5
LA señora Hawley tiene ojos indiferentes, de color oscuro. Se sienta adoptando una posición muy recta. Es una mujer de actitudes fuertes, que lleva un vestido de té de suave seda, con una cinta de terciopelo negro. Se sienta cerca de una mesa, con un brazo levantado y la muñeca doblada, tocándose la barbilla con la punta de los dedos. En los dedos de la otra mano sostiene un pañuelo de encaje blanco. Es muy delicada con el encaje. Pero sus ojos siguen siendo indiferentes.
Cerca de ella está el señor Hawley, con un chaleco negro, el reloj de cadena y una expresión desanimada.
Yo estoy aparte. Me encuentro de pie en este pequeño salón de paredes blancas, de cojines floreados, donde hay un canapé que ahora permanece vacío. El fuego de la chimenea emite crujidos. ¿Es la luz del fuego lo que cae sobre mis pechos? Llevo puesto el corsé de cintura, de color azul, que me aprieta el estómago. Mis pechos están desnudos, igual que mi trasero. Y la pelambrera es prominente. Me siento avergonzada de mi vello, que aparece revuelto por debajo del corsé azul que me ciñe.
De repente, se abre la puerta y entra Jepson, con su rostro huesudo. Camina en silencio y trae un servicio de té. Deja la bandeja de plata sobre la mesa, con sus manos huesudas. El señor y la señora Hawley toman las tazas de porcelana azul en sus manos.
Jepson todavía no me ha mirado. En ese momento, se vuelve y me mira. Sus ojos se fijan en la caída de mis pechos. Y luego en mi coño. Se gira de nuevo. Cruza la habitación, sobre la alfombra y abandona la estancia. La puerta vuelve a cerrarse en silencio, con suavidad.
La señora Hawley sostiene la taza de té en alto.
—Sus pezones, Arthur. Creo que habría que colorearle de rojo los pezones. —Y tras un momento de silencio, añade—: Y llámala Clarissa. Debemos llamarla por su nombre.
El reloj de oro molido, situado en el centro de la repisa de la chimenea, deja oír un sonido delicado. Por encima hay una vieja pintura que representa a una mujer y un niño, en alguna parte del campo. El cielo está apagado en la distancia.
Dispongo de una pequeña habitación triangular. Hay una cómoda de madera de pino y unas pocas botellas de perfume, una pequeña cama blanca, un armario barnizado y un espejo. Desde la diminuta ventana se ve el jardín. ¿Conoceré este jardín cuando llegue el verano? El espejo parece retener la luz grisácea. Me pregunto quién ocupó esta habitación por última vez, de quién fueron los ojos que se miraron por última vez en el espejo.
Pienso en Nigel, en la casa, en las sirvientas, en sus diversiones. ¿Cómo se divierte Nigel?
La señora Hawley tiene una piel blanca exquisita. Me pregunto cómo sería su niñez. ¿Se vistió de blanco para ir a St. Alban? Sus manos son tan delicadas. Y también los dedos.
Sólo hay una silla en la habitación y me gusta sentarme en ella, delante del espejo. Llevo el corsé azul. Mis pechos. Ahora longo los pezones pintados de rojo. La propia señora Hawley me trajo el colorete. El rojo tiñe las puntas de los pezones, y parece que así resaltan más. Esas fueron las instrucciones de la señora Hawley. Ahora, abro las piernas para verme el coño. Mi fuente. En realidad, ella no lo ha mirado todavía. No se ha fijado aún en mi pelambrera. ¿Han estado otras mujeres aquí antes que yo? ¿Mirándose del mismo modo en este espejo? ¿Abriéndose las piernas como yo para mostrar otras intimidades? De la pared cuelga un grabado. Es una imagen del colegio Magdalen. ¿Por qué lo han colgado aquí?
Mi cuerpo se revela en el espejo. Una mujer con un corsé corto y los pezones enrojecidos y erectos.
Recuerdo el día en que Nigel y yo compramos aquel pequeño aparador en Tottenham Court Road. Estuvimos de acuerdo en que había que ponerlo en el vestíbulo. Dijo que podría guardar mi colección de postales en uno de sus cajones. Pero a la primavera siguiente descubrí que la colección había desaparecido. Nigel la había quitado de allí, y llenado el cajón con recuerdos de sus tiempos de escuela. Fotografías desvaídas de amigos. Dijo que le gustaba sacarlas cuando los amigos visitaban la casa, que resultaba divertido impresionarles de ese modo.
En cuanto a mis postales, las perdí. Ahora, ya casi ni las recuerdo. Todos aquellos bonitos grabados enviados desde el continente. ¿Terminaron en el fuego? Creo que, en efecto, fueron quemados. Doncellas del Rhin consumidas por las llamas.
—No me gustan las cursilerías —dice la señora Hawley—. Y tampoco el desorden.
Estamos cenando. La señora Hawley lleva un vestido de satén blanco, con un corsé de antiguo encaje por debajo de la suave piel blanca de su garganta. Un cinturón doblado de satén terminado en pequeñas rosas.
Por encima de la mesa, una inmensa lámpara con un grupo de bombillas eléctricas. Las sillas son de respaldo alto. Y también hay un aparador tallado.
Sigo teniendo los pechos al desnudo. Los pezones coloreados se extienden hacia adelante, ahora ya sin reticencias.
Los sirvientes se mueven a nuestro alrededor, en silencio. Ojos de expresión vacía y manos rudas. A veces, se percibe un murmullo. Pero jamás descubro una mirada dirigida hacia mis pechos.
Ahora, la señora Hawley habla de una reciente boda real. La princesa Margarita de Connaught se ha casado con el futuro rey de Suecia. La princesa llevaba un vestido de novia festoneado de encaje irlandés. El señor Hawley dice que ese tema le aburre, que ya ha oído hablar suficiente de esa boda a lo largo del verano. Luego, añade que no le gustan las murmuraciones sordas de las gentes de las clases inferiores en el East End. La señora Hawley le reprende.
—No seas terrible, Arthur. —Luego habla de una obra de teatro que se representa en Drury Lane—, He oído decir que es divina —dice, dirigiéndome una sonrisa—. Vendrás con nosotros, Clarissa.
Hablamos de mis viajes por Italia. Pienso en Nápoles, en los últimos días que pasé con mi padre, mientras voy dándole vueltas a los guisantes que hay sobre el plato. ¿Me tiemblan quizá los pechos?
Ahora, el señor Hawley me mira. Su mirada se detiene directamente sobre mis pezones, con las puntas coloreadas de rojo. Mis pechos se hinchan sobre el borde del corsé. La fruta temblorosa de mis pechos.
Nigel y yo nos casamos en Dorchester porque a mi padre le pareció que la iglesia de Stockbridge era demasiado pequeña. Según él, yo debía tener una boda adecuada. Dijo que recordaría con mucho orgullo el día de mi boda.
—Te entregaré a Nigel —dijo—. Porque tú quieres ser entregada, ¿verdad?
Le dije que no amaba a Nigel, pero él se limitó a asentir con la cabeza y dijo que eso no importaba.
—Nigel te enseñará cómo son las cosas.
En el salón, la señora Hawley se toca los rizos que le caen por una sien. Dobla la muñeca, con una actitud lánguida. La luz del fuego se refleja en el blanco satén, a la altura de su codo. El señor Hawley está sentado en un gran sillón. Tiene las manos plegadas sobre el estómago y los dedos de la mano izquierda cubren la mano derecha.
—El fuego se está apagando —dice la señora Hawley.
Hace sonar una campanilla y en seguida aparece una de las doncellas. Le dice a la muchacha que atice el fuego. La joven trae dos pequeños leños y se inclina ante el fuego. Luego, me dirige una mirada hacia mis pechos desnudos y los pezones coloreados de rojo. Percibo el fugaz rubor de la sirvienta. Trato de recordar su nombre, pero no lo sé. Finalmente, se marcha. El fuego cruje y siento su calor sobre mis pechos desnudos.
—Acércate a mi lado —dice la señora Hawley—. Bésame las botas, Clarissa.
Lleva puestas unas exquisitas botas de piel de cabritilla. Me acerco a ella y me arrodillo. Empiezo a besarle las botas, dejando colgar las tetas, notando el peso de su caída. Pongo los labios sobre la suave piel gris. Las botas tienen unos botones blancos.
Primero le beso un pie, y luego el otro. Ella juguetea conmigo. Me aprieta una bota contra la boca. Ahora, debo lamerle los botones. Luego, tengo que subir, por encima de la bota, sobre la seda de sus medias. Extiende la pierna hacia mí y sigo subiendo por la pantorrilla, sintiendo la textura rugosa de la seda sobre mi lengua. Aprieto la boca contra la redondez de la pantorrilla.
Se ha subido el vestido, dejando al descubierto las rodillas, cubiertas por la brillante seda. Luego, un poco más, exponiendo la piel blanquecina de sus muslos, las ligas y, más arriba, la tela blanca de sus bragas.
—Adelante —me dice.
¿Hay un tono divertido en su voz? Le beso los muslos y siento el calor de su piel, como si fuera de marfil. Le chupo la carne blanca y ya percibo el aroma de su intimidad, de su fuente de placer. Aprieto la boca sobre el lino de las bragas, que acaricio con la punta de la nariz. Emite un murmullo. Le doy un cálido beso a través de las bragas y ella se agita. Me toca la cabeza. Tiene unas pequeñas tijeras entre los dedos.
—Córtame las bragas —me dice.
Me tiemblan los dedos en el momento de tomar las tijeras. Paso los dedos por los mangos, observo por un instante las puntas metálicas, y las aplico sobre el lino de las bragas, desgarrándolo y apartando la tela al mismo tiempo. Su coño queda expuesto. Por detrás de la tela desgarrada, aparece la oscuridad. Los rizos oscuros quedan por fin al descubierto, y la pelambrera oscura se abulta a través de la raja. Me estremezco ante el aroma de su coño, y ella se agita de nuevo.
—Y ahora un beso —dice, tomando las tijeras.
El primer beso. El primer toque de mis labios sobre los rizos íntimos. Noto el calor de su lugar más secreto, el cosquilleo que me producen los pelos sobre los labios. La oscura gruta se va desplegando poco a poco, como una trinchera húmeda, con un estremecimiento de la carne. Extiendo la lengua hacia ella, dirigiéndola hacia el vértice, hacia la perla rosada, que se expone agresiva.
—Sí, así —dice.
Me pierdo por completo entre su carne, que chupo con rapidez, humedeciéndola con mi lengua, y siento el flujo de sus jugos a través de mis dientes. Un estremecimiento le recorre la carne. Me sostiene la cabeza con sus manos, dirigiéndome la cara hacia su centro, dejándome la boca en el mismo centro, dejándome sentir el temblor de su carne sobre mi boca.
Y entonces se corre. Una vez que ha terminado de correrse, me aparta, me empuja por los hombros con una de sus botas.
—Qué ávida eres —dice.
Y luego se echa a reír, mientras yo caigo sobre la alfombra.
—Ella es la que manda en la casa —dice Jepson.
Está en mi habitación, con la mirada fija en mis pechos, en mis pezones pintados. Extiende hacia ellos una mano huesuda, unos dedos largos, y la mano se cierra sobre mi pecho izquierdo, por debajo, levantándolo.
—No debe hacer eso —le digo.
Su pecho emite un sonido y luego sonríe burlonamente.
—¿Se ha aprovechado ya de tu boca?
No hago el menor movimiento. Estoy de pie, delante de él, sin moverme, con una teta en su mano.
—No debe hacer eso —repito.
Pero él no me hace el menor caso. Los dedos me retuercen con suavidad el pezón. Luego, se abre los pantalones y deja al descubierto su órgano. Es un pene enorme. Un gran mástil palpitante, con el glande rosado e hinchado. Me empuja por los hombros, obligándome a descender. Abro los labios al llegar a su altura, y me la meto toda en la boca. Tiene la carne caliente y no deja de murmurar. Él mismo se mueve entrando y saliendo de mi boca, mientras me sostiene por la barbilla con ambas manos. Entonces me retiro, me aparto de su órgano monstruoso.
—Yo no soy una de sus doncellas.
Él se echa a reír. Tiene los ojos brillantes en su rostro huesudo. Los dedos se cierran con firmeza alrededor de la verga y al cabo de un momento se corre, lanzando su licor a chorros, su efusión, sobre mis tetas. Las gotas de un blanco perla resbalan sobre mis pechos.
—Eres más bonita que la última que estuvo aquí —dice.
No siento ninguna atadura con nadie ni con nada. Estoy tumbada sobre mi cama y ahora me encuentro a solas, aislada en mi pequeña habitación triangular, perdida entre los recuerdos y las sombras, pensando en los atributos masculinos de Jepson, en mi subyugación a un criado.
La luz de gas parpadea y las sombras bailotean sobre las paredes. Entonces, por mi mente cruza un recuerdo de la señora Hawley, de sus muslos blancos, de su aroma. Pienso en la rigidez de mis pezones durante la cena. Me toco los pezones, y el sexo, el vello de mi sexo. Me meto los dedos y, una vez más, pienso en ese primer beso, en mi boca apretada contra su fuente de placer.
Creo que a la señora Hawley le divierte el hecho de que yo no haya sido criada en Londres. Dice que la gente del campo es a menudo pintoresca.
—Demasiada leche fresca —dice, mirándome para comprobar si he sufrido los efectos de una niñez en el campo.
Pero yo he vivido en Londres desde que me casé con Nigel. Y siempre en la misma casa. Una casa muy parecida a ésta, aunque quizá no tan grande. Aquí observo ciertas cosas que me son familiares. Pero luego me doy la vuelta y todo me parece extraño.
Por la mañana, noto un olor a lilas. Procede del dormitorio de la señora Hawley. Medias de seda dispuestas sobre el respaldo de una silla. Sombreros y plumas desparramados sobre una mesa de tocador. Cojines de terciopelo rojo arrojados sobre un sofá. La señora Hawley está tumbada en la cama, vuelta de lado para mirarme, con los labios abiertos en una sonrisa silenciosa. El señor Hawley está acostado junto a ella, más alejado de mí, con los brazos cruzados por debajo de la cabeza. ¿Ha pasado la noche en esta habitación? Me pregunto si lo ha hecho así. Me pregunto cuáles serán sus intimidades conyugales.
Estoy desnuda, de pie junto a la cama, esperando. Toda desnuda: las tetas, el vientre, el coño.
Ahora, ella me hace gestos para que me acerque. Me toca los muslos, el culo. Me coloca la palma de la mano sobre el trasero y luego sobre el coño. Después, los dedos suben por el vientre, recorriendo todo mi vello, tironeando de mis rizos. Me toca los labios, y yo separo las piernas ampliamente para exponerle mis intimidades. Encuentra el clítoris y me mete un dedo en la raja, hasta el nudillo, mientras con el otro me frota con suavidad el centro de mi placer.
—¿Verdad que es agradable? —pregunta con una expresión burlona en sus ojos—. ¿Es agradable, Clarissa?
Me estremezco mientras ella se burla, sintiendo el cosquilleo que me producen sus dedos. Y ella sigue burlándose de mí, hasta que me corro sobre sus dedos.
Después, el señor Hawley deja su herramienta al descubierto, su rígida masculinidad, el oscuro bulto. Me dice que monte sobre él. Subo a la cama y abro ampliamente los muslos, montando a horcajadas sobre la parte enhiesta de su cuerpo blanco, mientras él no aparta la mirada de mi coño. Sus dedos sostienen la verga mientras yo desciendo sobre ella, hasta metérmela en la gruta. Me agarra las tetas, retorciéndome con suavidad las puntas de los pezones, mientras yo recibo toda su verga en lo más profundo.
La señora Hawley nos observa con ojos burlones, sin perderse detalle. Me toca el trasero y mueve la mano a lo largo de la cadera y de las nalgas, mientras yo subo y bajo sobre el mástil, y vuelvo a subir y a bajar.
Recuerdo la primera vez que lo hice así con Nigel. Acudió a mi habitación después de una cena, para poseerme en mi propia cama. Me pidió que le montara. Hasta entonces, nunca lo habíamos hecho de ese modo. Yo me mostré tímida, extraña, sin estar muy segura de saber qué se esperaba de mí. Pero me sentí tan terriblemente excitada que mis jugos fluyeron con profusión sobre sus partes masculinas. Cómo se divirtió él con mi inocencia.
¿Y la señora Hawley? ¿Lo hace ella también? ¿Se monta como yo lo hago sobre la verga del señor Hawley? ¿Se sienta sobre su vientre para ir moviendo su gruta sobre el instrumento masculino?
¿O quizá entrega sus favores a Jepson? A su enorme órgano. Mi cuerpo tiembla sólo de imaginarlo. Todo aquel tamaño de su órgano metido hasta el fondo en el coño de ella.
Mis jugos se derraman sobre la parte atrapada del señor Hawley, sobre sus huevos. Él le dice algo a la señora Hawley, pero no logro oírlo bien. Tiemblo de placer y ellos observan mis temblores. Ahora, la señora Hawley vuelve a acariciarme, esta vez en los pechos, en los pezones. Sus dedos me los retuercen con suavidad. Luego me acaricia el culo, por entre las nalgas. Acerca su mano al anillo, a la entrada posterior y emite un chasquido con la lengua al tiempo que me introduce un dedo, sin dejar de observar la expresión de mi rostro. Una vez dentro, el dedo se dedica a explorar.
Lanzo un gemido mientras cabalgo sobre el señor Hawley. Tengo metido el dedo hasta en las entrañas. Ya puedo ver el jardín desde donde estoy. Observo los árboles a través de la ventana, la luz de la mañana. La luz gris de la mañana que ilumina el jardín, al otro lado de la ventana. Ahora, oigo el crujido de la cama. El dedo metido en mi culo se muestra insistente, y yo me siento conquistada por esa insistencia, y por esa mirada burlona de sus ojos.
El señor Hawley emite un sonido y se arquea hacia arriba al tiempo que se corre, derramando su efusión en mi gruta, dejándome su licor caliente dentro del coño. Me estremezco mientras sigo menándome sobre su ardiente chorro.
Un verano, Nigel me llevó a Venecia. Recuerdo el Piazzale Roma. Por la noche, me folló en el balcón de nuestra habitación. Primero por delante, y luego me dio por el culo. Las luces iluminaban la escena por debajo de nosotros. Oíamos voces, mientras mi cuerpo se arqueaba sobre su barra de hierro, con mi entrada posterior apretándose sobre la verga de Nigel. Emití un gemido y allá abajo, un hombre levantó la mirada. Era un marinero italiano.
—¿Le sucede algo signorina?
Fue Nigel quien contesto. Dijo algo que no comprendí. El marinero se echó a reír, se dio media vuelta y se reunió con sus amigos. Yo no podía pensar en nada que no fuera la presión que sentía dentro del culo, la dilatación de mi rosa, el grueso y ardiente pene de Nigel, y el parpadeo de las lámparas del Piazzale Roma.
Otra vez Jepson. Me viola la boca. La lluvia golpea contra los cristales de las ventanas, y su órgano golpea contra mis labios. Termino por abrirlos. Me abro por completo y le rodeo la verga palpitante con los dedos, sintiendo la ardiente pulsación de su carne, de su masculinidad.
Todo parece estar más allá de mí misma.