9
—Lillian —dijo Ralph Angers—, no me gusta verte en ese estado. ¿Quieres hacer el favor de terminar?
Ella estaba sentada en el piso, contra la pared, con los ojos secos y sollozando. Mantenía los ojos fijos en mí, y estaban llenos de esa terrible desesperación impotente.
—Basta, Lil —repitió Angers.
—¿Por qué hizo eso, Ralph? —pregunté.
—¿Qué? —inquirió él. Estaba en el centro de la habitación, con el arma colgada de los dedos, y me miraba—. ¿Se refiere a eso? —señaló con la pistola los dos cuerpos tendidos en el piso. Se encogió de hombros—. Levántate, Lil. Nos iremos de aquí.
—Yo no iré a ninguna parte —contestó Lillian, meneando la cabeza.
Le eché una mirada a la expresión de desesperada rebeldía de sus ojos y me acerqué a ella y la tomé por el brazo y la levanté. Lillian osciló junto a mí, mostrando las escleróticas de sus ojos.
—¡Lillian! —exclamé. La sacudí con fuerza y la cabeza de ella se bamboleó hacia todos lados sobre sus hombros. La apoyé con fuerza contra la pared y le apliqué dos bofetadas.
—Está bien —murmuró ella, y me miró a la cara.
—Así me gusta —asintió Angers.
La tomé por el brazo y la conduje a través de la habitación hasta el pasillo en sombras. En la casa reinaba un silencio de muerte, y cada vez que alguno de nosotros se movía oíamos el eco de las pisadas.
—Estoy aturdido —comentó Angers—. Esta es una pistola poderosísima, Steve. Oí que le decía a aquel tipo que la había hecho ajustar por un armero.
No le contesté. Froté los brazos de Lillian en el corredor. Ella seguía mirándome, contemplando la oscuridad.
—Vuelva en sí —susurré. Miré hacia la sala. Angers estaba junto a la repisa de la chimenea y tomaba el rollo enorme de planos con una mano, mientras miraba la Luger, que empuñaba con la otra—. Escuche —agregué en voz baja—, cuando se presente la primera oportunidad usted tratará de huir. Buscará ayuda. Explique todo lo que sabe respecto a él. Es necesario… —me interrumpí.
Angers se estaba acercando. Cuando entró en el pasillo, Lillian empezó a asentir con la cabeza. Había oído mis palabras y seguía asintiendo.
—¿Qué le ocurre a ella? —inquirió Angers, mirándola.
—Nada. Se le pasará.
—Será mejor que se le pase.
Lillian le miró y dejó de mover la cabeza. Su rostro estaba tan desprovisto de expresión como el de Angers. Sus labios estaban pálidos y sus ojos estaban dilatados y opacos y sus hermosos pechos palpitaban agitadamente debajo del vestido blanco.
Angers fue a echar una mirada al dormitorio situado al otro lado del corredor.
—Saldremos por la parte trasera —manifestó—. Vengan.
—¿Adónde iremos? —preguntó Lillian. Su voz estaba ahogada por la conmoción y ella se aferraba a mi brazo.
Angers no contestó. Se limitó a hacer una seña para que atravesásemos la casa delante de él. Al llegar a la cocina se detuvo junto al refrigerador y abrió la puerta. En medio de la oscuridad, el interior resplandeciente se reflejó sobre su cara de mármol blanco.
Lillian estaba entre Angers y yo. La empujé nuevamente hacia atrás y la aparté hacia un costado. Angers estaba agachado, estudiando los víveres guardados en el refrigerador.
Cuando me acerqué a él, Angers se irguió, se volvió y me miró. Después depositó el rollo de planos y la pistola sobre el refrigerador y metió la mano adentro, sin dejar de mirar.
—Tome, compañero —dijo, y me alcanzó una pata de pollo—. Lil —agregó—, sírvete un poco de pollo —le dio dos alas—. Esperen un minuto —volvió a meter la mano, sacó otra pata, mordió un bocado y empezó a masticar—. Muy bien, pongámonos en marcha.
Cerró violentamente la puerta. La luz de un farol callejero se filtraba en el interior de la cocina y vi que tomaba el arma y el rollo de papeles.
—Abra la puerta, Steve.
Dejé caer mi trozo de pollo sobre el cantero próximo al porche trasero. Lillian había dejado el suyo adentro, sobre la mesa de la cocina. Angers masticaba constantemente.
—Será mejor que cortemos camino —dijo Angers.
—Angers —manifestó la muchacha—, ni siquiera sabes hacia dónde nos dirigimos.
—Quizá no.
Se detuvieron en el jardín trasero, mirándose el uno al otro.
—No… no podemos marchamos sin dirección, Ralph.
Noté que ella no llevaba su bolso. Lo había dejado en la casa. Pero no sabía si en su interior guardaba algo que pudiese ayudar a la policía a encontramos. Probablemente no. Según parecía, ni siquiera los vecinos habían oído los disparos de Angers. La casa, construida con bloques de cemento, había apagado las detonaciones. Angers también había dejado la maleta adentro, pero estaba vacía. Y se había puesto otra vez la chaqueta. El traje era de lana, y con ese calor agobiante él debía estar nadando en sudor. Sin embargo, a pesar de todo, me parecía frío.
Ya había cuatro personas muertas. Era urgente detenerle. ¿Pero cómo? No ganaría nada saltando _ bruscamente sobre él. Muy bien, ¿qué podía hacer entonces? No sabía si Ruby estaba viva o muerta. La ciudad conocía las actividades de Angers y sospechaba que yo le acompañaba. Esto quería decir que quizá nos estaban buscando a los dos, y que si nos descubrían tirarían a matar. No esperarían. Nunca lo hacen cuando están muy excitados por algo.
—Compañero, tenemos que encontrar un lugar donde podamos sentamos y conversar —manifestó Angers. Tragó el último bocado de su pata de pollo y arrojó lejos el hueso. Lo vi rebotar en el pasto en sombras, resplandeciente y pálido—. Suceden demasiadas cosas simultáneamente. No hemos tenido un momento de reposo. Y ya ha oscurecido.
—Volvamos al hotel —insinuó Lillian.
—Lil, te creía más inteligente —exclamó Angers.
«Ya es de noche —pensé—, ¿cómo se encontrará Ruby?».
Era imposible averiguarlo. Me pregunté si él erraría el tiro en caso de que yo echase a correr por la oscuridad. Era posible que fallase.
No corrí. Por algún motivo uno no puede decidirse. Habían ocurrido demasiadas cosas, y constantemente me corroía la preocupación de que él podría quedar en libertad. Ahora estaba más tenso, no se comportaba con la serenidad de la que había dado muestras antes. Llamaba la atención, después de todo, la forma en que tenía consciencia de lo que estaba ocurriendo, de que la policía le estaba buscando, y el hecho de que sin embargo se creyese invencible. Esa era la situación. Nada parecía importarle.
—Nos estarán esperando en el hotel —manifestó—. Nos estarán buscando por todas partes. Ya has oído lo que dijo ese tipo, Graham. A partir de ahora tendremos que proceder con cautela.
—Ralph —murmuré—, ¿cómo podremos trabajar en el proyecto del hospital mientras la situación se mantenga así?
—Bien, ya trabajaremos, eso es todo.
Lillian me miró, con el semblante consumido y pálido, casi tan pálido como su vestido blanco. Me encogí de hombros. Estábamos en la oscuridad del jardín trasero y los grillos empezaban a cantar.
—Tratarán de matarme —explicó—. ¡Los muy idiotas! Pero yo los mataré antes. No puedo culparles porque no entienden. No saben lo que estoy tratando de hacer. Quiero ayudarles.
—¿Construyendo el hospital?
—Naturalmente, Steve. El hospital. Será lo más maravilloso que conocerán en sus vidas. Entonces me haré famoso, todos me conocerán. Pero todavía no se dan cuenta.
Era la primera vez que descubría un rasgo de egoísmo en sus planes. También pensaba en su propia fama.
—Me gustaría que dejases de hablar de eso —comentó Lillian.
—¿No te gusta? —preguntó Angers.
—Claro que sí, Ralph. Claro que me gusta.
—Espere a verlo, compañero —me dijo Angers, volviéndose nuevamente hacia mí. Se metió el rollo de papel debajo del brazo—. Yo mismo dibujé estos planos. Puse en ellos todos mis conocimientos. Tengo las donaciones para el fondo y todo lo demás. Hay dinero para construir dos hospitales como ese.
—Está bien —asintió Lillian—. Entonces pongámonos en marcha.
Empezamos a atravesar el jardín trasero, pasando frente al garaje, y Angers se detuvo al llegar a un alto cerco de pinos australianos.
—Y no me he olvidado de su ojo, compañero —manifestó Angers—. No se preocupe, no le abandonaré. Usted me salvó la vida.
—Naturalmente —respondí—. Sigamos caminando.
Rogaba al cielo que se olvidase de mi ojo. Sus comentarios acerca de mi ojo no servían para levantar mi ánimo.
—Nunca me olvidaré de eso, compañero. Nunca.
—¿Estuvo usted en la guerra, Ralph? —pregunté.
Puesto que íbamos a quedarnos allí, charlando, quizá lo mejor sería prolongar la conversación. Quizá aparecería alguien. Entonces comprendí que no deseaba que apareciese nadie. La situación ya era bastante complicada, sin que fuese necesario empeorarla.
Angers me contestó con voz suave:
—No me hable de la guerra, compañero. —Miró hacia el cielo, con el rollo de papel debajo del brazo y la pistola en la mano—. Sí, estuve en la guerra. Ya lo creo que estuve.
—¿Nos quedaremos aquí? —preguntó Lillian.
Angers la miró tranquilamente.
—Estaba pensando —murmuró Angers—. La señora Graham tiene un coche.
Sencillamente me quedé mirándole. Eso se parecía a estar amarrado a una mesa, viendo como un techo de puntas afiladas bajaba lentamente, mientras uno conversaba sobre el estado del tiempo.
—Claro que sí —contesté—. Aquel cupé azul. Un cupé club.
Angers tenía una memoria extraordinaria. Yo habría preferido que no la tuviese. Me pregunté si recordaba a los muertos tan bien como recordaba las otras cosas.
—Apuesto a que está en este garaje —comentó.
—No necesitamos un coche —dijo Lillian.
Ahora estaba cerca de ella, y la tomé por la cintura desde atrás y ella se calló. Había que dejar que subiese al coche. Angers se encaminó hacia el garaje y yo acerqué rápidamente la boca a su oreja.
—Esta es su oportunidad. ¡Cuando llegue el momento, eche a correr! ¡Desde el coche!
Lillian se puso rígida y su perfume resultó tenue pero agradable. Me aparté de ella cuándo Angers se volvió.
—Vengan —dijo.
Nos encaminamos hacia el garaje. Las puertas estaban abiertas y el coche de Betty estaba efectivamente allí. Yo seguí pensando: «Quizá se le presentará una oportunidad para escapar». Me pregunté si estaría dispuesta a correr ese riesgo.
—Bien —manifestó Angers—, esto es perfecto, ¿verdad?
En el garaje reinaba una oscuridad absoluta. La luz de los faroles callejeros no llegaba hasta allí. Nos hizo entrar en el garaje por el lado izquierdo. Abrió la portezuela del coche y tanteó en su interior.
—Las llaves no están aquí —murmuró.
De modo que tuvimos que volver a la casa. Las llaves estaban sobre la cómoda del dormitorio de delante. Cuando pasamos por el corredor, frente a la sala, miré hacia adentro y el aliento se cortó en mi garganta. Habría jurado que vi como Betty Graham se movía. No la había mirado para saber dónde la había herido. Había dado por descontado que Angers había tenido la extraordinaria puntería de siempre y había sentido un poco de repugnancia como para mirar. Ella estaba caída de bruces junto al cadáver de Sam, y cuando pasamos por el corredor me sentí seguro de que se incorporó un poco y luego volvió a caer. Si conseguía moverse después de todo ese tiempo, todavía tenía probabilidades.
—Conduzca usted —dijo Angers—. Usted y Lil se sentarán delante. Yo ocuparé el asiento trasero.
Subió al coche y se sentó en medio del asiento trasero, con la pistola en una mano y con el rollo enorme de papel atravesado sobre las rodillas.
El coche era un viejo Dodge. Lillian me miró y después pasó por detrás del volante y se deslizó hasta llegar junto a la otra portezuela. Yo me senté frente al volante y me quedé allí.
—Tome —manifestó Angers.
Me entregó las llaves. Inserté la que correspondía en la cerradura del encendido y puso el auto en marcha. El cupé arrancó inmediatamente y entonces lamenté haber optado por el coche. Podría convertirse en una trampa.
Di marcha atrás por el camino en sombras, rozando algunos arbustos, y salí a la calle.
—¿Adónde? —pregunté.
—Simplemente dé algunas vueltas —me indicó Angers.
En el momento en que partía, una mujer atravesó el jardín de la casa vecina a la de los Graham. Era Mary Fadden. En la manzana nadie la apreciaba mucho porque era una chismosa terrible. Ocupaban una parcela doble y su jardín era muy amplio. Ahora estaba decidida a detener nuestro coche.
—¡Betty! —gritó, haciendo señas.
Aparentemente Angers no la vio o no la oyó, porque no hizo ningún comentario. La mujer corrió hacia el auto. Lillian estiró la mano y me apretó el muslo con dedos que parecían garfios de acero. Yo apreté el acelerador y nos alejamos velozmente. Miré por el espejo retrovisor y noté que Mary Fadden se había detenido en la acera, mirándonos. Después se encaminó lentamente por el sendero de los Graham hacia la puerta delantera de la casa. Aquella fue la primera y única vez en mi vida que me alegré de que hubiese mujeres entrometidas.
Los dedos de Lillian se relajaron y los retiró.
Oí un ruido metálico seco y miré hacia atrás. Angers me sonrió y levantó la pistola.
—Llené el cargador —anunció—. El proyectil de nueve milímetros es maravilloso, compañero. Los que tiene aquí son más poderosos que los comunes fabricados en nuestro país, ¿verdad?
Eran poderosos, pero no contesté. Seguí conduciendo el coche, sintiéndome hueco y corrompido por dentro. Esa era mi pistola. Yo era el culpable desde el primer momento de que todo aquello estuviese ocurriendo. ¡Si hubiese dejado que el autobús atropellase a ese hijo de perra!
«Estás desvariando nuevamente —pensé—. Métetelo en la cabeza. No lo sabías. Nadie podría haberlo sabido. Está bien, pero tú tenías la pistola, ¿no es cierto? Claro que tenía la pistola. ¿Y entonces? Tú no deberías haber llevado esa pistola encima, recuérdalo. Es una ley, hermano. ¿Recuerdas lo referente a las armas ocultas? Permisos de portación. ¿Lo recuerdas? Te reíste de eso, pero no habría sucedido nada de lo que está sucediendo si tú no te hubieses estado paseando con la pistola».
—Me gustaría que no hablases de esa pistola —dijo Lillian.
Di la vuelta con el coche por la esquina, enfilando hacia los barrios céntricos, donde habría gente. A Angers no parecía importarle la dirección que tomábamos. En realidad nada preocupaba al tipo. Simplemente seguía embebido en su sueño descabellado con su maldito rollo de planos.
Y ya había vuelto a cargar dos veces la Luger sin que yo pudiese sorprenderle desprevenido Era astuto. Decidí que eso no volvería a ocurrir.
—Podríamos detenernos en el hospital —comenté—. Yo entraría a ver a Ruby.
Lo dije con el tono más indiferente posible, tratando de ocultar la tensión de mi tono.
—No, Steve —respondió Angers—. No tenemos tiempo para eso.
Apreté el volante hasta que me dolieron las manos.
—Oiga —exclamé—, de todos modos estamos dando vueltas sin dirección. No tardaría más de un minuto.
—Deberías permitírselo —intervino Lillian—. Steve tiene que entrar para ver cómo se encuentra su esposa, Ralph. Tú lo sabes.
Angers no contestó, y esa fue una mala señal. Le toqué la pierna con la mano y ella no insistió en el tema. Lillian estaba empezando a dar pruebas de su coraje. Era una buena chica, y si había estado con él durante semanas, como contaba, su vida debía haber sido un infierno. Y ahora se había producido el desborde. Antes no había matado nunca. Ahora había terminado de desquiciarse.
Mantuve la mano sobre el asiento, entre nosotros, y después volví a tocarle la pierna. Ella se puso tensa; yo sentí la rigidez de su pierna sobre el asiento. Era la primera vez que le tocaba una pierna a una muchacha en esas condiciones, y no resultaba nada divertido. Esta vez le apreté el muslo con fuerza. Me di cuenta de que me estaba mirando y yo señalé hacia la portezuela por encima de su regazo. Ella se deslizó un poco por el asiento, hacia mí, relajándose, y después apoyó su mano sobre la mía y la apretó. Estaba muy fría y sus dedos parecían de hielo.
Pero me había entendido. Me dijo que ella se arriesgaría, apenas se presentase una oportunidad. Sin embargo, no tardé en desear que no lo hiciese. Estaba seguro de que él la mataría. La acribillaría con la Luger y no ganaríamos nada. No valía la pena hacerlo.
¿O acaso me equivocaba? Salí de Ninth, doblando por Central, y entré en la zona comercial de la ciudad. Estaba iluminada por los carteles fluorescentes y la gente estaba sentada en los bancos verdes y se paseaban en una y otra dirección, mirando los escaparates, o sentada frente a ellos para contemplar los espectáculos de TV. Últimamente la ciudad se estaba convirtiendo en un reducto del hampa. Los delincuentes habían recibido la llamada y estaban llegando desde todos los puntos del país. El condado de Pinellas se estaba metiendo en una ciénaga. Todo había empezado con los robos de bolsos, pero ahora bastaba nombrar un delito y nosotros podíamos ofrecerlo. Todos los días alguien se zambullía desde una ventana y se rompía la cabeza, y todas las noches alguien era asesinado o desvalijado.
Cualquiera creería que la gente se acostumbraba a eso. Pero no era así. Uno no se acostumbra nunca a la muerte. Yo había empezado a pensar en lo cierto que es esto, cuando fuimos detenidos por una luz roja. Nos encontrábamos frente a una gran tienda de radios que tenía un aparato de TV montado sobre la entrada. Lo veíamos perfectamente y el parlante funcionaba a todo volumen. La acera estaba atestada de gente.
—Escuche —dijo Angers—. Escuche eso, compañero.
No podíamos dejar de escuchar. Hablaban de nosotros. En la pantalla aparecía Bill Watts, de WSUN, por el canal 38, y estaba abriendo las cartas sobre la mesa. Watts tenía a su cargo un programa de noticias, pero parecía estar dedicando todo su tiempo a Ralph Angers y Cía. En esta oportunidad, Watts estaba más serio que de costumbre.
—Enciérrense en sus casas y no atiendan las llamadas a la puerta —decía Bill Watts. Estaba inclinado sobre su escritorio y miraba a todo el mundo—. La última noticia, que acabamos de recibir, informa que la señora Betty Graham está viva. La policía ha partido hacia allí, y probablemente muchos de ustedes pueden oír la sirena de la ambulancia. De modo que esto es algo que sucede muy cerca. Esta vez no se trata de una cuestión que se puede desechar fácilmente, damas y caballeros. Sabemos que hay tres personas: una mujer conocida solo como Lillian; un hombre de esta ciudad que indudablemente muchos de ustedes conocen, Steve Logan, y Ralph Angers. Angers es el asesino. Hasta el momento mató a tres personas y la vida de una mujer está pendiente de un hilo. Si la señora Graham sobrevive y puede agregar algún nuevo dato, se lo haremos saber. Repito que viajan en un cupé club Dodge, azul, matrícula número… —Bill consultó unas anotaciones que tenía sobre el escritorio—, cuatro-W-uno-uno-ocho-cinco-ocho.
Detrás de nosotros un coche empezó a hacer sonar la bocina. La luz se había encendido, la luz verde. Puse el Dodge en marcha y avanzamos lentamente. La voz de Bill Watts se apagó detrás de nosotros:
—La esposa de Steve Logan está en el hospital, y si él escucha este comunicado deberá hacer todos los esfuerzos posibles por…
Entonces no se oyó nada más y nos encontramos en medio de la columna de vehículos que seguían avanzando por Central.
—Trate de no preocuparse por ella —murmuró Lillian—. Debe hacer un esfuerzo, Steve.
Yo tenía un nudo en la garganta. Watts había dicho algo acerca de Ruby y yo no podría saber nunca de qué se trataba. Apreté el acelerador, conduciendo por el centro de la calle.
—Vaya más despacio, compañero —dijo Angers—. Nos detendrán por exceso de velocidad.
—¡Tengo que ver a mi esposa!
Él se inclinó sobre el respaldo del asiento y apoyó la mano sobre mi hombro.
—No se trata de nada importante —manifestó—. Usted está excitado, y eso es todo. Cualquiera se pondría en ese estado después de escuchar un mensaje como ese. Ahora saldremos de la zona comercial. No debemos permitir que nos detengan, porque yo tengo que construir el hospital, ¿recuerda?
—¡El hospital! ¿No se da cuenta de que es una locura? Usted no puede pensar en hacer semejante cosa. ¡Nunca adelantará un paso su maldito hospital!
Doblé con el auto hacia la izquierda y enfilé hacia el norte por First Street.
Angers permaneció callado.
—Cálmese, Steve —murmuró Lillian—. Tiene que calmarse.
—Sí, sí —contesté.
—Todo depende de esto —afirmó Angers—. Siga conduciendo por esta calle. Este es un lugar bonito y tranquilo.
—Naturalmente —respondí, y ahora la amargura se reflejó en mi voz. Giré la cabeza hacia Lillian y vi que ella me estaba mirando. Meneó imperceptiblemente la cabeza y volvió a morderse el labio. Ella no sabía cómo reaccionaría Angers si yo empezaba a comportarme tercamente. Bien, yo tampoco me sentía muy seguro al respecto. Pero estaba empezando a saturarme. Claro que la vida es algo precioso. Pero después de un tiempo uno empieza a no darle valor. Uno puede llegar a un estado de excitación en el que le importe un bledo todo lo que ocurra. Y yo estaba empezando a opinar así. Tenía que ver a Ruby, tenía que averiguar qué estaba sucediendo en el hospital.
Ahora conducía a gran velocidad, pero entonces recordé que quizá Lillian intentaría escapar. Esto era algo importante. Yo ya no creía que pudiese tener éxito, y ni siquiera quería que lo intentase. Probablemente la muchacha no pensaba en otra cosa. Doblé hacia la bahía. Empezamos a bordear el inmenso parque que hay en esa zona. La gran extensión de césped tenía un tono gris, apagado y frío, en medio de la oscuridad. Más allá se veían las luces de Tampa, que brillaban con destellos rojos y esfumados contra el negro cielo de la noche, del otro lado de la bahía. Ahora el aire oía a sal y desde la bahía llegaba una brisa refrescante que no amainaba. Por esa calle no había mucho tránsito.
—Necesito esto —comentó Angers—. Los paseos en coche son buenos para el cerebro. Uno piensa mejor. Por lo menos a mí me producen ese efecto. Supongo que se trata de la marcha del coche.
—Claro.
Estiré la mano y apreté fuertemente el muslo de Lillian. Repetí la maniobra dos veces, y señalé enfáticamente la portezuela. Ella volvió a estrujar mi mano con sus dedos fríos.
Por el espejo retrovisor descubrí que Angers estaba recostado contra el respaldo del asiento, con la cabeza echada hacia atrás.
Empecé a disminuir poco a poco la velocidad del coche. Ya estábamos llegando al final del parque, donde la calle doblaba hacia la izquierda para bordear la costa. En el lugar donde terminaba el parque, y hacia la derecha, había muchos matorrales espesos y palmeras.
Volví a tocar la pierna de Lillian, y con la mano hice una serie de indicaciones, apuntando hacia adelante, describiendo una curva y haciendo ademán finalmente de abrir la portezuela del coche. Ella estaba muy rígida en el asiento. La miré y me di cuenta de que había entendido. Quizá la estaba enviando a la muerte, pero sabía que teníamos que correr ese albur. De todos modos era probable que ella muriese, y esta era una oportunidad que tenía que aprovechar. Yo no quería que lo hiciese. Pero sabía que era lo único que podíamos intentar. Era imposible prever lo que sucedería si ella tenía éxito.
Me acerqué al costado derecho de la calle, disminuyendo la velocidad, con una mano suavemente apoyada sobre el muslo de Lillian, reteniéndola y a la expectativa.
—¿Sabe una cosa, compañero? —manifestó Angers—. También tengo que buscar el terreno para la edificación. Debe estar situado en una zona céntrica.
—Es cierto —asentí.
Mantuve la mano sobre la pierna de ella y nos acercamos a la curva. Un coche nos pasó, alejándose velozmente. Me acerqué al borde de la acera situada a la derecha. Los matorrales casi rozaban el costado del coche. Y entonces empecé a doblar. Le pegué una palmada en el muslo y la empujé hacia la portezuela.
Lillian tiró hacia abajo de la manija de la portezuela. Esta se abrió, y antes de que yo hubiese terminado de doblar, la muchacha había saltado del coche. Primero corrió un poco en dirección paralela a la que llevábamos nosotros, y después se desvió hacia los matorrales.
Clavé el pie sobre el acelerador, apretándolo contra el piso.
—¡Lillian! —gritó Angers.
La portezuela se cerró con un golpe y el coche empezó a tomar velocidad. Era un coche viejo, y el motor estaba exhausto. El exceso de gasolina lo ahogó, y yo comencé a maldecir.
—¡Deténgase, Steve! Detenga el coche.
Yo seguí acelerando.
Angers bajó la ventanilla de su lado, se inclinó hacia fuera, y la Luger rugió por encima del ensordecedor rugido del motor. Miré una vez hacia atrás, escudriñando el camino. La vi correr, con el vestido blanco claramente recortado contra la noche. Ella estaba bordeando los matorrales en dirección a las palmeras.
Oí que el arma disparaba y después enmudecía. Angers se echó contra el respaldo del asiento.
—¡Descargada! —dijo—. ¡Maldita mujer!
Ahora viajábamos a mucha velocidad, a lo largo del muro de la costa. Y la pistola de Ralph Angers estaba descargada.