13. La persecución

   Encontró la lancha río arriba, oculta tras un soto. Estaba escondida del mismo modo que su esquife, lo que lo hizo sonreír sin humor.
   Una suave polvareda de tiempo soplaba en lo alto sobre el río, y no había ni rastro del remolino… ni del Natchez.
   John se puso a seguir las pisadas de bota que partían de la lancha. Se dirigían hacia el interior, por lo que no había que luchar contra la presión del tiempo. Se le secó la ropa mientras caminaba bajo un dorado y reluciente trozo de cielo medio oculto tras unas molestas nubes.
   En el interior, el bosque exuberante fue dando paso a un desierto de maleza. Se dio cuenta de que su padre podría dar la vuelta sin que él se enterara, y por ello volvió sobre sus pasos y borró cualquier huella que delatara que había abandonado el agua para tomar tierra. Evitó la vegetación en la medida de lo posible y se deslizó por arbustos donde los tallos se doblaban pero no se partían. Esto era crucial, ya que un tallo roto no se puede reparar sin cortarlo cuidadosamente y, aun así, un buen lector de signos podría darse cuenta. Dejar tallos o ramas que indicaran el camino seguido tampoco era muy acertado; había que volver a colocarlos suavemente de un modo natural. Aplastó un arbusto y arañó un árbol para que pareciera que se trataba de un animal que había estado mordiéndolos o rascándose. La precaución era sinónimo de seguridad.
   Sentía un misterioso y violento dolor de cabeza que le llegaba hasta los ojos. Habían ocurrido muchas cosas, pero las dejó a un lado, evitando pensar en el señor Preston o en Stan, y siguió caminando. El tiempo era cada vez más seco y una cosa con dientes y unas grandes alas aleteaba sobre él, observándolo por si había alguna posibilidad de atraparlo. John le arrojó un trozo de roca.
   Esperaba encontrar un árbol de trabucos, acordándose del hombre que lo había amenazado con una de aquellas armas. Pero una gran rama caída le sirvió para hacer un garrote una vez eliminada la corteza.
   Las huellas de las botas eran continuas, y no había rastro de tacones hundidos en la tierra por la prisa. Se había criado mucho más arriba pero conocía mejor los espacios vacíos que las frondosas tierras ribereñas, y por tanto se dejó llevar por sus sentidos. En un momento dado alzó la mano y la otra mano estaba allí, para estrechársela con apacible seguridad.
   Todo lo que había en la tierra huía de sus pisadas. Las lagartijas corrían a la roca más cercana. Codornices de cuatro alas permanecían inmóviles a la sombra, esperando ser tomadas por piedras, pero en el último momento perdían la paciencia y se convertían en pájaros que agitaban las alas frenéticamente. Las serpientes se desvanecían, las palomas chillaban mientras surcaban el cielo, los conejos escapaban corriendo. El zorro, el cuerno enano de montaña, el coyote: todos se fundían en una leyenda, dejando tan sólo huellas y excrementos. El corazón del desierto estaba formado por una pálida arena, y el vacío de su extensión exponía la vida tal y como era: surgida de la nada y dirigiéndose a ella también. Las plantas del desierto estaban como exiliadas entre ellas, acumulando el agua que recogían silenciosamente las tenaces raíces bajo la arena. La vacuidad era la vida. Había aprendido a pensar de este modo desde que su padre había abandonado la casa en llamas.
   Percibió un hedor fétido y pestilente y supo de inmediato que su padre se vería atraído hacia él. Supuso que se trataba de una fosa, y se orientó hasta ella guiado tan sólo por el olfato. Pero, cuando miró el campo en forma de cuenco, no vio más que muertos esparcidos por doquier. Osó acercarse cautelosamente. Hombres con armaduras ya-cían en estado de putrefacción, con los rostros hinchados y los labios morados. La mayoría de ellos estaban destripados y parecía que estuvieran dando a luz sus propias entrañas.
   Las espirales de tiempo a veces hacían eso: vomitar personas y materia de tiempos y lugares que nadie conocía. Lo que hacían los barcos de inducción desplazándose río arriba con dificultad, lo efectuaba un temporal en un instante. A veces carroña como aquélla se podía aprovechar para el negocio de los zoms.
   John se giró para adentrarse de nuevo en la maleza, y allí estaba él.
   Tenía la cara angulosa, con los ojos hundidos, un corte familiar en la mandíbula y la boca inclinada hacia abajo. John la comparó con su última nítida imagen: el retrato enmarcado durante la conflagración que había llevado en su mente doce años inmemoriales, y que había sacado y examinado cada día. Sí, estaba seguro: era su padre.
   - ¿Qué quieres? -La voz era grave y tensa.
   - Justicia.
   - ¿Quién eres? -Sus ojos denotaban miedo.
   - Me conoces.
   - ¿En estos lugares? Ya no sé lo que sé. Nada es constante. Me has estado persiguiendo hasta muy lejos río arriba. Desapareció el barco de inducción. No sé qué coño es este lugar. Yo…
   - Huiste de casa.
   - ¿Qué? -Su cara se estrechó como si oscuros recuerdos hicieran presión contra ella. Luego se relajó-. Maldición, ¿te refieres a lo que pasó hace tanto tiempo?
   - Sabes que sí. Ella murió allí dentro.
   Hubo un largo silencio. El hombre lo examinó como si buscara un margen, alguna ventaja. ¿O acaso lo estaba reconociendo?
   - Sí, sí. Aunque eso es el pasado. Escucha, la familia estaba acabada.
   - Lo estará después de esto.
   El hombre entornó los ojos mientras se abrían las nubes y descendía un resplandor dorado. John pudo percibir su inseguridad y supo que había llegado el momento, y avanzó rápidamente sin pensarlo más. Había estado pensando en ello una década y estaba harto de hacerlo.
   Al hombre le brillaba la cara, como reconociéndolo de repente, y abrió la boca como si fuera a gritar, aunque John nunca llegó a oírlo. Alzó un brazo, pero extrañamente no llevaba ningún arma. John vaciló tan sólo un instante. Blandió la rama como un garrote, una vez, dos, tres, y le abrió la cabeza al hombre. Sin decir otra palabra.