5
—Ralph.
La voz de Lillian llegó hasta nosotros desde el baño.
—Ralph, ¿ya puedo salir?
Era una voz débil, dubitativa, estrangulada. También tenía un matiz de histeria silenciosa surgida de un franco terror.
Angers cesó de hablar y se volvió hacia la puerta del baño. Durante un momento hubo un silencio total y por la ventana se veía que la primavera comenzaba con una tarde soleada y de cielo azul. Él volvió a mirarme y se encogió de hombros.
—Le aseguro que me siento muy bien —manifestó.
—Por favor, Ralph…
Yo permanecí sentado en la cama, con la botella en la mano y mirándolo. Era una sensación endemoniada, porque resultaba imposible prever lo que haría a continuación. Escuché y oí la respiración de la muchacha en el interior del baño. Evidentemente ella también estaba escuchando.
—No tengo ropas, Ralph —anunció ella desde dentro.
Casi me la imaginaba apretada contra la puerta, esperando, quizá incluso rezando. Probablemente nosotros dos, ella y yo, estábamos rezando. Este no tiene que ser necesariamente un acto consciente y no se necesitan palabras. No es más que una sensación, una comprensión.
—Ralph, ¿quieres alcanzarme las ropas, por favor?
Él me estaba mirando y meneaba la cabeza. ¿Después de todo no se comportaba como una chica cargosa?
—¿Tomaste una ducha, Lillian?
—No, Ralph.
—Entonces tómala. La necesitas. Has estado demasiado tiempo sin hacer nada.
—Está bien —hubo una larga pausa, y yo comprendí que ella estaba esperando para agregar algo—. ¿Después… después me darás las ropas? ¿Me las darás, Ralph?
—Claro que sí.
Casi inmediatamente el ruido del agua siseó detrás del zumbido del ventilador.
Ahora Angers miraba el piso, con el rostro pálido. ¿Cómo podría comunicarme con Ruby?
—Naturalmente no podemos quedarnos aquí —comentó Angers.
—¿No?
—Claro que no. No tardarán en venir. No quiero matar más gente de la necesaria. Pero tienen que aprender, y eso es todo. Seguiremos adelante.
—¿Con qué?
—Con mis planes —respondió él—. Usted verá, Steve, el tener un compañero como usted me resulta muy alentador.
—Entiendo —asentí. Bebí un trago de la botella. El líquido siguió un trayecto quemante por la garganta hasta mi estómago vacío. Casi hice una arcada y mi garganta se secó cuando olí el whisky puro.
Angers me estudió atentamente.
—Nadie creía en mí —explicó—. Ni siquiera ella creía en mí. No tienen interés en salvar a la gente. Lo único que quieren es ganar dinero. Solo piensan en eso. No les interesa si la gente sufre, o si padece necesidades —me sonrió—. Pero ahora usted me ayudará.
Deposité la botella sobre el piso y me incorporé.
—¿Entonces qué le parece si usted y Lillian se preparan para salir? —inquirí—. Yo iré al hospital para ver cómo se encuentra Ruby. Después me encontraré con ustedes.
—Pero cuando esté terminado lo entenderán —afirmó él, mirándome siempre con fijeza. O no había oído mis palabras o había optado por no hacer caso de ellas, convencido de que yo entendería lo que él quería significar. Lo entendía.
En ese momento se abrió una rendija en la puerta del baño y Lillian asomó la cabeza, sonriendo. Era una sonrisa valiente: ahora estaba probando un nuevo método. Por lo menos era nuevo para mí. La muchacha dijo algo, pero el ruido de la ducha ahogó su voz.
—Cierra el grifo —manifestó Angers.
El mentón de Lillian tembló suavemente, crispándose, y me pareció que iba a llorar. Pero se alejó de la puerta y el ruido del agua cesó.
—Ralph, querido —exclamó ella—, ¿quieres darme algunas ropas, por favor? Supongo que no querrás que salga como estoy.
Lillian le sonrió por la rendija de la puerta. Yo sabía que la muchacha debía haber ensayado esa sonrisa delante de la puerta, forzándola, rogando que no se disipase.
Fui a sentarme en una silla próxima a la cama. El ventilador seguía zumbando, y en algún lugar de la calle un coche hizo sonar estridentemente su bocina.
—Naturalmente, Lil —respondió Angers. Me miró, meneó nuevamente la cabeza. ¿Era una chica insoportable, verdad? Se encaminó hacia la puerta de entrada a la habitación.
Mi corazón emitió un repiqueteo suave y seco, parecido al de un pájaro carpintero taladrando una tabla delgada y floja, y después lo sentí palpitar justo en mi garganta. Angers se detuvo con una mano sobre el picaporte, y después se volvió y se encaminó hacia la cómoda y recogió la pistola.
—Es imposible prever con quién me encontraré allí afuera —dijo.
Los ojos de Lillian seguían mirando por la rendija de la puerta del baño. Angers no se volvió hacia ninguno de nosotros. Se encaminó hacia la puerta, la abrió, salió al corredor y la cerró nuevamente. Lo oí alejarse por el pasillo.
Me levanté rápidamente de la silla y cogí el picaporte. Sí, le había echado llave. Me dirigí hacia el baño.
—¡Pronto! —exclamé, abriendo la puerta—. Escuche, ¡tenemos que salir de aquí!
Ella se quedó mirándome. Yo me apoyé contra la puerta, manteniéndola abierta. La muchacha era muy bonita; tenía pechos opulentos, piernas largas y estaba muy asustada. Tomó una toalla húmeda y la utilizó para cubrirse.
—Es inútil. ¿Usted está colaborando con él en esto?
—¿En qué?
—Lo sé, lo sé —exclamó Lillian con voz estridente y desesperada, y sus palabras brotaron atropelladamente—. ¡Está loco… loco!
—Cálmese. Tenemos que hacer algo.
—Por favor, por favor, ¡haga algo!
—La escalera de incendios.
—No, no —respondió ella, con una risa gutural—. No la hay. Afuera no hay más que una plataforma. La escalera de incendios está en el extremo del corredor.
—¿Quién es él? —pregunté.
—Está loco. ¿De dónde sacó la pistola? Antes no la tenía.
—Mató a dos personas en la última hora —le informé.
Ella me miró espantada. Sus dedos apretaron la toalla húmeda hasta ponerse blancos. Retrocedió lentamente y se sentó sobre los azulejos mojados, debajo de la ducha. La cortina roja y blanca del gabinete de la ducha le acariciaba los hombros.
—¡El teléfono! —exclamé. Giré en redondo y vi el teléfono sobre el piso, entre las dos camas.
La puerta se abrió y Angers entró nuevamente a la habitación. En una mano llevaba una maleta y tenía un rollo enorme e incómodo de papel debajo de ese brazo. Empuñaba la pistola con la otra mano. Me miró, sonrió, cerró la puerta y le echó llave.
—¿Trabó relación con Lil? —preguntó.
—No. Apenas.
Miré el teléfono y me maldije por no haberlo utilizado no bien había salido de la habitación. Quizá esa había sido la última oportunidad. Podría haberme comunicado con la administración del hotel para pedir que llamasen a la policía. Tal vez hubiera tenido éxito.
Angers se acercó a la cama y miró en dirección al baño. Lillian no se había movido. La puerta estaba todavía abierta y ella estaba sentada sobre el piso de la bañera, mirándonos con sus redondos ojos azules. Su pelo de color caoba estaba parcialmente mojado por la ducha y largos mechones se pegaban a su cara.
Él dejó la maleta y los papeles sobre el piso y entró corriendo al baño.
—¿No te has caído, verdad, Lillian?
—No, no me he caído.
Él se encogió de hombros, salió del baño y se dirigió hacia la cama. Tomó el enorme rollo de papel y lo dejó sobre una silla. Después abrió la maleta.
Sacó un vestido blanco de nailon, ropa interior, medias, un par de sandalias blancas y un bolso de cuero que hacía juego aproximadamente con el color del pelo de Lillian. La maleta quedó vacía.
Angers hizo un bulto con todas esas prendas, las llevó al baño y las dejó caer sobre el piso.
—Aquí tienes tus cosas, Lil. Vístete.
Ella miró la pila de prendas que estaban sobre el piso.
Angers regresó al dormitorio y cerró la puerta del baño.
—No es un vestuario muy variado —comentó—. Pero, después de todo, lo que importa es que sea práctico.
Me senté sobre la cama, preguntándome qué era lo que se proponía hacer. El tiempo pasaba volando y Ruby estaba en el hospital y yo me encontraba en manos de un maniático.
—Apenas se vista saldremos de aquí —manifestó Angers. Empezó a pasearse por la habitación. En una oportunidad se detuvo junto a la silla y golpeó el rollo de papeles con los dedos—. Es este, Steve.
—¿Adónde iremos?
—Oh, a su casa, Steve, naturalmente —respondió Angers—. Usted tiene una casa, ¿verdad?
—Naturalmente —asentí. Ahora yo le hablaba al piso.
Entonces es allí adonde iremos. Necesitaremos tranquilidad.
—Pero ellos… —dije, y me interrumpió.
—¿Pero ellos qué? —inquirió—. ¿Quién hará qué?
—Nada —respondí. Casi se me había escapado. Si alguien me había reconocido mientras yo caminaba con él por la calle, probablemente irían a mi casa. Quizá la policía ya nos estaba esperando allá, y yo había estado a punto de revelarlo—. No habrá nadie en mi casa —manifesté—. Ruby está en el hospital.
Me puse en pie, me acerqué a él y lo miré a los ojos.
—Escuche, señor Angers…
—¡Ralph, Steve…! ¡Ralph!
—Ralph. ¡Tengo que averiguar cómo se encuentra mi esposa!
—Gire un poco su cabeza hacia la izquierda, compañero —indicó Angers.
—¿Cómo?
—Míreme. Míreme de frente, compañero.
Mi estómago empezó a contraerse. Lo miré fijamente.
—Gire la cabeza un poco más hacia la izquierda —ordenó—. Así. Oiga, compañero, su ojo derecho no está sano.
—Oh, Dios —murmuré.
—No, compañero. Mire hacia arriba…, hacia el cielo raso. Así. Claro que sí, compañero… —estiró la mano hacia mí, rápidamente. Yo retrocedí con un salto, asustado. Por primera vez noté un tenue brillo en sus ojos, un brillo que era indescriptible y tristemente insano. Aquello se parecía a ver la llama oscilante de una vela en el extremo de un túnel largo y oscuro.
Seguí retrocediendo por la habitación mientras él me seguía, observándome, inclinando el cuello. Asentía constantemente para sus adentros y sonreía en silencio con ese resplandor enloquecido en los ojos, con el rostro duro como el mármol pulido. Estiró la mano, buscando mi cara.
—No se mueva, compañero.
—¿Por qué?
—Quédese quieto. Déjeme ver su ojo. Escuche, compañero, ¿ese ojo le duele? ¿Alguna vez le dolieron los dos ojos, compañero?
Se detuvo y dejó caer la mano.
—Un poco. Principalmente el derecho.
Él se quedó donde estaba, asintiendo para sus adentros mientras el brillo de sus propios ojos se hacía más intenso y se apagaba, resplandecía y se disipaba, casi como si estuviese respirando con ellos.
—Siéntese en esta silla —indicó—. Aquí —tomó el rollo de papel y lo tiró sobre la cama—. Siéntese, compañero. Quiero estudiar sus ojos.
—Me siento bien —dije y no me moví. Ahora tenía la espalda apoyada contra la pared, junto a la puerta. No estaba dispuesto a sentarme para quedar a merced de ese tipo.
—Es una lesión traumática —comentó—. Tendría que… Bien, vamos —se rascó la cabeza. La luz se apagó bruscamente en sus ojos y se volvió hacia el baño—. Lillian, ¿ya estás lista? Date prisa.
—Sí, Ralph. En seguida estaré allí, Ralph querido.
—Cuida que sea así, Lillian —dijo él. Se volvió hacia mí—. Todo hombre necesita una mujer —manifestó—. Usted está casado, de modo que debe saberlo.
—Seguro —asentí. Oí que ella se movía en el baño, probablemente ansiosa por terminar de vestirse. El ventilador seguía zumbando, y el rostro de Angers parecía otra vez de mármol blanco, desprovisto de toda expresión—. ¿Usted está casado? —pregunté.
—No. Lil me gusta, pero ahora no me siento seguro de que pueda ser una buena esposa. Últimamente parece un poco estúpida, compañero. Al principio, mientras atravesábamos el país, era distinta. Solo empecé a notarlo en los últimos tiempos.
—Oh, ¿usted viene desde muy lejos?
—Desde muy lejos, compañero.
Quería averiguar de dónde venía, qué significaba todo esto. Pero Angers no parecía uno de esos tipos a los que se les pueden sacar muchas informaciones. Daba la impresión de ser demasiado astuto para esto. Quizá necesitaría tiempo. Esperaba que no durase mucho. Por el momento no veía ninguna escapatoria. Si íbamos a mi casa, era posible que arribásemos a una solución rápida. Quizá la policía ya me estaba esperando allá.
Me quedé mirándolo y casi me pareció que Angers trataba de recordar algo. Su rostro estaba desprovisto de toda expresión, pero permanecía muy quieto, con la vista clavada en la pared.
—No se preocupe, compañero —murmuró—. Le curaremos ese ojo.
Yo me zambullí. Era un momento tan bueno como cualquier otro.
—¿Usted qué opina? —pregunté.
—¿Su ojo estuvo infectado?
Le hablé rápidamente de aquel granuja de Jacksonville con su maldito pulgar. Inmediatamente lamenté habérselo contado, pero ese era mi punto flojo y yo hablaba con demasiada liberalidad respecto a él. Además, por algún motivo, me pareció que convenía hablar en ese momento. Así ganaba tiempo. Había que hablar sobre cualquier tema.
Él siguió haciendo gestos de asentimiento, mientras miraba la pared.
—Eso es lo que sospeché, Steve. Pero lo curaremos apenas se presente una oportunidad.
—¿Qué quiere significar con eso?
—Soy cirujano. Cirujano de ojos.
—Oh.
Traté de incrustarme en la pared que tenía detrás de mí. El miedo que revoloteaba por mi interior creció como un gran soplo frío. Angers se volvió y me miró. Pero la luz enloquecida ya no brillaba en sus ojos; en ese momento no se sentía interesado.
—Quizá usted podría ser el primer paciente del hospital —comentó. Pero entonces meneó la cabeza—. Sin embargo, para eso quizá se necesitará un poco de tiempo. Y ese ojo necesita atención, compañero.
Siguió mirándome.
—¿El hospital? —pregunté. Aquella no parecía mi voz.
Angers estaba asintiendo con la cabeza.
—Naturalmente. Vamos a construir un hospital, compañero —señaló el enorme rollo de papel—. Esos son los planos.
—Ya entiendo.
En aquel momento se abrió la puerta del baño y me sentí aliviado.
—Vamos a salvar vidas —explicó Angers. Su voz era seca y carecía por completo de tono.
Lillian entró en la habitación.
—¿Te gusto? —preguntó.
—Excelente —murmuró Angers, mirando el rollo de planos. Después recogió los papeles—. Ahora nos iremos.
Lillian tenía puesto el vestido blanco y tenía una expresión muy asustada, pero además estaba muy hermosa. Me pregunté cómo se había enredado con él. Rogué poder hallar una escapatoria, y por dentro sentí que la sensación de impotencia se acumulaba para formar una ola arrolladora, porque nuestras dos vidas pendían de un hilo muy débil.
Ella me miró y después inquirió:
—¿Adónde iremos, Ralph?
—A la casa de Steve.
—Tengo que comprarme algunas ropas, Ralph —dijo ella—. Este vestido se está ensuciando y no tengo ningún otro para ponerme.
Él se limitó a mirarla. Lillian trató de sonreír, pero fracasó. Sus oscuros ojos azules estaban nublados por el miedo que le inspiraba ese hombre. Él se volvió hacia la puerta y Lillian me miró nuevamente, y después miró el arma que estaba sobre la cómoda. Sin embargo, no se acercó a la pistola. Y tampoco me acerqué yo.
Angers se detuvo con la mano sobre el picaporte, lo soltó, volvió hacia atrás y guardó el rollo de planos en la maleta. Me di cuenta de que en ese instante su mente no estaba funcionando en las mejores condiciones. Tenía momentos de relapso y experimenté la fría impresión de que él lo sabía. Tapó la botella de whisky y la guardó junto con los planos y cerró la maleta.
—Probablemente necesitaremos la pistola —manifestó—. De todos modos será mejor que la lleve. Esa arma me gusta, Steve.
—Naturalmente.
Metió la Luger debajo de su cinturón, y la chaqueta la cubrió.
—Bajaremos por la escalera de incendios —nos informó, cuando salimos al corredor.
—¿En pleno día? —preguntó Lillian.
—Claro que sí —contestó Angers—. No tengo dinero suficiente para pagar la cuenta. Claro que es de día.
Volvió a menear la cabeza, mirándome. Esa chica era una tonta, ¿verdad?