7

UNA termina por conocer el ritmo propio de una casa, los momentos ociosos, los murmullos en los pasillos. En la casa de los Hawley reina un ambiente de éxito social. Se escucha la voz de la señora Hawley, y sus ojos están en todas partes. Dedica una hora al día a controlar su reino, antes de salir para visitar a sus amigas. Los sirvientes se apresuran de una habitación a otra, como pequeños ratones grises. «Los espejos deben despedir destellos», dice. Ella no demuestra más que desprecio por las sirvientas jóvenes, de las que afirma que no tienen ni una pizca de cerebro.

—Pero ¿qué puede esperarse de ellas? —pregunta—. En estos tiempos que corren, la servidumbre no es precisamente de lo mejor de su clase.

Elige su ropa. A la señora Hawley le gusta ir vestida a la moda, con sedas y encajes de París.

—¿Cómo es posible que los franceses sepan tanto de estas cosas? —pregunta—. No hay en todo Londres una sola modista que sea capaz de confeccionar un vestido así. Resulta extraño, ¿no te parece?

También le gustan las joyas y las preciosas cajas pequeñas. Recuerdos de esmalte traídos de veranos pasados en Baden-Baden. Madreperlas y granates traídos desde Biarritz. Repasa con los dedos los peines y cepillos desparramados sobre la mesa del tocador.

Los Hawley son muy diferentes en cuanto a temperamento y comportamiento exterior. Supongo que podría decirse lo mismo de Nigel y de mí. Una siempre se pregunta qué es lo que estará viendo el otro. A veces, al señor Hawley parece divertirle la inteligencia de su esposa, el rápido sarcasmo que sabe demostrar. Pero un momento más tarde ella cae en uno de sus silencios, y el señor Hawley vuelve toda su atención al periódico.

Ahora, no puedo mirarla sin recordar lo que hay oculto. La piel blanca de sus hombros, sus pechos, la pelambrera oscura, los labios llenos enmarcados por el rostro arrogante, con esos ojos implacables, siempre controlándolo todo. Y, sin embargo, allá abajo también hay una gruta de labios llenos, húmedos y hambrientos.

Ella es de las hambrientas. Ellos tienen sus intimidades y, a veces, yo comparto su cama. Una se acostumbra a distinguir los momentos divertidos, los cosquilleos ociosos, los dedos que penetran por lugares secretos. A ella le gusta que la monten por la mañana, tenerlo alojado en su coño mientras levanta los muslos. Yo le he sostenido los huevos mientras él se la follaba. Esos huevos que se balancean al mismo tiempo que ella gime.

Es ella la que ejerce su dominio sobre mí. El señor Hawley no muestra más que deferencia en presencia de ella, como si recordara lo que hace con las manos, con esos dedos que se posesionan de la piel blanca de su trasero. A la luz de la mañana descubro a menudo la mirada de ella posada sobre mí. Esa mirada de desdén cuando él la monta y se la folla. Tiene al animal masculino completamente entrenado. Él se monta entre sus muslos, para derramar su esencia, para ofrecerle su tributo.

A veces, por la noche, la señora Hawley habla de su padre, del viejo cementerio de Highgate donde yace enterrado. Visita la tumba una vez al año, en el aniversario de su muerte. Ahora habla de los viajes que hizo. Les gustaba ir de un lado al otro del continente.

—Adorábamos Baden-Baden —dice la señora Hawley.

¿Se regocijaron juntos en su habitación? Me imagino a la señor Hawley y a su padre. ¿Se ruborizaba ella durante una noche ardiente en Baden-Baden?

Mi padre y yo no viajamos mucho, pero sí que viajé con Nigel. Antes, Nigel y yo raras veces nos separábamos. Recuerdo aquel mes en que él viajó a Madrid. Mi prima Gertrude acudió a quedarse conmigo en nuestra casa, en Queensdale Road. Había transcurrido ya bastante tiempo desde nuestros juegos íntimos en Wessex. Gertrude aparentó no recordar nada de todo aquello. Puso los ojos en blanco cuando mencioné a Lynch, el mozo de cuadras. Pero, por la noche, yo acudía a su cama, y ella aceptaba mis besos. Nigel se divirtió cuando regresó de Madrid. Gertrude permaneció con nosotros durante otro par de semanas.

Una noche, Nigel acudió a la cama de Gertrude, ocupando mi lugar. A la mañana siguiente comentó que Gertrude era lista. Gertrude se enojó y se negó a mirarme a la cara.

En mi habitación hay un espejo largo. Me aprieto contra el cristal. Los labios, los pechos, el vientre, me abrazo a mí misma y caliento el cristal, con el cuerpo recorrido por temblores.

Esta mañana me encontraba de pie ante la ventana de mi habitación, contemplando los jardines de Sussex, los tejados inclinados, las chimeneas. ¿Hay otras ventanas como la mía? Quizá las haya. Quizá haya también rostros entre las sombras de otras habitaciones. A la señora Hawley no le gusta que me asome por las ventanas. Dice que debemos conservar nuestras intimidades. Y me lo dice en susurros, haciéndome sentir su respiración caliente contra la oreja, al tiempo que desciende la mano sobre mi trasero, con los dedos curvados.

Pienso mucho en Nigel. Pienso en nuestra casa, y en cómo he venido a parar aquí, a esta pequeña habitación en los jardines de Sussex. Tengo las medias extendidas sobre el respaldo de una silla, y ese corsé de color azul que tanto gusta a los Hawley. Pienso en lo bien que se lo pasan cuando me acarician el trasero, en cómo me aprietan la carne con los dedos. La señora Hawley tiene unas manos tan exquisitas. Me sostiene la carne con firmeza al tiempo que me la acaricia.

Lo más terrible de todo es no poder seguir disfrutando del provincialismo de mi casa, de nuestra casa, aunque, en realidad, es la casa de Nigel. Después de todo, Nigel continúa allí. Él está allí y yo estoy aquí. ¿Se divierte? Sí, supongo que sí. Nigel no es hombre capaz de pasar mucho tiempo sin diversiones. Después de varios años de matrimonio, una aprende a conocer a su marido. Seguro que Nigel se lo estará pasando bien, en las habitaciones, en los pasillos, en todos los lugares habituales.

Siempre estoy sola. Incluso en una habitación llena de gente. Y mantengo mi aislamiento. Ese es mi propio reino. Ahí es donde impongo los edictos y doy los permisos propios, segura tras el foso que me separa de los demás. Y no quiero cruzar al otro lado. La señora Hawley dice que estoy muy distante, que parezco siempre muy preocupada. Le gusta pellizcarme los pezones. A menudo, Nigel hacía lo mismo. Ellos querrían que yo bajara el puente levadizo, que cruzara el foso y rompiera mi aislamiento.

Por la tarde, estoy sentada junto a la señora Hawley en un simón. Vamos de visita.

—Qué silenciosa estás —dice ella—. Deberías hablar conmigo, Clarissa.

El caballo trota, bajando por Oxford Street, y yo me pregunto si mi vida volverá a ser alguna vez ordinaria. O quizá los aspectos ordinarios de la vida no sean más que ilusiones engañosas. Llegamos a Eaton Square, ante una mansión imponente, con altas ventanas a ambos lados del pórtico.

—Te encantará la señora —dice ella.

La señora de la casa es lady Aldershaw. Sonríe, pero no me estrecha la mano. Hay una expresión de altivez en su porte, en su rostro. Una especie de dignidad imperial. Tiene el busto de una persona noble, mostrando la curvatura de los hombros, el gracioso cuello, los pálidos ojos azules y los pendientes de oro. Hay orgullo en su sonrisa.

—Vayamos al salón, Margaret. Tenemos una nueva pintura de Bronzino.

El vestíbulo es enorme. Parece como si fuera todo un acre lleno de mármol blanco.

Ya en el salón, el sol parece quemar las figurillas, los espejos y las borlas doradas. Es una estancia lo bastante grande como para interpretar música de cámara. Hay divanes, cojines de terciopelo, alfombras turcas.

Lady Aldershaw parece sentirse regocijada con mi presencia. Habla con la señora Hawley, pero no deja de mirarme a mí, con una expresión divertida en los ojos.

Se sirve el té. Yo sostengo la taza sobre una rodilla. Lady Aldershaw tiene la tetera situada junto a su codo. Habla sobre Ascot. Mira a la doncella y le dice que ya puede marcharse.

—Quédate fuera —dice lady Aldershaw. Luego, me mira y dice que tengo un rostro bonito—. Aunque me atrevería a decir que eso ya lo sabe —añade.

Qué imperiosa se muestra. Qué blanca es la piel de su cuello, y qué azules son sus ojos. No digo nada. Me limito a tomar el té a pequeños sorbos. Observo el juego de la luz del sol sobre la manija de una pequeña campanilla de bronce.

Después, lady Aldershaw habla acerca de la falta de disciplina que parece reinar últimamente entre ciertas jóvenes.

—No me refiero a las clases inferiores —dice—, sino a las hijas de mis amigos. Algunas de esas jóvenes son terribles. ¿O es que quizá me estoy haciendo vieja? ¿Crees que me estoy haciendo vieja, Margaret?

—Ni usted ni yo —replica la señora Hawley.

Lady Aldershaw se echa a reír. Habla de la próxima fiesta que se celebrará en la mansión campestre de los Aldershaw.

—Los amigos de Henry me aburren, y siempre invito a la gente suficiente como para que me resulten menos tóxicos. ¿Querrás venir, Margaret?

—Sí, desde luego.

—Y ahora, permíteme preguntarte acerca de Clarissa. ¿Qué clase de hombre es su marido?

Se ponen a hablar de Nigel. Luego, hablan de mí, como si yo no estuviera presente. De los acuerdos establecidos por Nigel, de mi presencia en la casa de los Hawley, de mi familia. A mí, sin embargo, no me preguntan nada. Es la señora Hawley la que aporta todas las respuestas a las preguntas de lady Aldershaw. Yo me dedico a contemplar un grupo de figurillas. Jóvenes de porcelana pintada, rodeadas de cisnes. Un grupo de amantes en un bosque. Luego, observo un pequeño reloj de oro con una base afiligranada, sobre el que cae la luz del sol. Vuelvo a tomar un sorbo de té. Preferiría estar en cualquier otra parte, pero no estoy en ninguna otra parte. La señora Hawley continúa hablando. Ahora habla de mi corsé azul, de la textura de mi carne. Lady Aldershaw se muestra regocijada.

—¿Y qué dice Arthur de todo esto?

—Él también se pasa su tiempo con ella.

—No esperaría otra cosa. ¿Lo notas aturdido?

—A veces sí.

Lady Aldershaw se echa a reír.

—Eso concuerda, Margaret. ¿Y qué me dices de ti? ¿También te sientes aturdida?

La señora Hawley lo revela todo, cada una de mis sumisiones, la forma inteligente que tengo de comportarme. Casi no puedo escucharla. Siento hasta los latidos de mi corazón, que golpean con fuerza.

—A ella le gusta el placer —dice la señora Hawley.

Lady Aldershaw me mira y sonríe. En sus ojos hay conocimiento, y regocijo.

—Bien, voy a verla ahora —dice finalmente—. Deja que le eche un vistazo.

De modo que ya hemos llegado a eso. La señora Hawley me ordena que me desnude. Al principio, aparento no comprender, y me tiemblan las extremidades. Luego, me niego. Digo que eso es imposible, que no lo permitiré, que no quiero saber nada de eso. Yo misma percibo el ruego que hay en mi voz.

Pero tengo miedo. De repente, este enorme salón parece haberse cerrado sobre mí. La señora Hawley insiste. El tono de su voz es imperioso. Observo la firmeza de sus labios. No está dispuesta a soportar mi desobediencia. Me lo ordena una vez más. Esta vez, no digo nada, no hago nada. Permanezco sentada, como congelada, rodeando la taza de té con las manos.

—Por lo que veo, se niega —dice lady Aldershaw.

—Ordene que lo hagan —dice la señora Hawley.

Se llama a dos sirvientas y se les dice que me desnuden. Hay una expresión apagada en los ojos de ambas. Me retiran la taza de té. Me obligan a incorporarme. Ahora, la luz del sol ha pasado ya sobre las figurillas, y es el reloj de oro el que parece estar encendido.

Tiemblo al tiempo que trato de mantener mi postura. Siento las manos de las sirvientas, ocupadas en desnudarme. Todas las manos de las sirvientas son iguales. Veo mi propia imagen reflejada en uno de los espejos del salón. Mi rostro, mi cuello y mis hombros. Me quitan el vestido, y después las enaguas. Los pechos quedan al descubierto, ante el espejo, y finalmente quedo desnuda por completo delante de ellas. Observo sus ojos, los ojos de lady Aldershaw y de la señora Hawley; los ojos de las sirvientas. Ojos de mujeres que todavía permanecen vestidas.

Se despide a las sirvientas, que se deslizan fuera del salón y desaparecen, cerrando la puerta. La señora Hawley le dice algo a lady Aldershaw. Yo no quiero ni mirarlas. Me quedo contemplando mi propia imagen reflejada en el espejo. Pero entonces, la señora Hawley me habla. Debo volverme hacia ella, debo afrontarlas, con mis pechos y mi vello al descubierto. Lady Aldershaw parece sentirse muy a gusto.

—Es realmente agraciada. —Vuelvo a mirar hacia el espejo, a la plenitud de mis pechos—. No me gustan a menos que resulte agradable mirarlas —dice lady Aldershaw—. Dile que me muestre el trasero.

Tengo que volver a moverme, hacia adelante, para situarme ante ellas. Luego, me doy la vuelta y me inclino para mostrarles el culo. Es mi acto de sumisión, las redondeces de mi sumisión. Las mujeres murmuran por detrás de mí.

¿Qué posición puede adoptarse en una situación así? ¿Tengo las piernas demasiado separadas? La alfombra turca me hace cosquillas en los pies. Entonces noto una mano. Es la mano de lady Aldershaw. Conozco bien el tacto de la mano de la señora Hawley, por eso lo sé.

Lady Aldershaw se ha levantado por detrás de mí. Hace que me ponga erecta y, todavía detrás de mí, me rodea el pecho derecho con una mano. Me sostiene el pecho y se mueve hacia mi costado derecho, con el peso de la teta descansando sobre su mano, tironeándome del pezón con los dedos. El pezón se endurece entre sus dedos. Ella lo hace rodar, y lo pellizca.

—Tiene las tetas de una campesina. Creo que me va a gustar.

Luego posa la mano izquierda sobre la parte inferior de la espalda y palpa las hinchazones del trasero. Noto la palma de su mano, que se cierra sobre mi carne, apretándome y estrujándome cada nalga.

—No debes moverte para nada —dice.

Sus dedos se deslizan entre mis redondeces, y llegan a la raja, al lugar secreto, por donde se mueven con insistencia. Se echa a reír con suavidad y me produce cosquilleos en el agujero del culo. Al ver que me estremezco ante los cosquilleos, comenta:

—Qué fácil es manejarla.

Sí, qué fácil. Tengo los ojos cerrados. No quiero mirar. Mi cuerpo tiembla entre sus dos manos. Ella se burla, y yo percibo la burla en su voz.

—Es encantadora —dice lady Aldershaw con una sonrisa—. Y todavía está bastante fresca. Es casi perfecta. ¿Eres casi perfecta, Clarissa?

Por toda respuesta, mi cuerpo se estremece. Ella me sostiene con firmeza, con una mano soportando el globo de una teta y la otra apretada sobre el culo. Ahora, me mete el dedo en el ojete, y yo me siento como atrapada entre las dos manos.

—Dime lo que te parece —dice.

—¿El qué?

—Esto —añade moviendo el dedo en mi interior, con insistencia.

—Por favor, no puedo...

—¿Tu esposo? Nigel, se llama Nigel, ¿verdad? ¿Te ha poseído por aquí? ¿Te ha parecido agradable? Casi diría que sí. Estás muy bien constituida para eso. Eres esponjosa, ¿verdad? Déjanos a solas, Margaret. Deja que pase un rato con ella. Estoy segura de que podrás encontrar algún favor a cambio. Dios santo, qué piel tan encantadora tiene. Es toda una pieza.

La señora Hawley se marcha. Yo le observo la espalda cuando ella se aleja, y me quedo a solas, abandonada entre las manos de lady Aldershaw.

—¿Te parece que Margaret es hermosa?

—No lo sé. Sí, creo que sí.

—¿Y yo? —pregunta con una risita—. ¿Me encuentras atractiva, Clarissa?

—Sí —contesto, estremeciéndome entre sus manos.

—Creo que así es.

Me suelta. Se aleja y toma asiento en un cómodo sillón. Se sube la falda del vestido. Yo permanezco de pie, mirando, como transfigurada, mientras ella deja al descubierto las piernas y los muslos. Tiene unos muslos blancos por encima de las medias, con unos pálidos rizos dorados en la juntura de los muslos. Un coñito pequeño del que se ve perfectamente la raja. Al levantar una pierna, lo veo por completo.

—Ven, acércate —dice.

Avanzo hacia ella. Me arrodillo, con la alfombra turca por debajo de mis rodillas desnudas. Ella sostiene una pierna en alto, con la rodilla doblada. Observo la prolongada ondulación del muslo, hasta llegar a su lugar secreto, cubierto apenas por un vello dorado. Y su coño.

El sillón está tapizado de seda a rayas, de colores marrón y crema. Me pregunto de cuántas cosas habrá sido testigo este sillón. Los sonidos de la sumisión en un salón iluminado por la luz del sol.

Al principio, la olisqueo a lo largo de la parte interior de los muslos, sobre el mármol blanco de la piel, por encima de las medias. Luego, me acerco a su feminidad. A la señora Hawley siempre le divierte la forma que tengo de olisquearla. Ella no comprende nada de eso, pero primero tengo que oler, antes de chupar.

La piel blanca y pálida, los muslos abiertos de lady Aldershaw, que murmura algo. Finalmente, extiendo la lengua y le doy varios lengüetazos, embebida por su aroma. No lo hago directamente sobre la raja. Evito eso por el momento. Anhelo chupársela, pero lo evito. Ella emite un sonido de placer.

—Oh, qué lista eres. Quieres volverme loca, ¿eh? Anda, continúa, querida. Tengo ganas de que me lo chupes.

La beso, aplicando delicadamente los labios contra la pelambrera dorada y luego sobre su boca, hasta que finalmente le paso la lengua a lo largo de la raja, arriba y abajo, con la boca abierta. Ella emite un suspiro de placer, se relaja, abandonándose a mi lengua y el coño se abre por completo, mostrando sus paredes rosadas, sus pétalos húmedos, con la flor totalmente abierta, anhelando la caricia de mis labios.

Vuelvo a chupárselo, aplicando la lengua sobre la humedad del coño, entreteniéndome sobre el pequeño botón del clítoris. Ella se agita al sentir los lamidos sobre el rosado clítoris. Murmura algo. Mi lengua se mueve con velocidad, lamiéndole la joya de forma continua y firme, mientras ella no deja de gemir. Me agarra de la cabeza y se aprieta el sexo contra mi boca, hasta verter sus efusiones, hasta vaciar su fuente, mientras yo sigo lamiéndola.

Nada es mío. Me siento privada de todo. Me encuentro sola, sentada sobre un diván rojo. Mis enaguas son demasiado delgadas, y siento frío en los brazos. No hay nada delante de mí. Nada en esta habitación.

—¿Qué te ha parecido? —pregunta el señor Hawley—, ¿Qué le ha parecido lady Aldershaw?

Se acomoda en el alféizar de una ventana, mientras yo estoy de pie delante de él. Tiene la mano metida por debajo de mi vestido, con la palma apretándome el trasero. Yo tiemblo al sentir el tacto de la mano.

—Es muy hermosa.

El señor Hawley se echa a reír.

—Sí, lo es. Te ha poseído, ¿verdad? Las posee a todas. Hasta lo hizo en cierta ocasión con Margaret, ¿te lo imaginas?

No, no puedo imaginármelo, no con la señora Hawley. Esa imagen es imposible. La señora Hawley prestando su homenaje a la fuente.

—No, no me lo imagino —le digo.

—¿Qué fue lo que te hizo?

—Fue más bien lo que yo le hice a ella. Me poseyó dos veces. La segunda fue mucho más completa. Se corrió en mi boca, cuando sus jugos ya estaban más maduros. Dijo que nunca sentía tanto placer con un hombre, que siempre le parecían demasiado apagados.

El señor Hawley me acaricia los muslos. ¿Le gusta el tacto de mi carne? Recuerdo los muslos de lady Aldershaw, de un color blanco lechoso y tan suaves al tacto como el mármol. Y el aroma de su piel. No volvió a tocarme después de la primera vez, cuando me sostuvo una teta y el culo con las manos. Esas manos tan suaves.

Ahora son las manos del señor Hawley las que me tocan, me acarician los muslos, me hace cosquillas en la raja, me mete los dedos por entre los labios. No tengo más remedio que rendirme a esos dedos. Estoy indefensa ante ellos. Se me abre el coño, mi lugar ardiente. A Nigel le encanta tocarme en momentos extraños. ¿Dónde estará Nigel ahora? ¿Estará desordenada la casa?

En ese momento entra una sirvienta trayendo el té. Yo quiero apartarme, pero el señor Hawley se apresura a retenerme, con los dedos todavía dentro del coño. Estoy convencida de que la muchacha se ha dado cuenta. Ella evita mirarme a los ojos. Qué horrible es. Los dedos, la forma en que me toca. Una vez que la sirvienta ha llenado las tazas de té y se vuelve para marcharse, él le dice que se quede.

—Todavía no, Finch.

De modo que ése es su nombre. Ella se sonroja. ¿Qué edad podrá tener? ¿Dieciséis? ¿La ha poseído él alguna vez? Me imagino el instrumento del señor Hawley penetrando en la carne tierna de la joven.

Los dedos se retiran de mi fuente. Luego, hace que me incline sobre el asiento de la ventana y le dice a la sirvienta que me descubra el trasero.

—No lo permitiré —me opongo.

—Claro que sí, Clarissa.

—No con la sirvienta.

—Tienes más orgullo del necesario —dice él echándose a reír—. Adelante, Finch.

Qué horrible es. Las manos de una criada. ¿Habrá hecho esto mismo con anterioridad? ¿Descubrir el trasero de otra mujer en esta casa?

Me descubre, me desnuda, deja al descubierto los globos de mis nalgas. El señor Hawley murmura algo. Sus manos vuelven a acariciar mis curvas. ¿Está hablando con la sirvienta? Quisiera morirme. Entonces, oigo la voz de la sirvienta. Es un sonido quejumbroso. Vuelvo la cabeza para mirar y observo al señor Hawley metiéndole mano. Yo dispongo de una de sus manos, y ella de la otra, y parece sentirse embelesada con la actividad de esa mano.

Cierro los ojos para no ver. Siento los fuertes latidos de mi corazón, y sus dedos vuelven a penetrar en mi coño, logrando mi más completa sumisión.

—Tócala —le dice a Finch.

Le ordena a la sirvienta que me toque el trasero al descubierto. La muchacha puede verlo todo. Me siento conquistada.

Percibo el tacto de sus dedos. El señor Hawley ha retirado la mano y los dedos vacilantes de la criada revolotean sobre mi trasero, sobre el coño, por entre los labios. Son dedos temblorosos. Los dedos de una mujer no son en modo alguno como los de un hombre. No hay arrogancia en ellos.

Luego, me hace cosquillas en el ojete del culo, en mi entrada posterior. ¿Le divierte hacerme esto? Yo, en su lugar, no me habría divertido, sino que me habría sentido asustada.

—¿Qué te parece? — le pregunta el señor Hawley a Finch.

—Por favor, señor...

—¿Qué te parece? —insiste.

—¿El qué, señor?

Él emite una ligera risita.

—Ese lugar del que se está ocupando tu dedo. La entrada posterior de la dama.

La muchacha emite un sonido gorgoteante, como si se le hubieran atragantado las palabras. Yo no quiero mirar. Sólo siento el dedo, que me ha penetrado hasta las entrañas.

—Ensánchalo —dice el señor Hawley.

A continuación, habla de follársela furiosamente. Es evidente que ya lo ha hecho en alguna otra ocasión. Probablemente, también le ha dado por el culo. Pienso en su verga hinchada metida entre los globos del trasero de la joven.

—¿Te gusta, Finch? —vuelve a preguntar.

—Por favor, señor...

—Tienes que admitirlo.

—A veces hace daño.

—Eso también te gusta. Es lo que indica la medida de tu servicio. Y ahora, prepara bien a la dama. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Me van a preparar, y lo va a hacer una sirvienta llamada Finch, con sus manos, con su boca. Mi cuerpo tiembla ahora bajo sus besos, bajo el contacto de sus labios.

Luego, me mete los labios entre los globos y siento la humedad de su boca, y la respiración caliente sobre el ojete. Aquella bailarina española me hizo lo mismo. Me sopló su respiración caliente sobre el ojete del culo, hasta que estuve a punto de desvanecerme.

Siento el tacto de su boca, de sus labios recorriéndome la pelambrera. Con qué habilidad maneja los labios y la lengua. Seguramente, ya lo ha hecho en otras ocasiones. Sabe muy bien lo que debe hacer.

—Espléndido —dice el señor Hawley.

La lengua de la criada es como una serpiente inquisitiva, como algo que se retuerce buscando penetrarme, mientras yo gimo ante el serpenteo de ese instrumento húmedo.

Finalmente, el señor Hawley aparta a la sirvienta. Ahora, sitúa la verga delante del agujero del culo, y el arma me produce cosquilleos en la entrada. Presiona sobre mi portal posterior e irrumpe en él, abriéndome del todo con su presión. Su órgano se desliza hacia las profundidades, y él emite un chasquido con la lengua.

—Ahí lo tienes, Clarissa.

Me está dando por el culo, que ahora tengo abierto y lleno, mientras el señor Hawley me embiste hasta que su vientre choca contra mi trasero. ¿Está la sirvienta todavía ahí? ¿Continúa Finch observando la verga que se desliza dentro de mi culo? Qué terrible resulta verse humillada de ese modo ante los ojos de una sirvienta.

—Chúpaselo —dice el señor Hawley.

—¿Qué ha dicho, señor?

—Que le chupes el coño, estúpida.

Hay tensión en su voz. Con su instrumento completamente metido en mi culo, le ordena a la criada que se ocupe de mi parte delantera.

Ella se inclina para cumplir con la tarea. Mete la cabeza por debajo de mi vientre y aplica la boca sobre mi fuente. La abre y deja salir la lengua al tiempo que la verga del hombre se desliza adentro y afuera de mi culo. Me están dando por el culo y me están chupando el coño al mismo tiempo, con los labios de una joven sirvienta sobre mi clítoris.

—Eso es —dice el señor Hawley—. Así está bien, Clarissa. Tienes un culo espléndido. Y también te gusta que te den por el culo. Puedes intentar ocultarlo todo lo que quieras, pero te gusta que te la metan por detrás, ¿verdad? Te gusta hacer de todo. Te lia gustado hacérselo a lady Aldershaw. Apostaría a que ella te va a mantener muy ocupada próximamente. ¿Te excita esa idea? ¡Dios santo, cómo me la aprietas!

Me siento conquistada, perdida. Se corre dentro de mis intestinos y yo gimo al notar su chorro, la humedad, la lengua de la sirvienta. Tengo el rostro apoyado sobre el asiento de la ventana, con los ojos en blanco, y gimo al mismo tiempo que los ojos me ruedan en las órbitas.