4
Ralph Angers se volvió y se encaminó nuevamente hacia el mostrador. Recogió la caja verde de proyectiles checoslovacos y la bala suelta y lo guardó todo en el bolsillo de su chaqueta.
—Venga, compañero —dijo—. Salgamos de aquí.
Nos quedamos mirándonos. Sus ojos eran los mismos de siempre. No reflejaban nada. En ellos no había excitación, ni miedo, ni arrepentimiento, ni cordialidad. Nada. Claro que pensé en embestirlo, o por lo menos en intentar hacerlo. Pero la idea se desvaneció apenas hubo nacido. Me mataría, y eso sería todo. No habría tiempo.
—¿Usted conocía a Jake? —le pregunté.
Angers me miró impasiblemente.
—No —respondió—. Vayámonos de aquí.
Mi voz tenía una estridencia desesperada. Traté de parecer tranquilo, pero el estremecimiento del miedo no podía ser borrado de mi tono.
—Mi esposa —murmuré—. Tengo que ir al hospital.
—Ella le esperará, compañero. Tenemos que hacer cosas muy importantes —estiró la mano y me tocó el hombro con la pistola. Entonces pareció notar por primera vez que la estaba empuñando. La estudió durante un momento, y después comenzó a guardarla en su bolsillo trasero, debajo de la chaqueta.
«Ahora, Logan —pensé—. Ahora…».
Pero él dijo:
—No —y volvió a sacarla. La mantuvo apretada contra su pierna—. Una pistola es un objeto maravilloso —comentó—. Vayámonos de aquí.
Salimos a la calle. No había ninguna otra cosa para hacer. En el bar, el borracho todavía estaba sentado frente al mostrador con un vaso vacío, y el otro tipo estaba metido debajo de la mesa, en su reservado.
Resultaba difícil captar el significado íntegro de lo que había ocurrido. Todo estaba a la vista. Yo sabía con certeza qué era lo que había sucedido. Pero la auténtica percepción del hecho fue penetrando en mí poco a poco.
—Por aquí —dijo Angers—. Iremos por aquí —me empujó con su codo hacia la boca de un callejón. Yo miré calle arriba. Un polizonte se aproximaba acompañado por tres o cuatro peatones, pero no pareció vernos y entonces nos internamos en el callejón.
—Tengo que ir al hospital —manifesté.
—¿Por qué?
Se había olvidado. Esa era una pregunta inocente, pronunciada y borrada de su mente con igual rapidez.
—Tengo que ir —insistí.
Un pájaro de alas pequeñas se acercó revoloteando por el callejón y me rozó suavemente y desapareció. Mi corazón tuvo un sobresalto. Un solo sobresalto, violento, y después siguió latiendo normalmente. Pero después de eso nunca volví a ser el mismo.
Caminamos a lo largo del callejón, entre las frescas sombras impregnadas de olores de desperdicios, pasando por encima de las rejas de hierro que cubrían las alcantarillas. Cuando llegamos al otro extremo del callejón, donde fuimos bañados por el fuerte resplandor del sol, doblamos a la derecha.
—¿Hacia dónde vamos? —pregunté.
—No estoy muy seguro, compañero.
Todavía era mediodía en lo que a la ciudad concernía y había pocas personas en las calles. A una manzana de la muerte reinaba la tranquilidad y el silencio.
«Podrías echar a correr —pensé—. Corre con todas tus fuerzas. ¿Quién es este hombre? ¿Qué desea? Tengo que llegar adonde está Ruby. Alguien lo verá con la pistola, y harán algo. Habrá algún polizonte que lo verá con la pistola. ¿Dónde están? Cuando uno necesita un policía, nunca lo encuentra. Anímate y corre. Tú encuentras una solución para todo».
Pasamos frente a las puertas de tiendas y restaurantes, donde las personas conversaban y se reían bajo la corriente fresca de los ventiladores. Ocasionalmente alguien pasaba caminando a nuestro lado, y una mujer miró fijamente la pistola que pendía del extremo de su brazo. Ella nos sonrió, al cruzarse con nosotros, y él ni siquiera le prestó atención. No hizo ningún esfuerzo por ocultar el arma.
—Por aquí —manifestó.
Tienes que correr, me dije. Tienes que hacer algo.
—Al otro lado de la calle —insistió—. Vamos, compañero.
Cruzamos la calle. Caminábamos de prisa y hacía mucho calor. Pasamos frente a una ferretería y nos internamos por otro callejón.
—Escuche —le dije—. Le aseguro que tengo que ir al hospital.
—Claro que sí, compañero.
—Probablemente mi esposa está desesperada porque no he aparecido.
—Ajá.
—Podría volver a encontrarme con usted más tarde. Donde usted quiera. ¿Qué le parece si nos encontramos más o menos dentro de una hora? Elija el lugar. Eso no tiene importancia.
—No, no la tiene.
—Quiero decir que usted podría esperarme en algún lugar.
—Ya veremos, compañero.
Cuando habíamos llegado más o menos a la mitad del callejón se detuvo y me tocó el brazo con la pistola.
—No me gusta decir esto —manifestó.
Yo hice un gesto de asentimiento con la cabeza. Arriba había una franja de cielo claro azul amarillento entrelazado con escaleras de incendio.
—Pero tengo que decirlo —agregó.
—Yo tengo que ir adonde está mi esposa —expliqué—. Tengo que verla. Está preocupada. Usted entiende, está dando a luz un niño. Es nuestro primer hijo y ella me está esperando en el hospital. Usted tiene que entender —insistí, tratando de penetrar en su cerebro. Las palabras brotaban normalmente de mi boca—. No me encontraba en casa cuando Ruby tuvo que salir. De modo que es natural que ella… Yo también estoy preocupado, señor Angers.
—Ralph.
—No puedo evitarlo, pero yo también estoy preocupado, ¿comprende?
—Hay que hacer muchas cosas todavía, Steve —respondió él—. Y también nos divertiremos. No hay motivos para que se preocupe respecto a Ruby.
—El médico querrá hablar conmigo —dije.
—Está bien —asintió Angers—. Eso está muy bien.
—De modo que podré encontrarme más tarde con usted. Podemos citarnos aquí mismo, dentro de una hora…
Él no sonrió ni reaccionó de ninguna forma. Ahora me sentía atrapado por lo angustioso de las circunstancias. Quizá después de todo contestaría afirmativamente. Se quedó inmóvil, con la pistola colgando del extremo de su brazo, con la cara muy pálida y brillosa por el sudor que parecía pintado por alguien con un pincel sobre el mármol frío. No había gotas de sudor…, esa no era más que una fría película.
—De modo que nos veremos entonces —manifesté—. Me volví y empecé a caminar.
—Espere —exclamó.
Yo no me detuve. Seguí caminando y cada palpitación de mi corazón enviaba un chorro de sangre caliente a mi cabeza y esta parecía una represa a punto de ceder.
Estaba pasando frente a la puerta trasera de un restaurante, donde había una pila de cajones, cuando la pistola disparó detrás de mí. Un proyectil pasó entre los desperdicios acumulados en uno de los cajones y rebotó sobre la pared de ladrillos, zumbando en dirección al cielo. Un trocito de lechuga cayó sobre el callejón, junto a mis pies. Me detuve y me volví en el momento en que él lanzaba una carcajada.
Esa fue la risa más siniestra que había oído en mi vida… salvaje y aguda y enloquecida como mil diablos. Se cortó en seco. Su expresión era la misma de siempre.
Se acercó hasta donde yo me encontraba.
—Venga, compañero —dijo—. Tómelo con calma.
Seguimos caminando juntos por el callejón.
—Esta es un arma estupenda —comentó.
Salimos del callejón y volvimos a doblar hacia la derecha y seguimos caminando.
—¿Cuánto dinero tenemos? —inquirió.
—No lo sé.
—Yo estoy arruinado.
—Tengo veinticinco o veintiséis dólares.
—Tendremos que conseguir más dinero.
—Usted acaba de matar a un hombre —manifesté—. ¿Lo sabe?
—Claro que sí.
—Lo buscarán. ¿Sabe eso?
—Lo sé.
—Todo el mundo me conoce en esta ciudad —dije.
—¿Tiene un coche, compañero?
—No.
—Necesitamos uno.
Llegamos a una gasolinera y pasamos entre los surtidores, cortando camino por la esquina. El coche patrulla avanzaba rápidamente y lo vi. Su único ocupante era el conductor y nos distinguió y clavó los frenos y se apeó a la carrera. Sabía quiénes éramos.
—¡Alto ahí! —gritó.
Angers se detuvo en seco y miró al polizonte. El agente era joven y tenía una cara rubicunda y usaba una camisa gris de mangas cortas con una resplandeciente insignia plateada y dorada prendida al bolsillo izquierdo, según la costumbre de la ciudad. Se le cayó la gorra mientras corría hacia nosotros. Entonces vio la pistola de Angers.
—¡Suelte el arma! —ordenó, y dejó de correr y subió a la acera y lo que sentía se reflejó en su cara. Era muy joven y quizá en ese momento pensó en su novia o en su esposa o en su familia, o quizá simplemente en que era un policía. Quizá no pensó en nada. Pero cuando trató de desenfundar su revólver supo qué era lo que iba a ocurrir. Y se quedó en terreno descubierto, entre dos palmeras, mientras Angers levantaba la Luger y le pegaba un tiro en la cara.
Yo me volví, corriendo. Corrí alrededor de la gasolinera, moviendo las piernas con todas mis fuerzas. El mecánico se había detenido en el portón del garaje anexo a la gasolinera. Se abalanzó sobre mí y resbaló boca abajo sobre el cemento manchado de grasa. Era un empleado formidable. Él ni siquiera lo imaginaba.
Detrás de la gasolinera había una cerca de madera. La embestí con fuerza, a la carrera, y me aferré de su borde superior y pasé por encima. Caí en un patio trasero, rodeado por el elevado cerco de tablas y con un laberinto de cuerdas para tender la ropa en su interior. En el fondo del patio y cerca del garaje había un portón. Pasé por ese portón. La cerca que había dejado atrás estaba apretada contra dos edificios de paredes de ladrillos, excepto en la parte que correspondía al portón. Un estrecho callejón pasaba entre los dos edificios. Corrí por él, tropezando con latas y botellas rotas. Desemboqué en otro callejón.
Entré al segundo callejón a toda carrera y doblé hacia la derecha.
Él estaba parado en la boca del callejón, recostado contra la esquina del edificio, observándome.
—Venga, compañero —dijo—. Iremos a mi habitación.
Volvió a encajar el cargador en la culata, deslizó la corredera y accionó el seguro. Había cargado nuevamente la pistola. Hasta ese momento había disparado tres veces, y le habían quedado tres proyectiles en el cargador. Pero también había cuidado este detalle.
Se alojaba en el Palmdale. Este era uno de los mejores hoteles de la ciudad. Entramos por la puerta del frente y atravesamos el vestíbulo en dirección al ascensor.
—Yo tengo mi llave —anunció—. Siempre la llevo conmigo, compañero. Nunca la dejo en la conserjería.
Una muchacha de color, sonriente y de labios escarlatas, conducía el ascensor. Cuando se movía, su uniforme almidonado producía un crujiente susurro. Su pelo estaba bien aceitado y lo había peinado en grandes rizos aplastados contra su cabeza.
Nadie habló. Subimos, y Angers mantuvo el arma apretada contra sus piernas. Los dos respirábamos agitadamente, pero él no había cambiado de aspecto. Por fin nos detuvimos bruscamente en el octavo piso. Las puertas se abrieron con un zumbido y nos internamos por el corredor alfombrado. Caminamos hasta su extremo.
—Ya llegamos, compañero —manifestó Angers. Y abrió.
Oí que cerraba la puerta y que le echaba llave. Yo estaba mirando a la muchacha estirada sobre una de las camas gemelas. Al vernos, evidenciando un súbito sobresalto, manoteó desesperadamente la sábana y se cubrió con ella.
La muchacha no hizo ningún comentario. Se limitó a deslizarse hacia arriba hasta quedar apoyada contra el respaldo del lecho, con la sábana apretada contra la firme turgencia de sus pechos. Entonces vio el arma que empuñaba Angers y exclamó:
—¡Oh, Dios!
—Me olvidé de prevenirlo, Steve —manifestó Angers, junto a mí—. Esta es Lillian. Me temo que no le resulto simpático. ¿O acaso me equivoco, Lillian?
—¡No te acerques! ¡No!
La muchacha se acurrucó contra el respaldo de la cama. Era muy hermosa, y tenía una espesa cabellera color caoba, corta pero abundante. No era posible estar más asustada de lo que estaba ella. Se la veía temblar debajo de la sábana delgada y húmeda. Sus oscuros ojos azules eran grandes y redondos, y sus labios rojos formaban una O desesperada detrás de la cual tragaba saliva. Una pierna larga, de muslo carnoso, se asomaba fuera de la sábana y se movía constantemente, con pequeños espasmos, como si hubiese tenido vida propia. Un ventilador zumbaba apuntándole desde encima de la cómoda situada a los pies de la cama, pero sin embargo en su frente y en su labio superior se veían pequeñas gotas de transpiración.
Entonces su voz estalló en la habitación, estridente, asustada.
—¡Te llevaste mis ropas!
—Sí, Lillian.
—¡Para que no pudiese irme! ¡Te llevaste mis ropas!
Sus ojos se desviaron hacia mí, con una muda expresión de ruego frenético. Entonces meneó la cabeza y se tendió boca abajo sobre el lecho.
—Además colgué el cartel de «No molestar» en la puerta, Lillian —informó Angers—. Tú sabes que los hoteles respetan ese cartel.
Era una elegante habitación con camas gemelas, una cómoda, una mesa de noche, televisión, radio y dos cómodos sillones. Era muy amplia. Las sábanas de la cama situada a un costado de la de Lillian estaban retorcidas como si hubiesen sido largas cuerdas, y el colchón estaba salido a medias del lecho y se inclinaba hacia el piso. Sobre la cómoda había dos botellas de whisky, una vacía y otra con la mitad de su contenido. La puerta del armario estaba abierta y dentro no había nada, excepto algunas perchas de alambre torcidas. Ella levantó la cabeza y volvió a mirarnos.
—Este es un amigo mío —explicó Angers—. Steve Logan. ¿No es cierto, Steve?
Hice un gesto de asentimiento y los ojos de ella se volvieron hacia mí, cargados de súplica e imploración, y después giraron nuevamente hacia el rostro de Angers.
—Vete al baño, Lillian —ordenó Angers—. Toma una ducha o haz algo. Quiero conversar aquí con Steve.
—Pero…
—Date prisa.
—¡Quiero mis ropas! —exclamó la muchacha. No cesaba de mirarlo. Pero entonces bajó la vista y se deslizó fuera del lecho, arrastrando la sábana, y se encaminó hacia el baño. Sus muslos resplandecieron y sus caderas se curvaron en dos bellos arcos cuando desapareció por la puerta del baño.
La muchacha entornó la puerta hasta que solo quedó asomada una parte de su rostro asustado, con los ojos fijos en el arma que empuñaba Angers. Después cerró la puerta. Era obediente, como un perro bien amaestrado.
—Siéntese, Steve —dijo Angers—. Tengo que explicarle algo.
Yo estaba cansado, enfermo, desconcertado, y quizá más que un poco chiflado. Me senté a los pies de la cama, entre las sábanas retorcidas. Él se detuvo junto a la cómoda, depositó la pistola sobre el mueble, entre las dos botellas de whisky, y se volvió hacia mí. Apoyó los codos sobre la tapa de la cómoda y se recostó hacia atrás con su cara de mármol blanco brillante y con los ojos inmóviles y vacíos.
—Lo que tengo que decirle es lo siguiente: no trate de escapar, Steve. ¿Me entiende? Por favor, no trate de escapar ni piense en hacer cualquier cosa por el estilo —se interrumpió y sus ojos desmintieron todas las palabras que había pronunciado. Él no sabía lo que estaban haciendo sus ojos. Probablemente pensaba que al hablar conmigo tenía una expresión seria, como la que habría tenido cualquier otra persona. Y quizá esta era una circunstancia afortunada. Esos ojos eran espejos brillantes y muertos. Eran las cubiertas vacías de dos reflectores—. Yo lo mataría, compañero. Tendría que matarlo, ¿entiende? Le juro que no quiero matarlo, compañero. Se lo juro. Usted me salvó la vida y somos amigos, y usted no puede separarse de mí, compañero.
Yo permanecí sentado, escuchándolo, pensando en la muchacha que estaba encerrada en el baño. ¿Quién era? Indudablemente ella sabía en qué estado se encontraba ese hombre. Estaba aterrorizada. Le había resultado imposible escapar de la habitación. Evidentemente él preveía todos los detalles. ¿Pero por qué la mantenía prisionera?
—Ahora nos están persiguiendo —agregó Angers—. Tratarán de matarnos, pero nosotros los mataremos antes, ¿entiende? Ahora tengo que… —se interrumpió.
Los dos habíamos oído que la muchacha estaba sollozando en el baño.
—Cállate, Lillian —exclamó Angers. Lo dijo con voz suave y tranquila, sin prepotencia, sin un tono especial, y el sollozo se cortó como si ella hubiese hecho girar un grifo—. Tengo muchos planes —continuó Angers, volviéndose nuevamente hacia mí—. Y los llevaremos adelante. Ellos no quieren que lo haga. Nunca quisieron que hiciese algo, compañero. Será difícil vencerlos. Pero tengo planes. ¿Me entiende?
Se quedó inmóvil, meditando en sus planes.
Yo lo miré, y pensé en Ruby que estaba en el hospital, preguntándose dónde me encontraba yo, qué me había ocurrido. Angers siguió hablando.
—Usted me salvó la vida —repitió—. No quiero verme obligado a matarle. De modo que no se separe de mí, ¿entiende? No me obligue a hacer eso. La vida ha sido muy difícil —agregó, con sus ojos vacíos, engañosos—. Cinco días en esta habitación. Desde que llegamos a esta ciudad. Repasándolo, planeándolo. ¿De modo que usted me acompañará? ¿Haremos la repartición por mitades, compañero?
—Claro que sí —contesté—. Le acompañaré.
—Estupendo —Angers se volvió y tomó la botella de whisky—. Beberemos un trago. El dinero no es un problema, ¿sabe? Hay mucho dinero. Hace un momento, cuando le dije que estaba arruinado, lo estaba poniendo a prueba.
Y yo sabía qué era lo que tenía que enfrentar. Angers era un maniático. Era un psicópata criminal y su mente había sufrido un colapso. Ahora era imposible echarse atrás. No había escapatoria.
—Verdaderamente es necesario que vaya a visitar a mi esposa —dije.
Él me sonrió y después lanzó una risita gutural.
—Naturalmente —asintió—. Claro que sí. Sírvase —agregó, tendiéndome la botella—. Beba un trago.
Tomé la botella y la apoyé sobre mi rodilla, sin moverme.
—¿Sabe una cosa? —preguntó, mirando a su alrededor con esos ojos brillantes, vacíos, y frotándose las manos—. Las cosas se arreglarán maravillosamente. ¡Maravillosamente!