10. El propietario de zoms

   Lo rodeaban negros laberintos geométricos. Podía oír conversaciones que le llegaban apagadas y levemente disonantes mientras decidía qué camino tomar entre los grandes edificios comerciales que había cerca del muelle. Allí prosperaban los negocios de intermediarios, al igual que fundiciones, tiendas de maquinaria, prensadores de aceite, fábricas de lino y almacenes de grano para diversas cosechas, todas surgidas a partir de las famosas e intrincadas técnicas de vida de Cairo.
   Pero tal tipo de técnica no era perfecta. Las calles adoquinadas estaban cubiertas de hongos amarillos, malignidades resbaladizas que chupaban los tacones de John, ansiando devorarlo. Los canales de desagüe rebosaban de fétidos fluidos; en algunos el líquido estaba estancado y cubierto de una espuma marrón, y en otros fluía con rapidez hasta por los gruesos adoquines de los bordillos.
   Cada edificio tenía un tonel inmenso, de varios metros de altura, que había brotado del mismo edificio y echaba unas raíces como pilares que aguantaban el enorme peso del agua de lluvia que contenía. Cerca del río nunca había suficiente tierra para cavar pozos. Las lluvias pasajeras eran todo cuanto tenía Cairo, y, como para demostrarlo, se empezaron a formar gotas en la neblina, que cayeron sobre John mientras deambulaba.
   Descendió hasta una tierra baja de la ciudad, donde las calles permanecían en silencio, con el aspecto desierto de un domingo. Pero la sismología de hierro forjado de los desvencijados edificios explicaba el motivo. Eran unos códigos y monogramas pesados y toscos, rellenos de delicadas telas de araña de un tejido sorprendentemente intrincado. John podía distinguir en la creciente oscuridad los carteles de los negocios de los zoms, con las calaveras y la ornamentación de nervaduras.
   Supuso que era su mala suerte lo que hacía que el resplandor de la capa terrestre se apagara justo a aquella hora. La lluvia cesó de caer, dejando un frío húmedo y malsano. Miró hacia arriba y vio que a lo lejos había una gran isla de desierto de arena, que tapaba la extensión de cielo, y por tanto dejaba a esa parte de la ciudad permanentemente en la oscuridad. Por ello habían decidido instalar allí la industria de los zoms, en una eterna penumbra.
   Se puso a mear contra un edificio, pensando que lo ayudaría a crecer como cualquier planta, aunque se adentró pudorosamente en un callejón para hacerlo, de modo que estaba oculto cuando pasó un grupo de mujeres zoms.
   Caminaban arrastrando los pies, muertas de frío y con la cara amarillenta, mirando a su alrededor como desconcertadas, y una de ellas vio a John. Sonrió, con un rictus espantoso, se lamió los labios y, levantándose la falda con una mano, alzó las cejas e hizo una señal con el dedo índice. John estaba tan pasmado que dejó de orinar y permaneció allí, anonadado, hasta que por fin la zom se encogió de hombros y siguió caminando con las demás miserables. Su corazón volvió a latir algo después y se subió los pantalones.
   Se dijo que los zoms eran necesarios por su fuerza bruta, pero no conseguía calmarse; tenía la respiración agitada y sentía una opresión en el pecho. Involuntariamente, extendió los brazos en el aire, suave y apacible, y murmuró sus palabras rituales.
   Durante un largo momento no ocurrió nada. Entonces sintió cómo una mano reconfortante e invisible asía la suya y se la estrechaba firmemente, tranquilizándolo. Era una mano callosa, de trabajador; la había sentido en momentos de aflicción desde que era un niño pequeño, desde el día en que su padre se había marchado entre la sangre y el fuego poniendo fin a su mundo.
   Todo había empezado aquella noche. De alguna manera sabía que el reino de los espíritus comprendería aquella furia abrasadora, y por ello había simplemente alargado la mano en el ardiente aire de la casa en llamas, lleno de chispas, y había tocado el firme puño que, al rozarlo, se había abierto de forma acogedora.
   Años más tarde, durante otra crisis, miró hacia arriba para ver qué lo estaba agarrando, y la mano era invisible, aunque podía notarla. Pero el aire estaba lleno de motas cristalinas, sin duda la manifestación de algo, más segura que los demonios o el maná.
   Ahora la mano del espíritu le dio fuerzas. Habiendo recobrado el valor, tomó una calle con candiles que desprendían una luz vacilante y buscó al criador de zoms.
   Era un hombre alto, que llevaba un fino traje de color carbón. Estaba sentado en una espaciosa habitación, ante un escritorio de piedra antiguo, escribiendo en un pergamino. En las paredes había profundos nichos sumidos en la oscuridad.
   - Estoy buscando a mi padre. Pensé que quizá…
   - Sí, sí -dijo el hombre-. Una vieja historia. Adelante, mira. Esta brusquedad sobresaltó a John y por ello tardó unos momentos en asimilar plenamente lo que estaba viendo.
   Mugrientos candiles bañaban en una apagada luz amarillenta las largas filas de tablas inclinadas, en las que yacían cadáveres adultos. No estaban amortajados, sino que llevaban uniformes de trabajo, algunos incrustados de barro. John caminó a lo largo de las filas y miró detenidamente aquellos rostros rígidos y exangües. En los nichos había niños envueltos en blancas mortajas.
   Todos estaban encerrados en una jaula de hierro forjado. Tenían unos tubos conectados a la nariz por donde ascendían unos pálidos fluidos revitalizantes bombeados desde corazones separados: bulbosos músculos escarlata que latían, enganchados a las costillas. Los fluidos se desplazaban paulatinamente por su cuerpo y descendían en lentas olas desde el pecho hasta las piernas temblorosas, pasando por los gruesos intestinos. Una vez finalizada la carga, los fluidos emergían, de un color verde intenso, de sus traseros, y se derramaban en estrechos cana-les abiertos en el suelo de madera dura.
   En medio del resonante goteo, volvió al escritorio de piedra, que era una isla de luminosidad en el frío y húmedo silencio.
   - No está aquí.
   - No es de extrañar. Los hacemos circular rápidamente. -El hombre de ojos hundidos seguía sin revelar nada.
   - ¿Crió a alguien que se pareciera a mí?
   - ¿Tienes su nombre?
   John se lo dio. El sonido del nombre de su padre pronunciado en su totalidad era suficiente para que le rechinaran los dientes. El hombre consultó un libro encuadernado en cuero.
   - No, no consta en los archivos -dijo al cabo-. Aunque creo recordar algo…
   John agarró al criador de zoms por los hombros.
   - ¿Qué?
   - Suéltame, te digo. -Retrocedió asustado y, cuando John lo soltó, se enderezó como una gallina sacudiéndose las plumas-. Vosotros, malditos locos, irrumpís aquí…
   - Dígamelo.
   Hubo algo en la voz de John que hizo que el hombre guardara silencio y lo examinara durante un buen rato.
   - Estaba intentando recordar. Estás totalmente equivocado, buscándolo en las losas. Alguien con ese nombre está en el negocio.
   - ¿El negocio de los zoms?
   - Eso creo. Un proveedor.
   John sintió que los recuerdos le oprimían la garganta. Su padre solía trabajar de vez en cuando, siempre en algo que encontraba fácilmente y abandonaba del mismo modo. Y siempre se trataba de trabajos relacionados con algo turbio.
   - Eso podría ser cierto.
   - Viene aquí con un grupo prácticamente cada semana.
   - ¿Desde dónde?
   - Dice que los saca del campo.
   - Podría ser.
   El hombre cogió su pluma de ganso y la utilizó para girar las páginas de un pequeño libro de notas. John vio que sólo tenía un brazo.
   - Sí, aquí está. Propietario de zoms, con licencia y todo. Puedes buscarlo por donde ha estado últimamente, si quieres -dijo el hombre sin levantar la mirada.
   - ¿Que puedo? ¿Cómo?
   - Tiene un lugar donde los guarda hasta haber conseguido un buen número de ellos. Entonces los trae aquí para inyectarles fuerza.
   - ¿Dónde?
   - La última vez que lo vi, a unas siete manzanas de aquí.
   - ¿En qué dirección?
   - Anunciación y Poydras. Una gran nave, con el tejado de estaño.
   John se puso en camino por las calles brillantes por la lluvia, se perdió en dos ocasiones por su precipitada confusión y resbaló con algo viscoso que prefirió no mirar. Llegó a los edificios bajos en el momento en que una silueta salía por el otro lado; algo lo hizo retroceder para tomar de nuevo la calle y observar al hombre mientras se alejaba a toda prisa. Entró y no encontró allí más que a cinco zoms echados en camillas, congelados y con la cara cubierta con un amuleto de latón. Un creciente sentimiento de traición se apoderó de él, y John echó a correr por los vacíos pasillos donde trabajaban los zoms durante el día. Una tenue luz grisácea hacía que todos los objetos parecieran fantasmagóricos y amenazadores.
   Antes de llegar hasta el final del almacén sabía que el criador de zoms lo había tomado por tonto, y quizás incluso lo había reconocido de alguna forma. Mientras John intentaba llegar hasta allí el hombre había conseguido avisar a su padre, quien había salido huyendo.
   «No seré listo, pero sí más joven», se dijo John. Se lanzó a la carrera por las nebulosas calles y al cabo de unos minutos, al llegar a un espacio abierto, donde se encontraba un mercado de comida, vislumbró la misma silueta, que ahora también corría, mientras el abrigo lo iba golpeando por detrás.
   Los puestos estaban vacíos, y el hombre corría entre ellos sabiendo adónde iba, de modo que fue aumentando la distancia entre ambos. John esperaba agotarlo, pero de repente aparecieron en la calle Gálvez, que conducía a los amplios muelles, y, sin disminuir la marcha, el hombre se precipitó por una escalera de piedra que llevaba a la orilla del río y subió de un salto a una lancha que había amarrada allí. Era una barca con una extraña forma, que el hombre estaba intentando arrancar frenéticamente.
   John pudo oír cómo el motor se ponía en marcha y rugía con estruendo mientras el hombre aceleraba de forma desesperada, pero la lancha salió disparada del embarcadero antes de que él pudiera alcanzar la escalera.
   La barca se dirigió río arriba a toda velocidad, y, con un amargo sabor en la boca, John vio entonces qué era lo que le confería su extraña forma: bobinas de inducción.
   El hombre no miró hacia atrás.