11

EN estos días tan inciertos, tan fríos y grises, la señora Hawley mantiene su silencio en la mesa del desayuno.

El desayuno aquí es un ritual: tostadas, mermelada y silencio. Las sirvientas permanecen en silencio; entran y salen de la estancia como un desplazamiento fugaz de delantales blancos.

No hay nada de extraño en esta mesa. Dos mujeres y un hombre que inician su día cotidiano en Londres. Tenemos nuestros entretenimientos, noches de Schumann en el piano. La casa está en orden. Los pasillos permanecen en silencio, a excepción del arrastre de pies de los sirvientes, de la miseria de las criadas.

Y sobre todo eso reina la señora Hawley, mientras el señor Hawley se limita a asentir. Ellos tienen sus propias disposiciones, incluso en el silencio del desayuno. Pienso en la pechuga de la señora Hawley, en los pechos de Margaret. A veces, le gusta que la llamen Margaret, sobre todo mientras se toma el té, o por las noches.

Ahora, se me utiliza para el servicio, y ya estoy acostumbrada a servir. Dispongo de mi propia habitación, de mis comodidades. Hago compañía cuando así se me solicita. Aporto obediencia; soy ya la que se inclina, la que se arrodilla en esta casa.

No es como con los sirvientes. Yo no soy una sirvienta. No soy un fantasma.

La señora Hawley me sonríe a menudo. Es una sonrisa tenue. Debo disfrutar con mi sumisión. Ella insiste en que disfrute con ello.

A ella le gusta ofrecer su trasero. Por las noches, tras haber pasado un rato tranquilo jugando a las cartas, me llama a su dormitorio, para que la bese y la chupe. Le encanta que se lo chupen, y se inclina para que se lo haga.

En otras ocasiones, es ella la que me acaricia: las curvas, los lugares secretos. Le encanta mi culo, el ojete, y le resulta divertido hacerme cosquillas en él hasta que termino por gemir.

Hay momentos en que pierdo los sentidos cuando me encuentro con la cabeza hundida en su matorral oscuro, en su coño, desplegándole los labios con mi lengua.

La señora Hawley es un tanto mezquina en el momento de sus orgasmos. Gira la cabeza hacia un lado, se siente aletargada, emite un suspiro, y su cuerpo se ve recorrido por un rápido estremecimiento cuando su licor se derrama sobre mis labios.

Sólo Jepson me proporciona placer. Un placer completo, del que disfruto después de la medianoche, cuando todos los demás ya se han dormido. Le espero, escucho los sonidos de la casa. Sí, espero a Jepson, expectante y temblorosa.

Una vez terminado el desayuno, la señora Hawley pregunta:

—¿Clarissa? ¿Te gusta lady Aldershaw?

—Sí, creo que sí —contesto con un mohín, dejando la taza de té sobre la mesa.

—Pues a ella le gustaría tenerte y, si lo quieres así, puedes marcharte.

—¿Marcharme?

—A vivir con ella, claro está.

La conmoción que me producen esas palabras me hace temblar. El señor Hawley no parece nada interesado por el tema y toma el periódico, pensando quizá en sus togas.

¿Acaso me encuentran aburrida ahora? ¿Tengo que marcharme a la mansión de lady Aldershaw porque ahora les parezco aburrida? Nigel no me advirtió de eso.

Pienso en lady Aldershaw, en la piel marfileña de sus brazos, en el pesado aroma de su coño.

Sí, me marcharé.

Y así queda dispuesto. Como si fuera una sirvienta, quedo a disposición y manutención de lady Aldershaw.

—Debes llamarme Evelyn —me dice, con una expresión divertida en sus ojos.

Qué divertida resulta con sus posesiones. Nos encontramos en un vestidor, una estancia llena de espejos, cojines y divanes. Veo mi imagen reflejada en cada espejo. Reflejos de mí misma y de la persona que me mantiene.

La modista se arrodilla. No me agradan sus ojos. Parece perseguirme con ellos.

La modista se levanta. Me toca los pechos, la cintura, el trasero. ¿Se ruboriza acaso? Evelyn sonríe, tabaleando con los dedos sobre la sombrilla.

Luego, la modista se marcha. Evelyn me toca, posando las manos sobre mis brazos.

—Adoro la seda. ¿La adoras tú?

—Sí.

—Me siento tan feliz, Clarissa.

Soy como una novia recién desposada, la novia tierna de lady Aldershaw. Nos encontramos aquí, en el vestidor de una tienda de moda, para que me vistan con encajes y sedas. Evelyn me acaricia la boca con las puntas de los dedos.

—Me gustas tanto.

Sonríe, mostrando unos dientes de color blanco perla. Aparta los dedos de mis labios y deja caer la mano, para acariciarme el trasero, el monte. Me susurra una promesa para la noche, y para los días que nos esperan.

Qué ávida se muestra; va de un lado a otro, no deja de hablar, enfrascada en su avidez. Me besa la mejilla, y luego en los labios. Le gusta dar besos capaces de cortar la respiración, con los labios sobre los míos, con la lengua entre mis labios.

—Qué encantadora eres.

Y luego otro beso, y de nuevo los dedos sobre mis labios, que yo debo besarle.

Siempre me está haciendo preguntas. En los momentos más insólitos, en medio de un jadeo, me interroga de pronto. Tengo que admitir mi deseo. Tengo que decir la verdad, ceder siempre.

—Mi amor —me dice mientras yo me arrodillo a sus pies, como sirvienta y como amante, porque así es como debo rendirme a ella.

Regresa la modista. Evelyn sonríe y me acaricia los hombros.

Las ventanas del salón de Evelyn dan a Eaton Square. A ella le encanta sentarse cerca de una de las ventanas para tomar el té. La chimenea está encendida y la estancia está caliente. Lord Aldershaw se encuentra en las Indias occidentales y nunca se habla de él en esta casa. Evelyn ni siquiera reconoce su existencia. Se loma el té a pequeños sorbos y disfruta de sus comodidades.

Noto la piel caliente. Estoy de pie, cerca de la repisa de la chimenea, observando esas fotografías ovales del clan de los Aldershaw.

—¿Eres feliz, Clarissa? —pregunta Evelyn con una sonrisa.

—No lo sé —contesto evitando mirarla a los ojos—. Sí, supongo que lo soy.

—Quiero que seas feliz, porque supongo que querrás serlo, ¿verdad?

—Sí, así es.

—El fuego de la chimenea es agradable.

—Sí.

—Llamaré a Rooney. Ella te ayudará a desnudarte.

La sirvienta Rooney. Los ojos de las sirvientas son un verdadero tormento para mí. Rooney acude de inmediato. Las sirvientas nunca hablan. No cruzamos palabras entre nosotras y ella no me mira a la cara, también evita mis ojos. Sus dedos actúan sobre mi vestido y las ropas se desprenden. Mi piel caliente brilla a la luz del fuego. También me quita las botas y las medias.

Una vez que se ha marchado, Evelyn sonríe y se acerca. Me sostiene las tetas, con los pulgares haciendo rodar los pezones, observando con atención lo que hace, con una expresión de placer en su mirada.

Me acaricia el trasero, me aprieta la carne.

—Me gustas —murmura besándome el cuello.

La mano, los dedos, siguen acariciándome el trasero. Entonces, sitúa uno de los dedos sobre el ojete del culo. Una suave risita se escapa de su garganta. Me estremezco y ella vuelve a reír.

Me hace posar. Tengo que levantar los brazos, entrelazar las manos por detrás de la cabeza, mientras ella me toca los pezones, bajando hacia el vientre. Sus dedos juguetean y tironean del vello de mi pelambrera.

Tengo que tumbarme sobre un diván, como una odalisca, con el cuerpo girado, mostrando las curvas, con las piernas cerradas. Evelyn se sienta cerca de mis piernas, con el rostro arrebolado, al tiempo que me acaricia la cadera.

Luego, tengo que arrodillarme, inclinarme sobre la alfombra turca, apoyada en las rodillas, levantando el trasero.

—No te muevas —dice.

Se me exige una sumisión completa. No puedo moverme hasta que ella no me lo diga.

Tiene las mejillas sonrosadas, y su piel también aparece sonrosada bajo la luz del fuego.

Luego, tengo que moverme. Debo gatear hasta sus rodillas. Se ha desatado el batín de seda. Se inclina hacia adelante, ofreciéndome una teta, sosteniéndola con una mano, llevándola hacia mi boca, que se llena.

Lleva las piernas envueltas en seda marrón, sujetada por las ligas, por encima de las rodillas. Los muslos son blancos. Le toco la piel de los muslos, sin dejar de chuparle la teta. Le acaricio los muslos. Le paso las manos a lo largo de las piernas y los muslos, subiendo hacia su bajo vientre.

Ella siempre se muestra muy descarada con su sexo. Abre los muslos, mostrando los labios del coño, pletóricos y abiertos.

Qué tentadores son. El fruto de su lugar secreto. Esa carne sonrosada y húmeda.

Le beso el sexo con los labios, extiendo la lengua, y ella gime. La flor rosada se abre aún más bajo mi lengua.

Revoloteo como una abeja sobre la flor, para encontrar el néctar que atesora.

Me dice que no me dé ninguna prisa. Murmura, y exige que el chupeteo sea lento.

Percibo sus palpitaciones y le recorro toda la raja del coño con la lengua, lentamente, hasta llegar al clítoris palpitante.

Un almuerzo elegante en el Claridge’s. Nigel siempre se siente muy cómodo aquí. Éstas son las personas que despiertan su reverencia.

La sala está abarrotada y los camareros se afanan por entre las mesas. Un tintineo de cristal, una suave risa femenina.

En el aspecto de Nigel no se detecta ni un solo defecto. El corte de su traje es perfecto. Observa el comedor con aire de confianza.

Qué absurdo es eso. Aquí estoy, sentada a su lado, como una esposa ordinaria. ¿Es bonito mi sombrero?

Nigel ladea la cabeza.

—Tienes muy buen aspecto. ¿Te sientes bien?

—Sí, creo que estoy muy bien.

—Arthur Hawley me ha hablado muy bien de ti.

—¿De veras?

—Dice que superas todas sus expectativas.

Expectativas y tentaciones. Pero no, no quiero hablar de las tentaciones de Arthur Hawley.

—¿Está bien la casa? ¿Te ocupas tú de las cosas?

—Sí, desde luego —asiente Nigel—. ¿Te sientes sola?

—No, no lo creo.

—Pensé que podrías sentirte sola.

¿Había llegado el momento de las lamentaciones? ¿Lamentaba Nigel que me hubiera marchado? Sigue comiendo su pescado y me mira.

—¿Cómo es ella?

—¿Quién?

—Lady Aldershaw, claro está.

—Creía que la conocías.

—En realidad, no, al menos directamente.

—A veces, es terrible.

—Estás dispuesta a seguir con esto, ¿verdad?

—Sí.

Me toca la mano con suavidad, sosteniéndola entre la suya. Mi carne es como arcilla, como una arcilla obediente a unos dedos insistentes.

¿Cuento con su confianza? Sí, supongo que sí. Conozco bien su debilidad. Conozco todas sus debilidades. ¿Me voy a sentir molesta aquí, en el Claridge’s? ¿O acaso es amabilidad lo que deseo? Pienso en todos estos días despreciables, en mi propia despreciabilidad.

Y en toda esta gente que abarrota el local. ¿Qué pasiones tienen? ¿La carrera, el hogar y algún que otro almuerzo ocasional en el Claridge’s?

Me dedico a mordisquear mi pastel. Luego tomaré el té. Me negaré a reconocer la existencia de todas estas personas.

Colorete en una habitación de color rosado.

Evelyn y yo estamos tumbadas sobre su cama. A veces, su sonrisa es incierta. Le gusta hablar conmigo después de haber tomado el baño. Tiene la piel empolvada y las mejillas cómodamente arreboladas. Suaves gimoteos en la noche. Ella vuelve los labios hacia mí, me acaricia la mano, y sonríe.

Hay cualidades de servidumbre. Una de las partes obedece y la otra parte es obedecida. Evelyn habla del jardín. Dice que en la primavera saldremos a sentarnos en el jardín, que nos besaremos en el jardín. Su voz suena armoniosamente, con una expresión ávida en los ojos. Habla de music-halls, de canciones extasiadas sobre un amor eterno. Habla de pasión. Disfruta con su posesión sobre mí, de la que disfruta desde hace un mes.

Y, sin embargo, ahora, la posesión empieza a deshacerse.

Ella depende de mí. Me he convertido en una necesidad para ella; la prisionera se ha transformado en una necesidad para su carcelera.

En ocasiones, aparecen las lágrimas. Se queja. Yo no la amo. Asegura que sería capaz de arrojarse por el puente de Waterloo, como una tendera ordinaria.

—¿Me amas?

Tiene una mirada de desconcierto en los ojos.

Habla de nuestro viaje a Biarritz, de cenas elegantes en Monte Carlo. Me promete que nos acariciaremos la una a la otra en las cuevas de Capri.

Luego un beso, con su lengua aleteando entre mis labios. La humedad de nuestros besos.

Yo deseo a un hombre. Quiero recibir la fuerza de un macho en mi sexo y en mi culo, sentir su roce. Evelyn me hace cosquillas y luego tironea de mi sexo con los dedos. Dice que representará el papel de caballero y yo el de doncella. Dice que me conquistará.

A menudo, observo una expresión de temor en sus ojos. En estos días, me dedico a cultivar mis sometimientos.

Esta noche disponemos de un palco en el St. James. Evelyn y yo nos encontramos sentadas, a solas, entre las sombras. Ella me sostiene la mano. La obra de teatro me parece completamente aburrida. Los actores dan la impresión de ser personas muertas que pronuncian las frases escritas por un autor muerto. En los entreactos, Evelyn y yo nos dedicamos a observar al público de la platea, a las gorjeantes damas con sus absurdos sombreros.

—Quiero irme — digo de pronto—. La obra es horrible.

—No está tan mal —replica Evelyn.

—Es terrible, y no quiero quedarme.

Y tras decir esto, me levanto de mi asiento. Su mirada expresó la consternación que sentía. Me rogó.

—Yo adoro que me vean en tu compañía.

Pero me niego a aceptar sus ruegos.

—Entonces, me marcharé yo sola.

Gimotea en sus ruegos. ¿Habrá ojos que nos estarán mirando? Doy media vuelta y salgo del palco, mientras Evelyn se apresura a seguirme.

Ya fuera del teatro, esperamos entre la niebla a que llegue nuestro carruaje. Evelyn me sostiene por el brazo.

—¿Estás enfadada conmigo?

No digo nada. Una vez instaladas dentro del elegante carruaje, permanecemos sentadas la una al lado de la otra. Evelyn espera una muestra de aprobación por mi parte. Me toca. Sus dedos tocan mi capa. Qué diferentes son las cosas ahora. Finalmente, me toma de la mano. Me ruega que no esté enfadada con ella. Me vuelvo para mirarla y me inclino hacia ella.

—Debes admitir que esa obra era estúpida.

—Está bien —asiente, apretándome la mano.

—No me gusta armar jaleo, y lo sabes muy bien, ¿verdad?

No dice nada, pero gimotea hasta que me inclino sobre ella. Le meto la mano por entre los pliegues de la capa, deslizándola por encima de su pierna, tirando del vestido hacia arriba. Ella me abre las piernas. Encuentro su sexo y me apodero de él.

—Por favor, Clarissa...

—Por favor, ¿qué?

—No debes atormentarme.

Ella gime cuando mis dedos presionan y encuentran el camino hacia el interior de la gruta.

Los rincones de la habitación se hallan envueltos en sombras. Evelyn está sentada ante la mesa de tocador. Tiene un brazo levantado y mueve el cepillo del pelo, cepillándolo hacia abajo, levantándolo después y volviendo a cepillar. Va repitiendo los movimientos con un ritmo lento. De repente, se detiene. Se vuelve a mirarme y se ruboriza.

—Te amo.

Le digo que llame a una sirvienta.

—Llama a Rooney para que te ayude a desnudarte.

Evelyn asiente con un gesto. ¿Piensa acaso que soy una insolente? Pero ahora ya estamos más allá de la insolencia.

Acude la doncella, con ojos cansados y vacíos, disponiéndose a desnudar a su señora. Evelyn me mira, orgullosa en su desvestimiento.

Observo cómo la van dejando desnuda. Cintas de seda, encajes, enaguas, ligas y medias. ¿Comprende la doncella lo que está ocurriendo? La muchacha actúa con lentitud.

Finalmente, la despido. Evelyn parece sentirse aturdida. Espera. Se encuentra de pie, inmóvil y expectante, a la espera de que la llame.

—Ven aquí ahora —le digo por fin.

Se me acerca. Le muestro los dedos y se ruboriza al ver el aceite de petrolato con el que me los he untado. Se gira y se inclina ante mí. Visto desde atrás, su sexo no es más que un higo protuberante. Ella se estremece de expectación. Observo los globos de su trasero, los temblores de su cuerpo.

—Por favor, Clarissa...

La toco, aplicándole los dedos contra el sexo, y luego sobre el culo, y le meto los dedos aceitados por las dos entradas. Ella gime y se retuerce. Le he metido todo el dedo gordo en el ojete del culo, y dos dedos en el coño. Lanza un grito en el momento de correrse.

Más tarde, la hago ponerse de rodillas. Evelyn arrodillada a mis pies. Me levanta el vestido hasta la altura de las caderas, dejando al descubierto el bajo vientre, los muslos y las piernas. Hay verdadera adoración en sus ojos cuando abro las piernas. Se relame los labios. Se siente como perdida, pero cuando se inclina hacia adelante la detengo.

—Bésame antes los zapatos.

Ella se inclina y me besa cada zapato. Conoce muy bien cuáles son mis irritaciones.

Luego, vuelve a adelantarse, esta vez hacia la fuente, hacia mi sexo, mi lugar más ardiente.

Su boca es ávida mientras me chupa la fuente. Yo observo sus labios, la avidez de su boca al chuparme.

Finalmente, le aparto la cara con un empujón, la alejo de mí y ella cae sobre la alfombra con un sollozo.

—No debes hacerlo —le digo.

—¿Por qué no?

No dice nada más. Su cuerpo tiembla. Extiendo un zapato y ella gime al mismo tiempo que me lo besa de nuevo.

Ahora voy a tener mis propias satisfacciones.