8

En realidad él no tenía personalidad. Yo había presenciado sus cambios, había captado las contradicciones y confusiones de su mente. Incluso en medio del terror que inspiraba, no podía dejar de preguntarme quién era. No me gustaba considerar la posibilidad de que fuese un cirujano de ojos. Quizá esto era otro delirio absurdo de su mente enloquecida. De todos modos, no deseaba que se acercase a mí. Quería conservar la poca vista que me quedaba.

Y ese hospital al que se refería. ¡Qué divertido! Quería salvar a la gente. Y quizá su próximo movimiento consistiría en sacar esa maldita Luger para cometer un asesinato.

Sam Graham no sospechaba lo que encontraría en su casa.

Miré a Angers. Él seguía contemplando el techo, con la cabeza recostada contra el respaldo de la silla. Calculé la distancia que tendría que cubrir para empuñar la pistola. Y de alguna manera comprendí que si le atacaba, él sería el primero en apoderarse del arma. Y me mataría. Muy sencillo.

¿Y qué ocurriría si él no alcanzaba la pistola?

No era un tipo flojo. ¿Por qué estaba tan pálido? ¿Habría salido de la prisión? Angers había estado en algún lugar en el que había poco sol, y yo no podía creer que se tratase de la cárcel.

—Este es un lugar tranquilo, ¿verdad? —comentó Angers.

—Sí.

Betty no emitía ningún sonido, pero las lágrimas rodaban por sus mejillas. Todos estábamos sentados, esperando.

Sabía que Lillian y yo estábamos pensando en tácticas y métodos. Betty debía estar pensando en Sam.

Procuré que mi tono fuese cordial, para complacerle. Era imposible prever sus reacciones.

—¿Cuánto tiempo hace que se conocen con Ralph, Lil?

Ella giró la cabeza hacia mí, y la abundante cabellera de color caoba susurró sobre sus hombros. Se humedeció los labios con la lengua y miró a Angers.

—Oh, hace mucho tiempo. Conocí a Ralph en Seattle.

—Viejos amigos —comenté.

—No tan viejos.

Volvió a hacerse el silencio en la habitación. Betty cesó de llorar. Sacó un pañuelo del bolsillo de sus shorts y se secó las mejillas y los ojos, mirando siempre a través del cuarto. Sus muslos regordetes estaban salpicados por las lágrimas. Los secó, y desplegó el pañuelo sobre sus rodillas. Lanzó un profundo suspiro y se volvió para mirarme. Su cabeza osciló un poco hacia arriba y abajo, y después se controló nuevamente.

—¿Qué… qué harás respecto a Ruby? —preguntó.

—No lo sé.

—Tienes que verla. Llamaron dos veces desde el hospital, Steve. Sucedió… sucedió algo, y te necesitan.

—Lo sé.

—Se me acaba de ocurrir una idea —exclamó Angers, poniéndose en pie—. Vengan todos conmigo.

Le miramos.

—Vengan —repitió—. Empezaremos por aquí. Es una vergüenza que tenga que hacer esto, pero no se puede confiar en nadie. Sé que puedo confiar en usted, compañero —me miró con su cara pálida—. Pero es igual. Vengan conmigo.

Nos pusimos todos en pie.

Empezó a caminar alrededor de la habitación. Cerró herméticamente todas las ventanas abiertas.

—Ahora la puerta de enfrente —manifestó—. Síganme.

Salimos todos al corredor y Angers le echó la llave a la puerta de entrada. Después hicimos un recorrido por toda la casa, guiados por él, y cerramos puertas y ventanas.

El teléfono estaba sobre un pequeño estante del bar, situado entre la cocina y el comedor. Betty me llamó la atención cuando lo miré. Habría que esperar.

—Volvamos a la otra habitación —dijo Angers—. Esperaremos a su marido. Después podremos relajarnos y Steve y yo revisaremos los planos.

Regresamos a la sala. Durante todo este tiempo la pistola había estado sobre el aparato de televisión. Pero Angers era astuto. No pasaba por alto nada de lo que ocurría a su alrededor. Vigilaba a todos… con una atención quizá demasiado exagerada.

Había estado observando especialmente a Betty.

Se instaló en su silla, y cuando Betty pasó frente a él, Angers la tomó por la mano. Ella quedó paralizada.

Angers la miró, desde donde estaba sentado. Betty tenía un cuerpo bien redondeado, y la piel de sus piernas surgía suave y turgente debajo del borde de los shorts. Tenía pechos amplios y caderas abundantes.

—Usted es muy bonita, señora Graham —comentó Angers.

Betty se quedó rígida. Angers se inclinó hacia adelante, sin soltarla, y estiró la otra mano y le acarició el muslo. Su mano se deslizó a lo largo de toda la parte posterior de su pierna. Betty no se movió. Él volvió a deslizar la mano hacia arriba y le dio una palmada. Levantó la vista hacia ella.

—Tiene mucho de lo que a mí me gusta, señora Graham. Lillian parece una serpiente, ¿no es cierto, Lil?

—No hables de eso, Ralph.

Angers no se sonreía. No había nada en sus ojos.

—Apuesto a que usted hace muy feliz a su esposo. ¿No es cierto, señora Graham?

Ella no contestó y se quedó inmóvil, con la vista clavada en un punto de la pared situado encima de la cabeza de Angers. Yo tampoco sabía qué hacer. No había nada para hacer.

—No confío mucho en Lillian —manifestó Angers.

Lillian se levantó de su silla y atravesó el cuarto. Tenía los dientes clavados en el labio inferior. Betty permanecía inmóvil y Angers le retenía la mano.

—Me gusta su cuerpo —dijo Angers—. Es un cuerpo excitante, señora Graham.

Su voz era tan seca e inexpresiva como siempre.

Lillian se estaba deslizando hacia el costado de la silla de Angers, cerca del aparato de televisión. Me puse tenso.

—Ralph —murmuró Lillian—, ¿ya no te gusto?

—Vuelve a tu asiento, Lil.

Ella se detuvo y le miró. Angers levantó la vista en dirección a ella. Lillian sonrió y siguió acercándose a él.

—Vuelve a tu silla —ordenó Angers en voz baja.

Lillian se volvió e hizo lo que él le indicaba.

Betty seguía junto a él, y Angers todavía le apretaba la mano. Entonces estiró el brazo y lo pasó alrededor de las caderas de ella. Betty estaba rígida como una tabla, pero me miró y vi algo en sus ojos. Se volvió bruscamente hacia Angers y se acercó a él.

—Si te gusto, ¿por qué no lo demuestras? —preguntó—. Ya eres un chico crecido.

Betty estaba muy cerca de él. Angers bajó su brazo y ella meneó apenas las caderas.

—O acaso te estás burlando de mí —insistió Betty—. Quizá no son más que palabras. Quizá lo único que quieres es pasar el tiempo.

La mirada que le dirigió Betty habría derretido la manteca.

—Tienes razón —afirmó Angers—. Me interesas.

Ella volvió a ondular un poco las caderas y después señaló el pasillo con la cabeza.

—Mi dormitorio está al otro lado, querido.

Betty se apartó de él, tirando de su mano, mirándole con toda la concupiscencia que pudo simular.

—Ven, querido. Quizá pueda enseñarte algo.

El corazón se me atascó en la garganta. Si ella conseguía arrastrarlo hasta el dormitorio… ¡Qué oportunidad! Pero sus ojos, su cara, no reflejaban nada. Uno no podía averiguar lo que estaba pensando.

—Estaríamos cómodos y a solas —le dijo Betty—. A mí… también me gustas. Ven, querido. Entremos al dormitorio. No puedo hacer lo que quiero mientras ellos nos están mirando.

Desvié los ojos hacia Lillian. Sus dedos apretaban el asiento de la silla y los nudillos estaban blancos por la tensión. Todos los músculos de su cuerpo estaban tensos.

Betty estiró la pierna derecha y la frotó contra la de Angers.

—No me hagas esperar —susurró suavemente.

Él se rio. Echó la cabeza hacia atrás y lanzó una risa salvaje, enloquecida, aguda. La risa de un loco. Era la misma risa que había escuchado esa tarde en el callejón.

—Ramera —dijo él secamente. Soltó la mano de Betty y le dio un empujón brutal. Ella retrocedió a través de la habitación, perdió el equilibrio y cayó sentada violentamente.

La campanilla del timbre sonó insistentemente y un hombre gritó:

—¡Betty! ¡Eh, Betty! ¡Por favor, abre!

La campanilla siguió sonando y repicando sobre la pared próxima al sofá.

Betty se sentó en el piso, mirando entre sus piernas. Sus hombros se sacudían. Se había esforzado, se había esforzado a fondo, pero había fracasado. A veces, Angers se comportaba casi como una criatura. Casi…

—¿Dónde estás, Betty? ¡Abre la puerta!

—Vaya a abrir la puerta, señora Graham —dijo Angers—. Es su esposo, ¿verdad?

Ella se incorporó sobre las rodillas y le miró.

—¿No es su marido?

Ella asintió con la cabeza, mirándole. Angers se levantó de la silla, la tomó por el brazo y la ayudó a levantarse.

—Venga —manifestó—. Los dos saldremos a recibir a su esposo, señora Graham —se acercó al aparato de televisión, recogió la Luger, se volvió y me sonrió—. Venga, compañero. Y tú, Lillian. Iremos todos a recibir al esposo de la señora Graham. ¿Les parece bien?

Sam Graham se quedó en el vano de la puerta abierta y nos miró. Frunció el ceño y entonces me vio y sonrió.

—Hola, Steve. ¿Cómo se encuentra Ruby?

—Muy bien.

Entró a la casa y Angers cerró la puerta y le echó la llave, y Sam vio la pistola encerrada en la mano de Angers.

—¿Qué significa esto? —inquirió.

Nadie habló ni se movió.

Sam tenía una cara redonda, era corpulento y tenía pelo castaño ondulado y unos ojillos centelleantes que parecían cuentas. Siguió sonriendo, porque así era su carácter. Su cara estaba roja y despellejada por las quemaduras del sol y llevaba en el brazo la chaqueta de su traje azul claro. Tenía desabrochado el cuello de la camisa y parecía cansado y acalorado.

—Puede llamarme Ralph —manifestó Angers—. Me llamo Ralph Angers. Esta es Lillian, señor Graham, y este es Steve Logan, mi amigo. La muchacha de shorts es su esposa, señor Graham. Ahora, ¿qué le parece si entra y nos sentamos?

La sonrisa de Sam se desvaneció en un extremo de su boca.

—¡Santo cielo! —exclamó—. Usted es…

—Oh, Dios, Sam… Sam… —sollozó Betty, y se arrojó hacia los brazos de su esposo, ocultando su rostro en el hombro de Sam. Ella era un poco más alta que su marido. Él la rodeó con el brazo, sosteniendo la chaqueta con la mano, y miró a Angers por encima del hombro de ella.

—Usted es el hombre que mató a Jake Halloran, ¿verdad?

—Por favor —dijo Angers—. Entremos en la sala y sentémonos.

Nadie se movió.

—Eso será lo mejor —manifesté—. Es preferible que hagamos eso.

Yo estaba tratando de prevenir a Sam con la mirada, tal como Lillian lo había hecho con Betty. Sam palmeó el hombro de su esposa y se encaminó hacia la sala.

—¿Te hizo daño, nena? —inquirió Sam.

—No, Sam, no, no, no.

Lillian estaba a mi lado y Angers nos seguía. Me habría gustado hablar con ella. No cesaba de pensar en esto, ¿pero de qué serviría el hablar?

—Hay demasiada gente, Steve —comentó Angers—. No había previsto algo así.

—No tiene importancia —respondí.

—Simplemente no me gusta, compañero. Tenemos que ponernos a trabajar con esos planos. Debo enviar un cable respecto a los fondos del hospital. Tendremos que conseguir un contratista.

—De todos modos no podremos hacer nada ahora —contesté—. Por lo menos hasta mañana.

—Eso es cierto. Es cierto, Steve. Dedicaremos la noche a estudiar los planos. Usted se entusiasmará con los planos, compañero. Se trata de algo nuevo, de algo que nunca se ha hecho. No se reirán cuando lo vean, compañero.

Lillian se estremeció a mi lado y yo vi la expresión de sus ojos. Súbitamente sentí deseos de apretarla contra mí. Entre todas esas personas, Lillian era la que sentía más próxima. Por algún motivo sospechaba que si había que hacer algo, eso quedaría en nuestras manos. No sabía cómo reaccionaría Sam Graham. Evidentemente había oído hablar de Angers y de sus crímenes, e incluso había oído mencionar su nombre. De modo que la noticia estaba circulando por la ciudad. Si nos quedábamos bastante tiempo donde estábamos, la llegada de la policía sería solo cuestión de tiempo. No me gustaba pensar en esto. La situación sería muy complicada.

Todos volvieron a sentarse, exceptuando a Sam Graham, que dejó caer su chaqueta sobre el sofá, le hizo una seña a Betty para que se sentase, y se quedó mirando a Angers.

Angers volvió a depositar la Luger sobre el aparato de TV. Después se instaló en su silla. Mientras miraba a Sam, sus ojos tenían una expresión vidriosa.

—Usted tiene una linda esposa —comenzó Angers—. Todos nos alegramos de que haya vuelto a casa, Sam. Quizá ahora podamos cenar.

—¿Quién cree ser usted? —preguntó Sam.

Lillian volvió la mirada hacia él. Después me miró a mí, y comprendí qué era lo que pasaba por su mente.

—Cálmate, Sam —dije—. Y siéntate.

—¿Tú estabas con este tipo cuando mató a Halloran? —inquirió Sam—. ¿Y a Lyttle, el policía?

Hice un gesto de asentimiento. Sam frunció el ceño.

—Eso fue lo que pensé. La policía también opina lo mismo. En el bar había un tipo que le oyó pronunciar tu nombre. La noticia ha circulado por toda la ciudad. Alguien creyó haberte reconocido en su compañía. No tiene mayor importancia, Steve. La policía invadirá esto.

Lamenté que hubiese dicho eso. Angers se limitó a mirarme y después desvió los ojos.

—¿Cuál es su juego, caballero? —le preguntó a Angers.

—Cállate, Sam —dije.

—¿Por qué estás con él? —inquirió Sam, volviéndose hacia mí.

Me limité a menear la cabeza.

—Él no está con este hombre, Sam —manifestó Betty—. Por favor, haz lo que te dice, Sam.

—No entiendo qué significa todo esto —murmuró Sam—. Pero usted ha matado a dos personas y no le quiero en mi casa.

Angers le miró en silencio.

Yo no sabía cómo hacer callar a Sam. Se estaba poniendo belicoso y esto era grave. Angers no lo toleraría; si había algo que no le gustaba era que le contradijesen.

—¡Tienes que hacer algo! —exclamó Betty—. Steve, haz algo.

Lillian se puso de pie, dio un rodeo hasta el otro extremo de la habitación y se detuvo junto a la ventana.

—Si no se va ahora mismo —manifestó Sam—, llamaré a la policía. Le prevengo que usted no me asusta.

—Siéntese, señor Graham —ordenó Angers.

—¿Cree que nos atemoriza? ¿Es eso lo que cree?

—Por favor, Sam —dijo Betty. Su voz estaba casi tan desprovista de tono como la de Angers, aunque por un motivo distinto. Ella ya había empezado a perder la esperanza.

—Esta es mi casa —continuó Sam—. Váyase de aquí.

Empezó a atravesar el cuarto. Angers estiró la mano y recogió la Luger de encima del aparato de televisión. Sam se detuvo y le miró, erguido en el centro de la habitación. Su cara estaba muy roja, sudaba y no se sentía muy seguro de sí mismo. Se comportaba como un chiquitín, pero yo no sabía qué hacer.

—¿Me oyó? —le preguntó a Angers—. Esta es mi casa.

Durante todo ese tiempo, desde el momento en que Sam había entrado a la casa, yo había dado por sobreentendido que él sabía que Ralph Angers estaba loco. Ahora comprendí que no lo sabía. No sospechaba contra qué se estaba enfrentando. Y aunque habíamos conversado frente a Angers respecto a muchos temas, no sabía cuál sería su reacción si alguien manifestaba que estaba loco. Esta era una palabra que todos habíamos evitado.

Angers se había instalado en la silla, manteniendo la Luger sobre su regazo. Estaba mirando fijamente los pies de Sam Graham.

—Steve —dijo Lillian.

Yo la miré. Ella estaba todavía de pie junto a la ventana. Me hizo una seña y Angers no levantó la vista mientras yo atravesaba la habitación.

—Mire —susurró.

Un coche patrulla se había detenido frente a mi casa, al otro lado del jardín. Dos agentes se apearon y se detuvieron en la acera. Conversaron durante un minuto y después miraron hacia la casa. Afuera estaba anocheciendo y la luz era muy tenue.

—Le repito que se vaya de esta casa —insistió Sam, detrás de nosotros—. Hablo seriamente. Es posible que haya matado a dos hombres, pero yo no le tengo miedo.

—¿Por qué no se calla ese idiota? —susurró Lillian.

Los dos policías avanzaron por el sendero hacia el porche de entrada de mi casa. Entonces uno se detuvo en la galería y otro apretó el timbre.

Sam seguía repitiendo detrás de nosotros que quería que Angers se fuese de la casa. Angers no había pronunciado una palabra. Yo no me atrevía a mirarle.

—Vendrán aquí —murmuró Lillian—. Tienen que venir aquí… Steve, Steve, ¿qué harán?

—¿Qué están haciendo ustedes dos? —preguntó Angers—. ¡Lillian!

Uno de los agentes volvió a apretar el botón del timbre. El otro sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno a su compañero, que lo rechazó. El agente encendió su cigarrillo y permanecieron allí, mirando ahora el sendero. Entonces uno de los agentes caminó hasta el extremo de la galería, e inclinándose hacia la baranda miró hacia la casa en la que nos encontrábamos. Estaba mirando directamente hacia la ventana frente a la cual estaba yo, pero no se veía nada.

—¿Qué ocurre, Steve? —inquirió Angers.

Lillian no le había contestado, de modo que yo la imité. Ella estaba muy cerca de mí, apretando mi mano con sus dedos fríos y duros. Cada vez oscurecía más.

—No creo que ni siquiera se atreva a usar ese juguete —dijo Sam a Angers.

Lillian y yo miramos cómo los policías conversaban durante un minuto en el porche de mi casa. Entonces el del cigarrillo se encogió de hombros y bajaron del porche y se encaminaron hacia el coche.

Lillian masculló una retahíla de tristes injurias.

—¿Qué has dicho, Lil? —preguntó Angers.

—No la complique a ella en esto —dijo Sam.

Los dos polizontes subieron al coche y este se puso en marcha y empezó a alejarse. Lillian y yo le vimos partir y sentí que se desmoronaba otro fragmento de mi ser.

La pistola rugió tres veces detrás de nosotros. Los disparos fueron metódicamente espaciados y Betty Graham empezó a gritar. Me volví a tiempo para ver como Sam caía de rodillas, a treinta centímetros de la silla de Angers. Sam se estaba apretando el flanco izquierdo y la sangre borboteaba entre sus dedos. La sangre manaba también de su garganta y su oreja izquierda había desaparecido.

Betty cesó de gritar bruscamente y Angers manifestó:

—Steve, ¿quiere hacer el favor de encender la luz? Se está poniendo oscuro.

Lillian no se había apartado de la ventana. La celosía veneciana empezó a sacudirse ruidosamente al compás de su temblor. Tenía los labios crispados sobre los dientes y su mueca parecía casi una sonrisa.

Me acerqué como en un trance hipnótico a la lámpara vecina a la chimenea y la encendí. La luz amarilla se diseminó cálidamente por la habitación, cambiando la posición de los objetos, haciendo variar los colores y las actitudes. Miré hacia abajo y la oreja izquierda de Sam Graham estaba sobre la alfombra, junto a mi pie.

Betty emitía sonidos guturales. Se parecían a una especie de gemido. Se arrastró por el piso, sobre las manos y las rodillas, desde el sillón hasta donde se encontraba su marido. Sam Graham estaba arrodillado frente a Angers, con la cabeza doblada hasta tocar el piso. Parecía estar rezando.

—Está muerto —dijo Betty. Su voz era fría, remota—. Está muerto, les digo que Sam está muerto.

—No me di cuenta de que estaba oscureciendo tanto, compañero —manifestó Angers—. ¿Usted lo había notado?

—Dios mío —murmuró Betty. Se quedó sentada en el piso junto a su esposo muerto, y apoyó una mano sobre el hombro de él. Sam se inclinó y quedó tendido cuan largo era sobre la espalda.

Angers miró a Betty y se puso de pie. Tanto el cadáver como Betty estaban cruzados en su camino. Pasó por encima del cadáver y se volvió para mirarla nuevamente a ella. Betty empezó a perder los estribos al asimilar lo que había ocurrido. Tenía el corazón destrozado y le gritó a Angers con voz salvaje.

Yo me acerqué a la ventana junto a la que estaba Lillian y miré hacia afuera. No vi señales del coche policial.

La voz de Betty era un interminable balbuceo de angustia.

—¡Está loco! —exclamó—. ¡No tuvo necesidad de hacerlo!

—¡No, Ralph, no! ¡Ralph!… —gritó Lillian con voz estridente.

El arma rugió.

Lillian se calló y empezó a deslizarse contra las celosías venecianas, sollozando, hasta que se desplomó sentada sobre el piso, contra la pared.

—La mató también a ella —dijo Lillian.

Ahora reinaba el silencio en la calle. De pronto los faroles callejeros se encendieron y fue de noche.