17

El eco de las detonaciones chocó contra las casas de departamentos y resonó en la noche. El estampido onduló sobre el parque y la bahía y después se hizo el silencio. Los grillos se habían callado. Pero después, lentamente, uno por uno, reanudaron el coro.

—Volvamos al coche —dijo Angers—. No ganaremos nada quedándonos aquí.

Lillian estaba mirando al hombre muerto. Se había llevado las dos manos a la cara y parecía que no podía apartar la vista del cadáver sentado en el suelo.

El cigarro brillaba sobre la hierba.

—Traiga la linterna, compañero. Podríamos necesitarla.

Angers no miró a Bourney. Aquello hacía sentir deseos de hacer algo, pero no había nada que pudiésemos hacer. A menos que uno estuviese ansioso de ir a reunirse con Bourney. La pistola colgaba del brazo de Angers como su hubiese sido una mano suplementaria.

Lillian se volvió lentamente, con los ojos todavía dilatados, como si aquello hubiese sido imposible de creer. Y lo era.

—Ellos le enviaron —dijo Angers—. Eso es lo que hicieron. Probablemente fue el doctor Bernstein. No hay duda que lo envió él. Bernstein me pedía siempre que lo tomase con calma, y siempre me explicaba que yo encaraba el asunto desde un punto de vista equivocado. Él era el que afirmaba que estaba loco cuando hablaba de trasplantar el ojo íntegro. Y eso solo porque nunca había sido hecho con éxito, porque los libros dicen que es imposible. Bien, no lo saben. Pero yo sí lo sé.

Emprendimos el regreso. Angers había terminado de estudiar la propiedad. El terreno ya ni siquiera figuraba en sus pensamientos.

—De modo que le envió Bernstein. Tom Bourney —lanzó nuevamente su risa demente a la noche. Brotó de él como si la hubiese escupido—. Al principio consiguió engañarme.

Lillian y yo caminábamos juntos y le dejábamos hablar.

—Las cosas que hacíamos allí —murmuró—. En el campo de batalla hacíamos cosas que nadie habría creído posibles. Sin ningún elemento, sin nada. Realizábamos milagros. Yo los hacía. Realizaba toda clase de milagros. Y ellos dicen que no puedo… —se interrumpió.

Su estado empeoraba aceleradamente. Antes no se había comportado nunca así. Yo empezaba a comprender algo acerca de Angers, ¿pero de qué me servía?

—Ahora tenemos un coche, compañero —manifestó Angers—. Muy pronto enviaré un cable pidiendo dinero.

—Sí.

—Me enviarán todo el que necesite.

—Naturalmente —asentí—. Necesitará mucho, ¿verdad?

Llegamos a la acera. Estábamos cubiertos de abrojos. Un coche pasó por la calle y una risa potente y satisfecha de mujer fue arrastrada por el viento suave que atravesaba la bahía, saturado de olor a pescado y a sal y a libertad. Cruzamos la calle en dirección al automóvil.

—¿Sabe una cosa? —comentó Angers—. He estado pensando mucho en lo que usted me contó de ese tipo que tiene un yate. ¿Cómo se llama? ¿Aldercook?

—Sí. Pero olvídelo.

—No puedo olvidarlo. He pasado por muchas situaciones parecidas, compañero. Quiero conocerle. Bernstein era un tipo de esa clase.

—No tiene importancia —insistí—. Olvídelo… No es nada.

—Quiero conocerle. Ahora. Usted dijo que tiene un yate, ¿verdad?

Llegamos al coche. Lillian me miró. Yo no sabía qué hacer. Rogaba que ella pudiese soportar aquello durante un poco más de tiempo. Parecía aturdida, insensible.

—Escuche —dije, volviéndome hacia Angers—. ¿Por qué no me muestra los planos? Podríamos ir a algún lugar tranquilo y usted me hablaría y me explicaría todos sus proyectos acerca del hospital. ¿Por qué no hacemos eso?

Angers meneó la cabeza, sonriendo silenciosamente.

—No, compañero. Quiero conocer a su amigo. Vamos.

Miré hacia atrás de él, a través de la calle, en dirección a esa extensión silenciosa de espesos pajonales y de jungla. Me pregunté cuánto tiempo transcurriría antes que alguien encontrase a Bourney.

Quizá dependería del sol.

El viaje hasta el embarcadero en el que estaba amarrado el Rabbit-O pareció desarrollarse en medio de un trance hipnótico. Lillian y yo ocupábamos el asiento delantero del coche de Bourney, y nuevamente era yo el que conducía. Resultaba semejante al viaje que habíamos hecho más temprano. Habíamos pasado por la misma calle entre las palmeras, con la bahía a un costado y con Tampa al otro lado de las aguas e iluminando el cielo de la noche. Pero desde entonces había transcurrido mucho tiempo, aquello había ocurrido antes del despertar de la consciencia, antes de que uno pudiera comprender la realidad y lo que debía enfrentar.

Sabía que solo era cuestión de tiempo que Angers volviese el arma contra nosotros. No conseguía explicarme qué era lo que había impedido que nos matase mucho antes. Un capricho. Y también sería consecuencia de un capricho que uno de nosotros se viese enfrentado finalmente con la boca de la Luger y viese el fogonazo y sintiese el impacto del proyectil.

No habría advertencia previa. No la había habido para los otros. No creía que ninguno de ellos hubiese imaginado lo que iba a ocurrir. Excepto el policía. Él lo había sabido. Todavía recordaba la expresión de su rostro, el súbito y paciente repaso de sus recuerdos porque todo había terminado para él y él lo sabía. De modo que se había tomado su tiempo. Recordando.

Nunca olvidaría la expresión del rostro de aquel polizonte.

Ahora estábamos volviendo al lado exterior del círculo vicioso de acontecimientos que habían comenzado con Harvey Aldercook durante una mañana desde la que había transcurrido tanto tiempo. Había sido una mañana en la que yo no tenía más preocupaciones que la necesidad de conseguir dinero para comprar comida y para asegurarme de que Ruby recibiría la mejor atención posible en el hospital cuando le llegase el momento de dar a luz.

¡Qué mujer Ruby! No me gustaba pensar en eso, pero no podía evitarlo. Me pregunté si todavía la tenía. Traté de no recordar a Bill Watts en la pantalla de televisión, mientras decía que reclamaban mi presencia en el hospital. ¿Para qué me necesitaban? Fuera para lo que fuese, ya hacía mucho que había pasado la hora.

Doblamos por el muelle del amarradero de yates y aparqué el coche frente al embarcadero al que estaba amarrado el Rabbit-O. Desde algún lugar una radio emitía una música frenética, palpitante.

—¿Ya llegamos? —preguntó Angers.

—Sí.

—Excelente.

Lillian miraba fijamente al frente a través del parabrisas. Tenía las manos entrelazadas sobre el regazo y ahora parecía resignada. Ya no hablaba mucho y parecía en cierto modo indiferente.

Miré hacia el Rabbit-O y lo que vi y oí no me gustó nada.

Angers estaba inclinado sobre el respaldo del asiento delantero, y cuando me volví para hablarle descubrí que la pistola no estaba a más de un par de centímetros de mi cara.

—Escuche —dije—. Están celebrando una fiesta…

—Estupendo.

—No —contesté—. No es estupendo. Habrá demasiada gente allí, Ralph. ¿Qué le parece si conseguimos una habitación en algún lugar y tratamos de dormir? Todos nosotros necesitamos dormir.

No hizo ningún comentario. Lillian permaneció sentada, mirando fijamente hacia delante. Yo había esperado que se sumase a mis esfuerzos para tratar de convencerle.

—Necesitamos descansar —insistí—. No conviene, subir ahora al yate. Podríamos volver aquí mañana a primera hora.

—Compañero, hay que hacer las cosas por orden, y yo quiero conocer a ese tipo.

—¿Pero por qué? ¿Qué importancia tiene eso?

—Usted dijo que él le debe dinero.

—Olvídelo.

—Le debe doscientos setenta dólares, ¿no es así?

Giré la cabeza y miré mis manos apoyadas sobre el volante. Me había esforzado, ¿verdad? ¿Qué más podía hacer?

Abrimos el portón de madera del embarcadero y empezamos a caminar sobre las tablas. Hacía un largo rato que Lillian no decía una palabra. Se limitaba a seguirnos. Quizá esta era una circunstancia afortunada; yo no estaba muy seguro.

Angers llevaba el rollo de planos debajo de un brazo, como siempre, y tenía la pistola en la mano.

—Es una bonita embarcación —comentó.

—Sí.

Aquella sí que era una fiesta. La música surgía del yate. Del interior del Rabbit-O. Frente a las ventanas y sobre la cubierta de popa había varios hombres y mujeres, todos en distintas etapas de desnudez y borrachera. En las sombras de la proa estaban tendidos un hombre y una mujer, muy juntos, ambos con vasos en la mano y ambos con bañadores. Aparentemente no nos vieron cuando pasamos en dirección a la popa.

Vi fugazmente a Harvey Aldercook que pasaba por la cabina con una botella en la mano. Debía haber aproximadamente seis parejas.

En la embarcación amarrada del otro lado del embarcadero un hombre estaba sentado en una mecedora, fumando, con un perro tendido junto a sus pies. Probablemente se había convencido de que esa noche no le dejarían dormir. Nos miró, pero esto no significó nada. Quizá ni siquiera el arma habría despertado sus sospechas, porque estaba acostumbrado a ver cosas raras en el Rabbit-O.

No vi a Patas de Langosta. Uno nunca podía conocer a fondo a las mujeres. Pero todavía recordaba como se había acurrucado contra la pared del Rabbit-O, aterrorizada porque yo me portaba como un mal hombre. ¿Quién diablos era Harvey? Esta era una pregunta interesante.

—Subamos a bordo —dijo Angers. El oír su voz junto a mi cara me sobresaltó.

En ese momento una mujer sentada en los escalones de popa que conducían a la cubierta levantó la vista y nos descubrió.

—Harvey —exclamó—. Aquí llega alguien nuevo. —Giró la cabeza, observándonos, y entonces vio la pistola y gritó—: ¡Son bandidos, Harvey! Quiero decir piratas. Van a abordar el barco.

Se puso en pie. Era la única muchacha que usaba una falda en ese yate. La falda era algo impresionante. Todos los colores del arco iris habían sido salpicados sobre una tela muy fina que ella cerraba sobre su cuerpo desnudo. Usaba un pañuelo de la misma tela sobre el busto y era pelirroja.

—¿Cómo? —preguntó Harvey Aldercook.

Salió por la puerta de la cabina con un vaso en la mano. Levantó la mirada y nos vio y el vaso cayó de su mano y se hizo trizas junto a sus pies.

Estaba enterado.

—No —murmuró Harvey—. No.

—Salten a bordo —ordenó Angers.

Le dio un empujó a Lillian y ella cayó sobre la cubierta. Saltó y cayó de rodillas junto a Aldercook. Este la miró, y pareció encogerse en el vano de la puerta.

—Adelante, compañero —dijo Angers.

—Son ellos —susurró Harvey—. ¡Son ellos!

—¿Quiénes, Harvey? ¿De quiénes estás hablando? —preguntó la pelirroja.

Dos hombres se situaron detrás de Harvey y miraron por encima de su hombro.

Saltamos sobre la cubierta y Angers se recostó contra la popa de la embarcación, junto a los depósitos de carnada que nunca eran utilizados, y miró a los tripulantes del yate.

—Dígales a los que están delante que vengan aquí. El hombre y la mujer que están en la proa —especificó Angers. Se había dirigido a Harvey Aldercook.

Aldercook tenía el mismo aspecto que aquella mañana. Usaba los mismos pantalones y la misma camisa, con la gorra de marino.

—Wilma —gritó—. Wilma y Jack…, vengan aquí.

—Tírate al mar —contestó un hombre desde la parte anterior.

—Dense prisa —exclamó Aldercook—. Ocurrió algo.

—Aquí también ocurrió algo.

—Hágales venir —insistió Angers—. Y apague esa radio. —Se volvió hacia mí—: ¿Es ese, verdad, compañero?

—Sí —asentí—. Es ese.

Aldercook no se había movido de la puerta de la cabina. Giró la cabeza y rugió:

—A ver si alguien apaga esa maldita radio —después miró nuevamente a Angers. Parecía hipnotizado.

Angers seguía recostado contra la baranda de la popa, junto a los recipientes de carnada, con la pistola en la mano. Alguien apagó la radio y el silencio fue total. Jack y Wilma aparecieron y saltaron sobre la cubierta.

—¿Qué diablos significa esto? —inquirió Jack.

Wilma se limitó a sonreír desde abajo de su maquillaje desdibujado, con la cabellera alborotada. Estaba un poco borracha.

—Entren todos —ordenó Angers.

Alguien se rio. Primero un hombre se rio dentro de la cabina, y después una mujer empezó a hacerle coro. Se rieron los dos. Era muy gracioso y Harvey se quedó en la puerta de la cabina, mirándonos. No sabía qué hacer o decir.

Aquello no me divertía. Quizá debiera haberme alegrado, pero el efecto era distinto.

Jack y Wilma se dieron cuenta de que había algo tenso en el ambiente, pero no sabían quiénes éramos. Tampoco lo sabía la pelirroja, pero ella también notó que algo marchaba mal. Los tres intentaron meter a Harvey en la cabina. Los otros que estaban adentro permanecieron junto a la puerta, tratando de ver lo que ocurría. El hombre y la mujer seguían conversando y riéndose.

—Entren —repitió Angers tranquilamente.

—Steve —dijo Harvey—. ¿Qué desea?

No contesté. Fue entonces cuando la oí chillar. Era Patas de Langosta. Estaba espiando entre las cortinas de la ventana de la cabina.

—¡Es ese Logan! —exclamó.

Se apartó de la ventana y empezó a explicarles frenéticamente a todos quiénes éramos.

Harvey y ella debían haber pasado un día estupendo, siguiéndonos por la radio. Debían haber sentido un gran placer al leer en los diarios que probablemente yo estaba muerto. Sin embargo, ahora no se sentía feliz.

Súbitamente, dentro reinó un silencio de tumba. Lillian empujó a Aldercook hacia un costado y entró en la cabina. Angers no se movió.

—Tenía ganas de conocerle —le dijo a Harvey—. Entre —ordenó. Avanzó hacia Harvey y este desapareció en el interior de la cabina.

Había seis parejas, tal como me había parecido. La pelirroja era la persona más próxima a la puerta, y estaba sentada en un sofá. Dos hombres parecían muy borrachos, pero tenían consciencia de lo que estaba ocurrriendo, y lamentaban encontrarse en ese estado. Uno de ellos estaba junto al compartimiento del timón y el otro a un costado del corredor que llevaba a la cabina delantera, donde estaban las cuchetas.

Nadie hablaba. Pero todos miraban con atención.

Dos hombres permanecían sentados con sus compañeras en un pequeño rincón aislado. Esquivaron nuestras miradas. Harvey retrocedió hasta quedar en el centro de la cabina principal. Las otras mujeres estaban apretadas en una masa de carne, junto con Jack, en el sofá. Lillian fue a sentarse en el brazo del sofá y miró hacia el piso. Patas de Langosta estaba junto a ella, y una de las mujeres empezó a llorar.

—Saben quiénes somos, ¿verdad? —inquirió Angers, mirando a su alrededor.

Me senté sobre el borde de uno de los bancos que estaban en el rincón aislado y miré a Angers. Él se erguía en el vano de la puerta con el rollo de papel y la maldita pistola. Bien, no podría matarles a todos. Si empezaba a disparar en ese momento alguien le atraparía, porque se quedaría sin proyectiles. No se le presentaría una oportunidad para volver a cargar el arma. «Dios mío —rogué—, ojalá no tire».

—Le debe dinero a mi amigo —le dijo Angers a Harvey.

—¿De… de veras? ¿Se lo debo? —Harvey empezó a disolverse en sonrisas—. ¿De modo que le debo dinero?

—No se trata de eso —exclamé—. Por amor a Dios, use la cabeza.

—Está inmóvil —susurró una de las mujeres.

—Está loco —susurró otra—. Nos va a matar.

La mujer que lloraba empezó a aullar. Era una muchacha de físico generoso, muy apetitosa y sensual, vestida con un ajustado bañador blanco de dos piezas. Tenía una abundante cabellera renegrida. Sus pechos eran enormes y por algún motivo mientras gemía tenía un aspecto ridículo. Sus ojos estaban muy dilatados.

Entonces me fijé por primera vez en la nariz de Harvey. No estaba vendada, porque probablemente no había querido estropear su belleza con una cinta adhesiva, y no había ninguna lastimadura a la vista. Pero la nariz no estaba en su posición correcta, sino un poco desviada de su centro, y recordé la sensación que me había producido cuando la había golpeado con la rodilla. Se estaba paseando con la nariz rota, sin ninguna venda, para no aguar la fiesta.

—Mi amigo quiere doscientos setenta dólares —manifestó Angers—. Eso es lo que usted le debe, ¿verdad?

—Claro, claro —asintió Harvey.

—Venga aquí —ordenó Angers—. Acérquese.

Aldercook caminó lentamente hacia Angers y este se quedó mirándole.

—¿Por qué no le pagó a Steve lo que le debía? —preguntó Angers.

—Bien…

Harvey trató de mantener su voz serena. Parecía que no le iba a ocurrir nada. Después de todo, ese tipo Angers no era tan terrible. Quizá estaba un poco pálido, pero eso era todo. Quizá la mayoría de esas historias eran inventadas. ¿Quién podía saberlo en realidad? Yo me daba cuenta de que este era el rumbo que tomaban sus pensamientos. No podía evitarlo porque había nacido así.

Una mujer se rio. Fue Wilma. Su risa no era divertida, sino que era una risa un poco histérica del desahogo nervioso. Estaba muy tensa y rígida en su asiento, y ahora tenía un aspecto sobrio. La risa solo brotaba de su boca. Se parecía a las carcajadas que lanzaba Angers de vez en cuando, aunque en este caso no estaba tan cargada de locura.

—Explíquemelo —insistió Angers—. Quiero saberlo. Usted verá. Steve me salvó hoy la vida y es mi compañero. Somos amigos y los amigos se ayudan los unos a los otros. Quiero saber por qué no le pagó el dinero que le debía. Explíquemelo —repitió.

Ella volvió a reírse. Angers la miró y ella le miró a él y se le rio en las narices. Eso marchaba mal. Wilma estaba tratando de controlarse pero no lo conseguía. Continuaba mirándole y riéndose. Se reía estrepitosamente. Se sacudía y la otra mujer seguía llorando mientras Wilma miraba a Angers haciendo esfuerzos desesperados para no reírse.

—Es muy gracioso, ¿no es cierto? —comentó Angers.

Sentí que los ojos de Lillian se posaban sobre mí. Sus ojos me sonrieron fugazmente y sus párpados se arrugaron en las comisuras. Y comprendí algo. Se había resignado. Totalmente.

Harvey no estaba tan asustado como antes, porque Angers parecía muy tranquilo.

—Creo que esta es una cuestión de dinero entre Steve y yo —manifestó Harvey.

—¿De veras?

—Sí. ¿Qué hace usted aquí?

—Quería conocerle. Quiero ese dinero. Quiero que se lo entregue a Steve, para que sus amigos lo vean. Quiero que sus amigos sepan qué clase de hombre es usted.

Esto le conmovió un poco. No le gustó y además le asustó.

Sacó su cartera y contó doscientos setenta dólares de un fajo de billetes que abultaban tanto que la cartera no se cerraba por completo. Así era Harvey. Depositó el dinero sobre la mesita, delante de sí, y los dos hombres y las dos muchachas le miraron. Ahora todos miraban a Harvey.

—Bien —dijo Harvey—. Ahí tiene el dinero.

—No es bastante —manifestó Angers.

Harvey le miró.

—No es bastante para el trabajo que hizo —explicó Angers. Se volvió hacia mí, empuñando la pistola—. ¿No es cierto, Steve?

No le contesté. Permanecí inmóvil en mi asiento. Percibía toda la tensión y miré hacia la ventana de la cabina. Observé que el hombre que había estado sentado en la mecedora se encontraba ahora de pie en el embarcadero de madera. Se esforzaba por parecer indiferente, como si hubiese salido simplemente a dar un paseo con su perro. Pero no era eso lo que estaba haciendo. Nos estaba espiando por la ventana de la cabina. Entonces me di cuenta. También estaba contemplando la calle.

Empecé a transpirar.

El hombre dio dos pasos hacia la calle, mirando, y después retrocedió nuevamente dos pasos, sin dejar de mirar. Estaba muy nervioso, pero trataba de disimularlo. Era un hombre corpulento, vestido con shorts, y fumaba una pipa. Cada vez que daba un paso su perro daba dos y se sentaba. El perro era un spaniel.

Ahora la mujer que había estado llorando se sorbía las narices.

—¿Cuánto dinero tiene ahí? —preguntó Angers.

Harvey miró su cartera. No hacía más que sostenerla en la mano y mirarla.

—Sáquelo y cuéntelo —ordenó Angers.

Uno de los tipos que estaban sentados en el mismo banco que yo vio al hombre del embarcadero. Desvió la cabeza rápidamente y entonces me miró. Hice un gesto disimulado de asentimiento.

Tenía un amigo. Me sentí regocijado. Esa era una sensación magnífica. La mejor que había experimentado en mucho tiempo. Aquel pájaro que estaba sentado en el rincón sabía qué era lo que estaba ocurriendo, lo había entendido perfectamente, y no era valiente pero tampoco era un tonto. Era mi amigo. Podía confiar en él si ocurría algo.

¿Pero de qué servía?

Harvey contó el dinero de la cartera y dijo:

—Aquí hay doscientos catorce dólares.

—Póngalos junto con los otros y quedaremos a mano —manifestó Angers.

Harvey obedeció la orden de Angers. Me miró con su cara desprovista de expresión. Nuevamente estaba muy asustado.

—¿Se dio cuenta, compañero? —preguntó Angers.

Yo no contesté.

—Tome el dinero, compañero —exclamó Angers—. Allí hay cuatrocientos ochenta y cuatro dólares. Supongo que es un precio razonable por el trabajo que realizó, ¿no le parece?

Yo no quería tomar el dinero. Harvey me estaba observando. No quería volver a mirar a Angers. Pero Angers no había terminado con él.

—Este es el amigo que ustedes tienen —les dijo a las personas que estaban en la cabina—. ¿No les parece simpático?

Harvey tenía la cartera vacía en la mano y tragó saliva. Miró a su alrededor y esbozó una sonrisita malsana que nadie contestó. Entonces no le quedó más recurso que mirar nuevamente a Angers, siempre con la cartera en la mano.

—Ahora —manifestó Angers— quiero que tome una hoja de papel y un lápiz y que escriba en ella que le pagó el dinero a Steve por un trabajo que él realizó para usted. Y quiero que lo firme.

—Esto es absurdo —comentó Harvey.

—¿Le parece?

El hombre sentado en el rincón, mi amigo, empujó un bloc de papel a través de la mesita, sacó un lápiz de su camisa deportiva y lo depositó junto al bloc.

—Haz lo que te pide el hombre, Harvey —dijo.

—Claro, claro —asintió Harvey. Escribió rápidamente sobre la hoja de papel y puso su firma. Después dejó el bloc sobre la mesita y arrancó la hoja de arriba y la colocó junto al dinero—. Tómelo —dijo, mirándome—. Pero no pudo hacerlo solo, ¿eh? Le eché del yate y ahora tuvo que traer un amigo.

Empujó el dinero y la nota hacia donde estaba yo.

No pude dejar de compadecerle. Había tenido que insertar su comentario malicioso.

—Toqúese la nariz —contesté—. ¿Cómo disimuló la hinchazón?

—Recoja el dinero, compañero —dijo Angers.

Tomé el dinero y la nota y metí todo en el bolsillo de mi pantalón. Mientras lo hacía, miré hacia el embarcadero. El hombre que estaba allí seguía mirándonos y estudiando la calle que bordea la costa. Yo estaba convencido de que había llamado a la policía. Había descubierto lo que ocurría y los polizontes llegarían de un momento a otro. Rogué para que fuese así, pero al mismo tiempo me pregunté si eso sería lo ideal.

Si aparecían ahora y empezaban a tirar, habría una masacre general.

—Lillian —murmuró Angers—, ven aquí.

Lillian se levantó del brazo del sofá y fue a reunirse con Angers. Se movía como una sonámbula. Todos miraron como cruzaba la cabina. Harvey permanecía inmóvil, estudiando a Angers, y vi que mi amigo levantaba los ojos nuevamente hacia el embarcadero.

Entonces todo se oscureció dentro de mí, porque Angers también notó que mi amigo estaba mirando algo.

Y el tipo que estaba afuera vio lo que sucedía. Vio que Angers giraba la cabeza y le miraba a través de la ventana de la cabina, y se quedó petrificado. Oh, eso era extraordinario. El tipo estaba afuera, paralizado, y las luces de la cabina iluminaban su cara.

Casi pude ver cómo funcionaba el cerebro de Angers. Se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Me alegré de que Angers no me hubiese sorprendido a mí mientras miraba hacia afuera.

—Bien —comentó—, llegó el momento de irse, compañero.

Harvey comenzó a temblar. Su garganta y su mentón carnosos estaban cubiertos de manchas violáceas y temblaban.

La mujer que había estado llorando se desmayó. Se relajó sencillamente y cayó hacia atrás sobre el sofá, chocando contra Wilma. Wilma empezó a reírse nuevamente. Se reía histéricamente, por el costado de la boca. Trataba de mantener los labios apretados, pero no lo conseguía. La mujer que se había desmayado quedó cruzada sobre el regazo de Wilma, y esta siguió riéndose.

—Oiga —dijo el hombre que estaba sentado en el rincón—. ¿Por qué no celebramos esto con un trago?

Iba a comportarse valientemente. No le quedaba otro remedio. Supongo que había decidido que esa era la única actitud que podía adoptar. Era el único de los ocupantes de la cabina que había comprendido lo que estaba sucediendo. Uno podía leerlo en su semblante, y ahora iba a ser audaz.

—Harvey —dijo—, ¿por qué no les sirves un trago a estos señores?

—Tenemos que irnos —manifestó Angers, a mi amigo.

Yo me puse de pie y también le miré.

—Olvídelo —murmuré.

Él me entendió perfectamente, pero en su interior hubo algo que le incitó a no entregarse.

—Diablos —exclamó—. Podríamos convertir esto en una fiesta magnífica. Podríamos sacar el yate a la bahía, ¿no te parece, Harvey?

Sabía que aquel tipo había estado bebiendo mucho, y quizá eso explicaba su comportamiento.

—Vamos, compañero —dijo Angers—. Nos iremos de aquí.

—Muy bien.

Hacía apenas unos minutos que estábamos allí, y el tipo que trataba de detenernos sabía que si nos quedábamos un rato más llegarían los polizontes. Yo también lo sabía. Pero él no entendía a Angers. No había visto cómo trabajaba Angers con la Luger.

Ahora no me atrevía a mirar por la ventana de la cabina. No sabía si el hombre estaba todavía fuera con su perro, o no.

Angers abrió la puerta de la cabina e hizo una seña para que saliésemos. Nadie pronunció una palabra. Hasta entonces todos habíamos pasado un mal rato y yo estaba bañado en sudor.

El tipo del rincón sabía que Angers se había dado cuenta, y Angers siguió mirándole mientras cerraba la puerta de la cabina. Era una puerta persiana, y todos permanecieron sentados adentro, mirándonos. Afuera uno sentía el efecto de la brisa.

—Lillian —dijo Angers—, quiero que entres nuevamente allí.

Lillian le miró. Sus ojos estaban opacos. No habló.

—Muévete —insistió él.

Ella entró a la cabina.

—Muy bien, compañero —manifestó Angers—. Suba al embarcadero. En marcha.

Subí por la escalinata y salté al embarcadero. El hombre estaba subiendo a su embarcación con el perro entre sus brazos. Angers me siguió.

—Al coche, compañero —indicó—. Pronto.

Cuando pasamos junto al Rabbit-O miré hacia la cabina y vi que todos estaban sentados, tal como les habíamos dejado. Harvey y Lillian estaban de pie en el centro de la habitación. Sus ojos nos seguían por el embarcadero.

—Corra —exclamó Angers detrás de mí—. No nos queda mucho tiempo, compañero, y no podemos dejar que todo fracase ahora.

Pasamos frente al tipo del perro. Angers ni siquiera le miró.

En la calle nada anunciaba la presencia de la policía.

Cuando llegamos a la franja de hierba que crecía junto a la acera, Angers me tomó por el brazo.

—Quizá tengamos dificultades, compañero. No me abandone, ¿entiende?

Yo le miré y no contesté nada. No podría haberlo hecho. Después de todo, él creía en todas las cosas que hacía, y por lo menos confiaba a medias en mí.

En la cabina había resultado muy valioso saber, momentáneamente, que en medio de ese grupo tenía un amigo que comprendía lo que estaba ocurriendo. Bien, empecé a pensar en lo que debía sentir Angers con su mente trastornada y todo lo demás.

—¿Y Lil? —pregunté.

—Al diablo con Lil —respondió—. Suba al coche.

Me senté frente al volante y Angers cerró violentamente la portezuela de su lado y se volvió para mirarme. Apoyó el rollo de papel sobre el piso, sosteniéndolo entre las rodillas, y se quedó sentado con la pistola en la mano.

—Creo que alguien llamó a la policía —manifestó—. Lo intuyo. Vi algo sospechoso.

No hice ningún comentario. Estaba tratando de ganar el mayor tiempo posible. No puse el coche en marcha. Quizá los dos estábamos equivocados.

—No debe abandonarme, compañero —dijo.

—Claro que no.

—Entonces ponga el auto en marcha. Tenemos que salir de aquí.

Apoyé el pie sobre el acelerador y comprendí que el tipo de la embarcación vecina al Rabbit-O había perdido su oportunidad. Debería haber estropeado el coche. No lo había hecho. Funcionaba perfectamente.

—Doble hacia la derecha por aquí —indicó Angers.

Pensé en Lillian, que estaba en el yate junto con los otros, y en lo que haría ahora. Por lo menos se había zafado del lío. Estaba a salvo.

—No me gustó separarme de Lil —murmuró Angers—. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? No sé qué sucederá, y no quiero que le ocurra nada malo.

Yo le miré.

Alguien gritó cerca de nosotros. Era el tipo del perro. Estaba corriendo por el embarcadero de madera hacia el portón en el momento en que yo describía una curva cerrada. Salió a la calle, agitando los brazos y gritando con todas sus fuerzas.

El perro saltaba junto a él.

—No me equivoqué —comentó Angers.

En el nacimiento del muelle, un coche patrulla salió de la calle transversal y enfiló hacia nosotros, avanzando lentamente. El hombre estaba en la calle, gritando y señalándonos.

—Apriete el acelerador —ordenó Angens—. Nos han visto.

Oí un disparo y vi que Angers había usado la Luger. Estaba asomado por la ventanilla y había disparado un solo tiro contra el hombre del perro. No sabía si le había alcanzado o no. No podía ver lo que ocurría allí atrás.

El coche patrulla siguió avanzando y vi un fogonazo que brotaba de su ventanilla y oí otro estampido. Entonces nos cruzamos con el coche y este empezó a dar la vuelta. Otro más apareció en la misma esquina.

—Doble hacia la derecha —indicó Angers—. Y acelere todo lo posible, compañero.

No necesitaba decírmelo. No quería morir, por lo menos tan pronto. No mientras todavía hubiese una posibilidad. Yo estaba en medio del conflicto y lo sabía y no me gustaba.

—Tenemos que dejarlos atrás —dijo Angers—. Tenemos que hacerlo. ¿Me oye, Steve?

—Hago todo lo que puedo.

Doblamos velozmente por la esquina y entonces empezaron a sonar las sirenas. Era un sonido que yo estaba esperando desde hacía mucho tiempo. Ahora que lo oía, verdaderamente cerca, quería que enmudeciese. Sabía que Lillian también lo estaba escuchando desde el yate. Me pregunté qué era lo que pensaría.

Les aseguro que apreté el acelerador a fondo.