5. La niña
congelada
Oscuras formas seguían
deambulando por su mente cuando llamó a la puerta del señor
Preston. Todavía se sentía apresado en la noche.
Era una mañana inestable,
con una luz grisácea que traspasaba la niebla y arrojaba figuras
sobre los tejados a lo largo del río adormecido. John apenas
alcanzaba a ver la blanca valla de estacas que enmarcaba el jardín
del señor Preston. La neblina nacarada desdibujaba cualquier
detalle más allá de la tapia de ladrillos que conducía a la casa.
Era un lugar imponente, tuvo que admitir, inclusive con una luz tan
difusa. Tenía un pórtico de pino claro cuyas inmensas columnas
estaban rematadas con unos capiteles floreados. Volvió a golpear la
puerta con la aldaba de hierro, y al instante se giró el pomo de
bronce, como si estuviera conectado con la aldaba. Abrió un enano,
un sirviente mudo, quien condujo a John por un vestíbulo
alfombrado.
No estaba preparado para la
ostentosidad de la residencia de un pi-loto y se puso a contemplar
con deferencia los muebles de caoba, una lámpara eléctrica con una
pantalla de papel amarillo, y una estantería llena de esculturas de
sonido. Tras señalarse la boca bien abierta y sin lengua, mostrarle
el tatuaje rojo de sirviente que le cubría el hombro para explicar
su silencio, el enano se retiró.
Una profusión de imágenes
de viajes revestía las paredes.
- Sobre las cascadas
de Abraham, En búsqueda de los volcanes, El corazón de la
luminosidad, Lucha contra el destino- y muchas de literatura,
incluso fantástica. John anhelaba tomar aquellas hojas y
contemplarlas a la luz, pero, cuando se disponía a coger Corriente
de tiempo y ruina del mundo, oyó unos fuertes pasos. Al girarse
pudo ver al piloto luciendo un uniforme azul y dorado.
- Espero que hayas
resuelto tu otro asunto -dijo el señor Preston con severidad.
Tan sólo entonces recordó
su brusca retirada de la noche anterior. Al salir de aquel ruidoso
bar, la ciudad había absorbido su memoria. Se había puesto a
caminar por estrechas calles bordeadas de toscos edificios que
parecían inclinarse sobre el pavimento, eclipsando la macilenta luz
del cielo. Los húmedos callejones cerca del río estaban atiborrados
de objetos -como por ejemplo fardos de ropa abandonados para ser
recogidos por los basureros-, y era imposible transitarlos sin
pisar los bultos o tropezar con ellos.
Los dueños de los zoms
dejaban a éstos allí donde se desplomaban, sabiendo que no podrían
moverse sin ser alimentados de nuevo. John tardó horas en hallar el
rostro con la mandíbula desencajada que había visto en el muelle, y
algo más en comprobar que el zom no se encontraba en un simple
estado de sopor. Resultó que el cuerpo estaba muerto, con las manos
en la cintura, convertido en la rígida y tiesa parodia de un
baile.
Por la mañana apareció su
corpulento dueño, se encogió de hombros ante el cadáver y lo arrojó
a su furgoneta para luego deshacerse de él. El fornido hombre hizo
caso omiso de las preguntas de John. No, no conocía sus nombres, ni
de dónde eran, ni de qué parte del río provenían. La última visión
de John de aquella cara lo había alterado todavía más, como si el
zom al morir hubiera revelado su último secreto. Había una clara
semejanza con su padre, aunque los recuerdos de john de su primera
infancia se habían visto enturbiados por la rabia, la angustia y la
pobreza de los años transcurridos desde entonces.
De este modo, con una gran
fatiga en los huesos pero una firme y férrea determinación, John se
colocó bien erguido junto a la chimenea de roble y le dijo al señor
Preston:
- Iré con usted,
señor.
- ¡Estupendo! ¿Qué,
has desayunado?
La dama de la casa trajo
unas tortas de avena y unos buñuelos que captaron de inmediato la
atención de John mientras el piloto lo entretenía con sus
historias. John se las ingenió para mantener los detalles de su
largo viaje río abajo bien confusos, aunque casi olvidó su
propósito al descubrir la impresionante colección de objetos del
señor Preston, que cubría las paredes. Había cristales, piedras de
extraños colores que delataban una erosión volcánica, un antiguo
anillo de pelo, cinco puntas de flecha de sílex de tiempos
legendarios y algunas obras artesanales semejantes a muchas de las
que John había visto antes. Junto a ellas había tiesas imágenes
enmarcadas en broma de niños de mirada confusa y ancianos
familiares, todos ordenados de forma extraña y luciendo sus mejores
atuendos dominicales para su encuentro con la in-mortalidad.
Pero estos objetos dispares
no era nada comparados con el enorme cubo transparente que dominaba
la mesa del comedor. Desprendía un aire frío y John lo tomó por
hielo, pero a medida que comía pudo comprobar que no rezumaban
gotas de sus costados lisos y brillantes. En el interior de su luz
blanca y azulada había pequeños objetos de arte: una filigrana
dorada, un dentado trozo de cuarzo, dos grandes insectos con duras
antenas y una estatua en miniatura de una bonita joven de cabellos
rojizos y un amplio vestido blanco.
Estaba terminándose una
torta de avena enriquecida con melaza y el café de la cafetera,
cuando advirtió por casualidad que una de las alas de los insectos
se había movido. Mientras escuchaba atentamente al piloto, quien se
había enfrascado en lo que parecía ser una primera versión oral en
cuatro volúmenes de su autobiografía, vio y observó a la joven dar
vueltas lentamente sobre su pie derecho, mientras su vestido se
alzaba siguiendo el movimiento de su otro pie, para luego
convertirse en un elegante disco giratorio con una delicadeza
aterciopelada.
Entretanto los dos insectos
habían estado agitando sus finas alas transparentes, y ambos se
estaban dirigiendo hacia la niña. Sus ojos multifacéticos se movían
con lo que para ellos debía de ser un vigor lleno de entusiasmo, y
para John era un movimiento aletargado y ominoso.
- Ah, la persecución
-dijo el piloto interrumpiendo su soliloquio-. Bonito, ¿verdad? Lo
he estado observando durante el tiempo suficiente para que me
crecieran tres barbas.
- La chica… está
viva.
- Lo parece. Aunque no
sé por qué es tan pequeña.
- ¿De dónde lo ha
sacado?
- Muy río abajo.
- Nunca he visto nada
parecido.
- Yo tampoco. De
hecho, por la calidad y la destreza con que está hecho, creo que la
chica es real.
- ¿Real? Pero ¡si es
más pequeña que la uña de mi dedo pulgar!
- Me imagino que algún
truco de la luz hace que nos parezca así.
- ¿Y estos
bichos?
- Son casi de su mismo
tamaño, es cierto. Tal vez parecen más gran-des por el truco
opuesto al de la chica.
- ¿Y si no es
así?
- Entonces cuando
lleguen hasta la chica lo pasarán muy bien. -El piloto sonrió-.
Entregué sin más la paga de una semana para comprar esto. Y esa
pequeña fruslería dorada, también es giratoria, ¿ves? Estupefacto,
John sintió una penetrante ola de frío que emanó del cubo del
tiempo, silencioso y lento. Tuvo el impulso de hacer añicos aquel
pedazo de tiempo blanco y azulado, para liberar sus épocas
arrebatadas y sus aprisionadoras y distorsionadas perspectivas.
Pero aquel objeto era del piloto, y los hombres como él entendían
mejor que nadie las peculiaridades del tiempo. Quizá fuera justo
que este tipo de cosas les pertenecieran.
Aun así, se sintió aliviado
cuando hubo escapado del comedor y se encontró entre la niebla de
la calle.