19

LA señora Poole está celosa. El ama de llaves de Bertie no aprueba mi presencia en esta casa. Y ella es una mujer fuerte. Aprieta los dientes, adelanta la barbilla y camina por los pasillos. Yo me burlo de ella. A veces, me divierto con Bertie en lugares y momentos en los que nos descubrirá la señora Poole, y ella adelanta aún más la barbilla al vernos, al contemplar mi trasero sobre el rostro de Bertie, sus chupeteos mientras yo me restriego contra él. Y entonces veo los celos en los ojos de la señora Poole. La regaño delante de los demás sirvientes y observo con satisfacción cómo enrojecen esas mejillas ajadas. Ahora me odia, y sus labios tiemblan al girarse y darme la espalda.

Por la mañana, llamo a la señora Poole a mi habitación. Me quedo acostada y tomo el té.

—Las ventanas están sucias.

—¿Las ventanas, señora?

—¿Acaso estás sorda, Poole?

Aparece el rubor en su rostro.

—No, señora.

—Hará limpiar las ventanas esta misma mañana.

—Sí, señora.

Tiene las caderas anchas. Por un momento, pienso en la carne blanca de su trasero.

—Y ahora, llévate esta bandeja. Ya no quiero más té.

Más tarde, me quejo a Bertie acerca de la señora Poole. Al principio, él no comprende. Cree que le estoy hablando de una de las sirvientas. Luego, aparece la extrañeza en su expresión.

—¿La señora Poole?

—Sí, querido.

—Oh, ¿te refieres a la señora Poole?

—Sí, me refiero a ella. Quisiera que se marchara de esta casa. Es una verdadera molestia, y tú no querrás que yo me sienta molesta, ¿verdad, querido?

Bertie está extrañado. Se ríe por lo bajo, tocándome el trasero. Protesta, diciendo que la señora Poole ha sido su ama de llaves desde hace muchos años. Luego, termina por ceder, al tiempo que me frota el trasero con la mano. Yo recompenso a Bertie como se merece. Tengo que recompensarle. Le palpo el bulto de los pantalones, a través de la tela, y él se estremece. Le desabrocho la bragueta y él abre ojos como platos, observando lo que hacen mis dedos. Le descubro el capuchón y se la pongo bien tiesa, meneándosela. Luego, retiro la mano.

—Adelante —le digo—. ¿No quieres hacerlo tú mismo? Yo veré cómo te corres.

Bertie tiembla y se la coge con la mano, bajando la mirada hacia ella, con la boca abierta, apretándosela. Emite un sonido y empieza a meneársela, con los dedos cerrados sobre el tallo. Luego, boquea repentinamente. Su cuerpo se pone tenso y de pronto surge el chorro de su leche, con el pene palpitando al tiempo que se corre.

Una vez que la señora Poole se ha marchado de la casa, la servidumbre tiene miedo. Y yo me siento contenta. La observo marcharse de la casa y luego pido que me sirvan una taza de té en el salón.

Me visita mi prima Gertrude. La recibo en el salón de música. Me mira con ojos inquisitivos. Qué elegante está. Ahora se ha convertido en una mujer casada y quiere saberlo todo sobre Bertie.

—Es un hombre un poco extraño, ¿verdad? He oído decir de él que es raro.

Dentro de veinte años Gertrude tendrá todo un edificio en Belgravia y dirigirá a batallones de mujeres en sus salones de recepción. Los empleados de Worth temblarán sólo de verla aparecer.

Qué orgullosa es. No me mira al hablar, sino que se dedica a observar el salón, fijándose en las chucherías de Bertie. Me echo a reír y ella gira la cabeza, extrañada, viéndome reír sin comprender.

—Querida Gertrude, háblame de tu mozo de cuadras.

—¿Mi mozo de cuadras?

—Tengo entendido que tienes un mozo de cuadras.

—Sí, desde luego.

—¿Es como Lynch?

Al oír la pregunta, se ruboriza.

—Anda, no seas tonta.

—¿Está enterado Peter de lo de Lynch?

—Desde luego que no.

—En ese caso, se lo diré. En cuanto conozca a tu marido, será lo primero que le diga.

Estamos sentadas la una junto a la otra, sobre un canapé. Le pellizco la barbilla y ella vuelve a ruborizarse ante mi audacia. Qué cómico resulta. Mi prima Gertrude totalmente perpleja y confundida. Desaparece el rubor y ocupa su lugar la palidez. Ahora tiene el rostro pálido.

—Clarissa, por favor...

—¿Estás cansada? Pareces sentirte cansada.

—Sí, supongo que lo estoy.

Se reclina sobre mi hombro y le acaricio el brazo, luego los pechos, y ella se estremece. Le toco las rodillas, le meto la mano por entre los muslos.

—Debes abrir las piernas —le digo.

Ella suspira y aparta las rodillas, dejando paso a mi mano, a mis dedos, que le acarician el sexo. Vuelve a suspirar, se estremece, gime... y se corre. Se corre sobre mis dedos, humedeciéndolos con sus jugos.

—Por favor, Clarissa...

Más tarde, tomamos el té con Bertie, qué cuenta historias originales sobre sus viajes por Oriente. Mi prima está como hipnotizada por las narraciones de Bertie sobre los eunucos de Damasco. Yo me burlo de Gertrude.

—¿No te gustaría uno de ésos? ¿Un hombre sin huevos?

—Creo que sería horrible —dice ella ruborizándose.

—Sí, supongo que sí, pero creo que a ti te gustaría.

Bertie se ríe al observar la incomodidad de Gertrude, que tiembla cuando él vuelve a hablar de los eunucos. Entonces, le ordeno que se levante de la silla y se arrodille sobre la alfombra. Al principio, ella se niega, pero finalmente cede. Y al ceder, me mira fijamente, con el rostro ruborizado. Mientras tanto, Bertie asiente con un gesto y sonríe. Hago que Gertrude se adelante hacia nosotros, avanzando sobre las rodillas. Le toco la boca, pasando las yemas de los dedos por la curva de los labios.

Luego, Bertie se saca la polla, la corona de su raíz, su glande rosado. Gertrude se la queda mirando fijamente. Se estremece.

Mi prima está completamente vencida. Abre la boca, con los ojos brillantes, me mira y yo asiento con un gesto. Se adelanta sobre la alfombra, se desplaza sobre las rodillas para acercar la boca a la polla de Bertie y se mete el glande entre los labios, y luego el tallo, hasta engullirla toda.

Hay fiebre en su mirada. Un momento antes se comportaba de una forma tan dócil. Ahora, en cambio, hay fiebre en su mirada. Abre mucho la boca y tiene las mejillas ardientes, y lanza bufidos mientras se la chupa.

Bertie suspira y le acaricia la sien.

—Se lo he contado todo a Julia —dice Bertie, que quiere presentarme a su hermana—. Estoy seguro de que ella te gustará. Quieres conocerla, ¿verdad? Por favor, dime que sí. —Me habla de Julia con un tono de reverencia—. A veces, pienso que es una verdadera santa. —Insiste en que le acompañe a conocer a su beatífica hermana—. Oh, sí, tienes que venir conmigo. Julia quiere conocerte.

¿Me resultará tediosa?

—Eso no es necesario, ¿verdad?

Al principio, me niego, mientras mis dedos acarician la parte delantera de sus pantalones.

—Tienes que venir conmigo, Clarissa —me suplica Bertie.

—¿Tengo?

Pero finalmente me muestro de acuerdo. Haremos el viaje juntos hasta el santuario. Conoceré a Julia. Bertie se siente feliz y me besa en la mejilla, riendo mientras yo se la meneo.

—A veces, creo que pierdo la razón contigo.

Desde luego que sí. Y eso es exactamente lo que él desea: perder la razón. Cierra los ojos. La polla se le endurece por debajo de mis dedos cerrados a su alrededor. Le tiro hacia atrás el capuchón, dejo el glande al descubierto y le meneo el tallo hasta que se estremece y se corre, derramando el semen sobre mis dedos. Su licor.

Así que, ahora, Bertie y yo cruzamos Hyde Park en un carruaje abierto. Hace una tarde espléndida. Me he puesto un sombrero de color azul pálido, ribeteado con pequeñas flores amarillas. Bertie me sostiene la mano y miramos por entre los árboles a los viandantes que caminan por las aceras. Entrelazamos los dedos.

Entonces, de repente, Nigel aparece delante de nosotros, en la acera, a mi derecha. Es mi esposo. Camina en compañía de otro caballero. Tantos meses sin vernos. El carruaje sigue su camino y nos vamos acercando. Nigel levanta la mirada hacia el carruaje que se aproxima, el carruaje de Bertie, en el que yo estoy sentada, cogida de su mano, de la mano del conde de Greyswood. Y mi esposo nos mira. Me mira a mí. Nuestras miradas se encuentran y observo su rostro. El rostro vacío de Nigel. Aparece en él una expresión de toma de conciencia. Bertie me sostiene la mano y no hace ningún caso del aspecto de Nigel. ¿Le ha hecho acaso un leve gesto de saludo? Quizá lo ha hecho. Pero él lo disimula. El carruaje sigue rodando y Bertie murmura algo sobre las multitudes que pasean por el parque.

Pienso en Nigel. Una tiene que pensar, a veces. En su vida, en sus diversiones, en la casa, aquella casa que yo había cuidado. En mi habitación, en el salón, en las fotografías de mi madre y de mi padre colgadas de la pared del salón; en los recuerdos de nuestro viaje a Italia, en mi viaje en compañía de mi esposo.

¿Y Nigel? ¿En qué estará pensando Nigel? ¿Estará pensando en mí? ¿Piensa en su esposa y en el conde de Greyswood? Sí, seguro que sabe dónde estoy: en la casa de Bertie. Seguro que está enterado de las fiestas, que sabe que Bertie y yo acudimos a un palco a la ópera. Nigel conoce muy bien la temporada.

Bertie vuelve a murmurar algo. Ahora habla de coches. Dice que algún día los veremos rodar por el parque.

—Sería horrible —dice—, ¿No te parece que sería horrible?

Llegamos a la casa de Julie. Bertie es todo reverencia. Se trata de una casa grande, con enormes balcones, con la fachada cubierta de hiedra. El pórtico tiene una digna elegancia. Una puerta muy amplia se abre para permitirnos la entrada en un vestíbulo de mármol. El mayordomo levanta la mirada hacia el techo, indicándonos el camino hacia uno de los salones, decorado en blanco y azul, con elaborados cojines, reposapiés y sillones exquisitamente tapizados. Sobre las mesas hay jarrones con flores. Este mayordomo tiene un aspecto alto y cadavérico. Asiente con un gesto y se retira. Bertie se siente regocijado al observar mi incomodidad.

Entonces, aparece su hermana. Y así conozco a Julia. Tiene una piel blanca y pálida, y lleva una peineta de marfil en el moño. Es una mujer imperiosa. Le dirige una tenue sonrisa a Bertie. El perfil de su rostro es noble y la voz suena serena mientras nos sirven el té. Hablan de gentes a las que no conozco, mientras yo contemplo los aburridos paisajes de los tapices que cubren las paredes. Bertie reverencia a su hermana y está pendiente de cada una de sus palabras, mirándola con ojos de verdadera adoración.

De vez en cuando, Julia me mira. ¿Se siente extrañada? No les escucho mientras hablan. Entonces, Julia se dirige a mí:

—Parece usted gustarle mucho a Bertie.

Tiene la mirada fija en la mía. Qué dominante que es. Hay pasión en los ojos de Bertie, que no aparta la mirada de su hermana. Su actitud es de obediencia, y muestra cierto nerviosismo en las manos. Ella le trata como si fuera un muñeco. ¿Es desdén lo que hay en sus ojos? Se burla de él, que le ofrece una sonrisa aburrida mientras habla de uno de sus amigos, sin poder dejar las manos quietas.

—Oh, Bertie, no seas tonto.

—Pero si creía que me habías preguntado por él —dice Bertie ruborizándose.

—Sí, te había preguntado, pero ya me has contado más que suficiente. No debemos ser aburridos, y menos teniendo aquí a Clarissa, entre nosotros. ¿Por qué no practicamos uno de nuestros pequeños juegos?

¿He oído bien? Uno de sus pequeños juegos. Pronto salgo de dudas. A Bertie se le ordena que se desnude. Y Julia se lo ordena con una sonrisa. Bertie se levanta, temblando y sus manos manosean nerviosas los botones. Deja caer las ropas sobre la alfombra. Tiene la piel muy blanca y la verga ya está tiesa, y rosada, balanceándose arriba y abajo al moverse, con los huevos también rosados. Parece un muchacho. Julia se muestra firme en sus directrices, en la dirección de su pequeño juego. Mortifica a Bertie, que tiene que inclinarse, se vuelve y se inclina, apoyado sobre un reposapiés. Julia se vuelve a mirarme, sonriente.

—¿Te gusta verle así?

Su hermano nos muestra las nalgas blancas, con las pelotas colgándole. El balanceo de los atributos masculinos.

—Sí, así es como me gusta.

—Separa las piernas, Bertie.

Ella le acaricia suavemente, con los dedos sobre el trasero, sobre la piel pálida de las ancas. Luego, le coge por los huevos, que levanta con los dedos, tirando del saco hacia ella para soltarlo después y ver cómo se balancea. Julia sonríe mientras le manosea las pelotas.

—Querido Bertie.

Le coge el pene y empieza a meneárselo. Bertie se estremece al sentir el contacto de su mano, que ahora le hace una prolongada caricia, desde la punta hasta la raíz, pasando los dedos por encima de los huevos y recorriéndole toda la raja del culo.

A continuación, le mete el dedo por el ojete. Primero sólo es uno, pero cuando dispone de espacio suficiente le mete dos dedos. Bertie gime mientras ella le da por el culo con los dedos, deslizándolos adentro y afuera, sosteniéndole los huevos con la otra mano, tironeándole del escroto. De la garganta de Bertie surge un gemido profundo, y Julia emite una risita.

—Querido, no tienes por qué contenerte.

Y en cuanto lo dice, él se corre, lanzando el chorro desde la punta del glande hinchado, mientras Julia le aprieta los huevos, ordeñándole, sacándole hasta la última gota de semen. Luego, se vuelve a mirarme y me sonríe, con su tenue sonrisa. Y observo fiebre en sus ojos, mientras sigue tironeando de los huevos de su hermano.

Por la mañana, vuelve a llover. Hace un triste día gris. Las sábanas están húmedas. Permanezco echada en la cama, sin ganas de levantarme, con las extremidades encogidas, mientras pienso en ellos, en Bertie y en Julia, en aquel salón blanco y azul que constituye los dominios de Julia.

Más tarde, me entregan una carta. Es una nota de Nigel. Reconozco su letra. Retraso el momento de leerla. Lo recuerdo en el parque, los ojos con los que me miró en el parque. Finalmente, abro la carta. Querida Clarissa. Observo la curvatura de las letras. Te vi en Hyde Park el otro día. ¿Escribe acaso con la mano temblorosa? Me solicita una entrevista. Mi esposo. Pienso de nuevo en esos ojos, en el parque.

Llamo a la sirvienta y le pido una taza de té. Tengo que pensar. ¿Debo pensar en Nigel? Sus ojos, mientras Bertie y yo cruzamos el parque, cogidos de la mano. Pero, en realidad, sólo puedo pensar en Bertie y en Julia, en los dedos de Julia.

Ahora, la lluvia cae sobre las contraventanas. Sí, me veré con Nigel. Y en el momento en que lo pienso aparece la doncella, trayéndome el té. Le escribiré una nota. Nos encontraremos en el Savoy. Me siento contenta, y me solazo con ello. Tomo un sorbo de té y vuelvo a llamar a la sirvienta para que me prepare el baño. Una vez que se ha marchado, estudio mi rostro reflejado en el espejo. Hay sombras por debajo de mis ojos. ¿Aparecen unas arrugas en mi cuello? Al fin y al cabo, la vida sigue, ¿no? Me tiemblan las manos. Incertidumbres en medio de los estremecimientos. Una sonrisa casual al pasar ante un macizo de bonitas flores. El traqueteo constante del carruaje por la calle atestada. El sonido de los cascos del caballo sobre el empedrado. Un grito ocasional dirigido a alguien, en la calle. Y la gente que llena las aceras. Todo ese desfile de payasos. Todas esas elegantes damas haciendo girar sus sombrillas.

Ahora, vuelve a llover. Tengo que pensar en mi baño. Me quedaré tumbada en la cama, pensando solamente en el baño.

Nigel en el Savoy. Me espera sentado ante una mesa, situada en un rincón. Se oyen voces apagadas en el salón. Observo un destello de enormes sombreros. Los camareros se deslizan por entre las mesas. Nigel sonríe y me piropea.

—Estás encantadora, Clarissa. Más encantadora que nunca.

Fija la mirada en mi cuello, y yo observo su palidez. Sí, está pálido. Una mirada fugaz hacia mis pechos. Los recuerdos de susurros en la intimidad conyugal. Supongo que, a veces, piensa en mí. Sí, seguro que sí. Y yo también pienso en él, en nuestros recuerdos italianos. En aquel interludio de Nápoles, en aquellas noches románticas en Venecia.

Pero ahora Nigel se muestra bastante inseguro de sí mismo. La incertidumbre se percibe en sus manos, en la forma que tiene de retorcerse el bigote. Qué fácil resulta comprenderle, descubrir esa expresión de anhelo en sus ojos. Gira la cabeza y aparta la mirada.

—Hay una nueva ama de llaves.

—¿Se ocupa de las cosas?

—Sí, desde luego.

—Siempre hay que decirles las cosas. No se puede confiar en ellas, lo sabes muy bien. Hay que estar encima de ellas.

—Esta es muy eficiente.

Luego me hace preguntas sobre Bertie. ¿Se muestra amable conmigo? ¿Disfruto de la casa de Bertie? ¿Del lujo de sus propiedades?

Yo tomo el té a pequeños sorbos.

—El me gusta.

—No debes ocultarme nada.

—Querido, no hay nada que ocultar.

—Pues yo diría que es un hombre aburrido.

¿Es Bertie aburrido? No, creo que es encantador. Y muy cariñoso. Qué dócil se muestra en sus inclinaciones. Y me muestra el trasero blanco al inclinarse, mientras yo me apodero del trasero y le doy por el culo, metiéndole el consolador de cuero hasta las entrañas.

Alguien se echa a reír en una mesa cercana. Las risas serenas de estas gentes, las mujeres en estos salones atiborrados.

La mirada de Nigel se posa de nuevo sobre mí.

—Vuelve conmigo, Clarissa. ¿No quieres volver conmigo?

—¿Volver?

Volver, volver, el eco va muriendo en mi mente.

—Sí, desde luego.

No, nada de desde luego.

—Pero si yo no quiero.

Él finge no haber oído mis palabras. Me interroga sobre el futuro. ¿Me quedaré con Bertie?

—Es posible que haya llegado el momento de ser prácticos.

—Eso es ridículo.

Parece confundido, y se retuerce las manos en su confusión. Su mirada se desliza a derecha e izquierda, antes de fijarse de nuevo en mí.

—¿Le gustas?

—Eso no importa.

—La casa está muy vacía sin ti.

—Eso tampoco importa.

—A tu padre no le gustará.

—Querido, no seas estúpido.

—No es correcto, Clarissa. Debería haber exigido tu regreso en cuanto los Hawley te trasladaron. No sé por qué no lo hice. Supongo que en aquellos momentos pensé que tú misma encontrarías el camino de regreso a casa. Sí, eso es. Pensé que tú misma decidirías regresar. Podrías haber vuelto, ¿sabes? Podrías haber regresado a mi lado, después de lo de los Hawley.

Ese horrible asunto. Nigel y sus incomprensiones de las cosas. La tristeza de sus ojos. Y yo conservo los recuerdos de Italia, las habitaciones que ocupamos en Florencia.

Me suplica que regrese a su lado y, una vez más, me niego. Su voz suena débil, y hay verdadera súplica en sus ojos. Giro la cabeza y miro hacia otro lado. Me encuentro con la mirada de una mujer, sentada en otra mesa. Observo sus brazaletes. Nigel vuelve a rogar y yo vuelvo a negarme. No, no regresaré al lado de Nigel.

Ahora, su voz tiembla.

—Tienes que hacerlo, Clarissa.

—No, no tengo que hacer nada.