quien pasmó esta historia, pues no tenía a María (la conocía bien: ella había sido compañera del bachillerato de nosotros dos) por lesbiana, pero los años hicieron no sólo creíble sino posible el cuento de Julieta. María, que se casó con Orlando, era aficionada a las «licencias lésbicas» (con estas palabras me lo describió Orlando, furioso, una noche de confianza y confidencias) y, aparentemente, Orlando le proporcionó su debut —aunque se equivocó de compañera de cama. Julieta me confesó que se desnudó y se acostó con los dos más por gustarle Orlando que por inclinación alguna hacia María y aunque ella tenía como pretexto el alcohol (habían estado bebiendo vino, tan exótico como tóxico en el trópico) el triolismo no pasó de unas caricias críticas de María —que no tuvieron en ella, según ella, el menor efecto— y Julieta a su vez le acariciaba la cosa a Orlando, cosa que le gustaba más que los masajes de María. Pero no pasó de las caricias con Orlando, pues si algo tuvo siempre cuidado de conservar Julieta (a pesar de su libido liberada) fue su virginidad: ésa estaba guardada para su marido, es decir para el matrimonio —tal vez antes, pero en todo caso ella se reservaba para su novio. La tercera prueba de fuego lesbiano la tuvo (o, según ella, la padeció) cuando Dora Darío (ése era su nombre de pluma, como ella decía: es decir, su seudónimo, que había tomado de sus dos ídolos, Isadora y Rubén Darío), conocida escritora lesbiana, la invitó al cine. Julieta fue porque le interesaba la película (estrenaban La bella y la bestia) pero casi no pudo admirar su poesía por la molestia prosaica que le ocasionaban los continuos roces de Dora, quien finalmente, y viendo que no llegaba a nada en el patio de lunetas, la invitó al baño. Allí Dora insistió en que Julieta la besara y ella lo hizo para ver si la dejaba tranquila de una vez o de un beso. Pero ella, Julieta, no sintió nada y aburrida mostró a las claras su deseo de regresar a su asiento y terminar de ver la película, una versión de la virago y, la virgen. «Qué va», decía ella, «más nunca salgo con una lesbiana, aunque me crean atrasada». Ésta era una de las preocupaciones propias de Julieta, quien sin embargo no era una esnob, pero no le gustaba parecer nunca que no estaba al día. Ésas fueron las solas salidas sáficas de Julieta.

Julieta me habló de pasiones imposibles, entre las que se destacaba su corazón cautivo en la mafia memorable de Félix Isasi. Yo conocía a Félix sólo de oídas, primero porque era amigo de Ricardo Vigón y luego porque al conocerlo personalmente se empeñaba siempre en decir Faukelner en lugar de Faulkner, cuando hablaba de este escritor que fue su favorito. Éstas eran las características que distinguían a Félix de mucha otra gente que conocí de pasada por ese tiempo. Pero la pasión que provocó más que produjo en Julieta me lo hizo ver con otros ojos. Félix Isasi era un tipo alto, huesudo, de espaldas anchas y piernas largas, pero su boca hendida y su nariz dantesca lo hacían francamente feo. Pero Julieta me confesó que se enamoró perdidamente de él cuando lo notó un día en el salón de lectura de la Biblioteca Nacional. Allí, entre el hedor a humedad y el olor a libro viejo, en la fortaleza tomada por los tomos, Julieta vio a Félix leyendo (supongo que a su frecuente Faukelner) y sonriendo a la lectura, no al libro. (Cómo pudo distinguir Julieta entre libro y lectura, es uno de los misterios mayores de la relación entre Julieta y la literatura). Esa sonrisa silenciosa de lector activo bastó para producir en Julieta una pasión arrebatadora —que nunca llegó a consumar. Esta vez no fue porque Julieta se empeñara en conservar su virgo intacta (ella se la habría entregado mil veces a Félix para que la violara como a un libro en rústica) sino que Félix padecía una enfermedad incurable que no quería transmitir a Julieta. Supongo que esa enfermedad (Julieta no tenía la virtud de ser explícita en sus relatos o era explícita a espasmos) debía ser sífilis, el mal de amar que ya no era la virulencia venérea que amenazó mi adolescencia anterior. Félix sufría esta enfermedad románticamente incurable (espiroqueta pálida al claro de luna) y él y Julieta tenían que resignarse a amarse sin consumar el acto de amor. Según Julieta, llegaron muchas veces a la cama (supongo que el pobre cuarto del pobre Félix, que se ganaba la vida haciendo fotos por la calle con una vieja cámara de cajón, Daguerre c’est Daguerre, impresiones que luego trataba de vender a los viandantes retratados) pero siempre se limitaron a acostarse desnudos uno junto al otro, sin más contacto que las manos enlazadas, las flacas falanges de Félix manchadas de ácido trenzadas en los dedos dorados de Julieta, ya que Félix temía transmitir en un beso su enfermedad insidiosa a Julieta, deseosa. La pasión de Julieta por Félix terminó abrupta justamente cuando Félix se curó de su enfermedad incurable, fuese la que fuese, curación ocurrida en el momento en que Julieta no quiso verlo más. Siempre sentí pena por Félix y lamenté que se le curara su romántica enfermedad: al menos era un amigo (o un amigo de un amigo) y era preferible que él se hubiera acostado con Julieta que un enemigo, como casi lo hace Paret, el crítico de cine Xavier Paret, a quien yo detestaba por sus críticas diarias y su opinión general sobre el cine. (Hablando de Un perro andaluz, este crítico catalán llegó a decir que era «una muestra temprana del vuelo propio posterior»!). Con este viejo pretendiente (debía de tener entonces como cuarenta años), calvo y por demás desagradable, tuvo que ver ella también. Aunque Julieta me juró (no sobre la Biblia, tampoco sobre su Biblia, Mi vida) que nunca pasó de darse un beso tras bastidores y entre actos de Las moscas, la obra de Sartre, apasionada por su inteligencia (la de Paret, no la de Sartre), pero a la vez cuidadosa de su virginidad, añado ahora, reservada para su novio de siempre —y aquí sí tengo que hablar del novio de Julieta, que no era Romeo, como tampoco creo que fuera su amor.

Se llamaba Vicente Vega, al que conocí como miembro del equipo gimnástico del Instituto y a quien aprendí a respetar por ser uno de los pocos que defendió de viva voz (otros lo hacíamos sotto voce) a los alumnos judíos cuando, como falsa novatada, les hacían jurar por la bandera cubana los gángsters que controlaban la Asociación de Estudiantes. Esta jura de la bandera era un pretexto para extorsionar a los judíos, cobrándoles una tarifa por no pasar por las juras, que aumentaba en cantidad por la apariencia de afluencia de los alumnos. Algunos tenían dinero pero otros carecían de él completamente (no recuerdo haber conocido nadie más pobre que Mitrani, el Salomón sefardita, compañero de clases y de juegos y de amor por la medicina, una de las pocas personas que encontré en mi adolescencia que era más pobre que yo) y la ocasión de las juras de judíos servía para demostrar su machismo y exhibir su supuesta superioridad de cubanos sobre los judíos —y es síntoma de los tiempos que esto ocurría cuando se acababa de revelar que los nazis aniquilaban metódicamente a los judíos de Europa. Vicente Vega protestó de los actos de jura de la bandera y tuvo una pelea a puñetazos con uno de estos extorsionistas (que después llegaron a ser asesinos verdaderos, aunque lo disfrazaban con la militancia política al llamarse revolucionarios), Lionel Pérez, un mulato grande y fuerte, quien, por supuesto (y para bien de Vicente Vega al no enfrentarse con un enano armado), lo dejó inconsciente en la acera, ante la entrada del Instituto. Pero Vicente fue vencido honorablemente.

Quien lo derrotó y de forma nada honorable fue Julieta, su novia oficial, que lo hizo tarrudo (así es como se llama en La Habana a los cornudos) aun antes de casarse con él —y todavía hizo más: lo cubrió de ridículo mortal al tratar de hacerlo inmortal. Ella lo sacó del team gimnástico, donde Vicente era una estrella, de veras brillaba con luz propia (fue campeón de gimnástica interinstitutos) para convertirlo en un pintor mediocre, porque Julieta no podía casarse con alguien que no perteneciera al mundo del Arte —o, como ella decía, «que no fuera artista». No sólo lo convirtió en pintor de domingo sino que lo persuadió de firmar sus cuadros con el simple seudónimo de Vincent.

Pero, pero, Julieta era bella: su belleza contradecía no sólo a Sócrates esteta sino a Aristóteles ético, y yo, entonces, le perdonaba todas sus faltas morales por sus sobras físicas: con tal de que me miraran sus grandes ojos color caramelo crema y yo admirara su largo pelo rubio, sus dientes deleitosos en una cualquiera de sus sonrisas, su boca tan bien dibujada que hizo desesperar a Vicente cuando Vincent en sus retratos repetidos, todos torcidos, y su figura, su cuerpo de Venus blanca —Venus venérea pues no eran Botticelli ni Velázquez quienes habían copiado sus curvas parabólicas, creadas por la naturaleza de entre la espuma de los besos, hecha de amor para el amor, geometría graciosa que se repetía en la cópula de sus senos sensibles —lo sé porque un día tuve una de esas copas en mi mano. Ése fue el momento en que juré que lograría acostarme con Julieta aunque tuviera que hacer un pacto contra natura: más decisivo que rendirle mi alma al diablo, entregarle a ella mi virginidad. Julieta sabía o sospechaba mi intención de acostarme con ella (por lo menos sabía el tamaño de mi triunfo si lo conseguía), lo que nunca adivinó es que mi virginidad, por azar o voluntad, le había sido ofrendada de antemano —creo que ni siquiera supo que yo estaba siendo desvirgado (si es que esa palabra se puede emplear en un hombre, digamos desflorado) cuando me acosté con ella por primera vez. Antes, por supuesto y para mi desespero, sucedieron otros encuentros interruptos.

Hubo uno, particularmente peligroso, que se produjo en la misma sala de su casa, allí donde yo había trucidado (no traducido) a Eliot otra tarde. Esta vez fui para visitarla y recuerdo que se sentó a conversar conmigo en una mecedora que estaba entre el sofá (memorable y deplorable) y el sillón en que yo me sentaba ahora. Conversamos (una conversación llena de espasmos: míos más que de ella) y de pronto Julieta me miró con su mirada color caramelo claro y me dijo muy bajo pero muy firme: «Dame un beso». Yo no quería creer lo que oía que era lo que quería y casi iba a hacerle repetir la oración que era una orden cuando decidí levantarme y dar crédito a mis oídos con mis labios. Ella no se movió de la mecedora, por lo que tuve que bajar hasta su boca, a borrar sus labios dibujados. Nos besamos: ella besaba fuerte, apasionada aparente, clavándome a veces los dientes en mi labio inferior. Yo respondía a sus besos con ansia y ardor cuando sentí que ella, sin dejar de besarme, tanteaba mi portañuela, esa barrera sartorial, pequeña puerta pudorosa que ella abría botón a botón. Tenía mi Sweeney erecto desde que comenzamos a besarnos y ahora ella lo sacaba y lo metía, sin pausa, en su boca. Para mí fue un acto inusitado, por lo que me enderecé, aunque ella seguía en su felación feliz. Pero yo estaba preocupado con las distantes voces que venían del fondo familiar, ahora más nítidas no sé por qué efecto acústico. ¿Y si se apareciera alguien de la casa, de pronto, por el pasillo abierto y nos sorprendieran? ¿Qué hacer? Y lo que era todavía más difícil, ¿qué decir? Nada de esto parecía preocupar a Julieta, quien, aunque estaba de espaldas al interior de su casa, no concedía la menor importancia a lo que pudiera ocurrir allá, ocupada aquí. Seguía succionando, de vez en cuando ayudada por la mecedora, que se movía hacia atrás y hacia adelante, como todos los balances, según los movimientos de cabeza y de boca de Julieta, que tenían un ritmo ordenado, casi monocorde, pero que me exaltaba: sacaba de mí un dulce irse por una sola parte: parecía imposible que por aquel pequeño orificio pudiera salirse el ser, pero es lo que yo sentía entonces, al dar vuelta ella a su boca, al recogerla de delante atrás, al voltear los labios, su lengua recorriendo todos los bordes balánicos, moviéndose como un dardo dulce hacia el glande, retrocediendo para dar lugar a una succión con toda la boca, mientras yo, casi inmóvil a veces, otras llevado por su euritmia, la sostenía por la cabeza, el pelo en desorden cayendo, cascada clara, sobre su cara y mi miembro, lo que quedaba de él, lo poco que no estaba dentro de su caverna carnosa. Sin embargo yo me las componía para no dejar de observar el largo pasillo hasta ahora solitario y era todo oídos (si podía ser algo que no fuera puro pene en ese momento) a los rumores remitidos desde el fondo, perifonía de onda larga. Pero Julieta me hacía atenderla con una caricia capicúa de sus labios, gruesos, de su lengua, fina, penetrante. Finalmente, casi al gritar pero conteniéndome por las voces vecinas, sentí que me iba y era que me venía ruidosamente (no en ruidos perceptibles sino en silencios epilépticos que eran como ruidos, como ríos: en un fluir) y ella la recibió toda en su boca, y siguió, lollipop, lamiéndola, reclamando hasta la última gota golosa —que se tragaba ávida. Cuando todo terminó, a mí me temblaban las piernas, los muslos, el tronco, los brazos y las manos mientras guardaba apresurado el cuerpo del delirio, abotonándome rápido, con más miedo al descubrimiento del crimen poluto ahora que había terminado todo que mientras estaba cometiendo el acto. Ella me miró con intención, intensa desde su asiento (que nunca había abandonado), y me dijo:

—Háblame de El Rapao.

Me pareció increíble que ella usara esa jerga habanera para llamar al pene: La Pelona, La Calva. No lo podía creer:

—¿Qué cosa?

—Que me hables de Esrapao.

Era más increíble todavía. —¿De Ezra Pound?

—Sí, háblame de su prisión. Tengo entendido que fue torturado en una jaula.

¡Realmente inaudito! Después de esa succión de oro, de esa mamada habanera, ella quería que le hablara de Ezra Pound. Debió de decir de Rapallo. ¿Íbamos a terminar la tarde hablando de poesía, de Pound? Me interesaba, me envolvía, me obsesionaba una pregunta a su respuesta.

—¿Y si hubieran venido?

—¿Cómo dices?

—¿Y si alguien de tu familia hubiera venido a la sala?

Ella se sonrió.

—No iban a venir.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo lo sé.

—Pero ¿y si hubieran venido?

—No iban a venir —repitió.

—¿Y si hubieran?

—Habrían visto un espectáculo hermoso —dijo y se sonrió de nuevo—. Era hermoso, ¿no? Tú que lo estabas viendo mientras participabas puedes decirlo. ¿Era o no era hermoso?

—Supongo que para nosotros lo era, ¿pero para los demás?

—Ellos lo han hecho también y si no lo han hecho sabrán lo que se han perdido, al vernos. Ahora háblame de Ezra.

Lo dijo con tal encanto que no pude menos que complacerla y le hablé del pobre poeta perdedor víctima de la justicia de los ganadores, de sus seis meses en una cárcel de hierro que era una jaula a la intemperie, donde compuso sus cantos pisanos —pero no le hablé de lo que habrían hecho los perdedores de ser ganadores con los poetas (y todos los demás) del otro lado. Mientras dictaba mi conferencia pensaba en lo segura que ella estaba de que nadie vendría a interrumpir su acto oral y sentí celos. ¿No sería la primera vez que había cometido felación no en otro sitio sino en su casa? Parecía ser una acción repetida por su sabiduría, del acto, del aprovechamiento sabio del ritmo de la mecedora —además de su conocimiento exacto de que podía hacerlo sin riesgo de ser descubierta. Todo esto entró en mis reflexiones, interrumpidas no por mi voz sino por la sensación húmeda que traspasaba los calzoncillos, señal del acontecimiento que acababa de ocurrir, y sentí entonces contento: por fin había logrado más que un contacto un acto, aunque fuera limitado, una acción sexual con ella, con Julieta que parecía ahora, oyéndome, más bella que antes: no más bella que al llegar sino más bella que cuando más bella lució, cuando la vi por primera vez: ésta era otra primera vez: y se reflejaba en su rostro radiante, un tanto triunfante, conquistadora, ama absoluta: de mi voluntad y de mi voz que decía: «Pero si fue prisionero lo liberó la poesía». Mentira: lo liberó la locura, real o fingida, pero ese punto final era el que Julieta —sacerdotisa sexual pero amante de las artes— quería oír. No supe cómo me desprendí del sitio a que me había prendido al comenzar ese coito, ni cómo regresé a mi asiento asignado ni cuándo salí de su casa. Ahora, Al tratar de recordarlo, todo es vacío y silencio desde el momento del orgasmo, con la sola resonancia de nuestro diálogo cruzado sobre el doble temor mío y su sed de sexo y literatura, extrayendo de mí a Pound of flesh.

Ocurrió otro coitus interruptus pero fue más bien un impromptu. Un día, una tarde, estábamos en la sala de conciertos del Lyceum, oyendo a Miari de Torre ejecutar sus extrañas melodías, mirando su aparición estrambótica, su aspecto de triunfo final sobre toda la adversidad de su vida, cuando el sexo vino al caso, al ocaso, al acaso. Miari de Torre era un músico desconocido, descubierto por el pintor Mijares a Franqui (habíamos conocido a Mijares, Franqui y yo, al mismo tiempo, en la esquina de Prado y Virtudes, en la peña de artistas parados en los portales del Salón Cristal, donde había más aspirantes que verdaderos artistas y escritores, y visitantes del mundo nocturno de La Habana, entre los que no podía faltar el gángster ocasional desprendido de la otra acera del Prado, de los bancos del propio paseo, donde se reunían, peligrosos y noctámbulos) y después de haber conocido a Mijares, tan flaco como era entonces, resultaba exagerado conocer a alguien con más huesos que Mijares, presentado por Mijares, casi con el mismo nombre de Mijares —y éste era el músico Miari de Torre. El pianista (la actividad artística mayor de Miari, como llegamos a llamarlo, era tocar el piano) había dado, en su juventud, en los años veinte, un concierto en el Carnegie Hall y ahora todavía seguía superponiendo esta aparición única como un aval detrás de su nombre: Miari de Torre, concertista del Carnegie Hall, Miari vivía en una pobreza que nos hacía aparecer a nosotros (a Mijares, a Franqui y a mi) obesos y opulentos, no en una guardilla bohemia sino en un antiguo apartamento en La Habana Vieja que era más bien un cuarto grande (más grande, es cierto, que el cuarto en que yo vivía con toda mi familia: háblenme de promiscuidad, yo puedo definir su nombre), dominado por un pequeño piano vertical, con las teclas blancas hechas amarillas por el tiempo, ese metrónomo de Dios, las que quedaban, las que no habían sido roídas por los dedos, por los años y la carcoma, y las teclas negras, todas grises ahora, como canas: en este piano, intocable instrumento, ejecutaba Miari su música, pero eran más las notas, las cuerdas, los martillos que faltaban al piano sin pedal que las que conservaba: así, oírlo tocar era escuchar una armonía no acabada, melodía sin comienzo, trozos de la composición, las más de las veces un opus del propio Miari: ejecución manca que le prestaba un misterio extra a los extraños acordes que extraía el pianista de su instrumento sin marca. Fue en una visita a Miari y su musa mártir (conocimos a su mujer, alelada, tan despistada que se perdía, todavía veinte años después, si salía lejos de su casa, entre las calles circulares de La Habana Vieja, convertidas para ella en un laberinto local, y Miari debía emprender expediciones de búsqueda de la esposa perdida, Smetana, y a la hija de ambos, Isolda, se llamaba, se debe de llamar todavía, con sus inmensos ojos azules, su extraordinaria belleza y la aún más rara ingenuidad que padecía, a los quince años, pasando por la vida como una inmaculada virgen: esta Isolda llegó a ser novia de mi hermano, triste Tristán, que tenía entonces apenas dieciséis años y no había salido de la tuberculosis que cogió a los catorce: circular destino el de Isolda, como La Habana de su madre), una de estas visitaciones con Mijares, Franqui y yo tratando de descifrar las composiciones de Miari, cada vez más crípticas no por su armonía sino gracias a su piano todo semitonos, fue lo que nos decidió a organizar un concierto-homenaje a Miari de Torre del Carnegie Hall, como repetían las papeletas sucintas que todos los amigos nos encargamos de vender. Mientras Miari, por su parte, conseguía los tres restantes músicos necesarios para ejecutar sus cuartetos (fue un programa de cuatro cuartetos, no sé si por exigencias estéticas o pura superstición), Franqui aseguraba el salón de conciertos del Lyceum y Mijares de viva voz anunciaba el evento en la esquina de Virtudes. Nosotros, mi hermano y yo, logramos vender unas entradas a las pocas gentes con medios que conocíamos, no en nuestro medio. Todos nos encargamos de insuflarle ánimos a Miari, a quien una tuberculosis senil (Miari, pianista precoz, no debía de tener más de cuarenta años, pero parecía un viejo de setenta) no daba demasiada energía para consumir en un concierto, aunque esta función debió de ser, por un tiempo, si no fuente de juventud al menos la razón de su vida, una pausa antes de la defunción.

Después de afanes y ajetreos llegó la noche o, mejor dicho, tarde del concierto —y no vino nadie al Lyceum. Estábamos en la sala sólo Mijares, Franqui, la señora Smetana, Julieta (a quien yo interesé en el evento y ella, melómana que era, se había entusiasmado con la posibilidad de oír una música inaudita, inédita, nunca tocada: la melodía de la memoria), Isolda y mi hermano y yo. No recuerdo a más nadie, ni siquiera a los Pino Zitto tan entusiastas siempre por todo lo que fuera Arte. En el escenario, al abrirse el telón, apareció Miari con un viejo frac, tan gris como las teclas negras de su piano propio, y tres músicos a cual más emaciado, sacados de un sanatorio más que del conservatorio. Comenzaron a tocar, según el programa (no sé cómo Franqui, mago sin chistera, se las arregló ni con qué imprenta para que hubiera un programa) una sonata cuarteto «d’après Leopardi». Los sonidos que empezaron a salir del piano de cola (un Steinway negro ébano: debía de hacer una eternidad que Miari no ponía sus manos en un instrumento idóneo) y del violín, la viola y el cello acompañantes, eran de veras raros: rumores roncos en las notas bajas del piano que sonaban como un inusitado acompañamiento a los arpegios de la mano derecha, en contrapunto a veces con el trío de cuerdas, y en ocasiones lograban un unísono que parecía más azaroso que obra de arte. Pero pronto pasó la novedad sonora y un cuarteto («d’après Petrarca») siguió a otro (detonante y doloroso, dantesco sin duda), y a la letanía sobrevino la lástima, melodía infinita, lamento por el pobre talento del pobre Miari. Luego todo sonido se sumió en el tedio —pero el concierto desconcertante continuaba. Para disipar el aburrimiento sonoro me puse a mirar las turbadoras piernas torneadas de Julieta (estábamos ambos sentados en la primera fila, lejos de los demás, desparramados por la diminuta sala de conciertos hecha enorme por la ausencia de público: casi el Carnegie Hall), pues su falda dejaba ver sus rodillas tersas. Se me ocurrió comunicarme con ella con el único instrumento que tenía a mano: mis espejuelos: me los había quitado un momento para borrar la música y rocé con ellos un brazo, el derecho de Julieta: esta vez sin querer, gafe de mis gafas, pero sentí más que vi (yo era entonces, como ahora, muy miope) el temblor que la recorrió cuando hizo contacto con ella la pata de pasta de los lentes festinados. Se volvió un poco hacia mí (sin dejar de mirar a los músicos desconcertantes) y dejó su mano izquierda colgar sobre el brazo derecho y quedar allí apenas abierta, a medio cerrar: por esta abertura ahora y con toda intención introduje la pata de mis quevedos obscenos y le toqué la palma de la mano. Ella agarró suavemente la pata que era ahora otra cosa: un arco amoroso, y permitió que yo le imprimiera un movimiento regular, de atrás adelante, siempre rozando sus dedos y tocando la palma de la mano: repetí esta fricción con mejor ritmo (aunque la música, que sonaba decididamente distante, como viniendo del pasado, no del escenario, era cada vez más lánguida y no acentuaba mis movimientos), mi melodía imitando ya un coito entre la mano de ella y mi instrumento, ahora presto, luego prestissimo, otra prótasis, seguí insistiendo en el ritmo cohabitante, cada vez más intenso en su viola d’amore, hasta que ella se volvió a mi y me dijo, suavemente en el oído: «No sigas por favor, que estoy toda mojada». Fueron esas únicas y últimas palabras antes de terminar el concierto (que se hizo, por un momento, la más insoportable de las torturas, cuarteado por cuartetos), ante cuyo fin escapamos, yo musitando unas palabras de consuelo a la señora Smetana de Miari, como si asistiera a un velorio y no a una velada, ella ya viuda, casi sin mirar a Isolda y a mi hermano, juntos, y a Franqui y a Mijares, circunspectos, circunstanciales, saliendo nosotros dos rápidamente del salón de música, abandonando el Lyceum, recorriendo las calles casi a oscuras de esa parte de El Vedado.

—¿Adónde vamos ahora? —me preguntó ella.

—Di tú —propuse yo.

—Adonde tú quieras.

—Vámonos entonces —recité yo—, tú y yo cuando la tarde se extiende contra el cielo como un paciente eternizado en una mesa.

—Sí —dijo ella—, vamos —sin reconocer la cita.

Cogimos Calzada abajo (o más bien arriba) porque dejábamos detrás la calle Ocho para llegarnos hasta Diez en mi afán, y luego torcimos rumbo al mar y bajamos a la costa (todavía no alcanzaba el Malecón allá arriba y era posible caminar hasta el agua por aquella parte de El Vedado, si uno sabía andar sobre los arrecifes, mejor llamados dienteperro en mi pueblo), Julieta buscando el mar, aparentemente, yo siguiéndola bien de cerca con un brazo que de tímido pasó a audaz cogiéndola por la cintura, sintiendo su carne bajo el vestido sutil y mi mano afiebrada, intranquila, nada inerte ahora. Pero el mar no aparecía entre la negrura de la noche. Finalmente ella se dirigió a una especie de columna trunca (¿qué podía conmemorar?), que quedaba junto a los arrecifes, tal vez entre ellos y no lejos de un bombillo del alumbrado público. Allí se volvió y me besó con su vehemente costumbre, metiéndome la lengua en la boca, mordiéndome los labios, aferrada a mi labio inferior como si quisiera desprenderlo. Al mismo tiempo me buscaba, revolvía por entre la portañuela, la tira de tela, y finalmente sacaba el trozo tumescente. Realizó otra acción simultánea y se levantó la falda: no llevaba, como siempre supe, pantaloncitos, también llamados blumers, bragas o pantaletas, aunque no me preocupaba del nombre de lo que no existía sino me ocupaba en buscar con mi mano lo que sabía central, su abertura, que al fin encontré y estaba efectivamente mojada como la costa, invisible pero palpable como un mar mullido. Al mismo tiempo que el deseo me movía a actuar no me impedía pensar que ella era virgen no de Vicente todavía, tal vez, y así, allí, yo estaba cerca de ser el feliz inmortal (o tal vez el infeliz mortal) a quien le tocara, a mí, ser lo que nunca pudo ser Félix moribundo para ella. Pero es más fácil contarlo que hacerlo de pie: ella era mucho más baja que yo y por tanto yo debía disminuirme, bajarme, reducirme vertical mientras crecía horizontal y llegar hasta ella y encontrar su hueco que mi pene fanoso buscaba afanoso, intento metérsela allí y casi lo logro —sólo que fui interrumpido en mi casi coito por un grito que no entendí y en un principio no localizaba su origen, pero cuando se repitió comprendí que no era ella gritando de placer: no era la actriz sino los espectadores inesperados: éramos blanco de las noches de ira de los vecinos aparentemente conjuntados en turbamulta. Se lo hice saber a ella que estaba todavía perdida en su afán amoroso:

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—Los vecinos —le dije.

—¿Nos aluden? —preguntó ella con su vocabulario escogido.

—Más bien nos apostrofan —le dije yo contagiado por su enfermedad verbal. Los gritos se hicieron voces y oímos cosas como «¡Cochinos!», «¡Váyanse a la posada!», «¡Indecentes!», etc., etc.

—Más vale que nos vayamos de aquí —propuse yo—. Son pescadores.

Ella dijo:

—Sí, no se puede con la plebe —pero a renglón seguido comenzó a encarar al enemigo y a responder a los insultos anónimos, ocultos en la oscuridad, invisibles desde nuestro punto de vista, como siempre son las voces descarnadas:

—¡Vulgares! —gritó—. ¿No comprenden lo que es el amor?

Así era ella y yo, siendo yo mismo, característicamente reiteré la retirada inmediata, sin más intercambio con los vecinos vociferantes. Ella consintió esta vez y retrocedimos lateralmente, cangrejos de la costa, dejando la columna trunca donde casi tuvimos nuestro monumento. Temiendo que alguien, libre de pescados, tirara la primera piedra, nos escurrimos fuera de la zona alumbrada delatora para ganar la calle lejos de lo que ella habría llamado, invocando a santa Gertrudis Gómez de Avellaneda, amadora isleña, al partir, «la chusma diligente». Eso fue lo más cerca que estuve de hacer el amor con ella en esa época. Pero hay dos consecuencias de ese encuentro. Una es que entre su ardor y la ira de los vecinos, yo había tenido un orgasmo oportuno, eyaculación entre las jaculatorias, sin darme cuenta: cuando noté la mancha y la humedad iba ya por la calle Línea. Me limpié los pantalones, la entrepierna, la pierna izquierda, como pude sin atraer la atención de los curiosos, que es cualquiera en La Habana, y el pañuelo se hizo una masa húmeda y viscosa, que guardé en un bolsillo, no atesorando mi semen como el beso de Carmina sino apartando mi segregación. La otra consecuencia era mediata pero más onerosa: al día siguiente tenía un examen de lógica, que era a la vez fácil y difícil: divertido con los silogismos dejé pasar las premisas a mayores y el resultado era que debía estudiar esa noche entera si quería aprobar el examen. Pero era demasiado dulce Julieta para renunciar a su conocimiento empírico por la teoría. Afortunadamente para la teoría del conocimiento (y desgraciadamente para mí) ella propuso irse a su casa. Cuando subimos al tranvía, ya sentados, pude apreciar un principio de contradicción en ella —¿era mera contrariedad? Le pregunté que cuándo nos volveríamos a ver, implicando una reanudación de nuestro encuentro, ese cálido combate tan grotescamente interrumpido por la hostilidad de terceros. Al responderme con una negativa produjo mi sorpresa, no por la negación en sí sino por lo que dijo a continuación:

—No sé —me dijo—. Tú sabes que me caso la semana que viene.

No lo sabía, ni siquiera lo sospechaba, aunque me lo temiera de vez en cuando, pero no iba a dar muestras de mi asombro, mucho menos de mi contradicción última:

—Sí, claro que lo sé.

—No sé cuándo te voy a volver a ver —me dijo, finalmente.

Ésas no fueron las últimas palabras que cambiamos antes de que ella se casara, antes de que se bajara del tranvía más bien, pero no vale la pena reproducir las frases disfrases que salieron de nuestros labios ahora separados. Me bajé del tranvía antes que ella: yo en la periferia de La Habana Vieja, mientras que Julieta vivía en su centro —que ella llamaba el corazón de su dédalo.

Esa noche la pasé en blanco, no estudiando como debía sino recordando como quería el coito interrumpido por el vocerío, que casi culminó en una introducción, y alegre seguí reviviendo el momento y guardando el pañuelo en el bolsillo, no como souvenir, sino para lavarlo en sigilo cuando todo el mundo durmiera, lo que hice en silencio secreto y después de dejarlo sin semen lo pegué húmedo al espejo de la coqueta para que se secara planchándose. Al día siguiente, por la mañana antes de irme a mi examen mi madre me preguntó qué le había pasado al pañuelo planchado (ella lo advertía todo) y tuve que inventar una complicada mentira ilógica de cómo llegó a ensuciarse tanto que daba grima lavarlo: yo lo había hecho para evitarle ese asco —lo que no estaba lejos de ser la verdad: todos los pañuelos se ensucian, algunos pañuelos se llenan de semen, ningún pañuelo se almidona, ergo. El examen fue, por supuesto, un desastre mayor, pero no es de mi vida lógica que quiero hablar, ni siquiera de mi vida académica sino de mi vida amatoria, ilógica. Hablar de encuentros eróticos entonces equivale a hablar de Julieta, virgen casada. Yo no fui a la boda (no creo siquiera que ella me invitara), pero sí supe de su luna de miel. Me escribió una carta de Isla de Pinos, en la que me decía que coleccionaba crepúsculos (no puestas de sol, que son comunes en Cuba) y entre otras cosas curiosas me comunicaba el envío de un pedazo de su playa preferida. Yo no tenía idea de a qué se refería pero busqué en todas partes de la carta algo que pudiera parecerse a una playa: no había nada. Luego examiné el sobre con mis ojos desnudos (el ojo miope, ironía óptica, de cerca se vuelve lupa) y encontré una arenilla extraña y deduje que lo que me enviaba de su playa era arena, lo que era extravagante pero lógico. No fue sino días después, cuando ella había regresado de su luna de miel y nos volvimos a ver, que supe de qué se trataba realmente: me mandó junto con su carta una concha. (Simbólico para un argentino pero no para mí). Lo que yo encontré fue polvo de concha, reducida a arena por el matasellos del correos. Pero más extraordinario que el pedazo de playa fue el trozo de prosa que me regaló Julieta en su corta carta. Decía, a propósito de nada: «Te imagino en un interior malva, amarillo magenta, como un japonés de Van Gogh». Esa frase la atesoré durante años, saboreando su humorismo impensado (y su extraño sentido del color), como conservé la carta que traía otros ejemplos de la prosa púrpura de Julieta. Por ejemplo: «Tú dices que el arte es mentira. ¿Es mentira el mar?». Luego la perdí en mi mudada y lamento no tenerla hoy conmigo por muchas razones, entre otras privadas, la posibilidad pública de reproducirla ahora en vez de hacer estas pobres citas citables.

Tiempo después, íntimos timos, Julieta me contó una ocurrencia en Isla de Pinos (que ella insistía en llamar, siguiendo a Robert Louis Stevenson, «La isla del tesoro») que ni el mismo Stevenson se habría atrevido a soñar en sus sueños más salvajes inventar en una de sus pesadillas. Pero para ella fue todo un sueño. «Como un sueño en un sueño», lo recordaba ella. Sabía (todos lo sabíamos entonces) que René Hidalgo, el Descuartizador (el hombre que descuartizó a su amante mulata y luego repartió por La Habana sus trozos escogidos envueltos en periódicos viejos o de ayer), estaba todavía en prisión, condenado a cadena perpetua. Ya había completado varios eslabones pero todavía le quedaba mucha condena y más: no saldría vivo de la cárcel. Era nuestro primer descuartizador y, claro, debía pagar el precio que pagan los pioneros.

Julieta visitó la prisión, naturalmente, y le pidió al alcaide ver a Hidalgo. El alcaide le dijo que era posible visitarlo en su celda o traerlo a su oficina. Como gustéis, señora. Ella pidió ser admitida en la propia prisión, una inmensa penitenciaría para hombres. Quería observar a Hidalgo en su hábitat —adenda mía no de mi dueña. Julieta le informó a Vicente que ella tenía la intención de ver a Hidalgo a solas. No tenía dudas de que se comportaría como un caballero, ya que era un hidalgo, ¿no? Al menos de nombre. ¿Pero para qué quería ella ir sola?, preguntó Vicente. Yo lo sé ahora y entonces pero Vicente nunca supo. «Por la experiencia», respondió Julieta y él cedió a su demanda. Vicente era un hombre convencido. Así que ella se metió en la cárcel sola. No como Caperucita entrando al bosque pero tampoco tan pura como el cordero ni tan loba como la pinto. En todo caso no fue sola: fue escoltada por el alcaide y un guardia armado.

Julieta entró en aquel vasto edificio con el mismo paso cansino con que atravesaba La Habana Vieja por todo Inquisidor, moviendo las caderas y cruzando las piernas al andar, seguida siempre por las mismas miradas con hambre de sexo que más bien la perseguían, cada día. Cuando llegó a la celda de Hidalgo pidió entrar ella sola en ella. Concedido. Entró llena de anhelos o al menos de ese vago deseo que eran para Julieta todas las formas del sexo: ¡por fin amor y muerte en un mismo hombre!

«Era», me dijo al describir una celda en solitario, como un cuarto privado para él solo. Después de todo, este hombre había sido policía, ¿no? Pero me confesó su desaliento instantáneo: engaño, desengaño. Esperaba un hombre viril, vigoroso, capaz no sólo de matar a su mujer de un solo puñetazo (en realidad ella resbaló en el baño, cayó contra el lavabo, perdió el conocimiento, él la creyó muerta y entró en pánico y salió del baño para buscar un cuchillo y descuartizarla y el resto fue un embarro de restos), capaz también de cortar en pedazos a la cuarterona: trozos que incluían los bellos pechos que todas las fotos mostraron con pies de un mal gusto macabro en cada periódico de la tarde y también de la mañana. Torso, el cuerpo y la cabeza misma. «Parecía de Gauguin», anotó ella, «aun en blanco y negro». Era una mulata, ¿no? Pero no cogió el chiste, tal vez porque la concernía. ¿O era mi humor demasiado negro? En todo caso todo lo que dijo fue: «Creo que lo era, pero ¿qué importa? ¡El sol sale para todos!».

Además Hidalgo tuvo el valor de distribuir la cabeza y los miembros (y el torso, añadí) por toda la ciudad. «Siempre vestido de policía», dijo, misteriosa. Pero en vez del donaire de un romántico tueur de femmes (Landru in love) se encontró con una incurable mediocridad y Julieta lo que más odiaba en la vida era un hombre mediocre. Estaba canoso, achacoso, un viejo ya a los cuarenta, pálido y sometido, sumiso, que hablaba en susurros: un criminal que no estaba nada a la altura de su crimen. Nada. Todavía era bien parecido, aunque con facciones bellas pero blandas. Casi como Vicente. (Ése era yo pensando, no Julieta hablando).

Lo que realmente Julieta admiró más en la Isla (como si Cuba no fuera isla suficiente) fue más precioso que atesorar crepúsculos —fue que tuvo que atravesar sola el patio central, circular de la prisión a la que daban todas las celdas. (Cada cuarto con vista al patio, algunos con años gratis). Iba delante del guarda armado y del alcaide, prácticamente sola, aislada por el deseo. Recorrió ese patio dos veces, dos, y cada vez sintió los ojos de los doce mil presos en la prisión (un Argos con más de mil ojos: veinticuatro mil para ser exactos o tal vez un poco menos, por si había un preso tuerto), mirándola, escrutándola, acariciándola con ojos como manos. No tuvo que decírmelo: ¡iba toda mojada cada vez!

Pero no volvía ver a Julieta hasta que completé un viaje por toda Cuba. No que de pronto me hubiera convertido en viajero de la isla cuando lo que me interesaba era explorar La Habana. Sucedió que tuve trabajo como surveyero, que consistía únicamente en hacer preguntas a desconocidos (esto era alarmante para mi timidez pero pagaban bien y costeaban los gastos) por la isla entera. El cuestionario era bien fácil: solamente había que preguntar por quién iban a votar los interrogados en las próximas elecciones, si conocían al ministro de Educación (presunto presidente que era en realidad quien pagaba el survey) y anotar el status social de cada entrevistado y su posible raza. La encuesta peripatética, con sus ramificaciones, es un cuento complicado, casi de Canterbury, pero voy a relatar la parte del viaje que tiene que ver con Julieta —y en esa época toda mi vida parecía tener que ver con Julieta. Compartía un cuarto de un hotel de Camagüey con Mesonero, no el dueño del hotel sino otro surveyero, grande, gordo, de mi edad, pero parecía mayor siempre que no abriera la boca. Conversando con él tarde en la noche salió a relucir inevitablemente el tema del amor —es decir, del sexo. Como Mesonero me preguntara si yo me había acostado ya alguna vez, le mentí y le dije que sí y al querer saber él cuántas veces le dije que dos y al inquirir él si era con una muchacha decente o con una puta, le respondí, adoptando el aire bragado que había aprendido en el bachillerato, que las putas no contaban. «Es verdad», me dijo Mesonero Romanos, y procedió a interrogarme cómo era ella, si se podía saber. Le respondí al curioso parlante que sí se podía y di una descripción tan vívida de Julieta que sentí su olor, oí su voz, vi sus ojos y sentí su vaga vagina precisa y con pelos. Casi tuve una erección. Al describir, escribir este retrato de Julieta me juré que tan pronto regresara a La Habana me iba a acostar con ella, costara lo que costara —y volví, vi y fui vencido.

Pero no fue tan fácil como lo cuento. Primero tuve que dar con Julieta. Para hacerlo llamé a su casa, diciendo que era de las oficinas del Instituto (el survey me había servido para poder impersonar a un personaje oficial: «Somos una firma de surveys de La Habana y quisiéramos…») y quería saber si ésa era todavía la dirección de Julieta Estévez (claro que no lo era ya, pero un arma admitida en la guerra del amor es la mentira), para enviarle una invitación a la fiesta de fin de curso. Julieta nunca llegó a terminar el bachillerato, así que no era raro que del Instituto preguntaran por ella. La voz al otro lado de la línea (me pareció que era una de sus hermanas, la única que quedaba soltera) me dijo que Julieta ya no vivía allí, que se había casado y que se había mudado para la calle Lamparilla. «¿Me podría dar su número por favor?» «Ella no tiene teléfono». «No, digo el de su casa». Me dio el número, me dio dos: el del apartamento y la dirección. Como sabía que Vicente, su marido, trabajaba en un banco en La Habana y pintaba los domingos, cuándo era Vincent, calculé que a las diez de la mañana no estaría en la casa pero sí estaría Julieta. Yo me puedo perder en Trinidad, que es un pueblo, pero siempre me encuentro en La Habana. Di con su dirección: ella vivía en un apartamento interior de un edificio enorme al que salvaba su aspecto de arquitectura de cajón de ser un falansterio. Toqué a su puerta con bastante nerviosismo, ya que a última hora se me ocurrió pensar que tal vez Vicente no habría ido al banco esa mañana para pintar un girasol más —pero ya estaba hecho: había tocado una vez, dos veces ahora, impulsivo, compulsivo que soy. Se demoraron en abrir, lo que me puso más nervioso y un poco desilusionado: tal vez no hubiera nadie. Pero sí había alguien. Me abrió la puerta la propia Julieta, más linda que nunca, bronceada, oro bruñido su pelo y su cuerpo, con su sonrisa más abierta y luminosa que antes, usando un delantal, ceñido por debajo de sus senos que abultaban bajo la blusa. Se había sonreído, reído casi desde que me vio, tal vez con cierto asombro, pero no preguntó cómo yo había encontrado su dirección. Tal vez le pareciera natural: muchas cosas que a mí me parecían extraordinarias le parecían naturales a ella. Me dijo solamente: «Pasa, pasa», y cerró la puerta detrás de mí. El apartamento era bastante reducido: al menos lo que yo veía, que era la sala, era bien pequeña. Ya me había sentado cuando ella me dijo: «Siéntate, siéntate». Julieta hablaba así a veces, repitiendo una sola palabra para darle énfasis: en eso era bastante habanera, aunque ella no se consideraba una habanera cualquiera y en realidad no lo era. Del montón de habaneras, digo. He conversado de Julieta con Germán Puig, que también tuvo que ver con ella (o al revés), y llegamos a la conclusión razonada de que era excepcional. Además de la importancia que tuvo en nuestras vidas, hablamos de sus cualidades intrínsecas (por supuesto no usamos esa palabra), los dos recordando ese pasado común marcado por la presencia de Julieta, aunque la relación de Germán con Julieta terminó tragicómicamente, en una discusión en el Malecón, años antes, Julieta aspirando profundo, como hacía siempre que estaba furiosa, y diciéndole a Germán como una maldición meditada: «Tu vida es un fraude: ya tú no lees», que es una frase feliz que Germán y yo solíamos repetir en La Habana, tiempo después, a dúo, como el colmo de la comicidad, un lema lamentable. Pero tengo que volver a esa mañana marcada con una enorme piedra blanca, Julieta entre las sábanas como un monumento memorable.

Ya me había sentado y Julieta (que tenía una escoba en la mano pero parecía más un hada que una bruja), detenida en su quehacer, divertida y al mismo tiempo atenta, me preguntó que si quería tomar café. Claro que yo quería tomar café, siempre quiero tomar café, no tomo más que café, pero ahora me estaba riendo, sonriendo, mirando a Julieta, que parecía casi estar jugando a las casitas, de ama de casa ella que era evidente que no había nacido para serlo, innata innamorata: Laura de todos los sonetos, Beatriz de todas las comedias, Julieta se fue a hacer el café y cuando volvió con una taza en la mano venía sin el delantal casero y ahora se veía mejor su cuerpo bien hecho solamente contenido por el vestido que moldeaba tan bien sus muslos y sus caderas. Tomaba el café claro y frío aparentemente saboreándolo pero en realidad calculando cuál era el próximo paso a dar, y hubo un silencio entre los dos («Pasó un ángelus», dijo Carmina en otra ocasión parecida), Julieta sentada en otro sillón que hacía pareja con el mío, a cual más feo: Vicente debió de escoger el mobiliario. Allí estaba yo, tomando el brebaje sorbito a sorbito, como concentrado en el café, pero pensando en otra cosa: en la única cosa que podía pensar frente a Julieta, en lo que había pensado aquel día que la encontré cogiendo el tranvía, pensado mucho antes cuando pisaba las uvas poéticas en el estrado del aula 2, al verla en el Instituto en otra clase, tal vez pensado antes de conocerla, cuando los dos éramos unos niños pero ella ya parecía una mujer: la muchacha más bella del bachillerato. Yo no sé en lo que estaba pensando Julieta pero ella me miraba y no decía nada. Yo tampoco decía nada. Tal vez los dos sabíamos qué era lo que se tenía que decir y por eso nos negábamos a hablar. Aunque por debajo de mi deseo estaba el miedo de que me pasara lo que me ocurrió —o no ocurrió— con las tres putas —o una puta repetida y la otra puta extra— pero de alguna manera yo sabía que no me iba a volver a pasar y de pronto me encontré pensando que iba a perder la virginidad (aunque no lo pensé en esos términos sino en forma más grosera, más graciosa) con la muchacha más linda del mundo —al menos de mi mundo, que era el único mundo posible para mí. De pronto Julieta habló y, como otras veces, me dejó pasmado con lo que dijo, pero no me hizo leer a Eliot ni explicar a Ezra Pound. Dijo: «¿Quieres que hagamos el amor?». Ésas fueron sus exactas palabras y así era ella: nunca la oí referirse al sexo con las palabras vulgares, como jamás dijo una vulgaridad, y su mayor insulto, ya lo han visto, era llamar a algo o alguien vulgar.

Ahora yo no estaba seguro de haber oído bien: tal vez fue una alucinación o una forma auditiva del deseo —o efectos del café. Pero ella dijo: «¿Quieres?», repitiendo la oferta: así era ella: llevaría la iniciativa en toda nuestra relación, desde el mismo principio: tomaba la iniciativa para iniciarme. Me oí diciendo «Bueno», como si ella me hubiera brindado otra taza de café y no el ofrecimiento mayor que nadie podía hacerme en mi vida, que nadie sino ella llegaría a hacer. Julieta se levantó y abrió una puerta: era el cuarto. Entró y yo la seguí al cuarto reducido, de casita de muñecas, hecho a la medida de Julieta. No hizo una ceremonia del acto de quitarse la ropa y en un instante estuvo desnuda delante de mi, su cuerpo más bello que lo que yo había imaginado o palpado o visto por encima de sus ropas. Ella no era, efectivamente, rubia natural, y eso me gustó todavía más: si algo yo hubiera cambiado en la apariencia actual de Julieta era su pelo rubio. Ella bojeó la cama, isla cubierta, descubriéndola, quitando el cubrecama con cuidado y poniéndolo doblado sobre una silla. Ahora se acostó, mejor dicho tomó una pose: una pierna medio recogida, la otra tendida a lo largo, un brazo por detrás de la cabeza, ligeramente encogido y el otro al costado del cuerpo: se hacía aún más deseable, en un golpe de teatro y pictórico a la vez, inevitables. (Lo que había hecho pude saberlo sólo segundos después: estaba imitando a la Maja Desnuda, una maja dorada: así era Julieta, consciente del Arte aun en el momento que menos debía estarlo, el más trascendente. Aunque realmente, ésta era una iniciación sólo para mí: ella hacía rato que estaba casada y ¿quién me dice a mí que no lo habría hecho ya con otros, además de con Vicente?, pensé con celos universales). Pero los celos no me impidieron quitarme la ropa, que hice con celeridad, es decir, con tanta rapidez como me permitían mis piernas, mis pies intermediarios. Aunque me daba pena quedarme desnudo delante de Julieta, no sólo por el pudor (convertido en sueños, en pesadillas en que me encontraba desnudo en medio de la calle), sino porque entonces era enteco y no me gustaba enseñar mi cuerpo, que me parecía quedar entre Mijares y Miari. Además, no olvidaba que Julieta estaba casada con un atleta. Hubiera preferido que fuera de noche, pero no había nada que hacer: era de día y ahí estaba Julieta, la carne de promisión, la belleza que se puede hacer propia con sólo estirar los brazos y salté sobre la cama más que meterme en ella. Hacía frío (era invierno y, aunque en La Habana el invierno es otra hipérbole, hay días en que hace un frío trinitario, con las casas preparadas solamente contra el calor) pero Julieta no parecía sentir frío en su pose casi eternizada y yo no iba a dejar de desearla aunque tiritara. (En realidad no creo que tuviera tanto frío, sino que era otra muestra del poder de los nervios sobre mi cuerpo, pero hubo otro cuerpo, el de Julieta, para hacerme olvidar del propio). Me monté sobre ella y sin siquiera besarla, casi sin dejarla que abandonara su pose goyesca, la penetré y ella respondió enseguida, moviéndose con un movimiento que sólo años después puedo apreciar. Es entonces que caigo en la cuenta que la he penetrado, que ha triunfado el sexo, que ella me acaba de iniciar en la otra vida, allí donde vive el alter ego. Siento una enorme alegría por entre el placer que Julieta sabe darme con sus movimientos rítmicos, iguales a veces, otras encontrados, hundiéndose en mí para dejar que yo flote en ella, haciendo la cama muelle, ella ingrávida o desafiando la gravedad con su cuerpo, volviendo al trampolín iluminado desde el agua luminosa como la bañista, grávida de Jansen, levitando y de pronto se está quejando, como herida por una daga suave, gime ahora, grita ahora, aúlla ahora y por entre los alaridos me dice muy bajo al oído, acezando, susurrando, gimoteando: «¡Acude! ¡Acude ahora! ¡Acude!», y yo no sé lo que quiere, qué cosa me pide, que me maten si sé a qué cita tengo que acudir pero le digo sí (que es mi más corto asentimiento) y le repito sí y vuelvo sí y es entonces que ella reclama: «¡Acúdela toda!», y por fin comprendo: lo que ella quiere es mi eyaculación y yo de inexperto en su vocabulario se la he negado pero en un momento puedo eyacular, precoz que soy (en realidad podría haber eyaculado antes, pero instintivamente me reprimí para demorar el placer que Julieta me regalaba: lecciones de mi mano cuando masturbatoria), estoy eyaculando, eyaculo y a pesar de mí mismo me salen de la boca gemidos semejantes a los de Julieta, sólo que más roncos y estamos atrapados en un mismo amarre, los dos uno solo, girando sobre nosotros mismos sin dar vueltas, pero rotando universales. Julieta me mira y me pregunta: «¿Puedes seguir?». «Sí, claro», le digo, y ella abre los ojos y me pregunta de nuevo: «¿Sin sacarla?». «Claro que sí», le repito, y ella no dice nada pero yo debo decirle: «Aunque prefiero parar un momento», pero no se lo digo y es que quiero detenerme a registrar esta hora eterna o por lo menos duración duradera: el momento en que perdí mi virginidad y ver si ella me hizo circunciso, si perdí el frenillo en su frenesí, si me curé de mi famosa fimosis. Pero sigo encima de Julieta que ya comienza a moverse de nuevo. Como pasará siempre, la segunda vez es mejor que la primera, ahora no tan consciente de los gritos de Julieta, sólo de los vaivenes de su vulva. A la segunda sigue una tercera vez, sin sacarla, y Julieta, vagina ávida, voz baja, besos vivos, ventosa, me succiona por todas partes: miembro, lengua, labios. Cuando termino, acabamos los dos al mismo tiempo, me bajo de ella y me acuesto a su lado, tocando con el techo pero cansado. Julieta se vuelve a mí, me mira y me dice: «¿Puedes siempre hacerlo tres veces?». No voy a decirle que es la primera vez que me he acostado con una mujer propiamente, que he sido virgen hasta ahora, que acabo de tener mi bautismo de fuego uterino y le digo, tratando de sonar experto: «Así parece». «Tú sabes una cosa», me confía ella, «Vicente no puede hacerlo más que una vez». Sus confidencias me recuerdan la existencia de Vicente y su coito único me hace acordarme de la hora y me alarmo porque como no tengo reloj no sé qué hora es: ni siquiera sé cuándo viene Vicente a almorzar pero sospecho que debe de hacerlo a la hora del almuerzo.

—¿A qué hora vuelve Vicente?

—Como a eso de las doce —dice Julieta que desmiente el tiempo.

—¿Y qué hora es?

—Como las once —dice Julieta con la misma vaguedad y con idéntica despreocupación por Vicente que por el tiempo.

—Entonces mejor me voy yendo.

—Está bien —dice ella, y yo me bajo de la cama y comienzo a vestirme, impregnado del olor penetrante de Julieta. Cuando termino de ponerme la ropa la miro y veo que sigue aún en la cama: yacente, desnuda, corpus delicia.

—¿Cuándo volvemos a vernos? —le pregunto queriendo decir otra cosa, claro.

—Oh —dice ella—, cuando tú quieras. Pero ¿sabes una cosa? Me gustaría oír el mar mientras hacemos el amor.

—Bueno —digo yo—, tendremos que buscar un lugar cerca de la costa.

Julieta parece contrariada.

—No, no es eso.

—Una playa entonces —le digo yo, recordando que ella colecciona crepúsculos y conchas.

—Pero ¡mira que eres tonto! —me dice—. Yo quiero decir El Mar, de Debussy.

—Ah —digo yo afectando una actitud de no asombrarme de lo que diga esta mujer asombrosa que no se asombra jamás.

—¿No tienes quien te preste un tocadiscos? Nosotros no tenemos.

Es como si preguntara si conozco alguien que pueda prestarme un armario. Un tocadiscos es un mueble y el que tenían los Pino Zitto era en efecto un armario, con gavetas para las bocinas, anaqueles para los discos y un panel para el plato propio. Pero pronto pienso en Olga Andreu y recuerdo su tocadiscos portátil que es una maleta cuadrada.

—Tal vez —le digo—. También necesitamos el disco de El Mar.

—Claro —dice ella, como si fuera fácil. Olga Andreu se compró casualmente El Mar no hace mucho, cuando estaba en su fase impresionista, impresionada por Debussy pero sobre todo por Ravel, pero no menciono a Ravel a Julieta para no provocar su deseo de fornicar oyendo El Bolero, con un coito secuencia, el movimiento repetido in crescendo por mi instrumento hasta alcanzar el orgasmo en un tutti.

—¿Tú crees que lo podrías traer mañana? ella se refiere a El Mar, pero su pregunta infiere tocadiscos, disco y viajes.

—Voy a tratar —le digo.

—Sí —dice ella—, trata y nos despedimos con un beso, ella todavía tumbada en la cama, en cueros, pornográfica en vías de hacerse gráfica recobrando la pose perdida. Los celos me hacen odiar que así recibirá a Vicente.

Tuve que emplear todas mis dotes persuasivas (a pesar de que la idea de hacer el amor, como decía Julieta, oyendo el mar o mejor dicho El Mar, me parecía tan rebuscada como visitar el cementerio a ver tumbas, y lo intenté sólo por esprit de son corps) para conseguir que Olga Andreu me prestara su tocadiscos de paquete y el disco de El Mar, nuevo long playing. Ella trabajaba, propicia simetría, como Vicente, en un banco, y no podía oír música por el día y su madre, agria, era ajena a la música y su abuela Finita sólo atendía a las reuniones de su nieta por el placer de la compañía no porque oyera las conversaciones, sorda senil. Le conté a Olga que había un pobre muchacho inválido en La Habana Vieja que estaba loco con el mar, que no veía desde su cuarto interior que era una celda de retiro espiritual forzoso y ya que no podía ver el mar quería oírlo. Todo mentira, por supuesto, menos la noción de que alguien quería oír El Mar en La Habana Vieja. Olga bien pudo haberme dicho que le consiguiera una caracola a este ser isleño que añora el mar, lo que resultaría irónico pues era yo quien oyendo El Mar conseguía una caracola. Pero finalmente ella accedió al préstamo con la promesa formal de devolver el tocadiscos ese mismo día por la tarde, que era perfecto para mí yo no iba a dejar el tocadiscos en casa de Julieta, evidencia para Vicente. Esta petición y asentimiento ocurrió ese día por la noche y la mañana siguiente tuve que ir de mi casa en la frontera habanera al Vedado, donde vivía Olga Andreu, coger bajo la mirada de Selmira tocadiscos y disco y volver a La Habana Vieja, donde vivía Julieta. Entonces yo era tan pobre que hacer todos esos viajes casi era la vuelta a mi mundo en medio día y significaban la ruina, aunque cada viaje costara nada más que cinco centavos. Así llegué a casa de Julieta arruinado, pero no se veía en mi cara por el triple triunfo: haber conseguido el tocadiscos y El Mar musical y tenerla a ella aunque fuera sólo una hora (los viajes habían consumido casi todo mi dinero y mi tiempo), a pesar de no estar los dos solos: acompañados ahora por Debussy, quien nunca se imaginó que su música fuera afrodisíaca. (Pero era más que un filtro de amor: en la carta que Julieta me escribió desde su luna de miel me decía: «Tú dices que el arte es mentira. ¿Es mentira el mar?», y aunque ella lo había escrito en minúsculas y no lo había subrayado, ahora estaba seguro de que ella se refería a El Mar, de Debussy).

Cuando ella me vio entrar, solitario rey mago fuera de temporada, cargado de tocadiscos y disco (las portadas de los discos eran muy discretas, de uniforme azul marino, y solamente el título de la obra, del autor y del intérprete en letras legibles) que ella sabía que era el mar metafórico, sonrió su sabrosa sonrisa de dientes parejos. «De manera que lo conseguiste», me dijo, no me preguntó. «Así parece», dije yo siguiendo el consejo de Oliver Hardy a Stan Laurel y tratando de ser nonchalant. Enseguida me hizo pasar al cuarto y comenzó a hacer lugar al tocadiscos en su mesita de noche. Había un tomacorriente junto a la cama pero enchufar el tocadiscos no era todo. ¿Cómo funcionaría? Yo había visto a Olga Andreu hacerlo andar con pericia fácil pero estaba en su casa para oír no para mirar y nunca presté atención a cómo funcionaba el aparato y la noche anterior se me olvidó preguntarle. Ahora tenía que parecer experto ante Julieta, mientras escrutaba la superficie hermética del tocadiscos (ya fuera de su estuche pero no menos impenetrable) y veía los diversos botones cibernéticos y la espiga donde colocar el disco en una cópula mecánica, sin apenas entender nada. Pero siempre viene el azar amoroso en rescate del buen amante: coloqué el disco en la espiga y accioné una de las manijas que rodeaban el plato y el brazo con la aguja vino a reposar preciso en el borde del disco y en un momento empezó «Del alba al mediodía en el mar». Pero en el recuerdo yo no oigo ni el menor juego de olas: soy sólo ojos al volverme y encontrarme a Julieta desnuda, no en la cama, no una mujer ni una maja, sino detrás de mi pero parada con una pierna delante de la otra, enalteciendo sus curvas, sus caderas suaves y a la vez destacadas, sus senos no grandes sino del tamaño perfecto para su cuerpo y al mismo tiempo redondos y parados y su cara bella (no tan hermosa como en el momento del orgasmo, como pude observar ayer, como observaré hoy, observador neutral que puedo ser en medio de toda hostilidad, aun en el combate amoroso, cuando sus ojos se iluminan y se rasgan, su cara se distiende y sus labios abultan y toda ella cambia en una belleza bárbara, ella que es la más civilizada de las mujeres, cuando conversa, en estado de reposo) y me dice: «¿Vamos?», y en menos tiempo que me cuesta decirlo, a pesar de que soy a veces tartamudo, me he quitado la ropa y abrazo a Julieta de pie y juntos caemos en la cama, besándonos como nunca antes nos habíamos besado, yo encimándome sobre ella, ella buscando mi pene con su mano, dirigiéndole, colocándoselo y con un movimiento de cadera introduciéndoselo como un supositorio sólido, y comienza a moverse como ayer, mejor que ayer, haciendo como si flotara en la cama que no es para ella una resistencia a la gravedad sino un medio propicio, otro mar, y yo siento que me voy a venir pero contraigo el vientre, pliego el plexo, retraigo el pene y la sensación inminente pasa, hasta que ella vuelve con sus movimientos de vaivén, de retracción y avance, una marea, y hoy ella no grita como ayer porque claro está oyendo El Mar pero yo no oigo absolutamente nada como no sea la sangre latiéndome en las sienes y ahora sí es el momento de la gran venida, que no puedo reprimir más allá y ella siente, por encima o por debajo de El Mar, que ya me estoy viniendo y comienza a apresurar su orgasmo sin decir una palabra, sin alaridos de alerta, sin gemidos guturales y lo estoy sintiendo y aunque es muy temprano en mi vida sexual para saber el valor del orgasmo de dos, estoy todavía viniéndome cuando ella goza su venida, que ondula la superficie de la cama y aparentemente todo el cuarto y para mi todo el mundo, el universo, que se agita, se mueve en olas, se expande en ondas hasta el infinito. Cuando terminamos, cuando las ondulaciones han acabado y solamente me queda un latido en el pene fláccido, pero aún dentro de ella, Julieta dice debajo: «¿No es Debussy maravilloso?» y casi puedo jurar que ella no se ha acostado conmigo sino con el viejo Claude Achille, fallido marino, triunfal Neptuno, dios de El Mar.

Luego ella insiste en oír una vez más El Mar, que ahora no le provoca efluvios eróticos sino mero éxtasis musical, pero a mí me preocupa esta audición extra porque son mucho más de las once y Vicente debe de estar ya en camino y va a ser difícil que crea que los dos desnudos estemos solamente oyendo El Mar en la cama. Se lo digo a Julieta (parte, no todo) y ella abre las ventanillas de la nariz y respira profundo, síntoma de molestia más que de hedor, y me dice: «¿Quieres dejarme oír EL MAR tranquila», y las mayúsculas son por su énfasis exagerado —y claro que la dejo oír El Mar en su orilla de la cama, pero mientras lo hace me estoy vistiendo, poniéndome la ropa y alistándome para salir del cuarto y del apartamento y de La Habana Vieja lo antes posible. Afortunadamente El diálogo del viento y el mar termina, como todas las conversaciones, en el silencio, pero todavía no se ha acabado la coda, sin esperar sus aplausos vehementes, cuando estoy quitando el disco del aparato, el plato aún girando, devolviéndolo a su sobre, cerrando el tocadiscos portátil, sacando su enchufe y guardando el cable en el compartimiento ad hoc. Mientras, Julieta está aún en un éxtasis que a mí me gustaría que fuera sexual pero que es estético, y efectivamente ella dice: «Es una lástima que tengas que llevártelo», y no se refiere a mi pene, por supuesto, ni al tocadiscos ni al disco sino a El Mar. «Sí», le digo yo sin afirmar que es una lástima, «pero no hay nada que hacer», como si separarse de El Mar fuera una enfermedad fatal. «De todas maneras», dice ella, «muchas gracias». Y mientras yo me pregunto si las gracias son por mi performance o la de la orquesta, sabiendo que ella debe referirse a El Mar, le digo: «No, gracias a ti», y debí agregar gracias por haberme permitido acostarme por primera vez con una mujer, gracias por tu belleza, gracias por haber repetido esa ocasión que será única, que recordaré toda mi vida, que agradeceré siempre, que lo estoy haciendo todavía ahora cuando ha pasado más de un cuarto de siglo de esa iniciación inigualable. Pero algo de profundo agradecimiento debe de haber en mi voz, cuando ella, todavía desnuda en la cama, me sonríe con esa hermosa sonrisa suya y dice: «Una gracia por otra». Pero la presencia de Vicente es abrumadora y ya lo siento llegando a la puerta, abriendo, entrando y tengo que decirle a Julieta: «Me voy». Y ella dice: «Ya lo sé». Y yo le pregunto: «Cuándo nos volvemos a ver?». «Mañana si quieres». «¿A la misma hora?». «Sí». «Está bien. Te veo mañana», y esta vez me inclino sobre su cuerpo desnudo para darle un último beso. Tenía intención de que fuera un beso suave, de despedida, pero Julieta lo convierte en uno de esos besos suyos que son como devoraciones.

Al otro día recibí una lección. (Hablando de aprendizajes: la asistencia a clases a la Escuela de Periodismo es cada vez menor: estoy dejando detrás los estudios por Julieta, tanto como los dejé antes por las artes, por las lecturas, por la literatura: ésta es otra educación). A la mañana siguiente estuve de nuevo en el exiguo (¿pero cómo puedo hablar yo de exigüidad?) y sombrío apartamento de Julieta (y de Vicente: eso no lo olvido nunca), haciendo el amor, como ella dice, no singando como prefiero decir yo. Después de la primera vez ella me dijo, con uno de sus suaves eufemismos, con su horror a la vulgaridad, dijo: «Bésame abajo». Era la primera vez que me zambullía en este beso buceo y aunque yo había leído en novelitas pornográficas detalles minuciosos de esta operación oral nunca había tenido la menor experiencia en ella, y haciendo caso a Julieta dejé de besarle la boca para bajar entre sus senos, resbalar sobre su vientre y más abajo donde fui a besarla, literalmente, y me encontré con una humedad inesperada (aun para ella, siempre mojada, pero ahora estaba anegada) y un fuerte, desagradable olor a semen. Subí súbito, buzo con calambres, a la altura de su cara, que era la superficie de mi amor. «¿Qué pasa?», preguntó ella notando mi mueca. Yo, cuidándome de decir una vulgaridad que pudiera herirla, no le dije que estaba lleno de leche o sucio de semen, sino que le expliqué: «Está muy húmedo». «¿Y qué?», preguntó ella casi amenazadora. «No huele bien». Entonces ella separó su cara, aspiró hondo y me miró con la expresión que debió de mirar a Germán Puig en ese pasado pluscuamperfecto cuando le dijo: «Tu vida es un fraude. Ya tú no lees», para decirme: «Querido, el amor es húmedo y no huele bien». Todavía debo darle las gracias a su franqueza que se señalaba las diversas formas táctiles y olfatorias que toma el sexo y me ayudó a superar una aversión, atavismos del pueblo. Pero en ese momento le agradecí más que se levantara y fuera al baño. Cuando regresó era evidente que se había lavado porque me dijo: «Prueba ahora». Probé, pero mi lengua se ha hecho para hablar y, aparte de la excesiva saliva, al instante tuve un pelo, apropiadamente llamado pendejo, largo, entre los labios, dentro de la boca, atravesado en la garganta como una espina suave obligándome a hacer ruidos odiosos, groseros en sociedad, y retiré mi cara de su máscara para ver, enormes a mis ojos miopes, los grandes labios y el clítoris y recité: «Señora, hay dos leopardos pardos debajo de un junípero», antes de ponerme la barba de nuevo. Su sexo, su vagina nada amenazante, su vulvo: vulgo, bello bollo habanero, el primero que veía abierto, abriéndose para mí, acogiéndome como una casa, invitándome a entrar. Comencé a besarla, pero ella desde arriba me indicó precisa: «Usa la lengua». La usé y ella comenzó a moverse como si tuviera mi miembro dentro, retorciéndose, volviéndose sobre sí misma y en un momento, al descansar, rocé su clítoris accidentalmente y ella gritó: «¡Así! ¡Ahí!». Yo volví a rozar el clítoris con mi lengua, rodeándolo, dándole vueltas, frotándolo, y ella comenzó a gemir, a gritar sin palabras pero dirigiéndome con sus manos en mi cabeza en la operación de frotar mi lengua dura contra su clítoris, badajo para campana, hasta que todo estaba húmedo por mi saliva y luego por su esmegma, que brotaba de todas partes y salía fuera, fuente fragante porque olía tanto como manaba pero era un olor dulce, intenso, pero nada molesto como el hedor de lejía del semen, detestable aunque propio. Ella gimió gutural, se retorció y me levantó la cara con su vulva vuelta y dijo: «¡Sí! ¡Así!» muchas veces seguidas —y finalmente se quedó quieta, totalmente inerte. Fue entonces que supe que se había venido y, como nunca le he encontrado sentido a besar un cadáver, dejé de frotar mi lengua contra su clítoris. Pero una voz dijo: «Ven arriba». Era ella que había resucitado. «Ven adentro», me ordenó con una voz que era autoritaria por entre su languidez. Como mi primer maestro fue una maestra, la obedecí para subirme por ella sobre ella y aunque se veía lánguida y estaba estirada con los brazos a lo largo del cuerpo caído, me recibió con un estremecimiento, que al momento se volvió movimiento, y antes de que tuviera tiempo de asombrarme de lo pronto que se había recobrado, sus caderas huyéndome y buscándome, su vulva resbalando hacia atrás y hacia adelante alrededor de mi pene desnudo, su vagina envolvente acogiéndolo, adoptándolo, adaptándolo, los dos unidos por ese otro cordón umbilical, moviéndonos al unísono, como la madre con su hijo en el vientre, mi feto fanoso fundido a ella, y en esta fantasía estaba cuando conseguimos el orgasmo conjunto, delicia a dúo, en la que ella me daba finalmente a luz.

Quedé derrumbado en la cama, como recién nacido y a la vez tumbado a su lado, muerto, yerto, inerte por esa lasitud que da todo post coitum, naciendo adulto, y que yo sentía por primera vez: nací de nuevo y nací muerto. Traduciendo del francés como Julieta, era la primera vez que gozaba, sufría, experimentaba esta muertecita. Antes todo había sido un continuo singar, una vez tras otra, pero hoy alcanzaba ese cantado cansando que casi me hacía dormitar, despierto solamente por la conciencia del regreso de Vicente y pensando en Vicente casi me dormí para medio despertar todavía pensando en Vicente: el sexo había sido una sesión, ésta de Vicente era una obsesión y como ella me había dicho en su carta programa, en una frase infeliz, hablando de Van Gogh: «¡Pobre Vincent!», acababa de descubrir que me daba pena con Vicente. Así me levanté y me despedí y me fui con una sabiduría nueva: la lección de amor que me había dado Julieta, la experiencia de mi nuevo nacimiento, pero también con tristeza: la idea de que engañaba a Vicente —aunque, después de todo, ¿qué me importaba a mí, amigo lejano, si Julieta engañaba a Vicente o no? Nada, me dijo mi censor, y así fue como pude enfrentar a Vicente, su compañía, mirarlo a la cara y no traicionarme.

Ocurrió que se mató María Valero, que era una actriz famosa de la radio, muy querida por damas, amas de casa y otras cubanas, por los novelones en que actuaba. Yo la había oído muchas veces y aunque tenía una voz bella no me parecía nada extraordinaria como actriz, pero mi madre creía que era Eleonora Sarah Duse Bernhardt pasada por radio. Para su gracia inmortal María Valero murió de manera trágica. Había ido, de madrugada, con un grupo de actores (entre los que estaban María Escalante y Orlando Artajo, especialista en cuerpos celestes) a ver un cometa que volaba lento sobre La Habana a esa hora y escogieron el Malecón para ir a encontrar lo que los periódicos llamaron el «cometa de la muerte». Al cruzar la avenida desierta apareció de la nada —o desde el destino— un carro a toda velocidad. El grupo de actores se dividió por el pánico y quedó a un lado de la calle el número mayor de peatones y al otro María Valero sola —y el chofer dirigió el auto, aparentemente sin control, hacia donde había menos gente, donde apenas había nadie excepto por esta mujer de pelo negro, vestida de negro, casi invisible en la noche. La máquina la arrastró más de cien metros y, según Orlando, se oían sus huesos estallando como disparos, su muerte sonora como su vida radial. Hubo una suerte de conmoción nacional y en la emisora CMQ decidieron rendirle homenaje póstumo pero macabro: consistió en hacer un programa radial en que María Valero hablara por última vez y el discurso de ultratumba estaría compuesto por muchos pedazos de grabaciones dramáticas de la actriz. Este programa fue anunciado insistentemente por la emisora. Julieta, que conocía a la actriz, actriz ella misma, quiso oírlo, pero ella no tenía radio y me pidió venir a casa. El aparato nuestro era viejo y peor aún, dado a las más extrañas emisiones, dejándose oír cuando quería y perifoneando claro cuando menos uno lo esperaba. Pero le dije a Julieta que sí, que podía venir a casa. A mi madre le pareció bien que ella viniera: yo le había dicho que Julieta era actriz y ya se sabe que a mi madre le encantaban los actores, en el cine, sobre la escena y por radio —pero especialmente en persona. Junto con Julieta vino Vicente.

Cuando llegó la hora del programa, encendimos el radio y se oyó muy clara la presentación, con un eco que resonaba no desde la emisora sino del otro lado de la laguna Estigia. Pero no bien tomó la palabra desde el más allá Marta Valero, el radio, mal médium, empezó a emitir unos extraños ruidos, gorgoritos, frituras, zumbidos: toda la gama, pero la voz de ultratumba apenas se oía: fue una media hora de ruidos parásitos y una que otra intervención extraña de María Valero. Al fin se acabó el programa y terminó la tortura radial —pero comenzó otra forma de ordalía. Vicente hablaba conmigo de paletas y pinceles y pintores, y yo me esforzaba en mirarlo cara a cara mientras conversábamos. Para colmo, Julieta, a quien gustaba jugar con el peligro, había cruzado las piernas y dejaba ver un pedazo de muslo desnudo, luego descruzó la pierna lujuriosa, y al hacerlo me pasó el pie por toda la pantorrilla, deliberadamente, su zapato rozando fuerte mi pantalón. Yo creía que todo el mundo en el cuarto se había dado cuenta de lo que ella había hecho, pero afortunadamente nadie advirtió nada, mientras Vicente seguía hablando de pintura. Por fin, después de un penoso momento en que Vicente casi confesó que estaba pensando dejar el banco para dedicarse a pintar todo el tiempo —«No quiero ser un pintor de domingo toda mi vida», Julieta y Vicente se despidieron. Mi madre me dijo, como colofón de la visita: «Es muy bien parecido el marido de Julieta», y sentí unos celos bienvenidos porque me permitieron olvidar el embarazo de su presencia. Al día siguiente fui a casa de Julieta, como siempre. Le hablé, mientras se desnudaba, de mi incomodidad de la noche anterior «Sí», dijo ella, «ese radio no funciona nada bien». Tuve que hablarle claro y decirle que no hablaba del radio sino de que yo estuve amoscado ante Vicente y que ahora mismo me sentía culpable. Dejó de desvestirse para mirarme: «¿Culpable de qué?». «De lo que le hacemos a Vicente», le dije. «Es una canallada». Ella aspiró profundo, y cuando pensé que me iba a apostrofar, decirme que ya yo no escribía, que mi vida era una falsificación, me dijo: «El amor no tiene moral». Me calló, con aquella respuesta, y no contenta con enmudecerme, añadió: «Pero ya que te sientes así, creo que debes irte», y comenzó a vestir su cuerpo ahora declarando que la moral no tiene amor. Supe que mis escrúpulos me iban a privar de mi vida con Julieta, que era lo mejor que me había pasado en mi vida, y no me moví. «Si no te vas», dijo ella casi vestida, «es que eres un hipócrita». Esta vez ella tenía toda la razón: yo sentía escrúpulos en acostarme con Julieta y al mismo tiempo lo que más deseaba en el mundo era acostarme con ella. «¿Por qué debo irme?», le pregunté, creyendo que ella estaba enojada conmigo. «Es bien claro: por Vicente. Tú te sientes culpable por lo que le haces a él, entonces debes dejar de hacerlo». Decidí una variante ladeada: «¿Y tú no te sientes culpable?». «¿Yo?», dijo ella, luciendo verdaderamente asombrada. «¿Por qué me iba a sentir culpable? Vicente no es suficiente hombre para mí en la cama. Lo más natural es que busque mi satisfacción con otro». Su lógica es irrefutable, dijo mi censor, ¿por qué otros demonios tuviste que hablar de Vicente? Ahora tenía que irme, no forzado por mi censor sino por compulsión de mi orgullo. «Bueno», le dije, «me voy», más triste debí añadir pero también más tranquilo —y me fui, dudando sólo un momento ante la puerta para ver si ella me detenía, tenía algo que decir. Pero no dijo nada que me detuviera.

¿Pero cuánto duró esa tranquilidad? Ya al otro día me sentía intranquilo recordando, viendo ese cuerpo desnudo cubierto de deseo. No era amor lo que yo sentía por Julieta sino deseo. Una diosa era el nombre de mi deseo. No tardé en volver a venerar esa diosa venérea. Pero la próxima vez que volví a ver a Julieta no me aguardaba el amor sino el asombro. Ella no me esperaba porque fui de mañanita, pero en vez de su extrañeza produje la mía propia. Me encontré con otra visita más temprana que la mía. Allí en su sala, sentado en un sillón estaba Max Maduro, que me saludó con una sonrisa suspicaz. Max Maduro era un viejo comunista, mejor dicho, no era viejo (aunque sí mucho mayor que yo) ya que pertenecía a la juventud del partido. No recuerdo dónde lo conocí, tal vez fuera en el periódico Hoy, o tal vez preparando la toma de Nuestro Tiempo por asalto hegeliano. Lo cierto fue que mi molestia por encontrármelo en la casa de Julieta (que había creído mía sola, después de Vicente) se extendió en una discusión sobre las virtudes del partido ortodoxo y Eddy Chibas, que Max Maduro ganó nada más que con usar su tono tranquilo, su dialéctica de partido, pausado, preparado para el poder, y yo perdí al perder el control de mí mismo, casi gritando como Eddy Chibas con su histeria histórica. Pero no era la política lo que estaba en juego, por supuesto, no quien era amo de las palabras sino siervo de Julieta. Al entrar había observado una mancha en el labio de Max Maduro y podría jurar que esa mácula se extendía hacia abajo, que era una gota lenta de sangre y nadie se afeita el labio por muy inferior que sea. Ya yo conocía la manera de besar de Julieta como para ignorar que ese coágulo surgió de una mordida: en una frase, que se volvía una imagen perturbadora, yo los había sorprendido infraganti, delegado de Vicente. De esa comprobación venía la rabia que tenía, que no podía contener y que me hizo mostrarme como un imbécil político delante de este hombre que no era contendiente para mí en una discusión, ni él ni su ideología ni su dialéctica rígida. Por otra parte, además, ¿por qué mostrar tanta simpatía, hasta apoyo, por el partido ortodoxo cuando ni siquiera Eddy Chibas, con su locura sin método, me importaba realmente? Era, como hubiera dicho Julieta, la huella de un beso lo que me desquició, me hizo un doble erótico de Chibas político. Tan arrebatado estaba que ni recuerdo cómo salí de aquella casa, pero debí irme odiando a Marx Maduro y todavía odiando más a Julieta, doble engañadora, de su marido y de su amante. Pero yo no podía odiar a Julieta mucho tiempo porque ella era el amor —era la diosa del deseo.

No recuerdo cómo volvimos, es decir cómo volví yo solo. Solamente sé que se organizó un encuentro en tierra de nadie pero territorio del amor. Julieta quería ir a una posada tanto como quiso en el pasado ir al cementerio y oír El Mar mientras amaba. A mí me parecía tirar el dinero (que por otra parte no tenía: era como derrochar la nada) cuando tan bien se podía estar en su casa, ahora que había vencido el miedo al regreso repentino de Vicente. (A eso por lo menos me ayudó la polémica inmadura con Maduro: al estar allí media mañana discutiendo como si estuviéramos en el Parque Central o en una oficina del partido, me convencí de que se podía hacer de todo en casa de Julieta con impunidad: hasta el amor. Vicente jamás desbancaría a destiempo: ¿qué mejor prueba que aquella discusión, cómo imaginarse la cara de Vicente al regresar repentinamente del banco y encontrarse su casa convertida en local de una convención política?) Pero Julieta insistió (sus deseos son mis órdenes, oh diosa) y tuve que complacerla. Debí pedir dinero prestado y aunque una posada no costaba mucho (casa de citas, insistía en llamarlas Julieta) cualquier cosa era mucho para mí entonces, pobre periodista en cierne. Fuimos a la posada (Julieta me dejó escoger a mí y yo escogí la fabulosa —estaba en todas las fábulas sexuales de la época— posada de 2 y 31) por la tarde, no muy tarde. Caminamos desde donde nos dejó la guagua en 23 y Paseo. Nos bajamos discretamente para no dar nada a sospechar y paseamos Paseo arriba hasta encontrar como por casualidad (las precauciones eran propias, Julieta tenía otras ideas sobre el deseo y la decencia) la calle 31, que a esa hora, bajo ese sol, reverberaba, el polvo hecho arena reflectora, las aceras espejos tumbados. Cerca del portón de la posada había un grupo de muchachones, mirones, evidentemente fichando a todo el que entraba y salía —sobre todo a todas. Pero Julieta caminó muy reina las pocas cuadras hasta el edificio encantado (para ella) y pasó soberana por la entrada grande de automóviles y hasta fue conmigo a la taquilla (¿es ése el nombre?) para pedir el cuarto, sin quedarse detrás discretamente como me habían instruido que debían hacer las mujeres según la convención amatoria habanera. Nos dieron un cuarto abajo y entramos, ella primero, yo primerizo. Julieta recorrió la habitación no sólo con su mirada sino que caminó por ella, como si midiera su exacta simetría, revisando cada rincón, separando los cortinones que impedían la entrada de la luz de la tarde violenta, yendo al pequeño baño, abriendo las llaves de agua, regresando al cuarto: una inspección completa, mientras yo esperaba que ella se quitara la ropa. Pero en vez de desnudarse se reveló: «Tú sabes», me dijo, «yo nunca había estado en una casa de citas». Hecha por Eliot, debí decirle, pero me sorprendió y más que sorprenderme me agradó: era violar una virginidad con ella. Franqueza que me llevó a mi vez a preguntarme cómo Vicente no la había llevado a una posada y respondiéndome yo mismo que me olvidaba que ella reservaba su virginidad para el matrimonio y volviéndome a preguntar dónde se había acostado con Félix, sin hacer nada, respondiéndome que inFélix tal vez tuviera escrúpulos en llevarla a una posada, añadiendo que era tal su pobreza que quizá no pudiera permitirse una posada —en esas preguntas y respuestas estaba cuando oí una orden en una voz dulce, bien educada pero perentoria: era Julieta, no los espíritus, que me decía no vas a venir y vi que ella se había quitado toda la ropa (no llevaba mucho esa tarde calurosa: sólo sostén y una bata) y se había acostado en la cama, completamente desnuda, menos maja que mujer. Me pregunté cuándo se habría desnudado pero no perdí tiempo en contestarme y me uní a ella, minoría absoluta, poniendo en práctica in corpore toda la teoría que ella me había enseñado. Esta vez Julieta (a quien le gustaba quejarse, no lamentarse sino exclamar en éxtasis) soltó las amarras no bien empezó mi lengua lábil, hábil ahora, a rozarle el cuerpo, y comenzó a navegar por otros mares de locura: a quejarse, a suspirar hondo, fosa sin fondo, y de allí pasó a gemidos, luego a alaridos, después a aullidos, y mientras se revolcaba haciendo más difícil mi labor, maullaba a todo pulmón, gato gutural, sus gritos llenando el cuarto y ululando en todo el universo, colmando el cosmos. Fue por estas causas de coloratura, que no oí que tocaban sino cuando el toque se repitió dos, Dios sabe cuántas veces y se hizo un tumulto junto a la puerta que nos despertó a los dos. Julieta dejó de perifonear desde el más acá y yo fui a abrir a ver qué pasaba. No eran los bomberos, era el hombre de la taquilla, el encargado, el posadero que en voz muy baja (cualquier sonido humano era bajo después de los alaridos astrales de Julieta), me dijo que si no podíamos hacer menos bulla —y esa petición me sorprendió de veras porque en aquel lugar debían estar acostumbrados a esta clase de ruidos románticos, pero al mismo tiempo no me sorprendió después de todo, considerando que los aullidos amorosos de Julieta bien podían acabar de establecer un récord de decibelios en la casa de cuitas. Cuando volví a Julieta no le expliqué lo que pasaba a su pregunta: «¿Qué ocurre?», sino que le dije: «Nada, un error», cuando debía haberle dicho: «Todo, un horror». Juego semántico del que me sacó la sonrisa de Julieta, que no era un comentario a lo sucedido sino una expresión que guardaba hacía rato, antes de cerrar la puerta, y me dijo: «Me ha ocurrido». No entendí sino hasta que continuó: «Sola, yo sola. ¿Sabes por qué?». No, le dije, asombrado ante su declaración: sabía que Julieta podía ser turbadora pero no masturbadora. Pero el orgasmo no se lo había procurado la mano sino la mansión: «Es este lugar», me dijo, «me excita». Desde que entré estaba mojada. Me excita la idea de saber que este edificio está hecho exclusivamente para el acto de amor, que los que vienen aquí vienen nada más que a hacer el amor, que todo aquí está organizado para estar un rato haciendo el amor. «¡Es la arquitectura en función del amor!». Esa declaración era típica de Julieta por esa época. Nunca le dije que nos habían llamado la atención los posaderos. Supuse que era la primera vez que pasaba. Luego pensé que Julieta había gritado tanto para establecer su estancia en la posada —¿o tal vez fuera para excitar a los otros huéspedes? (¿Se puede llamar huéspedes a los que van a una posada? No sé. Yo no tengo otro nombre que darles, pero vagamente me parece que huéspedes no es el término adecuado. Tal vez Julieta con su dominio de la nomenclatura amorosa supiera qué nombre darles, darnos. Pero nunca le pregunté).

No sé cómo me supe pensando (un dedo sobre la frente, la mano en la sien, el pulgar en la mandíbula) que yo debía estar leyendo demasiado a D. H. Lawrence. (De hecho, Julieta me prestó, cuando todavía vivía en pecado con sus padres, la traducción de El amante de Lady Chatterle, libro que era muy difícil de conseguir entonces en La Habana. Hoy pienso que ella me lo procuró como afrodisíaco, pero en ese momento creí que era su interés por la literatura inglesa. Aunque su comentario cuando le devolví el tomo podía ser o no ser literario. ¿No es verdad que es poderoso?, me dijo. Después de iniciarme ella yo me di a buscar todo lo que escribió Lawrence que estuviera traducido al español, ya que era más fácil conseguir libros en español que en inglés: no había ninguna biblioteca circulante en inglés que yo recuerde en La Habana y sí había por lo menos una que circulaba libros en español —Lawrence en el Lyceum. Leí todo lo viable, hasta las cartas de Lawrence, profeta postal). Tal vez yo estuviera excesivamente influido por Lawrence o no, lo cierto es que, sin estar verdaderamente enamorado de Julieta, le dije un día que nos fugáramos, que nos fuéramos a una isla desierta (en este caso, en Cuba, ya una isla, debía ser un cayo callado), a vivir en comunión con la naturaleza, abandonando La Habana y sus cosas vanas. No sé si por esta página ya ustedes me conocen, pero si me conocieran sabrían que soy incapaz de sobrevivir no en una isla (o cayo) desierta, sino siquiera en la ciudad sin auxilio de la familia, que yo, a pesar de mis orígenes obreros, de la pobreza de entonces, de la miseria más bien, soy un hijo de mamá, refugiado en casa al menor contratiempo, metido en la cama temprano. Pero también soy arriesgado en teoría y a lo mejor me hubiera ido con Julieta a una isla —a un cayo desierto. A Julieta esta proposición escapista tuvo la perpleja virtud de devolverla a la realidad de la cama. Se apoyó en la almohada, saliendo por debajo de la sábana, sus senos islas colmadas de carne flotando doradas por sobre el borde blanco, la espuma de Venus, y me dijo: «¿Tú estás loco?». «No, loco, no», le dije. «Simplemente enamorado». Ella no atendió a la expresión amorosa sino a la impresión anterior: «Solamente a un loco se le ocurre semejante idea. ¿Una isla desierta? ¿Tú sabes lo que estás diciendo?». «Bueno, sí. Irnos, los dos, a una isla desierta». «¿Cómo? ¿Nadando?» Sospeché que ella sabía que yo no sabía nadar. «No, caminando sobre las aguas. ¿Tú no crees en los milagros?» «Tú no estás bien de la cabeza», me dijo ella, y con ese diagnóstico fue verdaderamente que empezó nuestra separación aunque, pensándolo bien, nunca estuvimos juntos: sólo nos unía el sexo: mi pene, mi lengua, mis brazos: mis miembros— y aunque entonces yo pensaba que podía unirnos el amor, creo que habría aceptado esa idea si alguien la hubiera propuesto. «A ver», dijo Julieta, lógica, «¿qué íbamos a hacer nosotros en una isla desierta que no podamos hacer aquí en la cama?» El argumento era irrebatible (es más, podría ella haber añadido que en la cama yo podía hacer algo que no sabría hacer en una isla desierta: nadar), pero, discutidor que soy, se me ocurrió un contraargumento: «Estar todo el tiempo juntos». Por la mirada de Julieta supe que ella me iba a decir que no quería estar todo el tiempo junto a mí. Pero dijo: «Aquí podemos estar mucho tiempo juntos los dos», explicando casi como una maestrica de los obreros, cosa que odio. «Si tú quieres puedes venir también por las tardes». «¿Y las noches?», pregunté yo, totalitario. «Eso deja solamente las noches fuera y por las noches se duerme». Ella, por supuesto, no me iba a hacer creer a mí que, ella de noche nada más que dormía, quiero decir que las noches eran empleadas por ella (y por Vicente) solamente en dormir. Se lo dije: «¿Y tú empleas las noches sólo para dormir?». «Claro que sí», me dijo ella con Vicente, convincente. Pero le dije: «No te creo». «Además», dijo ella continuando su argumentación sin admitir mi negación, «¿cómo íbamos a vivir? Si ni siquiera aquí en La Habana Vieja tú puedes mantenerme. ¡Una isla desierta!» Esto último no lo dijo con sarcasmo sino que le salió como un suspiro después de aspirar profundo y casi exclamar: «¡Tu isla es un fraude!». Pero a mí me sonó sarcástico y zumbón: es que en ese momento, con mi idea de la isla desierta flotando en la mente, Laputa tropical, había perdido toda noción del sentido de las palabras, completamente desorientado. Más particularizado, había perdido el oriente de las preciosas palabras de Julieta. «Además», dijo ella con un además de más, «aunque pudiéramos vivir en una isla desierta, yo no quiero vivir en una isla desierta». No dijo: «Y punto» o «Punto final», o el habanero «Sanseacabó», pero así sonó de definitiva. Y esa mañana me habría quedado yo sin mi cuota de carne si no fuera porque la proposición de irnos a una isla desierta se la hice precavido después de hacer el amor, como decía ella, no antes.

Pero esta discusión no puso fin a mi relación con Julieta, lo hizo el hecho real de que ella cambiara de casa y una sabiduría de nación falsa. Se mudó a la calle 28 casi esquina a 23, y allá fui a visitarla por última vez una tarde. No fue como al principio una de las mañanas de frío en La Habana Vieja, con sus calles estrechas, sombrosas, sinuosas, sino la tarde calurosa de El Vedado, con sus rectas avenidas anchas, soleadas, demasiado expuestas al sol. El apartamento —mucho más espacioso que el de La Habana Vieja— quedaba en un primer piso, y cuando toqué el timbre (había timbre eléctrico, no el timbre torcido de casa de Catia ni los tres toques teatrales —«Es el destino que llama a Beethoven», habría explicado Queta— en la puerta del anterior apartamento), Julieta vino a abrirme: estaba vestida, como la primera vez que la visité, con un delantal, pero había una diferencia ahora. No llevaba otra ropa que el delantal que la cubría del ombligo abajo hasta casi llegarle a las rodillas y ése era todo su vestido. Arriba estaban exhibidas sus tetas torneadas, y cuando cerró la puerta y se dio vuelta, estaban expuestas sus nalgas nudas. Me pregunté qué habría hecho uno de los obreros que construían un enorme edificio en la esquina de haber tenido acceso al apartamento de Julieta, tocando el timbre, y la maestrica seguramente abriendo la puerta llevando nada más que esa hoja de parra paródica, como hizo conmigo. Pero el despliegue físico acompañado del toque doméstico del delantal era para mí: ella me esperaba. «Perdona un momento que enseguida termino», me dijo. «No te esperaba tan temprano». Ella no me esperaba —entonces estar vestida o desvestida así no era más que una reacción al calor de la tarde, exorcizando el estío. «Está bien», le dije. «No te preocupes. Termina con calma». En el cuarto ella iba y venía hablando de Miguel Ángel, aunque bien podría haber hablado de Rafael o de Leonardo porque no atendía a sus palabras pictóricas. Me senté a verla trapear, pasando el trapo mojado sobre las losas del piso y venir casi hasta mí y darse vuelta para mostrar su culo redondo, dobles esferas truncas que contemplé por espíritu de geometría. Al fin terminó. Es decir, se quitó el delantal en señal de que habían terminado sus labores domésticas y podían comenzar sus trabajos de amor. Vino hacia mí y se paró frente a mi cara, completamente desnuda. «Ven para el cuarto», me dijo, cuando di señas de ser capaz del coito sur place, como decía Silvio Rigor.

Tienen esta superstición sexual los habaneros, aparentemente respaldada por los hechos o los mitos, de que fornicar acabado de comer puede conducir a una embolia segura y tal vez a los estertores y a la muerte. La Habana me había adoptado, fue por esto que me vi obligado a decirle a Julieta: «Acabo de almorzar, pero vamos», y fue como si hubiera mencionado una charla con el diablo en casa del cardenal. «¿Qué?», exclamó preguntando Julieta. «¡Tú no te vas a acostar conmigo acabado de comer!». «Pero si no tiene importancia», le contesté. «¿Que no tiene importancia? No, mi vida, de eso nada. No te me vas a quedar muerto en los brazos». Yo creía que ella, en su súbito acento habanero, lo decía con amor, cuidadosa de mi salud, vigilante de mi vida. Pero añadió: «Yo no corro ese riesgo». Fue en esa frase fatal que vi que a ella le importaba poco que me muriera, con tal de que no lo hiciera en su cama: la verdad fue más brutal que sus palabras. Yo no sabía aún si estaba o no enamorado de Julieta, pero ahora acababa de saber que yo era poco más que un pene de más de una erección: para ella el Homo erectus, criatura del pleito obsceno. La escena hubiera sido divertida para un tercero objetivo: vean a esta mujer desnuda, con su cuerpo bien hecho —más que bien hecho: perfecto— y su cabeza bella discutiendo con su amante mal hecho, no asuntos de amor sino sobre la conveniencia o no de morirse de amor en su cama. Supongo que ella ya estaría calculando cómo deshacerse del cuerpo del delito, imaginando una coartada perfecta, ideando cómo parecer inocente. Ésa es mi imaginación pero la discusión verdadera fue cansona porque no era dialéctica, ni siquiera didáctica, según acostumbraba Julieta, sino repetitiva, y duró demasiado. Pero a Julieta no había quien la moviera, mucho menos conmoviera: ella no se iba a acostar conmigo por todo el oro de El Dorado ni por un Potosí de plata (es mi decir, porque a Julieta, virtuosa verdadera, no la motivaba ni el oro ni la plata: a ella no le importaba nada el dinero: sólo la carne, pero la carne viva, no la carne muerta o moribunda) si yo había comido hacía poco. Finalmente, fatigado, le dije que me iba y me despedí con un adiós agorero —que ella no registró: me dijo que estaba bien, que volviera otro día —en ayunas, supongo. Pero, añadí yo, si salgo por esa puerta no vuelvo, casi señalando como un marido teatral. «Me parece perfecto», dijo ella tomándome la palabra. «No vuelvas» —y no volví ni a su vulva ni a sus besos. Odiosa Julieta, no verla clave de mis sueños.

Luego, al poco tiempo de nuestra ruptura (o como se llame aquella discusión y despedida), Julieta conoció a Pablo Perera, pianista aficionado a los muchachos, y ella decidió, como no era Virginia, que si Pablo quería ser concertista debía llamarse Paul y a Pablo le sonó eufónico su nuevo nombre, Paul Perera. (Es curioso que Julieta no intentara cambiar mi nombre o afrancesarlo: resultarla cómico que me hubiera convencido de llamarme Guy). Pablo Perera decidió llamarse Paul desde entonces, y al mismo tiempo que de nombre cambió de objeto sexual y se hizo amante de Julieta. (Seguramente Julieta lo inició en los misterios de la Bona Dea sexual, como a todos nosotros). Aparentemente Pablo, Paul, no almorzaba y pasaba todas las tardes con Julieta. Pero sucedió que Vicente, previsto pintor pero pagador imprevisto, regresó del banco a destiempo un día y descubrió a Julieta con Pablo, Paul. No los atrapó en la cama, sino, lo que le pareció peor a Vicente, sorprendió (no sé quién fue más sorprendido, si Paul o Vincent) a Pablo vistiendo su bata de casa, decorada por él, a petición de Julieta, con olas japonesas en el mar de la China, amarillo y magenta. Vicente le dio de trompadas a Paul y en la trifulca Paul mordió una oreja a Vicente (tal vez sea al revés, no sé: fue una pelea confusa o confundido el relato), quien no tocó un pelo dorado, adorado de Julieta. Vicente se fue de la casa sin llevarse nada, ni la bata pintada a mano (sobre todo no la bata de andar por casa), mientras Julieta se quedó a curar amorosa las heridas de Paul, que ni siquiera se quejó —that’s a Perera: así eran los Perera. Cuando me enteré de la bronca (por la propia Julieta, que me contó todo y al final añadió, aspirando al expirar: «Imagínate, ¡qué vulgaridad!», acusando a Vicente, cuya vida era sin duda un fraude bancario) pensé que yo podría bien haber estado en el lugar de Pablo, de Paul, de Popol Perera, y que solamente me salvó del embarazo culpable y la paliza (Vicente Vega, pagador diario, Vincent pintor de domingo, era también el Vicente vengador, el atleta del bachillerato), de esa doble afrenta, una curiosa superstición habanera —mejor dicho, la creencia firme de Julieta Estévez de que hacer (después de comer) el amor mata.