6

—VAMOS a tener una fiesta de fin de semana —me dijo un día mi madre—. Agasajaremos a nuestros amigos de la ciudad.

Por «ciudad» se estaba refiriendo a Dorchester. A mi madre no le gustaba Stockbridge. Y le disgustaban los amigos campesinos de mi padre. Así pues, todos los invitados serían de Dorchester. La excitación de mi madre aumentó visiblemente a medida que se acercaba el fin de semana. Mostraba el rostro arrebolado, mientras se ocupaba de montones de cosas.

Mi madre era una mujer de movimientos rápidos e impulsivos que iba como una exhalación de una habitación a otra, con su pesada pechuga por delante. Le encantaban las fiestas, y odiaba la soledad. Adoraba ser el centro de atención. Siempre regañaba a mi padre por no haberse establecido en Londres, y sufría con resquemor su exilio de la sociedad londinense. Aquella gente del campo le parecía tan aburrida. Ni siquiera sabían cómo vestirse. Mostraban tan poco interés por la moda. A mi madre le gustaban los hombres elegantes. Disfrutaba con las atenciones de los hombres bien engalanados, sobre todo cuando las miradas se posaban sobre su pechuga.

A mí me encantaba la perspectiva de una fiesta de fin de semana. Era cierto que la vida en el campo podía llegar a ser muy aburrida, y me sentía en una época llena de anhelos. No sabía con exactitud qué era lo que anhelaba, pero el anhelo estaba allí de todas formas.

Nadie me había tocado desde la visita del coronel Dawson, ya que el interludio con Lynch, el mozo de las cuadras, y con mi prima Gertrude no tuvo el menor significado para mí. Los sirvientes no contaban, como tampoco contaban las risitas a escondidas, en la cama de una prima. Me faltaba la necesaria conexión con un hombre, la fuerza de una buena verga, los meneos.

Había estado pensando en eso últimamente. Por la noche, tumbada en la cama, despierta, pensaba en ello, en el grosor de la verga del coronel Dawson metida en mi culo, en sus manos acariciándome el coño, en aquellos movimientos rápidos mientras me daba por el culo en el bosque. Me abandonaba a mis recuerdos, y aquellos momentos ardientes todavía giraban en mi cabeza. Deseaba volver a experimentar lo mismo, el flujo caliente de la excitación en el momento de ser poseída. Sufría ante la ausencia de las atenciones masculinas. De vez en cuando, me masturbaba en mi habitación. Momentos secretos pasados en mi cama, con la mente desbocada. Y hasta pensaba a menudo en Lynch, el mozo de las cuadras, y en la enorme herramienta que poseía. Y cada vez que pensaba en ella, me estremecía.

Un día, poco antes de la fiesta de fin de semana que organizaba mi madre, pensé en salir a cabalgar. Me vestí para la ocasión, a primeras horas de la tarde. La casa parecía estar tranquila y no se percibía en ella más que el silencio y algún que otro murmullo de la servidumbre. Una de las doncellas estaba quitando el polvo en el vestíbulo, como siempre, cuando bajé la amplia escalera. Abandoné la casa por la puerta principal y emprendí el largo camino que llevaba a los establos. ¿Me estarían mirando los criados a través de las ventanas? Quizá lo estuvieran haciendo, con sus rostros pálidos apretados contra los cristales.

Los establos parecían desiertos. No vi a nadie por los alrededores, ni al viejo Lynch ni a su hijo. Hice un esfuerzo por reprimir la desilusión. Los buscaría, los encontraría durmiendo y haría que me pidieran disculpas. Caminé con rapidez por el camino que se extiende a lo largo de la hilera de cuadras.

En ese momento oí un gemido procedente de alguna parte, delante de donde me encontraba, desde una de las cuadras. El sonido se dejó oír de nuevo. Era el gemido de una mujer. Me estremecí y los latidos del corazón se aceleraron a causa de la excitación. Conocía muy bien ese gemido. Ya tenía edad suficiente para saber cuál era su significado. Era una de las sirvientas a la que estarían follando en una de las cuadras. Y el hombre sería Lynch, el joven. De eso no me cabía la menor duda. Quise verlo. Los observaría a hurtadillas. La sangre me hervía ante la idea de verlos en secreto.

No tardé en encontrar la cuadra y me moví en silencio hacia el espacio adyacente, mirando a través de una grieta entre dos tablas sucias.

Sí, allí estaban. Santo Dios, sí. Era Lynch, el mozo de cuadras, pero no estaba con una criada. Era mi madre la que gemía, la que ahora volvió a producir el mismo sonido, el gemido de una mujer que siente la bendición de una buena penetración. Ella estaba inclinada, cubierta por Lynch con las pelotas al aire.

El corazón me latía con fuerza. Me sentí anonadada. Mi madre volvió a gemir, bien sostenida por el muchacho, que parecía un semental, con su grueso órgano. Mi madre permanecía inclinada, con el trasero curvado hacia arriba, saliendo al encuentro del mástil deslizante y enorme, mostrando los globos blancos de su trasero, recibiendo la verga en su gruta. Pude ver cómo la follaba, cómo le abría su sexo, mientras ella se arqueaba hacia la herramienta.

—Adelante —dijo ella—. He dicho que adelante.

La verga abandonó el coño, saliendo de él gruesa y húmeda. Un gran estremecimiento recorrió el cuerpo de mi madre. Luego, el grueso glande se elevó y se situó ante la entrada trasera. Mi madre volvió a gemir al tiempo que él le daba por el culo.

—¡Oh, santo Dios! Sigue, sigue, métemela bien adentro — rogó ella, abriendo el ojete del culo.

Y él siguió metiéndosela. Empujó hacia adelante, sin piedad, hasta que los huevos se apretaron contra las nalgas. Luego, se mantuvo allí dentro, con la verga metida hasta el fondo de sus entrañas. Los dos temblaban de placer. Me pregunté si ésa era la primera vez que lo hacían.

Luego, Lynch se retiró, deslizando hacia afuera la verga húmeda, sacándola del culo casi por completo, antes de volvérsela a meter hasta el fondo, apretándose de nuevo contra las nalgas. Y mi madre gimió al sentir la nueva penetración. Y luego volvió a gemir cuando él la retiró otra vez.

Ahora, los movimientos habían adquirido un ritmo propio. La parte más gruesa de la verga, seguía dentro del culo, deslizándose adentro y afuera con suavidad. Hasta que el muchacho emitió un gemido de placer. Abrió la boca y gimió. Y volvió a gemir al tiempo que se corría dentro del culo. Mi madre lanzó un grito, y agitó el culo sobre su embestida. El muchacho agarró con firmeza la carne de sus caderas, apretando la carne blanca con los dedos. Le brillaban los huevos.

Finalmente, salió, apartando el órgano palpitante del culo, al tiempo que su licor rezumaba del ojete completamente abierto y mi madre seguía gimiendo ante el abandono.

Haciendo un esfuerzo, salí del trance en que me hallaba. Me aparté de allí. Abandoné tambaleante los establos, volviendo al sol de la tarde, al brillo de la luz, a la casa. Un pájaro echó a volar, abandonando un árbol para dirigirse hacia el cielo abierto. Intenté no pensar en lo que acababa de ver. Me habría desmoronado si hubiera pensado en ello, dejándome caer sobre la hierba del prado.

Más tarde, en mi habitación, me arrojé sobre la cama. Pensé en mi madre en los establos, montada por Lynch. Qué estimulante había sido lo que había visto, la visión de su parte más masculina metida primero en el sexo, y luego en el culo de mi madre. El recuerdo de aquella verga enhiesta. Los meneos. Me sentí celosa y decidí que tendría a Lynch para mí sola. Dejaría que su raíz me llenara por completo. ¿Lo habrían hecho con anterioridad? ¿Se habría apretado alguna otra vez el gran culo de mi madre contra las pelotas de Lynch?

Me desnudé dejándome llevar por un impulso y contemplé el reflejo de mi cuerpo sobre el espejo. Me llevé una mano al bajo vientre alojando los dedos en mi nido. Sentí un gran calor en el rostro mientras me acariciaba el sexo, el clítoris, y me corrí sobre los dedos, sin dejar de pensar en mi madre, en su culo abierto ante la herramienta del mozo de cuadras. Mis dedos quedaron empapados.

Finalmente, llegó la fiesta de fin de semana organizada por mi madre. Llegaron muchos carruajes procedentes de Dorchester, que subieron por el camino que conducía a la entrada principal de la casa. Sobre el prado se sirvió champaña y capones. Había presentes hombres de importancia, acompañados por sus atildadas esposas. Allí había gente a la que no había visto en muchos años, y otros a los que ni siquiera conocía. ¿Les parecía yo bonita? ¿Me seguían considerando como una niña?

Yo no era ni lo uno ni lo otro. Mi culo había sido horadado por la verga del coronel Dawson, pero mi coño permanecía intacto todavía. No era más que una muchacha delgada, estremecida por las incertidumbres. Nunca me sentía segura de las cosas. Algunas de las mujeres me parecían tan etéreas. Me dije a mí misma que yo nunca sería como ninguna de ellas.

Ese día dediqué una atención especial a mi ropa, y estuve probándomela, ayudada por una doncella, hasta sentirme preparada para mi presentación pública, pero antes de hacerlo me dediqué a observar a mi madre, que actuaba como anfitriona. Su porte era verdaderamente regio. Cómo la envidiaba. Parecía ejercer un control perfecto sobre las cosas.

Pero de mi mente no se apartaba el recuerdo de ella y del mozo de cuadras. Seguía viendo a Lynch dándole por el culo, con su grueso órgano entrando y medio saliendo por el ojete. Ahora, en cambio, ella parecía tan bien compuesta, con su encantador vestido de fiesta. Aquellos momentos de los que había sido testigo en el establo parecían completamente irreales.

Poco después, bajé al salón. Mi madre me presentó a un amigo suyo, el doctor Fargo, de Dorchester. Un hombre sonriente, con bigotes grises. Su mirada se posó sobre mis pechos.

—Qué joven tan encantadora —dijo.

Mi madre nos dejó a solas, y él me estuvo contando historias de sus viajes por Marruecos. Me habló de los velos que cubrían el rostro de las mujeres. Yo dirigí la mirada hacia la parte delantera de sus pantalones, hacia sus intimidades invisibles. Y volví a pensar en mamá y el mozo de cuadras, en Lynch sobre ella, con su grueso órgano. Y luego pensé en el coronel Dawson y en su verga metida en mi culo, que se abría para recibirla.

—Parece sumida en pensamientos muy profundos —comentó el doctor Fargo.

Más tarde, aquella noche, le permití que me acompañara al comedor, y le pasé la mano por el brazo, dejándola allí mientras él murmuraba junto a la oreja algo sobre la belleza de mis hombros desnudos.

¿Era bonito mi vestido? El comedor estaba lleno de pechugas empolvadas bajo la luz amarillenta de las lámparas. Mamá estaba radiante, siempre sonriente, con la carne marfileña de los brazos captando la luz de las lámparas.

Me senté junto al doctor Fargo y escuché la cháchara de los invitados. No dejaba de observar la hinchazón de las pechugas. Mi padre hablaba continuamente, con el rostro rubicundo. El doctor Fargo se volvió para hablar con una dama sentada a su derecha, al tiempo que posaba una mano sobre mi muslo. ¿Estaba pensando acaso en poseerme? Por un momento, me pregunté cómo sería eso. Su verga penetrando por mi lugar más íntimo. Cómo sería su herramienta. Una siempre tiene que pensar en eso. Después de todo, la del mozo de cuadras era tan enorme.

El doctor Fargo se volvió de nuevo hacia mí y me susurró algo junto a la oreja, al tiempo que me apretaba el muslo.

—No debe hacerme daño —le dije.

—Querida muchacha —dijo él chasqueando la lengua—, jamás me atrevería a hacérselo.

—Pues sus dedos me hacen daño.

Se echó a reír y se inclinó hacia mí, murmurando:

—¿Tiene usted edad para eso, querida?

En ese momento, una de las doncellas estaba junto a mi codo, sirviéndome la sopa.

—No lo sé —dije—. Supongo que sí.

Escuché entonces la voz de mi madre. Estaba hablando de Dorchester. ¿Cómo sería la próxima temporada? Me pareció una tontería ponerse a hablar de Dorchester de ese modo, como si Dorchester fuera Londres. Qué estupidez. Mamá y sus estupideces. Aparentaba adorar la existencia que llevaba en el campo, y jamás permitiría que nadie se imaginara lo mucho que anhelaba otras cosas.

Después de la cena, me dirigí a mi habitación. Me sentía aburrida con la velada, y ahora disfruté con mi aislamiento. Me situé delante del espejo, con la mirada fija en mi reflejo. Me burlé de mis propias incertidumbres. Entonces, escuché un sonido en la habitación contigua. Quizá se tratara de dos de los invitados. Sentí un repentino ramalazo de desconfianza, y pensé que sería mejor escuchar con atención.

Eran un hombre y una mujer, cuyas voces sonaban con claridad. ¿Lograría hallarme a solas alguna vez? Les oí hablar. La mujer se echó a reír. Su voz era mucho más clara que la de su compañero. Apreté la oreja contra la pared. ¿Se estaban besando? Me imaginé que así era, boca contra boca, con los rostros arrebolados por el vino, quizá con las manos de él posadas sobre los pechos de ella, mientras los dedos de la mujer jugueteaban con los pantalones del hombre. Sentí verdaderas ansias de ver lo que estaban haciendo, de disfrutar del placer de observarlos a escondidas. Qué sola me sentía.

Me aparté de la pared y regresé ante el espejo. Por un momento, consideré de nuevo mi propia imagen, y la pregunta del doctor Fargo volvió a resonar en mi cabeza: «¿Tiene usted edad para eso, querida?».

En ese momento, alguien llamó a la puerta de mi habitación. Dije en alta voz que podía entrar y la puerta se abrió. Mi padre entró en el dormitorio.

—¿Por qué estás a solas? —preguntó. Mostraba el rubor del vino en el rostro. Cerró la puerta y me sonrió. Se me acercó y me acarició la mejilla—. El doctor Fargo te echa de menos.

—No me gusta ese hombre.

—Pues yo creía que te gustaba —replicó mi padre echándose a reír.

—No dice la verdad. Creo que no sabe nada sobre Marruecos, y mucho menos sobre las mujeres de Marruecos.

—¿Acaso lo sabes tú? —preguntó mi padre, divertido—. ¿Qué sabes tú de esas cosas? Eres demasiado bonita como para saberlo. — Volvió a acariciarme la mejilla, y me la frotó con uno de los dedos, con el que me recorrió la barbilla, bajando luego por el cuello, deslizando la yema del dedo—. Esta noche, todas las miradas han sido para ti.

—¿Soy bonita, padre?

—Desde luego que lo eres.

—Pues yo no estoy segura de serlo.

—Yo te lo aseguro.

—Me gustaría vivir en Londres.

—Quizá vivas allí algún día.

Su mirada se posó sobre mis pechos. ¿Me ruboricé al darme cuenta? Temía preguntarle qué le parecía mi vestido. Temía el brillo de sus ojos. Entonces, me habló del coronel Dawson.

—¿Representa un recuerdo agradable para ti?

Le dije que sí, que pensaba a menudo en el coronel Dawson. Me di media vuelta mientras hablábamos. No quería que mi padre viera la expresión de mis ojos. Recordé a mi madre y a Lynch en los establos. ¿Estaba mi padre enterado de eso? Pensé que sí, que lo sabía, que era consciente de que a mamá se la follaban en una sucia cuadra.

—Me gusta mucho tu vestido —dijo—. Ahora ya eres toda una mujer, ¿verdad?

—Sí, creo que sí —admití.

—Ya no eres una muchachita, sino toda una mujer. Y me atrevería a decir que tienes los pensamientos propios de una mujer madura.

—Sí, así es.

Se me acercó. Me puso una mano sobre un brazo y la otra sobre un hombro, y, al girarme hacia él, me besó. Fue un beso pleno sobre los labios, un beso ardiente. ¿Lancé un gemido? Creo que sí. Él me acarició. Me apretó la espalda con las manos y las bajó hacia el trasero. Luego, volvió a levantarlas hacia mis pechos. Sus dedos me acariciaron a través del vestido. Descendió otra vez las manos hacia el trasero y me apretó las dos nalgas.

—Desnúdate Clarissa. ¿Quieres que llame a una sirvienta?

No, no quería a una sirvienta, y así se lo dije. Hice lo que me había pedido. Mis dedos se movieron, nerviosos, y dejé caer el vestido y las enaguas al suelo, quedándome desnuda ante él.

Mi padre se me acercó. Me acarició las tetas y sus dedos tironearon de mis pezones, jugueteando con ellos. Luego, hizo que me diera media vuelta y me acarició el trasero.

—Extraordinario —dijo.

Yo tenía entonces casi dieciocho años y mi carne era joven. Me acarició las nalgas y los dedos me hicieron cosquillas en la raja. Me sonrió y yo le devolví la sonrisa.

—Vamos sobre la cama, Clarissa —dijo—. Date prisa.

Me tumbé de espaldas y abrí los muslos. El metió la cara entre la carne de los muslos y me chupó el coño con la lengua, mordisqueándomelo con los labios, haciéndome sentir todo su bigote. Yo gemí bajo los lamidos de su lengua. Gertrude me había hecho lo mismo, me había chupado mi lugar más ardiente, hasta meterme la lengua en el coño, pero no con tanta insistencia, ni con la fuerza de mi padre, ni haciéndome sentir el cosquilleo de su bigote, ni los firmes lengüetazos que me daba sobre el vello.

Me estremecí y él me levantó las piernas, colocándoselas sobre los hombros, sosteniéndomelas así mientras seguía chupándome todo el coño, metiéndome la lengua en la raja abierta todo lo que podía, apretando la cara contra mi sexo. Luego empezó a descender, hacia la rosa de mi culo, hacia el ojete. Sentía el cosquilleo de su lengua, el bigote rozándome los labios del coño.

Hizo que me diera la vuelta, que me pusiera de rodillas y me inclinara, ofreciéndole el culo y el coño. Mi padre me sostuvo por las nalgas. Sentía sus dedos tocándome, y volví a sentir la lengua lamiéndome el culo, mi entrada posterior.

—Sí, Clarissa, así es como son las cosas.

Las manos me sostuvieron con firmeza y el glande se acercó a mi ojete abierto. Me penetró y sentí todo el calor de su verga en mi culo. Gemí al sentir el roce, gemí mientras él me daba por el culo con su lanza. Me la metía toda, hasta el fondo, mientras emitía sonidos de placer. La tenía toda dentro de mi culo.

Pensé en mi madre, en su entrega a Lynch, tal y como yo me estaba entregando ahora a mi padre, a su instrumento paterno, mientras oía sus gemidos, hasta que al final sentí su chorro ardiente llenándome el culo. Emitió un grito y se dejó caer sobre mi espalda. Mi rosa le apretó la verga con fuerza.

Ahora era yo el que me lo follaba. Y disfruté haciéndolo.