11

Bien, avanzamos por la calle en esas condiciones, caminando sobre el césped para no hacer ruido. Solo se oía el roce de nuestras suelas. Allá reinaba el silencio de los barrios residenciales en las primeras horas de la noche, y desde algún lugar llegaban los compases de Bailando en la oscuridad interpretados al piano. Efectivamente, esa era la melodía. Ahora que él me lo había dicho, la había reconocido. Pero todavía era tan débil y lejana que apenas cosquilleaba los oídos. A ratos le miraba de reojo mientras caminábamos, pero su rostro no me indicaba nada.

Era extraña la persistencia que ponía en la historia de su hospital, y sin embargo cualquier detalle que surgía ante nosotros lo desviaba por una tangente. Yo me sentía un poco más desanimado que de costumbre desde que Angers me había recordado que no debía intentar huir. Después de todo él conocía mis intenciones, y el episodio de la bahía no había contribuido a mejorar la situación. Cielos, cuánto lamentaba que el coche no se hubiese precipitado al agua. Quizá habría rodado sobre la parte menos profunda y se habría hundido donde las aguas eran verdaderamente hondas. Quizá él se habría quedado allí abajo, o por lo menos habría perdido su maldita pistola. Entonces se me habría presentado una oportunidad. Pero tal como estaban las cosas, cualquiera que se atreviese aunque solo fuera a fruncir la nariz delante de él, estaba perdido.

—No se hace más fuerte, Steve —comentó.

—Tiene razón. Abandonemos la búsqueda.

—No, compañero. Tengo que saber de dónde viene.

Me rozó el brazo y seguimos caminando lentamente por los jardines que se extendían frente a las grandes mansiones. Rogué que la melodía se interrumpiese. Si enmudecía en aquel momento, él no sabría hacia dónde marchar y podríamos olvidarnos del asunto.

—Escuche —dijo.

Nos quedamos inmóviles y volvimos a escuchar. Sí, ahora se oía mejor la música.

—Venga.

—Está bien —respondí. Estaba cansado. Todavía apestábamos con el olor del fondo barroso de la bahía. El lodo se había pegado a mi pelo, y ahora se estaba secando un poco. Nuestras ropas estaban impregnadas de limo. Todavía tenía los pantalones mojados, pero ya estaban empezando a ponerse duros.

Cuanto más cansado estaba, más me preocupaba por Ruby y por todo lo demás. Me parecía que aquella aventura había empezado hacía siglos, pero entonces recordaba que esa misma mañana había estado con Ruby y había decidido cobrarle mi dinero a Aldercook amenazándole con la pistola, y esto me atormentaba aún más.

—Viene desde el otro lado —manifestó Angers—. Venga, compañero, cortaremos camino por aquí.

—Diablos, no es más que un piano —exclamé.

Él se volvió y me miró con los ojos un poco vidriosos. La llamita de la locura estaba brillando en el fondo de las pupilas.

«Te estás poniendo nervioso —pensé—. Deja de pensar. No es bueno para tu salud». De modo que cuando me hizo una seña le seguí en silencio.

Cruzamos otro jardín debajo de algunos pinos y el terreno estaba húmedo y blando debajo de nuestros pies. Llegamos a los fondos de una casa enorme y vi a un hombre y una mujer sentados en la cocina, brillantemente iluminada, bebiendo café y comiendo un trozo de pastel. La mujer estaba hablando con la boca llena y blandía el tenedor delante del hombre, con el codo apoyado sobre la mesa.

Las notas del piano resultaban ahora mucho más claras. La interpretación era buena, pero quizá un poco mecánica. Había algo que sabíamos con certeza: no se trataba de una radio. Angers había acertado en esto.

—Por aquí —dijo.

Entonces empezamos a caminar por los jardines traseros. Y hay algo que debo aclarar, aquellos jardines eran verdaderos parques. Nunca había visto antes algo parecido. Indudablemente se podían comprar muchas cosas con dinero. Sí, dinero. Bien, esa era la situación y yo tenía aproximadamente veintiséis dólares, ¿no es cierto? El dinero había perdido su valor. Si los billetes que tenía hubiesen estado secos podría haberlos usado para encender cigarrillos, y esto no habría tenido ninguna importancia.

No cesaba de pensar que lo que había ocurrido en la bahía había sido muy extraño. Él había aceptado mi embestida como algo normal. Era cierto que ahora estaba un poco más alerta, pero simplemente creía que yo me había excitado. Me pregunté si esto era verdaderamente lo que pensaba.

—Está al otro lado de la calle —dijo.

De modo que cruzamos algunos jardines más y atravesamos la calle bajo la luz de los faroles. La melodía del piano partía de una casa situada media manzana más adelante. Era fácil de situar. Ahora las notas se oían con toda claridad.

—Cielos, qué maravilla —exclamó—. Venga, compañero.

—¿Por qué no nos quedamos aquí y escuchamos?

—Tengo que ver quién toca el piano.

Empecé a experimentar una sensación extraña en la boca del estómago. Ya hubiera tenido que estar acostumbrado a eso.

Avanzamos por la acera y poco después llegamos al frente de la casa. Si algo diferenciaba a las mansiones de esa calle, esto consistía en que eran más amplias y lujosas y en que tenían jardines más extensos y con más árboles que las que habíamos dejado atrás.

La casa se levantaba en la curva de un camino interior en forma de U, y las únicas luces que alcanzábamos a ver a través de los árboles partían de una inmensa habitación con paredes formadas por ventanales, parecida a un solario, situada hacia la derecha.

—Venga, compañero —dijo Angers. Su voz era dura y suave como el vidrio. Esperó hasta que yo estuve a su lado y entonces empezamos a atravesar el jardín. Pasábamos debajo de pinos y cedros. El césped estaba cubierto por una resbalosa alfombra de agujas de pinos, y cada tanto uno tropezaba con una piña que saltaba y rebotaba por el suelo.

Entonces la melodía se interrumpió.

Angers se detuvo como si le hubiesen pegado, y me miró.

—Espere —murmuró.

Aguardamos durante un minuto. Entonces la persona que estaba tocando el piano empezó a hacer sonar una tecla lentamente, una y otra y otra vez. Angers me hizo una seña y seguimos acercándonos a la habitación iluminada. Las luces eran tenues y se filtraban por la ventana con un débil resplandor anaranjado. La casa era de piedra, según yo podía ver ahora. Estas construcciones no eran muy comunes en la ciudad y este solo detalle era un indicio de riqueza. Bien, atravesamos el camino interior y la persona que estaba dentro siguió golpeando lentamente la misma tecla. Esto, sumado a todo lo demás, empezó a crisparme los nervios.

Junto a la habitación había unos grandes arbustos recortados en forma oval, con espacios intermedios. Entre los arbustos el terreno estaba despejado y cubierto por las sombras, segregado del césped recién cortado.

Le tomé por el brazo.

—Escuche, no tenemos necesidad de hacer esto.

—Debo ver a la persona que toca el piano.

—Quienquiera que sea, ahora está jugando —manifesté—. ¿No oye? ¿Qué importancia tiene esto?

Entonces la persona que estaba en la habitación empezó a interpretar nuevamente Bailando en la oscuridad y sentí que el brazo de él se ponía tenso y duro como una roca debajo de mi mano, y el rollo de papel que tenía debajo de la axila crujió y se dobló.

Yo oía su respiración. Jadeaba agitadamente, y lo que vi cuando miré sus ojos fue horrible. Entonces ya no sentí deseos de volver a mirar sus ojos.

—Venga, compañero.

Pasamos entre los arbustos y nos detuvimos junto a las ventanas. Había celosías venecianas y unos cortinados espesos, pero estos estaban corridos y teníamos el campo visual despejado.

Se trataba de una niña.

Sus pies ni siquiera alcanzaban los pedales del gran piano de concierto que estaba en el centro de la habitación. Estaba sentada sobre el borde del ancho taburete, con la espalda vuelta hacia nosotros. Los largos bucles dorados colgaban sobre su espalda y ella seguía tocando, balanceando un poco los hombros, divirtiéndose con lo que hacía. Y además lo hacía bien. Muy bien. Naturalmente no era perfecta, pero lo hacía bien.

—¿Quiere oír eso? Escuche cómo toca —exclamó Angers—. Preste atención.

—Será mejor que nos vayamos —dije—. Ya la hemos visto. No nos quedemos aquí.

Él no contestó. Permaneció inmóvil, escuchando y mirando, y después se volvió y me hizo salir de entre los arbustos. Me daba constantemente golpecitos sobre el brazo con la pistola, como si me estuviese empujando hacia el frente de la casa. Nuestros pies hicieron crujir las piedrecillas del camino cuando llegamos a la parte del frente.

La entrada se parecía a la de un hotel. Había dos grandes puertas de vidrio y uno alcanzaba a ver un corredor muy débilmente iluminado. Alcancé a distinguir las pequeñas lámparas de luz tenue alineadas a lo largo de la pared del corredor.

—¿Qué piensa hacer? —pregunté.

—Vamos a entrar —respondió.

—Oiga, no podemos hacer eso. No podemos entrar en una casa ajena. Nos echarán a puntapiés —manifesté. Me reí, haciendo un esfuerzo, tratando de penetrar en su entendimiento, y me sentí más asustado que nunca.

—Apuesto a que está sola en la casa —dijo—. Entremos.

Me hizo subir por la escalinata que conducía al porche. Estábamos frente a la puerta. Él estiró la mano e hizo girar el picaporte. La puerta se abrió pesadamente, sin ningún ruido. Ahora podía percibir el olor de la casa. Era el olor de la riqueza.

—Escuche —murmuré—. Escuche, Ralph. No entre.

Él me dio un golpecito en el brazo con la Luger, y me miró y al mismo tiempo no me miró. Su cara era la misma de siempre; no había cambiado, pero en sus actos se reflejaba un rastro de ansiedad.

Entré. Nos encontrábamos en una especie de recibidor y él empujó la otra puerta que comunicaba con el corredor. Se abrió en la misma forma que la primera, pesada y suavemente, sin ningún ruido.

Entramos al pasillo y ahora pude oler mejor la atmósfera de la casa. Debía ser maravilloso tener una mansión como esa. Sin embargo, no sabía si resultaría satisfactorio. Eso se parecía a vivir en una biblioteca, o en un museo.

La música siguió llegando hasta nuestros oídos.

En el corredor había un espejo inmenso, y las tenues luces anaranjadas de los artefactos de pared hicieron que nos reflejásemos sobre su superficie. El susto me dejó petrificado. La distinta perspectiva me mostró en toda su plenitud la expresión enloquecida de Angers, y mi aspecto no era mucho mejor. Él tenía la cara pálida, macilenta, y llevaba el rollo de papel debajo del brazo y la pistola en la mano. Él también miró nuestra imagen y me sonrió por el espejo. Después me hizo una seña para que me adelantase.

Sabía cual era su intención. No me gustaba, ¿pero qué otra cosa podía hacer? ¿Atacarle? Naturalmente, échate sobre él.

—Venga, compañero —susurró.

Atravesamos la amplia sala, con cuadros en sombras colgados de la pared. Sobre uno de los cuadros había una luz encendida. La pequeña lámpara había sido instalada especialmente para el cuadro y resplandecía en la habitación en penumbras, iluminando un violento contraste de colores chillones. Producía la impresión de que el artista se había colocado a tres metros de la tela y había arrojado bolas de pintura contra ella con una honda. Cualquier color que tuviese a su alcance, y sin que importara dónde hacía impacto.

Pasamos por la sala y después atravesamos un pequeño recinto en el que había macetas con plantas gomeras y helechos. Finalmente llegamos a la habitación en la que estaba el piano.

Era efectivamente un cuarto inmenso, con sillones a lo largo de los ventanales. Sobre aquellos se apilaban en distintos lugares los almohadones. Había una biblioteca adosada a la pared correspondiente a la puerta por la que entramos. El resto del perímetro estaba ocupado por los ventanales. Había un gran combinado, abierto, con montones de discos apilados sobre él. Vimos más discos diseminados por el piso, junto a álbumes abiertos.

Angers entró directamente a la habitación y se encaminó hacia el piano.

La niña levantó los ojos y le vio. Después me descubrió a mí, y volvió a mirar a Angers y dejó de tocar.

—Continúa —dijo Angers.

La niña tragó saliva y vi que era lo bastante grande como para asustarse. Observó la pistola que él empuñaba y volvió a tragar saliva, sin moverse de donde estaba. Abrió la boca para decir algo, pero no consiguió articular ningún sonido.

—Toca —insistió Angers—. No te detengas, pequeña. Sigue tocando. Quiero oír cómo lo haces.