1
UNA escucha susurros en las casas: el de la seda, el de los pliegues de un vestido que se arrastra. Los rostros congelados en la neblina de un bordado delicado.
Esta mañana, en Brompton Road, se me acercó un hombre. Me siguió mientras yo caminaba y me dedicaba a contemplar los escaparates de las tiendas. Podía sentir su mirada posada sobre mí. Las hojas muertas revoloteaban alrededor de las puntas de mis botas.
El hombre llevaba un largo abrigo de color gris, de muy buena confección y paño excelente. Unos zapatos muy brillantes, un sombrero limpio y un rostro ordinario. Al mirarle directamente a la cara, pude darme cuenta de que en sus labios había una mueca burlona, que yo ignoré. Me quedé mirando fijamente el escaparate de una tienda. Percibí su mirada recorriéndome el cuerpo, observando mi abrigo, mi sombrero. Yo fijé la mía en una antigua porcelana china de color azul. Una cortante ráfaga de viento agitó las hojas muertas a mis pies. Los caballos trotaban por la calle y pasaban de largo, entremezclados con los vehículos a motor. El cielo era gris y había en el aire un olor a madera quemada. Entonces, el hombre me habló.
—Es usted una criatura maravillosa. Y, sin lugar a dudas, debe de estar casada.
No le dije nada. Ni siquiera me digné mirarle. Me dediqué a estudiar un gran jarrón que había expuesto en el escaparate. El hombre volvió a hablarme. Ahora, su voz no fue más que un débil susurro. Me giré hacia él y volví a observar aquella expresión burlona en sus labios.
—Llamaré a un policía —le dije.
—¿Está usted casada?
—Eso no es asunto suyo.
Me giré de nuevo hacia el escaparate. El dueño de la tienda se encontraba al otro lado, con unos ojos acuosos por detrás de unas gafas. Su rostro aparecía rodeado por antiguos objetos de porcelana china de color azul. Me aparté del hombre del abrigo gris y entré en la tienda.
El viejo dueño de la tienda me sonrió en cuanto me vio entrar y me preguntó con una gran amabilidad si me sentía interesada por algo en particular. Esbozó una tenue sonrisa gris. Tenía los ojos humedecidos y el rostro cubierto por una barba sin afeitar. En ese mismo instante, pensé que sería mejor marcharme de allí, pero entonces recordé al hombre que me había abordado en plena calle. Así pues, le dije al viejo que me enseñara cualquier cosa.
El viejo y yo nos encontrábamos a solas. Había estanterías y vitrinas repletas de vieja porcelana china, platos, bandejas y tazas. En un rincón había un viejo reloj, y la pantalla de una lámpara aparecía cubierta de polvo. El viejo arrastró los pies al moverse.
—¿Qué prefiere, porcelana jaspeada, o de Derby, señora? Tengo cualquier cosa que le pueda gustar. Me dediqué a contemplar lo que me ofrecía, entre los objetos de una vitrina repleta de horrible porcelana de Worcester. El viejo hablaba, balbuceando. De repente, se situó por detrás de mí. Su voz se convirtió en un gimoteo. Se me apretó contra el trasero y me susurró:
—Déjame que te lo chupe —me dijo.
Un niño se echó a reír en alguna parte. ¿Sonaba la risa fuera de la tienda? Pasé la mano por una de las bandejas de Worcester. El viejo se me apretó aún más contra el trasero.
—Está bien —asentí.
No llevaba puestas las bragas, así que no debía resultarle muy difícil hacerlo. Me dirigí hacia una silla cercana. Me levanté la falda, elevé una pierna y situé la bota sobre el asiento de la silla donde me había acomodado, dejando mi sexo totalmente al descubierto.
El viejo murmuró palabras que expresaban su placer, al mismo tiempo que se arrodillaba delante de mí. Observé su barba gris, sin afeitar, sentí sus cerdas contra mi piel y luego su boca y su lengua.
Desde donde me encontraba observaba el tráfico que circulaba por la calle, los simones, el brillante metal de los vehículos a motor nuevos. Me pregunté si el hombre que se me había acercado estaría todavía en la calle. Recordé sus labios, de expresión burlona.
Ahora, la barba del viejo me estaba irritando, mientras él seguía chupándome la fuente de placer. Removí las caderas y sentí la barba cada vez con más fuerza, y su gruesa lengua. Un momento más tarde, el viejo recibió el producto de mi orgasmo y mi licor se derramó abundante sobre su boca y su barbilla. Luego, él se levantó. Tenía todo el bigote húmedo.
Abandoné la tienda sin comprar nada, ni siquiera una huevera. No compré nada. Cerré la puerta tras de mí y salí de nuevo a Brompton Road. El hombre que me había abordado en la calle había desaparecido de la vista.
Durante el almuerzo, Nigel se limpia los labios antes de tomar un sorbo de vino.
—Los acuerdos con Arthur Hawley están listos. Esta misma mañana enviará un carruaje a buscarte.
La sirvienta trae una bandeja llena de fruta. ¿Lo ha oído? No me gusta que los sirvientes se entrometan en lo que no deben. Pienso en las miradas de las sirvientas. Y ésta es la nueva. Debería despedirla. Me vuelvo a mirar a Nigel.
—Preferiría no tener que ir.
—Ya hemos hablado de eso —replica con un fruncimiento del ceño.
—¿Tú quieres que vaya?
—Ahora lamento lo ocurrido —dice, encogiéndose de hombros—, No me gusta perder.
Creo que, de pequeño, Nigel debió de ser un muchacho resentido, lleno de pensamientos ocultos en una fría habitación vacía. A sus padres les encantaba el castigo.
Nigel ha alcanzado verdadero éxito como abogado. Por lo que dicen, es de lo más eficiente. Y siempre se necesitan hombres de éxito.
Pero no debo pensar en eso. Ahora tengo otras cosas en que pensar. En esta casa, por ejemplo; en lo engañosa que es. Tan bonita como parece por fuera, con la fachada pintada de estuco blanco, con su estrecho pórtico y la oscuridad que reina en el interior, como si hubiera oscuridad en el corazón. ¿Quién dirigirá esta casa? Las ventanas del comedor necesitan de nuevo una limpieza. Se lo diré a Biggs. Se lo tengo que decir a alguien.
Después del almuerzo, dejo a Nigel sentado en el saloncito. Tengo que recoger todo lo que he ido acumulando. Los fragmentos y objetos que representan todas mis pequeñas trivialidades. La sirvienta todavía no ha terminado de quitar el polvo. Me gusta que esta habitación esté bien ordenada y aseada. ¿Por qué Ni gel no hace algo? En estos tiempos que corren, las sirvientes son tan estúpidas.
Hay ciertas cosas que están prohibidas. Siempre las hay. Son como ciertas reglas que preservan el orden en nuestras vidas.
Buxton, la doncella, me trae el té. Tiene las mejillas sonrosadas. Observo sus manos mientras me sirve el té. Tiene los dedos muy anchos.
—Ven aquí, muchacha.
Se me acerca y se detiene delante de mí. Observo una fina capa de humedad por encima de las cejas.
—¿Sí, señora?
Le toco una de las piernas. Deslizo la mano por las corvas, hacia arriba, por la parte trasera del muslo, hasta posarla sobre el trasero, palpándola a través de la tela gris.
Ella murmura algo inaudible. Pero no hace ademán de apartarse de mi mano. Cierra los ojos.
—¿Estás dormida, Buxton?
—No, señora.
—¿Llevas las bragas puestas?
—No, señora.
—Anda, levántate la falda.
Ella me obedece sin rechistar. Tiene hoyuelos en las rodillas, y a esa misma altura aparecen arrugas en sus medias de algodón negro. Levanto la mirada hacia sus blancos muslos, hacia su poblada pelambrera. Sí, tiene mucho vello. Todo el monte lleno. Conozco bien esa maraña. Le hago que se dé la vuelta. Me enseña así el abultamiento de su trasero, con las nalgas blancas y llenas. Recorro con los dedos la profunda rajadura. Le hago cosquilleos en la abertura.
Ella se agita con voluptuosidad, y le tengo que ordenar que no se mueva. Le digo, con voz firme, que no debe moverse mientras yo la toque. Ella tiembla mientras yo le palpo la carne a placer, con las dos manos, apretándole las nalgas. Luego, se las abro, y le digo que se incline hacia adelante. Ella así lo hace, al mismo tiempo que le abro las nalgas, por debajo de las cuales aparece la raja cubierta de vello, palpitante. Y, por encima, el orificio rosado de su ojete.
La sostengo así con las manos, sintiendo la carne femenina, llena de suavidad, percibiendo esa sensación de carne esponjosa entre mis dedos.
Hago que Buxton mueva las piernas. Ella se sostiene la falda en alto, y separa las piernas al mismo tiempo que permanece inclinada. Ahora hay espacio libre. Le meto una mano entre los muslos, y mis dedos se alojan en su nido. Percibo un temblor de sus piernas, un suave murmullo de su boca. Los labios son gruesos y ahora palpitan. Tiene un clítoris grande. Ya he jugueteado con él en otras ocasiones. Lo acaricio con los dedos, sosteniendo el botón palpitante entre las yemas.
La muchacha apenas si puede soportar el frotamiento. Emite un gemido apenas ahogado. El culo se estremece delante de mis propios ojos. Se remueve, apretándose más contra los dedos que la acarician.
—¿Te gusta, Buxton?
—Por favor, señora...
Luego, termina por correrse. Le hago que se dé la vuelta hacia mí. Tengo la mano mojada. La retiro y la levanto hacia ella, colocándole los dedos delante de la boca.
—Límpiala ahora, muchacha. Chúpame los dedos hasta dejarlos bien limpios.
Ella se introduce los dedos en la boca y me los chupa, uno a uno, absorbiendo el producto de su orgasmo. Evita mirarme a los ojos. Una vez que ha terminado, retiro la mano.
—¿Cuándo fue la última vez que te poseyó el señor Putnam, muchacha?
Aparece un rubor en sus mejillas y tiembla levemente antes de contestar.
—Ayer, señora.
—¿Te dio por el culo?
—Sí, señora.
Le digo que puede marcharse. ¿Se ha enfriado el té? Todavía tengo el olor de su coño sobre mis dedos.
Disfruto con la luz del sol que entra en mi dormitorio. No me gusta la oscuridad, ni las sombras. Yo siempre quiero poder ver.
¿Me sentiré perdida sin mis batines, sin mis encajes, sin toda la cretona adquirida con tanto esmero en Oxford Street? Qué tontería. Con qué facilidad nuestras certidumbres se transforman en inconvenientes.
Nigel está siempre tan seguro de las cosas. Es tan poco flexible. Su mente es como un ático sin ventanas. Me lo imagino poseyendo a Buxton. ¿Es eso algo que pueda imaginarse? Metiéndole el pequeño rabo por el culo. Cómo debe menear ella el trasero, con los codos apoyados sobre una mesa, exponiendo todo su trasero, con la verga enchufada en el apretado orificio, tapándolo como un corcho. ¿Le gusta a él metérsela por ahí? ¿Le gusta oír el sonido de succión que le hace? Aquella primera vez me poseyó a mí en Wessex. Fue la primera violación. Buxton es una muchacha robusta. Seguramente, su verga debe alojarse en ella con facilidad. ¿Y las demás? ¿La cocinera? ¿Ha conocido ella esa verga en lo más profundo de sí misma?
Toda especulación es fraudulenta. Una se imagina cosas, sobre todo si se encuentra en una habitación llena de sombras. Pero no vale la pena prestarles tanta atención a los sirvientes. Ellos tienen sus propias inclinaciones. Risitas a media voz entre los olores procedentes de los anaqueles de la cocina.
Mi tío Gerald dijo en una ocasión que yo me reía demasiado. Y lo dijo mientras los dedos acariciaban mi sexo. Fue la primera vez que me corrí con sus dedos. Cuántos gemidos. Pasé de reír a gemir. Y cuánta diversión por parte suya, con los dedos bien metidos en la humedad, mientras yo le sostenía el grueso salchichón en la mano. Me gusta que sean bien gruesos. Y que palpiten, muy calentitos. Tengo los apetitos muy despiertos.
Vuelvo a pensar en Nigel, en lo que me ha dicho sobre Arthur Hawley, en la forma que ha perdido ante él. Intento apartar esos pensamientos de mi mente, sintiendo la cólera como una losa sobre mi pecho. Y, al mismo tiempo, tiemblo.
Ahora, él está en su habitación. Nigel está en su habitación, rodeado por todas sus comodidades. ¿Estará usando ahora a una de las sirvientas? Quizá lo esté haciendo, metiéndole el dedo gordo del pie por la raja.
Nunca estoy segura de saber a cuál de las sirvientas concede sus favores. ¿Se muestra constante en sus acosos?
Cuando están en la cocina, las chicas no hacen más que murmurar entre ellas.
¿Y qué hay de este matrimonio? Una tendría que saberlo. El matrimonio es un asunto de entradas líquidas, de murmullos y deslizamientos en lugares húmedos.
Nigel tiene sus amigos. Hombres de bigotes y patillas que charlan entre nubes de humo, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Calibro la intensidad de sus miradas al saludarlos en el salón. Disfrutamos de nuestras pequeñas veladas nocturnas. Ligeras y ociosas, mientras las sirvientas se mueven de un lado a otro. A veces, capto una mirada de impaciencia entre un esposo y su mujer.
Yo también tengo mis pequeños placeres. Una velada con mis damas en el Adelphi. La sensación del suave terciopelo sobre el cuello de mi vestido. Me gusta el jardín durante el verano. Una se siente tranquila en un jardín, bajo la sombra de un árbol. Toco la corteza. Bajo el calor del verano me gusta sentir el tacto del algodón sobre mis muslos.
En los meses de invierno Nigel duerme a menudo en mi cama, con sus dedos cosquilleándome el coño, como preludio de sudorosas palpitaciones en la oscuridad. Y siempre me encanta la fuerza del acto, la sensación de verle esforzarse en el guante de mi sexo. La fuerza de sus impulsos.
A veces, se escuchan risitas en los pasillos después de que Nigel haya estado conmigo. El se incorpora, con el tallo todo húmedo, divertido por las sirvientas. Y mientras permanezco en la cama, contemplo el balanceo de sus atributos. Otra risita suave. Nigel se mueve, enseñándome sus costados blancos, el abulta miento de su trasero.
Una debe tener sus propias sirvientas. Son terribles muchachas que golpean las alfombras. A veces, tienen los ojos enrojecidos. ¿Se trata de tristeza, o es un producto del polvo de las alfombras? Observo sus rostros blanquecinos en las habitaciones de la buhardilla.
A Nigel le gustan mucho mis muslos. Me los toca a menudo. Es un tacto acariciador. Me pone la mano en el trasero por la noche, mientras tomamos una copa de jerez, después de cenar. Disfruto del calor en una habitación iluminada por el fuego de la chimenea. El rubor aparece sobre mis mejillas, y una humedad pegajosa se instala entre mis pechos.
Él tiene sus propias costumbres. Lleva los dedos a mis labios. Me mete su verga rosada en la boca, y sonríe ante el sonido apagado de mis chupeteos. Le gusta que me ponga medias de color gris, de exquisita seda gris, con un camisón blanco. Cuando me toquetea el culo, me sonríe. Lo veo por el espejo de mi dormitorio. Sus manos parecen moldear mi carne. Sus dedos repasan mis redondeces, se detienen ante mis tetas.
Tengo unas tetas bien llenas. Son como jugosas calabazas, con pezones arrogantes. Nigel sostiene su peso entre las manos, y tironea de mi carne, complacido.
Luego, sus manos bajan hacia el coño, que él llama «manguito». Es como un lugar donde se calienta las manos. Deja los dedos sobre la raja y tantea con ellos, mientras se va calentando. Dice que mi pelambrera es más prominente que otras que ha conocido.
Sus dedos siempre son acariciadores. Va tanteando los lugares secretos con las yemas. ¿Serán conscientes de ello las sirvientas? A veces, observo en sus miradas la expresión propia de quien lo sabe todo.
—¿Clarissa?
Nigel entra en el dormitorio. Le digo entonces lo de las ventanas.
—Tienes que hacerlas limpiar.
—Sí, querida —asiente con una sonrisa—. ¿Te sientes contenta ahora?
—No lo sé.
—Te echaré mucho de menos, Clarissa.
Estamos de pie, cerca de una de las ventanas. Me toma en sus brazos. Me besa en los labios. Me acaricia el trasero, las órbitas de mis tetas. Siento la presión de su mano.
Luego, se desabotona los pantalones y extrae su verga. El arma ya está tiesa y preparada, con el prepucio retirado para mostrar su glande rosado, la parte más hinchada. Qué firmeza muestra.
Me toma por los hombros y me empuja hacia abajo. Tengo que arrodillarme para chupársela. Me meto en la boca la ciruela de su órgano. Le saboreo el pene. Siento el calor, el suave deslizamiento. Me pregunto qué vestido me pondré mañana. Pienso en Brompton Road, en el hombre que me abordó. De pronto, Nigel emite un gemido, y todo su cuerpo tiembla al tiempo que se corre en mi boca. Yo acepto la rociada de su leche y mamo todo su calor.
¿Existen las corazonadas? Por la noche, de repente, abro los ojos. Una de las pequeñas lámparas eléctricas continúa encendida. ¿Está Nigel dormido en su habitación? A veces, la casa emite crujidos cuando el viento es fuerte. O se puede oír el sonido de un gemido. Esta casa es como una mujer vieja y cansada.
Salgo de mi dormitorio. Noto la alfombra del descansillo mullida bajo mis zapatillas y avanzo despacio, con sigilo. Desde las habitaciones de abajo llegan hasta mí unas voces apagadas. Son las risotadas de los sirvientes, y hasta percibo el olor a polvo viejo procedente de sus habitaciones. Entro en el despacho de Nigel, despacio, sigilosamente. Todavía brilla el fuego de la chimenea. Atizo los rescoldos sin hacer ruido y enciendo la lámpara que hay sobre la mesa.
El conserva en un cajón cerrado con llave lo que yo ando buscando. Pero la cerradura es vieja. He abierto ese mismo cajón en otras muchas ocasiones. Sólo necesito apalancar un poco con el instrumento que utiliza para limpiarse la pipa. El cajón se abre en seguida, sin necesidad de forzarlo mucho. Tomo la carpeta de cuero que encuentro en él y la sostengo entre las manos. La abro con cuidado. ¿Me están temblando los dedos?
La carpeta contiene una sola fotografía grande. Se ve en ella una parte de una habitación. Hay pesados cortinajes, y un instrumento musical de cuerda, quizá un laúd. Yo no sé nada sobre esas cosas. Siempre he dado por sentado que se trataba de un laúd. En primer plano se ve parte de un diván. Sobre él, hay una mujer reclinada, boca abajo, sosteniéndose el peso de su cuerpo sobre los codos y una rodilla. La otra rodilla cuelga sobre el borde del diván. Se le ve un brazo, con la mano sosteniéndose el cabello que le cae alrededor de la cara.
Esa cara está vuelta hacia la cámara, pero su expresión es como la de quien no mira nada en concreto y anda perdido en sus propios pensamientos. Muestra, más bien, unos ojos soñadores. Unos ojos bonitos en un rostro vacío. Tiene el trasero un poco levantado. No lleva ninguna prenda de ropa y todo su cuerpo está visible: las anchas caderas, la velluda entrada de su gruta, los labios cubiertos de vello.
Arrodillado por detrás de la mujer hay un hombre, del que sólo puede verse la mitad inferior de su cuerpo, hasta las caderas. Tiene los muslos fuertes. Apoya una mano sobre la grupa de la mujer. Muestra un órgano bastante grueso, unos huevos grandes y un escroto peludo. Ha empalado el agujero del culo de la mujer y tiene la mitad de la verga bien metida en los intestinos. El gran tamaño de la verga sobresale por la puerta trasera de la dama.
Me llevo una mano al sexo y me noto los labios hinchados y la carne húmeda. Observo la unión de ambos, con la entrada posterior de ella totalmente llena, y contemplo una vez más los ojos vacíos de la mujer.
El hombre no es Nigel. Sé que no es Nigel. Conozco muy bien su cuerpo. No tiene esos huevos tan masivos, ni un escroto tan pendular a causa de su carga. Esta conjunción del hombre y la mujer, con su parte más rígida metida hasta las entrañas de ella. ¿Es éste Arthur Hawley?
Y vuelvo a mirar los ojos de la mujer. Esos ojos que parecen tan vacíos.