2. Vientos de confusión

   John se alejó de las colinas, por si el hombre atezado regresaba con sus amigos. Se dirigió río abajo, y siguió caminando hasta que lo ven-ció el sueño. Al mantenerse a cierta distancia del río esperaba evitar la tormenta de tiempo que había mencionado el hombre…, suponiendo que no se trataba de una mentira.
   El río se podía divisar desde cualquier altura, dado que la tierra se elevaba en curva hacia los territorios que se extendían en lo alto. A esta distancia el resplandor del agua transparente se fusionaba con las rojizas marismas, por lo que John apenas lograba distinguir los toques de plata y gris metalizado de las mortales corrientes.
   Después de levantarse encontró en la maleza un fruto harinoso para desayunar. Cuando se puso de nuevo en camino, notó un escozor en la nuca: una onda acababa de pasar muy cerca de allí. Sintió el pecho comprimido, y le picaban los ojos. Hubo una descarga de sordos estampidos en el aire.
   Alzó la vista. Pese a la neblina, podía vislumbrar el lejano extremo del mundo. Era una extensión de colinas y valles hundidos, rebosante de vegetación, con lagos salpicados de colores y arroyos tortuosos, todos afluentes del único gran río. Mientras lo contemplaba, la bóveda se fue comprimiendo, como el acordeón que había visto tocar a una mujer en una ocasión, y lo aplastó a él también. Le apretaba las costillas y tiraba con fuerza de su cuello y sus tobillos como si intentara partirlo en dos. Los árboles crujían y se columpiaban, y uno viejo y negro se desplomó a corta distancia. Mientras el niño yacía sobre el humus, mojado y fragante, pudo observar cómo la impresionante constricción de todo su mundo avanzaba río abajo. Era una ola de compresión que actuaba y luego amainaba, como los espasmos digestivos de una gran bestia. Los estratos crujían y las rocas se hacían añicos. Hasta que un repique final, como el martillo de un gigante, se extendió por la frondosa bóveda.
   Tan sólo había visto cinco ondas en toda su vida, pero ésta había sido la más potente, ya que al observar su avance con los prismáticos alcanzó a atisbar, por primera vez, los chapiteles de la ciudad, y vio cómo uno se desplomaba en un instante al pasar la gran ola. Hasta ese momento había considerado las ciudades -o pueblos, según había dicho el hombre, una palabra que John desconocía- como magníficos lugares libres de la acción de la pura naturaleza, invulnerables.
   Caminaba con rapidez. Un resplandor púrpura invadió el bosque; emanaba de una gran extensión de la desnuda capa terrestre que se ex-tendía junto a un brillante lago, al otro extremo del mundo. Se vio poseído por pensamientos sobre la ciudad, ideas sobre cómo encontrar a su padre, y de este modo se olvidó de la tormenta de tiempo.
   Al principio sintió como si se le retorciera el estómago. Entonces el aire húmedo se alteró, las perspectivas se distorsionaron y reinó la confusión entre los vientos.
   Sus pies se negaban a pisar allí donde les ordenaba, a no ser que prestara atención continuamente, por lo que sus entornados ojos no los perdían de vista ni un momento. Pesados como un tronco, sus brazos ganaban y perdían peso mientras se balanceaban… Girar la cabeza de repente suponía arriesgarse a una caída. Siguió avanzando con dificultad, jadeando. Transcurrían las horas, y él comía, descansaba, proseguía. El aire succionaba la fuerza de sus músculos, y sentía comezón por todo el cuerpo.
   Se fue serenando a medida que se acercaba a la ciudad. Empezó a flaquear de fatiga. Aún quedaban tres chapiteles, de un blanco flamante y reluciente, y era el lugar más suntuoso que había visto jamás. Las casas, de una madera pulida y pálida, se alineaban, nítidas y seguras, junto a calles de roca tan rectas como flechas, e incluso las losas de pizarra eran cuadradas y auténticas.
   Las calles estaban atestadas de un número incontable de gente: mujeres con llamativos trajes caminando con cuidado para evitar los excrementos de caballo, borrachos ordinarios avanzando a tumbos, robustos y joviales comerciantes, viles pendencieros, grandes fanfarrones, vendedores ambulantes de rostro rubicundo traficando con todo, des-de caramelos hasta sierras; todos pululaban como insectos afanosos, hablando sin cesar.
   Para John era como intentar beber de una cascada. Erraba por las calles cuadriculadas sin que nadie reparara en él, plenamente consciente de sus ropas andrajosas y su sombrero flexible. Buscó lo único que sí conocía: el río.
   Había hombres ganduleando por el gran muelle de piedra en el creciente calor infestado de insectos. Estaban repanchigados en sillas rotas, reclinados hacia atrás hasta tal punto que parecía una imposibilidad dinámica, con la barbilla en el pecho y el sombrero caído hacia adelante cubriendo sus soñolientos ojos. Una puerca de seis patas y su cría pasaron gruñendo, dedicados a sacar un buen provecho de las cajas rotas.
   Más allá de esta lenta escena se hallaba el río, medio en la sombra debido al resplandor intermitente de tres trozos de capa terrestre en lo alto, que brillaban profusamente cuando la luz les daba de lleno. John se quitó la mochila, se sentó en una barandilla del muelle y se quedó contemplando la incesante ondulación del río, quebrantada por fragmentos de pura plata que irrumpían en la superficie, humeaban y desaparecían.
   - ¿Buscas trabajo?
   Era una voz áspera. Pertenecía a un niño algo mayor que John y más alto, cuyas anchas espaldas casi le reventaban la camiseta. Pero tenía una mirada agradable y tierna.
   - Puede ser -contestó, pensando que allí necesitaría dinero.
   - Tengo trabajo descargando. Nunca hay brazos suficientes. -El joven extendió una mano bien abierta. Se estrecharon la mano-. Yo soy Stan.
   - Yo, John. ¿Es duro el trabajo?
   - Moderado. Tenemos zánganos que nos ayudan.
   Stan señaló a cinco siluetas sentadas junto al embarcadero. John los había visto antes, pero río arriba se los llamaba «zoms». Todos estaban en la misma postura: las piernas estiradas, los brazos caídos, y todo el peso sobre la base de la columna. Ningún hombre habría podido sentarse de esa manera durante mucho tiempo, pero a los zoms parecía no importarles. Casi cualquier cosa era mejor que estar muerto.
   - ¿Eres nuevo? -inquirió Stan, sentado en cuclillas junto a John mientras escribía algo en una tablilla con el cabo de un lápiz.
   - Acabo de llegar.
   - ¿En balsa?
   - Esquife. Fui a parar por encima de esa tormenta.
   Stan silbó.
   - ¿Y echaste a andar? Es un largo camino. ¿Cómo no acabó contigo la ola?
   - Lo intentó.
   - Será duro volver a tu esquife.
   - Puede que siga bajando.
   - ¿De verdad? -Stan se fue animando-. ¿Desde dónde vienes?
   - No lo sé.
   - ¿Angel's Point? ¿Rockport?
   - He oído hablar de ellos. Vi Alberts, pero había mucha niebla.
   - ¿Vienes de más arriba de Rockport? ¿Y eres tan sólo un niño?
   - Soy mayor de lo que parezco -dijo John fríamente.
   - Sí que tienes un acento raro.
   John hizo rechinar los dientes.
   - Tú también para mis oídos.
   - Pensé que viajando tan lejos río abajo te ponías enfermo, te volvías loco o algo así. -Stan parecía estar realmente impresionado, con los ojos bien abiertos.
   - No me limité a viajar río abajo.
   - Eso era un error absurdo; incluso un niño lo sabía-. Me paré para… explorar.
   - ¿Para qué?
   John se movió, inquieto. No tendría que haber dicho nada. Cuanta menos gente supiera de él, menos podrían utilizarlo.
   - Para buscar un tesoro.
   - ¿Como el hidrógeno? Aquí hay un gran mercado de cosas de hidrógeno.
   - No, más bien… -John se esforzó por pensar en algo que tuviera sentido-. Joyas. Rubíes antiguos y todo eso.
   - ¿En serio? Nunca he visto ninguno.
   - Son raros. Los dejaron los señores de antaño.
   Stan abrió la boca y pareció reflexionar intensamente.
   - Eh…, ¿quiénes eran ellos?
   - Gente primitiva, de muy muy lejos en el tiempo. Entonces eran tan ricos, al ser tan pocos, que los zafiros y el oro se les caían de las muñecas y del cuello.
   - ¿En serio? -dijo Stan abriendo bien los ojos.
   - Tenían tanto que para ellos era como el polvo de la carretera. A veces, cuando se aburrían, las mujeres cogían todo un puñado de joyas, las mejores que tenían, bien brillantes y relucientes, y las clavaban en algunos de esos enormes sombreros que llevaban. Cuando había una inundación, la gente se ahogaba y esos sombreros cargados de joyas eran arrastrados río abajo.
   - ¿Sombreros? -Stan seguía boquiabierto.
   John hizo un amplio ademán con la mano.
   - No los sombreros flexibles que llevamos por aquí abajo. Me refiero a grandes sombreros, hechos de… bueno, de hidrógeno puro.
   - Hidró… -Stan se detuvo, con una mirada estupefacta, y John se percató de que debía reparar aquello.
   - ¿Sabes?, en aquellos tiempos prehistóricos el hidrógeno era toda-vía más ligero de lo que lo es ahora. Así que lo llevaban encima. La gente más refinada tejía con él lujosos chalecos, cuellos de camisa y sombreros.
   Stan frunció el entrecejo, nada convencido.
   - Yo nunca vi a a nadie…
   - Bueno, se trata precisamente de eso, ¿comprendes? Aquellas antiguas damas y caballeros gastaron todo el hidrógeno. Por eso ahora vale tanto.
   - ¡Oh! -exclamó Stan, pasmado-. Eso es maravilloso, sencillamente maravilloso. Quiero decir que sabía que el hidrógeno era el metal más ligero, y también el más fuerte. No es de extrañar que todos los contratistas y constructores de motores lo quieran y no puedan conseguirlo. Pero… -miró a John fríamente-, ¿cómo es que sabes eso?
   - ¿Cómo es que un niño lo sabe? -Podía muy bien devolverle esa observación-. Porque río arriba estamos más cerca de las épocas arcaicas. Buscamos esos sombreros de hidrógeno que llegaron arrastra-dos por el río.
   - Entonces ¿por qué has venido aquí abajo? -inquirió Stan, ceñudo.
   Por un instante John tuvo la ligera impresión de que lo habían pillado. Toda la historia iba a estallar ante él. Perdería aquel empleo y pasaría hambre aquella noche.
   Entonces parpadeó y dijo:
   - Río arriba la gente ya tiene los sombreros que llegaron hasta allí. Los que estoy buscando son los que pasaron de largo.
   - Aaahhh… -Esto agradó a Stan, quien de inmediato empezó a lanzar preguntas sobre los magníficos sombreros y la búsqueda del tesoro, cómo lo hacía John, qué había encontrado, etcétera. Fue un alivio cuando alguien gritó:
   - ¡Barco de inducción! -Y el soñoliento muelle volvió a la vida.